"Toda la belleza del mundo" - читать интересную книгу автора (Seifert Jaroslav)6 . El nacimiento del poetaTengo una nieta pequeña y la quiero mucho, como es natural. Le gusta pintar. En principio, le bastaba con un bolígrafo común. Pero cuando su madre descubrió esta afición suya, no tardó en comprarle tizas y lápices de color. ¡Muchos! Estos utensilios, afilados de cualquier manera, los lleva en una caja de zapatos y yo, a veces, bastante inútilmente, trato de afilárselos. No es posible: hay demasiados. – Abuelito, dibújame una princesa. De mala gana busco un lápiz amarillo y pinto antes que nada una corona de oro. Una especie de dientes dentro de una elipse que hace pensar en la boca de un tiburón. Pero mi nieta me quita el lápiz en seguida: – ¡Así no! Primero tienes que pintar la cabeza y luego la corona. Mueve los dedos menudos sobre el papel y al cabo de un momento nos mira una princesa un poco atónita, con un vestido de color rosa lleno de puntillas multicolores. – Píntame ahora un elefante. Pinto torpemente una masa de carne monstruosa sobre cuatro columnas, adornada por delante con una especie de manguera de bomberos y, por detrás, con una colita de cerdo graciosamente ondulada. Pero esta vez la niña tampoco queda contenta y, al cabo de un momento, tenemos sobre el papel un elefante inimitable, lleno de una graciosa ingenuidad. Le alabo el dibujo y, en el fondo, me siento avergonzado. Tantos años de ir diligentemente a las clases de dibujo y al parecer no había aprendido nada. Alguien de la familia ha expresado su preocupación: ¡por Dios, que no se le ocurra ser pintora! Eso sí que sería una desgracia. Pero no creo que esto ocurra. Su afición de hoy probablemente se cambiará pronto por otra diferente. Yo, de niño, también llené muchas hojas de papel con mis dibujos. Y cuando una vez mis padres me regalaron una pequeña paleta metálica con un pincel, experimenté una alegría tan grande que todavía guardo un vivo recuerdo de ella. Y la noche en que dormí con la paleta debajo de la almohada fue la noche más hermosa de mi infancia. No recuerdo un regalo mejor. ¡A veces, uno no necesita mucho para ser feliz! Y, al mismo tiempo, no son muchos los momentos felices de la vida. Durante largas horas me quedaba sentado ante una hoja de papel, dibujando y pintando. Luego me olvidé de esta pasión. Por mucho tiempo. Íbamos entonces a la primera clase del instituto en el edificio nuevo en la calle de Libuse en Zizkov. Cuando yo entré por primera vez en la sala de dibujo, se me cortó la respiración. Olía a nuevo. Era una luz fabulosa. Estaba provista de modernas mesas de dibujo, con tableros móviles y plegables. Me hizo pensar en un estudio de un pintor que ya conocía entonces. Estaba hechizado y en seguida me volvió el deseo de pintar. Así que decidí ser pintor otra vez. Mi primer profesor de dibujo fue un pariente del pintor Kremlicka; y luego tuve a R. Marek. Era ágil, de estatura más bien baja, por la cual, y también por su cara, me recordaba al escritor francés André Maurois. Era una persona excelente, no sin encanto personal; un dibujante de primera, tan familiarizado con nuestra pintura como con la universal. Solía contarnos cosas muy interesantes. Escribía reseñas sobre las artes plásticas en las Así que me metí otra vez, inútilmente, en el arte plástico e intenté dibujar. El profesor Marek tenía un lema para animarnos. Solía decir que cualquier tonto puede aprender a dibujar. Entonces yo me consolaba a mí mismo pensando que lo lograría también, porque, sobre todo, no me consideraba tonto. ¡Eso sí que no! Sólo cuando hubiese aprendido a dibujar tendría ganada la batalla. Con los colores sería más fácil. Sí, pintaría. De todas maneras, no llegué a ser pintor. Porque ocurrió lo siguiente: en la cuarta o en la quinta clase, más o menos, nos sugirió el profesor Marek que trajéramos de casa los modelos con los que montaríamos en la clase el bodegón propio. Mis compañeros de clase traían manzanas, naranjas, limones, floreros con rosas, diversas cajitas y candeleros. Yo también traje conmigo objetos para hacer una naturaleza muerta muy proletaria, que armonizara con el barrio obrero de ZiZkov: una botella de cerveza, un vaso, una rebanada de pan y una salchicha envuelta en un papel grasiento. Monté el bodegón sobre la mesa de dibujo y esperé, con los demás, a que el profesor diera su visto bueno. Cuando se me acercó, me miró y soltó con violencia: – Por Dios, Seifert, quite esa salchicha. ¡No permitiré por nada del mundo que la pinte! No tardé más que un par de segundos en comprender su preocupación. Y me quedé estupefacto. Y en aquel momento memorable decidí que sería mejor escribir versos. |
||
|