"La Velocidad De La Luz" - читать интересную книгу автора (Cercas Javier)

Barras y estrellas

Han transcurrido ya dieciséis años desde aquella tarde de primavera que pasé en Rantoul, pero, quizá porque durante todo este tiempo he sabido que tarde o temprano tendría que contarla, que no podría dejar de contarla, todavía recuerdo con exactitud la historia que a lo largo de aquellas horas me contó el padre de Rodney. Guardo un recuerdo mucho más impreciso, en cambio, de las circunstancias que las rodearon.

Llegué a Rantoul poco después del mediodía y encontré sin dificultad la casa. En cuanto llamé al timbre, el padre de Rodney me abrió y me hizo pasar al salón, una estancia amplia, acogedora y bien iluminada, con una chimenea y un sofá de cuero y dos sillones de Ore]as en un extremo, y en el otro, junto a la ventana que daba a Belle Avenue, una mesa de roble rodeada de sillas, con las paredes forradas hasta el techo de libros perfectamente alineados y el suelo cubierto por gruesas alfombras de colores vinosos que silenciaban los pasos. La verdad es que, después de nuestra inesperada conversación telefónica, yo casi había previsto que desde el principio el padre de Rodney haría gala de una cordialidad que no auguraba nuestro primer encuentro, pero lo que de ningún modo podía haber previsto es que el hombre menoscabado e intimidante que, en bata y zapatillas, me había despachado sin muchas contemplaciones apenas unos meses atrás me recibiera ahora vestido con una elegante sobriedad más propia de un maduro patricio de Boston que de un médico rural jubilado del Medio Oeste, convertido en apariencia en uno de esos falsos ancianos que pugnan por exhibir, bajo la certidumbre ingrata de sus muchos años, la vitalidad y la prestancia de quien no se ha resignado aún a gozar tan sólo de las migajas de la vejez. Sin embargo, a medida que fue desgranando la historia que yo había ido a escuchar, esa fachada mentirosa empezó a desmoronarse y a mostrar desperfectos, manchas de humedad y grietas sin fondo, y hacia la mitad de su relato el padre de Rodney ya había dejado de hablar con la energía exuberante del inicio -cuando lo hacía como poseído por una urgencia largamente aplazada, o más bien como si en el hecho de hablar y de que yo le escuchara le fuese la vida, mirándome con insistencia a los ojos igual que si buscase en ellos una imposible confirmación a su relato-, porque para aquel momento ya no vibraba en sus palabras m el mas mínimo ímpetu vital, sino tan sólo la memoria ponzoñosa e inflexible de un hombre carcomido por los remordimientos y devastado por la desdicha, y la luz de ceniza que entraba por la ventana envolviendo el salón en sombras le había borrado del rostro toda huella de su juventud remota, dejando apenas un anticipo de calavera. Recuerdo que en algún momento empecé a escuchar un repiqueteo de lluvia sobre el tejado del porche, un repiqueteo que casi enseguida se trocó en un alborozado chaparrón de primavera que nos obligó a encender una lámpara de pie porque para entonces ya era casi de noche y llevábamos muchas horas sentados frente a frente, hundidos en los dos sillones de orejas, él hablando y yo escuchando, con el cenicero rebosante de colillas y en la mesa una cafetera y dos tazas de café vacías y un montón de cartas manoseadas que llevaban matasellos del ejército norteamericano, cartas procedentes de Saigón y de Danang y de Xuan Loc y de Quang Nai, de lugares diversos de la península de Batagan, cartas que abarcaban un periodo de más de dos años y llevaban la firma de sus dos hijos, de Rodney y también de Bob, pero sobre todo de Rodney. Eran muy numerosas, y estaban ordenadas cronológicamente y guardadas en tres portafolios de cartón negro con cierre de goma, cada uno de los cuales llevaba pegada una etiqueta donde se leían, escritos a mano, el nombre de Rodney y el de Bob, la palabra Vietnam y la fecha de la primera y la última carta contenidas en él. El padre de Rodney parecía sabérselas de memoria, o por lo menos haberlas leído decenas de veces, y durante aquella tarde me leyó algunos fragmentos. El hecho no me sorprendió; lo que sí me sorprendió -lo que me dejó literalmente boquiabierto- fue que al final de mi visita me obligara a quedarme con ellas. «Yo ya no las quiero para nada», me dijo antes de despedirnos, entregándome los tres portafolios. «Por favor, quédeselas usted y haga con ellas lo que le parezca.» Era a todas luces un ruego absurdo, pero precisamente porque era absurdo no pude o no supe negarme a él. O quizá, después de todo, no era tan absurdo. Lo cierto es que durante estos dieciséis años no he dejado de intentar explicármelo: he pensado que me confió las cartas de sus hijos porque era consciente de que no le quedaba mucho tiempo de vida y no deseaba que fueran a parar a manos de alguien que desconociera su significado y pudiera acabar deshaciéndose de ellas sin más; he pensado que me confió las cartas porque hacerlo equivalía a un intento simbólico y sin esperanza de emanciparse para siempre de la historia de desastre que encerraban y de la que al traspasármelas me hacía depositario o incluso responsable, o porque al hacerlo quería obligarme a compartir con él el fardo de su culpa. He pensado todas esas cosas y también muchas otras, pero por supuesto aún no sé con certeza por qué me confió esas cartas y ya no lo sabré nunca; quizá ni él mismo lo supiera. Da igual: el hecho es que me las confió y que ahora las tengo ante mí, mientras escribo. Durante estos dieciséis años las he leído muchas veces. Las de Bob son escasas y concisas, distraídamente amables, como si la guerra absorbiera por entero su energía y su inteligencia y convirtiera en banal o ilusorio cuanto era ajeno a ella; las de Rodney, en cambio, son frecuentes y caudalosas, y en su hechura se advierte una evolución que es sin duda un espejo de la evolución que experimentó el propio Rodney durante los años que pasó en Vietnam: al principio cuidadosas y matizadas, atentas a no permitir que la realidad se transparente en ellas más que a través de una sofisticada retórica de la reticencia, hecha de silencios, alusiones, metáforas y sobrentendidos, y al final torrenciales y desaforadas, a menudo lindantes con el delirio, igual que si el torbellino incontenible de la guerra hubiera roto un dique de contención por cuyas grietas se hubiese desbordado una avalancha insensata de clarividencia.

Lo que sigue a continuación es la historia de Rodney, o al menos su historia tal como me la contó aquella tarde su padre y yo la recuerdo, y tal como aparece también en sus cartas y en las cartas de Bob. No hay discrepancias fundamentales entre esas dos fuentes, y aunque he verificado algunos nombres, algunos lugares y algunas fechas, ignoro qué partes de esta historia responden a la verdad de la historia y qué partes hay que atribuir a la imaginación, a la mala memoria o a la mala conciencia de los narradores: lo que cuento es sólo lo que ellos contaron (y lo que yo deduje o imaginé a partir de lo que ellos contaron), no lo que ocurrió realmente. Importa añadir que a mis veinticinco años, cuando aquella tarde escuché de labios de su padre la historia de Rodney, yo lo ignoraba todo o casi todo de la guerra de Vietnam, que por entonces no era para mí (lo sospecho) más que un confuso rumor de fondo en los telediarios de mi adolescencia y una fastidiosa obsesión de ciertos cineastas de Hollywood, y también que, por más que llevara ya casi un año viviendo en Estados Unidos, yo ni siquiera podía imaginar que, aunque oficialmente hubiera terminado hacía más de una década, en el ánimo de muchos norteamericanos estaba todavía tan viva como el 29 de mayo de 1973, día en que, después de la muerte de casi sesenta mil compatriotas -muchachos que rondaban los veinte años en su inmensa mayoría- y de haber arrasado por completo el país invadido, lanzando sobre él diez veces más bombas que sobre toda Europa a lo largo de la segunda guerra mundial, el ejército estadounidense salió por fin de Vietnam.

Rodney había nacido hacía cuarenta y un años en Rantoul. Su padre procedía de Houlton, en el estado de Maine, al noreste del país, muy cerca de la frontera canadiense. Había estudiado en Augusta, adonde su familia se había trasladado a raíz de que su abuelo se arruinara en la crisis económica del 29, y luego en Nueva York. Después de licenciarse en la Facultad de Medicina de Columbia, en el año 43 se alistó como soldado raso en el ejército, y durante los dos años siguientes peleó en el norte de África, en Francia y Alemania. No era un hombre religioso (o no lo fue hasta muy avanzada su vida), pero había sido educado en ese estricto sentido de la justicia y la probidad ética que parece patrimonio de las familias protestantes, y sentía una íntima satisfacción por haber tomado parte en la guerra, porque estaba convencido de haber luchado por el triunfo de la libertad y de que, gracias a su sacrificio y al de muchos otros jóvenes norteamericanos como él, Estados Unidos había salvado al mundo de la inicua abyección del fascismo; también estaba convencido de que, al haberse erigido por la fuerza de las armas en garante de la libertad, su país no podía rehuir, por molicie o por cobardía, el compromiso moral que había contraído con el resto del mundo, abandonando en manos del terror, la injusticia o la esclavitud a quienes solicitaran su ayuda para librarse de la opresión. Regresó de Europa en el 45. Ese mismo año empezó a ejercer la medicina en hospitales públicos del Medio Oeste, primero en Saint Paul, Minnesota, y luego en Oak Park, un suburbio de Chicago, hasta que, por razones que él no quiso explicarme y yo no quise indagar (pero que, según insinuó o deduje, sin duda guardaban alguna relación con su idealismo o su candidez y con su absoluta decepción del funcionamiento de la medicina pública), arraigó definitivamente en Rantoul, lo que no deja de ser curioso y hasta enigmático, porque es imposible imaginar un destino menos brillante para un médico joven, cosmopolita y ambicioso como él. Allí, en Rantoul, se casó con una muchacha de familia muy humilde a quien había conocido en Chicago; allí, aquel mismo año, nació Rodney; Bob lo hizo al año siguiente. Desde el principio Rodney y Bob fueron dos niños minuciosamente opuestos; el paso del tiempo no hizo sino acentuar esa oposición. Los dos habían heredado la fortaleza física y la energía de hierro del padre, pero sólo Bob se sentía a gusto con ellas y era capaz de sacarles partido, mientras que para Rodney parecían constituir poco menos que un desdichado accidente de su naturaleza, una circunstancia personal con la que era preciso lidiar con la misma naturalidad o resignación con que se lidia con una enfermedad congénita. De niño Rodney era extrovertido hasta la ingenuidad, vehemente, espontáneo y afectuoso, y este carácter sin recovecos, sumado a su afición a la lectura y a su brillantez en los estudios, lo convirtió en el favorito indisimulado de su padre. Por el contrario -y acaso para rentabílizar la mala conciencia que la abierta predilección por Rodney le causaba a su progenitor-, Bob desarrolló en sus relaciones con la familia un talante reservado y defensivo, a menudo tiránico, pródigo en cálculos, salvedades y cautelas, que al principio tal vez fuera únicamente una forma de reclamar la atención que le era negada, pero que de manera insidiosa derivó en una estrategia destinada a ocultar las deficiencias personales e intelectuales que, con razón o sin ella, hacían que se sintiese inferior a su hermano, lo que con el tiempo acabó convirtiéndole en uno de esos benjamines de libro que, porque hace» constante acopio de las triquiñuelas familiares que dilapida el primogénito, siempre parecen mucho más maduros que éste, y a menudo lo son. No obstante, estas descompensaciones y disimilitudes nunca se tradujeron en hostilidad entre los dos hermanos, porque Bob estaba demasiado ocupado acumulando rencor contra su padre como para sentirlo además contra Rodney, y porque Rodney, que no tenía el menor motivo de animadversión contra Bob y que era consciente de necesitar la habilidad física y la sagacidad vital de su hermano mucho más de lo que su hermano necesitaba su afecto o su inteligencia, sabía proporcionarle constantes motivos de desagravio en sus juegos compartidos, en su compartida afición a la caza, a la pesca y al béisbol, en sus salidas y amistades compartidas. De tal modo que, por uno de esos equilibrios inestables sobre los que se fundan las amistades más sólidas y duraderas, la disparidad entre Rodney y Bob acabó constituyendo la mejor garantía de una complicidad fraternal que nada parecía capaz de quebrantar. Ni siquiera lo hizo la guerra. A mediados de 1967 Bob se alistó como voluntario en el cuerpo de Marines, y algunos meses más tarde llegó a Saigón integrado en la Primera División de Infantería. La decisión de enrolarse fue inesperada para todos, y el padre de Rodney no descartaba que se explicase por dos razones distintas pero complementarias: su incapacidad de afrontar con éxito las exigencias de la carrera de medicina que, menos por vocación que por orgullo -para demostrarse a sí mismo que podía estar a la altura de su padre-, había empezado a estudiar el año anterior, y el afán insaciable de recabar la admiración de su familia mediante aquel inopinado acto de arrojo. De ser así -y a juicio del padre de Rodney nada autorizaba a pensar que no lo fuera-, la decisión de Bob había sido acertada, porque, apenas tuvo noticia de ella, su padre no pudo evitar sentirse secretamente orgulloso de él: como tantos otros norteamericanos, por entonces el padre de Rodney consideraba que la de Víetnam era una guerra justa, y que con aquella impetuosa decisión su hijo no estaba haciendo otra cosa que continuar en el sudeste asiático el trabajo que él había iniciado en Europa veinticuatro años atrás, librando a un país lejano e indefenso de la ignominia del comunismo. Quizá porque lo conocía mejor que sus padres, la decisión de Bob no sorprendió a Rodney, pero le horrorizó y, dado que fue el único miembro de la familia en conocerla antes de que la hubiera tomado, hizo todo cuanto estuvo en su mano para disuadirle de su propósito y, cuando ya lo hubo llevado a cabo, para que la revocara. No lo consiguió. Por aquella época Rodney cursaba en Chicago, con la velada pero firme oposición inicial de su padre, estudios de filosofía y literatura, y su opinión acerca de la guerra difería por completo de la de su hermano y su padre, quien atribuía la postura de su primogénito a la influencia de la atmósfera disoluta y antibelicista que, como en tantos otros campus universitarios a lo largo y ancho de Estados Unidos, se respiraba en el de la North western University. Lo cierto, sin embargo, es que, para cuando Bob se incorporó al ejército, Rodney ya tenía una idea bastante clara de lo que ocurría tanto en Vietnam del Sur como en Vietnam del Norte: no sólo seguía puntualmente las vicisitudes de la guerra a través de la prensa norteamericana y francesa, sino que, además de una historia completa de Vietnam, había leído todo cuanto al respecto había caído en sus manos, incluidos los análisis de Mary McCarthy, Philippe Devillers yjean Laucouture y los libros de Morrison Salisbury y Staughton Lynd y Tom Hayden, y había llegado a la conclusión, mucho menos impulsiva o más razonada que la de muchos de sus compañeros de aulas, de que las motivaciones declaradas de la intervención de su país en Vietnam eran falsas o espurias, su finalidad confusa y a fin de cuentas injusta, y sus métodos de una brutalidad atrozmente desproporcionada. Así que Rodney empezó a participar muy pronto en todo tipo de actividades contra la guerra, durante una de las cuales conoció a Julia Flores, una mexicana de Oaxaca, estudiante de matemáticas en Northwestern, alegre y desinhibida, que lo integró de lleno en el movimiento pacifista y lo inició en el amor, en la marihuana y en su rudimentario español empedrado de tacos.

Una tarde del verano en que se graduó en la universidad, mientras pasaba unos días con su familia en Rantoul, Rodney recibió una notificación del ejército con la orden de alistamiento. Sin duda la esperaba, pero no por ello debió de alarmarle menos. No les dijo nada a sus padres; tampoco buscó el refugio de Julia ni el consejo de ninguno de sus compañeros de protestas. Rodney sabía que no podía alegar ninguna excusa real para esquivar esa orden, así que es posible que, durante los días que siguieron, viviera dividido entre el temor a desertar, tomando el camino del exilio a Canadá que tantos jóvenes de su edad ya habían tomado por aquella época, y el temor a ir a una guerra remota y odiosa contra un país martirizado, una guerra a la que sabía con certeza que -a diferencia de su hermano Bob, a quien consideraba con fundamento un hombre de acción y de astucias innumerables- no podría sobrevivir. Uno de aquellos días de dudas apremiantes llegó a la casa una carta de Bob y, como siempre hacía, el padre la leyó en voz alta mientras cenaban, salpicando la lectura de exégesis orgullosas que eran como un reproche, o que el nerviosismo atemorizado de su hijo interpretó como un reproche. El caso es que, en medio de uno de los comentarios de su padre, Rodney lo interrumpió, la interrupción degeneró en disputa y la disputa en una de esas reyertas en que los dos contendientes, porque se conocen mejor que nadie, saben mejor que nadie dónde herir para hacer la mayor sangre posible. En ésta no hubo sangre -no, por lo menos, sangre física, sangre no meramente metafórica-, pero sí acusaciones, insultos y portazos, y a la mañana siguiente, antes de que nadie se hubiera despertado, Rodney cogió el coche de su padre y desapareció y, cuando al cabo de tres días sin dar señales de vida regresó a casa, reunió a su padre y a su madre y les anunció sin solemnidad y sin darles opción de réplica que en el plazo de dos meses se alistaba en el ejército. Casi veinte años después de ese día aciago de agosto, sentado frente a mí en el mismo sillín de orejas donde había escuchado las palabras sin retorno de Rodney, mientras sostenía una taza de café enfriado y buscaba en mis ojos el alivio de un destello exculpatorio, el padre de Rodney aún seguía preguntándose dónde había estado y qué había hecho su hijo durante aquellos tres días de tuga, y seguía preguntándose también, como lo había hecho una y otra vez durante los últimos veinte años, por qué Rodney no había desertado y había acabado acatando la orden de ir a Vietnam. En todo aquel tiempo había sido incapaz de hallar una respuesta satisfactoria a la primera pregunta; no así a la segunda. «La gente tiende a creer que muchas explicaciones convencen menos que una sola», me dijo el padre de Rodney. «Pero la verdad es que para casi todo hay más de una razón.» Según el padre de Rodney, éste no hubiera ingresado en el ejército si se hubiera podido librar legalmente de ello, pero no se sentía capaz de vulnerar a conciencia la ley -aunque la considerara injusta- y mucho menos de humillarse pidiéndole a él que moviese los hilos de su profesión para que alguno de sus colegas aceptase incurrir en el fraude de inventarle una eximente médica. Por otra parte, negarse a ir a la guerra en nombre de sus convicciones pacifistas le hubiera acarreado a Rodney dos años de cárcel, y la opción del exilio en Canadá tampoco estaba exenta de riesgos, entre ellos el de no poder regresar a su país en muchos años. «Además», continuó el padre de Rodney, «en el fondo todavía era un chico con la cabeza llena de novelas de aventuras y de películas de John Wayne: sabía que su padre había hecho la guerra, que su abuelo había hecho la guerra, que la guerra es lo que hacen los hombres, que sólo en la guerra un hombre prueba que es un hombre.» Por eso el padre de Rodney intuía que en algún rincón escondido de la mente de su hijo, alimentada por las nociones de coraje, hombría y rectitud que él le había inculcado, y en lucha con sus propias ideas germinales de chaval recién salido de la adolescencia, alentaba aún, secreto pero poderoso, un concepto heroico y romántico de la guerra como hecho esencial en la vida de un hombre, lo cual explicaba su convicción madurada durante veinte años de que si su hi]o había traicionado su antibelicismo, se había tragado su miedo y había obedecido la orden de ir a Vietnam había sido en el fondo por vergüenza, porque sabía que, de no haberlo hecho, nunca hubiera podido volver a mirarle a la cara a la gente sencilla de su país, porque nunca hubiera podido volver a mirarle a la cara a su hermano ni a su madre, pero sobre todo -por encima de todo- porque nunca hubiera podido volver a mirarle a la cara a él. «Así que fui yo quien mandé a Rodney a Vietnam», dijo el padre de Rodney. «Igual que antes lo había hecho con Bob.» Antes de ir a Vietnam Rodney pasó un primer periodo de adiestramiento («adiestramiento básico», lo llamaban) en Fort Jackson, Carolina del Sur, y un segundo periodo («adiestramiento avanzado», lo llamaban) en Fort Polk, Louisiana. De aquella época datan sus primeras cartas. «Lo primero que notas al llegar aquí», escribe Rodney desde Fort Jackson, «es que la realidad ha retrocedido hasta un estadio primitivo, porque en este lugar sólo rigen la jerarquía y la violencia: los fuertes salen adelante, los débiles no. En cuanto entré por la puerta me insultaron, me raparon al cero, me pusieron ropa nueva, me despojaron de mi identidad, así que no hizo falta que nadie me dijera que, si quería salir de aquí con vida, tenía que procurar mimetizarme con el entorno, disolviéndome en la masa, y tenía también que ser más brutal que el resto de mis compañeros. Lo segundo que notas es algo todavía más elemental. Antes de conocer esto yo ya sabía que la felicidad perfecta no existe, pero aquí he aprendido que tampoco existe la infelicidad perfecta, porque cualquier mínimo respiro es una fuente infinita de felicidad.» Rodney perdió diez kilos de peso en sus primeros veinte días en Fort Jackson. Allí y en Fort Polt, dos eran las sensaciones dominantes en el ánimo de Rodney: la extrañeza y el miedo. La mayoría de sus compañeros, muchachos de entre dieciocho y diecinueve años, eran más jóvenes que él: algunos eran delincuentes a quienes el juez había dado a elegir entre la cárcel y el ejército; otros eran desdichados que, porque no sabían qué hacer con su vida, habían imaginado con razón que el ejército iba a dotarla de un propósito y un sentido; la inmensa mayoría eran trabajadores sin estudios que se adaptaban a los rigores de la milicia con menos dificultades que él, quien, pese a estar habituado a la vida de intemperie y a su antigua familiaridad con las armas de fuego, había llevado hasta entonces una existencia demasiado regalada como para sobrevivir sin estragos a la aspereza del ejército. Pero también estaba el miedo: no el miedo como estado de ánimo, sino como una sensación física, fría, humillante y pegajosa, que apenas guardaba una lejana semejanza con lo que hasta entonces había llamado miedo; no el miedo a un enemigo lejano, todavía invisible o abstracto, sino el miedo a sus mandos, a sus compañeros, a la soledad, a sí mismo: un miedo que, acaso contradictoriamente, no le impidió empezar a amar todas esas cosas. Hay una carta fechada en Xuan Loe el 30 de enero de 1969, cuando Rodney ya llevaba casi un año en Vietnam, en la que narra con detalle una anécdota de esos meses de instrucción, como si hubiera necesitado todo un año para poder digerirla, o para resolverse a narrarla. Pocos días antes de su partida hacia Vietnam lo reunieron junto a sus compañeros en la sala de actos de Fort Polk a fin de que un capitán y un sargento recién llegados del frente impartieran una charla de última hora sobre técnicas de evasión y supervivencia en la jungla. Mientras hablaba el capitán -un hombre de sonrisa impasible y ademanes cultivados-, el sargento sostenía un conejo blanquísimo, mullido e inquieto, con unos ojos atónitos de niño, que terminó por acaparar con su presencia intempestiva la atención de los soldados. En un determinado momento, el conejo escapó de las manos del suboficial y echó a correr; el capitán dejó de hablar, y una algarabía de patio de colegio se apoderó de la sala mientras el conejo se escurría entre los pupitres, hasta que alguien por fin atrapó al animal y se lo entregó al sargento. Entonces el capitán lo cogió y, antes de que cesara del todo el guirigay y se hiciera en la sala un silencio brutal, en unos segundos, sin que se borrara la sonrisa de sus labios y sin apenas mancharse de sangre, le partió el cuello, lo desolló, le arrancó de cuajo las vísceras y se las arrojó a los soldados.

Pocos días después de asistir a esa escena diseñada como una premonición o una advertencia, Rodney aterrizó en el aeropuerto militar de Ton Son Nhut, en Saigón, tras un vuelo en Braniff Airlines que duró casi treinta horas, durante las cuales unas azafatas uniformadas los cebaron a él y a sus compañeros a base de perritos calientes. Esto ocurrió a principios de 1968, justo cuando se iniciaba la ofensiva del Tet y en la ciudad -convertida por entonces en un basural de flores muertas, papeles arrastrados por un viento húmedo y pestilente de urinario, excrementos humanos y armazones de fuegos artificiales quemados durante las fiestas recién concluidas- el miedo se palpaba por todas partes, igual que una epidemia. Eso fue lo primero que Rodney notó al llegar a Vietnam: el miedo; de nuevo el miedo. Lo segundo que notó fue de nuevo la extrañeza. Pero en este caso la razón de la extrañeza era otra, era que el Vietnam que se había forjado en su imaginación no guardaba el menor parecido con el Vietnam real; de hecho, diríase que se trataba de dos países distintos, y lo sorprendente era que parecía mucho más verdadero el Vietnam imaginado desde Estados Unidos que el Vietnam de la realidad y que, en consecuencia, se sentía mucho menos ajeno a aquél que a éste. El resultado de esta paradoja era otra paradoja, y es que, pese a que seguía despreciando lo que Estados Unidos le estaba haciendo a Vietnam (lo que él estaba contribuyendo a que Estados Unidos le hiciera a Vietnam), en Vietnam se sentía mucho más norteamericano que en Norteamérica, y que, pese al respeto y la admiración que enseguida le inspiraron los vietnamitas, allí se sentía mucho más lejano a ellos de lo que se sentía en su propio país. Rodney suponía que la causa de esta incoherencia era su absoluta incapacidad para comunicarse con los pocos vietnamitas con que se relacionaba, y no sólo porque algunos ignorasen su idioma, sino porque, incluso los que no lo ignoraban, lo abrumaban con su exotismo, con su falta de ironía, con su increíble capacidad de abnegación y su pasmosa y permanente serenidad, con su cortesía exagerada (que no era difícil confundir con el servilismo que infunde el temor) y con su credulidad insulsa, hasta el punto de que, al menos durante los primeros días de su estancia en Saigón, a menudo no podía ahuyentar la sospecha de que aquellos hombrecitos de rasgos orientales que parecían tener sin excepción diez años menos de los que en realidad tenían y que, por viejos que fueran, no encanecían ni se quedaban calvos eran, también sin excepción, más sucintos o menos complejos que él, una sospecha que, pese a ser genuina, le llenaba de una culpa inconcreta. Estas impresiones iniciales sin duda variaron con el tiempo (aunque las cartas apenas registran el cambio, seguramente porque, para cuando llegó el momento de hacerlo, las preocupaciones de Rodney ya eran otras), pero Rodney tampoco tardó en advertir que la acción combinada de Vietnam y el ejército también le había robado complejidad a él, y esto, que reconocía como una mutilación de su personalidad, secretamente le procuraba una especie de alivio: su condición de soldado casi anulaba su margen de autonomía personal, pero esa prohibición de decidir por sí mismo, ese sometimiento a la estricta jerarquía militar, humillante y embrutecedor como era, operaba al mismo tiempo como un anestésico que le granjeaba una desconocida y abyecta felicidad que no por abyecta era menos real, porque en aquel momento descubrió en carne propia que la libertad es más rica que la esclavitud, pero también mucho más dolorosa, y que por lo menos allí, en Vietnam, lo que menos deseaba era sufrir.

Así que los primeros meses de Rodney en Vietnam no fueron duros. A ello contribuyó la suerte. A diferencia de su hermano, encuadrado desde su llegada en un batallón de combate, por un azar que nunca acabó de entender (y que con el tiempo acabó atribuyendo a un error burocrático) Rodney fue destinado a un cargo subalterno en un organismo encargado de proveer de entretenimiento a la tropa, con sede en la capital. La guerra, desde allí, quedaba tranquilizadoramente lejos; además, el trabajo no era ingrato: se pasaba la mayor parte del tiempo en una oficina con aire acondicionado, y cuando se veía obligado a salir de ella era sólo para acompañar desde el aeropuerto hasta el hotel a cantantes, estrellas de cine y humoristas, para asegurarse de que no les faltaba de nada o para conducirlos hasta el lugar donde debían realizar su actuación. Era un empleo privilegiado de retaguardia, sin más riesgo que el de vivir en Saigón; el problema es que por entonces incluso vivir en Saigón constituía un riesgo considerable. Rodney tuvo ocasión de comprobarlo apenas un mes después de su llegada a la ciudad. A continuación refiero el suceso tal como él lo refiere en una de sus cartas.

Una tarde, al salir de su trabajo, Rodney entró en un bar cercano a la parada del autobús que lo conducía a diario a la base militar donde pernoctaba. En el bar sólo había dos grupos de soldados sentados a las mesas y un suboficial de los Boinas Verdes bebiendo a solas en un extremo de la barra; Rodney se acodó en el otro extremo, pidió una cerveza y se la bebió. Cuando preguntó lo que debía, la camarera -una vietnamita joven, de rasgos delicados y ojos huidizos- le dijo que ya estaba pagado y señaló al suboficial, que sin volverse hacia él levantó una mano desganada en señal de saludo; Rodney le dio las gracias desde lejos y se marchó. A partir de entonces adoptó la costumbre de tomarse una cerveza cada tarde en aquel bar. Al principio el ritual era siempre el mismo: entraba, se sentaba a la barra, se bebía una cerveza intercambiando sonrisas y palabras sueltas en vietnamita con la camarera, luego pagaba y se iba; pero al cabo de cuatro o cinco visitas consiguió vencer la desconfianza de la camarera, quien resultó que hablaba un inglés elemental pero suficiente y quien a partir de entonces empezó a pasar los ratos libres que le dejaba el trabajo conversando con él. Hasta que un buen día todo eso acabó. Fue un viernes por la tarde, cuando igual que cada viernes por la tarde los soldados abarrotaban el bar celebrando el inicio del fin de semana con su primera borrachera y las camareras no daban abasto para servirlos. Rodney se disponía a pagar su consumición y marcharse cuando sintió una palmada en el hombro. Era el suboficial de los Boinas Verdes. Le saludó con una efusión exagerada y le invitó a una copa, que Rodney se sintió obligado a aceptar; pidió a gritos una cerveza para Rodney y un whisky doble para él. Conversaron. Mientras lo hacían, Rodney se fijó en el suboficial: era bajo, macizo y fibroso, con la cara torturada de arrugas; tenia los ojos violentos y como desorientados, y apestaba a alcohol. No era fácil entender sus palabras, pero Rodney dedujo de ellas que era de un pueblecito de Arizona, que hacía más de un año que estaba en Vietnam y que le quedaban pocos días para volver a casa; por su parte él le contó que apenas llevaba unas semanas en Saigón y le habló del trabajo que realizaba. Después del primer whisky vino el segundo, y después el tercero. Cuando el suboficial iba a pedir el cuarto Rodney anunció que se marchaba: era la tercera vez que lo hacía, pero en esta ocasión sintió que una mano como una garra le atenazaba el brazo. «Tranquilo, recluta», dijo el suboficial, y Rodney notó debajo de ese tratamiento vagamente amistoso una vibración como de hoja de cuchillo recién afilado. «Es el último.» Y pidió el whisky. Mientras esperaba que se lo sirvieran le hizo una pregunta a Rodney que éste no entendió. «He dicho que qué crees que hemos venido a hacer aquí», repitió el suboficial con su voz cada vez más pastosa. «¿A este bar?», preguntó Rodney. «A este país», aclaró el suboficial. No era la primera vez que le hacían esa pregunta desde que estaba en Saigón y ya conocía la respuesta reglamentaria, sobre todo la respuesta reglamentaria para un suboficial. Se la dio. El suboficial se rió como si eructase, y antes de volver a hablar pidió otra vez su whisky, que no llegaba. «Eso no te lo crees ni tú. ¿O acaso te imaginas que vamos a salvar a esta gente del comunismo con esta pandilla de borrachos?», preguntó, abarcando con un gesto afectado y burlón el local repleto de soldados. «Te voy a decir una cosa: esta gente no quiere que la salvemos. Te voy a decir otra: aquí a lo único que hemos venido es a matar amarillos. ¿Ves a esa chica?», dijo a continuación, señalando a una camarera que se dirigía hacia ellos cargada con una bandeja de bebidas y sorteando a duras penas la plétora de clientes. «Hace media hora que le pido un whisky, pero no me lo trae. ¿Sabes por qué?

No, claro que no lo sabes… Pero yo te lo voy a decir. No me lo trae porque me odia. Así de fácil. Me odia. A ti también te odia. Si pudiera te mataría, igual que a mí. Y ahora voy a darte un consejo. Un consejo de amigo. Mi consejo es que la mates tú a ella antes de que ella pueda matarte a ti.» Rodney no pudo decir nada, porque en aquel momento la camarera pasó frente a ellos y el suboficial le hizo una zancadilla que acabó con su cuerpo y con la bandeja de bebidas en el suelo, entre un estrépito de cristales rotos. Rodney se agachó instintivamente para ayudar a levantarse a la camarera y para recoger el estropicio. «¿Qué demonios estás haciendo?», oyó que decía el suboficial. «Maldita sea, deja que lo arregle ella.» Rodney no le hizo caso, y a continuación sintió una patada leve en las costillas, casi un empujón. «¡Te he dicho que lo dejes, recluta!», repitió el suboficial, esta vez a gritos. Rodney se incorporó y dijo sin pensar, como si hablara para sí mismo: «No debería haber hecho eso». Inmediatamente se arrepintió de sus palabras. Durante dos segundos el suboficial lo miró con curiosidad; luego soltó una carcajada. «¿Qué has dicho?» Rodney notó que el bar había quedado en silencio y que él era el blanco de todas las miradas; la camarera de ojos huidizos lo observaba sin pestañear desde detrás de la barra. Rodney se oyó decir: «He dicho que no debería haber tirado a la chica». El bofetón le alcanzó en la sien; luego sintió cómo el suboficial le increpaba, le insultaba, se burlaba de él, volvía a pegarle. Rodney soportó la humillación sin moverse. «¿No vas a defenderte, recluta?», gritó el suboficial. «No», contestó Rodney, sintiendo que la furia se le acumulaba en la garganta. «¿Por qué no?», volvió a gritarle el suboficial. «¿Qué eres? ¿Un maricón o un puto pacifista?» «Soy un recluta», contestó Rodney. «Y usted un suboficial, y además está borracho.» Entonces el suboficial se desprendió lentamente los galones sin quitarle los ojos de encima, y luego dijo como si su voz surgiera del corazón de una caverna: «Defiéndete ahora, cobarde de mierda». La pelea apenas duró unos segundos, porque enseguida un enjambre de soldados se interpuso entre los dos contendientes. Por lo demás, Rodney no salió malparado de la refriega, y durante los días que siguieron esperó con resignación una denuncia por pegar a un suboficial, pero para su sorpresa no llegó. Tardó cierto tiempo en volver al bar, y cuando lo hizo la encargada le dijo que su amiga ya no trabajaba allí y que tenía entendido que se había marchado de Saigón. Olvidó el episodio. Trató de olvidar a la camarera. Pero algunas semanas después de su visita al bar volvió a verla. Aquella tarde Rodney estaba esperando en la parada del autobús, rodeado de soldados que se aprestaban como él a regresar a la base, cuando uno de los adolescentes mendicantes que a menudo pululaban por las inmediaciones insistió tanto en limpiarle las botas que al final le permitió que lo hiciera. Así estaba, con un pie encima de la caja del limpiabotas, cuando al levantar la vista reconoció con alegría a la chica: estaba al otro lado de la calle, mirándole. Al pronto creyó que ella también se alegraba de verle, porque le sonreía o le pareció que le sonreía, pero enseguida notó que era una sonrisa rara, y la alegría se convirtió en alarma cuando comprobó que en realidad la chica le estaba pidiendo con ademanes de urgencia que se reuniera con ella. Rodney abandonó al limpiabotas y echó a andar rápidamente hacia donde estaba la chica, pero mientras cruzaba la calle vio que el limpiabotas pasaba a su lado corriendo, y en ese instante sonó la explosión. Rodney cayó al suelo en medio del estruendo, quedó unos instantes aturdido o inconsciente, y cuando volvió en sí, en la calle reinaba un caos de catástrofe y la parada del autobús se había convertido en un amasijo de hierro y de muerte. Sólo horas más tarde supo Rodney que en el atentado habían perdido la vida cinco soldados norteamericanos, y que la carga explosiva que acabó con ellos se hallaba instalada en la caja del limpiabotas en la que instantes antes de la deflagración tenía apoyado su pie. En cuanto al limpiabotas y a la camarera, nunca más volvió a saberse de ellos, y Rodney llegó a la conclusión inevitable de que la camarera que le había salvado la vida y el limpiabotas que a punto había estado de arrebatársela habían sido dos de los ejecutores de la masacre.

Durante todo el tiempo que pasó en Saigón ésa fue acaso la única oportunidad en que sintió la cercanía de la muerte, y el hecho de haber escapado a ella de forma providencial no hizo sino reforzar su convicción sin razones de que mientras permaneciese allí no corría peligro, de que iba a sobrevivir, de que pronto estaría de vuelta en casa y de que para entonces sería como si nunca hubiera estado en aquella guerra.

Quien sí estaba en la guerra era Bob. Desde su llegada a Vietnam recibía frecuentes noticias suyas y, cada vez que estando de permiso visitaba Saigón, Rodney se esmeraba en acogerlo por todo lo alto: lo agasajaba con regalos comprados en el mercado negro, le llevaba a beber a la terraza del Continental, a cenar al Givral, un pequeño restaurante con aire acondicionado, en la esquina de Le Toi y Tu Do, y luego a locales exclusivos del centro -incluido, como incomprensiblemente se encarga de puntualizar Bob en varias de sus cartas, el Hung Dao Hotel, un célebre y concurrido prostíbulo de tres pisos ubicado en la calle Tu Do, no lejos del Givral-, locales en los que la bebida y la conversación se prolongaban a menudo hasta los amaneceres ardientes de la plaza Lam Son. Rodney se consagraba por entero a su hermano durante esas visitas, pero cuando los dos se despedían después de una semana de farras diarias nunca se quedaba con la satisfacción de haber contribuido a que Bob olvidara por un tiempo la inclemencia de la guerra, sino que siempre le embargaba una desazón difusa que le dejaba en el estómago un rescoldo de pesadumbre, como si se hubiera pasado aquellas jornadas fraternales de risas, confidencias, alcohol y noches en vela tratando de purgar un pecado que no había cometido o no recordaba haber cometido, pero que le escocía como si fuera real. A finales de mayo los dos hermanos se vieron en Hue, adonde Rodney había acudido en calidad de asesor para todo de un renombrado cantante country y su tribu de go-go girls. Por entonces a Bob le faltaba un mes para licenciarse; ya hacía tiempo que había descartado la idea, que acarició durante algún tiempo y que llegó a anunciarles por carta a sus padres, de reengancharse en el ejército, y en aquel momento estaba exultante, deseoso de volver a casa. De regreso en Saigón, Rodney escribió a Rantoul una carta en la que contaba su encuentro con Bob y describía el optimismo que desbordaba su hermano, pero dos semanas más tarde, al llegar una mañana a la oficina, el capitán de quien dependía directamente le hizo llamar a su despacho y, después de un prolegómeno tan solemne como confuso, le comunicó que durante una rutinaria misión de reconocimiento, en un sendero que emergía de la jungla y desembocaba en una aldea cercana a la frontera de Laos, Bob o alguien que caminaba junto a Bob había pisado una mina de setenta kilos de explosivos, y que lo único que quedaba del cuerpo de su hermano y de los de los otros cuatro compañeros que para su desgracia se hallaban en aquel momento junto a él eran los harapos ensangrentados que pudieron recogerse en los alrededores del cráter de diez metros de diámetro que había dejado la explosión.

La muerte de Bob lo cambió todo. O eso es al menos lo que pensaba el padre de Rodney; también lo que avalan los hechos. Porque, poco después de que su hermano falleciese, Rodney rechazó por escrito la posibilidad de dar por terminado su servicio en el ejército y regresar a casa -una posibilidad de la que se había hecho Iegalmente acreedor gracias a la muerte de Bob-y presentó una solicitud para integrarse en un batallón de combate. Ninguna de sus cartas razona esta decisión, y su padre ignoraba los motivos reales que le indujeron a tomarla; sin duda estaban vinculados con la muerte de su hermano, pero también puede que fuera una decisión impremeditada o instintiva, y que el propio Rodney los ignorase. En cualquier caso lo cierto es que las cartas de éste se hicieron a partir de aquel momento más frecuentes, más prolijas, más oscuras. Gracias a ellas el padre de Rodney empezó a entender o imaginar (como acaso hubiera empezado a hacerlo cualquiera que las hubiese recibido) que aquélla era una guerra distinta de la que él había librado, y tal vez de todas las demás guerras: entendió o imaginó que en aquella guerra había una falta absoluta de orden o sentido o estructura, que quienes luchaban carecían de un propósito o dirección definidos y que por tanto nunca se conseguían objetivos, ni se ganaba o perdía nada, ni había un progreso que pudiera medirse, ni siquiera la menor posibilidad, no ya de gloria, sino de dignidad para quien peleaba en ella. «Una guerra en la que reinaba todo el dolor de todas las guerras, pero en la que no cabía ni la más mínima posibilidad de redención o grandeza o decencia que cabe en todas las guerras», me dijo el padre de Rodney. Su hijo hubiera aprobado la frase. En una carta de inicios de octubre de 1968, en la que ya se aprecia algo del tono obsesivo y alucinatorio que teñirá muchas de sus misivas posteriores, escribe: «Lo atroz de esta guerra es que no es una guerra. Aquí el enemigo no es nadie, porque puede serlo cualquiera, y no está en ninguna parte, porque está en todas: está dentro y fuera, arriba y abajo, delante y detrás. No es nadie, pero existe. En otras guerras se trataba de vencerlo; en ésta no: en ésta se trata de matarlo, pese a que todos sabemos que matándolo no lo vamos a vencer. No merece la pena engañarse: esto es una guerra de exterminio, así que cuantas más cosas matemos -gente o animales o plantas, da lo mismo- tanto mejor. Arrasaremos el país: no dejaremos nada. Aun así, no ganaremos la guerra, sencillamente porque esta guerra no se puede ganar o no puede ganaría más que Charlie: él está dispuesto a matar y a morir, mientras que lo único que nosotros queremos es que pasen cuanto antes los doce meses que hay que pasar aquí y podamos volver a casa. Entre tanto matamos y morimos, pero nadie sabe por qué matamos y morimos. Claro que todos nos esforzamos por fingir que entendemos alguna cosa, que sabemos por qué estamos aquí y matamos y podemos morir, pero lo hacemos para no volvernos locos del todo. Porque aquí estamos todos locos, locos y solos y sin posibilidad de avance o retroceso, sin posibilidad de pérdida o ganancia, igual que si diéramos vueltas sin parar alrededor de un círculo invisible trazado en el fondo de un pozo vacío, donde nunca da el sol. Escribo a oscuras. No tengo miedo. Pero a veces me asusta pensar que estoy a punto de saber quién soy, que detrás de cualquier recodo de cualquier camino voy a ver aparecer a un soldado que soy yo».

En las cartas de aquellos primeros meses que vivió alejado de las engañosas seguridades de Saigón Rodney nunca menciona a Bob, pero sí registra con detalle las novedades en que abunda su nueva vida. Su batallón se hallaba instalado en una base cercana a Da Nang, pero ése era sólo el lugar de descanso, porque la mayor parte del tiempo lo pasaban operando por la región, de día chapoteando en los arrozales y recorriendo palmo a palmo la jungla, asfixiados de calor y humedad y mosquitos, soportando aguaceros bíblicos, embarrados hasta las cejas y comidos por las sanguijuelas, alimentándose con latas de conservas, sudando siempre, exhaustos y con todo el cuerpo dolorido, apestando después de semanas enteras sin lavarse, ajenos a cualquier empeño que no fuera el de seguir vivos, mientras más de una vez -después de caminar durante horas y horas armados hasta los dientes, cargando con mochilas montañosas y cerciorándose a conciencia de dónde ponían los pies para evitar la fatalidad de las minas de las que estaban sembrados los caminos de la jungla- se sorprendían deseando que empezasen de una vez los disparos, aunque sólo fuese para romper la monotonía agotadora de aquellas jornadas interminables en las que el aburrimiento resultaba a menudo más enervante que la proximidad del peligro. Esto ocurría durante el día. Durante la noche -después de que cada uno hubiera cavado su pozo de tirador en los atardeceres rojos de los arrozales, mientras la luna se levantaba majestuosa en el horizonte- la rutina cambiaba, pero no siempre para bien: a veces no les quedaba más remedio que tratar de conciliar el sueño acunados por el cañoneo de la artillería, por el estruendo de los helicópteros aterrizando o por el de los disparos de los M-16; otras veces había que salir de patrulla, y lo hacían cogidos de la mano, o agarrados al uniforme del compañero que los precedía, como niños aterrados por el miedo de perderse en la oscuridad, y también estaban las guardias, guardias eternas en las que cada rumor de la Jungla era una amenaza y durante las cuales había que luchar a brazo partido contra el sueño y contra el fantasma desvelado de los compañeros muertos. Porque fue en aquellos días cuando Rodney conoció el aliento cotidiano de la muerte. «Una vez leí una frase de Pascal donde se dice que nadie se entristece del todo con la desgracia de un amigo», escribe Rodney dos meses después de su llegada a Da Nang. «Cuando la leí me pareció una frase mezquina y falsa; ahora sé que lo que dice es cierto. Lo que la hace verdadera es ese "del todo". Desde que estoy aquí he visto morir a varios compañeros: su muerte me ha horrorizado, me ha enfurecido, me ha hecho llorar; pero mentiría si dijera que no he sentido un alivio obsceno ante ella, por la sencilla razón de que el muerto no era yo. O dicho de otra manera: el espanto está en la guerra, pero mucho antes estaba en nosotros.» Estas palabras tal vez expliquen en parte que en las cartas de esta época Rodney sólo hable de sus compañeros vivos -nunca de los muertos- y de sus mandos vivos -nunca de los muertos-; me he preguntado a menudo si también explican el hecho de que estén plagadas de historias, como sí por algún motivo Rodney no quisiera decir de forma directa aquello que las historias saben decir a su modo lateral o elíptico. Son historias que le habían ocurrido a él, o a alguien cercano a él, o que simplemente le habían contado; descarto la hipótesis de que alguna de ellas sea inventada. Sólo referiré la del capitán Vinh, porque por alguna razón puede que fuera la que más afectó a Rodney.

El capitán Vinh era un oficial del ejército survietnamita que estaba asignado en calidad de guía e intérprete a la unidad con la que operaba mi amigo. Era un treintañero enteco y cordial con quien, según afirma Rodney en una de las cartas en que narra su historia, había conversado más de una vez mientras los dos reponían fuerzas engullendo sus raciones de campaña o fumaban un cigarrillo en las pausas de las marchas. «No te acerques a él», le dijo un veterano de su compañía después de que una tarde le viera charlar amistosamente con el capitán. «Ese tipo es un jodido traidor.» Y le contó la siguiente anécdota. En una ocasión capturaron a tres guerrilleros del Vietcong, y un oficial de inteligencia los montó en un helicóptero y pidió al capitán y a cuatro soldados, entre ellos el veterano, que lo acompañaran. El helicóptero se elevó y, cuando estuvo a una altura respetable, el oficial empezó a interrogar a los prisioneros. El primero de ellos se negó a hablar, y sin la menor vacilación el oficial ordenó a los soldados que lo arrojasen al vacío; obedecieron. Lo mismo ocurrió con el segundo prisionero. Al tercero no hubo necesidad de interrogarle: llorando y pidiendo clemencia, empezó a hablar de forma tan incontenible que el capitán Vinh apenas tenía tiempo de traducir sus palabras; pero cuando terminó su confesión corrió la misma suerte que sus compañeros. «Subimos al helicóptero con tres tipos y bajamos sin ninguno», dijo el veterano. «Pero nadie hizo preguntas. En cuanto al capitán, es basura. Ha visto lo que le estamos haciendo a su gente y continúa ayudándonos. No sé cómo permiten que siga con nosotros», se quejó. «Tarde o temprano nos traicionará.» No mucho tiempo después Rodney habría de recordar a menudo el vaticinio del veterano. Todo empezó la mañana en que su compañía acudió a una aldea cercana que había sido ocupada la noche anterior por el Vietcong. El propósito de la incursión del Vietcong había sido reclutar soldados, y a tal fin los guerrilleros solicitaron la ayuda del ¡efe del pueblo, que se mostró renuente a colaborar con ellos. La respuesta de los guerrilleros fue tan fulminante que cuando el hombre quiso rectificar ya era tarde: cogieron a sus dos hijas, de seis y ocho años, las violaron, las torturaron, les cortaron el cuello y arrojaron sus cadáveres mutilados al pozo que abastecía al pueblo de agua potable, para contaminarla. Toda la compañía de Rodney encajó la historia en silencio, salvo el capitán Vinh, que se puso literalmente enfermo. «Mis hijas», gemía una y otra vez para quien quisiera escucharle, para nadie. «Tienen la misma edad, esas niñas tenían la misma edad que mis hijas.» Dos meses más tarde, el mismo día en que llegaba a Da Nang después de pasar una semana de permiso en Tokio, Rodney tuvo que ayudar en la evacuación de los trece muertos y los cincuenta y nueve heridos de una compañía de combate que aquella misma mañana había sido víctima de una emboscada en la jungla. El hecho lo impresionó, pero la impresión se convirtió en una furia helada en el momento en que supo que la rápida investigación subsiguiente a los hechos había concluido que la carnicería sólo podía haber sido el resultado de un chivatazo, y que el autor de aquel chivatazo sólo podía haber sido el capitán Vinh. En una carta posterior Rodney afirma que, cuando tuvo conocimiento de la traición del oficial, de haber podido hubiera matado sin dudarlo «a aquella rata asesina con quien había compartido comida, tabaco y conversación», pero que ahora ya no hacía falta, porque el intérprete había sido entregado al ejército survietnamita, que lo había ejecutado sin dilación; Rodney añadía que se alegraba de la noticia. La siguiente carta que recibieron los padres de Rodney era sólo una nota: en ella su hijo consigna escuetamente que los mismos servicios de inteligencia que habían demostrado la traición del capitán Vinh acababan de llegar a la conclusión de que el oficial había dado el chivatazo a los comunistas del Vietcong porque éstos habían raptado a sus dos hijas y habían amenazado con matarlas a menos que colaborase con ellos. Después de recibir esa nota sumarísima sus padres tardaron casi un mes en tener noticias de Rodney y, cuando la correspondencia se reanudó, poco a poco y de forma insidiosa les venció la impresión de que no era su hijo quien les escribía, sino alguien distinto que usurpaba su nombre y su letra. Era una sensación extraña, me dijo el padre de Rodney, como si quien escribiera fuese Rodney y no lo fuese al mismo tiempo o, lo que todavía era más extraño, como si quien escribiera fuese demasiado Rodney (Rodney en estado químicamente puro, extracto de Rodney) para ser verdaderamente Rodney. He leído y releído esas cartas y, por ambigua o confusa que sea, la observación me parece exacta, porque en esas páginas sin duda escritas a chorro es evidente que la escritura de Rodney ha ingresado en un dudoso territorio espejeante en el que, si bien es difícil no identificar a lo lejos la voz de mi amigo, resulta imposible no percibir un potente diapasón de desvarío que, sin hacerla del todo irreconocible, la vuelve por lo menos inquietantemente ajena a Rodney, entre otras cosas porque no siempre elude las tentaciones de la truculencia, la solemnidad o la simple cursilería. Añadiré que, a mi juicio, el hecho de que Rodney escribiera esas cartas desde el hospital en el que estaba recuperándose de los estragos del incidente sólo da cuenta en parte de su carácter anómalo, pero no basta para anular la perturbadora sensación que su lectura produce. «El incidente»: así es como lo llamó el padre de Rodney durante la tarde en que estuve en su casa, porque así es como al parecer lo llamó Rodney la única vez que su padre le interrogó en vano acerca de él. El incidente. Había ocurrido durante el mes en que estuvo sin noticias de su hijo y, a través de fuentes diversas y a lo largo de los años, todo lo que el padre de Rodney había logrado averiguar era que la compañía de Rodney había tomado parte en una imprecisa incursión en la aldea de My Khe, en la provincia de Quang Nai, que se había saldado con más de medio centenar de víctimas; también había conseguido averiguar que, a raíz del incidente o a consecuencia de él, y a pesar de que no había sufrido ninguna herida física, Rodney había permanecido internado durante tres semanas en un hospital de Saigón, y que mucho tiempo después, cuando ya estaba de vuelta en casa, tuvo que declarar en el juicio que se le instruyó al teniente que se hallaba al mando de su compañía, quien finalmente fue absuelto de los cargos que se le imputaban. Eso era todo lo que en todos aquellos años había averiguado por su cuenta el padre de Rodney acerca del incidente. En cuanto a su hijo, nunca aludió al asunto más que de pasada y de la forma más superficial posible y cuando no le quedó más remedio que hacerlo, y ni en sus cartas posteriores a su temporada en el hospital ni en las que escribió estando ingresado todavía en él lo llega a mencionar siquiera.

La verdad es que tanto unas como otras eran cartas completamente distintas de las que había escrito hasta entonces, y con el tiempo su padre acabó atribuyendo este cambio -tal vez porque necesitaba atribuirlo a alguna razón tangible- al hábito inmoderado de la marihuana y el alcohol que Rodney contrajo durante sus primeros meses en el frente. En las cartas anteriores Rodney tiende a anotar sobre todo hechos y por lo general rehuye las reflexiones abstractas; ahora, en cambio, los hechos y las personas se han volatilizado y apenas queda otra cosa que pensamientos, singulares pensamientos de una vehemencia que horrorizaba a su padre, y que a no mucho tardar le llevarían a la ingrata conclusión de que su hijo estaba perdiendo el juicio sin remedio. «Ahora conozco la verdad de la guerra», escribe por ejemplo Rodney en una de esas cartas.

«La verdad de esta guerra y de cualquier otra guerra, la verdad de todas las guerras, la verdad que tú conoces como la conozco yo y la conoce cualquiera que haya estado en una guerra, porque en el fondo del fondo esta guerra no es distinta sino igual que todas las guerras y en el fondo del fondo la verdad de la guerra es siempre la misma. Todo el mundo conoce aquí esa verdad, sólo que nadie tiene el valor de admitirla. Todos mienten. Yo también. Quiero decir que yo también mentía hasta que he dejado de hacerlo, hasta que me he asqueado de mentir, hasta que la mentira me ha asqueado más que la muerte: la mentira es sucia, la muerte es limpia. Y ésa es precisamente la verdad que todo el mundo aquí conoce (que conoce cualquiera que haya estado en una guerra) y nadie quiere admitir. Que todo esto es hermoso: que la guerra es hermosa, que el combate es hermoso, que es hermosa la muerte. No me refiero a la belleza de la luna elevándose como una moneda plateada en la noche sofocante de los arrozales, ni a las cintas de sangre que dibujan en la oscuridad las balas trazadoras, ni al instante milagroso de silencio que algunos atardeceres abren en el bullicio sin pausa de la jungla, ni a esos momentos extremos en que uno parece anularse y con él se anulan su miedo y su angustia y su soledad y su vergüenza y se funden con la vergüenza y la soledad y la angustia y el miedo de quienes están a su lado, y entonces la identidad gozosamente se evapora y uno ya no es nadie. No, no es sólo eso. Es sobre todo la alegría de matar, no sólo porque mientras son los otros los que mueren uno sigue vivo, sino también porque no hay placer comparable al placer de matar, no hay sensación comparable a la sensación portentosa de matar, de arrebatarle absolutamente todo lo que tiene y es a otro ser humano absolutamente idéntico a uno mismo, uno siente entonces algo que ni siquiera podía imaginar que es posible sentir, una sensación semejante a la que debimos de sentir al nacer y hemos olvidado, o a la que sintió Dios al crearnos o a la que debe de sentirse pariendo, sí, eso es exactamente lo que uno siente cuando mata, ¿no, papá?, la sensación de que uno está haciendo algo por fin importante, algo verdaderamente esencial, algo para lo que había venido preparándose sin saberlo durante toda la vida y que, de no haber podido hacerlo, le hubiera convertido sin remedio en un desecho, en un hombre sin verdad, sin cohesión y sin sustancia, porque matar es tan hermoso que nos completa, le obliga a uno a llegar a zonas de sí mismo que ni siquiera atisbaba, es como estar descubriéndose, descubriendo inmensos continentes de fauna y flora desconocidas allí donde uno imaginaba que no había más que tierra colonizada, y por eso ahora, después de haber conocido la belleza transparente de la muerte, la belleza ilimitada y centelleante de la muerte, siento como si fuera más grande, como si me hubiera ensanchado y alargado y prolongado más allá de mis límites anteriores, tan mezquinos, y por eso pienso también que todo el mundo debería tener derecho a matar, para ensancharse y alargarse y prolongarse cuanto pueda, para alcanzar esas caras de éxtasis o beatitud que yo he visto en la gente que mata, para conocerse a fondo o ir tan lejos como la guerra le permita, y la guerra permite ir muy lejos y muy deprisa, más lejos y más deprisa todavía, más deprisa, más deprisa, más deprisa, hay momentos en que de repente todo se acelera y hay una fulguración, un vértigo y una pérdida, la certeza devastadora de que si consiguiéramos viajar más deprisa que la luz veríamos el futuro. Eso es lo que he descubierto. Eso es lo que ahora sé. Lo que sabemos todos los que estamos aquí, y lo que sabían los que estaban y ya no están, y también los alucinados o los valientes que nunca estuvieron pero es como si hubieran estado, porque vieron todo esto mucho antes de que existiera. Lo saben todos, todo el mundo. Pero lo que me asquea no es que eso sea verdad, sino que nadie diga la verdad, y estoy a punto de preguntarme por qué nadie lo hace y se me ocurre algo que nunca se me había ocurrido, y es que quizá nadie lo diga no por cobardía, sino simplemente porque suena falso o absurdo o monstruoso, porque nadie que no sepa de antemano la verdad está capacitado para aceptarla, porque nadie que no haya estado aquí va a aceptar lo que aquí sabe cualquier soldado raso, y es que las cosas que tienen sentido no son verdad. Son sólo verdades recortadas, espejismos: la verdad es siempre absurda. Y lo peor de todo es que sólo cuando uno sabe esto, cuando uno aprende lo que sólo puede aprenderse aquí, cuando uno finalmente acepta la verdad, sólo entonces puede ser feliz. Te lo diré de otro modo: antes odiaba la guerra y odiaba la vida y sobre todo me odiaba a mí; ahora amo la vida y la guerra y sobre todo me amo a mí. Ahora soy feliz.»

Podría espigar un puñado de pasajes análogos entresacados de las cartas que Rodney escribió en esta época: todas de tono similar, todas igualmente oscuras, inmorales o abstrusas. Es verdad que a uno le asalta la tentación de reconocer en esas palabras desquiciadas algo así como el negativo de una radiografía de la mente de Rodney en aquel momento de su vida, y hasta de leer muchas más cosas de las que tal vez Rodney quiso encerrar en ellas. Resistiré la tentación, evitaré interpretaciones.

Apenas le dieron de alta en el hospital, Rodney se reintegró a su compañía, y dos meses más tarde, cuando faltaban pocos días para que concluyese su estancia obligatoria en Vietnam, gracias a un conocido que le franqueó la entrada a la embajada norteamericana en Saigón telefoneó por vez primera a sus padres y les comunicó que no iba a volver a casa. Había resuelto reengancharse en el ejército. Tal vez porque comprendieron de inmediato que la decisión era irrevocable, los padres de Rodney ni siquiera trataron de que la reconsiderara, sino sólo de entenderla. No lo consiguieron. Sin embargo, después de una conversación tan larga como entrecortada de súplicas y de sollozos, acabaron aferrándose a la precaria esperanza de que su hijo no había perdido la razón, sino que simplemente la guerra lo había convertido en otro, ya no era el mismo muchacho que ellos habían engendrado y criado y por eso ya no podía imaginarse a sí mismo de vuelta en casa como si nada hubiera ocurrido, porque la sola perspectiva de reintegrarse a su vida de estudiante (prolongándola en un doctorado, como en un principio había previsto) o la de buscar un trabajo en una escuela secundaria, o, más aún, la de recuperar durante una larga temporada de reposo la placidez provinciana de Rantoul, ahora le parecía ridícula o imposible, y lo abrumaba con un pánico que no alcanzaban a entender. Así que Rodney permaneció otros seis meses en Viet-nam. Su padre ignoraba casi todo lo ocurrido a su hijo en esa época, durante la cual cesó por completo la correspondencia de Rodney con la familia, que no tuvo noticias de él más que por unos pocos telegramas en los que, con laconismo militar, les informaba de que se encontraba bien. Lo único que el padre de Rodney consiguió averiguar más tarde fue que en aquel tiempo su hijo estuvo peleandcven una unidad de élite de lucha antiguerrillera conocida como Tiger Forcé, integrada en el primer batallón de la 101 División Aerotransportada, y es indudable que durante esos seis meses Rodney entró en combate mucho más a menudo de lo que lo había hecho hasta entonces, porque cuando a finales del verano de 1969 tomó el avión de vuelta a casa lo hizo con el pecho blindado de medallas – la Estrella de Plata al valor y el Corazón de Púrpura figuraban entre ellas- y una lesión de cadera que lo iba a acompañar de por vida, condenándolo a caminar para siempre con su paso trompicado e inestable de perdedor.

El retorno fue catastrófico. El padre de Rodney recordaba muy bien la llegada de su hijo a Chicago. Desde hacía dos semanas Julia Flores y él, que apenas se conocían personalmente, se llamaban por teléfono a menudo para ultimar los preparativos, pero cuando llegó el gran día todo salió desde el principio al revés: el autobús de la Greyhound en el que su mujer y él hicieron el viaje desde Rantoul liego a Chicago con casi dos horas de retraso a causa de un accidente de tráfico; allí los aguardaba Julia, que los montó en su coche y los condujo a toda prisa al aeropuerto de O'Hare, pero en el acceso a éste los retuvo un atasco, de forma que para cuando los tres entraron en la terminal ya hacía más de una hora que el avión de Rodney había aterrizado. Preguntaron aquí y allá, y finalmente, después de dar muchas vueltas y hacer muchas averiguaciones, tuvieron que ir en busca de Rodney a una comisaría. Lo encontraron solo y desencajado, pero no quiso darles ninguna explicación, ni aquel día ní nunca y, para no arruinar aún más el reencuentro, ellos prefirieron no pedírsela a la policía. Sólo varios meses más tarde tuvo el padre de Rodney una idea precisa de lo ocurrido aquella mañana en el aeropuerto. Fue después del juicio que se le instruyó a Rodney -y a raíz del cual éste fue condenado al pago de una multa cuyo monto abonó su familia-, un juicio al que Rodney prohibió asistir a su padre y a su madre y cuyo desarrollo y contenido no conoció aquél sino luego de entrevistarse a escondidas con el abogado defensor de su hijo. El abogado, un izquierdista de prestigio llamado Donald Pludovsky, que había aceptado llevar el caso porque era amigo de un amigo del padre de Rodney y que desde el principio de la conversación se esforzó por tranquilizarlo tratando de restarle importancia al episodio, le recibió en su despacho de la calle Wabash y empezó contándole que Rodney había hecho con un soldado negro los tres días del viaje de vuelta desde Vietnam (primero desde Saigón hasta Tokio en un C-41 de la fuerza aérea, después desde las Filipinas hasta San Francisco en un reactor de la World Airways, y por fin desde allí hasta Chicago) y que, al bajar en O'Hare y advertir que nadie estaba esperándoles, los dos decidieron ir a desayunar a una cafetería. La terminal estaba inusualmente concurrida y reinaba en ella una atmósfera de fiesta, o ésa fue al menos la primera, aturdida y feliz impresión que tuvieron los dos recién llegados, hasta que en un determinado momento, mientras arrastraban sus macutos por un pasillo abarrotado de gente, una chica se desgajó da-un grupo de estudiantes, abordó a Rodney, que de los dos veteranos era el único que aún vestía de uniforme, y le preguntó si venía de Vietnam. Extrañado por la ausencia de sus padres y de Julia, que habían prometido estar esperándole en el aeropuerto, Rodney tal vez imaginó que la chica había sido enviada por ellos, así que se detuvo y sonrió, alegremente le dijo que sí. Entonces la chica le escupió en la cara. Mirándola sin entender, Rodney le preguntó a la chica por qué había hecho aquello, pero, como no contestó, tras un instante de vacilación se limpió la saliva y echó a andar de nuevo- Los estudiantes los siguieron: coreaban lemas contra la guerra, se reían, les gritaban cosas que no entendían, los insultaban. Hasta que Rodney no aguantó más, se dio media vuelta y los enfrentó; el soldado negro le agarró de un brazo y le pidió que no les hiciera caso, pero Rodney se zafó y, mientras los estudiantes seguían con sus cánticos y sus gritos, trató en vano de hablar con ellos, trató de razonar, pero al final desistió, les dijo que ellos no les habían hecho nada y les pidió que los dejaran en paz. Ya iban a seguir su camino cuando un comentario injurioso o retador, proferido por un muchacho de pelo muy largo, se abrió paso entre el alboroto de los estudiantes, y al momento Rodney se abalanzó sobre el muchacho y empezó a pegarle una paliza que lo hubiera matado de no ser por la intervención in extremis de la policía del aeropuerto. «Y no hubo nada más», le dijo Pludovsky al padre de Rodney, recostándose en su butaca con un cigarrillo en la mano y un aire indisimulable de satisfacción, impostando el tono intrascendente de quien acaba de contar una travesura no exenta de gracia. El padre de Rodney no sonrió, no dijo nada, se limitó a permanecer unos instantes en silencio y luego, sin mirarle, le pidió al abogado que le contara qué era lo que le había dicho el muchacho a Rodney. «Ah, eso», trató de sonreír Pludovsky. «Bueno, la verdad es que no lo recuerdo exactamente.» «Claro que lo recuerda», dijo sin dudar el padre de Rodney. «Y quiero que me lo diga." Bruscamente incómodo, Pludovsky suspiró, apagó el cigarrillo, entrelazó las manos encima de su gran mesa de roble. «Como quiera», dijo con fastidio, como si acabara de escapársele un caso en el último momento y de la forma más estúpida. «Lo que el muchacho dijo fue: "Mirad qué cobardes son estos asesinos de niños".» Cuando el padre de Rodney salió del despacho del abogado ya había comprendido que el altercado de O'Hare había sido sólo un reflejo de lo ocurrido en los últimos meses y una prefiguración de lo que iba a ocurrir en el futuro. No se equivocó. Porque la vida de Rodney nunca volvió a parecerse a la que un año y medio atrás había abandonado a la fuerza para irse a Vietnam. El mismo día de su llegada a Rantoul los amigos de siempre le tenían preparada una fiesta de bienvenida; su madre lo convenció para que asistiera a ella, pero, aunque salió de casa arreglado para la ocasión y con las llaves del coche en la mano y regresó cuando ya era de madrugada, a la mañana siguiente sus padres se enteraron de que ni siquiera había aparecido por la fiesta, y en días posteriores supieron por vecinos y amigos que Rodney se había pasado aquella noche hablando por teléfono desde una cabina cercana a la estación del tren y dando vueltas alrededor de la ciudad en el Ford de su padre. Unos pocos meses después Julia y él se casaron y se fueron a vivir a un suburbio de Minneapolis donde ella enseñaba en una escuela secundaria. La unión duró apenas dos años, pero fue sólo gracias a la tenacidad de Julia; de hecho, bastó mucho menos tiempo para que ella advirtiera que aquél era un matrimonio imposible, como cualquier otro que por entonces hubiera intentado Rodney. Éste, en apariencia, había regresado de Vietnam, pero en realidad era como si todavía estuviera allí, o como si se hubiera traído consigo a casa el Vietnam. Peor aún: mientras estaba en Vietnam Rodney no cesaba de hablar de Vietnam en las cartas que escribía a sus padres, a Julia, a sus amigos; ahora, en cambio, dejó por completo de hacerlo, y no quizá porque no lo deseara -la verdad era más bien la contraria: probablemente no había nada en el mundo que desease tanto-, sino porque no podía, quién sabe si porque abrigaba la certeza de que nadie se hallaba en condiciones de entender lo que tenía que contar, o porque pensaba que no debía hacerlo, igual que si hubiera visto y vivido algo que cuantos le conocían debían seguir ignorando. Lo cierto es que saltaba a la vista que, si mientras estaba en Vietnam no pensaba más que en Estados Unidos, ahora que estaba en Estados Unidos no pensaba más que en Vietnam. Es posible que en muchos momentos sintiese nostalgia de la guerra, que pensase que nunca debía haber regresado a casa y que debía haber muerto allí, peleando hombro con hombro junto a sus compañeros. Es posible que en muchos momentos sintiese que, comparada con la vida de alimaña acorralada que ahora llevaba en Estados Unidos, la vida en Vietnam era más seria, más verdadera, más digna de ser vivida. Es posible que comprendiera que nunca podría volver al país que había abandonado para irse a Vietnam, y no sólo porque ya no existía y era otro, sino porque tampoco él era ya el mismo que lo abandonó. Es posible que muy pronto aceptara que nadie vuelve de Vietnam: que, una vez se ha estado allí, el regreso es imposible. Y es casi seguro que, como tantos otros veteranos de Vietnam, se sintió burlado, porque apenas pisó tierra americana supo que todo el país lo despreciaba o, en el mejor de los casos, que deseaba esconderlo como si su mera presencia fuera una vergüenza, un insulto o una acusación. Rodney no podía esperar que lo recibieran como a un héroe (porque no lo era y porque no ignoraba que a los derrotados nadie los recibe como a héroes, aunque lo sean), pero tampoco que el mismo país que le había exigido dimitir de su conciencia y cumplir con su deber de americano no desertando al Canadá y acudiendo a una guerra infame y ajena, ahora rehuyese su presencia igual que sí se tratara de un criminal o un apestado. La suya y la de tantos veteranos como él, quienes, si eran culpables de algo, lo eran porque los habían empujado a serlo las circunstancias brutales de la guerra y el país que les había obligado a hacerla. O eso es al menos lo que por entonces debió de pensar Rodney, igual que lo pensaron tantos otros veteranos de Vietnam a su vuelta a casa. En cuanto a su antigua militancia antibelicista, es indudable que ahora Rodney tenía muchos más argumentos que en sus años de estudiante para considerar aquella guerra una estafa orquestada por el fanatismo y la irresponsabilidad de la clase política y alimentada por el uso fraudulento que ésta había hecho de la retórica de los viejos valores norteamericanos, pero también es indudable -o al menos lo era para el padre de Rodney- que el hecho de estar o no contra la guerra había quedado reducido a sus ojos al rango de una cuestión casi banal, desplazada a un segundo plano por la lancinante ignominia de que Estados Unidos hubiera enviado a miles y miles de muchachos al matadero y luego los hubiera abandonado a su suerte en un lugar perdido en el mapa, enfermos, exhaustos y enloquecidos, ebrios de deseos y de impotencia, peleando a muerte contra su propia sombra en las ciénagas de un país calcinado.

Pero todo esto no son al fin y al cabo más que conjeturas: es razonable imaginar que, durante mucho tiempo tras su vuelta de Vietnam, Rodney pensara o sintiera lo anterior; no es imposible imaginar que pensara o sintiera todo lo contrario. Los hechos, sin embargo, son los hechos; me ciño a ellos. En los primeros meses que pasó en Estados Unidos Rodney apenas salió de su casa (ni de la casa familiar de Rantoul ni de la que compartió con Julia en Minneapolis), y cuando empezó a hacerlo fue sólo para enzarzarse en discusiones que más de una vez degeneraron en peleas casi siempre provocadas por su irreprimible tendencia a interpretar cualquier comentario sobre Vietnam o sobre su estancia en Vietnam, por intrascendente o anodino que fuese, como una agresión personal. Perdió a sus amigos de Chicago y también a los de Rantoul, y cortó cualquier vínculo con los antiguos compañeros de Vietnam, tal vez porque, de forma voluntaria o involuntaria, deseaba ocultar su condición de ex combatiente, lo cual explicaría el hecho de que durante mucho tiempo se negara en redondo a acudir en busca de ayuda o compañía a los locales de la Asociación de Veteranos. Pese al empeño sin descanso de Julia, a poco de casados su matrimonio ya se había degradado de forma irreversible. En cuanto a su familia, sólo se relacionaba con su madre, mientras que durante muchos años evitó la compañía y la conversación de su padre.

Bebía y fumaba mucho, whisky, cerveza, tabaco y marihuana, y a menudo caía en depresiones que lo sumían en una postración de semanas o meses y le obligaban a atiborrarse de pastillas. Nunca volvió a salir a cazar o a pescar. Nunca volvió a hablar de su hermano Bob. Vivía en un estado de desasosiego continuo. Durante casi año y medio padeció un insomnio de hierro, y sólo conseguía vencerlo cuando iba al cine con Julia, que le cogía de la mano y lo sentía poco a poco abandonarse en la oscuridad rumorosa de la sala y finalmente sumergirse en el sueño como en las profundidades de un lago. De día no se sentaba nunca dando la espalda a una ventana, y le obsesionaba que todas las persianas de la casa permaneciesen cerradas. Se pasaba las noches desahogando, su inquietud por los pasillos y, antes de meterse por fin en la cama para nada, iniciaba un ritual infalible que consistía en inspeccionar todas y cada una de las puertas y ventanas de la casa, en verificar que no había obstáculo alguno que entorpeciera su huida y que cuanto necesitaba para defenderse estuviera a mano, así como en ensayar mentalmente el modus operandi adecuado para el caso inverosímil de que se produjese una emergencia. Con el tiempo consiguió conciliar el sueño en su propia cama, pero las pesadillas lo sobresaltaban a menudo, y un crujido inofensivo en el jardín bastaba para despertarlo y para que saliera de estampida a averiguar lo que lo había provocado. Al divorciarse de Julia volvió a casa de sus padres, y en los años que siguieron cruzó varias veces el país de punta a punta: de repente un día hacía las maletas, cargaba el coche y se marchaba sin previo aviso y sin un destino concreto, y al cabo de uno o dos o tres o cuatro meses volvía a la casa familiar sin dar la menor explicación, como si hubiera salido de paseo por el barrio. Sobrevivió a dos intentos de suicidio, a raíz del segundo de los cuales acabó aceptando que lo ingresaran en los servicios médicos de la Asociación de Veteranos de Chicago. No tardó mucho tiempo en ponerse a buscar un trabajo, pero sí en encontrarlo, porque, aunque en su condición de ex combatiente gozaba de ciertas prerrogativas, durante mucho tiempo consideró humillante acogerse a ellas, y cada vez que acudía a una entrevista laboral regresaba a casa presa de una furia incontrolable, convencido de que sus empleadores pasaban a mirarlo como a un monstruo de dos cabezas en cuanto descubrían que era un veterano de guerra. El primero de los empleos que consiguió fue un trabajo cómodo y no mal remunerado en la administración de una fábrica de conservas, pero apenas le duró unos meses, más o menos como los que le siguieron. Más tarde intentó dar clases de lengua en colegios de Rantoul o de los alrededores de Rantoul, e intentó también reanudar sus estudios matriculándose en un máster de filosofía en la Nortwestern University. Todo fue inútil. Cuando Rodney regresó de Vietnam convertido en una sombra derribada del muchacho brillante, trabajador y juicioso que había sido, su padre confió en que el tiempo acabaría devolviéndole su naturaleza perdida, pero desde su retorno habían transcurrido ocho años y Rodney seguía sumergido en una bruma impenetrable, convertido en un fantasma ambulante o un zombi: en Rantoul se pasaba los días enteros tumbado en la cama, leyendo novelas y fumando marihuana y viendo viejas películas en la televisión, y cuando salía de casa era sólo para conducir durante horas por carreteras que no llevaban a ninguna parte o para beber a solas en los bares de la ciudad. Era como si viviese herméticamente encerrado en una burbuja de acero, pero lo extraño (o lo que su padre juzgaba extraño) es que no parecía vivir esa situación de desamparo y de absoluta soledad como una condena, sino como el fruto jubiloso de un cálculo preciso, como el antídoto ideal contra su desorbitada desconfianza en los demás y su no menos desorbitada desconfianza en sí mismo. Así que en algún momento los padres de Rod-ney acabaron aceptando, con una resignación no desprovista de alivio, que Vietnam había transformado para siempre a su hijo y que éste nunca volvería a ser el que había sido.

De repente todo cambió. Año y medio antes de que Rodney empezara a dar clases en Urbana, su madre murió de un cáncer de estómago. La agonía fue larga, pero no penosa, y Rodney la sobrellevó sin sobresaltos ni dramatismo, renunciando de un día para otro a sus hábitos de ocio indefinido para atender a la moribunda, quien durante todos aquellos años de convalecencia de la guerra había sido su único y silencioso asidero moral; por lo demás, la tarde en que la enterraron nadie le vio derramar una sola lágrima por ella. No obstante, días más tarde, de regreso de una visita de trabajo, el padre de Rodney se encontró con su hijo acodado a la mesa de la cocina, iluminado por el sol brillante del mediodía que entraba por la ventana y llorando a lágrima viva. No recordaba haber visto llorar a Rodney desde que era un niño, pero no dijo nada: dejó sus cosas en el vestíbulo, volvió a la cocina, preparó dos infusiones de manzanilla, le sirvió una a su hijo y se sirvió la otra, se sentó a la mesa, le cogió una mano, grande, áspera y venosa, y permaneció largo rato junto a él, en silencio, tomándose su manzanilla y también la de Rodney, sin dejar de sujetarle la mano, oyéndole llorar como si durante todos aquellos años hubiera acumulado una reserva inagotable de lágrimas y su llanto no fuera a extinguirse nunca. Hacía mucho tiempo que padre e hijo convivían en la misma casa sin apenas dirigirse la palabra, pero al atardecer Rodney empezó a hablar, y fue sólo entonces cuando su padre tuvo un atisbo deslumbrante del vértigo de remordimientos en el que había vivido su hijo durante todos aquellos años, porque comprendió que Rodney no sólo se sentía culpable de la muerte de su hermano y de su madre y de la de un número indefinido de personas, sino también de no haber tenido el coraje de obedecer a su conciencia y haberse plegado a la orden de ir a la guerra, de haber abandonado allí a sus compañeros, de haber presenciado el horror sin atenuantes de Vietnam y haber sobrevivido a él. La conversación terminó de madrugada, y al otro día, cuando despertaron, Rodney le pidió el coche a su padre y se fue a Chicago. El viaje se repitió la semana siguiente y también la otra, y pronto las visitas de Rodney a la capital se convirtieron en una rutina semanal. Al principio iba y venía en la misma jornada, saliendo muy de mañana y volviendo por la noche, pero con el tiempo empezó a ausentarse de Rantoul dos y hasta tres días. Para no malograr ¡a mejora que en la relación con su hijo había introducido la muerte de su mujer, el padre de Rodney no hacía averiguaciones, limitándose a prestarle el coche y a preguntarle cuándo tenía previsto volver, Pero una tarde, de regreso de uno de esos viajes, Rodney se lo contó: le contó que iba cada semana a Chicago a la sede de la Asociación de Veteranos de Vietnam -la misma en la que tiempo atrás había sido ingresado en dos ocasiones y tratado a base de inyecciones de Largactil-, donde recibía la ayuda de un psiquiatra especializado en trastornos provocados por la guerra y donde se reunía con otros veteranos con quienes colaboraba en la organización de actos públicos, manifestaciones y conferencias, así como en la confección de una revista en la que durante varios años publicó artículos sobre cine y literatura y furibundos alegatos contra la frivolidad culpable de la clase política de su país y su sometimiento servil a los dictados de las grandes corporaciones económicas. La noticia no sorprendió al padre de Rodney, quien para entonces ya hacía tiempo que había advertido el cambio que en pocos meses había experimentado su hijo; y no sólo en relación a él: Rodney había abandonado el consumo de alcohol y marihuana, había empezado a compartir el gobierno de la casa, a desterrar sus hábitos de excéntrico y a recuperar a algunos de sus amigos de siempre. Poco a poco esa transformación se volvió más sólida y más visible, porque Rodney no tardó en aceptar un trabajo como contable en un restaurante de Urbana, en empezar a colaborar como voluntario con un pequeño sindicato independiente y en frecuentar el local que los Veteranos de las Guerras Extranjeras tenían en la ciudad. Era como si con la muerte de su madre la vida entera de Rodney hubiera hecho crisis: como si, gracias a sus viales a Chicago y a la ayuda de la Asociación de Veteranos, hubiera empezado a resquebrajarse la burbuja en la que llevaba más de quince años asfixiándose y estuviera venciendo la vergüenza de ser un antiguo combatiente de Vietnam o encontrando alguna forma de orgullo en el hecho de ser un superviviente de aquella guerra fantasmagórica. De manera que, para cuando consiguió su empleo de profesor de español en Urbana, Rodney llevaba una vida tan ordenada y laboriosa que nada autorizaba a sospechar que no hubiera dejado definitivamente atrás las secuelas interminables de su paso por Vietnam.

Pero no las había dejado atrás. El padre de Rodney lo supo una noche de las navidades de 1988, pocos meses antes de que me contara la historia de su hijo en su casa de Rantoul, apenas unos días después de que Rodney y yo nos despidiéramos a la puerta de Treno's con la promesa finalmente frustrada de que volveríamos a vernos en cuanto yo regresara de mi viaje por el Medio Oeste en compañía de Barbara, Gudrun y Rodrigo Ginés. Aquella tarde un hombre había llamado por teléfono a su casa preguntando por su hijo. Rodney estaba fuera, así que su padre quiso saber quién le llamaba. «Tommy Birban», dijo el hombre. El padre de Rodney no había oído nunca ese apellido, pero el hecho no le extrañó, porque desde que Rodney había roto el encierro de su burbuja no era infrecuente que llamaran desconocidos a su casa. El hombre dijo que era amigo de Rodney, prometió que volvería a llamarlo al cabo de un rato y dejó un número de teléfono por si Rodney quería adelantarse y llamarlo antes a él. Cuando Rodney llegó a casa esa noche, su padre le dio el recado y le tendió un papel con el número de teléfono de su amigo; la reacción de su hijo le extrañó: un poco pálido, cogiendo el papel que le tendía le preguntó si estaba seguro de que ése era el nombre del desconocido y, aunque él le aseguró que sí, se lo hizo repetir varias veces, para cerciorarse de que no se había equivocado. «¿Pasa algo?», preguntó el padre de Rodney. Rodney no contestó o contestó con un gesto entre disuasorio y despectivo. Pero más tarde, mientras cenaban, volvió a sonar el teléfono, y antes de que su padre pudiera levantarse para cogerlo Rodney lo atajó en seco con un grito. Los dos hombres se quedaron mirándose: fue entonces cuando el padre de Rodney supo que algo andaba mal. El teléfono siguió sonando, hasta que por fin se calló. «A lo mejor era otra persona», dijo el padre de Rodney. Rodney no dijo nada. «Va a volver a llamar, ¿verdad?», preguntó el padre de Rodney tras un silencio. Ahora Rodney asintió. «No quiero hablar con él», dijo. «Dile que no estoy. O mejor dile que estoy de viaje y que no sabes cuándo voy a volver. Sí: dile eso.» Aquella noche el padre de Rodney no arriesgó ninguna otra pregunta, porque sabía que su hijo no la iba a contestar, y se pasó todo el día siguiente aguardando la llamada de Tornmy Birban. Por supuesto, la llamada llegó, y el padre de Rodney descolgó enseguida el teléfono e hizo lo que su hijo le había pedido que hiciese. «Ayer no me dijo que Rodney estaba fuera», alegó Tommy Birban, suspicaz. «Ya no me acuerdo de lo que le dije ayer», contestó él. Luego improvisó: «Pero es mejor que no vuelva a llamar. Rodney se ha marchado y no sé dónde está ni cuándo va a volver». Ya estaba a punto de colgar cuando al otro lado del teléfono la voz de Tommy Birban dejó de sonar amenazadora y sonó implorante, como un sollozo perfectamente articulado: «Es usted el padre de Rodney, ¿verdad?». No tuvo tiempo de contestar. «Sé que Rodney está viviendo con usted, me lo dijeron en la Asociación de Veteranos de Chicago, ellos me dieron su teléfono. Quiero pedirle un favor. Si me lo concede le prometo que no volveré a llamar, pero tiene que concedérmelo. Hágame el favor de decirle a Rodney que no voy a pedirle nada, ni siquiera que nos veamos. Lo único que quiero es hablar un rato con él, dígale que quiero hablar un rato con él, dígale que necesito hablar con él. Eso es todo. Pero dígaselo, por favor. ¿Se lo dirá?» E! padre de Rodney no supo negarse a cumplir el encargo, pero el hecho de que su hijo lo recibiera sin inmutarse ni hacer el menor comentario le permitió engañarse con la ilusión de que aquel episodio que ni podía ni quería entender había concluido sin mayores consecuencias. Previsiblemente, algunos días después Tommy Birban volvió a llamar. Para entonces Rodney ya no contestaba nunca el teléfono, así que rué su padre quien se puso. Tommy Birban y él discutieron unos segundos, violentamente, y ya estaba a punto de colgar cuando su hijo le pidió que le entregara el teléfono; no sin alguna vacilación, ni sin advertirle con la mirada que aún estaba a tiempo de evitar el error, se lo entregó. Los dos antiguos amigos hablaron durante largo rato, pero él se prohibió escuchar la conversación, de la que apenas cazó algunos retazos inconexos. Esa noche Rodney no pudo conciliar el sueño, y al día siguiente Tommy Bírban volvió a llamar y los dos volvieron a conversar por espacio de variasjioras. Este ritual ominoso se repitió durante más de una semana, y al amanecer del día de Año Nuevo el padre de Rodney oyó ruido en la planta baja, se levantó, salió al porche y vio a su hijo cargando el último bulto en el maletero del Buick. La escena no le sorprendió; en realidad, casi la esperaba. Rodney cerró el maletero y subió las escaleras del porche. «Me voy», dijo. «Iba a subir a despedirme.» Su padre supo que mentía, pero asintió. Miró la calle nevada, el cielo casi blanco, la luz gris; miró a su hijo, alto y destruido frente a él, y sintió que el mundo era un lugar vacío, sólo habitado por ellos dos. A punto estuvo de decírselo. «¿Adonde vas?», estuvo a punto de decirle. «¿No sabes que el mundo es un lugar vacío?» Pero no se lo dijo. Lo que le dijo fue: «¿No es hora ya de que olvides todo eso?». «Yo ya lo he olvidado, papá», contestó Rodney. «Es todo eso lo que no me ha olvidado a mí.» «Y eso fue lo último que le oí decir», concluyó el padre de Rodney, hundido en su sillón de orejas, tan exhausto como si no hubiera dedicado aquella tarde interminable en su casa de Rantoul a reconstruir para mí la historia de su hijo, sino a tratar en vano de escalar una montaña impracticable cargado con un equipaje inútil. «Luego nos dimos un abrazo y se marchó. El resto ya lo sabe usted.»

Así terminó de contar su historia el padre de Rodney. Ninguno de los dos tenía nada más que añadir, pero todavía me quedé un rato con él, y durante un tiempo indefinido, que no sabría si computar en minutos o en horas, permanecimos sentados frente a frente, manteniendo un simulacro desmayado de conversación, como si ambos compartiéramos un secreto infamante o la autoría de un delito, o como si buscáramos excusas para que yo no tuviera que enfrentarme a solas al camino de vuelta a Urbana y él a la soledad primaveral de aquel caserón sin nadie, y cuando por fin me decidí a marcharme, ya de madrugada, tuve la certeza de que siempre recordaría la historia que me había contado el padre de Rodney y de que yo ya no era el mismo que aquella tarde, muchas horas atrás, había llegado a Rantoul. «Es usted demasiado joven para pensar en tener hijos», me dijo el padre de Rodney cuando nos despedíamos, y no lo he olvidado. «No los tenga, porque se arrepentirá; aunque si no los tiene también se arrepentirá. Así es la vida: haga lo que haga, se arrepentirá. Pero déjeme que le diga una cosa: todas las historias de amor son insensatas, porque el amor es una enfermedad; pero tener un hijo es arriesgarse a una historia de amor tan insensata que sólo la muerte es capaz de interrumpirla.»

Eso me dijo el padre de Rodney, y no lo he olvidado.

Por lo demás, nunca volví a verle.