"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)8Seguimos nuestro camino hacia Oriente, para encontrarnos con las avanzadas de Caramano, tal y como Sausi Crisanislao nos había advertido. Eran muy superiores en número a los almogávares, pero inferiores en valor, disciplina y sabiduría militar. Para un ojo poco entrenado como el mío en contemplar batallas, todo se redujo a una horrible confusión de hombres, hierros y caballos. Los almogávares cargaron con su habitual crueldad, derribando los estandartes turcos, saltando por encima de los cadáveres, degollando, tajando, destrozando a los turcos. Cuando todo acabó, al final del día, los cadáveres de hombres y bestias se amontonaban desordenados, empapando la arena de sangre; las lanzas y los estandartes destrozados apuntaban hacia el cielo aquí y allá en apretados manojos. La luz del atardecer le confería a todo un carácter de irrealidad y de locura. Atravesamos victoriosos una de las imponentes puertas de la muralla que tan bien habían resistido el asedio turco. Las trancas de hierro que ceñían y reforzaban las puertas de pernio a pernio, se abrieron al fin para franquearnos el paso. Filadelfia era una plaza fuerte y populosa, con una población ocre y sin personalidad que se amontonaba, deslumbrada por nuestro paso: aceros brillantes, carros de guerra, caballos bien enjaezados, guerreros vestidos con pieles de fieras. Y en medio, en dolorosa fila, los vencidos. Mujeres y chiquillos de ojos saltones y desorbitados por el terror; guerreros turcos encadenados, mulas cargadas de botín. Roger, asqueado por la empalagosa mansedumbre, sin acidez ni belicosidad, de aquellas gentes, ordenó decapitar, por cobarde y traidor, al gobernador de Filadelfia y colgar al capitán de la guardia de la ciudad. Y al pueblo de Filadelfia, que no supo resistir con más valor, le impuso una multa de veinte mil libras de plata. Pero, días después, un correo almogávar llegó hasta las puertas de Filadelfia e inmediatamente fue conducido ante Roger de Flor. Traía noticias de extraordinaria importancia y gravedad. La guarnición alana que custodiaba Magnesia; la caja fuerte del cuantioso botín almogávar, se había rebelado. Los alanos habían pasado a cuchillo a todos los catalanes que guardaban el tesoro almogávar, y habían tomado como rehenes a las princesas doña Irene y doña María. Al parecer la rebelión había sido instigada por el propio George. Roger paseó de un lado a otro como un animal enjaulado. La ira nublaba sus ojos y estrangulaba su voz. Preguntó al correo cómo era posible todo esto si tras abandonar Cícico había ordenado a Ahonés que las condujera hasta Constantinopla. Doña Irene y doña María habían pasado los últimos días del invierno con Roger, en Cícico. Después, el megaduque había confiado las dos damas a su almirante. Pero, al parecer, la marejada les impidió hacerse a la mar y el almirante había decidido esperar en Magnesia a que el mar se calmara. – Pero, mientras tanto -concluyó el correo-, los alanos se rebelaron. – ¿Y Ahonés? -preguntó Roger. – El almirante no estaba en la ciudad en ese momento, sino al cuidado de la flota. Es él quien me envía, megaduque, y espera tus órdenes. Roger apretó los puños y dijo entre dientes: – ¡Mis órdenes son sangre y muerte para esos traidores! Sin esperar más, abandonamos Filadelfia, dejando allí a Marulli y sus griegos para guardar la plaza, y nos pusimos en marcha hacia Magnesia. Roger, actuando como un poseído, puso sitio a la plaza fuerte; ordenó a Ahonés que desembarcara y dispusiera las máquinas de asedio y los maganeles que aún no habían tenido ocasión de usarse, y las dirigió contra los muros de la ciudad. El ataque fue precipitado y mal concebido. Los alanos rechazaron a los nuestros sin demasiada dificultad, arrojando aceite y azufre caliente desde las murallas de la ciudad, incendiando los artefactos que tan inconscientemente Roger había dirigido contra ellos, descubriéndolas sin precaución alguna. Gran parte de los mejores hombres de Roger quedaron allí, a los pies de las murallas, aplastados por rocas o abrasados por azufre ardiente. Mientras los supervivientes se retiraban, arrastrando con ellos a los heridos, tuvieron que soportar la mofa y el escarnio de los sitiados, que les increpaban gritando victoriosos desde las almenas. Roger apretó los puños y tragó saliva. El trenzado victorioso que nos había llevado hasta allí empezaba a deshilacharse. En el décimo día de asedio, una de las puertas de la ciudad se abrió y dejó salir a tres grandes carros tirados por acémilas y a varias mujeres. Cuando los carros y las mujeres avanzaron por campo abierto en nuestra dirección, Roger reconoció entre ellas a su joven esposa y a doña Irene, acompañadas de sus sirvientas. El reencuentro con la princesa doña María, sobre cuyo destino Roger sin duda había sufrido en silencio, emocionó al duro guerrero. Pero se cuidó mucho de demostrar esta emoción delante de sus hombres. Roger abrazó a su esposa, rodeándola con sus fuertes brazos como si quisiera protegerla del resto del mundo, y dejó que ella llorara abrazada a él. – Los alanos afirmaban ser fieles al Imperio y actuar en defensa de Andrónico -estaba diciendo doña Irene mientras tanto-. Y acusaban a Roger de traición. – ¿Acusaban a Roger de traición? -exclamó Ricard de Ca n'-. ¿Ellos? ¿Cómo se atreven a tanto cinismo? – George afirma que os habéis rebelado contra el Imperio -le respondió doña Irene-, que habéis asesinado al gobernador de Filadelfia y que habéis saqueado la ciudad. – ¡Eso es falso! -gritó Ricard. – ¿Falso? -pregunté alzando una ceja. – ¿Por qué os han permitido salir en este preciso momento? -le preguntó Roger a doña Irene sin apenas apartarse de la princesa. – Según George, nunca hemos sido sus prisioneras. Nos retenían dentro de la ciudad para impedir que pudierais tomarnos como rehenes para conseguir la rendición de la plaza. Pero yo amenacé al – ¿Es eso lo que hay en el interior de esos carros? -preguntó Roger señalándolos. – Así es, están cargados de oro. George quiere dejar muy claro que actúa sólo en defensa de los intereses de Andrónico. Quiere que tomes tu oro y te marches. – ¿Creen que vamos a conformarnos con eso, a dar media vuelta y olvidar que él ha degollado a traición a nuestros compañeros? -dijo Ricard rojo de ira. – ¿Ha muerto toda la guarnición catalana de la ciudad? -preguntó Roger manteniendo la calma-. ¿Estás segura de eso? – Sí. Vi sus cuerpos en la plaza, y sus cabezas ensartadas en picas. – ¡Venganza! – ¡Ya basta, Ricard! -gritó Roger a su almocadén-. ¡No estás resultando de ninguna ayuda aquí! – Pero, Capitán… – ¡Lárgate; desaparece de mi vista! Ricard de Ca n' apretó los puños, parecía que iba a decir algo, pero finalmente dio media vuelta y se marchó de nuestro lado. Roger esperó a que se alejara, y preguntó a su suegra si pensaba que su hermano estaría detrás de todo esto. A lo que ella respondió que no albergaba ninguna duda sobre ese punto, lo que provocó un gesto de abatimiento en el duro rostro de Roger. Se preguntó por qué; había combatido fielmente, contra los turcos, para recuperar territorios que unir nuevamente al Imperio. ¿Por qué esta traición? – Ya te lo advertí -dijo doña Irene-. Es la forma de actuar de los griegos, y tú eres ajeno a todo. – ¿Tú lo entiendes, Ramón? -me preguntó Roger. – El Imperio se sabe débil -le respondí-, y tu fuerza hace más evidente su debilidad. Quizás Andrónico está considerando que ha hecho un mal negocio al cambiar a los turcos por los catalanes. – Regresa a Aragón, Roger -le imploró doña María-. Regresa a tu patria y yo iré contigo, renunciaré a mi sangre y a mi tierra por ti. – Aragón no es mi patria -exclamó Roger-; ni Sicilia, ni Génova, ni Brindissi… Soy el hijo de un halconero germánico, criado por los rudos monjes templarios. La tierra que piso en cada momento es mi patria, querida niña. – ¿Qué va a suceder ahora? -preguntó doña Irene. Roger dijo que, de momento, se mantendría el asedio sobre Magnesia. – Más adelante Dios dirá -concluyó. Varios días después, los centinelas dieron la voz de alarma al ver formarse a lo lejos la polvareda que caracteriza el avance de un ejército numeroso. Esto produjo en todo el campamento almogávar un movimiento nervioso, de avispero alertado. Roger de Flor salió precipitadamente de su tienda y oteó el horizonte, haciendo de visera con sus manos para protegerse del sol. – ¿Que sucede? -pregunté, alterado por todo el movimiento que se estaba formando a nuestro alrededor. – Un ejército se acerca desde Poniente -me respondió secamente Roger. Doña Irene y doña María también habían salido de las tiendas y se acercaron con expresión preocupada en sus rostros. Ricard de Ca n' corrió hasta nosotros, esperando órdenes; mientras el ejército, del que pude distinguir los estandartes que se afirmaban y coloreaban entre las capas de aire y polvo, avanzaba hacia nuestras posiciones. – ¡Son los pendones de Aragón y Sicilia! -exclamó Ricard asombrado. Su vista era mejor que la de ninguno de nosotros, pero pronto pudimos comprobar la certeza de sus palabras. Doña Irene preguntó a Roger sobre qué podía significar eso. – No lo sé -respondió el extemplario-. ¿Una añagaza turca o alana? Tal vez tu hermano pretende sorprendernos. – No le creo capaz de tanto atrevimiento -respondió la mujer. – Quizá sí, o quizá no; pero no puedo arriesgarme. Ricard, llama inmediatamente a zafarrancho. El almogávar así lo hizo, e inmediatamente el campamento entero se tensó preparándose para la batalla; presintiendo la desagradable posibilidad de convertirse de sitiadores en sitiados. Las mujeres y los chiquillos ocuparon el sitio que la defensa les asignó, preparándose para llevar las flechas y las vituallas a los combatientes. Los carros fueron dispuestos en círculo, y sus lonas empapadas de agua para prevenir las flechas incendiarias. Ricard y Galcerán fueron así dando cuerpo a las instrucciones de Roger. Un par de exploradores del ejército que se acercaba, cabalgando sendos Los catalanes enfundaron sus dardos y devolvieron al tahalí sus hachas. El grito de victoria almogávar retumbó por todo el campamento; y lo que fue señal de zafarrancho se trocó en caliente y afectuoso recibimiento a los compatriotas que quedaron en Sicilia; los almogávares de Berenguer de Rocafort. Uno de los dos jinetes que se acercaba era nada menos que Joanot de Curial. |
||
|