"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)9Roger y Joanot se abrazaron y besaron como dos hermanos que no se hubieran visto en muchos años. Joanot era un héroe casi legendario, como Roger, y ambos eran camaradas desde los valerosos últimos días de Acre, donde Roger había salvado la vida a Joanot en más de una ocasión. Lo que fue correspondido por Joanot cuando salvó a Roger de una muerte casi cierta en las mazmorras de la orden del Temple, en Marsella; hechos éstos que me serían narrados poco después, con más detalle, por el propio Joanot de Curial. Joanot era algo más joven que Roger. Tenía un rostro agradable y bien parecido, dominado por unos grandes ojos castaños, sombreados por unas cejas espesas y oscuras, que hacían que su frente no pareciese demasiado ancha. Su perfil, de nariz recta y labios delgados, recordaba a la imagen de una antigua moneda romana. Su pelo era negro como las plumas de los cuervos, y caía lacio y desordenado sobre sus hombros. Era musculoso y de gran estatura, aunque no tanta como para que le hiciera parecer desgarbado. Vestía una larga gonela color zafre sobre su cota de malla, y en su pecho estaban bordadas las cuatro barras rojas de Aragón. De su cinto colgaba una espada tan ancha y pesada que pocos hombres podrían manejar con soltura. Más tarde, durante la comida de bienvenida, Roger preguntó a Berenguer de Rocafort sobre las circunstancias de su llegada a Asia. – Me mandó llamar Andrónico -dijo Berenguer sin dejar de masticar. Era un hombre tosco, de gestos ampulosos y ojos hundidos, muy peludo de cuerpo y barba, pero completamente calvo en la cabeza. Hablaba, comía y bebía como si le faltara tiempo en la vida para hacer todas estas cosas con calma. Se limpiaba de vez en cuando en la piel de armiño de su capa. Había llegado con doscientos hombres a caballo y mil infantes almogávares; además de su hermano Gisbert de Rocafort y su tío, Dalmau de San Martín, y Joanot de Curial, que también se sentaban a la mesa. Aquél era un refuerzo que a Roger, ahora que había perdido el apoyo de los alanos y de los griegos de Marulli, le iba a venir muy bien. Pero había cosas que el extemplario aún no veía claras. – ¿Qué hay de tu problema con el rey? -preguntó Roger a Berenguer. – Solucionado -respondió éste, realizando la proeza de comer, beber vino y hablar a la vez-. Ese bastardo soltó por fin los veinte mil – Y después decidiste, al fin, acompañarme en mi aventura -concluyó Roger. – Lo consideré, pero antes de que tomara una decisión recibí un correo del mismísimo xor Andrónico. Me invitaba para que acudiera con mis hombres a Constantinopla; al parecer, deseaba contratar mis servicios y me prometía el título de megaduque. Roger le miró atónito. – ¿Cómo? Berenguer dejó de masticar y le devolvió una sonrisa a Roger. – Oh, sí. El título ya estaba ocupado por ti. Así se lo hice ver a xor Andrónico en cuanto me presenté ante él en su palacio de Constantinopla. Por cierto, me contaron lo que habías hecho con los genoveses… -rió. – ¿Qué te dijo entonces Andrónico? -preguntó Roger impaciente. Berenguer rebuscó en un bolsillo en el dobladillo de su capa, extrajo un rollo de pergamino lacrado con el sello imperial, y lo arrojó sobre la mesa, junto a los montones de huesos de pollo que había ido dejando. – Tú ya no eres megaduque -dijo Berenguer, encogiéndose de hombros-. Has sido ascendido, amigo; ahora eres César. Felicidades. Roger de Flor rompió los sellos imperiales, y desenrolló el documento. – Es mi nombramiento como César del Imperio -dijo tras leerlo rápidamente. – ¿Qué quiere mi hermano a cambio? -preguntó doña Irene, sin demostrar ninguna felicidad por el reciente encumbramiento de su yerno. Rocafort observó a la hermana de Andrónico sin responder. En sus ojos había una evidente desconfianza hacia la mujer. El silencio se alargó hasta que el joven Joanot fue quien respondió a doña Irene: – El Emperador desea que Roger y su ejército levanten inmediatamente el sitio a Magnesia, y abandonen Asia -dijo. Berenguer de Rocafort explicó a continuación que xor Andrónico ordenaba a Roger dirigirse con urgencia hacia Bulgaria, donde debería acudir en auxilio del esposo de doña Irene, porque un hermano suyo se había levantado contra él y contaba con el apoyo de gran parte del ejercito búlgaro. – Eso no es cierto -dijo Irene con firmeza-. No existen esa clase de asuntos en Bulgaria. Rocafort volvió a encogerse de hombros. – Fue vuestro propio hermano quien me pidió que le transmitiera estas órdenes a Roger de Flor. – Es un ardid -exclamó Irene-. Andrónico tan sólo desea sacarte de Asia por el método que sea. El título de César es la zanahoria, y el pretendido levantamiento en Bulgaria, la vara. – ¿Qué piensas tú, Joanot? -preguntó Roger a su amigo. – Creo que la señora está en lo cierto -dijo el joven caballero-. Xor Andrónico está obsesionado con que abandones inmediatamente Anatolia. No sé por qué. – Te teme más que a los turcos – dijo Gisbert, el hermano de Berenguer, riendo. – Sí -añadió Berenguer, palmeando el hombro de Roger-. Eso pienso yo también. Roger dirigió una mirada alrededor de la mesa, y les dijo a Rocafort y Joanot que le acompañasen, que deseaba hablar con ellos en privado. Berenguer asintió, levantándose, y limpiándose la boca con la manga. – Ven tú también, Ramón -me dijo. Ninguno de nosotros entendió entonces cuáles eran la intenciones de Roger, pero los cuatro entramos en su tienda. Una vez en el interior, Roger preguntó a Berenguer: – ¿Qué tienes previsto hacer tú? Rocafort meditó un instante antes de contestar, y al hacerlo miró directamente a los ojos de Roger: – Son éstos unos extraños tiempos, amigo. Tras la caída de Acre es como si nos hubiéramos dado por vencidos en el empeño de recuperar Tierra Santa. Quizás es mejor así, no lo sé; pero lo que ahora sobra en Europa son ejércitos. Se está licenciando a mucha gente y cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté dispuesto a pagar el precio de unos soldados de fortuna tan buenos como nosotros -rió-. La verdad, no sé dónde vamos a ir a parar si los reyes y nobles dejan de apreciar el auténtico valor de unos combatientes de calidad. Se acercan tiempos difíciles; quizá sea ésta nuestra última oportunidad de enriquecernos con un botín cuantioso. Tú y yo hemos compartido aventuras, y hemos repartido el producto del saqueo infinidad de veces; y tú y yo podemos entender mejor que nadie la oportunidad que tenemos aquí. ¡Por Dios, Roger, estas tierras rezuman oro que sólo espera ser recolectado por nuestras manos! Entiendo perfectamente por qué Andrónico me ha hecho venir y por qué me ha mandado a tu encuentro. Pero si lo que buscaba era provocar el enfrentamiento entre tú y yo, despertar la envidia entre nosotros, es que se trata de un viejo chocho que no conoce lo que vale un catalán o un almogávar… Mandémosle al diablo, Roger, a él y toda su corte de entorchados decadentes. Quedémonos por aquí una temporada, cojamos cuanto queramos, sea griego o turco. ¿Qué más nos da una cosa u otra? Para mí, tan paganos son los unos como los otros… Roger asintió en silencio, y me presentó a sus dos camaradas de armas. – Conozco los grandes logros del – Estoy al corriente -admití. Desde luego, aquel hombre no se andaba por las ramas. Roger les preguntó si Andrónico les había revelado el verdadero objetivo de nuestra expedición, la búsqueda del reino del Preste Juan. Y así era, pero ambos le explicaron a Roger que, ahora que la amenaza turca sobre Constantinopla se había aflojado, Andrónico había perdido todo interés en esa expedición. – Quizás él sí -replicó Roger-, pero no yo. La sabiduría de Ramón Llull puede conducirnos hasta ese reino. ¿No es así, Ramón? -me preguntó, pero continuó hablando sin darme ocasión de responderle-, y tú, Joanot, conoces mi anhelo de encontrar ese reino pletórico de riquezas, con sus calles adoquinadas con oro. Imagínatelo, Bernard. – Puede que sí, y puede que no -replicó éste-. Yo prefiero el pájaro en mano. – Pero esto es así de seguro -insistió Roger. Y, a continuación, les contó con detalle lo de la Rocafort sacudió la cabeza. – Despierta, Roger. Ya no tienes el apoyo del Imperio; Andrónico quiere que abandones Asia inmediatamente. No puedes realizar una expedición de ese calibre sin contar con ningún respaldo en tu retaguardia. – No sería la primera vez -se defendió Roger-; los diez mil de Jenofonte ya cruzaron esas tierras sin que ningún ejército les detuviera… Y el gran Alejandro… – Oh, ya estamos de nuevo con esas viejas historias… Tú no eres Jenofonte, ni Alejandro; ni estos tiempos son iguales a aquéllos. – Pero no me daré por vencido tan fácilmente. Vuestra llegada ha sido providencial, amigos míos, porque ahora podré acatar obedientemente las órdenes de esa serpiente de Andrónico; levantaré el asedio sobre Magnesia, tal y como él quiere, y mi ejército viajará hasta Bulgaria, siguiendo su voluntad. Todos le devolvimos una mirada de incomprensión a Roger. – ¿Cómo dices? -preguntó Joanot. – Tú hallarás por mí el reino del Preste Juan -dijo Roger mirando fijamente al joven caballero-. Es un viejo sueño, y no debemos renunciar a los viejos sueños. Y a continuación, Roger dijo que iba a devolverles a los griegos un poco de su talante intrigante, que estaba cansado de comportarse con rectitud cuando ellos sólo conocían caminos sinuosos. – Fingiremos que acatamos las órdenes de Andrónico, pero seguiremos nuestra propia voluntad -explicó Roger-. Tú, Joanot, mi buen amigo, con quien he compartido tantos sueños en el pasado, viajarás hacia Oriente en compañía de Ramón Llull junto con un pequeño y escogido grupo de almogávares, hasta encontrar el reino del Preste Juan. Después… bueno, después importará todo muy poco. Aragón tiene hambre de imperio, y nosotros vamos a ser sus dientes afilados y cortantes para sujetar un imperio como el que el mundo conoció en los tiempos del Gran Alejandro. Y quizá decidamos que el trono de Constantinopla debería ser ocupado por un hombre de más valor que Andrónico. Por un catalán quizá. Rocafort echó su cabeza hacia atrás, y soltó una larga carcajada. – Sigues siendo el de siempre, Roger -dijo al cabo de un rato-. A ambición no hay quien te gane. El joven Joanot, que permanecía serio y en actitud introspectiva, preguntó cuánta gente llevaría con él. – No más de trescientos almogávares -dijo Roger sin dudar-, de los mejores y más fieles. Un grupo lo bastante pequeño como para que pueda moverse con flexibilidad por terrenos desconocidos, y avanzar con rapidez. Joanot asintió en silencio, y Roger le preguntó a su vez: – ¿Deseas hacerlo, amigo mío? ¿Deseas emprender esta aventura? – No me lo perdería por nada del mundo -respondió el joven guerrero. Y así se hizo. Levantamos el sitio a Magnesia, con gran asombro de los sitiados, y nos dirigimos hacia el norte, hacia Bulgaria. Pero, antes de haber caminado muchas millas, el ejército se dividió. Joanot de Curial fue nombrado Nos hizo una primera sugerencia: – Trescientos guerreros armados tienen pocas posibilidades de cruzar con éxito esas regiones. Demasiados como para pasar inadvertidos, y demasiado pocos para defenderse del ataque de un ejército enemigo. – ¿Qué propones? -le preguntó entonces Joanot. – Las gentes de esas tierras están acostumbradas al paso de grandes caravanas de comerciantes. Son algo común por esos caminos desde los tiempos de los antiguos romanos que establecieron la primera ruta con la remota India. Una caravana con trescientos comerciantes, perfectamente pertrechados para el camino, con sus carromatos, sus acémilas y sus camellos, no despertaría el mínimo interés entre aquellas gentes. – No me seduce la idea de disfrazarme como un vulgar ladrón -dijo Ricard que también nos acompañaría-, y si es a los turcos a quien temes, no debes preocuparte, pues ya los hemos derrotado en repetidas y continuas ocasiones. Intervine para sugerir que quizás encontráramos enemigos mucho más formidables que los turcos. – ¿Qué quieres decir? -me preguntó Ricard, extrañado. – Sólo que deberíamos tomar precauciones tal y como Sausi propone. – Que así sea -dijo Roger dando por terminada la discusión. Los rudos almogávares se despojaron de sus vestiduras de piel, y se cubrieron, entre risas y chanzas, con los ricos ropajes de seda y lino provenientes del saqueo de Filadelfia; ocultando, bajo aquellas túnicas bordadas, sus pesadas armas de acero. Al separarnos, Roger nos dijo que tenía por muy cierto que ese levantamiento en Bulgaria había sido fingido por Andrónico, para tener alguna razón para sacar a los almogávares de Asia. No debíamos preocuparnos entonces por nada, excepto por encontrar las tierras del Preste Juan. Y dijo por último: – Que piense que me callo y me someto. Y no se habló más. Nos separamos del grueso de la tropa almogávar, y tomamos caminos divergentes. La extraña aventura hacia lugares perdidos se abría ante nosotros. |
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