"El embrujo de Shanghai" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)

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Uno de los primeros en ver solicitada su firma fue el señor Sucre, que se topó con el capitán en la calle Tres Señoras un día que lloviznaba.

– Pero Blay, puñetero -dijo sonriendo-, ¿cómo me pides la firma si sabes que extravié nombre y domicilio y sexo y sindicato…? ¿Pero cómo eres así, hombre?

– Venga, ya está bien con esta coña marinera -protestó el capitán-. Ahora va a resultar que tú también estás gaseado. Que el asunto no es para tomárselo a broma…

– Está bien, dame tu famoso manifiesto -le cortó el señor Sucre, y empuñó su estilográfica, firmó y rubricó-. Aquí lo tienes… ¿Sabes una cosa, Blay? Te aprecio de veras, camándula. Algún día te haré un retrato. Pero tu cruzada es de risa. ¿Que no ves la magnitud de la nada que nos envuelve? -Y su mano mansa y cenicienta de artista pobre, como si la guiara una memoria rendida, la conciencia táctil de unas formas cívicas ya desterradas, abarcó con un elegante y amplio gesto el nauseabundo pantano que según él nos rodeaba-: Ya me entiendes. Una nada de sueños ahogándose en la nada, que dijo aquél…

– ¿Lo ves como sabes quién eres, pillastre? -dijo el capitán con una sonrisa de complicidad-. Gracias, tu firma es muy valiosa.

– Blay, no vas a creerme, pero hay días en que estoy muy poco interesado, pero que muy poco, en saber quién puñetas soy. Presiento que da lo mismo. La identidad es una engañifa, y además tan efímera… Somos un desecho cósmico, querido amigo. A mí, lo único que ahora me preocupa es recordar con todo detalle lo que hice mañana y olvidar para siempre lo que haré ayer. Abur.

El señor Sucre se despidió palmeando la espalda del capitán y guiñándome el ojo, y le vimos partir ligero y encorvado bajo la llovizna en dirección a Torrente de las Flores. Seguimos nuestro camino y el capitán meneó la cabeza y sonrió, contento de que su viejo amigo le tomara el pelo con la misma confianza de siempre. Arriba, en el cielo gris y encapotado, al fondo de una covacha de nubes negras y convulsas que parecían devorarse a sí mismas, permanecía estático el garabato amarillo de un relámpago.