"La Velocidad De La Luz" - читать интересную книгу автора (Cercas Javier)

Puerta de piedra

Regresé a España poco más de un año después de aquella tarde de primavera en que el padre de Rodney me contó la historia de su hijo. Durante el tiempo que todavía pasé en Urbana ocurrieron muchas cosas. No voy a tratar de contarlas aquí, y no sólo porque sería tedioso, sino sobre todo porque la mayoría de ellas no pertenece a esta historia. O quizá sí le pertenece y yo todavía no he sabido advertirlo. Da igual. Sólo diré que en verano pasé un mes de vacaciones en España; que al curso siguiente, de vuelta en Urbana, seguí con mis clases y mis cosas, y que por entonces empecé una tesis doctoral (que nunca acabé) dirigida por John Borgheson; que tuve amigos y amantes y que me hice más amigo de los amigos que ya tenía, sobre todo de Rodrigo Ginés, de Laura Burns, de Felipe Vieri; que estuve ocupado viviendo y no estuve ocupado muriendo; que durante todo aquel tiempo trabajé con ahínco en mi novela. Tanto, que en la primavera del año siguiente ya la había terminado. No estoy seguro de que fuera una buena novela, pero era mi primera novela, y escribirla me hizo sumamente feliz, por la simple razón de que me demostró a mí mismo que era capaz de escribir novelas. Por si acaso añadiré que no trataba de Rodney, aunque en ella aparecía un personaje secundario cuyo aspecto físico estaba en deuda con el aspecto físico de Rodney; sí era, en cambio, una novela de fantasmas o zombis ambientada en Urbana y protagonizada por un personaje exactamente igual que yo que se hallaba exactamente en las mismas circunstancias que yo… De manera que cuando me marché de Urbana yo iba cargado con mi primera novela, sintiéndome muy afortunado y sintiendo también que, aunque no había viajado mucho, ni había visto demasiado mundo, ni había vivido con demasiada intensidad ni acumulado demasiadas experiencias, aquella larga temporada en Estados Unidos había sido mi verdadero doctorado, convencido de que ya no tenía nada más que aprender allí y de que, si quería convertirme en un escritor de verdad y no en un fantasma o un zombi -como Rodney y como los personajes de mi novela y como algunos habitantes de Urbana-, entonces debía regresar de inmediato a casa.

Así lo hice. Aunque estaba dispuesto a volver a cualquier precio, la verdad es que el retorno resultó menos incierto de lo previsto, porque en el mes de mayo, justo cuando ya estaba a punto de hacer las maletas, Marcelo Cuartero me telefoneó desde Barcelona para ofrecerme un puesto de profesor asociado en la Autónoma. El sueldo era escaso, pero, sumado a los ingresos que me proporcionaban algunos encargos circunstanciales, me bastó para alquilar un estudio en el barrio de Sant Antom y para sobrevivir sin demasiados apuros a la espera de la publicación de la novela. Fue así como empecé a recuperar con avidez mi vida de Barcelona; también, naturalmente, recuperé a Marcos Luna. Para entonces Marcos ya vivía con Patricia, una fotógrafa que trabajaba para una revista de moda, se ganaba la vida dibujando en un periódico y había empezado a exponer con cierta regularidad y a hacerse un nombre entre los pintores de su generación. Fue precisamente Marcos quien a finales de aquel mismo año, después de que mi novela se hubiera publicado en una editorial minoritaria en medio de un silencio apenas roto por una reseña inútil y delirantemente elogiosa de un discípulo de Marcelo Cuartero (o del propio Marcelo Cuartero bajo seudónimo), me consiguió una entrevista con un subdirector de su periódico, quien a su vez me invitó a escribir crónicas y reseñas para el suplemento cultural De modo que, mal que bien, con la ayuda de Marcos y de Marcelo Cuartero empecé a salir adelante en Barcelona mientras ponía manos a la obra en mi segunda novela. Mucho antes de que consiguiera terminarla, sin embargo, apareció Paula, lo que acabó trastocándolo todo, incluida la propia novela. Paula era rubia, tímida, espigada y diáfana, una de esas treintañeras disciplinadas y esquivas cuya altivez de apariencia es una máscara transparente de su imperiosa necesidad de afecto. Por entonces acababa de separarse de su primer marido y trabajaba en la sección de cultura del periódico; como yo apenas acudía por la redacción, tardé bastante en conocerla, pero cuando por fin lo hice comprendí que el padre de Rodney tenía razón y que enamorarse es dejarse derrotar al mismo tiempo por la insensatez y por una enfermedad que sólo cura el tiempo. Lo que quiero decir es que me enamoré de tal manera de Paula que, en cuanto la conocí, tuve la seguridad que tienen todos los enamorados: la de que hasta entonces nunca me había enamorado de nadie. El idilio fue maravilloso y extenuante, pero sobre todo fue una insensatez y, como una insensatez lleva a la otra, al cabo de unos meses me fui a vivir con Paula, luego nos casamos y luego tuvimos un hijo, Gabriel. Todas estas cosas ocurrieron en un lapso muy breve de tiempo (o en lo que a mí me pareció un lapso muy breve de tiempo), y cuando quise darme cuenta ya estaba viviendo en una casita adosada, con jardín y mucho sol, en un barrio residencial de las afueras de Gerona, convertido de pronto en protagonista casi involuntario de una insulsa estampa de bienestar provinciano que ni en la peor de mis pesadillas de joven aspirante a escritor saturado de sueños de triunfo hubiese imaginado.

Pero, para mi sorpresa, la decisión de cambiar de ciudad y de vida resultó ser un acierto. En teoría la habíamos tomado porque Gerona era un lugar más barato y más tranquilo que Barcelona, desde el que uno se podía plantar en el centro de la capital en una hora, pero en la práctica y con el tiempo descubrí que las ventajas no acababan ahí: como en Gerona el sueldo de Paula en el periódico casi alcanzaba para satisfacer las necesidades de la familia, pronto pude abandonar el trabajo en la universidad y los artículos del periódico para dedicarme de lleno a escribir mis libros; a ello hay que sumar el hecho de que en Gerona contábamos con la ayuda para todo de familiares y amigos con hijos, y de que apenas había distracciones, de manera que nuestra vida social era nula. Por lo demás, Paula iba y venia a diario a Barcelona, mientras que yo me ocupaba de la casa y de Gabriel, lo que me dejaba mucho tiempo libre para mi trabajo. El resultado de este entramado favorable de circunstancias fueron los años más felices de mi vida y cuatro libros, dos novelas, una recopilación de crónicas y un ensayo. Es verdad que todos ellos pasaron tan inadvertidos como el primero, pero también es verdad que yo no vivía esa invisibilidad como una frustración, y mucho menos como un fracaso. En primer lugar, por una mezcla defensiva de humildad, soberbia y cobardía: no me desazonaba que mis libros no merecieran más atención de la que recibían porque no creía que la merecieran y, al mismo tiempo, porque pensaba que muy pocos lectores se hallaban en condiciones de apreciarlos, pero también porque temía en secreto que, si merecían más atención de la que recibían, acabarían fatalmente revelando su flagrante indigencia. Y, en segundo lugar, porque para entonces ya había comprendido que, si yo era escritor, lo era porque me había convertido en un chiflado que tiene la obligación de mirar la realidad y que a veces la ve y que, si había elegido aquel oficio cabrón, quizá era porque yo no podía ser otra cosa más que escritor: porque en cierto modo no había sido yo quien había elegido mi oficio, sino que había sido mi oficio quien me había elegido a mí.

Pasó el tiempo. Empecé a olvidar Urbana. No supe olvidar, en cambio (o no por completo), a los amigos de Urbana, sobre todo porque de forma ocasional y sin que yo me lo propusiera seguían llegándome noticias suyas. El único que aún permanecía allí era John Borgheson, a quien volví a ver varias veces, cada vez más catedrático venerable y cada vez más británico, en sus visitas ocasionales a Barcelona. Felipe Vieri había terminado sus estudios en Nueva York, había conseguido un empleo de profesor en la Universidad de Nueva York y desde entonces vivía en Greenwich Village, convertido en lo que siempre había deseado ser: un neoyorquino de pies a cabeza. La vida de Laura Burns era más turbulenta y más variada: había terminado su doctorado en Urbana, se había casado con un ingeniero informático de Hawai, se había divorciado y, después de haber peregrinado por vanas universidades de la Costa Oeste, había aterrizado en Oklahoma City, donde había vuelto a casarse, ahora con un hombre de negocios que la había retirado de su trabajo en la universidad y la obligaba a vivir a caballo entre Oklahoma y Ciudad de México. En cuanto a Rodrigo Ginés, también él había terminado su doctorado en Urbana y, tras enseñar durante un par de años en la Purdue University, había regresado a Chile, pero no a Santiago, sino a Coyhiaque, al sur del país, donde se había casado de nuevo y dictaba sus clases en la Universidad de Los Lagos.

Del único que no supe nada en mucho tiempo fue de Rodney, y ello a pesar de que, cada vez que entraba en contacto con alguien que había estado en Urbana en mi época (o inmediatamente antes, o inmediatamente después), acababa preguntando por él. Pero que no supiera nada de Rodney tampoco significa que lo hubiera olvidado. De hecho, ahora sería fácil imaginar que nunca dejé de pensar en él durante todos aquellos años; la realidad es que tal cosa sólo es en parte cierta. Es verdad que de vez en cuando me preguntaba qué habría sido de Rodney y de su padre, cuánto tiempo habría tardado mi amigo en volver a su casa tras su huida y cuánto tiempo habría tardado en volverse a marchar tras su retorno. También es verdad que por lo menos en un par de ocasiones me atacó seriamente el deseo o la urgencia de contar su historia y que, cada vez que eso ocurrió, desempolvé los tres portafolios de cartón negro con cierre de goma que me había entregado su padre y releí las cartas que contenían y las notas que yo había tomado, nada más regresar a Urbana, del relato que él me había hecho aquella tarde en Rantoul, igual que es verdad que me documenté a fondo leyendo cuanto cayó en mis manos acerca de la guerra de Vietnam, y que tomé páginas y páginas de notas, hice esquemas, definí personajes y planeé escenas y diálogos, pero lo cierto es que siempre quedaban piezas sueltas que no encajaban, puntos ciegos imposibles de clarificar (sobre todo dos: qué había ocurrido en My Khe, quién era Tommy Bírban), y que tal vez por ello cada vez que me resolvía a empezar a escribir acababa abandonándolo al poco tiempo, embarrancado en mi impotencia para dotar de sentido a aquella historia que en el fondo (o eso es al menos lo que sospechaba por entonces) tal vez carecía de él. Era una sensación extraña, como si, aunque el padre de Rod-ney me hubiera hecho de algún modo responsable de la historia de desastre de su hijo, esa historia no acabara de pertenecerme del todo y no fuese yo quien debía contarla y por tanto me faltasen el coraje, la locura y la desesperación que requería contarla, o quizá como si todavía fuese una historia inacabada, que aún no había alcanzado el punto de cocción o madurez o coherencia que hace que una historia ya no se resista con obstinación a ser escrita. Y es verdad también que, como me había ocurrido en Urbana con mi primera novela frustrada, durante años yo fui casi incapaz de ponerme a escribir sin sentir el aliento de Rodney a mi espalda, sin pensar qué hubiese opinado él de esta frase o aquélla, de este adjetivo o aquél -como si la sombra de Rodney fuese al mismo tiempo un juez furibundo y un ángel tutelar-, y por supuesto aún era más incapaz de leer a los autores favoritos de Rodney -y los leía mucho- sin discutir mentalmente los gustos y las opiniones de mi amigo. Todo eso es verdad, pero asimismo lo es que, a medida que pasaba el tiempo y el recuerdo de Urbana iba disolviéndose en la distancia como la estela espumeante de un avión que se aleja en el cielo purísimo, también el recuerdo de Rodney se disolvía con él, así que para cuando mi amigo reapareció de forma inesperada yo no sólo estaba ya convencido de que nunca escribiría su historia, sino también de que, a menos que un azar improbable lo impidiese, nunca volvería a verle de nuevo.

Ocurrió hace tres años, pero no ocurrió por azar. Unos meses atrás yo había publicado una novela que giraba en torno a un episodio minúsculo ocurrido en la guerra civil española; salvo por su temática, no era una novela muy distinta de mis novelas anteriores -aunque sí más compleja y más intempestiva, acaso más estrafalaria-, pero, para sorpresa de todos y salvo escasas excepciones, la crítica la acogió con cierto entusiasmo, y en el poco tiempo transcurrido desde su aparición había vendido más ejemplares que todos mis libros anteriores juntos, lo que a decir verdad tampoco bastaba para convertirla en un best-seller: a lo sumo se trataba de un ruidoso succés d'estime, aunque en todo caso más que suficiente para hacer feliz o incluso provocar la euforia de quien, como yo, a aquellas alturas ya había empezado a incurrir en el escepticismo resabiado de esos plumíferos cuarentones que hace tiempo arrumbaron en silencio las furiosas aspiraciones de gloria que alimentaron en su juventud y se han resignado a la dorada medianía que les reserva el futuro sin apenas tristeza ni más cinismo que el indispensable para sobrevivir con alguna dignidad.

Fue en ese momento de alegría inesperada cuando reapareció Rodney. Un sábado por la noche, de regreso de una gira de promoción por vanas ciudades andaluzas, Paula me recibió en casa con la noticia de que aquel mismo día Rodney había estado en Gerona.

– ¿Quién? -pregunté sin salir de la incredulidad.

– Rodney -repitió Paula-. Rodney Falk. Tu amigo de Urbana.

Por supuesto, yo había hablado muchas veces de Rodney con Paula, pero el hecho no aminoró la extrañeza que me produjo escuchar de labios de mi mujer ese nombre familiar y extranjero. A continuación Paula pasó a relatar la visita de Rodney. Al parecer, a media mañana había sonado el timbre de la casa; como no esperaba a nadie, antes de abrir miró por la mirilla, y la alarmó tanto ver al otro lado de la puerta a un desconocido corpulento con el ojo derecho cegado por un aguerrido parche de tela que a punto estuvo de permanecer en silencio y no abrir. La curiosidad, sin embargo, pudo más que la inquietud, y acabó preguntando quién era. Rodney se identificó, preguntó por mí, volvió a identificarse, y al final Paula cayó en la cuenta, le abrió, le dijo que yo estaba de viaje, le invitó a pasar, le invitó a tomar café. Mientras lo tomaban, observados por Gabriel a una distancia recelosa, Rodney contó que llevaba una semana viajando por España, y que tres días atrás había llegado a Barcelona, había visto mi último libro en una librería, lo había comprado, lo había leído, había llamado a la editorial y, después de mucho insistir y de engañar a una de las chicas de prensa, había conseguido que le dieran mis señas. No transcurrió mucho tiempo antes de que Gabriel abandonara su desconfianza inicial y -según Paula porque tal vez le hizo gracia el castellano ortopédico de Rodney, o su imposible catalán aprendido conmigo en Urbana, o porque Rodney tuvo la astucia o el instinto de tratarle como a un adulto, que es la mejor forma de ganarse a los niños- congeniara de inmediato con mi amigo, así que cuando Paula quiso darse cuenta ya estaban Gabriel y Rodney jugando al ping-pong en el jardín. Los tres pasaron el día ¡untos: comieron en casa, pasearon por el casco antiguo de la ciudad y en un bar de la plaza de Sant Doménec estuvieron mucho rato jugando al futbolín, un juego que apasionaba a Gabriel y que Rodney desconocía por completo, lo que no impidió, siempre según Paula, que jugara con la pasión del neófito ni que celebrara a gritos cada gol, abrazando y levantando en vilo y besando a Gabriel. Así que cuando al atardecer Rodney les anunció que tenía que marcharse, Gabriel y Paula trataron de hacerle cambiar de opinión con el argumento de que yo llegaría al cabo de sólo unas horas; no lo consiguieron: Rodney alegó que aquella misma noche debía tomar un tren desde Barcelona hasta Pamplona, donde tenía previsto pasar las fiestas de San Fermín.

– Está alojado aquí -dijo Paula al concluir su relato, alargándome una hoja cuadriculada con un nombre y un número de teléfono garabateados en ella con la letra picuda e inconfundible de Rodney-. Hotel Albret.

Aquella noche me desveló una doble inquietud, que sólo a medias guardaba relación con la visita de Rodney. Por un lado, hacía apenas veinticuatro horas que me había acostado con la escritora local encargada de presentar mi libro en Málaga; no era la primera vez en los últimos meses que engañaba a Paula, pero después de cada infidelidad los remordimientos me torturaban con saña durante días. Pero por otro lado también me desasosegaba la inopinada reaparición de Rodney, su reaparición precisamente en el momento de mi consagración como escritor, quizá como si temiera que mí amigo no hubiese acudido a mí para celebrar el éxito, sino para desvelar lo que éste tenía de farsa, humillándome con el recuerdo de mis ridículos inicios de aspirante a escritor en Urbana. Creo que aquella noche me dormí sin haber apaciguado el remordimiento, pero habiendo decidido que no llamaría a Rodney y que trataría de olvidar su visita cuanto antes.

Al día siguiente, sin embargo, no parecía haber en mi casa más tema de conversación que Rodney. Entre otras cosas Paula y Gabriel me contaron que mi amigo residía en Burlington, una ciudad del estado de Vermont, que tenía una mujer y acababa de tener un hijo, y que trabajaba en una inmobiliaria. No sé qué me sorprendió más: el hecho de que Rodney, siempre tan reacio a hablar conmigo de su vida privada, hubiera hablado de ella con Paula y Gabriel, o el hecho no menos insólito de que, a juzgar por lo que les había contado a mi mujer y mi hijo, Rodney llevara ahora una tranquila existencia de padre de familia incompatible con el hombre corroído en secreto por su pasado que, sin que nadie pudiera sospecharlo, todavía era en Urbana, igual que si el tiempo transcurrido desde entonces hubiera acabado curando sus heridas de guerra y le hubiera permitido salir del interminable túnel de desdicha por el que había caminado solo y a oscuras durante treinta años. El lunes Paula reveló las fotografías que ella y Gabriel se habían tomado con Rodney; eran fotografías felices: la mayoría mostraban sólo a Gabriel y a Rodney (en una se les veía jugando al futbolín; en otra se les veía sentados en las escaleras de la catedral; en otra se les veía caminando por la Rambla, cogidos de la mano); pero en dos de ellas aparecía también Paula: una estaba tomada en el puente de Les Peixeteries Velles, la otra a la puerta de la estación, justo antes de que Rodney tomara el tren. Por fin, el martes por la mañana, después de haberle dado muchas vueltas al asunto, decidí llamar a Rodney. No lo hice porque durante aquellos tres días Gabriel y Paula me hubieran preguntado una y otra vez si ya había hablado con él, sino por tres razones distintas pero complementarias: la primera es que descubrí que deseaba hablar con Rodney; la segunda es que acabé comprendiendo que el temor a que Rodney hubiera venido a aguar la fiesta de mi éxito era absurdo y mezquino; la tercera -aunque no la menos importante- es que por entonces ya llevaba más de medio año sin escribir ni una sola línea, y en algún momento se me ocurrió que, si conseguía hablar con Rodney de su estancia en Vietnam e iluminar los puntos ciegos de aquella historia tal y como yo la conocía a través de los testimonios de su padre y de las cartas que Rodney y Bob le habían enviado desde el frente, entonces tal vez conseguiría entenderla del todo y podría acometer con garantías la tarea siempre postergada de contarla.

Así que el martes por la mañana llamé al hotel Albret de Pamplona y pregunté por Rodney. Para mi sorpresa, el conserje me contestó que no se alojaba allí. Porque pensé que había un error, insistí y, pasados unos segundos, el conserje me dijo que en efecto Rodney había dormido el domingo en el hotel, pero que el lunes por la mañana había cancelado de improviso la reserva por cinco días que había hecho con antelación y había partido hacia Madrid. «Dejó dicho que si alguien preguntaba por él le dijéramos que estaba en el hotel San Antonio de La Florida», añadió el conserje. Le pregunté si tenía el número de teléfono del hotel; me dijo que no. Colgué. Descolgué. En el servicio de información de Telefónica conseguí el número de teléfono del hotel San Antonio de La Florida; llamé y pregunté por Rodney. «Un momento, por favor», me rogaron. Esperé un momento, al cabo del cual volvió a sonar la voz del conserje. «Lo siento», dijo. «El señor Falk no se encuentra en su habitación.» A la mañana siguiente volví a llamar al hotel, volví a preguntar por Rodney. «Acaba de marcharse», me dijo el mismo conserje (o tal vez fuera otro). Furioso, a punto estuve de colgar de golpe, pero me frené a tiempo de preguntar hasta qué día había reservado habitación Rodney. «Hoy aún dormirá aquí», contestó el conserje. «Pero mañana no.» Di las gracias y colgué el teléfono. Media hora más tarde, una vez llegué a la conclusión de que si perdía el rastro de Rodney no volvería a recuperarlo, llamé de nuevo al hotel y reservé una habitación para aquella misma noche. Luego llamé a Paula al periódico, le anuncié que me marchaba a Madrid para ver a Rodney, metí en una bolsa una muda, un libro y los tres portafolios que contenían las cartas de Rodney y de su hermano y partí hacia el aeropuerto de Barcelona.

Aterricé en Madrid a las seis, y cuarenta minutos más tarde, después de bordear la ciudad por la M-30, un taxi me dejó en el hotel San Antonio de La Florida, en el barrio de La Florida, justo enfrente de la estación de tren de Príncipe Pío. Era un hotel modesto, cuya fachada daba a una acera bulliciosa de terrazas y mesones típicos. Crucé un hall y subí unas escaleras alfombradas que daban a un salón espacioso; en un extremo se hallaba la conserjería, flanqueada por dos locutorios telefónicos y una pirámide de plástico con postales turísticas. Me inscribí en el hotel, me dieron la llave de mi habitación, pregunté por Rodney. El conserje -un hombre repeinado, cetrino, con gafas- consultó el libro de registro y a continuación un casillero.

– Habitación 334 -fue su respuesta-. Pero ahora no está allí. ¿Quiere que le dé algún recado cuando vuelva?

– Dígale que me alojo en el hotel -contesté-. Y que le estoy esperando.

El conserje anotó el recado en un papel y un mozo me condujo a una habitación minúscula, un poco sórdida, con las paredes color crema y las puertas y marcos pintados de un rojo sangre. Me desnudé, me duché, volví a vestirme. Tumbado en un camastro cubierto por una colcha de un estampado de flores idéntico al que lucían ¡as cortinas corridas, que liberaban la visión de un nudo de autopistas y una esquina profusamente arbolada de la Casa de Campo, al otro lado de la cual proseguían los penúltimos arrabales de la ciudad, esperando que en cualquier momento Rodney llamara a la puerta, me entretuve anticipando con la imaginación nuestro encuentro. Me preguntaba cómo habría cambiado Rodney desde la última vez que lo había visto, una noche de invierno de catorce años atrás, en la acera nevada de Treno's; me preguntaba si su padre le habría hablado de mi visita a Rantoul y de lo que me había contado acerca de él; me preguntaba si accedería a hablar conmigo de sus años de Vietnam, a explicarme qué había ocurrido en My Khe, quién era Tommy Birban; me preguntaba por qué se había molestado en ir a verme a Gerona y qué opinaría de mi novela. Hasta que, comido por la impaciencia o harto de hacerme preguntas, hacia las nueve bajé a recepción y le encargué al conserje que, cuando Rodney llegara, le dijese que estaba esperándole en la cafetería.

La cafetería estaba llena de gente. Me senté a la única mesa libre, pedí una cerveza y me enfrasqué en la novela que me había traído de casa. Vanas cervezas después pedí un bocadillo, y luego un café y un whisky dobles. Pasó el tiempo; la gente entraba y salía del local, pero Rodney seguía sin aparecer. Ya debía de ser muy tarde, porque se había desvanecido el efecto euforizante del whisky y el café, cuando pedí un segundo café. «Lo siento», contestó el camarero. «Vamos a cerrar.» Le convencí de que me sirviera el café en un vaso de plástico y, cargado con él, subí al salón, donde en aquel momento el conserje atendía a una pareja de turistas rezagados. Horas atrás, cuando había bajado a cenar, el salón estaba bien iluminado por una hilera de focos encastados en el techo, pero ahora se había adueñado de él una oscuridad sólo atenuada por la luz de la conserjería y la de un par de lámparas de pie cuyo cerco de luz apenas alcanzaba a arrancar de la sombra los grabados del viejo Madrid, las litografías goyescas y los bodegones sin gracia que decoraban las paredes. Me senté a la luz de una de las lámparas, de espaldas al ventanal que recorría el salón de un extremo al otro y casi frente a la escalera que subía desde el hall, junto a la cual había un reloj de pared que marcaba las dos; más allá, bajo otra lámpara, un hombre veía a solas en la tele una película en blanco y negro. El hombre no tardó mucho tiempo en apagar la tele y en tomar el ascensor hacia su habitación. Para entonces hacía ya rato que el conserje se había deshecho de la pareja de turistas y dormitaba tras el mostrador. Seguí esperando y, en una pausa de la lectura, desalentado por la fatiga y el sueño me pregunté si Rodney no se habría escabullido de nuevo y lo más sensato no sería irme a la cama.

Poco después apareció. Oí abrirse la puerta del hall y, como cada vez que eso ocurría, me quedé un momento expectante, al cabo del cual vi emerger a Rodney de la penumbra de la escalera y, sin reparar en mi presencia, dirigirse con su paso rápido y trompicado al mostrador de conserjería, Mientras Rodney despertaba al conserje de su duermevela, sentí que el corazón se me desbocaba: dejé el libro en la mesita del tresillo donde estaba sentado, me levanté y me quedé allí, de pie, sin acertar a dar un paso ni a decir nada, corno hechizado por la esperada aparición de mi amigo. La voz del conserje rompiendo e! silencio del salón anuló el hechizo.

– Aquel señor está esperándole -le dijo a Rodney señalando a su espalda.

Rodney se dio la vuelta y, después de unos segundos de duda, empezó a avanzar hacia mí, escudriñando la semioscuridad del salón con una mirada más inquisitiva que incrédula, como si sus ojos lastimados no acertaran a reconocerme.

– Bueno, bueno, bueno -graznó por fin cuando estuvo a unos pasos de mí, sonriendo con toda su maltrecha dentadura y abriendo unos brazos como aspas-. No puedo creerlo. El insigne escritor en persona. Pero ¿se puede saber qué demonios estás haciendo aquí?

No me dejó contestar: nos dimos un abrazo.

– ¿Hace mucho que estás esperando? -preguntó otra vez.

– Un rato -contesté-. Ayer llamé al teléfono de Pamplona que le diste a Paula y me dijeron que te alojabas aquí. Intenté ponerme en contacto contigo, pero no pude, así que esta tarde cogí un avión y me vine para Madrid.

– ¿Sólo para verme a mí? -fingió sorprenderse, sacudiéndome los hombros-. Por lo menos podrías haberme avisado de que ibas a venir. Te hubiera estado esperando.

Como si se disculpara, Rodney relató la circunstancia que había trastocado sus planes de viaje. En un principio, explicó, su proyecto consistía en pasar la semana de San Fermín en Pamplona, pero cuando el domingo anterior llegó a la ciudad y se instaló en el Albret -un hotel bastante alejado del centro, cercano a la Clínica Universitaria- comprendió que había cometido un error y que no merecía la pena correr el riesgo de que los Sanfermines reales degradaran los radiantes Sanfermines ficticios que le había enseñado a recordar Hemingway. Así que al día siguiente hizo otra vez las maletas, canceló la reserva del hotel y, sin permitirse siquiera un vislumbre de la ciudad en fiestas, se marchó a Madrid. Dicho esto, Rodney pasó a detallarme el tortuoso itinerario de su viaje por España, y luego habló con entusiasmo de su visita a Gerona, de Gabriel y de Paula. Mientras lo hacía yo trataba de superponer la precaria memoria que conservaba de él con la realidad del hombre que ahora tenía delante; pese a los catorce años transcurridos desde la última vez que lo había visto, ambas encajaban sin apenas necesidad de ajustes, porque en todo aquel tiempo el físico de Rodney no había cambiado mucho: tal vez los kilos que había puesto le conferían un aspecto menos rocoso o más vulnerable, tal vez las facciones se le habían difuminado un poco, tal vez su cuerpo se escoraba un poco más a la derecha, pero vestía con el mismo militante desaliño de siempre -zapatillas de deporte, vaqueros gastados, camisa azul a cuadros-, y el pelo largo, rojizo y un poco caótico, la inquietud permanente de sus ojos de colores casi diversos y su destartalada corpulencia de paquidermo seguían dotándole del mismo aire de extravío con que yo lo recordaba.

En algún momento Rodney interrumpió en seco su explicación con otra explicación.

– Mañana tomo el tren hacia Sevilla a las siete -dijo-. Tenemos toda la noche por delante. ¿Vamos a tomar algo?

Preguntamos al conserje por algún bar cercano donde tomar una copa, pero nos dijo que en el barrio todo estaba cerrado a aquellas horas, y que en el centro sólo encontraríamos abiertas las discotecas. Contrariados, le preguntamos si podía servirnos algo en el salón.

– Lo siento -dijo-. Pero, si les apetece, en el primer piso hay una máquina de café.

Subimos al primer piso mientras nos reíamos de las «interminables noches madrileñas» que, según Rodney, pregonaban las guías turísticas, y al rato volvimos al salón con el mejunje que expendía la máquina de café y nos sentamos en el tresillo donde había estado esperándole. Rodney no resistió la tentación de echarle un vistazo fugaz a la portada de la novela que descansaba sobre la mesa; porque noté que hacía una mueca de perplejidad, yo tampoco resistí la tentación de preguntarle si conocía al autor.

– Claro -contestó-. Pero es demasiado inteligente para mí. En realidad me temo que es demasiado inteligente para ser un buen novelista. Siempre está exhibiendo lo inteligente que es, en vez de dejar que sea la novela la inteligente. -Dando un sorbo de café se recostó en el sofá y continuó-: Y hablando de novelas, supongo que ya habrás empezado a convertirte en un cretino o en un hijo de puta, ¿no?

Le miré sin entender.

– No pongas esa cara, hombre -se rió-. Era una broma. Pero, en fin, después de todo en eso es en lo que acaban convirtiéndose todos los tipos con éxito, ¿no?

– No estoy seguro -me defendí-. A lo mejor lo que hace el éxito es sólo sacar al cretino o el hijo de puta que algunos llevan dentro. No es lo mismo. Además, lamento decirte que mi éxito es demasiado poca cosa: ni siquiera alcanza para eso.

– No seas tan optimista -insistió-. Desde que estoy en España ya me han hablado dos o tres veces de tu libro. Malum signum. Por cierto: ¿te dijo Paula que hasta yo lo he leído?

Asentí y, para no humillarme precipitándome a preguntarle qué le había parecido, con un solo movimiento acabé de tomarme el café y me puse un cigarrillo en los labios. Rodney se inclinó hacia mí con el viejo Zippo amarillento y herrumbrado que conservaba de Vietnam.

– Bueno, en realidad creo que los he leído todos -precisó.

Me atraganté con la primera calada.

– ¿Todos? -inquirí una vez acabé de toser.

– Creo que sí -dijo después de encenderse él también un cigarrillo-. De hecho, creo que me he convertido en un notable especialista en tu obra. ¿Obra con mayúscula o con minúscula?

– Vete a la mierda.

Rodney volvió a reírse, feliz. Parecía realmente contento de que estuviéramos juntos; yo también lo estaba, pero menos, quizá porque las provocaciones de Rodney no me permitían descartar del todo el temor paranoico de que mi amigo hubiera viajado desde Estados Unidos sólo para ridiculizar mi éxito, o por lo menos para bajarme los humos. Tal vez para descartar del todo ese temor, o para confirmarlo, como Rodney no parecía dispuesto a continuar pregunté:

– Bueno, ¿no me vas a decir qué te ha parecido?

– ¿Tu última novela?

– Mi última novela.

– Me ha parecido bien -dijo Rodney, haciendo un gesto inseguro de asentimiento y mirándome con sus ojos marrones y regocijados-. Pero ¿puedo decirte la verdad?

– Claro -dije, maldiciendo la hora en que se me había ocurrido viajar a Madrid en busca de Rodney-. Siempre que no sea demasiado ofensiva.

– Bueno, la verdad es que me gusta más la primera que escribiste -dijo-. La de Urbana, quiero decir. ¿Cómo se titula?

– El inquilino.

– Eso.

– Lo celebro -mentí, pensando en Marcelo Cuartera o en el discípulo de Marcelo Cuartera que había escrito sobre el libro-. Tengo un amigo que opina lo mismo. Creo que fue el único que la leyó. En una reseña venía más o menos a decir que entre Cervantes y yo había un inmenso vacío en la literatura universal.

Rodney soltó una risotada que desnudó su maltrecha dentadura.

– Lo que me gusta de ella es que parece una novela cerebral, pero en realidad está llena de sentimiento -dijo luego-. En cambio, esta última parece estar llena de sentimiento, pero en realidad es demasiado cerebral.

– Justo lo contrario de lo que opinan los críticos a los que no les ha gustado. Dicen que es una novela sentimental.

– ¿No me digas? Entonces es que acierto. Hoy, cuando un papanatas no sabe cómo cargarse una novela, se la carga diciendo que es sentimental. Los papanatas no entienden que escribir una novela consiste en elegir las palabras más emocionantes para provocar la mayor emoción posible; tampoco entienden que una cosa es el sentimiento y otra el sentimentalismo, y que el sentimentalismo es el fracaso del sentimiento. Y, como los escritores son unos cobardes que no se atreven a llevarles la contraria a los papanatas que mandan y que han proscrito el sentimiento y la emoción, el resultado son todas esas novelas correctitas, frías, pálidas y sin vida que parecen salidas directamente de la ventanilla de un funcionario vanguardista para complacer a los críticos… -Rodney dio una calada avariciosa a su cigarrillo y durante unos segundos pareció abstraído-. Oye, dime una cosa -añadió luego, mirándome de golpe a los ojos-. El profesor chiflado de la novela soy yo, ¿no?

La pregunta no hubiera debido pillarme desprevenido. Ya he dicho que en mi novela de Urbana había un personaje semideshauciado cuyo aspecto físico excéntrico estaba inspirado en el aspecto físico de Rodney, y en aquel momento recordé que, mientras escribía la novela, a menudo imaginé que, en el caso improbable de que la leyera, Rodney no dejaría de reconocerse en él. Supongo que para ganar tiempo y encontrar una respuesta convincente que, sin faltar a la verdad, no hiriese a Rodney, pregunté:

– ¿Qué profesor? ¿Qué novela?

– ¿Qué novela va a ser? -contestó Rodney-. El inquilino. ¿Olalde soy yo o no?

– Olalde es Olalde -improvisé-. Y tú eres tú.

– A otro perro con ese hueso -dijo en castellano, como si acabara de aprender la expresión y la usara por primera vez-. No me vengas con el cuento de que una cosa son las novelas y otra la vida -continuó, regresando al inglés-. Todas las novelas son autobiográficas, amigo mío, incluso las malas. Y en cuanto a Olalde, bueno, yo creo que es ¡o mejor del libro. Pero, la verdad, lo que más gracia me hace es que me vieras así.

– ¿Cómo? -pregunté, ya sin tratar de ocultar lo evidente.

– Como el único que se entera de verdad de lo que está pasando.

– ¿Y eso por qué te hace gracia?

– Porque así era exactamente como yo me veía a mi.

Ahora nos reímos los dos, y yo aproveché la circunstancia para desviar la conversación. Por supuesto, estaba deseoso de hablarle de Vietnam y de mis intentos frustrados de contar su historia, pero, porque pensé que podía ser contraproducente por precipitado o prematuro y podía disuadirlo de abordar un asunto que nunca había querido abordar conmigo, opté por esperar, seguro de que la noche acabaría deparándome el momento propicio sin convertir aquel reencuentro de amigos en un interrogatorio y sin que Rodney concibiera la sospecha no del todo infundada de que sólo había ido a verle para sonsacarlo. Así que, tratando de recobrar en la madrugada veraniega de aquel hotel de Madrid la complicidad de las noches invernales de Treno's -con la nieve azotando los ventanales y ZZ Top o Bob Dylan sonando en los altavoces-, me las arreglé para que habláramos de Urbana: de John Borgheson, de Giuseppe Rota, del chino Wongy del americano patibulario, cuyo nombre los dos habíamos olvidado o nunca supimos, de Rodrigo Ginés, de Laura Burns, de Felipe Vieri, de Frank Solaún. Luego hablamos largamente de Gabriel y de Paula, y le resumí mi vida en Urbana después de que él desapareciera y también mí vida en Barcelona y Gerona después de que desapareciera Urbana, y al final, sin que yo se lo pidiese, Rodney me contó con algunos añadidos lo que ya me había contado Paula: que desde hacía casi diez años vivía en Burlington, en el estado de Vermont, que tenía un hijo (se llamaba Dan) y una mujer (se llamaba Jenny), que estaba empleado en una inmobiliaria; también me contó que en los próximos días le iban a comunicar si le habían concedido una plaza de maestro en una escuela pública de Rantoul, cosa que según subrayó deseaba fervientemente, porque tenía muchas ganas de volver a vivir en su ciudad natal. Apenas pronunció el nombre de ésta comprendí que había llegado mi oportunidad.

– La conozco -dije.

– ¿De veras? -preguntó Rodney.

– Sí -contesté-. Después de que dejases de dar clase en Urbana fui a buscarte a tu casa. Vi un poco la ciudad, pero sobre todo estuve con tu padre. Supongo que te lo habrá contado.

– No -dijo Rodney-. Pero es normal. Lo raro hubiese sido que me lo contara.

– Espero que se encuentre bien -dije por decir algo.

Rodney tardó en contestar; de repente, a la luz amarillenta de la lámpara de pie, asediado por la oscuridad del salón, pareció fatigado y con sueño, tal vez bruscamente aburrido, como si nada pudiera interesarle menos que hablar de su padre. Dijo:

– Murió hace tres años. -Ya iba a resignarme a algún tópico de consolación cuando Rodney intervino para ahorrármelo-: No te preocupes. No hay nada que lamentar. Desde hacía muchos años mi padre no hacía otra cosa que atormentarse. Ahora por lo menos ya no se atormenta.

Rodney encendió otro cigarrillo. Creí que iba a cambiar de tema, pero no lo hizo; con alguna sorpresa le oí continuar:

– Así que fuiste a verle. -Asentí-. ¿Y de qué hablasteis?

– La primera vez de nada -expliqué, eligiendo con cuidado las palabras-. No quiso. Pero al cabo de un tiempo me llamó y fui a verle. Entonces me contó una historia.

Ahora Rodney me miró con curiosidad, alzando inquisitivamente las cejas. Entonces dije:

– Espérame aquí un momento. Quiero enseñarte una cosa.

Me levanté, a toda prisa crucé frente al conserje, que pegó un respingo de adormilado, tomé el ascensor, subí a mi habitación, cogí los tres portafolios negros, bajé de vuelta al salón y los puse encima de la mesa, delante de Rodney. Con un brillo irónico en los ojos y en la voz, mi amigo preguntó:

– ¿Qué es esto?

No dije nada: me limité a señalar los portafolios. Rodney abrió uno de ellos, contempló el mazo de sobres ordenados cronológicamente, cogió uno, leyó las señas del destinatario y del remitente, me miró, sacó la carta que contenía el sobre y, mientras trataba de descifrar su propia caligrafía en el ajado papel del ejército norteamericano, porque el silencio se prolongaba pregunté:

– ¿Las reconoces?

Rodney volvió a mirarme, esta vez de forma fugaz, y sin contestar dejó la carta sobre la mesa, cogió otro sobre, sacó otra carta, se puso también a leerla.

– ¿Te las dio mi padre? -murmuró, blandiendo la que tenía en la mano. No respondí-. Es raro -dijo al cabo de unos segundos.

– ¿Qué es lo raro?

– Que estén aquí, en Madrid -contestó sin levantar la vista de las cartas-. Que yo las haya escrito y ya no las entienda. Que mi padre te las diera.

Con lentitud volvió a meter las cartas en los sobres, volvió a colocar los sobres en el portafolios, cerró el portafolios, preguntó:

– ¿Las has laido?

Dije que sí. Asintió, indiferente, olvidándose de las cartas y recostándose de nuevo en el sofá. Tras otra pausa volvió a preguntar con aparente interés:

– ¿Qué te pareció?

– ¿Esto? -dije, señalando los portafolios.

– Mi padre -me corrigió.

– No lo sé -reconocí-. Sólo lo vi dos veces. No pude formarme una opinión. Pero creo que no estaba seguro de haber actuado bien.

– ¿En relación a qué?

– En relación a ti.

– Ah. -Sonrió débilmente: en su cara no quedaba ni rastro de la vivacidad que la había animado hasta hacía unos minutos-. En eso te equivocas. En realidad nunca estaba seguro de haber actuado bien. Ni en relación a mí ni en relación a nadie. Ese tipo de gente nunca lo está.

– No entiendo -dije.

Rodney se encogió de hombros; a modo de explicación añadió:

– No sé, al final a lo mejor es verdad que sólo hay dos tipos de personas: las que actúan mal y siempre creen que actúan bien, y las que actúan bien y siempre creen que actúan mal. Al principio mi padre era del primer tipo, pero luego se convirtió en un campeón del segundo. Supongo que le ocurre a mucha gente. -Se pasó una mano nerviosa por el pelo en desorden y por un momento pareció a punto de reírse, pero no se rió-. Lo que quiero decir es que a partir de un determinado momento mi padre no me dio muchas oportunidades para que me sintiese orgulloso de él. Claro que yo tampoco le di muchas oportunidades para que se sintiese orgulloso de mí. Así que supongo que todo fue un maldito malentendido. Pero, bueno, estas cosas le pasan a todo el mundo. -Suspiró sin dejar de sonreír, al tiempo que apagaba el cigarrillo en el cenicero atestado de colillas. Iniciando el gesto de incorporarse del sofá, señaló el reloj de pared que había junto a la escalera: marcaba las cinco-. En fin, te estoy dando la lata. Esta historia ya no le interesa a nadie, y yo debería dormir un rato, ¿no te parece?

Pero yo ya no estaba dispuesto a dejar escapar aquella ocasión. Le dije que esperara un momento, que aquella historia me interesaba a mí. Un poco sorprendido, Rodney me interrogó en silencio con una especie de candidez maliciosa. Entonces, consciente de que era ahora o nunca, de un tirón le conté que su padre me había llamado a Rantoul precisamente para hablarme de ella, le hablé de lo que su padre me había contado y le pregunté por qué creía que había hecho eso, por qué, además, me había entregado sus cartas y las de Bob. Rodney me escuchó con atención y volvió a arrellanarse en su asiento; después de un largo silencio, durante el cual su mirada se perdió más allá del cerco de luz que nos hurtaba a la oscuridad del salón, me miró de nuevo y soltó una carcajada.

– ¿De qué te ríes? -pregunté.

– De que a menos que hayas cambiado mucho ésa es una pregunta retórica.

– ¿Qué quieres decir?

– Sabes perfectamente lo que quiero decir -contestó-. Lo que quiero decir es que después de hablar con mi padre tú saliste de mi casa convencido de que lo que él quería era que contases mi historia, o por lo menos de que tú tenías que contarla. ¿Me equivoco?

No me ruboricé; tampoco negué la verdad. Rodney movió a un lado y a otro la cabeza en un gesto que parecía de reproche, pero que en realidad era de burla.

– La presunción -masculló-. La jodida presunción de los escritores. -Hizo un silencio y mirándome a los ojos dijo-: ¿Y entonces?

– ¿Y entonces qué?

– ¿Y entonces por qué no la has contado?

– Lo intenté -reconocí-. Pero no pude. O más bien no supe.

– Ya -dijo Rodney, como si mi respuesta le hubiese decepcionado, y a continuación preguntó-: Dime una cosa. ¿Qué es lo que te contó mi padre?

– Ya te lo he dicho: todo.

– ¿Qué es todo?

– Lo que sabía, lo que tú le habías contado, lo que imaginaba, lo que está en las cartas -expliqué-. También me contó que había cosas que no sabía. Me habló de un incidente en una aldea, por ejemplo. My Khe se llamaba. No sabía lo que había pasado allí, pero me explicó que después de ese incidente pasaste una temporada en un hospital, y que luego te reenganchaste en el ejército. En fin, eso también está en las cartas.

– Las has leído todas -dijo Rodney como si preguntara.

– Claro -dije-. Tu padre me las dio para que las leyera. Además, ya te he dicho que en algún momento quise contar esa historia.

– ¿Por qué?

– Por lo que se cuentan todas las historias. Porque me obsesionaba. Porque no la entendía. Porque me sentía responsable de ella.

– ¿Responsable?

– Sí -dije, y casi sin darme cuenta añadí-: A lo mejor uno no es sólo responsable de lo que hace, sino también de lo que ve o lee o escucha.

Apenas me oí pronunciar esta frase me arrepentí de haberla pronunciado. La reacción de Rodney me confirmó el error: sus labios compusieron instantáneamente una sonrisa taimada, que se desvaneció enseguida, pero antes de que yo pudiera rectificar mi amigo empezó a hablar despacio, como poseído por una rabia sarcástica y contenida.

– Ah -dijo-. Bonita frase. Cómo os gustan a los escritores las frases bonitas. En tu último libro hay algunas. Francamente bonitas. Tan bonitas que hasta parecen verdad. Pero, claro, no son verdad, sólo son bonitas. Lo raro es que todavía no hayas aprendido que escribir bien es lo contrario de escribir frases bonitas. Ninguna frase bonita es capaz de apresar la verdad. A lo mejor ninguna frase es capaz de apresar la verdad, pero…

– Yo no he dicho que quisiera contar la verdad -le interrumpí, irritado-. Sólo he dicho que quería contar tu historia.

– ¿Y qué diferencia hay entre las dos cosas? -respondió, buscándome los ojos con un aire triste de desafío-. Las únicas historias que merece la pena contar son las que son verdad, y si no pudiste contar la mía no es porque no pudieses, sino porque no se puede contar.

Me callé. No hubiera debido callarme, pero me callé. Hubiera debido decirle: «Eso también es una frase bonita, Rodney, y quizá es verdad». Hubiera debido decirle: «Te equivocas, Rodney. Las únicas historias que merece la pena contar son las que no pueden contarse». Hubiera debido decirle una de esas dos cosas, o quizá las dos, pero no le dije ninguna y me callé. Sentí sueño, sentí hambre, sentí que la noche empezaba a girar hacia el amanecer, pero sobre todo sentí el asombro de estar enredado en aquella conversación que nunca imaginé que podría mantener con Rodney y que pensé que sólo estaba manteniendo porque Rodney sabía en secreto que me la adeudaba, y tal vez también porque, contra todas las expectativas, el paso del tiempo había acabado cauterizando las interminables heridas de mi amigo. De]é pasar unos segundos, encendí un cigarrillo y después de la primera calada me oí decir:

– ¿Qué pasó en My Khe, Rodney?

Estábamos hablando casi en susurros, pero la pregunta resonó en la quietud del salón como un disparo. Llevaba catorce años haciéndomela, y durante aquel tiempo había averiguado algunas cosas acerca de My Khe. Yo sabía por ejemplo que en la actualidad era una vasta playa turística situada a quince kilómetros de Quang Ngai, en el distrito de Son Tihn, no lejos del puerto de Sa Ky, una cinta de tierra de siete kilómetros de longitud, encajada entre un oscuro bosque de álamos y las aguas transparentes del rio Kinh, de la que había visto muchas fotografías que repetían las mismas imágenes anodinas de ocio veraniego de cualquier playa del mundo: mujeres y niños bañándose en la orilla en calma, la leve pendiente de arena finísima erizada de mesas y sillas de plástico rojo, una cresta de suaves colinas recortándose plácidamente a lo lejos contra un cielo tan azul como el mar; y también sabía que treinta y dos años atrás se levantaba una aldea junto a aquella playa y que un día de 1968 Rodney había estado allí. Pero aunque había imaginado muchas veces lo ocurrido en My Khe -con mi imaginación podrida para entonces de repórtales, libros de historia, novelas, documentales y películas sobre Vietnam-, a ciencia cierta no sabía nada. Pensé que Rodney me había leído el pensamiento cuando con una especie de resignación o de indiferencia preguntó:

– ¿No te lo imaginas?

– Más o menos -contesté, sinceramente-. Pero no sé lo que ocurrió.

– No te hace falta -aseguró-. Lo que te imaginas es lo que ocurrió. Ocurrió lo que ocurre en todas las guerras. Ni más ni menos. My Khe es sólo una anécdota. Además, en Vietnam no hubo un My Khe: hubo muchos. Lo que ocurrió en uno ocurrió más o menos en todos. ¿Satisfecho?

No dije nada.

– No, claro que no -adivinó Rodney, endureciendo de nuevo la voz, y a continuación prosiguió como si no quisiera que yo entendiese lo que decía, sino lo que quería decir-. Pero si tanto te importa puedo contarte algo que te deje satisfecho. ¿Qué prefieres? Conozco muchas historias. Y yo también tengo imaginación. Dime qué necesitas para que tu historia cuadre y te hagas la ilusión de que la entiendes. Dímelo y te lo cuento y acabamos, ¿de acuerdo? Pero antes déjame que te advierta una cosa: te cuente lo que te cuente, invente lo que invente, tú nunca vas a entender lo único que importa, y es que no quiero tu compasión. ¿Lo entiendes? Ni la tuya ni la de nadie. No la necesito.

Eso es lo único que importa, o por lo menos lo único que me importa a mi. Lo entiendes, ¿verdad?

Asentí, arrepentido de haber llevado la conversación hasta aquel extremo y, mientras apartaba la vista de Rodney, noté en la boca un agrio sabor de ceniza o de monedas viejas. En el ventanal que daba a ía estación de Príncipe Pío el amanecer pugnaba ya contra la oscuridad menguante de la madrugada, barriendo sin prisa las sombras del salón. Hacía rato que el conserje había dejado de dormitar y trajinaba por su cubículo. Intercambié con él una mirada vacía y, volviéndome hacia Rodney, murmuré una disculpa. Rodney no dio señales de haberla oído, pero al cabo de un largo silencio suspiró, y en ese momento creí adivinar en un cambio imperceptible de su expresión lo que iba a ocurrir. No me equivoqué. Con voz apaciguada y aire de fatiga preguntó:

– ¿De verdad quieres que te lo cuente?

Sabiendo que había ganado, o que mi amigo me había permitido ganar, no dije nada. Entonces Rodney cruzó las piernas y, después de reflexionar un momento, empezó a contar la historia. Lo hizo de una forma extraña, rápida, fría y precisa al mismo tiempo; ignoro si antes se la había contado a alguien, pero mientras le escuchaba supe que se la había contado a sí mismo muchas veces. Rodney contó que la semana anterior al incidente de My Khe una patrulla rutinaria integrada por soldados de su compañía había sido abordada en un cruce de carreteras por una adolescente vietnamita, quien, mientras los zarandeaba pidiéndoles ayuda con gestos apremiantes, dejó que explotara una granada de mano que llevaba enterrada en la ropa, y que el resultado de ese encuentro fue que, además de la adolescente, dos miembros de la patrulla murieron despedazados, otro de ellos perdió un ojo y otros dos resultaron heridos de menor consideración. El episodio los obligó a redoblar las medidas de seguridad, inyectando en la compañía un nerviosismo suplementario que tal vez explicara en parte lo que sucedió luego. Y lo que sucedió fue que una mañana su compañía fue enviada en misión de reconocimiento a la aldea de My Klie con el objeto de cerciorarse de la falsedad de una información según la cual miembros del Vietcong se escondían en ella. Rodney lo recordaba todo como envuelto en una neblina de sueño, el Chinook en que viajaba descendiendo primero sobre el mar y luego sobre la arena y por fin en círculos sobre un puñado de huertos intactos mientras los campesinos corrían hacia la plaza del pueblo, presas del pánico a causa de las voces perentorias que escupían los altavoces, el helicóptero aterrizando junto a un camposanto y luego el fogonazo de sol en el cielo ejemplarmente azul y el deslumbramiento de las flores en los alféizares y un clamoreo difuso o remoto de gallinas o niños en el aire cristalino de la mañana mientras los soldados se dispersaban por una impecable geometría de calles desiertas hasta que en algún momento, sin saber muy bien cómo ni por qué ni quién lo había iniciado, se desencadenó el tiroteo, primero se oyó un disparo aislado y casi enseguida ráfagas de ametralladora y más tarde gritos y explosiones, y en sólo unos segundos una tormenta enloquecida de fuego pulverizó la quietud milagrosa del pueblo, y cuando Rodney se dirigía hacia el lugar donde imaginaba que se había entablado el combate oyó a su espalda un rumor multitudinario de fuga o acecho y se volvió y dio un grito de furia y de espanto y empezó a disparar, y luego siguió gritando y disparando sin saber por qué gritaba ni hacia dónde ni a quién disparaba, disparando, disparando, disparando, y también gritando, y cuando dejó de hacerlo lo único que vio frente a él fue un amasijo ininteligible de ropa y pelo empapados de sangre y manos y pies minúsculos y desmembrados y ojos sin vida o todavía suplicantes, vio una cosa múltiple, húmeda y escurridiza que rápidamente huía de su comprensión, vio todo el horror del mundo concentrado en unos pocos metros de muerte, pero no pudo soportar esa visión refulgente y a partir de aquel momento su conciencia abdicó, y de lo que vino luego sólo guardaba un vaguísimo recuerdo onírico de incendios y animales destripados y ancianos llorando y cadáveres de mujeres y niños con las bocas abiertas como vísceras al aire. Rodney ya no recordaba más, ni durante sus meses de hospital ni durante el resto de su estancia en Vietnam nadie volvió a hablarle del incidente, y sólo mucho tiempo después, cuando ya en Estados Unidos se celebró el juicio, Rodney supo lo que también supo y me había contado su padre: que en My Khe no se había librado ninguna batalla, que allí no había escondido ningún guerrillero, que ninguno de los miembros de su compañía había sido ni siquiera herido, y que el episodio se había saldado con cincuenta y cuatro vietnamitas muertos, la mayoría mujeres, ancianos y niños.

Cuando Rodney terminó de hablar permanecimos un rato en suspenso, sin atrevernos siquiera a mirarnos, como si su relato nos hubiera llevado de viaje a un lugar donde sólo era real el miedo y aguardáramos la aparición benéfica de un visitante que nos devolviera la seguridad compartida de aquel sórdido salón de hotel madrileño. El visitante no llegó. Rodney apoyó sus grandes manos en las rodillas y se levantó del sofá con un crujido de articulaciones; encogido y un poco tambaleante, igual que si estuviera mareado o tuviera vértigo o ganas de vomitar, dio unos pasos y se quedó mirando la calle apoyado en el marco del ventanal.

– Ya es casi de día -le oí decir.

Era verdad: la luz esquelética del amanecer inundaba el salón, dotando a cuanto lo habitaba de una realidad afantasmada o precaria, como si fuera un decorado sumergido en un lago, y al mismo tiempo afilando el perfil de Rodney, cuya silueta se recortaba dudosamente contra el azul cobalto del cielo; por un instante pensé que, más que el de un ave rapaz, era el perfil de un depredador o un felino.

– Bueno, ésa es más o menos la historia -dijo en un tono perfectamente neutro, regresando al sofá con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón-, ¿Es como te la imaginabas?

Medité un momento la respuesta. La boca ya no me sabía a ceniza ni a monedas viejas, sino a algo que se parecía mucho a la sangre pero no era sangre. Sentía horror, pero no acertaba a sentir compasión, y en algún momento también sentí -odiándome por sentirlo y odiando a Rodney por haberme obligado a sentirlo- que todos los sufrimientos que le había infligido su estancia en Vietnam estaban justificados.

– No -contesté finalmente-. Pero se le parece.

Rodney continuó hablando, de pie frente a mí, pero yo estaba demasiado aturdido para procesar sus palabras, y al cabo de un rato sacó una mano del bolsillo y señaló el reloj de pared.

– Mi tren sale dentro de poco más de una hora -dijo-. Es mejor que suba a buscar mis cosas. ¿Me esperas aquí?

Dije que sí y me quedé esperándole en el salón, mirando a través del ventanal amanecido a la gente que entraba en la estación de Príncipe Pío y el tráfico y la animación incipiente de la mañana en el barrio de La Florida, mirándolos sin verlos porque lo único que ocupaba mi mente era la certidumbre equivocada y agridulce de que la historia entera de Rodney acababa de cobrar sentido ante mis ojos, un sentido atroz que nada podría suavizar o enmendar, y al cabo de diez minutos Rodney regresó cargado de maletas y recién duchado. Mientras cancelaba la cuenta del hotel un tipo entró en uno de los dos locutorios que escoltaban la conserjería y, no sé por qué, al verle marcar un número y aguardar respuesta, con un sobresalto recordé un nombre, y a punto estuve de pronunciarlo en voz alta. Sin dejar de mirar al tipo encerrado en el locutorio oí que Rodney le preguntaba al conserje cómo ir a la estación de Atocha, y que el conserje le contestaba que lo más rápido era tomar un tren en Príncipe Pío. Entonces Rodney se volvió hacia mí para despedirse, pero yo insistí en acompañarle hasta la estación.

Bajamos al hall y, antes de salir al paseo de La Flo rida, Rodney se puso en el ojo el parche de tela. Cruzamos el paseo, entramos en la estación, Rodney compró un billete y nos dirigimos hacia el andén bajo un enorme armazón de acero y cristales translúcidos semejante al esqueleto de un enorme animal prehistórico. Mientras aguardábamos en el andén le pregunté si podía hacerle una última pregunta.

– No si es para tu libro -contestó. Traté de sonreír, pero no pude-. Hazme caso y no lo escribas. Cualquiera puede escribir un libro si se lo propone, pero no cualquiera es capaz de guardar silencio. Además, ya te he dicho que esa historia no puede contarse.

– Puede ser -admití, aunque ahora no quise callarme-: Pero a lo mejor las únicas historias que merece la pena contar son las que no pueden contarse.

– Otra frase bonita -dijo Rodney-. Si escribes el libro, acuérdate de no incluirla en él. ¿Qué es lo que querías preguntarme?

Sin dudarlo un segundo pregunté:

– ¿Quién es Tommy Birban?

La cara de Rodney no se alteró, y yo no supe leer la mirada de su ojo único, o quizá es que no había nada que leer en ella. Cuando habló a continuación consiguió que su voz sonara natural.

– ¿De dónde has sacado ese nombre?

– Lo mencionó tu padre. Dijo que antes de que te marchases de Urbana tú y él hablasteis por teléfono, y que por eso te marchaste.

– ¿No te dijo nada más?

– ¿Qué más debería haberme dicho?

– Nada.

En aquel momento anunciaron por megafonía la llegada inminente del tren de Atocha.

– Tommy era un compañero -dijo Rodney-. Llegó a Quang Nai cuando yo ya era un veterano, y nos hicimos muy amigos. Nos marchamos de allí casi al mismo tiempo, y desde entonces no he vuelto a verle… -Hizo una pausa-. Pero ¿sabes una cosa?

– ¿Qué cosa?

– Cuando te conocí me recordaste a él. No sé por qué. -Con una levísima sonrisa en los labios Rodney aguardó mi reacción, que no llegó-. Bueno, en realidad sí lo sé. ¿Sabes? En la guerra están los que se hunden y los que se salvan. No hay más. Tommy era de los que se hunden, y tú también lo hubieras sido. Pero Tommy se salvó, no sé cómo pero se salvó. A veces pienso que más le hubiese valido no hacerlo… En fin, ése era Tommy Birban: un hundido que se hundió aún más por salvarse.

– Eso no contesta a mi pregunta. -¿Qué pregunta?

– ¿Por qué te marchaste después de hablar por teléfono con él?

– No me habías hecho esa pregunta.

– Te la hago ahora.

Sabiendo que el tiempo jugaba a su favor, Rodney se limitó a contestar con un gesto de impaciencia y una evasiva:

– Porque Tommy quería meterme en un lío.

– ¿Qué lío? ¿Estuvo Tommy en My Khe?

– No. Él llegó mucho más tarde.

– ¿Entonces?

– Entonces nada. Cosas de compañeros. Créeme: si te lo explicara no lo entenderías. Tommy era muy débil y seguía obsesionado con historias de la guerra… Rencores, enemistades, cosas así. Yo ya no quería saber nada de eso.

– ¿Y sólo por eso te marchaste?

– Sí. Creía ¿que estaba curado de todo aquello, pero no lo estaba. Ahora no lo hubiese hecho.

Comprendí que Rodney me estaba mintiendo; también comprendí o creí comprender que, contra lo que había pensado en el salón del hotel hacía sólo un rato, el horror de My Khe no lo explicaba todo.

– Bueno -dijo Rodney mientras el tren de Atocha se detenía ante nosotros-. Nos hemos pasado la noche hablando de tonterías. Te escribiré. -Me dio un abrazo, cogió las maletas y, antes de montarse en el tren, añadió-: Cuida mucho de Gabriel y de Paula. Y cuídate tú.

Asentí, pero no acerté a decir nada, porque sólo podía pensar en que era la primera vez en mi vida que abrazaba a un asesino.

Volví al hotel. Cuando llegué a la habitación estaba pegajoso de sudor, así que me duché, me cambié de ropa y me tumbé en la cama a descansar un rato antes de tomar el avión de regreso. Tenía la boca amarga y me dolía la cabeza y me zumbaban las sienes; no podía dejar de darle vueltas a mí encuentro con Rodney. Me arrepentía de haber ido a verle a Madrid; me arrepentía de saber la verdad y de haberme empeñado en averiguarla. Por supuesto, antes de la conversación de aquella noche yo imaginaba que Rodney había matado: había estado en una guerra y morir y matar es lo que se hace en las guerras; pero lo que no podía imaginar era que hubiese participado en una masacre, que hubiera asesinado a mujeres y niños. Saber que lo había hecho me llenaba de una aversión sin piedad ni resquicios; habérselo oído contar con la indiferencia con que se cuenta un anodino episodio doméstico incrementaba ese horror hasta el asco. Ahora el calvario de remordimientos en el que se había desangrado Rodney durante años me parecía un castigo benévolo, y me preguntaba si el hecho inverosímil de que hubiera sobrevivido a la culpa, lejos de constituir un mérito, no aumentaba el peso espantoso de su responsabilidad. Había desde luego explicaciones para lo que me había contado, pero ninguna de ellas igualaba el tamaño de la ignominia. Por otra parte, no entendía que, habiéndome revelado sin ambages lo ocurrido en My Khe, Rodney hubiera evitado en cambio explicarme quién era y qué representaba Tommy Birban, a menos que con sus evasivas hubiera querido ocultarme un horror superior al de My Khe, un horror tan injustificable e inenarrable que, a sus ojos y por contraste, convirtiera al de My Khe en un horror narrable y justificable. Pero ¿qué inimaginable horror de horrores podía ser ése? Un horror en cualquier caso suficiente para pulverizar catorce años atrás el equilibrio mental de Rodney y obligarle a abandonar su casa y su trabajo y a reanudar su vida de fugitivo en cuanto Tommy Birban había reaparecido. Claro que también era posible que Rodney no me hubiera contado toda la verdad de My Khe y que Tommy Birban ya hubiera llegado a Vietnam cuando ocurrió y estuviera de algún modo vinculado a la matanza. ¿Y qué había querido decir con eso de que Tommy Birban era débil y de que no hubiera debido salvarse y de que se parecía a mí? ¿Significaba eso que había protegido a Tommy Birban o le estaba protegiendo como me había protegido a mí? Pero ¿de qué había protegido a Tommy Birban, si es que le había protegido? ¿Y de qué me había protegido a mí?

A las doce, cuando el conserje me despertó para comunicarme que debía abandonar la habitación, me costó unos segundos aceptar que estaba en un hotel de Madrid y que mi encuentro con Rodney no había sido un sueño o más bien una pesadilla. Dos horas después tomaba un avión de vuelta a Barcelona, decidido a olvidar para siempre a mi amigo de Urbana.

No lo conseguí. O mejor dicho: fue Rodney quien impidió que lo consiguiera. En las semanas siguientes recibí varias cartas suyas; al principio no las contesté, pero mi silencio no le arredró y continuó escribiendo, y al poco tiempo me rendí a la testarudez de Rodney y a la incómoda evidencia de que nuestro encuentro en Madrid había sellado entre los dos una intimidad que yo no deseaba. Sus cartas de aquellos días trataban de asuntos diversos: de su trabajo, de sus conocidos, de sus lecturas, de Dan y de Jenny, sobre todo de Dan y de Jenny. Supe así que la mujer con la que Rodney tenía un hijo era casi de mi edad, quince años más joven que él, que había nacido en Middlebury, un pueblecito cercano a Burlington, y que trabajaba de cajera en un supermercado; en vanas cartas me la describió con detalle, pero curiosamente las descripciones discrepaban, como si Rodney tuviese un conocimiento demasiado profundo de ella para poder capturarla con unas cuantas palabras improvisadas. Otro detalle curioso (o que ahora me parece curioso): al menos en dos o tres ocasiones Rodney trató de disuadirme de nuevo, como ya lo había hecho en Madrid, de mi proyecto de contar su historia; tanta insistencia me extrañó, entre otras cosas porque la juzgaba superflua, y creo que en algún momento acabó infundiéndome la sospecha efímera de que en el fondo mi amigo siempre había querido que yo escribiese un libro sobre él, y de que la conversación que habíamos tenido en Madrid, como todas las que habíamos tenido en Urbana, contenía en cifra una suerte de manual de instrucciones sobre cómo escribirlo, o al menos sobre cómo no escribirlo, igual que si Rodney hubiera estado adiestrándome, de forma subrepticia y desde que nos conocimos, para que algún día contara su historia. A principios de agosto Rodney me anunció que acababan de concederle la plaza de profesor que había estado esperando y que se disponía a mudarse con Dan y con Jenny a la vieja casa familiar de Rantoul. En las semanas siguientes Rodney casi dejó de escribirme y, para cuando a mediados de septiembre su correspondencia empezó a recobrar el ritmo anterior, mi vida había experimentado un cambio cuyo alcance real ni siquiera podía sospechar por entonces.

Fue un cambio imprevisible, aunque puede que en cierto modo Rodney lo hubiera previsto. Ya he dicho que antes del paréntesis del verano la acogida dispensada a mi novela sobre la guerra civil, convertida inesperadamente en un notable éxito de crítica y en un pequeño éxito de ventas, había rebasado mis expectativas más halagüeñas; sin embargo, entre finales de agosto y principios de septiembre, cuando se inicia la nueva temporada literaria y los libros de la anterior quedan confinados al olvido de los últimos estantes de las librerías, sobrevino la sorpresa: como si durante el verano los periodistas se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a convocarme para hablar de ella periódicos, revistas, radios y televisiones; como si durante el verano los lectores se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a llegarme noticias alborozadas de mi editorial según las cuales las ventas del libro se habían disparado. Omito los pormenores de la historia, porque son públicos y más de uno los recordará todavía; no omito que en este caso la imagen de la bola de nieve es, pese a ser un cliché (o precisamente por serlo), una imagen exacta: en menos de un año se hicieron quince ediciones del libro, se vendieron más de trescientos mil ejemplares, estaba en vías de traducción a veinte lenguas y había una adaptación cinematográfica en curso. Aquello era un triunfo sin paliativos, que nadie en mis condiciones se hubiese atrevido a imaginar ni en sus delirios más desatinados, y el resultado fue que de un día para otro pasé de ser un insolvente escritor desconocido, que llevaba una vida apartada y provinciana, a ser famoso, tener más dinero del que sabía gastar y verme envuelto en un frenético torbellino de viajes, entregas de premios, presentaciones, entrevistas, coloquios, ferias del libro y fiestas literarias que me arrastró de un lado para otro por todos los confines del país y por todas las capitales del continente. Incrédulo y exultante, al principio ni siquiera supe advertir que giraba sin control en el vórtice de un ciclón demente. Yo intuía que aquélla era una vida perfectamente irreal, una farsa de dimensiones descomunales parecida a una enorme telaraña que yo mismo segregaba y tejía, y en la que me hallaba atrapado, pero, aunque todo fuera un engaño y yo un impostor, estaba deseoso de correr todos los riesgos con la única condición de que nadie me arrebatara el placer de disfrutar a fondo de aquella patraña. Los profesionales del fariseísmo afirman que no escriben para ser leídos más que por la selecta minoría que puede apreciar sus escritos selectos, pero la verdad es que todo escritor, por ambicioso o hermético que sea, anhela en secreto tener innumerables lectores, y que hasta el poeta maldito más inexpugnable, encanallado y valiente sueña con que los jóvenes reciten sus versos por las calles. Pero en el fondo aquel huracán sin gobierno no guardaba ninguna relación con la literatura ni con los lectores, sino con el éxito y la fama. Sabemos que los sabios aconsejan desde siempre acoger con el mismo ademán indiferente el éxito y el fracaso, no ufanarse con la victoria ni envilecerse llorando en la derrota, pero también sabemos que incluso ellos (sobre todo ellos) lloraron y se envilecieron y ufanaron, incapaces de respetar ese ideal magnífico de impasibilidad, y que por eso aconsejaron aspirar a él, porque sabían mejor que nadie que no hay nada más venenoso que ei éxito ní más letal que la fama.

Aunque al principio apenas fui consciente de ello, el éxito y la fama empezaron a envilecerme enseguida. Alguien dice que quien rechaza un elogio es porque quiere dos: el que ya le han hecho y aquel al que la modestia mentirosa del elogiado obliga con su rechazo. Yo aprendí muy pronto a reclamar más elogios, rechazándolos, y a ejercer la modestia, que es la mejor forma de alimentar la vanidad; también aprendí muy pronto a fingir la fatiga y el disgusto de la fama y a inventar pequeñas desgracias que atrajeran la compasión y ahuyentaran la envidia. Estas estratagemas no siempre fueron eficaces y, como es lógico, a menudo fui víctima de mentiras y calumnias; pero lo peor de las calumnias y las mentiras es que casi siempre acaban por contaminarnos, porque es muy difícil que no cedamos a la tentación de defendernos de ellas convirtiéndonos en mentirosos y calumniadores. Nada me complacía más en secreto que codearme con los ricos, los poderosos y los triunfadores, ni que exhibirme a su lado. La realidad no parecía ofrecer resistencia (o sólo ofrecía una resistencia ínfima comparada con la que ofrecía antes), de manera que, de un modo vertiginoso, todo cuanto antes había deseado parecía hallarse ahora a mi alcance, y poco a poco todo cuanto antes tenía un sabor ahora empezó a resultarme insípido. Por eso bebía a todas horas: cuando me aburría, para no aburrirme; cuando me divertía, para divertirme más. Fue sin duda la bebida la que acabó de subirme a una montaña rusa de noches de euforia alcohólica y sexual y días de resacas apocalípticas, y la que me descubrió la culpa, no como un malestar ocasional fruto de la violación de unas normas autoimpuestas, sino como una droga cuya dosis debía incrementar de continuo para que siguiera surtiendo su efecto narcotizante. Tal vez por ello -y porque la borrachera del éxito me cegaba con un espejismo de omnipotencia, susurrándome al oído que había llegado el momento tanto tiempo esperado de vengarme de la realidad- me convertí de golpe en un mujeriego indiscriminado; yo seguía queriendo a Paula y seguía sintiéndome culpable cada vez que la engañaba, pero ni podía ni quería dejar de engañarla. Por las mismas razones, y también porque sentía que la celebridad me había elevado de golpe por encima de ellos y que ya no los necesitaba, desprecié a quienes siempre había admirado y a quienes siempre me habían demostrado su afecto, mientras adulé a quienes me habían despreciado o me despreciaban, o a quienes yo había despreciado, con la esperanza insaciable -porque cuando uno tiene éxito ya sólo quiere tener éxito- de conquistar también su aprobación. Recuerdo por ejemplo lo que ocurrió con Marcelo Cuartera. Una tarde de aquel otoño frenético a punto estuvimos de cruzarnos en una calle del centro de Barcelona, pero mientras nos acercábamos me incomodó de repente la idea de tener que pararme a hablar con él y en el último momento cambié de acera y lo esquivé. No mucho tiempo después de ese encuentro frustrado alguien sacó a colación el nombre de Marcelo en un corrillo improvisado en un cóctel literario. Ignoro quistaríamos discutiendo, pero el caso es que en algún momento un crítico que quería ser ensayista mencionó un libro de Marcelo como ejemplo del ensayismo árido, estéril y estrecho de miras que triunfaba en la universidad, y un ensayista de éxito que quería ser novelista secundó esa opinión con un comentario más sangrante que agudo. Fue entonces cuando intervine, seguro de ganarme la aquiescencia sonriente del corrillo.

– Claro -dije conviniendo con el comentario del ensayista, a pesar de que había leído el libro de Marcelo y me había parecido brillante-. Pero lo peor de Cuartero no es que sea aburrido, ni siquiera que pretenda que le admiremos porque demuestra que ha leído lo que nadie ha querido leer. Lo peor es que está chocho, coño.

Tampoco he olvidado lo que ocurrió en esos meses con Marcos Luna. Si es verdad que nadie se entristece del todo con la desgracia de un amigo, entonces también lo es que nadie se alegra del todo con la alegría de un amigo; es posible sin embargo que en aquella época nadie estuviera más cerca que Marcos de alegrarse del todo con mis alegrías. Éstas, por lo demás, coincidieron con un periodo ingrato para él. En septiembre, justo cuando mi libro iniciaba su despegue hacia la notoriedad, Marcos fue operado de un desprendimiento de retina; la intervención no salió bien, y a las dos semanas hubo que repetirla. La convalecencia fue larga: Marcos pasó en total más de dos meses en el hospital, postrado por la seguridad deprimente de que sólo saldría de allí convertido en un minusválido. Pero en esta ocasión tuvo suerte, y cuando volvió a casa había recuperado casi por completo la visión del ojo enfermo. Durante el tiempo que pasó en el hospital hablé varias veces con él por teléfono, cuando me llamaba desde la cama para felicitarme cada vez que en la radio oía hablar de mi libro o me oía hablar a mí, o cada vez que alguien le comentaba mis triunfos; pero, atrapado como estaba por las obligaciones proliferantes del éxito, nunca encontré tiempo para visitarlo, y para cuando volví a verle fugazmente, en una terraza del Eixample, justo antes de alguna cena de negocios, a punto estuve de no reconocerle: viejo y disminuido, el pelo escaso y completamente gris, me pareció la viva estampa de la derrota. Tardamos bastante tiempo en volver a vernos, pero mientras tanto adoptamos la costumbre (o la adopté yo, o se la impuse) de hablar casi cada semana por teléfono. Lo hacíamos los sábados por la noche, cuando yo ya llevaba muchas horas bebiendo y, con la coartada de nuestra antigua intimidad, le llamaba y me desahogaba con él de las angustias que me causaba el cambio repentino que había experimentado mi vida, y de paso halagaba mi orgullo demostrándome que el éxito no me había cambiado y seguía siendo amigo de mis amigos de siempre; sé que hay una vanidad inversa en quien se mortifica atribuyéndose infamias que no ha cometido, y no quiero incurrir en ella, pero no puedo dejar de sospechar que aquellas confidencias alcohólicas de madrugada funcionaban también entre Marcos y yo como un periódico y subliminal recordatorio de mis victorias, y que tal vez eran otra forma de infligirle a mí amigo, bajo el disfraz embustero de la queja por mi situación de privilegio, la humillación de mis triunfos en un momento en que, con su salud maltrecha y su carrera de pintor estancada, él sentía con razón lo mismo que los dos habíamos sentido sin ella cuando muchos años atrás compartíamos el piso de la calle Pujol: que su vida se estaba yendo a la mierda. Tal vez lo anterior explique que una de esas noches de sábado, arrebatado por la soberbia hipócrita de la virtud, yo recordara la conversación que había mantenido con Rodney en Madrid.

– El éxito no te convierte en un cretino o un hijo de puta -le dije en un determinado momento a Marcos-. Pero puede sacar al hijo de puta o al cretino que algunos llevan dentro. -Y entonces añadí-: Quién sabe: si hubieses sido tú, y no yo, quien hubiera tenido éxito, a lo mejor ahora mismo no estaríamos hablando.

Marcos no me colgó el teléfono en aquel momento, pero sí al día siguiente, cuando le llamé para pedirle disculpas por mi mezquindad: no aceptó mis disculpas, me recordó mis palabras, me las recriminó, me llamó hijo de puta y cretino, me exigió que no volviera a llamarle y sin más explicaciones me colgó. Al cabo de dos días, sin embargo, recibí un correo electrónico suyo en el que me rogaba que le perdonara. «SÍ ni siquiera soy capaz de conservar una amistad de más de treinta años, entonces es que de verdad estoy acabado», se lamentaba. Marcos y yo nos reconciliamos, pero pocas semanas más tarde tuvo lugar un episodio que resume mejor que cualquier otro la dimensión de mi deslealtad con él. No entraré en muchos detalles; al fin y al cabo, el hecho en sí mismo (no lo que revela) tal vez carezca de importancia. Fue tras la presentación de un libro de un fotógrafo mexicano que yo había prologado. El acto se celebró en algún lugar de Barcelona (tal vez fue el MACBA, tal vez el Palau Robert) y a él acudieron Marcos y Patricia, su mujer, a quien al parecer unía una antigua amistad con el fotógrafo. Durante el cóctel que siguió a la presentación, Marcos, Patricia y yo estuvimos charlando, pero al terminar, alegando que al día siguiente tenía que levantarse pronto, mi amigo se negó a sumarse a la cena, y Patricia y yo no conseguimos hacerle cambiar de opinión. Mi recuerdo de lo que sigue es borroso, más incluso que el de otras noches de aquella época, porque es posible que en este caso mi memoria se haya esforzado en eliminar o confundir lo ocurrido. Lo que recuerdo es que Patricia y yo asistimos a una cena multitudinaria en Casa Leopoldo, que nos sentamos juntos y que, aunque siempre habíamos mantenido una relación cordial pero distante -como si los dos hubiésemos convenido en que mi amistad con Marcos no nos convertía automáticamente en amigos-, aquella noche buscamos una complicidad que nunca habíamos deseado o nos habíamos permitido. Creo que fue con el primer whisky de la sobremesa cuando me pasó por la cabeza el deseo de acostarme con ella; asustado de mi temeridad, traté de apartar ese pensamiento de inmediato. No lo conseguí, o al menos no conseguí que de]ara de rondarme la cabeza de forma insidiosa, como una obscenidad cada vez menos obscena y más verosímil, mientras unos cuantos noctámbulos prolongábamos la noche en la barra del Giardinetto y yo trasegaba whískies hablando con éste o el otro, pero sabiendo siempre que Patricia seguía allí. Finalmente, cuando ya de madrugada cerraron el Giardinetto, Patricia me llevó al hotel. Durante el trayecto no dejé de hablar ni un momento, como si buscara una fórmula con que retenerla, pero al aparcar su coche frente a la puerta e ir a despedirse de mí con un beso sólo encontré coraje para proponerle que tomáramos una última copa en mi habitación. Patricia me miró divertida, casi como si yo fuera un adolescente y ella una vieja enfermera obligada a desnudarme.

– No te estarás insinuando, ¿verdad? -se rió.

No tuve tiempo de avergonzarme, porque antes de que eso ocurriera una furia fría me quemó la garganta.

– Eres una mala puta -me oí escupir entonces-. Te pasas la noche calentándome la bragueta y ahora me dejas tirado. Vete a la mierda.

Cerré el coche de un portazo y, en vez de entrar en el hotel, eché a andar. No sé cuánto tiempo estuve andando, pero cuando volví al hotel la furia se había trocado en remordimiento. El efecto del alcohol, sin embargo, no se había disipado, porque lo primero que hice al entrar en mi habitación fue llamar a casa de Marcos. Por fortuna, fue Patricia quien cogió el teléfono. Atropelladamente le pedí perdón, le rogué que no tuviera en cuenta lo que había dicho, alegué que había bebido demasiado, volví a pedirle perdón. Con voz seca Patricia aceptó mis disculpas, y yo le pregunté si pensaba contárselo a Marcos.

– No -contestó antes de colgarme-. Y ahora métete en la cama y duerme la mona.

No sigo. Podría seguir, pero no sigo. Podría contar más anécdotas, pero no quiero olvidar la categoría. Hace unos días leí un poema escrito por Malcom Lowry después de publicar la novela que le dio fama, dinero y prestigio; es un poema truculento y enfático, pero a veces no queda más remedio que ser enfático y truculento, porque la realidad, que casi nunca respeta las reglas del buen gusto, a menudo abunda en truculencias y énfasis. El poema dice así:

El éxito es como un terrible desastre, peor que tu casa ardiendo, el estrépito del derribo cuando ¡as vigas caen cada vez más deprisa mientras tú sigues allí, testigo desesperado de tu condenación. La fama destruye como un ebrio la morada del alma y te revela que tan sólo por ella trabajaste. ¡Ah! Si no me hubiera traicionado el triunfo con besarme y hubiese permanecido en la oscuridad para siempre, hundido y fracasado.

Muchos años atrás Rodney me lo había advertido y, aunque por entonces interpreté sus palabras como la inevitable secreción de moralina de un perdedor empapado de la empalagosa mitología del fracaso que gobierna un país histéricamente obsesionado por el éxito, por lo menos yo hubiera debido prever que nadie está vacunado contra el éxito, y que sólo cuando tienes que afrontarlo comprendes que no es únicamente un malentendido, la alegre desvergüenza de un día, sino que es un malentendido y una desvergüenza humillantes; también hubiera debido prever que es imposible sobrevivir con dignidad a él, porque destruye como un ebrio la morada del alma y porque es tan hermoso que descubres que, aunque te engañases con protestas de orgullo e higiénicas demostraciones de cinismo, en realidad no habías hecho otra cosa más que buscarlo, igual que descubres, en cuanto lo tienes en las manos y ya es tarde para rechazarlo, que sólo sirve para destruirte a ti y a cuanto te rodea. Hubiera debido preverlo, pero no lo preví. El resultado fue que le perdí el respeto a la realidad; también le perdí el respeto a la literatura, que era lo único que hasta entonces había dotado de sentido o de una ilusión de sentido a la realidad. Porque lo que creí descubrir entonces es exactamente lo peor que podía descubrir: que mi verdadera vocación no era escribir, sino haber escrito, que yo no era un escritor de verdad, que no era escritor porque no pudiera ser ninguna otra cosa, sino porque la escritura era el único instrumento que había tenido a mano para aspirar al éxito, la fama y el dinero. Ahora ya los había conseguido: ahora ya podía dejar de escribir. Por eso, quizá, dejé de escribir; por eso y porque estaba demasiado vivo para escribir, demasiado deseoso de apurar el éxito hasta el último aliento, y sólo se puede escribir cuando se escribe como si se estuviera muerto y la escritura fuera el único modo de evocar la vida, el cordón último que todavía nos une a ella. Así que, después de doce años sin vivir más que para escribir, con la vehemencia y la pasión excluyentes de un muerto que no se resigna a su muerte, de repente dejé de escribir. Fue entonces cuando de verdad empecé a correr peligro: comprobé que, como también me había dicho Rodney muchos años atrás -cuando yo era tan joven e incauto que ni siquiera podía soñar que el éxito algún día podría abatirse sobre mí como una casa ardiendo-, el escritor que deja de escribir acaba buscando o atrayendo la destrucción, porque ha contraído el vicio de mirar a la realidad, y a ratos de verla, pero ya no puede usarla, ya no puede convertirla en sentido o belleza, ya no tiene el escudo de la escritura con que protegerse de ella. Entonces es el final. Se acabó. Finito. Kaputt.

El final ocurrió un sábado de abril de 2002, justo un año después de la publicación de mi novela. Para entonces hacía ya muchos meses que había dejado por completo de escribir y que saboreaba el tósigo jubiloso del triunfo; para entonces las mentiras, las infidelidades y el alcohol habían gangrenado por completo mi relación con Paula. Aquella noche el propietario de una revista literaria que acababa de concederme el premio al mejor libro del año me dio una cena en su casa de campo, en un pueblo del Empordá; allí se reunió un grupo nutrido de gente: periodistas, escritores, cineastas, arquitectos, fotógrafos, profesores, críticos literarios, amigos de la familia. Acudí a la cita con Paula y Gabriel. No era algo habitual, y no recuerdo por qué lo hice: tal vez porque el anfitrión me aseguró por teléfono que iba a ser una fiesta casi familiar y que otros invitados también acudirían a ella acompañados por sus hijos, tal vez para acallar la mala conciencia que me producía el hecho de engañar con frecuencia a Paula y de apenas dedicarle tiempo a Gabriel, tal vez porque juzgaba que esa imagen familiar avalaba mi reputación de escritor impermeable a los halagos de la fama, una reputación de insobornabilidad y modestia que, según descubrí muy pronto, constituía la herramienta ideal para ganarme el favor de los miembros más poderosos de la sociedad literaria -que son siempre los más cándidos, porque sienten menos amenazada su jerarquía-, y también para protegerme de la hostilidad que mi éxito había suscitado entre quienes se sentían postergados por él, porque consideraban que yo se lo había arrebatado. Lo cierto es que excepcionalmente acudí a la cena con Gabriel y con Paula. Me sentaron a la mesa frente al anfitrión, un viejo empresario con intereses en periódicos y editoriales de Barcelona; a un lado tenía a Paula, y al otro a una joven periodista radiofónica, sobrina del anfitrión, quien, siguiendo instrucciones de su tío, se las arregló para que toda la conversación girara en torno a las causas del éxito inesperado de mi libro. Como la periodista casi obligó a intervenir a casi todos los invitados, hubo opiniones para todos los gustos; en cuanto a mí, instalado a placer en mi posición de protagonista de la velada, me limitaba a comentar con dubitativa aprobación cuanto se decía y, en tono suavemente irónico, a rogarle de vez en cuando al anfitrión que cambiáramos de tema, lo que era interpretado por todos como una prueba de humildad, y no como una astucia orientada a que no decayera la discusión de mis méritos. Acabada la cena tomamos café y licores en un antiguo distribuidor habilitado como salón, donde los invitados nos fuimos congregando en grupos que se hacían y se deshacían al azar de las conversaciones. Ya eran más de las doce cuando Paula interrumpió la conversación que, whisky en mano, yo mantenía con un guionista de cine, su mujer y la sobrina del anfitrión acerca de la adaptación cinematográfica de mi novela; me dijo que Gabriel se estaba durmiendo y que al día siguiente ella tenía que trabajar.

– Nos vamos -anunció, añadiendo sin ninguna convicción-: Pero quédate tú si quieres.

Ya estaba indagando argumentos con que tratar de convencerla de que nos quedáramos un rato más cuando terció el guionista.

– Claro -dijo, apoyando la propuesta insincera de Paula y señalando a su mujer-. Nosotros volvemos esta noche a Barcelona. Si quieres podemos parar en Gerona y dejarte en tu casa.

Busqué con alivio los ojos de Paula.

– ¿No te importa?

Todas las miradas convergieron en ella. Yo sabía que le importaba, pero dijo:

– Claro que no.

Acompañé a Gabriel y a Paula al coche y, cuando Gabriel se hubo tumbado en el asiento trasero, rendido de sueño, Paula cerró la puerta y masculló:

– La próxima vez vas tú solo a tus fiestas.

– ¿No has dicho que no te importaba que me quedara?

– Eres un cabrón.

Discutimos; no recuerdo lo que nos dijimos, pero mientras veía alejarse mi coche a toda prisa por el sendero de grava que salía de la finca pensé lo que tantas veces pensaba por aquella época: que llega un momento en la vida de las parejas en que todo cuanto se dicen lo dicen para hacerse daño, que mi matrimonio se había convertido en una forma refinada de tortura y que cuanto antes se deshiciese mucho mejor para todos.

Pero enseguida me olvidé de la pelea con Paula y continué disfrutando de la fiesta. Ésta se prolongó hasta la madrugada, y cuando entré en el coche del guionista y su mujer me vi sentado junto a una joven muy seria y con aire de intelectual, en la que apenas había reparado en toda la noche. El viaje hasta Gerona fue breve, pero bastó para que me diera cuenta de que la chica estaba bebida, para tener la certeza de que estaba coqueteando conmigo y para enterarme vagamente de que era amiga de la sobrina del anfitrión y de que trabajaba en la televisión local. Al entrar en la ciudad la chica propuso tomar una última copa en el bar de unos amigos, que, según dijo, no cerraba hasta el amanecer. El guionista y su mujer declinaron la oferta con el argumento de que era muy tarde y debían seguir viaje hasta Barcelona; yo la acepté.

Fuimos al bar. Bebimos, charlamos, bailamos, y acabé la noche en la cama de la chica. Cuando salí de su casa estaba a punto de romper el alba. En la calle me esperaba el taxi que había pedido por teléfono; le di mi dirección al chófer y dormité durante todo el trayecto, pero cuando el taxista aparcó a la puerta de mi casa deseé estar muerto: de pie ante un coche celular, dos mossos d'esquadra aguardaban junto a la rampa de entrada al garaje. Pagué al taxista con un billete temblón, y al salir del coche reparé en que la rampa de entrada al garaje, donde solíamos aparcar el coche, estaba vacía, y supe que Paula y Gabriel no estaban en casa.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté mientras me acercaba a los dos agentes.

Jóvenes, graves, casi espectrales a la luz lívida del amanecer, me preguntaron si yo era yo. Dije que sí.

– ¿Qué ha pasado? -repetí.

Uno de los policías señaló la puerta de mi casa y preguntó:

– ¿Podemos hablar un momento dentro, por favor?

Hice pasar a los dos policías, nos sentamos en el comedor, volví a preguntar qué había ocurrido. Quien contestó fue el policía que ya había hablado antes.

– Venimos a comunicarle que su mujer y su hijo han sufrido un accidente -dijo.

La noticia no me sorprendió; con un hilo de voz acerté a preguntar:

– ¿Están heridos?

El policía tragó saliva antes de responder:

– Están muertos.

A continuación el policía sacó una libreta y debió de iniciar un relato aséptico y pormenorizado de las circunstancias en que se había producido el accidente, pero, pese a que me esforcé en atender a la explicación, lo único que capté fueron palabras sueltas, frases incoherentes o desprovistas de sentido. Mi recuerdo de las horas que siguieron es aún más inseguro: sé que aquella mañana fui al hospital donde estaban ingresados Paula y Gabriel, que no vi o no quise ver sus cadáveres, que enseguida empezaron a llegar familiares y algún amigo, que hice alguna confusa gestión relacionada con los funerales, que éstos se celebraron al día siguiente, que no asistí a ellos, que algún periódico incluyó mi nombre en la noticia del accidente y que mi casa se llenó de telegramas y faxes de condolencia que yo no leía o leía como veladas acusaciones. En realidad, de aquellos días sólo hay algo que recuerdo con alucinada claridad, y son mis visitas a la comisaría de los Mossos d'Esquadra. En muy poco tiempo estuve allí cuatro veces, tal vez cinco, aunque ahora todas me parecen casi la misma. Me recibía en un despacho una sargento de uniforme, guapa, fría y esforzadamente profesional, quien, sentados los dos a una mesa de despacho muy alegre, con flores y fotografías de su familia, una y otra vez me exponía la información que la policía había acumulado sobre el accidente, hacía croquis, contestaba mis preguntas. Eran reuniones largas, pero, a pesar de que las causas y circunstancias de la colisión no ofrecían dudas para la policía (el piso de la calzada resbaladizo a causa del relente de la noche, tal vez una distracción mínima, una curva tomada a más velocidad de la debida, un volantazo desesperado que conduce al carril contrario, el horror final de unas luces que te ciegan de frente), yo siempre salía de ellas con nuevos interrogantes, que al cabo de horas o días volvía a tratar de despejar en la comisaría. La sargento me concertó una entrevista con los dos agentes que habían llegado primero al lugar del accidente y se habían encargado de gestionarlo y, en compañía de uno de ellos, una tarde me llevó a la curva exacta donde se había producido; a la mañana siguiente volví al lugar yo solo y me quedé un rato allí, viendo pasar los coches, sin pensar en nada, mirando el cielo y el asfalto y la desolación de aquel descampado barrido por la tramontana. No sabría decir con certeza por qué actuaba de aquella forma, pero no descarto que una parte de mí sospechara que algo no acababa de encajar, que en aquella historia quedaban cabos sueltos, que la policía me estaba ocultando algo y que, si conseguía descubrirlo, al instante se abriría una puerta y Paula y Gabriel aparecerían por ella, vivos y sonrientes, igual que si todo hubiese sido un error o una broma pesada. Hasta que una mañana, al entrar en el despacho de la sargento para nuestra enésima entrevista, la encontré acompañada de un hombre mayor, con barba, vestido de civil. La sargento hizo las presentaciones y el hombre me explicó que era psicólogo y que dirigía una asociación llamada Servicio de Apoyo al Duelo (o algo así), destinada a prestar ayuda a los familiares de los muertos en accidente. El psicólogo continuó durante un rato su exposición, pero yo dejé de escucharle; ni siquiera le miraba: me limitaba a mirar a la sargento, que se cansó de esquivar mis ojos y acabó interrumpiendo al hombre. -Hágame caso y vaya con él -dijo devolviéndome por fin la mirada, y por primera vez percibí una nota de cordialidad o emoción en su voz-. Yo ya no puedo hacer nada más por usted.

Me marché de la comisaría y no volví. Aquella misma tarde fui a una agencia inmobiliaria, alquilé el primer piso que me ofrecieron en Barcelona, un apartamento cercano a Sagrada Familia, y, después de malvender a toda prisa la casa de Gerona y de deshacerme de las pertenencias de Gabriel y de Paula, me trasladé a vivir a él, dispuesto a ocuparme a conciencia en la tarea de morir, y no en la de vivir. Una oscuridad total se adueñó entonces de mi vida. Descubrí que el padre de Rodney tenía razón y el mundo es un lugar vacío; pero también descubrí que en aquellos momentos la soledad era para mí menos una condena que el único bálsamo posible, la única posible bendición. No veía a mi familia, no veía a mis amigos, no tenía televisión ni radio ni teléfono. Por lo demás, cuidé de que sólo las personas indispensables conocieran mis nuevas señas, y cuando alguna de ellas (o alguien que me había localizado a través de ellas) llamaba a mi puerta, simplemente no le abría. Es lo que ocurrió con Marcos Luna, quien durante algún tiempo apareció de forma regular por mi casa y se hartó de tocar el timbre sabiendo que yo estaba dentro, oyéndole, hasta que comprendió que no iba a conseguir hablar conmigo y a partir de entonces se limitó a dejar en mi buzón, cada viernes al mediodía, un paquete de tabaco lleno de porros de marihuana recién hechos. También mi agente literaria me enviaba de vez en cuando una relación de las personas que llamaban a su oficina solicitando mi presencia en algún sitio o preguntando por mí, aunque nunca le contesté. Por supuesto, no trabajaba, pero las ventas del libro me habían proporcionado unos ingresos suficientes para vivir sin trabajar durante años, y no veía ninguna razón para no dejar transcurrir el tiempo hasta que se agotase el dinero. Mi único esfuerzo consistía en no pensar, sobre todo en no recordar. Al principio había sido imposible. Hasta que abandoné la casa que había compartido con Paula y Gabriel y me fui a Barcelona no podía dejar de torturarme pensando en el accidente: me preguntaba SÍ en el último momento Gabriel se habría despertado y habría sido consciente de lo que iba a ocurrir; me preguntaba qué había pensado Paula en aquel momento, qué recuerdo la había distraído mientras conducía, provocando el volantazo que a su vez provocó el accidente, qué hubiera ocurrido si, en vez de quedarme en la fiesta, hubiera vuelto a casa con ellos… Quienes conocieron la sevicia programada de los campos de concentración nazis o soviéticos suelen afirmar que, para soportarla, se animaban recordando la felicidad que habían dejado atrás, porque, por remota que fuera, siempre seguían abrigando la esperanza de que algún día podrían recuperarla; yo carecía de ese consuelo: como los muertos no resucitan, mi pasado era irrecuperable, así que me apliqué a conciencia a abolirlo. Tal vez por eso, en cuanto me instalé en Barcelona empecé a hacer vida de noche. Me pasaba semanas enteras sin salir de casa, leyendo novelas policíacas en la cama, alimentándome de sopas de sobre, latas de conserva, tabaco, marihuana y cerveza, pero lo habitual es que pasara la noche fuera, pateándome sin tregua la ciudad, caminando sin rumbo ni propósito fijo, parándome de vez en cuando para tomar una copa y descansar un rato y recuperar fuerzas antes de continuar mi paseo hacia ninguna parte hasta el amanecer, cuando volvía estragado a casa y me tumbaba en la cama, sediento de sueño e incapaz de dormir, enervado por los ruidos ajenos del mundo, que increíblemente seguía su curso imperturbable. El insomnio me convirtió en un teórico apasionado del suicidio, y ahora pienso que si no lo puse en práctica no fue sólo por cobardía o por exceso de imaginación, sino también porque temía que mis remordimientos fueran a sobrevivirme, o más probablemente porque descubrí que, más que morir, lo que deseaba era no haber vivido nunca, y por eso a veces conciliaba un sueño transparente y sin sueños cuando me imaginaba viviendo en el limbo purísimo de la no existencia, en la felicidad de antes de la luz, de antes de las palabras. Me aficioné a jugar con la muerte. De vez en cuando cogía el coche y conducía de forma obsesiva y temeraria durante días enteros, al azar, parándome sólo a comer o a dormir, confortado por la segundad permanente de que en cualquier momento podía dar un volantazo como el que había matado a Gabriel y a Paula, y una noche, en un prostíbulo de Montpellier, me enzarcé en una discusión sin sentido con dos individuos que acabaron pegándome una paliza que me mandó de nuevo a un hospital del que salí con el cuerpo negro de moretones y la nariz rota. También me compré una pistola: la tenía guardada en un cajón y de vez en cuando la sacaba, la cargaba y me apuntaba con ella en la frente o bajo la barbilla o me la metía en la boca y la mantenía allí, saboreando la acidez llameante del cañón y acariciando apenas el gatillo mientras el sudor me chorreaba por las sienes y mí jadeo parecía atronar mí cabeza y Henar a rebosar el silencio del piso. Una noche paseé durante largo rato por el pretil de mi terraza, feliz, desnudo y en equilibrio, con la mente en blanco, consciente sólo de la brisa que me erizaba la piel y de las luces que iluminaban la ciudad y del precipicio de vértigo que se abría junto a mí, canturreando entre dientes una canción que he olvidado.

En ese estado de funambulismo sin salida pasé la primavera, el verano y el otoño, y no fue hasta una noche de principios del invierno pasado cuando, gracias a la alianza providencial de un incidente desagradable, un descubrimiento azaroso y un recuerdo resucitado, de repente tuve un atisbo fugaz de que no estaba condenado a llevar para siempre la vida de subsuelo que había llevado en los últimos meses. Todo empezó en Tabú, un club nocturno situado en la parte baja de la Rambla y frecuentado por turistas, que acuden allí en busca de espectáculos de pomo local a precio asequible. Es un local oscuro y raído, con una barra dispuesta en ángulo recto a la derecha de la entrada y un escenario rodeado de mesas y sillas de metal y sobrevolado por globos de luz con lentejuelas plateadas, a la izquierda del cual un telón oculta los reservados para las parejas de pago. Yo ya había estado allí en un par de ocasiones, siempre muy tarde, y, como había hecho en mis visitas anteriores, aquella noche le pedí un whisky a la mujer vieja, menuda y pintarrajeada que parecía la encargada del local y me quedé en un extremo de la barra, bebiendo y fumando y contemplando el espectáculo a distancia. Debía de ser un día de diario, porque aunque entre el público sobresalía un grupo de jóvenes ruidosos y enfervorizados que confraternizaban efusivamente con las artistas y subían al escenario en cuanto ellas se lo insinuaban, el resto del local estaba casi desierto, y sólo había un par de parejas acodadas a unos metros de mí: una en el centro de la barra, la otra un poco más allá. Ya me había tomado el primer whisky y estaba a punto de pedir el segundo cuando, justo en el momento en que en el escenario una mujer desnuda le practicaba una felación a un hombre vestido de soldado romano, sentí que algo anómalo ocurría a mi lado; me volví y vi a la pareja que estaba en el centro de la barra discutiendo violentamente. Miento: no vi eso; lo que vi, en apenas unos segundos fulgurantes de estupefacción, fue que el hombre y la mujer se gritaban desencajados, que el hombre le cruzaba la cara a la mujer de una bofetada, que la mujer intentaba devolvérsela sin éxito, que, presa de una furia ciega, el hombre empezaba a golpear a la mujer, y que seguía golpeándola y golpeándola hasta tumbarla en el suelo, desde donde ella trataba de defenderse entre lágrimas, insultos, puñetazos y patadas al aire. También vi que la pareja que estaba más allá se alejaba de la escena, fascinada y amedrentada, que el volumen al que sonaba la música impedía que el público que estaba frente al escenario reparase en la pelea, y que la única persona que parecía empeñada en pararla, desgañitándose detrás de la barra, era la vieja encargada del local. En cuanto a mí, me quedé inmóvil, paralizado, mirando la pelea aferrado a mi vaso de whisky vacío, hasta que, sin duda alertados por la encargada, aparecieron dos porteros del local, sujetaron a duras penas al agresor y lo sacaron a la calle con un brazo retorcido a la espalda, mientras escoltada por otras pupilas la encargada se llevaba a la chica detrás del escenario. Fue también la encargada quien, una vez de regreso en la sala, se ocupó de apaciguar la inquietud de una clientela que en su mayor parte sólo había tenido un confuso vislumbrad el final del altercado, y también fue ella quien, después de asegurarse de que el espectáculo continuaba, al pasar junto a mí para regresar a su lugar en la barra me espetó sin siquiera mirarme, como si yo fuese un cliente habitual y conmigo pudiera desahogar la tensión acumulada:

– Y usted también podía haber hecho algo, ¿no?

No dije nada; no pedí el segundo whisky; salí del local. Fuera hacía un frío que cortaba la carne. Subí por la Rambla en dirección a la plaza de Catalunya y, en cuanto vi un bar abierto, entré y pedí el whisky que no me había atrevido a pedir en Tabú. Me lo bebí de un par de tragos apresurados y pedí otro. Reconfortado por el alcohol, reflexioné sobre lo que acababa de ocurrir. Me pregunté en qué estado habría quedado la mujer, que en el último momento había dejado de resistirse a las patadas de su agresor y yacía inerme en el suelo, desmadejada y tal vez inconsciente. Me dije que, de no haber sido por la intervención in extremis de los dos porteros, nada indicaba que el hombre hubiera dejado de pegar a su víctima hasta quedarse sin fuerzas o hasta matarla. No me pregunté, en cambio, lo que sí se había preguntado la encargada del local: por qué yo no había hecho nada para detener la paliza; no me lo pregunté porque lo sabía: por miedo; tal vez también por indiferencia; y hasta por una sombra de crueldad: es posible que alguna parte de mí hubiera disfrutado con aquel espectáculo de dolor y de furia, y que a esa misma parte no le hubiera importado que continuase. Fue entonces cuando, como si emergiera de una sima de siglos, recordé una escena paralela e inversa a la que acababa de presenciar en Tabú, una escena ocurrida más de treinta años atrás en un bar de una lejana ciudad que no conocía. Allí, en algún lugar de Saigón, mi amigo Rodney había defendido a una camarera vietnamita de la brutalidad alcoholizada de un suboficial de los Boinas Verdes; no había sido indiferente ni cruel: había vencido el miedo y no le había faltado coraje. Exactamente lo que yo no había hecho ni había tenido unos minutos atrás. Más que vergüenza por mi cobardía, por mi crueldad y por mi indiferencia, sentí extrañeza por el hecho de recordar a Rodney precisamente en aquel momento, cuando ya hacía casi dos años que lo había olvidado.

Horas más tarde, recapitulando lo ocurrido aquella noche, pensé que ese recuerdo intempestivo era en realidad una premonición. Lo pensé entonces, pero pude pensarlo mucho antes, justo cuando al terminar de tomarme el whisky en aquel bar de la Rambla y sacar la billetera para pagarlo cayó al suelo el mazo desordenado de papeles que guardaba en ella; me agaché a recogerlos: había tarjetas de crédito, el carnet de conducir y el de identidad, facturas atrasadas, trozos de hojas de bloc garabateados de números de teléfonos y nombres vagamente conocidos. Entre ellos estaba la fotografía, doblada y arrugada; la desdoblé, la miré un segundo, menos de un segundo, reconociéndola sin querer reconocerla, más con incredulidad que con asombro; luego volví a doblarla rápidamente y volví a meterla en la billetera con los demás papeles. Acto seguido pagué, salí a la calle con una sensación de vértigo o de peligro real, igual que si llevara en la billetera una bomba, y eché a andar muy deprisa, sin sentir el frío de la noche, sin reparar en las luces y la gente de la noche, tratando de no pensar en la fotografía pero sabiendo que esa imagen procedente de una vida que casi creía cancelada podía estallar ante la puerta de piedra en que se había convertido mi futuro, abriendo una grieta por la que de inmediato se filtrarían en el presente el futuro y el pasado, la realidad. Subí por la Rambla, crucé la plaza de Catalunya, caminé paseo de Gracia arriba, doblé a la izquierda al llegar a Diagonal y seguí andando muy deprisa, como si necesitara agotarme cuanto antes o juntar coraje o posponer todo lo posible el momento inevitable. Por fin, en una esquina de Balines, a la luz cambiante de un semáforo, me decidí: abrí la billetera, busqué la fotografía y la miré. Era una de las fotografías que Paula y Gabriel se habían tomado con Rodney durante la visita de mi amigo a Gerona, y también la única imagen de Paula y Gabriel que yo había conservado por descuido: de las demás me había deshecho al mudarme a Barcelona. Allí estaban los dos, en aquel pedazo de papel olvidado, como dos fantasmas que se resisten a desvanecerse, diáfanos, sonrientes e intactos en el puente de Les Peixeteries Velles; y allí estaba Rodney, muy erguido entre ambos, con su parche de tela en el ojo y sus dos manos enormes posadas sobre los hombros de mi mujer y mi hijo, igual que un cíclope dispuesto a protegerlos de una amenaza todavía invisible. Me quedé mirando la fotografía; no trataré de describir lo que pensaba: hacerlo sería desvirtuar lo que sentí mientras lo pensaba. Sólo diré que ya llevaba mucho tiempo con los ojos clavados en la fotografía cuando me di cuenta de que estaba llorando, porque las lágrimas, que me caían a chorros por las mejillas, me estaban empapando la camisa de franela y las solapas del abrigo. Lloraba como si no fuese a dejar de llorar nunca. Lloraba por Paula y por Gabriel, pero quizá sobre todo lloraba porque hasta entonces no había llorado por ellos, ni a su muerte ni en los meses de pánico, culpa y reclusión que la siguieron. Lloraba por ellos y por mí; también supe o creí saber que estaba llorando por Rodney y, con una extraña sensación de alivio -como si pensar en él fuese la única cosa que podía eximirme de tener que pensar en Paula y en Gabriel-, lo imaginé en aquel mismo instante en su casa de Rantoul, su casa provinciana de dos plantas y buhardilla y porche y jardín con dos arces en Belle Avenue, con su trabajo apacible y rutinario de maestro de escuela, viendo crecer a su hijo y madurar a su mujer, redimido del destino de inadaptado incurable que durante más de treinta años lo había acorralado encarnizadamente, dueño de todo lo que yo había tenido en el tiempo satinado e inaccesible de la fotografía que ahora me lo devolvía.

No sé cuánto tiempo llevaba parado junto al semáforo cuando conseguí meter la fotografía en la billetera, crucé Balmes y, sin dejar de llorar (o eso creo), eché a andar hasta Muntaner y luego hacia la parte alta. De nuevo grataba de no pensar en nada, pero pensaba en Paula y en Gabriel; hacerlo me dolía como una amputación: para evitar el dolor me forcé a pensar de nuevo en Rodney. Recordaba nuestras conversaciones sin descanso de Treno's, mi visita a su padre en Rantoul, mi proyecto siempre postergado de escribir algún día su historia y la conversación que mantuvimos en Madrid, cuando yo había descubierto con una repugnancia que ahora me pareció repugnante que mi amigo cargaba en su conciencia con la muerte de mujeres y niños. Y en algún momento, entre las imágenes que cruzaban como nubes o aerolitos mi cerebro obnubilado, recordé a Rodney en la fiesta del chino Wong, rodeado de gente y sin embargo impermeable, tan solo como un animal extraviado en medio de una manada de animales de otra especie, lo recordé en las escaleras del porche de Wong, aquella misma noche, alto, ruinoso, desamparado y vacilante, abrigándose con su chaquetón de cuero y su gorro de piel mientras yo lo observaba desde una ventana que daba a la calle y la nieve caía en grandes copos sobre la calzada y él miraba a la noche sin llorar (aunque al principio a mí me había parecido que lloraba), la miraba más bien como si caminara por un desfiladero junto a un abismo muy negro y no hubiera nadie que tuviera tanto vértigo y tanto miedo como él. Y entonces entendí de repente lo que no había entendido aquella noche de tantos años atrás, y era que si yo había abandonado la fiesta y había ido en busca de Rodney fue porque observándole desde la ventana supe que era el hombre más solo del mundo y que, por alguna razón indudable que sin embargo no estaba a mi alcance, yo era la única persona que podía acompañarlo, y entendí también que en esta noche de tantos años más tarde las tornas habían cambiado. Ahora yo también era responsable de la muerte de una mujer y un niño (o me sentía responsable de la muerte de una mujer y un niño), ahora era yo el hombre más solo del mundo, un animal extraviado en medio de una manada de animales de otra especie, ahora era Rodney, y quizá sólo Rodney, quien podía acompañarme, porque él había recorrido mucho antes y durante mu-cho más tiempo que yo la misma galería de espanto y remordimientos por la que desde hacía varios meses yo andaba a tientas, y había encontrado la salida: sólo Rodney, mi semejante, mi hermano -un monstruo como yo, como yo un asesino- podía mostrarme una ranura de luz en aquel túnel de desdicha por el que, sin que ni tan sólo tuviera fuerzas para desear salir de él, yo estaba caminando a solas y a oscuras desde la muerte de Gabriel y de Paula, igual que Rodney lo había hecho durante treinta años desde que al doblar algún recodo de algún sendero de algún lugar sin nombre de Vietnam vio aparecer a un soldado que era él. Aquella noche voíví a casa más temprano que de costumbre, me tumbé en la cama con los ojos abiertos y, por vez primera en muchos meses, dormí seis horas seguidas. Tuve dos sueños. En el primero sólo aparecía Gabriel. Estaba jugando al futbolín en un local grande y destartalado y vacío como un garaje, golpeando las bolas con una alegría adulta, casi feroz; no tenía adversario o yo no podía distinguir a su adversario, y no parecía oír los gritos con que yo trataba de atraer su atención; hasta que de repente soltó las manijas y, fastidiado o furioso, se volvió hacía mí. «No llores, papá», dijo entonces con una voz que no era la suya, o que no acerté a reconocer. «No me dolió.» El segundo sueño fue más largo y más complejo, más inconexo también. Primero vi las caras de Paula y de Gabriel, muy juntas, casi mejilla contra mejilla, son-riéndome de forma inquisitiva como si estuvieran al otro lado de un cristal. Luego la cara de Rodney se sumó a ellas y las tres empezaron a superponerse igual que en una transparencia, fundiéndose las unas en las otras, de tal modo que la cara de Gabriel se modificaba hasta convertirse en la de Paula o Rodney, y la cara de Paula se modificaba hasta convertirse en la de Rodney o Gabriel, y la cara de Rodney se modificaba hasta convertirse en la de Gabriel o Paula. Al final del sueño me veía llegando a la casa de Rodney en Rantoul, en un día azul y soleado, y descubriendo con angustia indecible, entre sonrisas falsas y miradas de recelo, que quien vivía con mi amigo no eran su mujer y su hijo, sino Paula y Gabriel, o una mujer y un niño que fingían la voz y el físico y hasta los gestos de afecto de Paula y Gabriel, pero que de algún modo perverso no eran ellos.

Al día siguiente me despertó la ansiedad. Me afeité, me duché, me vestí y, mientras tomaba café y fumaba un cigarrillo, decidí escribir a Rodney. Recuerdo bien la carta. En ella empezaba disculpándome por haber dejado de escribirle; luego le preguntaba por su vida, por su mujer y su hijo; luego le mentía: le hablaba de Gabriel y de Paula como si todavía estuvieran vivos, y también le hablaba de mí como si desde muchos meses atrás no estuviera ocupado en morir sino en vivir y no me hubiera convertido en un fantasma o un zombi y siguiera viviendo y escribiendo igual que si no tuviera destruida la morada del alma. De inmediato noté que escribir a Rodney obraba sobre mí como un lenitivo y, mientras veía brotar las palabras como insectos en la pantalla del ordenador, casi sin advertirlo concebí la ilusión sin argumentos de que visitar a Rodney en Rantoul era la única forma de romper la lógica de aniquilación en la que me hallaba atrapado. Apenas acabé de formular esta idea empecé a ponerla por escrito, pero, porque comprendí que era apremiante y brutal y que exigía demasiadas explicaciones, de inmediato la suprimí, y, tras darle muchas vueltas y hacer y rehacer varios borradores, acabé expresándole simplemente mi deseo de volver algún día a Urbana y de que volviéramos a vernos allí o en Rantoul, una declaración lo bastante vaga como para que no desentonase con el talante sosegado y casual del resto de la misiva. Terminé de redactarla cuando ya era de noche, y por la mañana la envié a Rantoul por correo urgente.

Durante un par de semanas esperé en vano la respuesta de Rodney. Temiendo que se hubiera extraviado mi carta, volví a imprimirla, volví a enviarla; el resultado fue el mismo. Este silencio me desconcertó. No juzgaba verosímil que ninguna de las dos cartas hubiese llegado a su destino, pero sí que Rodney las hubiera recibido y, por alguna razón (tal vez porque había sentido como una ingratitud o un agravio que en plena vorágine del éxito yo hubiera interrumpido sin explicaciones nuestra correspondencia), se negara a contestarlas; también cabía la posibilidad de que Rodney ya no viviera en Rantoul, una conjetura avalada por el hecho de que, según pude averiguar, no había en Rantoul ningún teléfono a nombre de nadie llamado Falk. Cualquiera de las dos hipótesis era plausible, pero no recuerdo cómo llegué a la conclusión de que la más razonable era la segunda, que era también la más inquietante o la menos optimista: al fin y al cabo, si el orgullo herido era la causa del silencio de Rodney, entonces cabía la esperanza de romper éste, porque no era insensato pensar que tarde o temprano aquél cicatrizaría; pero si la causa de su silencio era que Rodney no había recibido mis cartas porque se había trasladado a vivir con su familia a otra ciudad (o, peor aún, porque de nuevo había huido, convertido de nuevo en un fugitivo crónico incapaz de liberarse de su pasado oprobioso), entonces cualquier perspectiva de volver a ver a Rodney se evaporaba para siempre. Pronto el desconcierto se trocó en desánimo, y la fugaz ensoñación de que un encuentro con Rodney ejerciera sobre mí el efecto de una especie de sortilegio salutífero se reveló de súbito como una última y ridícula añagaza de la impotencia. Otra vez no tenía ante mí más que una puerta de piedra.

Volví a mi vida de subsuelo; dejé pasar el tiempo. Un viernes de febrero, más o menos dos meses después de que tratara de reanudar mi correspondencia con Rodney, al abrir mi buzón para recoger la caja de porros que Marcos me dejaba allí cada semana encontré una carta de mi agente literaria. A diferencia de lo que había hecho otras veces, en esta ocasión la abrí: mi agente me anunciaba en la carta que la embajada española en Washington me proponía realizar un viaje promocional por diversas universidades de Estados Unidos. No sé si he dicho que este tipo de invitaciones a viajar aquí y allá se había convertido en algo tan rutinario como el silencio administrativo con que contestaba a todas ellas. Ya iba a tirar la carta cuando me acordé de Rodney; abrí la caja de Marcos, saqué un porro, lo encendí, di un par de caladas y me guardé la carta en un bolsillo. Luego salí a la calle y eché a andar hacia el centro. Aquella noche no hice nada distinto de lo que venía haciendo desde hacía meses; tampoco la del sábado, ni la del domingo. Pero durante todo el fin de semana no dejé de pensar en la propuesta, y el lunes por la tarde, después de mucho tiempo sin dar señales de vida, llamé por teléfono a mi agente. Aún no había superado la sorpresa de la llamada cuando le di la sorpresa añadida de que había decidido aceptar el viaje por Estados Unidos con la condición inexcusable de que una de sus etapas fuera Urbana. A partir de aquí todo fue muy rápido: la embajada y las universidades aceptaron mis condiciones, organizaron el viaje y a mediados de abril, casi quince años después de marcharme de Urbana, volví a tomar un avión hacia Estados Unidos.