"El detalle Tres novelas breves" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)2Un día completo y extraño. Escribo esto a las dos y media de la madrugada, sentado, como ayer -ese lejano ayer-, en el escritorio con olor a madera vieja de don Roberto, a la luz de una lámpara pequeña con la pantalla improvisada de cartón (No la encienda mucho rato, que el cartón se quema, me dice la pobre Rosa) y entretengo mis ojos siguiendo el curso de las vetas de madera en la mesa mientras trato de recordar todo lo ocurrido (decir «todo» es imposible, o al menos tan difícil como rastrear hasta el órigen cada una de las grietas que ahora contemplo: se pierden, se confunden, se mezclan). Al menos, intentaré reflejar la cara extraña del día, que no deja de sorprenderme, y me juzgaré a mí mismo mientras lo hago (el cristal de la ventana entrecerrada me refleja cuando me siento a escribir: todo un símbolo). Mi trabajo, muy bien. Don Roberto no mintió cuando me dijo por teléfono que no había mucho que hacer. La consulta está instalada en una casa que desentona violentamente con la arquitectura de Roquedal, cuadrada, de techo plano y ventanas metálicas, cuajada de calor. Por dentro, las luces de los fluorescentes la vuelven fríamente calurosa, y el ambiente no mejora cuando descubres que todo está lleno de aristas (Roquedal es romo y suave, pero allí, en la consulta, todo pincha -no solo la jeringa- y se encrespa en violentos ángulos cerrados: es como si quisiera decirse a sí mismo y a los habitantes que es un lugar científico, ajeno al pueblo): mi mesa es de metal blanco, como la silla, y los azulejos y baldosas, en azul claro, no dejan resquicios para distraer el ojo. Hay una gran ventana, pero el paisaje de casitas pintorescas que se adivina tras ella contradice tan nostálgicamente el interior que uno termina por pensar que los barrotes que la cruzan están ahí para impedir salir y no al revés. Sobre la mesa, los recios rectángulos de las recetas y volantes, y junto a ellos, Marta, la ATS, que coge las vacaciones el mes próximo. – Para que no haya dos nuevos en la consulta al mismo tiempo -me explica-. Así don Roberto o yo, el que esté en ese momento, ayudamos al sustituto. Le agradecí el detalle. A Marta parece que hay que agradecerle todo desde que la ves: es tan acogedora, tan enorme, de pecho y semblante tan maternales que, sin saber por qué, te pones a agradecerle cualquier cosa, como si de ella hubiera dependido en parte que vinieras al mundo. Tiene modos de ciudad (se tiñe el pelo de un castaño rojizo fuerte y se pinta cuidadosamente), pero es muy respetada en Roquedal. Nos hemos entendido a las dos palabras (sospecho malignamente que le agrado más que el propio don Roberto) y hablamos de sus vacaciones, en que piensa irse a Segovia (tiene familia allí) y después a Barcelona y París. – Huyo del sur, huyo del sur -me repite. – Hace calor -la ayudo-. Aquí se ahoga uno a pesar de la playa. Ella entrecerraba sus ojos rasgados (y pintados de manera nocturna en pleno día) y hacía una mueca de «sí, pero no es eso». – Sí, pero no es eso. En estos pueblos uno termina por… No sé si me entiendes -nos tuteábamos desde el principio-. Este pueblo es bonito. Roquedal es bonito. Precioso, desde luego. -Aquí paró de adjetivar, contenta-. Pero al cabo del tiempo la vida se te hace igual y terminas… -Hizo un gesto con las manos en remolino y sus pulseras sonaron acordes-. La gente piensa que la gran ciudad enloquece, pero nadie habla de estos lugarcillos. – No se te ve muy loca. Rió y sus pechos temblaron, enormes, como si le sobraran y fueran a caérsele en la mesa. – ¡Pues si me conocieras! Es obesa y simpática, ambas cualidades exageradas y adornadas en exceso para su edad, pero sus manos son hermosas y lo sabe, de dedos laxos que adoptan posiciones desafiantes en un más difícil todavía a la hora de gesticular, coger las recetas y rellenarlas o simplemente posar tranquilos sobre la mesa. Tiene unos meñiques precisos y lindos: dan ganas de cortarle alguno (pobrecita), escribir encima «Recuerdo de Roquedal» y llevártelo a casa. Cuando tenga más confianza con ella le diré esto. La consulta, ya digo, buena. No olvidé en ningún momento que yo era un don Roberto postizo y temporal para ellos, y me mantuve en mi papel. A las dos de la tarde me quité la bata, apagué el ventilador (también picudo, también filoso) contra el que luchábamos para refrescarnos sin que los papeles volaran y emprendí mi misión del mediodía -que ya Marta me había anunciado-: una comida de bienvenida en la terraza de un bar con los poderes indispensables: el farmacéutico, el cura y, posiblemente, el alcalde. Es necesario conocerles, pasar los sagrados ritos, comprender los tabúes y las recompensas. Me preparo para la iniciación y Marta (que se ha desvestido en un santiamén y ahora se me aparecía disfrazada de solterona exótica -un traje elegante y blanco con flores dispersas en malva y verde-) me acompaña. En el pueblo reina a esa hora un calor sin presagios, tan aburrido como un papel en blanco. Me cuelgo la chaqueta al hombro (¿por qué la llevé?, ¿me sentía más seguro con ella?) y termino entrecerrando los ojos como Marta e incluso envidio sus pestañas largas y parabólicas que tamizan los resplandores. En una sombra, niños pequeños cantan, sumidos en un juego de tiza y círculos cuyo fin parece ser ése: cantar sobre ellos. ¿Qué son? ¿Dónde están? ¿Cómo encontrarlos? No supe a qué se referían, aunque entonces hubo un segundo en que me pareció importantísimo saberlo, pero se me desvanecieron solos mientras nos alejábamos y ni siquiera mirar hacia atrás me reveló ningún prodigioso secreto: eran tres niñas con similares camisones a cuadros, trenzas y zapatillas sin medias. Una saltaba cantando y las otras la acompañaban con un contrapunto llamativo. Me sentí ridículo mirándolas. El bar ostentaba un nombre propio, pero no lo recuerdo: Paco o Pedro o Luis. Había una terraza, en efecto, con mesas y sillas metálicas, y más allá, tras la techumbre de cañas y un declive mustio, se hallaba un grupo de árboles, la carretera que bordea la playa y ésta, allí tirada, con el mar azul llenándolo todo a lo lejos. A la sombra de aquellas cañas había fresco. El farmacéutico se llama Juan y es un hombre calvo y delgado, con bigotito negro, gafas doraditas y olor a agua de colonia. Me produce la impresión de que se tiñe con petróleo los cuatro pelos húmedos que le cruzan el cogote. Estaba ya allí, junto a su oronda María (una María oronda es, al parecer, imprescindible, y le ha tocado a él), su mujer, repeinada, unánimemente gruesa, con el vestido de un azul interrumpido por lunares blancos y gordos. Ella es buena persona. Él me parece más estudiado. Comían pescado frito cuando llegamos, y él se limpió la mano ostensiblemente antes de tendérmela, como deseoso de mostrar el espectáculo de su educación. Ella, más natural, me plantó un beso terrorífico. – Pruebe usted esto, don Marcelo -me dijo él-, y compare con el pescado que come en la capital. Naturalmente que tuve que pedirle, casi exigirle, que me tuteara. Aprovechó la ocasión para esgrimir la prerrogativa de su edad. – Podría ser tu padre, así que te voy a tutear, sí, y tú a mí, pues igual -dijo, y la oronda María se rió. Sospeché que tiene cierto éxito con sus gracias, porque Marta también liberó una risita recatada. A nuestro alrededor había brisa de mar y gentes que iban y venían saludándose con gestos y sonidos. Todo muy lento, como si sobrara el tiempo. Un hablar monosilábico y difícil que se desarrollaba a mi espalda: – Eh. – Qué. – Ya. – Vale. Y de vez en cuando, Juan, el farmacéutico, estiraba su delgadez para saludar con la mano alzada, pero reprimía el monosílabo. Tiene dedos de pianista y un anillo en cada anular. Parece tentarle la capital, y él coquetea con esa tentación, pero permanece fiel a su rinconcito: en su charla siempre critica y alaba la ciudad a partes iguales. Te deja en la duda sobre lo que realmente piensa de ella. Habla igual de su mujer, la oronda María: mezcla sus defectos y virtudes sin pausas (o con la pausa de un chipirón masticado) y, en general, de todo, como si temiera ofender los gustos o como si él mismo no anduviera seguro de los suyos. Es una perenne contradicción: ama el mar, pero prefiere la montaña; don Roberto le agrada por sus años y su experiencia, pero le gustan más los médicos jóvenes como yo. De aquella conversación dual, casi estereofónica, me salvó la llegada de don Fernando, el cura. Sonaron campanas lejanas y apareció él de improviso, tras la esquina, tan coincidente que me pregunté si sería deliberado. Vestía la sotana (después he sabido que es su traje de etiqueta. Se ha hecho a la comodidad y prefiere camisa holgada y pantalones negros en verano) y venía como de haber realizado un gran esfuerzo físico (dos veces, contando esta primera, me lo he topado hoy, y en ambas he tenido la misma impresión): sus hombros anchos, algo encorvado, sudoroso, limpiándose las manos y jadeando. Su pelo blanco está peinado sin raya hacia atrás. Es simpático y proverbial, y ama todo lo práctico. A su alrededor, las cosas se estropean solo para que él las componga. En un mundo perfecto y prístino, personas como él se morirían pronto. Nada más sentarse percibió que la mesa estaba coja y (siempre jadeando) se levantó y buscó un pedazo de madera para enderezarla. Volvió a sentarse y volvió a inspeccionar su alrededor en la esperanza de hallar otra cosa torcida, mal puesta, rota o necesitada de su pericia. Naturalmente, todo estaba aceptable salvo yo, y sobre mí recayó el utensilio de su mirada. – ¿Se ha traído usted la chaqueta? ¿Tiene frío? – Me equivoqué -dije-. Debí dejarla en casa. – Se le va a caer. -Me la señaló con un dedo moreno y breve: yo la había puesto sobre el brazo de la silla y rozaba con el suelo. La coloqué mejor pero no quedó satisfecho-. Traiga, traiga. Me la colgó del respaldo con tanta sabiduría que ni queriendo hubiera podido tirarla. Volvió a sentarse, ya satisfecho. – En estos meses, en Roquedal, no hace frío, hombre -me dijo. – Por las noches refresca, pero hace calor tanto de día como de noche, igual -refirió Juan con su característica dualidad. Antes de la llegada de don Fernando me había defendido con un breve bosquejo de mi biografía, pero con él las preguntas arreciaron. Cuando mencioné que era divorciado hubo un corto silencio que se hizo raro e incómodo por lo breve, al contrario de lo que es usual. En Roquedal los silencios sanos son largos y vacíos como el cielo. Éste apenas duró. Dije: – Me separé de mi mujer hace dos años. Y tras una brevísima pausa en la que ni siquiera se masticó pescado, Marta (bien fuera su profesión, bien su temple maternal) pareció querer salvarme: – ¿Y ahora está soltero y sin compromiso? Y agradecí su aparente indiscreción, porque las risas que siguieron (ella también es soltera y sin compromiso) me permitieron relajarme: – Hasta ahora estoy solo -dije. – Dios proveerá -aseguró don Fernando. Pero como miró hacia la entrada oscura del bar y llamó con un gesto al chico que atendía las mesas, no supe a qué se refería: era como si Dios estuviera allí, tras la barra, y proveyera bandejas de pescado frito. Cuando pasó la ronda de curiosidades me estremecí con el recóndito temor de que una nueva aparición (el alcalde, por ejemplo) me obligara a repetir todos los datos que ya había ofrecido. En parte se cumplió porque lenta, jerárquicamente, vino Carmen, la matrona oficial, muy elegante, con una permanente vertical que oscilaba con la brisa, y me dio un fuerte apretón de manos y un fuerte beso (será gracioso, pero juro que olía a niño recién nacido). Una joven a su lado permanecía seria y sumisa. – Y ésta es Rocío, mi hija. No me detuve al pronto en Rocío, como si la hubiera hallado oculta por algo, quizá por la languidez del pueblo, pero cuando se sentaron frente a mí, obligándonos a remover las sillas con un jaleo metálico de chirridos, pareció revelárseme y me intrigué. Ya he dicho que padezco (entre otras cosas) lo que creo que se trata de un defecto de ciudad: tengo que pensar y pensar antes de saber si algo me gusta o no. A Rocío la pensé un instante: tiene la cara ovalada y fuerte, el cabello rubio castaño muy peinado y los ojos grandes y claramente claros, de una claridad azul que me sorprendió. Los abría (los abre) mucho, y ellos miran simétricos sin cesar, con un parpadeo que no los enturbia, fugaz e invisible, como si en vez de párpados tuviera solo esas membranas nictitantes de los pájaros, que se cierran sobre el ojo sin cubrirlo. Era… ¿mayor?, ¿adolescente? Su edad estaba borrada. Llevaba un vestido a cuadros escoceses que finalizaba un poco por encima de sus rodillas, y ella, cruzándolas, lo hacía retroceder más. Piernas blancas, brazos blancos tapizados de vello débil. Me gustó: sobre todo, esos ojos. La brisa le encaramó unas hebras de pelo en la nariz y me estremecí al comprobar que ni siquiera así daba risa: lo ridículo no la tocaba, ni el vestido a cuadros ni el pelo en la cara. Ella, detrás, miraba seria. Y como para acompañarla, una nube cubrió el sol y las sombras se extendieron. – Hay algo en el ambiente -dijo don Fernando, pero su comentario, extraño, no llamó (aún más extraño) la atención de nadie. Dejé de mirar a Rocío (ella no me miraba) y tuve que recuperar a la fuerza el hilo de la conversación, que ahora dominaba Carmen. Es provinciana y bondadosa, pero tiene algo salvaje, como si a fuerza de atender partos hubiera llegado a pensar que todas las cosas importantes de la vida se obtienen así: con la violencia controlada, con el poder de la labor instantánea, con la decisión rápida de los brazos. Hablaba mientras pelaba boquerones, sin mancharse los labios repintados. Es sumamente graciosa, con ese acento del sur, rápido y dulce, que siempre deja un eco de risas tras él. Pero debajo hay perspicacia. Enseguida le pareció extraño que un médico aún no maduro pero tampoco demasiado joven como yo andara sustituyendo a los colegas en los pueblos mientras buscaba trabajo fijo. – ¿Y no ha podido colocarse aún en la capital? -decía. – Prefiero trabajos esporádicos en lugares como éste. – ¿Y por qué no se viene a vivir a un pueblo? – Porque no es fácil, ni siquiera en mi profesión. En realidad, porque aún no quiero, pero esto no lo he dicho. Desde que Mariela se marchó, busco y no busco la soledad. En eso soy tan doble como Juan, el farmacéutico. Me parece desearla, pero solo eso: tenerla ahí delante, a mano, sin poseerla del todo. Tengo un miedo amoroso a quedarme solo: ese miedo del amante primerizo que desea y teme conseguir. Pero esto no lo he dicho. Menos aún cuando la conversación se desenfocó de mí dócilmente, llevada por Carmen, y apuntó a otros temas. Juan, entonces, me habló de don Baltasar. – ¿Por qué no te pasas a verle un día de éstos? -Alzaba el cuello entre dos líneas de palabras: Carmen y la oronda María hablaban sin parar, cruzadas con Marta y don Fernando, que hacían lo propio-. Está muy mal. – ¿Qué le ocurre? – Está muy mal -repitió-. Tenemos miedo de que haga algo. Su familia era una de las más adineradas de la zona antes de la guerra civil, y él mismo se casó con la hija de unos terratenientes y vivió bien hasta hace diez o doce años, en que falleció su mujer. Desde entonces viene de mal en peor. No tuvieron hijos, por lo que se quedó solo en su casa de las afueras. Antes bajaba algo al pueblo pero ahora ni eso. Yo paso a veces por allí y me recibe como un amigo. A mí me quiere mucho. Me invita a café y charlamos de todo. Está como una chota, pero razona como tú o como yo. Era la ambivalencia típica de su lenguaje, y asentí como si lo comprendiera todo. Se ajustó las gafas con una puntería sorprendente de su índice veloz y me alentó a visitarle juntos un día. – Quizá podamos convencerle de que le vean en un hospital. A mí no me hace caso y don Roberto no quiere ni saber de él. – Ése termina pegándose un tiro -afirmó don Fernando. Fue como si decir «un tiro» hubiera sido una verdad, porque surgió un silencio asustado. Ya no hablamos de mucho más. El calor no aflojaba a pesar de las nubes que, a ratos, eclipsaban la luz dejándonos en medio de una charca de sombras. Yo miraba a Rocío y me abrumaba su misterio. Estaba respetada como una estampa, allí sentada, frente a mí, bajo las sombras trémulas, el pelo acariciado por la brisa alta, los ojos fijos en algo -que podía a veces ser alguien pero nunca los ojos de alguien-, abiertos y absortos, como si no fueran ojos: como si estuvieran allí, en su rostro, con un fin inverso al de mirar: el de ser mirados. Ojos que no veían, puestos allí para que yo los viera. Habíamos pedido más cervezas, pero ya empezaba a gobernarnos la siesta. Hubo un lío de manos y gestos a la hora de pagar, pero se hizo cargo Juan, casi por obligación de precedencia y debido a la ausencia del otro Juan, el alcalde, que no había podido venir. Nos levantamos todos y en un momento se deshizo la reunión con esa prisa suave de la tranquilidad: todos se me ofrecieron de mil maneras frente a cualquier problema que pudiera tener en el pueblo, y cada uno fue abandonando el grupo y marchándose por su lado. Las últimas en desgajarse de mí (era paradójico la amabilidad y el abandono con que me dejaban) fueron Carmen y su hija: me dijeron un franco «hasta luego» y las vi subir una cuestecita empinada y polvorienta, madre e hija juntas, ésta con las manos en la espalda, la falda al vuelo, y perderse en la bajada como veleros en la redondez de la tierra. Un sueño irreprimible, una pesadez de nube cargada, me hizo renunciar a mi primitiva idea de explorar el pueblo y decidí regresar a la casa azul y echarme a dormir. Iba pensando en ello cuando oí a las niñas. Seguían cantando su canción, jugando su juego, en alguna parte, en esa lejanía doméstica que tienen los lugares cercanos pero ocultos: una suave tonada que preguntaba algo, que algo quería, insípida, sin fuerza. En parte seguí aquel hilo de voces porque sabía que se hallaban cerca de casa y porque la curiosidad me lo dictaba. Di la vuelta en una esquina y la brisa se apagó bruscamente. Me hallé a solas en una calle ondulante, quieto en el aire quieto, sobre las sombras completas de las casas. Una silla de mimbre yacía en la acera, frente a un portal, desprovista de significados. Avancé devanando el sonido de la canción en mis oídos, burlado por aquella soledad tranquila, y crucé un entramado de resquicios entre las casas, no verdaderas calles sino pasillos vacíos por los que mirar y ver pasar los gatos. Les presté una débil atención y percibí algo. Escribo lo anterior y me propongo continuar, aun a sabiendas de que narraré un simple engaño de los sentidos. Pero he prometido contar, al menos, «todo» lo extraño, y si algo sobró en mi ambigua experiencia del mediodía fue precisamente su pura extrañeza, su absurdidad en este pueblecito de pescadores. Fue como cuando caminas y algo, de repente, te penetra por las esquinas de los ojos. El cerebro, fugacísimo, emite una hipótesis arriesgada (no podemos existir sin inventar explicaciones) que después los ojos verifican o no. Pero si tu percepción difiere enormemente de lo que imaginaste, dudas en atribuirlo todo a tu error: si te pareció un árbol de reojo, quizá halles natural ver un poste de la luz, pero no un perro. Y yo vi una figura. Ahora escribo «figura» y dudo. Había ropa blanca secándose al fondo, en el balcón de una casa que asomaba por el resquicio, y su temblor frente a la brisa pudo confundirme aún más de lo que creo. Pero en ese mundo que habitan nuestros errores cotidianos yo vi una figura. Bailaba o se movía desordenadamente en mitad de la calle regada por el sol, frente a las casas. Me pareció posible, incluso probable, que lo hiciera al ritmo de la canción infantil que todavía escuchaba. Fue un mirar y remirar y ya no ver sino sábanas tendidas donde antes (y, digo otra vez, un «antes» que casi fue un «ahora») bailaba la hipótesis de una figura. Pero justo en ese «antes» yo había creído percibir muchas cosas: que estaba desnuda por completo, que ostentaba la cabeza rapada, calva, bien formada y brillante como todo su cuerpo (fue esa brillantez móvil, como de llama, lo que me hizo advertirla de reojo) y que danzaba con los dulces y calculados pasos de una bailarina clásica. Advertí pechos sobre su torso blanquísimo y me la imaginé mujer. Nació así, toda junta y repentina, tan real que no verla un instante después me dejó igual de asombrado que su presencia, como si ésta fuera superior al error de mis ojos y se hiciera indispensable. Reconozco que no fue otra cosa sino las secuelas de aquella confusión lo que me hizo volver sobre mis pasos, mirar de nuevo, introducirme por el resquicio del equívoco y atravesar la calle en busca (ridículamente) de algún rastro. Pero nada había salvo la calle, siempre interminable, flanqueada de casitas al sol, como puestas a secar, los balcones adornados de ropa limpia. Y al fondo, bajo el cuidado débil de un árbol, allí donde las recordaba la última vez, cantaban las niñas coreadas a ratos por los ladridos de un perro lejano: ¿Qué son? ¿Dónde están? ¿Como encontrarlos? De nuevo volví a tener la imperiosa sensación de que las respuestas a tales preguntas eran importantísimas y allí, bajo el sol, un escalofrío me hizo temblar. ¿Por qué tanto miedo? Ahora no sé explicarlo realmente. Recuerdo que por un instante pensé que había enloquecido, mi pulso se aceleró y mis sienes latieron con fuerza. Notaba la boca como hecha de corteza de árbol, áspera y seca. Pasé junto a las niñas con el terror aún encima (no sé por qué me dio por creer que habían visto también a la figura que bailaba y se reían en secreto de mí) y me apresuré hasta la casa azul, me tendí en el frescor oscuro del dormitorio y cerré los ojos. Allí la vi, en la negrura de mis ojos. ¡Se me había quedado más ahí que todas las visiones reales del pueblo! Aún bailaba, se movía, con una gracia incomparable. Tenía una belleza aterradora pero huidiza, como la de un gamo, como la del agua cristalina de un torrente. Cuando abrí los ojos de nuevo eran cerca de las siete. Me refresqué un poco en el lavabo mientras oía el murmullo acompasado de una radio lejana. Ya no quedaban rastros de mi terror (lo he atribuido todo a la fatiga del primer día de trabajo) pero me seguía inquietando la causa de aquella vívida alucinación. Cuando bajé al patio hallé a Rosa preparando café. – Querrá usted una tacita -me dijo, moviéndose con exactitud por la cocina oscura (Rosa ahorra electricidad hasta la noche, e incluso en ésta. Creo que por eso me dice que tenga cuidado con la lámpara). – Se lo agradezco. – ¿Cómo le ha ido en el primer día, don Marcelo? -me preguntó desde la cocina y se volvió para mirarme-. ¡Virgen santa, qué pálido está! ¿Le ha pasado algo? – El cansancio y la falta de costumbre. Un café me vendrá muy bien. Fue tan considerada como para no seguirme preguntando. Di una vuelta por el patio mientras se hacía el café. Había una quietud mojada de plantas, un aire húmedo que llegaba a los pulmones antes de ser respirado. Decidí que no era una sensación agradable y entré en la cocina. Allí, sobre la mesa de mármol viejo, Rosa me sirvió una taza de café y unos dulces grandes recubiertos de azúcar. Acepté un poco de leche y observé las hojitas de nata desplegarse con suavidad en la superficie. El café me entonó, pero tras varios sorbos tuve una sensación de irrealidad repentina. Fue cuando Rosa se introdujo en la zona más sombría de la cocina, de espaldas a mí, donde una oquedad en la cal pintada con llamas de hollín señala el lugar donde antes pudo haber una cocina de leña. Noté (noto) las palmas de las manos resbaladizas, la frente salpicada de algo frío, el pulso batiendo incontrolable en las muñecas. Aún ahora vuelvo a experimentar esa sensación. Evidentemente, la mañana de trabajo me ha engañado con su aparente brevedad. Quizá también el sol. Rosa debió de percibirlo. Guardaba unos platos en un altillo (un sonido como de castañuelas fuertes), su cabeza flotando en la penumbra, como en un teatro de sombras, y de repente me dijo, sin mirarme: – ¿Por qué no se distrae un poco esta primera noche, don Marcelo? Roquedal no tiene muchas cosas para usted, pero puede pasear por la playa. Y si no quiere venir a cenar, no venga. Cualquiera que le busque por una urgencia, ya me encargaré de decirle que está usted en la playa, cerca de los bares. O donde usted me diga. Acepté, pero no quise marcharme mucho tiempo. Le dije que estaría de vuelta en diez minutos y quedamos en que quien quisiera verme, esperaría abajo, en el vestíbulo. Salí al fresco violeta del ocaso y me sentí nuevo. ¡Qué buen médico es doña Rosa! El aire inminente de la noche olía a playa y todo Roquedal estaba tan animado que daban ganas de perderse. Caminé sin rumbo por las calles pequeñas, frotándome los ojos hasta dominarlos y parecerme que percibía en la penumbra, que podía aprovechar los últimos resplandores rosados, separar todavía el mar del cielo allí, a lo lejos. Y hacia el mar fui, siguiendo el consejo de mi cuidadora. Bajé el último tramo de la calle principal casi veloz, con la débil sensación de que debía llegar al mar antes de que algo me sucediera. Y, sin embargo, nunca llegué. Un grupo de jóvenes subía calle arriba mientras yo bajaba. Al pasar junto a mí oí: – Buenas noches. Y me volví. Algunas cabezas giraron indiferentes para mirarme pero solo una se mantuvo así el tiempo necesario como para que yo la reconociera. Era Rocío. Alzó una mano blanca, como queriendo confirmar que era ella, y que ella era la autora del saludo. Le respondí con mi propia mano y los vi alejarse. Vestía un algo negro que parecía mejor y más moderno que el conjunto a cuadros de esa mañana. Sus piernas blancas, descubiertas, habían prendido mis ojos y apenas adivinaba lo que había entre su cabeza dorada y ellas: un cuadro negro, una solución de continuidad era aquel vestido que invitaba a la mirada a imaginar. La vi perderse de nuevo en una calle cuesta arriba, como destinada a irse siempre por las cimas, a esconderse en la cresta de las cosas. Y decidí seguirla. No fue difícil. El grupo de adolescentes con el que iba era ruidoso y lento, sin disimulos. Ella siempre con las manos en la espalda, sus compañeros zumbando a su alrededor entre risas y gritos, ella en silencio. Extrañamente, no temí en ningún momento que me sorprendieran. No había muchas direcciones que escoger en Roquedal: las gentes se cruzaban entre sí y se seguían sin voluntad de seguirse, se miraban sin querer, solo con abrir los ojos, el saludo (ya lo sabía) era un ritual de monosílabos sin importancia, porque siempre están ahí todos, no hay pérdidas. Yo la seguía a ella, pero podía no hacerlo y aun así, ir tras ella. Me sentí impune en la pequeñez del pueblo. Llegamos a una calle flanqueada por una valla. En el otro lado, una farola emergía de la pared para iluminar con apropiada escasez la escena, dotarla de las adecuadas sombras. Los vi dirigirse al final del todo, hacia una casa pintada de colores de donde procedía el estruendo de una música constante, y entrar en ella. Jóvenes con cervezas de litro se sentaban en la acera como bultos o se erguían inquietos junto a la puerta. Me acerqué y la oscuridad me amparó. En las paredes de la entrada había una barahúnda de largas colas de pez y torso y rostro de mujer realizados con peor tino, como si el pintor conociera mejor a los peces que a las mujeres. En letras que pretendían ser olas azules se ondulaba un nombre: «La Sirena». La música ocupaba todos los sentidos y apenas dejaba ver más. Entré. No sé por qué me sorprendió tanto el decorado rojo del interior. Quizá -pienso- me esperaba un mundo azul y submarino, pero no las profundidades rojas de la tierra. Las paredes, las luces, las sillas, las mesas, las caras y los cuerpos, todo era rojo y abrumador. Las personas se movían indecisas, cambiando constantemente de dirección, llevando cosas frágiles o derramables en las manos, bailando sin bailar, llenos de sonidos. Pero no me costó esfuerzo encontrar su cara. Miraba hacia un grupo y no bailaba, no se movía, apenas sonreía, y me estremecí por segunda vez (desde que la había contemplado aquella mañana) porque supe que no había fingido seriedad delante de su madre: es seria. Tiene unos gestos seguros, una firmeza sin bromas, que no parecen pertenecer ni a su edad ni a su contexto. No podría decir si me gusta o no, si realmente es tan hermosa (a ratos me lo pareció) o tan vulgar. Pero aquella absoluta seriedad me inquieta. ¿Dónde aprendió esa sonrisa sin alegría, ese gesto que indica lo contrario de lo que es? ¿Hay alguna escuela para enseñar a impresionar sin voluntad, a saberse mirada sin conciencia? Supuse incluso, nada más verla, que ella ya sabía de mi presencia y me dejaba mirar. Era un juego invisible en el que ella era el enigma, el objeto contemplado, el ETER escrito en las paredes del camposanto, y yo el descifrados de códigos. Toda su figura me decía que no vacilaba: que estaba allí, seria y definida, iluminada en rojo, por un mero capricho, pero que en realidad pertenecía al mundo anciano del silencio. Tanto más me sorprendió lo que sucedió después. Pero no me adelantaré a mi propia historia. Permanecimos así un instante, ella escuchando a un interlocutor invisible (alguien le hablaba) y yo mirándola. Entonces la vi responder algo y marcharse de improviso. – ¡Rocío! ¡Eh, Rocío! -oí que alguien gritaba (no puedo estar seguro). Pero ella se desasía de algo, quizá de todas las miradas, y salía imperiosa, se marchaba, se ocultaba fuera. Volví a seguirla y mis intenciones parecieron hacerse visibles, porque me sentí vigilado de repente. Pero salí también y la seguí. – ¡Rocío! -oía tras de mí. La llamaban. Quizá había discutido con algún chaval que ahora se arrepentía. La vi afuera caminando erguida y cubierta a medias por la sombra. Persistí. La música quedó atrás y volví a oír-: ¡Eh! Ella se iba con rapidez, se disolvía con esa velocidad adolescente del impulso, del hacer algo ya, ahora mismo, sin esperar. Giró en una furiosa revuelta, su falda negra hacia el lado inverso, y la esquina la desvaneció completa. Cuando yo hice lo mismo, advertí una calle pequeña y ondulada por donde solo caminaba ella. Y entonces ya no pude ocultar que la seguía. Y ella (eso creo) no ocultó más tiempo que lo sabía. – Hola -dije. Se había detenido al final del callejón, frente a un solar tan oscuro que parecía el mar, el pelo rubio castaño, con olor a jabón, horizontal por la brisa que nos venía. – Hola. -Tenía los brazos cruzados. Me miró al decir «hola» y no supe si le agradaba o no mi presencia. Volvió á fijarse en el solar oscuro. Sospeché que no deseaba compañía, pero la necesidad de una excusa me dejó allí clavado. – Entré en la discoteca y te vi -le dije-. Como saliste con tanta prisa pensé que te pasaba algo. -Confié en su adolescencia para que no se burlara de la estupidez de mi explicación. No lo hizo pero tampoco me ayudó: permaneció allí, clavada también, mirando a la nada. – Escucha -dijo de repente. Escuché. Había sonidos lejanos, confusos, una mezcla de paz y sucesos distintos, sin nombre: una música (la de la discoteca), la brisa, una amalgama de ladridos en algún sitio y quizá (pero creo que sí) la presencia del mar. – ¿Lo notas? – ¿Qué? Ella me miró de nuevo, como sin voluntad. – Pues no sé. Nunca hay silencio, ¿no te parece? Cuando hay silencio no lo hay. Aquí en Roquedal es fácil saberlo. Creí comprender lo que decía y asentí. En la ciudad los ruidos nos hacen pensar que el silencio es siempre la nada. Pero aquí, en Roquedal (lo noto ahora), el silencio está lleno. Iba a decirle esto cuando comprendí, al mirarla, que no me escucharía. Algo descendía por sus mejillas, brillante, lento, sin un murmullo. – Lo siento -dije-. A lo mejor quieres estar sola. Me llamó la atención su forma de llorar, como si algo dentro de ella no lo permitiese y las lágrimas escaparan rebosando sin querer. No había espasmos en su cuerpo, no había gestos. Era un llorar sin ayudas, sin señales que lo traicionaran, lento y denso, sin inteligencia. Parecía estar frente a alguien que le ordenaba no hacerlo y ella, de puro despecho, lo hacía, o se aguantaba hasta no poder más y al llorar se desmentía diciendo: «No lloro, me estoy llorando sin poderlo evitar. Míralo». La dejé un instante en ese estrecho silencio y la envolví en un abrazo. – Bueno, bueno. Ya vale. -Notaba su pelo junto a mi rostro, su olor a jabón-. Has tenido un disgusto con alguno, ¿no? Ya se acabó. Su forma de mirarme entonces, adulta, contenida, los ojos grandotes y húmedos, el entrecejo clavado débilmente en un gesto de tristeza y preocupación, me hizo saber que aquella niña podía convertirse en una obsesión. La dejé y me aparté, temiendo que se hubiera ofendido. Pero entonces dijo: – Vete del pueblo, Marcelo. – ¿Qué? – Ten cuidado. Mejor harías en irte. – ¿Por qué? ¿Qué ocurre? – Vete, Marcelo. El pueblo no es bueno para ti. – ¿Te refieres a Roquedal o a Estío? -pregunté tontamente. El impacto de esta tontería pudo ser una piedra sobre ella. La vi retroceder, huidiza como un fantasma, mientras me miraba con los ojos tan abiertos como bocas gritando. Por primera vez algo (¿en lo que dije?) había hecho que sus labios se despegaran trémulos y alguna emoción terrible saltara sobre su rostro, aferrándolo. La oí murmurar: – Dios mío. Y seguir alejándose de mí, trastabilleando con las piedras por no mirarlas, como si solo yo existiera, o solo mi rostro, flotando ante ella. Murmuró, otra vez: – Dios mío. No entendí lo que pasaba. He llegado a pensar que está enferma, porque su reacción fue sorprendente, pero aún lo fueron más sus palabras después, cuando se alejaba (aún murmurando): – Marcelo, Dios mío, vete mañana mismo, Dios mío, no sabes… Y echó a correr por fin con una soltura extraña, como si su atractivo fuera irrenunciable. Solo se volvió una vez, al final de la callejuela, para gritarme, solitaria como una gata: – ¡Vete de aquí! Y se perdió mucho más rápida que su imagen: aún la seguí viendo cuando ya no estaba. Se fue antes que su presencia, la calle la contuvo un momento más, dejó como un eco ligero de ella, antes de aparecérseme por fin vacía. He llegado a la casa azul, he cenado y no he podido dormir. Y ahora, de madrugada, terminando el recuerdo escrito de este día, sigo insomne. Rocío es extraña. ¿Qué ha podido ocurrirle? ¿Por qué dice que debo tener cuidado? ¿Y qué le asustó tanto cuando le mencioné el nombre de Estío (¿quizá el mismo nombre?), esa broma absurda de los niños de ayer? Termino y me voy a la cama, aunque sé que mis pensamientos me mantendrán desvelado un rato más. |
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