"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)2La noche antes de nuestra partida hacia Oriente, me vi asaltado por terribles y premonitorios sueños. No eran más que formas negras y sinuosas que ondeaban en torno mío como raíces de plantas acuáticas, y ojos vidriosos que emitían en la oscuridad destellos venenosos. Desperté en mitad de la noche bañado en sudor, y salí de mi tienda en busca de aire fresco. La noche estallaba en estrellas. Una inmensa explosión de polvo plateado congelada sobre nuestras cabezas. Un grupo de almogávares estaban reunidos en torno al fuego, cantando viejas canciones catalanas. A lo lejos distinguí el perfil armónico de los siete templos, iluminados por la tenue luz de las estrellas. Sentí el irrefrenable deseo de visitar por última vez aquellos templos, y caminé hasta el límite del campamento. Un guardia almogávar me franqueó el paso tras comprobar mi identidad. Atravesé en silencio el desolado espacio que separaba el campamento almogávar del círculo de templos paganos. La pálida luz de las estrellas le confería a todo un halo de fosforescente irrealidad. Mis ojos se habían acostumbrado a aquella escasa luz y podía distinguir las enormes moles de los templos levantarse ante mí como leviatanes dormidos. Ante la vista de aquellos observatorios consideré cómo, desde la noche de los tiempos, los hombres se habían esforzado en conocer el movimiento y el curso de los astros, y penetrar, si esto fuera posible, en los misterios de su esencia y estructura. Y es curioso que primero se estudiara el mundo de los cielos, antes que el de la tierra; dejando de lado lo cierto por lo dudoso, lo fácil por lo difícil, lo cercano por lo remoto, lo propio por lo ajeno. ¿Qué misterios nos aguardaban en el largo camino que íbamos a emprender? A pesar de la confianza que había intentado demostrarle a Joanot, tenía dudas. Para empezar, ahora sabía que los habitantes de la «ciudad en el desierto de cristal» no eran cristianos convertidos por el apóstol santo Tomás, sino descendientes de una secta de antiguos griegos paganos, que habían escapado de la persecución ocultándose en el remoto Oriente. Se habían servido, por lo tanto, de las rutas marcadas por el ejército victorioso del Gran Alejandro, y en aquel remoto lugar se habían dedicado al estudio de la naturaleza siguiendo la filosofía materialista de Aristarco de Samos. En su camino hacia Oriente habían establecido colonias que pronto habían abandonado el sendero de Aristarco para perderse en la idolatría y el culto a los planetas. Quizá la misma «ciudad en el desierto» se había perdido ya en esas prácticas, pues no teníamos noticias ciertas de ella desde que Calínico viajara hasta la sitiada Constantinopla, hacía ya tantos siglos de eso. No lo sabía y mi mente era un torbellino cuando consideraba todas esas cuestiones. La noche me contempló indiferente y espléndida, con sus miles de ojos pálidos y brillantes; recreando los ensueños que envuelven las vísperas de todos los viajes. Puesto de pie ante aquellos templos, no podía dirigir la vista más que hacia adelante y hacia el cielo, enmudecido ante la magnificencia de la noche. A la hora prima del día siguiente, el campamento fue levantado y la tropa se puso en marcha en medio de un silencio extraño y cargado de temores. La primera meseta que atravesamos, tras dejar atrás los siete templos, fue descendiendo hasta prolongarse en una inmensa llanura de lodo que nos llevó a las orillas del río Tigris, uno de los cuatro ríos del Paraíso, al que los naturales de la región llamaban Digilah o Diguylah. Lo remontamos y, media milla más arriba, encontramos las ruinas de los pilares de un puente antiguo; una muralla gris que a partir de ambas orillas del río se prolongaba indefinidamente en la llanura, era lo que quedaba del inmenso viaducto por el que cruzaron mil años antes las caravanas que se dirigían a las Indias. A partir de ese punto, todos los puentes que íbamos encontrando estaban derruidos y habían sido arrastrados por las aguas del río Tigris. No teníamos forma de cruzar, y Recorrimos ociosamente las márgenes de la enorme corriente de agua durante un par de jornadas, hasta llegar a las proximidades de Bagdad, lugar al que en ningún caso queríamos aproximarnos más, para evitar encontrarnos con contingentes que pudieran hacernos frente. Desesperado, Joanot busco mi ayuda, y yo le pedí que mandara a sus almogávares por las aldeas cercanas y que consiguieran varios centenares de odres de piel, cuantos más, mejor. Ellos no encontraron los odres, pero sí muchos animales que eran cuidados por los nativos; ovejas, cabras, bueyes y asnos; que fueron rápidamente muertos, desollados, y sus pieles infladas. Algunas fueron cortadas en tiras y trenzadas para formar correas, con las que fueron atados los odres entre sí. Unas gruesas piedras, atadas también con correas y arrojadas al agua, hicieron las veces de anclas para los odres. Ricard pudo cruzar entonces sobre ellos, arrastrando una larga cuerda que tensó entre las dos orillas. Finalmente, los odres fueron cubiertos con ramas de árboles y tierra, para afianzarlos y evitar que resultaran resbaladizos para los animales. Sobre este improvisado puente cruzamos todos, hombres, carromatos y bestias. Dejamos atrás el río Tigris y nos adentramos en una vasta región pantanosa, cubierta de interminables laberintos de acequias y riachos pegajosos y resbaladizos a causa de la arcilla mojada, que hacía dar de bruces a los asnos y nos obligaba a cargarlos de nuevo. El veterano Guzmán caminaba junto a mi carromato con su lujoso disfraz empapado, procurando mantener las acémilas en línea, golpeándolas con un palo y lanzando gritos nasales para hacerlas marchar más deprisa. Mientras estuvimos en aquella zona vimos pasar a muchos pastores turcos con gruesos hatos de carneros de Iazirey, de la región de Xam, que llevaban a vender a Damasco, Trípoli, Aleppo y hasta la mismísima Constantinopla. En una ocasión, Fabra se acercó a su camarada y dijo señalando a los pastores: – Deberíamos acabar con esos pobres. Guzmán no respondió de momento; siguió enfrascado en su labor de dirigir a las acémilas durante al menos una legua más; y cuando Fabra debía de haber olvidado su comentario, le preguntó de improviso: – ¿Por qué dices eso? El veterano almogávar tardó un poco en recordar a qué se refería su amigo, y luego dijo en tono homilético: – La muerte puede ser hermosa. Incluso puede ser dulce -añadió elevando la voz como si saborease la palabra «dulce»-. Fíjate en esos pastores; están condenados a ignorar para siempre el mensaje del Señor. ¿Qué clase de vida es ésa? – ¿Acaso les aguardaría algo mejor en el otro mundo? -dijo Guzmán encogiéndose de hombros-. No están bautizados; se irían de cabeza al infierno. – Por supuesto -admitió Fabra-; pero al menos sabrían cuál es la Verdad… Siguieron así hablando durante muchas leguas, mientras yo intentaba cerrar mis oídos a sus simplezas y concentrarme en la lectura de un libro. Guzmán era muy diferente a su viejo camarada Fabra. Era pequeño y oscuro, con poco pelo en la cabeza y en el rostro. Al parecer, ambos se conocían desde hacía más de veinte años. Guzmán formaba parte de la flota aragonesa armada contra el sultán de Túnez, Abú Isaac, cuando ésta fue desviada y dirigida a Sicilia. – Éramos más de quince mil almogávares en ciento cincuenta barcos -me contó en una ocasión-. Derrotamos a los angevinos cerca de Trápani, en el día más jodidamente caluroso de mi vida. Hacía un calor del infierno para pelear; pero vencimos. – ¿Conociste al almirante Roger de Lauria? -le pregunté. – Sí -dijo-; pero era distante y altivo, muy al contrario que el Capitán. Se refería a Roger de Flor, por quién Guzmán sentía veneración. Al parecer, aquel viejo almogávar era de origen castellano, y en veinte años no había conseguido hablar el catalán lo bastante bien como para no provocar las risas y burlas de sus compañeros. Excepto Roger y Fabra, que le respetaban por su valentía. Dejamos a la espalda la red de canales que fertilizaban aquellas tierras y subimos por la sierra, que era más áspera que alta, y tras andar una legua de difícil camino, dimos con una tierra algo más llana pero no más fecunda, donde encontramos un abrevadero en el que las caravanas solían parar, cosa que nosotros no hicimos por encontrarse seco en esos momentos. Al atardecer, después de caminar ese día más de ocho leguas, acampamos en un llano de hierba seca, al que los sarracenos llaman Pocos almogávares usaban arco, arma que consideraban poco digna para un hombre; pero Guillem se reía en la cara de sus compañeros diciendo: – Los poderosos os hacen creer eso porque es a ellos a quienes no conviene que los siervos dispongamos de armas capaces de atravesar sus armaduras; y vosotros repetís esta estupidez como si fuera la palabra de Dios. Se decía que Guillem era un Guillem era un hombre de aspecto turbio y mandíbula prominente; cargado de espaldas y con mal carácter; pero era el mejor arquero que yo haya conocido jamás. Al día siguiente, levantamos el campamento a la salida del sol, y caminamos hacia el cauro por diferentes tierras hasta dar con una enorme ribera seca, cuyo fondo era todo de piedra blanca y dura como el mármol, tan perfectamente igualada como si se tratara de una carretera hecha por gigantes. Encontramos allí agua al fin, concentrada en grandes albercas formadas sobre aquellas losas blancas. Bebieron de ellas hombres y bestias, y recogimos cuanta pudimos en odres, pues temíamos no poder encontrar más por aquellos parajes cada vez más áridos. Poco a poco, nos hundíamos más y más en el desierto. A distancias regulares de tres millas, encontrábamos ruinas de abrevaderos construidos en la época de la Antigua Roma para abastecer a las caravanas que viajaban hacia la India. Si había agua en los pozos pasábamos la noche en las ruinas; en caso contrario, seguíamos adelante hasta dar con una en donde sí la hubiese. En ocasiones el agua estaba contaminada por pájaros y ratas muertas que flotaban pudriéndose en ella. En una ocasión, el cadáver de un asno formaba una pequeña isla en el centro del pozo, rodeado de una mancha de agua verde y viscosa. Las grandes montañas que se extendían perpendiculares eran pálidas, desoladas, estériles y descoloridas por el ardiente sol. Aunque las jornadas eran duras, encontrábamos plena compensación en las tardes y las noches. Con los últimos rayos del sol poniente, algunas colinas casi invisibles sobre el fondo del cielo se tornaban ondulantes pirámides de aromático espliego; las murallas de arenisca se transformaban en rojos cortinajes que se difuminaban en el suave resplandor del desierto, y cuando aquella abundante ostentación de colorido empezaba a desvanecerse en la oscuridad, centelleaban las legiones de mis viejas amigas las estrellas, en el fresco ambiente de la noche. Echado sobre mi cama, que era sólo una manta tendida sobre un cajón de madera lleno de nudos, a la luz de la luna que se filtraba por los desgarrones de la lona de mi carromato, me olvidaba por completo del cansancio de mis huesos. Trataba de recordar alguna melodía que guardase relación con la belleza de aquellas noches y expresase la inexorable rudeza de aquellas tierras durante el día, la indecible magnificencia de las puestas de sol y la infinita suavidad de la noche. Un atardecer, Joanot se acercó hasta mi carromato, mientras yo contemplaba el espectáculo de la luz cambiante tiñendo el desierto y las montañas. – ¿Te importuno, Ramón? -me preguntó. Me volví hacia él, como si despertara de un sueño, y le respondí que no. Trepó entonces al carromato, y tomando asiento junto a mí, examinó el cielo de color lavanda. – Mañana nos aguarda un día de calor -dijo. Le pregunté al valenciano si no le emocionaba la belleza de este cielo, y él volvió a examinar el firmamento, pero no dijo nada. El sol ya se había ocultado, y sus brillantes colores se difuminaban rápidamente. – Hay gentes que jamás abandonan su pueblo, su comarca -dije extendiendo los brazos y señalando a mi alrededor-, y esto es como permanecer ciego ante lo que la obra de Dios puede ofrecernos. Para los franciscanos el amor de Dios es la explicación del Universo. Dios crea para participar algo de sí a otros seres y ser glorificado mediante el amor de hombres curiosos de conocer su Gloria. – Tú estuviste casado, Ramón, y renunciaste a tu familia. ¿Por qué? – Por Dios -dije. – ¿Es posible amar tanto a Dios? -me preguntó el valenciano. Yo le respondí sin mirarle, sin apartar mis ojos de las estrellas. – ¿Acaso tú no le amas? -dije. El dudó un instante, y dijo al fin: – No de esa forma. – ¿Por qué estás aquí, entonces? ¿Por qué peleas en una guerra tras otra? – No lo sé, Ramón -me dijo el valenciano con voz abatida-. No sé por qué estoy aquí, ni por qué lucho y mato infieles. Avanzo por mi camino, mirando hacia delante, y nunca vuelvo sobre mis pasos. – ¿Nunca has sentido remordimientos de alguna acción pasada? – Soy un guerrero -razonó-; y la guerra es la guerra. Matamos o nos matan. En ocasiones la sangre anega nuestro espíritu como un pesado manto que intentara asfixiarnos, pero no piensas demasiado en ello, te sacudes de encima todos esos sentimentalismos, y te adelantas hacia tu próximo enemigo. Así ha sido siempre… Ojalá estuviera todo tan claro para mí. ¿Por qué abandoné a mi esposa y a mis hijos? Era una buena pregunta, pero la respuesta no resultaba tan sencilla, como le había hecho ver a Joanot. Aquella mujer… No pude compartir su dolor ni sus alegrías; jamás me permitió entrar en su vida. La visión de su pecho enfermo y marchito convulsionó mi vida entera y me abrió los ojos a las cosas que realmente importaban. Había abandonado a mi familia, había ingresado como terciario en los frailes menores, y había ido a predicar a los infieles una y otra vez, exponiendo temerariamente mi vida. Porque para entonces ya creía saber dónde estaba el auténtico valor de las cosas. |
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