"El embrujo de Shanghai" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)

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El Kim suele decir que él, en medio de los avatares que entraña cualquier misión peligrosa, siempre que empuña la pistola y se enfrenta a la muerte, no lo hace por la libertad o la justicia o por cualquiera de esos grandes ideales que mueven el mundo desde siempre y que hacen soñar a los hombres y matarse entre sí, sino por una muchacha bonita que no puede moverse de su casa ni de su ciudad, atenazada por la enfermedad y la pobreza. Esa muchacha eres tú, y estás grabada en sus sueños como un tatuaje indeleble. No pasa día sin que él no te vea postrada en esta cama como una paloma herida, prisionera dentro de una jaula de cristal y acosada por un oprobioso humo negro. Dile que no dé cabida en su corazón al desencanto ni a la tristeza, éstas fueron las palabras que empleó y que ahora yo te transmito sin quitar ni añadir un acento; así es cómo te ve y te siente, así es cómo te recuerda y te ama, por encima y más allá de su propio infortunio, porque todas las derrotas y desengaños sufridos desde el final de la guerra los encajó bien: la soledad y el exilio, la ausencia de tu madre, la deportación y la muerte de los camaradas y la saña de los alemanes, todo eso no fue nada comparado con la pena de no poder ayudar a su hija enferma, no poder darle ánimos, deseos de vivir…

Ahora voy a contaros cómo empezó la última aventura del Kim y de qué forma tan inesperada y sorprendente esa aventura lo llevó de Toulouse a Shanghai en pos de un agente nazi, un ex oficial de la Gestapo al que no había visto nunca. Para entender el compromiso y el riesgo asumidos por el Kim en una misión como ésta, debo referirme primero a un desdichado suceso anterior, a la que sería su última incursión a España, inicialmente planeada para recaudar fondos.

Lo primero que recuerdo es el chasquido del cargador de una Browning al ser desmontado, un clic metálico que nunca me fue grato al oído, estamos en Toulouse, hace algo más de dos años, en un cuarto pequeño con un balcón abierto sobre la rue de Belfort, no muy lejos de la estación ferroviaria. El Kim revisa la documentación falsa que le acabo de entregar, me sonríe y se la guarda en el bolsillo. «Buen trabajo -me dice mientras ultimo unos retoques en los demás salvoconductos, y añade -: Eres un artista.»

Deseo aclarar una cosa, chicos: a mí no tenéis que verme con pistola o metralleta, asaltando bancos o disparando como uno más del grupo; no os figuréis al pobre Forcat en tales menesteres, porque no era ésa su misión, ya lo iremos viendo. Ahora a quien veo es a Luis Deniso Mascaré, al que todos llamamos el Denis, lugarteniente del Kim y su hombre de confianza, en el momento de inclinarse sobre la pistola que está engrasando sentado en la cama, con una pierna escayolada; en su última escaramuza con la guardia civil cerca de la frontera resultó herido y usa un bastón con puño de plata que le presta a sus andares una elegancia suplementaria, que él suele acentuar ante las mujeres. Denis el ganso, bromista y simpático a todas horas, joven y apuesto, el amigo fiel del Kim, el niño mimado de los refugiados activistas de Toulouse: en realidad, un pesimista amenazado por la desesperación y la locura, como tantos otros que todavía luchan. Tiene buena puntería y muchas agallas, y uno de sus mayores placeres es limpiar y engrasar las armas del Kim siempre que éste emprende alguna misión. Se oye el tic-tac del reloj de pared, el silbido de un tren que se dispone a partir hacia el sur o que hoy llega con adelanto a nuestro sueño reiterado: trenes de madrugada maniobrando en la estación de Toulouse y en nuestras pesadillas, trenes fantasmales que entran y salen de nuestro exilio cada noche.

– Déjalo, anda -le dice el Kim-. Esta vez no necesito ir armado.

Viaja a Barcelona con dos objetivos: entregar dinero y salvoconductos falsos para camaradas que han de circular por el sur del país, y transmitir personalmente una contraorden urgente a tres miembros del grupo que dos días antes se habían desplazado a la capital catalana. Dos de ellos, Nualart y Betancort, habían viajado desde Tarascón, y el otro, Camps, lo había hecho desde Béziers. La acción que debe suspenderse es el asalto a una fábrica de material eléctrico en L'Hospitalet, planeado por el Kim, que prometió reunirse con ellos en Barcelona la víspera de la operación. Pero pocas horas antes de partir, el Kim recibe de la Central la orden de suspender todas las actividades; puesto que Nualart y sus compañeros ya están en Barcelona esperándole, decide acudir a la cita para disuadirles de cualquier iniciativa y hacerles regresar. Un rápido viaje de ida y vuelta, un trabajo rutinario y sin el menor riesgo.

Al entregarle los documentos para los otros camaradas y desearle suerte, nos miramos a los ojos; en los suyos se apaga el último resplandor de un sueño, en los míos ya sólo hay ceniza, y el Kim lo sabe:

– Tú no apruebas este viaje -me dice.

– Ni éste ni ninguno más, ya no -le respondo-. Pero menos que ninguno, éste. No veo la necesidad de que vayas, sabrán arreglárselas sin ti.

– Tal vez. Pero ¿y los documentos, y el dinero?

– Creo que todo eso ya no sirve de nada…

– ¿Ah no? -me corta secamente-. Pues aun así, tengo mis razones para ir.

Aprovechará el viaje, dice, para veros a ti y a tu madre, de noche, una visita rápida, un beso y la promesa renovada de sacaros de aquí algún día. Lista y engrasada la pistola, el Denis la ofrece a su jefe, que la rechaza. Nunca antes el Kim había cruzado la frontera sin ir armado.

– ¿Qué demonios te pasa? -dice el Denis.

– No vale la pena tomar tantas precauciones por llevar unos papeles y una contraorden -dice el Kim.

El Denis se muestra contrariado no sólo por eso: también él quisiera besar a su Carmen y a su hijo y de buena gana se iría con el Kim si no tuviera la pata rota. Siempre, en todos sus viajes clandestinos a Barcelona, el Kim se aloja de noche en casa de los padres del Denis, un pequeño chalet en un paraje solitario de Horta, donde vive también la compañera del Denis con su hijo de siete años. Ella es muy joven, tenía dieciséis años cuando se juntó con el Denis, él tuvo que marchar enseguida al Ebro con la quinta del biberón y después al exilio, y Carmen y el niño de meses fueron acogidos por sus suegros, pues en Barcelona no tiene más familia que ellos. El Denis la había conocido recién llegada de Málaga, era una muchacha guapísima y siempre asustada que trabajaba y dormía en la peluquería de una tía suya que la explotaba. Y lo mismo que tu padre, niña, el Denis nunca perdió la esperanza de ver a Carmen y a su hijo reunirse con él en Francia, pero hasta ahora no fue posible; primero se vio confinado en un campo de concentración y de allí pasó a trabajar en una mina para los alemanes durante la ocupación, logró escapar y luchó a favor de la Resistencia, en cuyas filas conoció al Kim y al que luego acompañó en la aventura del maquis, al finalizar la guerra. Pero la historia del Denis es otra historia…

Silba una locomotora en la gare Matabiau, el último sol de la tarde baña la ville rose y hay un chisporroteo de impaciencia en los ojos del Kim mientras observa mi mono blanco manchado de pintura, y me sonríe con afecto: «Pobre pintamonas -dice-, deberías volver con tu madre». Y es que aquí en Barcelona yo había sido ilustrador, además de camarero, pero en Toulouse sólo pude trabajar como pintor de brocha gorda, igual que el Denis; no era mal trabajo, no me quejo.

– Hasta la vuelta. Portaros bien -dice el Kim mientras se guarda los papeles entre las costillas y la camisa-. Te juro que en una de éstas mando las precauciones al carajo y me traigo a Susanita conmigo.

– ¿Estás loco? -dice el Denis-. ¿Cómo quieres pasar la frontera con una niña enferma? Lo que sí podrías hacer, si todo se presenta bien, es ver de traerte a Carmen y a mi hijo; si esta vez lo ves posible, adelante, te daré dinero para los gastos, y otra cantidad para mis padres.

El Kim reflexiona mientras termina de ponerse la cazadora.

– Si no veo riesgo alguno para ella y el niño, vendrán conmigo. Cuenta con ello.

El Denis le hace entrega de una carta y de cinco mil pesetas, la mitad para sus padres y la otra mitad para Carmen, y los dos amigos se abrazan en medio del cuarto de la pensión, en el centro de aquel rosado resplandor que siempre a esta hora entra por el balcón. Y así he de verles para siempre, fue desde el primer instante como un presentimiento: abrazados los dos y nimbados por una luz que parecía sostenerles en el aire, pensando cada uno para sus adentros, como en tantas otras ocasiones, a pesar de las precauciones y los buenos deseos, que tal vez no volverían a verse nunca más. El Kim acepta finalmente la pistola recién limpiada que le ofrece su amigo. He olvidado las interminables recomendaciones del Denis acerca de los pies delicados de Carmen y su propensión a los resfriados, que no la deje dormir al raso cruzando esos montes, pero no se me olvida la mirada resuelta del Kim cuando le dice:

– Confía en mí, muchacho. Te la traeré sana y salva.

Se encamina hacia la puerta y entonces un gato negro que no estoy seguro de haber visto, que tal vez ronronea y cruza con su paso felino solamente en mi imaginación, quiero decir que no recuerdo que estuviera allí en aquel cuarto, que acaso no existe, se desliza ante él saltando luego del balcón a la calle y casi se me escapa un grito.

– ¿Qué te pasa, Forcat? -dice el Kim.

– Nada. El micifuz.

– ¿Qué micifuz ni qué niño muerto? -mira a su alrededor sin ver nada.

– No me hagas caso -le digo-. Hala, buena suerte.

Desde el balcón le vemos alejarse por la rue de Belfort camino de la estación con su cazadora de piel y su sombrero marrón, va despacio y pensativo, el cigarrillo en los labios, las manos en los bolsillos, como si fuera a dar uno de sus habituales paseos a orillas del Garonne.