"El detalle Tres novelas breves" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

3

¡Dos días sin escribir y tantas cosas! O quizá ninguna, todo depende de mi punto de vista y de mi juicio. Y ojalá que ninguna, porque estoy inquieto por la seguridad de ambos (me parece estar enfermando, como cuando Mariela me dejó). Y sin embargo, ayer nada lo presagiaba.

Me desperté ayer sin resabios extraños, inundado de ganas de empezar, olvidados o en trance de olvidar mi error óptico del día anterior y las locuras adolescentes de aquella niña (es la envidia seguramente la que me hace llamarla así: es más adulta que yo) y su repentino e incomprensible pánico. Me estrené de nuevo en mi consulta con bastante éxito. Fue satisfactoriamente breve: pacientes escasos y fáciles, revisiones en su mayoría. En los largos intermedios hasta la hora de cierre pude charlar con Marta. Su perspicacia parecía ser contagio de la de Carmen, porque retomó el tema dejado caer levemente el día anterior con una facilidad exenta de brusquedades:

– No me explico, y perdóname, cómo te pasas los veranos en estos pueblos sustituyendo a los colegas. ¿Y el resto del año?

– Me gusta trabajar en las vacaciones de los demás -le expliqué-. Particularmente en los pueblos. Eso es lo que hago todo el año.

– ¿Y nunca has trabajado en un hospital?

– Bueno, sí. Hace algunos años.

Quedó en silencio, ávida de mis explicaciones. Decidí complacerla a medias, porque qué más da. Jugué un poco con el bolígrafo sin punta trazando surcos invisibles en la mesa. Ella me miraba y yo miraba sus manos aguardando pacíficas, encadenadas con pulseras gruesas a cada lado.

– Pedí una excedencia. El hospital te exige mucho y yo llegué a un punto en que… Bueno, me fundí. Me recomendaron un descanso y me lo tomé.

– Hiciste bien.

Hasta ahí todo era verdad. ¿Para qué continuar? Ella parecía satisfecha e incluso agregó algo que evidenciaba que su preocupación fundamental no era precisamente mi vida privada:

– Yo también pediría una excedencia.

Lo dijo como si se tratara de pedir sin ganas, a sabiendas de que da igual.

– No te sientes muy a gusto aquí, por lo que veo.

– Estoy a gusto, pero es distinto. Roquedal es -pensé que diría «precioso» y me felicité- precioso, pero…

– Muy pequeño.

– Tampoco es eso. Me siento a gusto precisamente porque es pequeño. Lo que ocurre es que a veces me parece justo lo contrario: es tan grande que nunca llegas a irte del todo de él por mucho que camines. -Rió esplendorosa y su pecho volvió a bailar, ceñido-. Quiero decir que cuando vives en él mucho tiempo, llegas a profundizar. O sea, te parece todo igual, pero nada lo es: cada cosa es diferente, cada historia distinta, cada persona… ¡llegas a conocer a cada persona! Sus vidas, sus propias historias. Llegas a pensar que la impertinencia es inevitable, porque ellos están en ti lo mismo que tú en ellos, y cada vida parece… pendiente de las otras. Al final todo resulta tan complicado que ansías la soledad pequeñita de la gran ciudad. -Volvió a reír y descubrí que lo hacía sin ganas y sin fe, como enseñada desde muy niña a que la risa y la alegría nunca van juntas-. No sé: es como mirar por un microscopio. ¡Las cosas pequeñas son terriblemente complejas cuando las detallas!

– Así que ambos huimos de lo mismo desde sitios opuestos -le dije-. ¿No será que la complicación está en nosotros?

La idea pareció gustarle: jugó con ella mirando hacia el techo con sus ojos pequeños, las manos ondulantes expresando ya su opinión antes de hablar. Parecía una gatita luchando por desovillar una madeja de lana más grande que ella.

– No sé, no sé -dijo-, puede ser. Quieres decir que tú también huyes de la complicación, pero en este caso de la que hay en la gran ciudad, ¿no? Pero no es eso lo que he querido decir: la complicación de Roquedal es diferente. El pueblo en sí es diferente: no hay dos esquinas iguales, dos calles semejantes, no sé…

– Me parece que estás equivocada.

– ¡Es que tú no te fijas! Llevas apenas un día y no te fijas. ¿Has sentido lo que te digo en otros pueblos?

Marta esconde una inteligencia interesante, sorprendente. Su pregunta me hizo pensar que no se creía -con razón- mi pequeña mentira de las sustituciones en los pueblos, pero, como es lógico, temo contarle mi absoluta inexperiencia en ellas. Quizá más adelante, con más confianza, pueda decirle que Roquedal es el primer lugar donde trabajo después de superar una crisis que me mantuvo dos años apartado de la profesión. Fuera como fuese, disimulé mi paranoia y dije:

– No. Me parece que no.

Y mi propia desgana y la coincidencia de otro paciente extinguieron el tema. Ahora pienso: ¿Marta sabe algo más que no ha querido contarme? ¿Qué significa realmente la «complicación» de lo pequeño? Pero debo proseguir en orden.

Al terminar, me tocó el turno de sonsacarle algunos datos. Le pregunté por Carmen, la matrona, con la esperanza de saber algo sobre Rocío. Me contó que era natural de aquí y que había enviudado hace unos diez años. Su marido era enfermero y practicante, y Marta lo sustituyó cuando falleció (de un infarto, al parecer). Rocío era su única hija, muy mimada y muy rara, aunque, según Marta, con esa rareza tan típica de los hijos únicos y mimados (lo dijo con tono compasivo, como si ella también lo fuera). No había querido estudiar pero a la madre no le importaba: la mantenía así, ignorante e intocable, solo para ella, aunque Rocío le había salido rebelde, fría y despegada. Carmen sufría, «porque la quiere mucho», pero ha tenido que aguantarse y cederle terreno sin remedio. Rocío ya tiene dieciocho años (eso cree Marta) y hace de su capa un sayo. Razoné en conclusión que, para Marta, Rocío es una especie de bestezuela inevitable donde se han ido acumulando las frustraciones de Carmen. Nada me supo o me quiso decir sobre sus costumbres (salvo que era «solitaria») y a mí, en contrapartida, me pareció inadecuado contarle lo sucedido la noche anterior. Quedamos, pues, así, ambos quizá ignorantes de nuestro respectivo interés -ella en contármelo, yo en oírlo- y dejamos ahí ese segundo tema.

Hubo ayer dos avisos para que acudiera a los domicilios, y me propuse terminarlos antes de la siesta. Parecía día de mercado y había cierto movimiento laborioso de las gentes, cierto aroma de peces capturados que subía por las calles, desde las tascas de la playa, y grupos de hombres descalzos o con chancletas transparentes como medusas que iban y venían sosteniendo las anacondas de redes enrolladas que destriparon en la plaza y dejaron allí abiertas, extendidas. Me sentí como transfigurado por aquella invasión, aquel brazo de mar con pescadores, barcas y redes que recorría las calles y se colaba en las casas, y me pregunté por qué no había bajado todavía a la playa desde que estaba en Roquedal. Tuve ganas de mar mientras deambulaba por las calles, pero pensé que aquello ya lo era: como la espuma lechosa de las olas, como la orfebrería destellante de las caracolas o las conchas. Me dije: esto no es el preludio del mar, esto ya lo es. Un bullicio repleto de vida que me rodeaba. La complicación incesante de lo pequeño. Eso pensé, y sin saber la razón, tuve miedo.

La primera llamada fue sencilla: era la revisión mensual de un anciano (con esa barba blanca del descuido, los ojos brillantes como los de los propios peces, las venas rígidas como cordajes) restringido por una parálisis hemicorporal. La casita en la que vivía con su mujer daba a un patio compartido con sus vecinos «de siempre» que se asomaban, pendientes de mis palabras (una barahúnda de niños y el más pequeño, casi simbólico, en los brazos de la madre), por saber qué le decía yo «al abuelo».

La segunda llamada empezó con las mismas apariencias: era una niña, la hija pequeña del dueño de uno de los bares, que había amanecido caliente como la playa. Nada más entrar (era una casa de una planta con dos ventanas a la calle, enrejadas, donde languidecían geranios presos, y un vestíbulo fresco y oscuro) me recibió un grupo indeterminado de vecinos y familiares entre los que divisé la angosta altitud de Juan, el farmacéutico.

– Hombre, Marcelo, buenos días. A ver qué le pasa a esta niña.

Con aquellas palabras parecía cederme una jerarquía que hasta mi llegada nadie le había disputado. Saludé a todos y todos me saludaron. Alguien (alguna voz) me recordó que yo no conocía el camino y fue la primera (detrás, todo un coro) en advertirme:

– A la izquierda, doctor. Al fondo a la izquierda.

Y por allí avancé (era un pasillo breve) bajo todo un palio de miradas solemnes y atentas, con Juan siguiéndome ala distancia del aliento.

– Yo creo que es gripe, pero los padres están muy asustados. Le he dado un salicilato infantil porque tenía más de treinta y nueve. No sé si he hecho bien.

– Muy bien, Juan, muy bien.

– Soy amigo de la familia -me respondió a la pregunta que no le había hecho-. Me avisaron y prometí llegarme en cuanto cerrara la farmacia.

La habitación en la que entramos era pequeña y olía a una agradable clausura. La ventana daba a la calle posterior (o a una de las laterales) y el sol desparramaba los rayos sin dirección, como si alguien lo hubiera arrojado dentro, dorando paredes y suelo. Una repisita blanca y pequeña como una casa de muñecas guardaba la cercanía de la puerta y apenas más allá se encogía, de breve que era, una cama artesanal (me supuse que sería manufactura familiar, quizá paterna) sobre la que se extendía una colcha bordada con corazones rojos. Bajo la colcha, un bulto. La madre entró con nosotros y se nos adelantó (era, aún era, bonita, de pómulos altos y ojos ligeramente orientales, el pelo manchado de canas y alborotado por una noche inquieta) para descubrirnos lo que había debajo.

Se sentía antes la fiebre, la enfermedad, los olores rancios pero no repugnantes, y después se veía a la niña.

Era linda y flacucha, de largos cabellos negros lavados por el sudor y la calentura, la gran mirada febril y asustadiza como un conejo sorprendido. No tendría más de ocho años. Envolvía entre sus brazos la peor muñequita de todas las que había en la habitación (esa apetencia de los niños por lo más simple nunca deja de sorprenderme): una figura de trapo sin cara con hilachas amarillas y falda a cuadros.

– A ver, Verónica, que está aquí el médico.

Pero Verónica se encogió más en la cama sin despegar los ojos de mí. Su rostro era un susto gracioso.

– Verónica, niña -le regañó la madre sin ganas-. Que este señor te va a poner buena.

– Está asustada -dijo Juan sobre mi hombro.

En una diminuta mesita de noche (también blanca) junto a la cama, se erguían un vaso de colorines y un reloj con cara de payaso de cuya narizota roja emergían finas manecillas. Producía un ruido fuerte y acompasado de tictac. La niña pareció refugiarse en su contemplación, aún temerosa. Aprovechando esa tregua de su vigilancia, dejé mi maletín a los pies de la cama, donde ella no pudiese verlo, y le pedí a la madre en voz baja una cuchara. Entonces le indiqué con gestos a los curiosos que se retiraran hasta el umbral (incluyendo a Juan) y le hablé sin moverme, sin acercarme aún, como el que espera capturar con las manos un pajarito, algo que puede romperse si se es brusco:

– Verónica, hola.

La niña no me miraba. Miraba su reloj y abrazaba a su muñeca.

– Qué reloj tan bonito, Verónica.

Hubo movimientos a mi espalda, que yo traduje como signos de inquietud por el estado de la niña o de impaciencia por mi labor. Proseguí con tranquilidad:

– ¿Te despierta todos los días?

Siguió sin mirarme y sin decir nada. Junto a mí flotó de repente una cucharita metálica: la madre, detrás, sin atreverse a interrumpirme, la sostenía por un extremo con dos dedos, como si quemara. La cogí y le di las gracias, indicándole con gestos que se acercara. Entonces me agaché cuidadosamente junto a la cama.

– Ahora voy a ver qué hora es, Verónica.

El reloj tenía un asa grande y verde que simulaba el sombrero hueco del payaso. Lo cogí de ella y lo sostuve frente a la niña como un péndulo. Confiaba en que siguiera mirándolo, distraída, y así poder examinarle la garganta con más comodidad. Ella quiso quitármelo, pero débilmente como si prefiriera contemplarlo desde lejos.

– Mira, hace tictac. Dilo tú también: tictac.

Acerqué la cucharita tentativamente. La niña tenía la cabeza en la posición correcta pero no despegaba los labios. Sabía que al final terminaríamos haciéndolo por la fuerza, pero preferí esperar.

– ¿Sabes qué hora es, Verónica? -Percibí de reojo que la madre había dejado de mirar a la niña y me miraba a mí. Pensé que le intrigaba mi paciencia y sonreí-: ¿Quieres que te diga la hora, Verónica? Y después me la dices tú con la boca bien abierta.

En ese momento miré hacia el reloj para decírsela y comprobé, sorprendido, que no podía: el reloj no tenía números. Es más, poseía cinco manecillas pequeñas, de diferentes formas, y dos más grandes y sinuosas que no señalaban hacia los extremos de la circunferencia sino hacia dentro.

Y debajo, como si ostentara una marca de fabrica, sobre los labios sonrientes del payaso, un nombre en letras azules, grandes, temblorosas: ESTÍO.

Sentí como agua helada en mi columna vertebral. Se me olvidó por un instante qué hacía yo allí, con una cuchara en la mano, agachado en la cabecera de una cama. Y comprendí, creo que en el instante siguiente, con esa lucidez que da la tensión, que debía simular no haber visto nada: por suerte, la madre parecía estar ahora más pendiente de la niña que de mí, animándola para que abriera la boca.

Una fugacísima inspección (el tiempo apenas que recorrió la imagen hasta mis ojos, justo antes de que cerrara su boca por última vez) y una leve palpación de sus ganglios me convencieron de la existencia de una inflamación de las amígdalas. Mientras prescribía las medidas que me parecían oportunas, comenté como de pasada:

– Un reloj muy bonito. Si tuviera hijos, me gustaría regalarles uno igual. ¿Dónde lo compraron?

La madre me sonrió y fue a decir algo. Entonces otra voz se adelantó:

– Lo compramos hace ya tiempo, no recuerdo dónde, y lo guardamos para darle una sorpresa, pero allí se nos quedó. Y me dije: ahora que está mala, vamos a ponérselo ahí cerquita.

Debía de ser el padre: bajito y rechoncho, con una camisa que fue blanca coloreada por manchas de café y tensa en el vientre abultado, las manos húmedas y rojas caídas a ambos lados del cuerpo, como si gotearan. Tenía el pelo castaño y los ojos achinados de su esposa. Me dio la impresión de haber salido directamente del trabajo, preocupado. Todo eso supe al verle.

Y, además, supe que mentía.

Los demás (salvo Juan, que había ido a conseguir las medicinas que yo había indicado y avisar a Marta) me miraban con expectante seriedad.

– Bueno, debo irme -dije.

Nadie se movió.

Y de improviso el reloj hizo sonar unas tenues campanitas momentáneas. Fueron tan débiles como un hálito pero se me quedaron flotando cerca del oído mucho rato después de cesar: una melodía de siete u ocho notas que se me antojó familiar. No era difícil oír con la imaginación la letra adecuada:


¿Qué-son? ¿Dón-de es-tán?

¿Có-mo en-con-trar-los?


Salí de la casa entre agradecimientos y despedidas amables pero con una exasperante sensación de haber hecho algo que no debí, de haber cometido un ínfimo error, imparable ya, como el sonido de un murmullo soltado entre los desfiladeros que crece hasta el alud; una diminuta inminencia que me seguía, pegada a mí, invisible pero creciente, anunciando un holocausto incomparable (la cerilla encendida en el bosque seco). «Vete de aquí, Marcelo. Este pueblo no es bueno», oía la advertencia de Rocío como un grito silencioso: «¡Vete de aquí!».

No sabía qué conclusiones extraer, salvo que todos me mentían, probablemente desde el principio. Todo Roquedal sabía algo que callaba, algo que tenía que ver con los niños, con las canciones infantiles y los círculos de tiza, con el nombre de «Estío» (¡que tanto aterrorizó a Rocío cuando se lo dije!) y con relojes de manecillas abstractas que no marcan la hora.

Angustiado, llegué a la casa azul y le dije a Rosa que no quería almorzar. ¿Podía fiarme de ella? Decidí que no, tampoco. Subí sin prisas a mi habitación y me afané en dormir creyendo que no lo conseguiría, y me dormí incrédulo.

Soñé algo. Ahora se me ha olvidado en parte. Solo recuerdo un aire bramador salpicado de gotas de espuma, fuertes y saladas, y la presencia de alguien junto a mí. Su mirada era transparente y yo podía ver la playa tras ella, las olas enérgicas, la grava arcaica de la orilla, las trompas nacaradas de las conchas. Un regusto salitroso se me prendía en la boca mientras miraba por entre aquellos ojos. Era mirarlos y saber que no contemplaba un ser sino una búsqueda. Y desconocía si mirarlos era hallar lo que buscaba o perderlo para siempre: mi tormento residía en la terrible certeza de saber que si no miraba, nunca encontraría. Me oprimía, eso sí, una sensación agridulce de reconocimiento, de encuentro con algo tras toda una vida de distancia, una llegada amarga como una despedida. Y yo me disgustaba, porque aunque había obtenido lo que quería, ya no era. Porque aunque mi vista -fija en aquellos ojos marinos- poseía lo que buscaba, lo escapaba, lo dejaba escurrirse mirándolo (era como atrapar por un instante el viento y las olas, lograr verlos, cerrar los ojos y pensar: así son). Porque lo obtenía y lo perdía solo con mirarlo.

Desperté con el sonido de un piar frenético y un aleteo suave de pañuelos para ver a un gorrión atrapado por su propia inquietud entre el alféizar y los barrotes de mi ventana. Y como si hubiera persistido allí tan solo para que le viese y me apenase, cruzó enseguida los obstáculos y se disolvió en el aire salado.

Ya con la tarde a mis espaldas, algo más tranquilo, me dispuse a aclarar las ideas. Una, en particular, centraba mi interés: averiguar todo lo posible sobre la historia de Roquedal y sus habitantes. Sospechaba que en el pasado se hallaría la clave que relacionaba la vida del pueblo con el nombre de «Estío». ¿Tendría don Roberto, por casualidad, algún libro sobre ese tema?

Y de puro pensar, di con el recuerdo de la mención que del trastero me hizo Rosa cuando llegué: «Don Roberto ha dejado sus cosas en el trastero, para no molestarle». Me inventé un excusa fácil -la búsqueda de algunos libros de medicina que me resultaban de imperiosa necesidad- y conseguí que Rosa me diera la llave del cuartucho.

El trastero quedaba en una buhardilla picuda, un palomar que remataba la techumbre de la casa azul, un vértice sin punta señalando al cielo que impresionaba más por dentro que por fuera, separado del resto por un corto tramo de crujidos de escalera y por una puerta de madera nudosa que también se atasca incluso abierta.

En el interior, una colección de polvo y rancidez, innúmeros objetos desacordados grises como el invierno, acumulados quién sabe por quién, por qué o para qué (creí por un instante que para que yo los hallase), varillas de paraguas, llantas de bicicleta, motores, cables enroscados y dormidos, maletas, abanicos, un baúl del color de la grosella, estanterías que ya ni siquiera lo eran pero aún con libros, algunas cosas amortajadas en trapos y un armario de dos puertas. Las maletas y el baúl contenían ropa apolillada y aplastada por el tiempo, con iniciales bordadas (uve, mayormente); los libros eran viejos manuales de medicina, algunos de antes de Fleming, que supuse pertenecerían a don Roberto; las cosas bajo los trapos seguro que sí le pertenecían, pues eran cajas con ropa nueva de invierno y algunos objetos personales. Llegué por fin al armario y lo hallé cerrado con llave.

Tras dudar un instante decidí abrirlo. Tiré de las argollitas que adornaban sus dos puertas y, aunque una no pudo más y se me quedó en la mano, la otra trajo consigo la hoja quebrando un poco la madera gastada del pestillo. Hubo un escándalo de polvo que resolví tosiendo y esperando. Entonces abrí ambas puertas y me asomé al interior.

Allí estaban, casi ordenados. Eran objetos y no lo eran, porque eran objetos sin objeto, esfuerzos en apariencia inútiles, acertijos sin solución.

Había un disco de cerámica del tamaño de una mano adulta dividido por la mitad y con una nube grabada en ambas caras, una blanca y la otra oscura. Traía un rótulo en el borde, como las monedas: «Estío». Y dos lingotes largos y pesados pero no preciosos, cortados con la bastedad que exige el metal vulgar. En cada uno de ellos se retorcía una rama de hojas pentalobuladas y simétricas penetrada en el eje, a modo de caduceo mal simulado, por una línea quebradiza y el mismo rótulo, «Estío», grabado en la base. Y otro disco, éste más grande y abierto, broncíneo de color y de peso, semejante a los que albergan la rígida danza de Siva, pero de factura impropia, irregular, mal tallado, con una ausencia casi difícil de compás, y un rótulo diferente: «Otoño Circular». Por fin, un vasito de cristal o de un algo que en todo lo imitaba salvo en la consistencia y que -me siento culpable- se me quebró entre los dedos al cogerlo, como nieve molida. Su fondo, intacto, contenía un signo que no pude reconocer y de nuevo el nombre de «Otoño Circular».

He dicho «por fin» pero se me olvida el último, el que ahora tengo delante mientras escribo porque fue el único que me atreví a robar: un curioso mecanismo del color del cobre viejo o del hierro laboriosamente oxidado formado por una barra parabólica, como la del mundo de un astrolabio, bajo la que descansan un espejito cuadrado y la figura de un animalillo rápido (¿conejo?, ¿ratón?, ¿zarigüeya?), preparado para el salto, ambos colocados en sendos extremos de una palanca diminuta que se balancea por el centro. El artilugio tiene un nombre grabado en su base elíptica: «Estío».

No pude intuir el significado último de aquellas inutilidades enterradas tan en el fondo de la casa de don Roberto, ni siquiera el pormenor de si éste conocía o no su existencia (ya que no es oriundo de Roquedal). Una cosa sí sabía: aquel nombre -Estío- estaba secretamente vinculado con el pasado o el presente (o ambos) de Roquedal bajo la forma de una leyenda grabada en varios objetos imperfectos (relojes que no tienen horas, círculos abollados) cuyo fin me elude constantemente. Y ahora contemplo el mecanismo primario, casi infantil, del espejito y el animal: es algo más que un adorno pero no llega a revelarse utensilio. Es como si quedara a media distancia entre lo hermoso -no demasiado- y lo capaz -pero ¿de qué?-. Solo descubro un torpe vaivén de columpio que ni siquiera busca proseguir: se detiene cuando no lo empujo. ¿Es que falta alguna pieza? ¿Y qué significaba la intromisión de ese otro rótulo, ese nuevo nombre extraño, perteneciente al resto de los objetos, «Otoño Circular»?

El día de ayer murió sin respuestas. Por dos veces (que recuerde) me rondó la idea de salir al frescor marino de la noche y buscar a Rocío, que yo suponía tenía las claves y querría decírmelas, pero el tiempo se me pasó considerando si sería prudente hacerlo después de su inquietud de la noche anterior.

Tras un sueño sin ensueños me levanté hoy decidido. La consulta se me hizo inusitadamente larga y mi charla con Marta estuvo restringida a lo habitual (y sin embargo, me da la impresión de que también podría hablarle de esto y ella me explicaría). Salí a un aviso domiciliario sin complicaciones y al terminar hallé a Rocío como esperándome (esperándome realmente, según comprobé después) junto a la casa azul.

A esas horas de sol amarillo, las calles como un inmenso trigal y el aire lleno de sal quieta, solo ella paseaba lenta, los brazos cruzados, como montando guardia. Pero no dejé de notar que las casas cercanas entreabrían sus cortinas y nos vigilaban.

– Así que no te has ido -me dijo, pero no parecía un reproche sino casi la alegría contenida de confirmar algo sospechado.

Vestía una pieza oscura salpicada de minúsculas flores verdes, las mangas y el borde inferior de la falda jovialmente ondulados, como a medio camino de un traje de sevillana. Los ojos grandes no pestañeaban: se mantenían azules y dulces mientras ella aguardaba así, los brazos cruzados, inmóvil ya, su silueta apuntando con la precisa sombra de un reloj de sol. Llegué hasta ella y dije:

– Rocío, quería hablar contigo.

– Y yo quería que te fueras.

Desvió la mirada. Pensé de pronto en una grandiosa actriz, tan seria, tan hecha a su papel, con las expresiones justas y los tonos adecuados, pero repitiendo, al fin y al cabo, un diálogo ya escrito.

Miré a mi alrededor: dos mujeres que nos miraban, de pie en un estrecho portal, retornaron a mirarse y continuaron alguna charla ficticia. Paseamos por entre las casas en dirección a la playa. No sé qué sentimientos contradictorios me surgieron para adivinar el lenguaje inverso de Rocío: quería decir «quería que no te fueras» al decir «quería que te fueras». Estaba allí para verme no viéndome. Me esperaba sin esperarme para desear mi ausencia en mi presencia. Eran palabras como reflejos en un espejo y había que emplear otro para descifrarlas. Aquel juego se me antojó más dulce que la propia verdad.

Sin preámbulos, le hablé de los objetos: el reloj de payaso que carece de horas y tiene más de seis manecillas, de los que yacían en el desván de la casa azul. Ella, sin preámbulos, habló también:

– Son objetos.

– Pero ¿para qué sirven? Se encogió de hombros.

– Nadie lo sabe.

– ¿Y por qué llevan grabados los nombres de «Estío» y «Otoño Circular»?

– Supongo que porque proceden de allí, no lo sé. Te los encuentras con frecuencia por todo Roquedal

– ¿Quieres decir que Estío es un lugar y Otoño Circular otro?

– Eso creo.

– ¿Y por qué nadie quiere hablar de ellos, nadie los menciona?

Rocío caminaba mirando al suelo, como siguiendo huellas invisibles.

– Quizá porque no entendemos muy bien lo que sucede: no sabemos dónde están.

– Soy yo quien no lo entiende: ¿nadie ha ido nunca a Estío ni a Otoño Circular? -pregunté, incrédulo.

– Que yo sepa, nadie. Pero en Roquedal hay mucha gente que no ha ido nunca a ninguna parte y, sin embargo, nadie duda de que existe el mundo. Y que existen Estío y Otoño Circular.

Medité un instante.

– Rocío, la otra noche me dijiste que tenía que irme de aquí. ¿Por qué?

– Porque sí -contestó bruscamente. Se observaba los brazos pálidos, aún cruzados, mientras caminaba-. Los que vivimos aquí, estamos acostumbrados; pero lo que vienen de fuera y saben de estas cosas tan de repente como tú, se obsesionan y desean ir a Estío o a Otoño Circular…

– ¿Y?

– Que nunca lo consiguen.

– ¿Y?

Volvió a encogerse de hombros, la barbilla apoyada en el pecho, todo el cabello rubio castaño ocultando su rostro. Cuando supe que no obtendría otra respuesta, intenté sonreír.

– No te preocupes, Rocío. No estoy obsesionado con ir a Estío ni a Otoño Circular. A decir verdad, ni siquiera creo que existan. Más bien parecen leyendas antiguas, tradiciones que queréis mantener a toda costa mediante una credulidad ingenua.

Ella guardó silencio y yo volví a sonreír.

– Este sol nos hace a todos demasiado crédulos -dije-: el otro día me pareció tener una visión.

– ¿Una visión?

– Una ilusión óptica.

Se detuvo y me miró directamente a los ojos. La oí murmurar apenas, como si no quisiera decirlo:

– ¿Cuál?

– Creí ver la figura de una mujer calva bailando en plena calle.

Rocío había palidecido. Me dejó de mirar con aquellos ojos desmesurados y siguió caminando en silencio.

– ¿Qué te pasa?

No contestó. Habíamos llegado al final del pueblo, al terraplén y el grupo de árboles que marcan el comienzo de la playa: lomos verdes y blancos de barcas de pescadores se alineaban en la arena, a lo lejos. Rocío se detuvo en el césped, bajo la sombra, y se echó allí, lenta como si en verdad fuera su nombre, sobre la hierba fresca. Quise seguirla pero me dijo, sentada:

– No. Vete. Mejor vete.

Volvía a hablarme con aquella imperiosa furia interna, aquellos invisibles estados adultos que me dejaban indefenso y niño. Pensé que era una muchacha portentosa, una maga, que con ella se podía llegar a conocer la parte extraña del amor (te pasas toda la vida amando y contemplando la luna, y nunca descubres sus caras ocultas) velada y original: un amor negativo, plata y negro, revelado en la oscuridad. Eso pensé de ella, pero no al verla allí sentada sino al oírla, al sentir los acentos apremiantes y duros que eran como órdenes de una mujer más profunda que ella. El mar la continuó, bramando lejos.

Lloraba de nuevo.

– Te has perdido, te has perdido -la oí susurrar.

Y de repente pareció recobrar una especie de vigor: se limpió la cara con las manos y la alzó para mirarme. La mirada, viniendo de ella, desde abajo, era desproporcionadamente alta y grande.

– Márchate, Marcelo, es lo mejor -me dijo con serenidad-. Pero si no quieres, hazme caso: olvida todo lo que hemos hablado. No pienses más en Estío y Otoño Circular ni en la figura que viste. No hay nada importante en eso, pero podrías obsesionarte. Deja todos los objetos que encontraste en su lugar, no te quedes con ninguno. Y, sobre todo, no te acerques al cementerio de noche. Prométeme que no te acercarás al cementerio de noche.

Aquella sarta de apresurados consejos se me antojó ridícula, pero ya he dicho en otras ocasiones que Rocío nunca da risa, ni lo que hace ni lo que dice, y no reí.

– Prometido -le dije alzando una mano-. No pensaba hacerlo de todas formas.

– Es muy importante que no lo hagas. Pero hay una última cosa…

Se levantó con rapidez, sin dejar que la ayudara, y se sacudió las briznas del vestido. Me miró casi compasivamente (tuve cerca su rostro blanquísimo, su perenne olor a jabón y agua clara, los labios rosados y naturales, sin pintar, el dulce vello de las mejillas: tan bella que quise besarla pero, por primera vez, tan niña que no lo hice).

– Lo más importante de todo: olvídame a mí.

– ¿Qué?

– No quiero que nos veamos más. No me hables ni te acerques a mí a partir de ahora -se detuvo un instante y parpadeó-, aunque yo lo haga… No me hables aunque yo te hable, no me sigas aunque yo te lo pida. Es muy importante, Marcelo, por favor.

– Rocío, basta ya de tonterías. ¿Qué pretendes con todo este absurdo? ¿Asustarme? ¿Qué te pasa?

Pero ella ya se iba: siempre su espalda recta, su vestido con esa brisa de la despedida perenne, siempre esa trascendentalidad de su partida. La llamé:

– ¡No voy a hacer nada de lo que me has dicho hasta que no sepa lo que pasa! ¿Me oyes?

Se volvió un instante, justo cuando yo comenzaba a creer que no me haría caso, y de repente se me ocurrió pensar que, al fin y al cabo, solo era una chica solitaria y quizá enferma. Así, de lejos, su delgadez y su vestido ondeante iluminados por el sol, ni siquiera me parecía atractiva.

– ¡Quiero saber lo que ocurre! -le dije-. ¡Si tú no quieres explicármelo todo, lo averiguaré por mi cuenta! ¡Pero hasta entonces no hay trato!

Fue casi glorioso verla tan apesadumbrada, la cabeza con los rizos rubios caída, como doliente. Permaneció un instante así y dijo:

– No creo que pudiera explicártelo. Habla con don Baltasar, si quieres. Él sabe muchas cosas. Adiós, Marcelo. Ten cuidado.

Y se fue del todo. O no del todo: como siempre, me pareció que persistía cuando dejé de verla.

«Don Baltasar.» Lo recordé: el hombre del que Juan me había hablado. El rico del pueblo (que fue rico y ahora loco) que vive en las afueras. ¿Quizá junto al cementerio? Sonreí.

Y todo me pareció de repente fruto de un juego, un capricho, una broma compartida o un mito. Me reí a solas mientras regresaba a la casa azul: el cementerio de noche, los objetos inservibles, los nombres de lugares que nadie conoce, la sabiduría de don Baltasar eran como partes distintas de una misma leyenda, o una red de varias leyendas entrelazadas, la complicación enorme de lo pequeño, la complejidad babélica del detalle. Y yo iba por entre ellas como por entre las calles de Roquedal, que no hay dos semejantes, de este pueblo minúsculo plagado de secretos legendarios, me introducía entre ellas como un pez en la red, cada vez más, cada vez más, sin hallar la salida «por mucho que caminase».

Y ya aquí, de noche, contemplándome en la ventana mientras escribo, me siento enfermo. «No te obsesiones -oigo a Rocío-, ten cuidado, Marcelo, no te obsesiones.» No lo estoy: es esta tremenda fatiga que me aferra de brazos y piernas, este cansancio que me empuja de los sitios, que, de pura debilidad, apenas me deja fuerzas para dormir.

Mañana es sábado y la consulta está cerrada, pero creo que me levantaré temprano.

Debo ir a ver a don Baltasar.