"El amante bilingüe" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)7Cuaderno 2 FU-CHING, EL GRAN ILUSIONISTA El chasis herrumbroso del Lincoln Continental 1941, sin ruedas ni motor, yace en medio del descampado rodeado de hierba alta que peina el viento. Es el esqueleto calcinado de un sueño. Nadie en el barrio recuerda cómo ni cuándo llegó el fantástico automóvil hasta aquí arriba, quién lo abandonó sobre esta pequeña loma al noroeste de la ciudad, condenándole a morir como chatarra. Está siempre varado en mi memoria en medio de un mar de hierba y fango negro y cercado por un montón de cosas muertas: pedazos de estufas de hierro, una butaca desventrada, niños de cabeza rapada fumando en cuclillas, pilas de neumáticos, mi madre borracha caminando contra el viento, somieres oxidados y colchonetas mugrientas y desgarradas. Dejo escritos aquí estos recuerdos para que se salven del olvido. Mi vida ha sido una mierda, pero no tengo otra. Vivo con mi madre en lo alto de la calle Verdi, en una vieja y destartalada torre con jardín situada en una ladera contigua al parque Güell. Veo la calle en pendiente, borrosa por la llovizna, como un maravilloso tobogán sobre la ciudad. En la esquina asoma la cara de un niño con antifaz negro. Soy yo, doce años, cabeza rapada, brazal de luto. El niño enmascarado mira a un lado y a otro, furtivamente, y luego cruza la calle. Veo otra vez el barrio gris y amedrentado, los gatos famélicos, los diminutos terrados, las sábanas blancas que azota el viento. En la otra esquina me junto con tres chavales, Faneca, David y Jaime. Faneca viene comiendo un boniato cocido, ha ido a un recado para la señora Lola y ha estado en la cocina de la pensión Ynes, allí siempre se pesca algo de comer. Las calles están tan empinadas que tienen escaleras. Mi barrio está tan alto, tan cerca de las nubes, que aquí la lluvia está parada antes de caer. Por no mojarnos más, nos metemos en casa. «A lo mejor está Fu-Ching, el chino prestidigitador -dice David-y nos hace juegos de manos y nos hipnotiza.» «Eso, que nos hipnotice -dice Faneca-, a mí me gustaría vivir hipnotizado.» Dentro de la casa se oye el ruido de una máquina de coser. Veo a mi madre trabajando. La trepidante aguja de la máquina taladra una pieza de ropa estampada larguísima, que cuelga a un costado de la Singer. Mi madre ya tendría cincuenta años por esa época, gorda, astrosa, con bata, bufanda y un pitillo humeante en los labios. Mi querida madre. Está sentada pedaleando furiosamente la Singer. Tiene la cara abotargada y los ojos resacosos. A su lado hay una mesa camilla abarrotada de piezas de costura, un maniquí sin cabeza y cajas de cartón que contienen más ropa. Sobre la mesa, una botella de vino peleón y un vaso. Hay también un viejo piano arrimado a la pared desconchada, llena de fotos amarillentas clavadas con chinchetas. Mi cara con antifaz se asoma a la galería y mi madre sufre un sobresalto que le paraliza los pies y la máquina. David se me anticipa: – ¿Está Fu-Ching en casa, señora Rita? – Tú -dice mi madre, refiriéndose a mí-, quítate esta porquería de la cara, mocoso. Habráse visto, entrar así en las casas… Arrccc… Eructa. Mi madre eructa. Dos veces. Cuando vuelve a mirarme, yo me quito el antifaz de la cara. Debajo llevo otro idéntico. Hoy es sábado, y los sábados mi casa se llena de melancólicos ruiseñores y tengo que ir a la taberna de Fermín por una garrafa de vino y unas latas de berberechos. Mi madre fue una cantante lírica bastante conocida y los sábados recibe en la galería a sus viejos amigos de la farándula, retirados ya de la escena o fracasados y olvidados, y juntos cantan zarzuelas y se emborrachan de vino, llorando de emoción lírica y de nostalgia alrededor del viejo piano al que ahora se sienta un tenor regordete y sudoroso con bigotito. ¡Vaya un espectáculo para un niño! Ellos son, además del pianista tenor, una voluminosa ex vedete de revista del Paralelo de voz chillona, dos vicetiples altas y pechugonas y muy pintarrajeadas, con sus maridos, dos maduros y atildados barítonos repeinados con fijapelo, y el Mago Fu-Ching, ilusionista alcohólico vestido con el viejo kimono y el gorro chino que mimadre le guarda en casa desde hace años. Fu-Ching tiene unas manos larguísimas y bien cuidadas y luce maneras galantes y refinadas. Todos están borrachos y cantan alrededor del piano empuñando vasos de vino. La Singer ahora descansa, los pies hinchados de mi madre también. Las fotografías clavadas en la pared muestran a Rita Beni joven en diversas escenas de zarzuela o en compañía del Mago Fu-Ching, igualmente más joven, y también hay clavados dos viejos carteles anunciando operetas, y programas de mano. Mi madre está cantando, la mano apoyada delicadamente en el hombro del pianista tenor. Derrengada por la emoción, gorda, llorosa, apretando el vaso de vino contra su pecho, la rodean sus amigos y amigas trasegando vino y bocadillos. En el centro de la galería hay una mesa con platos sucios y una garrafa grande, una barra de pan y un salchichón. – Al pasar el caballero -canta mi madre con lágrimas en los ojos-por la puerta del Perdón, de los altos balconajes a sus pies cayó una flor… – Una flor -le responde el coro etílico y tambaleante de sus invitados-es el comienzo de un capítulo de amor. – Señorita que riega la albahaca -entona el pianista tenor, cada vez más reblandecido por la emoción-, si de atrevido no me tildara, yo al rosal acercarme quisiera donde florecen rosas tan bellas. Sin dejar de cantar las vicetiples van y vienen de la mesa, aladas y eufóricas, y picotean el salchichón y se sirven vino de la garrafa. – Caballero del alto plumero -cantan Rita y las vicetiples sin poder controlar los gorgoritos-es tan galante su atrevimiento… No me acuerdo del resto. Recuerdo sus voces delgadas y trémulas, trastornadas, enfermas de añoranza y trasegadas de vino. Mi madre está que da pena, llora de felicidad y abraza a sus amigos, se va a caer. Mientras todos cantan junto al piano, Fu-Ching corta unas rodajas del embutido y se prepara un bocadillo. Masticando pensativo, sus ojos sombríos y misteriosos, alargados y lentos, lubricados con una ternura asiática, vagan por la estancia hasta dar conmigo. Estoy hundido en una butaca, en el otro ángulo de la galería, cepillando furiosamente el par de maltrechos zapatos que he de llevar en mi primer empleo. Es curioso el papel que los zapatos y su cepillado, con crema o sin ella -como en este caso, que utilizo la saliva-, han jugado en mi vida emotiva. Sé que el Mago Fu-Ching me está mirando, pero me hago el longuis. Escupo en la puntera del zapato y froto con rabia. Los ruiseñores de la nostalgia terminan a coro la canción y ríen y aplauden, abrazándose. Algunos se acercan a la mesa a por más vino; el pianista le cede el sitio a mi madre y ella da un traspié y se cae arrastrando una silla. Se parte de la risa. La ayudan a levantarse y entonces una de las vicetiples ataca melancólicamente la canción El Mago Fu-Ching se llama en realidad Rafael Amat, ahora me acuerdo. Indiferente a las tiernas miradas de mi madre, ahora está de pie ante mí, tambaleándose un poco. El kimono y el gorro chino le sientan bien. Me sonríe, levanta un poco las manos y en ellas aparece súbitamente una baraja. Me dedica algunos juegos de manos con la baraja, mientras los demás siguen cantando junto al piano. Sonriente y refinado, con una gestualidad elegante y todavía llena de precisión, Fu-Ching mueve los largos dedos con endiablada rapidez y exhibe unos dientes podridos ofreciendo a mi consideración diversos números de ilusionismo y prestidigitación. El final de la canción – Fu-Ching agladece los aplausos del distinguido público -dice inclinándose ante mí con las manos ocultas en las mangas del kimono-. Señolas y señoles, glacias. Glacias. – Mielda y mielda -le respondo, y me levanto bruscamente tirando al suelo los zapatos y el cepillo. Le doy la espalda y entro en mi cuarto. Cierro con violencia, pero las risas y el jolgorio apenas dejan oír el golpe. El Mago, borracho, se queda mirando la puerta. Me veo tumbado de espaldas en mi camastro arrimado a la pared, las manos cruzadas bajo la nuca y los ojos en el techo. Junto a la torcida lámpara de flexo de la mesilla de noche, mis novelas de la colección Biblioteca Oro y mi álbum de cromos de Desde el umbral, manteniendo la puerta abierta, el Mago Fu-Ching me está mirando. Cierra la puerta y apoya la espalda en ella. Se mira las manos y flexiona los dedos varias veces, sonriendo con aire resignado: – Todavía tengo los dedos ágiles, pero me falla… la memoria. Sí, el coco. ¿Has visto? Confundo los movimientos, mezclo los trucos… Estoy desentrenado. Desea oírme decir algo y espera. Luego añade: – No te enfades con tu madre. Se ha hecho mayor, y se encuentra sola. Debes tener paciencia con ella… – ¿Como la que tuviste tú? Me sale la voz a regañadientes, sigo sin mirarle. – Yo soy el Mago Fu-Ching, el gran ilusionista. Me incorporo y me siento al borde del lecho, cabizbajo. – Si fueras un Mago harías desaparecer a todos esos gorrones. El Mago pasea por el cuarto, gesticulando. – ¡Oh! Puedo hacerlo en cuanto me lo proponga… Pero son nuestros amigos, y están sin trabajo. Algunas personas no hemos tenido suerte en esta vida, muchacho. ¡Qué le vamos a hacer! Fu-Ching hace un esfuerzo por controlar su borrachera. Se alisa el pelo con la mano y, con gestos lentos y precisos, se quita el kimono y el gorro, dejándolos sobre una silla. Viste un raído traje gris. Me levanto y cuelgo el kimono y el gorro en una percha del armario, tratando las dos prendas con mimo. En tono más apaciguador, más vacilante, le digo: – ¿Por qué no te quedas unos días? – No serviría de nada. – Siempre dices lo mismo… – Tu madre está mejor sin mí. Estoy ahora pensando en las muchas veces que mantuvimos este diálogo. Después venía siempre un largo silencio, que rompía yo: – ¿En qué trabajas ahora? ¿Qué haces? – Bueno… Ando por ahí. -El Mago enciende un cigarrillo con un largo mechero dorado y gestos que me fascinan-. Fu-Ching vive bien, no hay problema. Siempre puedo contar con los amigos. Vuelvo a tumbarme en el camastro y él se queda allí de pie, mirándome. Embustero, pobre embustero. Llegan desde la galería las voces neuróticas atacando otra canción de moda en medio de algunos aplausos. Alguien desafina mucho. El gran ilusionista mira al muchacho tristón y pensativo que tiene enfrente y se encoge de hombros. – Fatal. Cantamos fatal, pero no hacemos mal a nadie. -Juega con el cigarrillo entre los dedos, lo hace desaparecer-. No has cenado. ¿Tienes hambre? ¿Quieres un poco de salchichón? Maribel lo ha traído del pueblo. Está muy rico… – No quiero nada. – Me disgusta verte así. – ¿Cómo así? – Me ha dicho tu madre que ya no vas a la escuela. – Mañana empiezo a trabajar en el garaje del señor Prats. – Vaya, eso está bien. Serás un buen mecánico. Un silencio largo. Sin apartar los ojos del techo, junto las manos delante de la boca como si tocara la armónica y, ensimismado, como si estuviera solo, murmuro una melodía monótona y extraña que me acabo de inventar. Suelo hacer eso cuando estoy con la moral por los suelos, harto de todo. El Mago me mira unos segundos sin saber qué hacer. Capto el chispeo de la tristeza en sus ojos enigmáticos, de oriental sonado, una sensación de abandono. Finalmente opta por dirigirse a la puerta y, cuando abre, oye mi voz: – Padre. Fu-Ching se vuelve. Me levanto del camastro, saco un duro del bolsillo y se lo ofrezco. Me mira con recelo. – ¿De dónde lo has sacado? – Un trabajito extra. Cógelo. – No, no… – Cógelo. El Mago duda unos segundos. Toma el dinero. – Te lo devolveré. Tenlo por seguro. – ¿Vendrás el sábado que viene? Fu-Ching se me queda mirando unos segundos, pugnando siempre por mantenerse erguido y sereno. Sonríe. – Está bien. Vendré a devolverte el duro y te enseñaré un truco nuevo…, si me acuerdo. ¿Conforme? Palmea amistosamente mi hombro y sale cerrando la puerta. Oigo a mi madre cantando melancólicamente junto al piano: «… cuando silenciosa la noche misteriosa envuelve con su manto la ciudad…» |
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