"El amante bilingüe" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)6El universo es un jodido caos en expansión que no tiene sentido, pensó Marés esta noche, subiendo por las Ramblas en busca del autobús que había de devolverle a casa. Caminaba cabizbajo y vio en el suelo una piel de plátano y en vez de esquivarla tentó la suerte y la pisó, resbaló y se cayó de culo. Después de lo cual, para celebrarlo -no todo lo que me ocurre carece de sentido-, entró en el bar Boadas y pidió un cóctel de champán y luego otro. Poco después seguía Ramblas arriba con la memoria sumergida en el estanque de aguas verdes de Villa Valentí. Eran las diez y diez y pensaba coger el último autobús en la plaza Universitat. Los anuncios luminosos parpadeaban suspendidos en la bruma de la noche. Como una sombra sin rostro, volátil, un joven Sí, hasta tocarle el alma se la metería a Norma, dondequiera que ahora estuviese. Un poco de ternura antes de rendirme a las pesadillas, eso me vendría bien. Enfiló calle Pelai y en la plaza Universitat cogió el último autobús. Vivía en un pequeño apartamento del edificio Walden 7, en Sant Just Desvern. El viaje era largo y, con la cabeza apoyada en el cristal, al borde de la noche y de la náusea, le sobraba tiempo para lamentarse de su suerte, para amodorrarse en la miseria y en la falacia de su vida. Bajó del autobús y, echándose el acordeón a la espalda, se dirigió tambaleándose hacia Walden 7, la maltrecha fortaleza de formas cambiantes, roja, misteriosa y sideral como un crustáceo gigantesco bañado por la luna. Marés iba esta noche tan agobiado por la soledad y la desdicha que no oyó las losetas que se desprendían de la fachada estrellándose contra el suelo. En casa depositó la recaudación del día en una pecera, se duchó y, envuelto en un batín negro, se sirvió una ginebra en un vaso largo. Pasó a la pequeña cocina y echó en el vaso unos cubitos de hielo y un chorro de agua del grifo, y luego volvió al cuarto de baño para lavarse otra vez las manos: las sentía pringosas de tanto tocar el acordeón y contar monedas. Salió para dejarse caer en una butaca frente al televisor. La ventana estaba abierta y brillaban en la noche enjambres de luces, un parpadeo neurótico que se extendía hacia Esplugues y Cornellà, al otro lado de la autopista efervescente. Abajo, en torno al edificio, las losetas desprendidas del revestimento se estrellaban contra el suelo a intervalos regulares, produciendo un leve chasquido en las simas de la noche, casi un gemido. Y Marés evocó a Norma y los primeros días que vivieron aquí, la felicidad compartida, los sueños. También este camaleónico edificio, que albergó tantas ilusiones en los años setenta, fue a su vez un sueño: un habitáculo concebido para la pareja antiburguesa y no conformista que Norma había imaginado representar ante sus amistades, un edificio, según su creador, erigido para propiciar otras formas de vida y de relación y no sólo las de la pareja tradicional, para exaltar la libertad del individuo y la convivencia en comunidad… Todo se había ido al traste, y Marés aún se preguntaba por qué oyendo caer las losetas en las tinieblas del exterior. Volvió a la cocina, abrió una lata de berberechos y los echó en un plato con unas gotas de limón; regresó luego a la butaca. Conectó el televisor e iba ensartando los berberechos con un palillo y bebiendo ginebra helada a sorbitos, intentando no pensar en nada, viendo las convulsas imágenes de un enorme petrolero a la deriva, escorado y hundiéndose en medio de unas aguas negras y espesas, trasegadas y letales, deseando hundirse él también en esa terrible negrura y desaparecer de la faz de la tierra, pero sin lograr apartar a Norma del pensamiento. |
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