"El detalle Tres novelas breves" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)2 ÚLTIMOS DÍAS DE MARÍA AUXILIADORA BERNABÉUna semana después del Viernes Santo, dos si contamos desde el asesinato de Jacinto Guernod, fue asesinada María Auxiliadora Bernabé, lo cual constituyó una enorme tragedia. Naturalmente que habría podido evitarse (así pasa con todas las tragedias; las inevitables se llaman «fatalidades»), pero la interesada desoyó mis advertencias y yo anduve demasiado torpe a la hora de actuar. Es verdad que mis advertencias resultaban difíciles de creer, más aún de explicar, pero no lo es menos que mi estado de nervios me impedía ser excesivamente sutil: me había pasado tres noches seguidas a la intemperie, tras el entierro de Guernod, vigilando su casa desde una esquina para sorprender a la araña en cuanto saliera. Mi instinto me decía que el horrible bicho no iba a escoger la luz del día para escapar: los asesinos de esa estampa, por norma general, prefieren ampararse en las tinieblas nocturnas a la hora de realizar sus fechorías. De este modo, decidí aguardar en la esquina de la calle Barracón, que da a la casa de Guernod, en cuanto el alboroto del entierro hubiera finalizado. Elegí aquella esquina y no la siguiente por varias razones: la más obvia era que la calle Cruz, que es la que da al portal de la casa, baja en pendiente hacia la playa, así que, si me colocaba en el lugar más alto, podía abarcarla perfectamente; otra buena razón era que la casa contigua a la de Guernod por aquella esquina estaba deshabitada, así que no tendría que temer la curiosidad de los vecinos de ese lado; en último lugar, la esquina de Barracón me protegía del caprichoso viento del mar, que iba y venía a su antojo por Cruz, cosa siempre importante para quien, como yo, usa sombrero. Tengo que felicitarme por el plan, aunque desgraciadamente, ay, no a largo plazo. Reconozco que la primera noche casi me dormí, se me doblaron las rodillas y necesité sujetarme al canalón cercano más de una vez para no caerme allí mismo. Me asaltó la terrorífica duda de que la araña hubiese escapado durante mis momentos de desmayo, pero la conjuré con este sencillo silogismo: si había ocurrido así, ya no tenía remedio, por lo tanto era inútil pensar en ello. Al día siguiente tomé la precaución de dormir bien por la mañana para mantenerme despejado por la noche, y ya no volvió a vencerme el sueño. No fue sino hasta la tercera guardia cuando ocurrió. El enemigo, con seguridad sabedor de que era yo quien le vigilaba, demoró su aparición lo suficiente como para sentirse tranquilo. Además, él también hizo una elección, y escogió la noche en que la luna fue acuchillada. Lo recuerdo perfectamente: hubo luna llena, pero el disco puro del satélite, bien dibujado contra el telón negro del cielo al final de la calle Cruz, fue penetrado con siniestra lentitud por una nube en forma de navaja, afiladísima y artera, que procedió a cortarlo en dos mitades exactas. Más tarde escribí: Pavoroso suceso, preludio de otro más horrible: la luna se partió como un pan de mollete. La nube divisora era como un puñal hindú, de agudísima punta y bordes ondulados. Justo un instante antes de percibir aquel cósmico crimen, distinguí al hijo de Diosdado el de la pollería y a un amigo suyo caminando por Cruz hacia abajo. Ellos también me vieron y se echaron a reír como dos imbéciles, desde la acera opuesta: – ¡Anda, si es el loco del cementerio! -exclamó burlonamente el amigo-. ¡Qué susto! El hijo de Diosdado (se llamaba Ángel, Ángel Diosdado; parece mentira llamarse así y ser tan cabrón) le dio un codazo a su compañero y siguió sonriéndome como un cretino de nacimiento: – ¡Don Baltasar! ¿Qué hace ahí tan quietecillo, hombre? ¡Váyase a casa, que es tarde! A pesar de que el «ángel» no me había insultado, me pareció mucho más demonio que su amigo: tengo la nariz fina para los hipócritas. Preferí ignorarles y se marcharon riéndose calle abajo. Eran solo dos estúpidos chavales y en ningún momento habían llegado a sospechar el inmenso peligro que les acechaba a escasos metros de distancia. Porque cuando desaparecieron en la primera esquina de Cruz, y tras percatarme con horror del navajazo de la luna, la pesada y temible araña negra saltó desde una de las ventanas enrejadas de la planta baja de la casa de Guernod. Aunque, como es natural, me estremecí de cabeza a pies, nada hice sino observarla atentamente: sabía que cualquier movimiento en falso por mi parte la alertaría haciéndola huir a toda velocidad, y, en razón de las seis patas de ventaja que poseía, yo no tenía ni la más mínima oportunidad en una hipotética persecución; terminaría escapándose irremisiblemente y se ocultaría en cualquier rincón oscuro, esperando a la noche siguiente para actuar. Otorgarle cierto grado de confianza era parte de mi plan. Continué, pues, en la esquina, tan inmóvil como pude, sin, perder de vista al monstruo. Éste pareció olfatearme de pronto: se detuvo a medio camino de la calzada, las cerdas del peludo abdomen tiesas como púas de erizo, su sombra grotescamente proyectada sobre la calle por las dos mitades de la luna herida, y empinó aquello que debía de servirle como cabeza. Contuve la respiración durante ese instante terrible pensando que me había descubierto. Pero entonces el asqueroso bicho reanudó sus sigilosos movimientos de ladrón y trepó por la pared de la casa de enfrente… ¡entrando por la ventana enrejada del piso donde vivía María Auxiliadora Bernabé! No fue la mejor de las noticias. «La señorita Bernabé… Dios mío, la señorita Bernabé… ¡Ella no, por favor!», rogué mentalmente. Por supuesto, esa noche no había nada más que hacer: mi asesino no daría el golpe hasta, por lo menos, un par de días después, de eso estaba seguro, porque, en caso contrario, infundiría peligrosas sospechas en el vecindario. Pero, ahora que yo sabía que se ocultaba en casa de la señorita Bernabé, ¿cómo haría para atraparlo? Los pensamientos contradictorios me embarullaron la cabeza. Cuando regresé a casa, los nervios no me dejaron desvestirme y ni siquiera rezarle a la copa donde guardo las cenizas de mi padre, como hago habitualmente: tal como estaba me arrojé en la cama y me dediqué a mirar al techo mientras jadeaba penosamente. Permanecí en aquel estado de trance un tiempo indefinido. «¡La señorita Bernabé no…! ¡La señorita Bernabé no…!», era el único pensamiento que, a ratos, me venía a la conciencia. Al fin logré controlarme, con lo cual pude moverme (pues, a diferencia de la mayoría de la gente, a mí la inquietud me deja totalmente quieto, como a ciertos perros de caza), y cuando me sentí mejor me levanté y lo primero que hice fue anotar en mi cuaderno los sucesos recientes. Después, y hasta que el cansancio me venció, pasé el tiempo diseñando mi futuro plan de acción. ¡Jacinto Guernod había muerto de manera atroz, pero yo no iba a permitir que le ocurriera lo mismo a la señorita Bernabé! ¿Por qué le había tocado a ella? ¡Designios misteriosos de Dios, que desde Sodoma no ha vuelto a tener miramientos con los justos! La señorita Bernabé, la herboristera de la calle Cruz, había sido siempre una criatura dulce, amable y bondadosa, un espíritu abnegado que había tenido que soportar muchas amarguras en su vida. Creció honesta y simpática, aunque solitaria, y siempre que me veía -a cualquier edad: de niña, de adolescente o de mujer- me regalaba sus sonrisas, moneda que se ha vuelto preciosa desde que la gente la escatima tanto. Su padre, Aparicio Bernabé, había sido tendero en un cuchitril miserable de la esquina de la calle Cruz que ha terminado convirtiéndose, felizmente, en una droguería: la de los Mohedano. Entre los vecinos se comentaba que Aparicio había soñado con que su hijo heredaría la miserable tienducha, y, enquistado en ella como los mejillones a las rocas mojadas, seguiría adelante con el negocio de cuatro perras gordas que él mismo había fundado y del que tan orgulloso se sentía (he dicho «cuatro perras gordas» y me equivoco, porque la tienda daba dinero y sabido es que la tacañería es la pobreza culpable). Pero, bien fuera porque no tuvo hijos varones, bien porque no halló disposición en su única hija para continuar por aquella admirable senda, bien porque ella misma lo rechazara abiertamente, lo cierto era que el viejo había terminado traspasando el local muchos años antes y se había dedicado a morir con paciencia junto a María Auxiliadora. A esto se unía la prematura defunción de su esposa y su propia y prolongada vejez, que le había roído el cerebro. Como solo tenía a su hija para cuidarle, ello significó la condena eterna de la pobre muchacha. A sus cuarenta años recién cumplidos, María Auxiliadora seguía habitando la misma diminuta casa de sus padres, junto a su momificado progenitor, aún atractiva, soltera y absolutamente desperdiciada para la vida. No había perdido ni pizca de simpatía, pero aquel voluntario claustro y su constante labor de enfermera la habían convertido en un ser pálido, envejecido y deprimente, lo cual me daba una pena infinita: esos ojos azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno y esa sonrisita dulce que le encendía el semblante cada vez que despuntaba se merecían algo más, sin duda, que aquella triste reclusión. Y lo más desagradable del caso es que ella misma lo sabía. Su único pasatiempo consistía en vender plantas medicinales, como ya había hecho su madre mucho antes, pero Mana Auxiliadora no se iba al campo a buscarlas sino que las pedía a la ciudad, y a veces a Madrid y Barcelona. Sin embargo, su fama de herboristera se había hecho notoria en Roquedal, y Paca Cruz, la pitonisa del hostal de la playa, me había dicho un día que lo que no curasen las hierbas de la señorita Bernabé no lo remediaba ni el doctor Torres. Digo todo esto para mostrar el verdadero afecto que sentía por aquella chiquilla de cuarenta años. Me propuse impedir desde el principio que nada malo (o nada peor) le sucediera. Al día siguiente, más repuesto después de un descanso breve pero adecuado, me vestí y acicalé lo mejor que pude -cuerda nueva al cinto, flor suavemente marchita en la solapa- y emprendí la marcha hacia el pueblo en dirección a la casa de la señorita Bernabé. Me sentía bastante más tranquilo que la noche anterior: tras escoger y descartar diversos planes había llegado a la conclusión de que no podía planear nada hasta que no descubriera dónde se ocultaba realmente el asesino, pues existía la posibilidad, pequeña pero esperanzadora, de que hubiese abandonado aquella casa para ir a ocultarse en otra. Me recibió la misma señorita Bernabé, lo cual no era de extrañar porque siempre estaba allí y en sus raras ausencias nadie habría podido abrirme la puerta: no, desde luego, Sarita, la gata negra y despeluchada que arrastraba su panza en silencio, el único ser realmente vivo aparte de María Auxiliadora; mucho menos el viejo Aparicio, que no se movía del sitio donde su hija lo colocaba, como los jarrones. – ¡Don Baltasar, qué sorpresa! -Aquella sonrisita dulce de nuevo-. ¡Pase! Ya he dicho que sus ojos eran azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno, pero diré todavía algo más: en sus ojos, y solo en ellos, la señorita Bernabé era libre. Todo lo que la rodeaba eran barrotes, pero su mirada enorme la hacía cantar y volar por dentro, como un jilguero. Y diré también que tenía agazapado el pelo, que ya era gris, con un anticuado moño de pinzas, y que se protegía el blanquísimo cuello con un pañuelo limpio de lunares grises, y que sobre su rebeca llevaba prendida, ¡bendita sea!, una ramita seca de trigo raspinegro, algo así como un broche natural, que simbolizaba muy bien su profesión de herboristera, aunque creo que ella se la ponía por no sé qué recuerdo de su madre. Nunca se maquillaba, pero su rostro reflejaba la belleza serena de un amanecer en la montaña. Y como apenas salía de casa, el aroma de las plantas se le pegaba al cuerpo, y acercarse a ella era oler a menta, tomillo, eucalipto y hierbabuena, como entrar de repente en un reducidísimo bosque en mitad de un pueblo como éste, en que no huele a otra cosa que a mar. Añadiré que era de las pocas personas de Roquedal que jamás me insultaban: nunca la oía referirse a mí como «el loco del cementerio» y siempre me trataba con un respeto intachable. Quizá percibía mi soledad, al igual que yo la de ella: ambos éramos maestros de la misma desgracia -en ella, escogida; en mí, impuesta; aunque ¡quién sabe si no era al revés!- y nos comprendíamos en silencio. – ¿Sería mucha molestia, señorita? -pregunté sin decidirme a entrar, quitándome el sombrero. – ¡No diga tonterías! ¡Precisamente tengo agua calentándose! ¿No le apetece un poleo mañanero? – Muchas gracias. Yo había visitado varias veces a la señorita Bernabé (para comprarle hierbas del reuma), así que no consideré que hacía mal obedeciéndola. Creo haber dicho ya que la casa era pequeña, y pude comprobarlo entonces: la cocina se abría directamente a su dormitorio y al saloncito, y su única ventilación consistía en un ventanuco alto que, por otra parte, se hallaba cerrado. En el saloncito, la solitaria ventana de doble hoja daba a la paralela de Cruz, la estrecha calle del Solar. Tenía una salida lateral que conducía a la habitación de su padre, que era el dormitorio grande y daba también a Solar; al de ella solo podía accederse a través de la cocina. Era una casa estrecha y decrépita como el cerebro de su dueño, y reflejaba baldosa a baldosa, zócalo a zócalo, toda la avaricia de un hombre que no había querido gastarse los cuartos en una vivienda mejor. Sarita, la gata, más fea que de costumbre, instalada en un rincón del suelo de la cocina, me miraba con los ojos de ópalo sabio de los felinos viejos. Anoté esa noche en mi cuaderno: Importante hallazgo. La gata me avisó. Sus ojos, planetarios, se hallaban partidos por los husos negros de la rueca del destino, como ayer la luna. Investigar relaciones con la oquedad central de las nubes. Mientras la señorita Bernabé regresaba a la cocina y cerraba la puerta, entré en el saloncito y me senté junto a la mesa camilla, no sin antes saludar cortésmente al viejo Aparicio, que no me contestó. Llevaba tiempo sin verle, y reprimí una mueca: como el que se olvida un trozo de queso fuera del refrigerador y lo halla, al cabo del tiempo, peludo de gusanos. Aparicio parecía poseer una vejez infinita: era calvo y arrugado como la cera que se derrite para enfriarse después en la base de la vela; se encogía sobre la eterna mecedora hasta el punto de que los hombros competían en altura con la cabeza; las manos, muy grandes, eran la otra parte visible de su piel: la derecha lucía unas uñas ominosamente largas, de puntas casi negras (en una pelea a zarpazos, a buen seguro que Sarita habría perdido); tenía la mirada, como toda la expresión, enfundada en maldad. «Dios mío -pensé-, ¿y con este engendro vive esta pobre mujer?». Allí estaba, silencioso e inmóvil en su mecedora, hundido en su propia ropa pero con las manos -sobre todo la derecha, de uñas largas y negras- totalmente al descubierto. Menos obsceno me habría parecido que enseñara el resto del cuerpo. Tras él se alineaban, en una estantería que llegaba hasta el techo, incontables frasquitos etiquetados y bolsas de plástico con hierbas. Ver a Aparicio allí sentado me hizo pensar en un viejo y carcomido tronco plantado en mitad del bosque. Dejé de mirarle para concentrarme en lo que tenía que hacer. ¿Cómo exploraría el dormitorio de María Auxiliadora sin despertar sus sospechas? Los acontecimientos posteriores me evitaron aquel trance… ¡pero no sé si hubiera sido preferible! Transcribo lo que anoté en el cuaderno más tarde: Llegó la señorita Bernabé con dos infusiones. Me sirvió el poleo y se sentó junto a su padre para darle de beber un té de hierbas amargas que, según me explicó, era bueno para los riñones. Por su actitud de adoración al inclinar el vaso para que Aparicio sorbiera, diríase que se trataba de una indígena ofreciendo su tributo diario al ídolo tallado en piedra. Mientras tanto, no dejaba de hablarme: – Es un niño malcriado -prrttz, sorbía el viejo-, hay que dárselo todo aunque sepa coger algunas cosas, ¿verdad que sabes, papá? -prrttz, sorbía el viejo-. Claro que sabes, pero estás muy mimado… ¿Qué va a pensar don Baltasar de ti? -prrttz, sorbía el viejo. Bebí mi poleo respetando el repugnante ritual. Cuando Aparicio terminó su té -un gruñido indicaba que no quería más-, la señorita Bernabé pasó a hablarme del ramo de flores que le ha encargado don Fernando el párroco para el paso de la Virgen del Gato este Viernes Santo. Se ilusiona con esa labor. – ¿Qué flores usará, si no le importa decírmelo? -pregunté enseguida. – Violetas, por supuesto -contestó-. ¿Qué otro color va a ser mejor para Nuestra Señora en su infinita tristeza? Y por la manera en que decía aquella palabra -«tristeza»-, bajando la cabeza y situando los ojos lejanamente azules en un punto vacío, no parecía sino que hablaba de ella misma y que aquel precioso ramo que tanto la ilusionaba estaba destinado a su propia tumba. No se me ocurría ninguna excusa plausible para registrar su dormitorio, ya que no podía contarle la verdad; decirle, por ejemplo: «Perdone, señorita, pero, si no le importa, voy a entrar en su cuarto para buscar una araña negra tan grande como mi mano, repleta de veneno y de malas ideas, que pretende asesinarla a usted. Ahora mismo vengo». Empecé a echar incómodos vistazos hacia la cocina, que, como he dicho, era el único acceso a su habitación, pero como eso tampoco servía de nada, mi inquietud fue en aumento. Ella, que lo notó, equivocó mi malestar: – Pero ¿qué le pasa? ¿Tiene frío? ¿Cierro la ventana? – No, no, gracias. Estoy bien. – La voy a cerrar de todas maneras -dijo al tiempo que lo hacía; volvió a sonreírme encantadoramente y me guiñó un ojo-. Es que, no sé si lo sabe, pero aquí, al «niño», no le gusta que la ventana de la salita esté abierta ni siquiera en verano. ¿A que no, papá? -El viejo no dijo nada; seguía mirándome con desprecio-. ¡Pero la de su cuarto bien que le gusta tenerla abierta! ¿Usted lo entiende? Las manías que le dan. Se queja de todo: del frío, del calor… Quiere vivir tapadito por las mantas como un bebé. ¡Está tan mimado…! Y eso sí: que no lo dejen solo ni un momento. No sé cómo no ha protestado al verme entrar en la cocina. Por las tardes, cuando me pongo a trabajar en las hierbas y a guisar, tengo que llevármelo un ratito y sentarlo en la cocina, conmigo, ¿se lo puede creer? ¡Como yo le digo: pero papá, si la casa es tan pequeña que abres un ojo desde la cama y ya me ves! -Se echaba a reír mirando al viejo para buscar su agrado; pero Aparicio me observaba solo a mí, con los ojos muy fijos y muy fríos como dos trozos de hielo negro-. Pues nada: hay que estar a su servicio. ¡Ah, a usted también le parecen mal esas uñas…! Me sorprendió este comentario y me estremecí como si despertara de un sueño: era cierto que había estado contemplando, de hito en hito, la enorme mano derecha de Aparicio. – ¡A que sí! ¡Dígaselo, dígaselo de una vez, a ver si a usted le hace caso! ¿Será posible que no me deje cortarle las uñas de esa mano? ¡Cómo se pone…! ¿Le parece bien que un señor tenga las uñas tan largas? – Claro que no -murmuré. – ¿Has oído, papá? ¡Que a don Baltasar no le parece bien que te dejes así las uñas! Es una vergüenza, ¿verdad? -volvió a guiñarme un ojo. – Es una vergüenza -repetí como un autómata. – ¡Qué maniático se ha vuelto! ¡Si yo le contara…! Me contó algo realmente, pero yo dejé de oírla. Reclamaba de nuevo mi atención aquella tremenda mano derecha de venas gruesas, vello retorcido y lunares de vejez. Aquellas uñas largas y negras. Roc, roc, roc-roc. Las uñas golpeaban el brazo de la mecedora como cuervos picoteando un árbol. Ahora me percataba de que Aparicio no había dejado en ningún momento de producir aquel ruido: Roc, roc, roc-roc, dos arañazos sueltos seguidos de dos rápidos. El movimiento de sus dedos era como un tic, tan frecuente a esas edades, inevitable y preciso. Decidí investigar de forma esquinada la extraña mano y su rítmico aleteo. De pronto comprendí la horrible verdad. El espanto me erizó los pelos del cogote. «¡Increíble añagaza, astuto y siniestrísimo enemigo!», escribí esa noche. «¡Ya no es una araña; ha dejado de ser una araña y ahora es…!» – Don Baltasar, ¿se me pone usted malo? -La señorita Bernabé me observaba con preocupación. Un gruñido del viejo me salvó de contestar. Después anoté: «¡Concordancia exacta! ¡Voz ronca, vacía, amenazadora…! «Me has descubierto.» Eso decía el gruñido. – Sí, papá. Es don Baltasar, ¿no lo reconoces? Otro terrible gruñido. – No sé lo que dices, papá… Otro gruñido más fuerte y prolongado. – Papá, no te entiendo. ¿Qué quieres? -La señorita Bernabé buscó mi comprensión con la mirada-. ¡Siempre igual: pide mucho, pero hay que saber chino para entenderle, pobrecito! ¿Es agua, papá? ¿Quieres agua? Otro gruñido. «… "Te quiero a ti." Eso decía el gruñido.» – ¿Tienes frío? ¿Te acuesto…? «… "Quiero tu vida joven." Eso decía el gruñido.» – ¿Es que… te has manchado? «… "Tu corazón tras las rejas. Quiero tu corazón de niña." Eso decía el gruñido.» Me levanté de un salto, incapaz de proferir palabra. Qué duda cabe que yo había escuchado los mismos sonidos infrahumanos que la señorita Bernabé, pero en mi imaginación, enfebrecida por el terrible hallazgo, se me antojó que formaban aquellas frases. – No se vaya, don Baltasar, que limpio a mi padre enseguida -dijo la señorita Bernabé-. Le aseguro que no me llevará más de un momento… Le limpio y acuesto y me vengo con usted. Percibí una vaga súplica bajo aquellas palabras amables y logré controlar mis nervios. «Venga, venga, Baltasar: un buen detective no puede venirse abajo en los momentos cruciales», pensé, dándome ánimos. – ¡Quédese ahí sentado, es una orden! -me dijo ella, sin perder la alegría-. ¡O entre en la cocina y hágase usted mismo otro poleo, hombre! – Esperaré -le dije, intentando sonreír. Cerré los ojos mientras la señorita Bernabé interpretaba toda la compleja escena de levantar a su padre del asiento y hacerle caminar sin perderle el respeto, hablándole siempre con ternura: – Vamos, papá… el pie derecho… no, un poco más… cuidado ahora… vamos… ahora… así, papá… Si pones de tu parte será más fácil… así… ahora el otro pie… Me quedé esperando en el saloncito, valorando las distintas posibilidades que tenía. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo podía atraparlo ahora? ¿De qué forma impedir que consumara su espantoso crimen? Desde las habitaciones interiores me llegaba el ajetreo de la ropa y los gruñidos de Aparicio. Al cabo de un rato, la clarísima voz de la señorita Bernabé se alzó en falsete, llena de asco: – ¡No, papá, deja eso! ¡No toques eso, papá…! ¡Te he dicho muchas veces que…! Al pronto me asusté, pero inmediatamente supe a lo que se refería. Desde hacía tiempo era más que conocida la pésima costumbre del viejo (aunque disculpable por su abyecta senilidad) de jugar con sus propios excrementos. Más de un vecino de la calle Solar, a la que daba su dormitorio, se quejaba de que los lanzaba con diestra puntería por la ventana, que siempre dejaba abierta con tal fin, e iban a dar de lleno en objetos e incluso (alguna que otra lamentable ocasión) en las personas que en aquel momento fatal pasaban por allí. Era, en verdad, un hábito deplorable… ¡pero, después de mi descubrimiento, razoné que se trataba del menos peligroso! Y sin embargo, ¿qué podía hacer yo? Me sentí de repente tan débil y solitario como la vieja gata Sarita, que en aquel instante salió de la cocina arrastrando su grotesco cuerpo por el suelo mientras me lanzaba un maullido quebrado. «Sí, ya lo sé… -pensé con tristeza-, ya sé dónde está el enemigo, pero ¿qué puedo hacer? Si tú, cuando olisqueas la caza, encontraras, en vez del ratón joven y pequeño, un perrazo viejo y enorme de afilados dientes, ¿qué harías?, ¿qué podrías hacer?» La señorita Bernabé demoró, en efecto, poco tiempo, pero me halló en pie cuando regresaba. – ¿Es que ya se va, don Baltasar? – Sí, ya es tarde -dije-. Gracias por el poleo, señorita. Y por el rato de charla. – ¡Por Dios que anda remilgado hoy! ¡No me dé más las gracias y vuelva mañana, que es lo que tiene que hacer! Creo que fue su sonrisa lo que me hizo reaccionar. Me acompañó hasta la puerta para despedirme, y entonces, sin poder más, me volví hacia ella jugando nerviosamente con el ala del sombrero entre los dedos. – Señorita… debo decirle algo. – ¡Que me asusta usted! ¿Qué ocurre? Todavía recuerdo su figurita sencilla, su cara asombrada de niña solitaria en un cuarto oscuro, de pie en el umbral, con la puerta de la calle abierta, ella de espaldas a la negrura de la casa y yo de espaldas a la luz de la calle. Cierro los ojos y vuelvo a ver esas imágenes. – No ocurre nada, no se preocupe -la tranquilicé con una mentira-. Se trata de… su padre. Vigile a su padre, señorita. – ¿Que lo vigile? ¡Poco vigilado que está! -sonrió-. ¡Ande, no se preocupe por él, que es usted más bueno que el pan…! – No me preocupo por él sino por usted. Tenga cuidado con su padre. – Verdad que debo tenerlo: el día menos pensado nos va a dar un buen susto… – Dígame -la interrumpí-: ¿su dormitorio tiene pestillo, señorita? Abrió sus bondadosos ojos azul oscuros, toda azorada. – Sí… ¡Qué preguntas hace usted…! – Eche el pestillo todas las noches, por lo que más quiera. Y abra la ventana: así podrá huir si es necesario. ¡Es muy importante, créame! Pero no solo eso: ¿sería posible cerrar la puerta de la habitación de su padre – ¡Cristo bendito! ¿Para qué? – ¡No le deje salir de la habitación! – ¿Salir? ¡Pero si no puede ni moverse sin mi ayuda…! – ¡Hágame caso: no le deje salir, vigílelo, no lo pierda de vista en ningún momento, no le dé la espalda, no se duerma sin asegurarse de que él se ha dormido antes, aun así procure mantenerse despierta todo lo que pueda…! – ¡Don Baltasar, por favor, tranquilícese! Nunca olvidaré su mirada entonces: la misma que ponen las ovejas cuando las llevan, engañadas, al matadero. – ¡Créame, se lo suplico! -rogué. – ¡Bueno, bueno, no se preocupe, déjeme ahora, déjeme ya…! -dijo ella, apurada. ¡Demasiado bien conocía yo aquella manera de dirigirse a mí! En ella era infrecuente, sin embargo. Como vi que era inútil seguir insistiendo, y además estábamos llamando la atención de la gente, me despedí con una última reverencia, me calé el sombrero, di media vuelta y eché a caminar por la calle repleta de sol sintiendo escalofríos en las entrañas. Como podrá suponerse, dudaba con toda razón de que la señorita Bernabé siguiera punto por punto mis instrucciones, así que decidí establecer mis propios turnos de guardia. No fue tarea fácil: tenía que vigilar alternativamente la calle de la Cruz, a la que daba, como ya he dicho, la ventana del cuarto de la señorita Bernabé, y la del Solar, a la que daba el dormitorio de su padre. Pero puesto que pocas cosas se resisten a la voluntad humana, lo que parecía al principio no solo difícil sino imposible logré llevarlo a cabo con la determinación y firmeza de mis propósitos. ¡Veladas solitarias fueron ésas! Salía todos los días de mi caserón a eso de las once de la noche, con el fin de llegar sin apresurarme al pueblo, que ya estaba sumergido en la oscuridad y el vacío, los comercios, las ventanas y la mayoría de los ojos cerrados, salvo en las tabernas. Llegaba alrededor de un cuarto de hora después de haber salido, lo que no era mal ritmo, y me situaba, como el que no quiere la cosa, de pie en la misma esquina de Barracón desde la que había espiado la casa de Guernod, aunque ahora lo que vigilaba era el dormitorio de la señorita Bernabé. Habiendo decidido que más trabajos merecía el enemigo que el aliado, un poco después de las dos de la madrugada me mudaba a la calle del Solar y observaba desde la acera de enfrente la ventana del viejo, permaneciendo en aquel puesto el resto de la noche. Arreciaba el frío a esas horas. Era abril, y los del sur, más aún los costeros, no estamos muy hechos al relente fuerte. Todavía peor fue que lloviese dos noches seguidas, justo antes de las procesiones, suceso maravilloso donde los haya en esta perdida aldea andaluza donde sobra el agua en el mar y falta siempre en el cielo. Pero todo supe soportarlo, incluso los chaparrones, que me pillaron desprevenido las dos veces en la calle Solar, sin paraguas e incrédulo, por lo que hube de refugiarme malamente bajo las delgadas cornisas de la casa de Huertas, el vecino de enfrente, tan aterido que hasta temblaba. Sin embargo, lo que son los afectos, el destino de la señorita Bernabé me parecía infinitamente peor que mis sufrimientos: «Pobre, pobrecita -pensaba-, no es culpable, no se lo merece, ha sido siempre buena y dulce… No se merece una muerte así… Todo lo que haga para impedirlo será poco». Con la llegada de las procesiones mi vigilancia se hizo algo más cómoda. El gentío, los niños que se acostaban tarde y poblaban de gritos la noche, los trompetazos y redobles, las saetas lejanas que se cantaban en la plaza y, en fin, todos los acontecimientos propios de estas ceremonias, aliviaban un poco mi tormento: ¡hasta la simple presencia de la gente a nuestro alrededor logra consolarnos, aunque nadie nos haga caso! Además, en esos días dejó de llover y pude soportar mi vigilia con más facilidad. Finalizaba mi guardia cuando advertía en el horizonte firmes propósitos de amanecer, y regresaba, cansado pero satisfecho como un ejército que acabara de librar una durísima batalla en la que hubiera resultado victorioso, a mi solitario y frío caserón. Así, día tras día, noche tras noche, levantándome con los ocasos, acostándome al alba, era natural que me preguntase cuánto más aguantaría mi cuerpo, cuánto más tendría que sacrificarme por la preciosa vida de aquella bondadosa mujer. Y no menos natural era concluir que estaba destinado al fracaso, porque los seres humanos podemos, de vez en cuando, enfrentarnos a lo imposible, pero nunca a lo infinito. Noches antes del día de la tragedia, aunque posteriores al Viernes Santo, mi enemigo decidió decirme «aquí estoy», por si acaso yo lo había olvidado. Las guardias habían vuelto a ser aburridas tras el ajetreo de las procesiones, pero, por lo menos, ya no llovía. Y como la costumbre es gran maestra y experta entrenadora, ya no me costaba tanto esfuerzo permanecer vigilante hasta que el clarear de las nubes me relevaba. Durante todo aquel tiempo, dicho sea de paso, no había percibido nada raro ni en el cuarto de la señorita Bernabé ni en el de su padre, y casi empezaba a albergar la esperanza de que mi asesino se lo hubiese pensado mejor al ver mi inquebrantable tenacidad, y hubiera elegido otra víctima. Pero, ay, de qué forma aquello que deseamos se convierte en el espejismo de un hecho: porque lo cierto era que mi enemigo poseía, al menos, tanta tenacidad como yo, y dos o tres noches después de Semana Santa pude comprobarlo. Sucedió cuando vigilaba el cuarto del viejo, un poco después de las dos de la madrugada. No hubo preámbulos que me alertaran, no hubo ruidos ni visiones fantasmagóricas. Fue un acontecimiento en apariencia muy natural y, sin embargo, tan espantoso que, al pronto, incluso perdí el habla y la capacidad de reaccionar. Ocurrió, simplemente, que el viejo surgió de la oscuridad de su cuarto y se quedó de pie tras la ventana entreabierta mirándome en silencio, muy quieto, como había hecho días antes en su casa. Eso fue todo, y, sin embargo, incluso ahora, diez años después, la carne se me pone de gallina al recordarlo. Ni sé cómo tuve valor para quedarme tan quieto como él y desafiarle con la mirada. No digamos para hablarle, como hice la noche siguiente, cuando volvió a repetirse el suceso. En realidad, Aparicio no hacía nada salvo permanecer inmóvil durante un rato observándome igual que yo a él, aunque no igual, porque él lo hacía desde la muerte y yo desde la vida, él desde el crimen y yo desde la justicia: un abismo sin fondo separaba nuestras miradas. Después, como si supiera que ya me había advertido lo suficiente, se retiraba tan tranquilo y regresaba a la oscuridad del dormitorio. La primera noche, el horror que sentí no me permitió más que breves exclamaciones, como quien intenta espantar a un tigre con piedras: – ¡Sal…! ¡Fuera…! ¡Vete…! ¡Ya…! ¡No…! «¿Y si avisara a la señorita Bernabé? -pensaba-. Así podría comprobar que no miento. Ya que cree que su padre no puede caminar sin su ayuda, se convencería por fin de que…» Pero, sobrecogido por las contradicciones, rechazaba la idea enseguida: «No, sería inútil: porque en realidad ella tiene razón y su padre no puede caminar. Y, a la noche siguiente, decidí demostrarle a mi asesino que yo tampoco me rendía. Cuando el viejo apareció con su cráneo descarnado de cal viva y sus arrugadas zarpas por el hueco rectangular de la ventana, iluminado apenas (pero lo suficiente) por el resplandor de las farolas, reuní todo el valor que jamás he tenido ni volveré a tener para espetarle: – ¡Déjala en paz, muerto en vida! ¡No te atrevas a tocarla! ¡Vete de esta casa de una vez! ¿Crees que me vas a derrotar? ¡Aquí me tienes! ¿Aguantarás más que yo? ¡Ya veremos! ¡No te sientas tan seguro, que te conozco! ¡Yo, entre todos los seres que destruyes, te conozco…! No se dio por aludido mi enemigo: solo me miraba; y ni siquiera tenía yo la completa seguridad de que lo hiciera, porque no veía sus ojos sino las borrosas cuencas donde, sin duda, estarían enterrados, negras y frías como el anuncio de nuestra muerte. Pero, a pesar de que yo no alzaba mucho la voz por temor a despertar a los vecinos, sabía perfectamente que me estaba oyendo. – ¡Mataste a Jacinto Guernod, y eso estuvo mal, aunque quizá aquel borracho se lo merecía…! ¡Pero déjale otra oportunidad a la señorita Bernabé! ¡Permítele disfrutar de la última juventud que le queda, demonio repugnante…! ¡Te juro que si le haces daño lo lamentarás hasta el último día del infierno, palabra de Baltasar Párraga…! Estas bravuconadas grité, u otras similares, y, tras ellas, mi adversario retornó con absoluta calma a la oscuridad del dormitorio. Tengo por muy honroso declarar que, de no haber mediado causas mayores, mi voluntad no hubiese sido nunca responsable directa de lo que ocurrió, e incluso, quién sabe, quizá hubiera podido resistir muchos días más hasta agotar la paciencia o las energías de mi asesino. Pero lo que se agotó fue mi cuerpo. Y es que tantas noches de guardia, tantas imaginarias pavorosas, y sobre todo la maldita lluvia que había soportado, pasaron factura a mi organismo y cogí, al día siguiente de desafiar al monstruo, un mediocre constipado, impropio de un héroe detectivesco, que, mal atendido, se transformó en una seria infección bronquial. Esto no es saludable para nadie, pero lo era mucho menos a mi edad, así que tuve que guardar cama una única noche, entre la fiebre, el delirio, la soledad, los temores y la tos, que no era poca. Debido a no tener teléfono en casa ni siquiera pude recibir la ayuda, innecesaria la mayor parte de las veces, del doctor Torres. Fue una sola noche, pero bastó. Al día siguiente abrí los ojos ya bien entrada la mañana, me sentí un poco mejor, me levanté y me asomé por la ventana del dormitorio. Se me figuró que era el día más espléndido que habíamos tenido hasta entonces en aquella inestable primavera, y pensé: «¡Una noche sin vigilancia! ¡Qué desastre! Pobrecita, pobre chiquilla…». Me vestí apresuradamente, sin dejar de toser y expulsar flemas, más inquieto conforme más bella se iba poniendo la mañana, y salí corriendo hacia el pueblo. Llegué fatigado y jadeante, pero a tiempo de ver cómo sacaban el cadáver de la señorita Bernabé en unas parihuelas y lo metían a toda prisa en una inútil ambulancia. El color de sus ojos, espantosamente abiertos, parecía haberle teñido todo el rostro como tinta derramada: tenía la cara azul oscura y unas manchas rojas en las mejillas como un sedimento de sangre. La boca estaba deformada por el gran susto de la muerte. Por lo demás, era la misma: el mismo moño gris con pinzas, el pañuelo de lunares e incluso la espiga trigal prendida a la rebeca balanceándose con los vaivenes de la camilla. Dos enfermeros la transportaban y un tercero cubrió con la sábana la flagrante injusticia de su pobre rostro. Había también guardias civiles y un par de bomberos. La casa se hallaba abierta y ventilada, pero aún era posible oler a gas. – ¿Cómo ha podido ocurrir? -decía un vecino de los muchos que se agolpaban en la puerta. – El tubo de goma del butano se partió -intervino otro- y, como la casa es tan pequeña, su habitación se llenó de gas enseguida; la pobrecilla, que estaba durmiendo, no se despertó más… – ¡Yo la había visitado varias veces! -decía otra vecina-. Es verdad que la casa es pequeñísima, y la pobre dormía junto a la cocina… – Qué horror. – La gata también está muerta. – Qué desastre, Dios bendito. – El que ha tenido suerte ha sido el pobre Aparicio -comentó la sabia vecina que los había visitado «varias veces»-.¡Claro: como dormía en la habitación más alejada, y siempre con la ventana abierta, ya sabemos para qué…! – Mira por dónde, eso de tirar porquería a la calle le ha salvado la vida al viejo -dijo, como de pasada, el hombre que estaba a su lado, y que debía de ser su marido porque ella le amonestó con un codazo. – Una vida de sacrificios cuidando a su padre, para luego terminar de esta manera… -sentenció otra vecina, que era anciana-. Estamos todos en las manos del Señor… Sin perder más tiempo, me deslicé entre la gente y logré entrar en la casa. Dos bomberos y un guardia civil (reconocí al cabo Marchena) inspeccionaban en la cocina las cañerías del gas. Todas las puertas estaban abiertas, así como la ventana del saloncito, pero la casa ya no olía a otro campo que a los de concentración. Supuse que solo disponía de pocos segundos antes de que los enfermeros regresaran a por el viejo, si es que no se lo habían llevado ya. – ¡Eh, el loco, que se ha colado el loco! -dijo algún vecino a mi espalda; hasta la fecha no he logrado saber aún quién me delató. Penetré en la habitación del viejo como una bala, levantando el bastón a guisa de arma en previsión de lo que pudiera encontrarme. – ¡Quedas detenido por el asesinato de Jacinto Guernod y María Auxiliadora Bernabé! -le grité a lo que yacía en la cama. Don Aparicio, enterrado sobre dos almohadones bajo un crucifijo enorme como una guadaña y rodeado por un olor fétido a cosas muertas, me soltó un gruñido de acecho. Con su mano derecha, la de la zarpa, amasaba algo lentamente, y no tuve que mirar dos veces para saber lo que era. Pronto comprendí las intenciones de mi enemigo. – ¡No! -exclamé, abalanzándome sobre el viejo al mismo tiempo que dos guardias civiles entraban en la habitación y me sujetaban. Pero ¡y qué! Ahora me alegro de que aquellos agentes refrenaran mi primer impulso y me detuvieran. Aparicio ya no era lo que más importaba en aquel momento; es más: había dejado de ser importante para siempre; había jugado su papel y desempeñado su labor tal como mi asesino deseaba, y ahora había sido desechado. Por otra parte, nunca hubiera podido llegar a tiempo de impedirle hacer lo que sabía que iba a hacer, pues no bien los dos policías me hubieron reducido por la fuerza, el viejo, terminando de amasar las heces a su gusto, alzó la mano y las arrojó por la ventana abierta. Tanta violencia empleó que cruzaron la breve calle del Solar como una perdigonada maldita y fueron a estrellarse contra la ventana del vecino de enfrente. Mientras la autoridad me hacía salir del cuarto, tuve aún oportunidad de ver que alguien abría esa ventana, sin duda intrigado por el ruido del fenomenal granizo, y contemplaba con expresión de intensa repugnancia lo que ya no era sino su propio destino escrito con mierda deslizándose, putrefacto, por el cristal. Se trataba de la joven hija de Huertas. Paz, se llamaba. |
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