"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)

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El enorme espacio asiático nos absorbía como una esponja, nos empequeñecía y anulaba. La inmensidad quieta y serena de millas y millas serpenteantes por los duros y polvorientos caminos de aquella geografía atormentada.

Los turcos, avisados de nuestra fiereza y crueldad, abandonaban sus hogares y huían ante nuestro avance, sin presentar batalla, dejando tan sólo desolación a nuestro paso. Comarcas quemadas y cosechas arruinadas. El extraño mundo asiático parecía agazaparse, enarcar el lomo y contener la respiración en postura precursora de zarpazo.

Cruzamos así junto a una ciudad, apresuradamente abandonada por sus gentes, llamada Calmarin, que estaba situada a sólo siete leguas del monte Ararat, en cuya cima atracó Noé tras el Diluvio. La montaña Ararat era muy alta, y tenía sus cumbres nevadas y cubiertas de niebla; a sus pies se extendía una gran llanura cruzada tan sólo por el río Corras, que nacía del deshielo de aquellas nieves y que fertilizaba aquellas tierras cuadriculadas de huertas de frutales, viñas y rosales. Calmarin había sido la primera ciudad edificada por el linaje de Noé, y había estado poblada desde entonces, hasta el día de la llegada de los catalanes.

Aquellas tierras nos recordarían durante muchos años.

Mi carromato era similar a una galera valenciana; es decir, tenía cuatro grandes ruedas atrás y dos de menor tamaño delante, sujetas a un eje móvil del que surgían las limoneras y que podía ser dirigido con ayuda de un pesado timón. Al abrigo de su lona, impermeabilizada con brea, había establecido mi biblioteca ambulante y mi sala cartográfica. Pasaba los días en su interior, consultando los mapas y leyendo los libros; ajeno por completo al desolado paisaje que nos rodeaba, donde no se podía percibir más movimiento que el de las nubes y el paseo de sus sombras.

Apenas intercambié unas pocas palabras durante el viaje. Me deslizaba como un espectro entre aquellos rudos hombres, presenciaba sus juegos de dados, sus danzas y sus peleas, sin implicarme jamás en ninguna de estas actividades. Me sentía tan distanciado de los almogávares que su presencia me afectaba menos que viejas historias que hubiera leído hacía mucho tiempo.

Ricard, Fabra, Jaume, Pero, Ferrán, Guillem… eran nombres que, en aquellos momentos, nada significaban para mí; pero en un futuro cercano vería morir a muchos de aquellos almogávares, alguno incluso cambiaría su vida por la mía, y yo lamentaría no haber aprovechado aquellas jornadas tranquilas, las últimas que viviríamos en nuestro camino, para conocerlos mejor.

Pero de quien sí deseaba saber más era de su joven líder; Joanot de Curial, y en una ocasión le invité a mi carromato donde le mostré los mapas y las cartas que nos guiarían en nuestro viaje. Muchos de los libros que llevaba provenían de los estantes de la Sala Armilar. Entre los mapas que consultaba para establecer nuestra ruta estaban las Estaciones de Partia, opúsculo redactado por Isidoro de Cárax; el Itinerario Antonino, o la Peregrinación de Eteria; así como la antigua Geografía de Estrabón, o la famosa Guía geográfica de Tolomeo. Acompañado todo esto por cartas de rutas, muy útiles, desarrolladas en longitud sin preocuparse de la configuración de las tierras, de modo que formaban una banda plegable que podía ser guardada en el bolsillo o en un saco de viaje. Todo lo cual fue observado por Joanot con detenimiento, dando muestras de una gran curiosidad e inteligencia y formulando multitud de preguntas.

Yo también sentía curiosidad por conocer con detalle las circunstancias en las que Roger y él se habían conocido.

La familia de Joanot pertenecía a la pequeña nobleza valenciana, beneficiada con un señorío en la comarca de L'Horta, concedido por el propio Jaume I como pago de servicios de conquista. Joanot de Curial, nacido de la primera generación de valencianos auténticos tras el repoblament, se sentía como tal, y había ganado fama de caballero noble y valeroso en las cruzadas. Había participado en la desesperada defensa final de Acre, antes de que el beauseant [21] cayera en manos de los sarracenos. Como ya he dicho, fue allí donde Roger salvó su vida y se convirtió para siempre en su amigo.

Poco después fray sargento (Roger), caería en desgracia y fue el propio Gran Maestre del Temple, Monecho Gardini, quien lo denunció ante el papa Nicolás IV, que mandó prenderle para que bajo tortura revelara el paradero del tesoro de los templarios. Pero Joanot logró liberarle, y juntos huyeron de la fortaleza del Temple en Marsella, donde Roger había sido retenido por la guardia pontificia.

– Nuestra huida nos llevó hasta Génova -dijo Joanot-, donde ambos entramos al servicio de la familia Doria.

– ¿Qué hiciste para liberar a Roger de su prisión?

El valenciano sonrió maliciosamente, y dijo:

– El destino fue mi aliado.

Según Joanot me explicó, la inesperada muerte de Nicolás IV provocó un estado de confusión tal que él supo muy bien aprovechar; y se presentó en la fortaleza de Marsella con una falsa orden de libertad para el extemplario.

– Roger de Flor me fue entregado amablemente por sus propios guardias -dijo.

Yo me sentí bastante turbado por esta narración, que me llevó a meditar sobre lo complejo que es el destino de los hombres; porque estos hechos sucedieron en la primavera del año de Nuestro Señor de mil doscientos noventa y dos. Yo me había entrevistado entonces con el Santo Padre, a quien había logrado convencer de mi idea de recobrar Tierra Santa con la fuerza de la razón, y no por la razón de la fuerza. La reciente toma de Acre por los sarracenos señalaba el fin del último bastión cristiano en Tierra Santa y demostraba nuestra incapacidad para imponernos por las armas a los infieles. Mi propuesta de una nueva cruzada, armados únicamente con ideas y no con acero, recobró entonces nueva fuerza, y el Papa parecía dispuesto a apoyarla firmemente. Pero murió antes de que pudiera llevarse a cabo mi proyecto de creación de misiones en Tierra Santa. De modo que, lo que para mí supuso una terrible desgracia, la muerte del Pontífice, resultó ser la providencial salvación para Roger de Flor.

Nuestro viaje continuó sin incidentes, y tras cuatro semanas de marcha llegamos al lugar del que Sausi me había hablado; el templo de adoradores de demonios cercano a Sumatar, a sólo una jornada al cauro de la bíblica ciudad de Harrán.

Un grupo de siete edificios de piedra en ruinas parecían contemplarnos como centinelas petrificados. Un impresionante silencio había caído sobre las tropas catalanas ante la presencia de aquellas moles polvorientas, dispuestas en semicírculo a intervalos irregulares alrededor de un montículo central. Eran de varias formas: uno redondo; otro, cuadrado; un tercero, redondo sobre una base cuadrada. Al norte del montículo central, y a cierta distancia, se levantaba la gigantesca estatua de piedra sin cabeza de un hombre, vestido con una especie de toga que le llegaba a las rodillas. El viento, al levantar remolinos de polvo en torno a la estatua, pareció animar momentáneamente los pliegues pétreos de sus ropajes. Creo que todos nos estremecimos.

– ¿Es este lugar? -le susurré a Sausi Crisanislao, y él respondió afirmativamente.

Se escuchó entonces la poderosa voz de Joanot de Curial, imponiéndose al silencio; advirtiendo a los almogávares de que estábamos en territorio enemigo y ordenándoles disponer un campamento defensivo. Los guerreros disfrazados de comerciantes se pusieron inmediatamente al trabajo y la desolada llanura sobre la que se levantaban aquellos extraños edificios se llenó inmediatamente de los bulliciosos sonidos y el caos de los almogávares trabajando.

Después, Fabra celebró una torpe misa para alejar los malos espíritus del lugar.

Aquel almogávar, alto y grueso, de largas melenas grises, había nacido en la Cataluña del otro lado de los Pirineos, y afirmaba haber sido ordenado sacerdote y haber llevado una vida muy azarosa antes de entrar a formar parte de la almogavaría. Sobre esto último no me cabía duda alguna, pero cuando le preguntaba detalles sobre cómo y cuándo había sido ordenado, se volvía tremendamente impreciso. Al contrario que el resto de los almogávares, que tenían muy claro que iban a la guerra tan sólo por el botín y el beneficio que pudieran obtener de esto, Fabra afirmaba haber tenido una revelación divina en la que el Señor le habló, y le animó a acabar con la vida de cuantos infieles se pusieran en su camino.

Y este deseo lo formuló nuevamente en el transcurso de la misa.

Cansado de su ignorante letanía, me dirigí en solitario hacia las ruinas. Caminé lentamente hasta el montículo central y lo contemplé con un respetuoso silencio. Era evidente que se trataba de un lugar sagrado; pero, ¿de qué religión? En el flanco septentrional del montículo había un relieve que representaba otra figura humana ataviada con el mismo tipo de levita que la gran estatua descabezada. Junto a este relieve, otro representaba el busto de un personaje masculino que llevaba el pelo sujeto con cintas y tenía, a ambos lados de la cabeza, una estrella y una media luna.

Bajo estos dos relieves había una breve inscripción en dialecto jonio que no tardé en traducir; declaraba simplemente que aquellos relieves habían sido dedicados al dios Sin. Una segunda inscripción más abajo me resultó en parte indescifrable; creo que de nuevo mencionaba a Sin, el dios lunar, y la dedicación de un tesoro; quizás el tesoro que estuvo a su cargo.

Trepé, no sin dificultad, hasta la cima del montículo, que estaba rematado por una gran roca pelada y casi esférica. En su superficie aparecían, profundamente incisas, cierto número de inscripciones jonias que traduje. Una de ella decía:

«Que Calínico, hijo de Aristarco, que partió de la ciudad Sagrada en el Desierto de Cristal, sea recordado. Que sea recordado en presencia de Sin…».

De nuevo Calínico. Aquél era el hombre que había estado al frente del grupo de sabios que llevó la salvación a Constantinopla. ¿Era el mismo hombre del que hablaba aquella inscripción? ¿La «ciudad Sagrada en el Desierto de Cristal», se referiría al reino ocupado por los cristianos del Preste Juan?

Descendí del montículo y caminé hasta la entrada de uno de los templos. El edificio era redondo y estaba construido sobre un alto estilóbato circular; sus muros exteriores eran una sucesión de medias columnas adosadas por pares, yendo las cúspides de cada par unidas entre sí por un pequeño arco. Esto sujetaba la cornisa sobre la que se asentaba una cúpula semiesférica. Parecía sólido y ligero a la vez. La cúpula estaba construida con ladrillos de adobe rectangulares, típicos de aquellas regiones sin canteras, protegidos de la intemperie por un duro caparazón de barro vitrificado de brillante color azul celeste. En los muros se había usado ladrillo en forma de planchas, incrustadas en el enlucido con cuñas de vitrificado de brillantes tonos anaranjados.

Me detuve frente al umbral que era oscuro como la entrada a una cueva, y decidí regresar al campamento en busca de alguna luz que me guiara en el interior del templo.

Allí me crucé con Sausi Crisanislao, y le pedí que me acompañara. De mi carro recogí una lámpara de aceite, y nos plantamos frente a la entrada del templo. Con aquel guerrero armado junto a mí, y con el candil brillando en mis manos, me sentía más capaz para enfrentarme a los misterios que encerraba aquel lugar.

– Tú estuviste aquí hace veinte años -le dije al búlgaro-. ¿Crees que notarás si este templo ha sido habitado desde entonces?

Él me respondió que habían dejado muchos cadáveres de monjes en su interior, y que si seguían allí, si nadie los había sepultado, significaría que, efectivamente nadie había regresado a este lugar.

Encontramos el primer cadáver apenas nos internamos unos pasos en el túnel abovedado que era la entrada. Casi tropecé con él; la luz de mi lámpara me mostró una momia horrible, envuelta aún con los restos de su túnica ceremonial.

– Recuerdo a éste -dijo Sausi, agitando su melena de león en la cambiante luz de mi linterna-; lo degollé yo mismo. Era un sacerdote; nos descubrió e iba a avisar a sus compañeros, pero no le di ocasión de hacerlo.

Reconocí en los restos de aquellas ropas una levita muy parecida a la que vestía la gigantesca estatua descabezada del exterior. Junto al cadáver había un extraño gorro o tocado de forma cónica. En ninguno de mis viajes había visto unas ropas parecidas.

Sorteamos el cadáver, y seguimos caminando por el túnel. Este desembocó en una amplia sala circular. La luz entraba por un orificio situado justo en el vértice de la cúpula por lo que ya no era necesaria la lámpara de aceite. En la gran bóveda estaban pintadas con exquisito cuidado las estrellas y constelaciones.

– Es igual a la del Palacio de Constantinopla -musité; y, ante la mirada de incomprensión del búlgaro, le expliqué que en los sótanos del Palacio del Emperador había una sala gemela a ésta. Por lo que ya no cabía duda alguna: el Calínico de Constantinopla era el mismo Calínico que visitó este lugar.

Pero la bóveda no era exactamente igual. También era una media esfera sobre la que se habían pintado los principales astros del cielo, pero ésta estaba atravesada por un eje polar, de bronce, que llegaba hasta el suelo, en el centro de la sala; éste quedaba sujeto a una armilla graduada, también de bronce, que debía de corresponder al meridiano de aquel lugar. Esta armilla, a su vez, se asentaba sobre un soporte horizontal cuya apertura circular superior representaba el horizonte. Era evidente que, en algún tiempo, la armilla pudo moverse por las guías situadas en el cimborrio de la cúpula, de tal forma que el polo podía formar con el horizonte ángulos iguales a cualquier latitud. Una segunda armilla, cuyo eje coincidía con los polos de la eclíptica, servía para determinar las coordenadas de longitud y latitud de cualquier estrella pintada en la esfera.

Todo más tosco, pero más comprensible para mí que los sofisticados artilugios que había visto en la Sala Armilar de Constantinopla, pues yo conocía instrumentos similares, aunque no de ese tamaño, de mis viajes por los reinos moros. Los infieles los denominaban alcoras y los usaban habitualmente para sus cálculos astrológicos.

La sala era una vasta pieza circular que mediría unas veinticinco varas de diámetro; poyos de adobe compactado se extendían pegados a la pared, e inmediatamente sobre éstos empezaban las pinturas y llegaban hasta el mismo cimborrio, situado a diez varas de altura.

Por el suelo estaban diseminados los restos de doce sacerdotes más. Me acerqué a uno de los muros; una enredadera trepaba por él, medio cubriendo unos maravillosos frescos, una composición con numerosos personajes que representaba un gran ejército que avanzaba hacia el sol.

Aquellos frescos habían sido realizados por un gran artista. Sorprendía su maestría e ingenio en el manejo de su técnica para representar los cabellos, las barbas, los vestidos y adornos personales con la máxima economía de trazos, mediante algunos rasgos atrevidos y, sin embargo, extraordinariamente expresivos. Las figuras destacaban en tonos naranja y dorado sobre un fondo azul cobalto. Eran hoplitas griegos, vistiendo armaduras de planchas y yelmos empenachados; y al frente de ellos, cabalgando un carro decorado con perlas y placas de oro, un joven general cubierto con una armadura dorada, armado con una espada y un puñal metidos en sus lujosas vainas. Su cabeza noble y hermosa estaba levemente inclinada sobre su hombro izquierdo; tal y como describió Plutarco. Yo había visto muchas representaciones de aquel hombre y de aquella armadura, por lo que no tuve ninguna dificultad en leer la inscripción bajo el carro. Decía simplemente: «Alejandro Magno». Junto a él, viajando en el mismo carro, un hombre anciano y barbudo, vestido con una toga y que llevaba un instrumento en sus manos. Era un astrolabio llano; una proyección estereográfica de la esfera celeste sobre el plano del Ecuador. Un instrumento muy popular en nuestros días para quienes solemos estudiar los cielos, pero que tiene su origen en la Antigua Grecia.

¿Quién era entonces aquel hombre que parecía guiar el camino del gran Alejandro?

Visitamos el resto de los templos; el de planta cuadrada rematado también en bóveda, decorada con estrellas y planetas, y pinturas en los muros. Así mismo, encontramos momias de sacerdotes acurrucados en el suelo como centinelas dormidos.

En esta ocasión la cúpula no tenía una abertura cenital, sino que le faltaba todo un segmento longitudinal, como el gajo de una naranja. La cúpula entera parecía haber sido montada sobre un artilugio mecánico, realizado en bronce o cobre, cuya función parecía ser la de posibilitarle girar horizontalmente. Pero estos engranajes estaban tan inutilizados por el orín y la arena acumulada durante siglos como los del primer templo.

Me acerqué a uno de los frescos que mostraba al mismo anciano, de aspecto sabio. Aquí sujetaba un radiante sol con su mano derecha y la Tierra con la izquierda. Sobre su cabeza un detallado dibujo representaba un eclipse lunar, con los conos de sombra marcados por finas líneas. La inscripción decía:

«El tamaño de la sombra de la Tierra sobre la Luna demuestra que el Sol tiene que ser mucho mayor que la Tierra, y que debe de estar situado a una gran distancia».

– Aristarco de Samos, por supuesto -comprendí.

Sausi, mirando extrañado a su alrededor, preguntó si había pasado algo, y le expliqué que aquel hombre de las barbas era Aristarco de Samos, un gran sabio jónico; pero que creía erróneamente que el Sol ocupaba el centro del universo, que la Tierra giraba sobre su eje una vez al día, y que orbitaba el Sol una vez al año.

El búlgaro me miró sin entender nada. Quizá pensó que me había vuelto loco.

Pero yo sentí la excitación ascender por mi pecho mientras comprendía que las respuestas estaban ya al alcance de mis manos. Tan sólo debía unir cada uno de los elementos en su orden correcto, y entonces la verdad se haría elemental para mí.

No parecía haber ningún peligro en aquel lugar, de modo que le di permiso a Sausi para que regresara a sus quehaceres en el campamento.

Quedé nuevamente solo, contemplando aquellos frescos y meditando sobre el significado de aquellos templos y el extraño culto a los planetas.

En la piedra que remataba el montículo exterior se afirmaba que Calínico era hijo de Aristarco. Ahora sabía a qué Aristarco se refería, pero, evidentemente, era imposible que Calínico, el hombre que llevó el fuego griego a los asediados ciudadanos de Constantinopla, fuera hijo de Aristarco de Samos, que vivió mil años antes que Calínico y que fue contemporáneo de Alejandro Magno. En realidad, Aristarco debía de ser todavía un niño cuando Alejandro murió en el trescientos veintitrés antes de Nuestro Señor Jesucristo. No estaba seguro, y tendría que consultar esas fechas…

La cuestión, entonces, se planteaba con una rotunda evidencia: ¿por qué se afirmaba, en dos lugares tan distantes, que Calínico era hijo de Aristarco? Hijo de sus enseñanzas, sin duda. A eso debían de referirse ambas inscripciones.

Hice un esfuerzo para recordar cuanto sabía sobre Aristarco de Samos. Lo había estudiado hacía mucho, al igual que a los otros científicos jonios, mientras exploraba los orígenes del saber humano…

Algunos jonios practicaban una extraña filosofía materialista que afirmaba que la materia proporcionaba por sí sola el sostén del mundo; sin el concurso de los dioses para ello. Llevado por este método equivocado de razonamiento, Aristarco llegó a afirmar que era el Sol y no la Tierra quien ocupaba el centró de la Creación; y que las estrellas podían ser otros soles iguales al nuestro, pero mucho más distantes, con su propia cohorte de planetas. Una idea que resultó tan escandalosa entonces como sin duda lo sería hoy en día si alguien se atreviese a pronunciarla. Por lo que él, y sus discípulos de Samos, fueron perseguidos por sus contemporáneos hasta ser completamente exterminados, y sus ideas fueron olvidadas.

Me acerqué a una de las paredes. El fresco de ésta representaba a unos hombres ancianos, vestidos con togas, apedreados por una multitud enfurecida. A mi pesar, pues los sabía equivocados, no pude evitar cierto sentimiento de simpatía por aquellos locos discípulos de Aristarco. Yo también había sufrido situaciones semejantes y mis argumentos dialécticos habían sido respondidos con piedras, lo que me había obligado a correr para salvar mi vida, sobreviviendo en ocasiones con graves heridas en mi cuerpo.

Bien, pensé, ¿qué habían hecho a continuación los discípulos de Aristarco, es decir, sus hijos intelectuales?

Se habían ocultado, pero no habían desaparecido, pues tenía pruebas de que ese tal Calínico seguía considerándose discípulo de Aristarco, mil años después de que la secta fuera perseguida y presuntamente exterminada.

La pregunta era: ¿dónde se habían ocultado?

Pero había algo que no encajaba aún en todo este razonamiento. Los jonios se creían capaces de explicar el mundo de una forma materialista. Decían: «Si llamamos divino a todo aquello que no entendemos, realmente las cosas divinas no tendrán fin».

Pero en la Sala Armilar , como en estos templos en cuyo interior me encontraba, había hallado pruebas de una adoración pagana por los planetas. Y Sausi me había hablado del pueblo que habitó de niño, cerca de la confluencia del Tigris y el Eufrates, donde se consideraba a los planetas como entidades maléficas.

Esto parecía una contradicción; a no ser… Sí, a no ser que los discípulos de Aristarco, en su huida, marcaran su itinerario con pequeñas colonias en las que construirían observatorios astronómicos. En el transcurso de los siglos el conocimiento que albergaban esas colonias de jonios materialistas se fue pervirtiendo y, al igual que les pasó a los israelitas durante la ausencia de Moisés, cayeron de nuevo en la idolatría. Para ellos debió de ser natural considerar a los planetas como dioses o demonios, cuando tenían a su alcance instrumentos tan perfectos para su observación.

Pero eso significaba que el camino hacia la ciudad en la que se ocultaron finalmente los hijos de Aristarco debía pasar por aquellos dos puntos.

¿Qué otro itinerario pasaba por esos mismos puntos, que fuera conocido en aquella remota época? Por supuesto, se trataba del camino trazado por Alejandro en su avance imparable hacia la conquista de Asia. Los jonios se habían limitado a seguir sus pasos.

En el exterior había oscurecido, y ya no entraba luz por la abertura vertical de la cúpula. Volví a encender el candil, y abandoné meditabundo el templo. Una idea había empezado a formarse en mi mente. En mi carromato, recogí una azafea y el Mapamundi de Eratóstenes de Cirene. Y con todo esto en una bolsa de cuero, regresé al primer templo.

El anciano que acompañaba a Alejandro en el carro parecía mirarme divertido ante mi incapacidad para resolver el enigma. La fluctuante luz de mi candil parecía animar muecas burlonas en su venerable rostro. El astrolabio seguía en sus manos maravillosamente esbozado. Me acerqué a él, y lo iluminé con cuidado.

La esfera celeste estaba allí perfectamente representada en dos dimensiones, tomando como centro de proyección el Polo Sur: Tres círculos concéntricos representaban la proyección del trópico de Capricornio -el más externo-, el Ecuador -el círculo intermedio-, y el trópico de Cáncer -el círculo interno-; la proyección del cénit del lugar de observación y, en torno a él, una red de almucantarates o círculos de altura que llegaban hasta la proyección del horizonte. Y la araña o red, es decir, la proyección de la eclíptica que surgía como un círculo excéntrico con respecto al centro del instrumento, y la de una serie de estrellas importantes; esto giraba en torno al centro de la lámina permitiendo poner el instrumento en posición. Para hacerlo, el astrónomo, debía simplemente observar la altura de una estrella que estuviese representada en la red y hacerla girar ésta hasta que el almucantarat correspondiente coincida con la proyección de la estrella. Todo esto estaba representado en el fresco con finos y precisos trazos; el desconocido artista debía de ser también un experto conocedor del astrolabio, pensé, y en ese momento hubo algo en el dibujo que llamó poderosamente mi atención.

Extrañado me alejé un poco de la pintura, y miré a través de la abertura cenital de la cúpula. Apagué el candil, y observé detenidamente las estrellas, brillando silenciosas y majestuosas a través del orificio circular.

– ¡Dios mío! -musité en la casi absoluta oscuridad que me rodeaba.

Tenía la respuesta. Era como si aquellos sacerdotes muertos que me rodeaban me la hubieran susurrado al oído; como si el desconocido, y lejano en el tiempo, artista que había pintado aquellos frescos me hubiera dejado un mensaje a través de los siglos.

Encendí nuevamente la luz y volví a acercarme a los frescos pintados en el muro. No había duda; la disposición del horizonte del astrolabio no se correspondía con la latitud en la que nos encontrábamos.

En un astrolabio de proyección polar, el horizonte es un círculo y, por consiguiente, la lámina que representa éste sirve únicamente para una latitud determinada, y debe cambiarse por otra si quiere utilizarse el instrumento en otro lugar. Éste es el principal inconveniente del astrolabio estereográfico convencional; si el astrónomo desea trabajar con su instrumento en distintos lugares, o mientras viaja, se ve obligado a llevar consigo una serie de láminas intercambiables que representan el horizonte en diferentes latitudes. Por ese motivo utilizo una azafea de Azarquiel en lugar del clásico astrolabio.

Había traído conmigo uno de esos instrumentos, y lo saqué con presteza de la bolsa de cuero. En la azafea la proyección estereográfica se hace sobre el plano del coluro de los solsticios, tomando el punto vernal como centro de proyección. El ecuador, la eclíptica y el horizonte se proyectan como líneas rectas que pasan por el centro de la lámina. Una alidada móvil hace las veces de horizonte giratorio, que puede adaptarse a cualquier latitud. La hice coincidir entonces con la disposición del horizonte representado en el astrolabio del fresco, y esto me dio rápidamente la latitud en la que supuestamente se encontraba el anciano de la pintura. No era la nuestra, como ya había advertido, sino que estaba situado a varios grados al norte de nuestra posición.

Extendí en el suelo el Mapamundi de Eratóstenes, y tracé sobre él la línea de latitud que había obtenido. Si mi razonamiento había sido correcto hasta ese momento, sólo me faltaba determinar la longitud para conocer la situación exacta de la ciudad de la que partió Calínico; aquella ciudad en un «desierto de cristal».

¿El reino del Preste Juan?

Pero esto representaba una nueva dificultad.

Eratóstenes había adoptado el paralelo de referencia determinado por Dicearco, que pasaba por Tapsaco, no muy lejos del lugar donde ahora me encontraba, y que cortaba el meridiano de Alejandría; que iba desde Tule hasta Etiopía, pasando por Olbia, a la tramontana [22] del mar Negro, Lisimaquia, en los Dardanelos, la isla de Rodas, Alejandría, Siena y Meroe. Había estimado que la anchura total del mundo habitado, de Tule al país de los sembritas, era de 38.000 estadios, es decir, unas mil leguas. Esto ha demostrado ser bastante exacto; pero, por desgracia, no existe un método tan preciso para el cálculo de las longitudes. Se necesitaría un reloj de gran precisión, y algún sistema para confrontar la hora local de diferentes y distantes ciudades en un mismo momento. Lo cual, como es evidente, es imposible. Hay que atenerse, por tanto, a las evaluaciones forzosamente aproximadas de los marinos, comerciantes y… militares.

Tenía, pues, la línea exacta de latitud donde estaba situada la ciudad, ¿pero cómo determinar la longitud? Deslicé mi dedo sobre esta línea, de Oriente a Occidente, buscando una solución. De nuevo los frescos que me rodeaban vinieron en mi ayuda.

Algunos de los hoplitas de Alejandro parecían estar en marcha en su camino hacia Oriente, pero otros, situados entre las filas de sus compañeros, parecían quietos, con sus armas dispuestas. Consideré que cada uno de aquellos hoplitas guardaba un puesto en el itinerario de Alejandro.

Hice memoria de mis conocimientos de historia antigua. Puesto que he pasado la mayor parte de mi vida viajando, aprendí pronto a memorizar el contenido de los libros, para evitar el tener que cargar siempre con una pequeña biblioteca.

No me costó mucho recordar aquellos datos: las tropas de Alejandro pasaron por la región en la que ahora me encontraba hacia el trescientos treinta y uno antes de Nuestro Señor; por Ecbatana en el trescientos treinta y por Ariana en el invierno del trescientos veintinueve, ambas situadas un poco más al mediodía [23]. Tracé, guiándome sólo por mi memoria, la ruta de Alejandro sobre el Mapamundi de Eratóstenes.

Tan sólo en un punto la ruta de su ejército cortaba la línea de latitud que antes había marcado. Era el punto situado más al norte en toda la ruta del general macedonio, en la región de Sogdiana; a tramontana de una ciudad llamada Marakanda por Alejandro y que actualmente es conocida como Samarcanda.

En aquel lugar estaba el reino que buscábamos.

Le señalé la ruta que debíamos tomar a Joanot de Curial, y vi dudar al guerrero. Me preguntó que si estaba seguro de que era allí, en Samarcanda, donde se encontraba el reino del Preste Juan. Y tuve que admitir que no; que en realidad no había encontrado ninguna referencia a él, pero de lo que sí estaba convencido era de que en algún lugar al norte de la ciudad de Samarcanda se encontraba el reino de los hombres que llevaron el fuego griego a Constantinopla. En una ciudad situada en el desierto de cristal.

– Quizás es la misma ciudad de Juan, aunque sus habitantes no la conozcan por ese nombre -aventuró Joanot, y yo no pude menos que estar de acuerdo con él.

Joanot me contó entonces cómo en Génova, Roger y él, habían entrado al servicio de la familia Doria, de cuyos astilleros salió la nueva nave de Roger: la Oliveta.

En aquellos años, Tesidio Doria había promovido una expedición para buscar una ruta marina hasta el reino del Preste Juan. Los hermanos Vadino y Ugolino Vivaldi, miembros como los Doria de una antigua familia de navegantes, fueron puestos al mando de las dos naves que zarparon de Génova.

Tras hacer escala en Mallorca, cruzaron el estrecho de Gibraltar, bordearon Marruecos y el cabo Juby, al sur del Atlas. A partir de lo cual se perdió todo contacto con la expedición de la que no volvió a saberse nada; aunque se creía que lograron llegar a las tierras del Preste Juan, de donde no quisieron, o no les fue permitido, regresar.

– Tesidio Doria nos contagió de su afán de encontrar el reino del Preste Juan -dijo Joanot-; un sueño que Roger y yo hemos compartido desde entonces.

– Me resulta extraño pensar que un hombre como Roger pueda tener sueños como ése -le dije a Joanot.

– Quizá porque no le conociste lo suficiente.