"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)

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Había perdido el sentido, y desperté brevemente de mi sueño de inconsciencia. Estaba tumbado sobre una amplia litera de lona, cubierto con una suave sábana de un tejido finísimo. La litera estaba situada junto a un gran ventanal por el que entraba la luz. A través del ventanal, la arena del desierto se deslizaba a gran velocidad muy abajo. Volaba sobre ella como lo haría un espíritu o una bruja.

La segunda vez, mi despertar fue más breve. Un solo parpadeo somnoliento.

Vi la ciudad acercarse a gran velocidad; un mar de relucientes tiendas cónicas; sujetas cada una por un único mástil en su centro y tensadas por un anillo de cuerdas, finas como hilos, que se clavaban en las arenas del desierto. De lejos parecía un campo de pequeñas setas blancas; al acercarse recordé con horror las yurtas de los gog.

Pero mi sentido de la proporción estaba equivocado, confundido por la inmensidad del desierto que rodeaba la ciudad, donde no era posible establecer la escala de aquellas tiendas con nada. Hasta que vi a los pájaros volar libremente bajo aquellas cúpulas cónicas, y a las palmeras crecer como hierbajos a su sombra.

Una de las cuerdas, que yo había considerado tan delgada como un hilo, cruzó entonces frente al ventanal, y pude apreciar sus verdaderas dimensiones. Estaba constituida por al menos una decena de fibras trenzadas. Y cada una de aquellas fibras sería tan gruesa como el tronco de una palmera.

Me dije que, sin duda, aquélla era la ciudad de Dios; y que yo iba, al fin, camino de reunirme con Él.

«Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios.»

Luego volví a desmayarme.

Cuando uno decide que ya está muerto, despertar con un fuerte dolor de cabeza es todavía más duro. Estaba tumbado boca arriba sobre un colchón tan suave que bien podría haberse tratado de una nube. Me habían quitado las ropas y me encontraba vestido únicamente con una larga camisola de un blanco azulado.

Me incorporé, y vi que mi lecho era cuadrado y carecía de dosel; y era tan amplio que podrían dormir diez hombres, uno junto a otro, sin molestarse. La tersa suavidad de aquel colchón era una experiencia nueva para mí.

Un muchachito hacía guardia junto a la cama. Tendría apenas doce o trece años, los ojos muy negros y la cabeza afeitada; su única vestimenta era un diminuto taparrabos blanco y su piel era de un tono bronce, como la de los campesinos.

Al ver cómo me incorporaba, los ojos del muchacho se agrandaron por la sorpresa, pero no dijo nada; dio media vuelta y salió corriendo. Lo vi desaparecer por una puerta muy alta y muy estrecha, sin que sus pies desnudos hicieran el menor ruido al correr sobre aquel suelo que parecía un espejo.

Estando solo, sentado en mitad de aquella cama desproporcionada, me dediqué a admirar con cuidado la extraña e inmensa habitación en la que había despertado.

Sin duda me encontraba en un templo o en un palacio, pero yo nunca había visto un lugar tan limpio como aquel en el que me hallaba. Las paredes parecían de mármol blanco, y unas columnas del mismo material, de fuste estriado, adornaban las esquinas, y ascendían hasta un arquitrabe de tres bandas sobre el que descansaba el techo. Los capiteles estaban adornados con hojas de palma, representadas de una forma muy sencilla. En realidad todo era estilizado y limpio, sin adornos inútiles.

Me deslicé hasta el borde de la cama, y puse mis pies en el suelo. Parecía estar hecho con el mismo material que las paredes, pero allí era de un tono gris con vetas más oscuras. Froté mis pies desnudos por aquel suelo tan pulido y limpio que podría pasar por un espejo. Aquello no era mármol, no tenía su textura ni su tacto; más bien parecía cristal, vidrio teñido, como el de las catedrales. Estaba cortado en grandes losas de más de una vara de ancho, engarzadas en una retícula cuadrada de metal dorado, tal y como en una vidriera estarían sujetos entre sí los cristales coloreados con láminas de plomo.

Mi imagen se reflejaba en aquel suelo cristalino. Parecía mucho más viejo y mi pelo y mi barba habían crecido desordenados.

Un vendaje blanco rodeaba mi cuello. Llevé la mano a él y descubrí que la dolorosa buba había desaparecido por completo. El vendaje no estaba muy apretado y decidí dejarlo de momento.

Me puse en pie, notando el agradable frescor del cristal en mis pies, y caminé hasta un enorme ventanal que ocupaba completamente la pared a la izquierda del lecho. Además de aquella cama, no había ningún otro mueble a la vista, excepto un gran macetero rectangular en el que crecían unos arbustos salpicados de flores blancas.

La luz entraba incontenible por aquel ventanal, y yo avancé decidido hacia él.

Mi cabeza rebotó contra un muro invisible, y el golpe fue tan violento que a punto estuvo de hacerme caer de espaldas. Me llevé un mano a mi dolorida nariz, y con la otra tanteé hacia delante. Era un cristal; la ventana estaba cerrada con un vidrio tan limpio y transparente que era casi invisible. No había visto jamás nada semejante, ni siquiera entre las más perfectas vidrieras que alguna vez tuve ocasión de contemplar.

Contemplé el exterior a través de aquel muro purísimo.

«Ven y te mostraré la novia, la esposa del Cordero. Me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad Santa…»

No podía encontrar mejores palabras para describir lo que estaba viendo que las escritas por san Juan en la última parte de su Apocalipsis:

«Su brillo era semejante a la piedra más preciosa, como la piedra de jaspe pulimentado…»

Con el rostro pegado al cristal de la ventana, miraba hacia un lado y otro, con movimientos cortos y nerviosos. La belleza de lo que veía me emocionó hasta el punto de hacerme saltar las lágrimas…

«Su muro era de jaspe, y la ciudad de oro puro, semejante al vidrio puro… y la plaza… como vidrio transparente…»

Toda la ciudad parecía estar hecha de cristal, como aquella habitación; y los edificios eran esbeltos y desafiantes como las agujas de las catedrales, combinando el blanco traslúcido con el cristal transparente engarzado en delicadas estructuras de metal dorado; tan fino como un encaje, pero lo suficientemente resistente como para permitir que los edificios alcanzasen la altura de las más altas catedrales que yo hubiera visto nunca. Más arriba se cernían las cúpulas cónicas que cubrían la ciudad y la protegían del abrasador rigor del sol. Y allá en lo alto, casi rozando aquellas cúpulas, creí ver condensaciones de vapor, y bandadas de pájaros, y un racimo de formas esféricas y otras alargadas, semejantes al leviatán volador que me había llevado hasta allí, pero empequeñecidas por la distancia.

Roger de Flor había creído en una ciudad del Preste Juan adoquinada de oro, y lo que yo ahora contemplaba era algo mucho más valioso e impresionante; ¡una ciudad de cristal! El cristal era tan precioso como el oro, y además la luz lo atravesaba.

Estrechos y largos puentes unían los edificios a diferentes alturas, se distinguían cientos de personas deambulando por aquellas pasarelas, conversando entre sí, y viviendo tras aquellos muros de cristal. Por todas partes asomaba la vegetación; plantas encerradas en urnas cristalinas creciendo de forma exuberante…

Sonó una voz femenina a mi espalda.

Me volví rápidamente. El muchachito había regresado, acompañado por una mujer de edad madura. La mujer me sonrió con delicadeza y dijo algo en un idioma que no pude entender. Pero, por la inflexión que le había dado a su voz, supuse que era una pregunta. Me encogí de hombros y dije:

– No entiendo tus palabras.

La mujer era de pequeña estatura y muy delgada. Su pelo era castaño salpicado por hebras grises, y lo llevaba sujeto con un moño a la nuca. Su rostro moreno estaba surcado de finas arrugas y reflejaba una hermosa serenidad. Se cubría únicamente con una toga ligera, de un material semejante a la gasa, que envolvía su pequeño y delicado cuerpo.

Le calculé unos cuarenta años de edad. Me repitió la pregunta.

Seguía sin entenderla, aunque el idioma me resultaba tremendamente familiar.

Hizo un nueva pregunta, pronunciando ahora muy lentamente.

Por supuesto que sí, me dije.

La mujer me había preguntado: ¿No puedes hablar mi idioma?

Hablaba griego jonio; el mismo que usó Aristarco de Samos en sus escritos, mil seiscientos años antes. Yo conocía aquel dialecto, pero me había confundido en un principio la forma en que la mujer unía las sílabas.

– Te entiendo perfectamente -respondí en la misma lengua, pronunciando las palabras muy lentamente.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó la mujer inclinando levemente su frágil cabeza y señalando su cuello-. ¿Te duele aquí?

Le respondí que no; que me encontraba perfectamente. Y ella dijo que yo era un hombre muy fuerte; y preguntó que cuántos años había vivido.

– Más de setenta -le respondí.

Ella dijo que nunca había conocido a alguien del Mundo Exterior con una edad tan avanzada; aunque, en ocasiones, el cuerpo humano es capaz de realizar proezas mayores. Me sorprendió la forma en la que se había referido al Mundo Exterior, como si se tratara de algo lejano y misterioso.

Le pregunté entonces por el paradero de mis compañeros. Y respondió que algunos aguardaban en un local de ese mismo edificio; pero que la mayor parte caminaba hacia aquí, guiados por sus hombres a través del desierto.

– ¿Sois hombres o ángeles?

– Hombres como tú -me respondió.

Señalé hacia el exterior y dije:

– Una ciudad de cristal, tal y como describe san Juan que será la ciudad de Dios.

La mujer me pidió que tuviera calma con un gesto de sus manos. Me llamaron la atención; eran muy hermosas, con unos dedos largos y elegantes, y unas uñas tan perfectas que no parecían humanas.

Entonces la mujer me dijo:

– Tus amigos nos han dicho que tu nombre es Ramón Llull, y que eres un sabio, un hombre de ciencia, y por lo tanto comprenderás que existen realidades que no son fáciles de interpretar correctamente con una primera visión.

Después añadió, con una sonrisa, que su nombre era Neléis, y era consejera de esa ciudad a la que llamó «Apeiron». Sus dientes eran blancos y perfectos; como los dientes de una adolescente y no de una mujer de su edad.

Le pregunté si ésta era la ciudad fundada por los discípulos de Aristarco de Samos, tres siglos antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Y ella respondió que poco a poco lo iría comprendiendo todo. Volvió a ejecutar aquel gesto de paz con sus bellas manos y quiso saber si me encontraba bien y si deseaba acompañarle.

Respondí que hacía tiempo que no me sentía tan bien, pero entonces reparé en mis exiguas vestiduras. Bajé la vista hacia mis piernas delgadas y desnudas y le pedí que me devolviera mis ropas.

– No debes preocuparte por eso -dijo ella-. Aquí nadie usa mucha ropa, como comprobarás; hace demasiado calor.

– Bien -acepté. A lo largo de mi vida he viajado tanto, y he visto costumbres lo bastante diferentes como para que nada me sorprenda demasiado.

Abandonamos la habitación en la que había despertado y caminamos por un amplio pasillo abovedado, construido con los mismos materiales; cristal coloreado sobre una estructura metálica que se doblaba y retorcía formando arcos y simulando formas vegetales muy hermosas.

Nos cruzamos con hombres y mujeres vestidos con togas tan exiguas y transparentes como la que Neléis llevaba, que nos miraron con una inocente curiosidad. Aquella gente era muy hermosa, con la piel curtida por el sol, y unos cuerpos que se asemejaban a las representaciones de los atletas de la antigua Grecia.

Neléis me condujo por el pasillo hasta una gran sala circular, cuyo techo era una bóveda transparente. Las columnas que sujetaban la bóveda imitaban a cinco delgados troncos de árbol hechos de metal verde, que ascendían rectos hacia la bóveda, y una vez allí se diversificaban en multitud de finos ramizos que se enredaban elegantemente entre sí. Estas ramas de metal sujetaban la cristalera que formaba la bóveda, y a través de ésta se contemplaba, espectacularmente, la ciudad.

Inmediatamente recordé la Sala Armilar del Palacio de Constantinopla. Los dos arbustos que crecían junto a su puerta parecían un reflejo de esto. Pero en ésta había una especie de lecho en el centro de la sala, iluminado perfectamente por la luz que penetraba por la cúpula. El lecho era estrecho, y estaba sujeto por una base de finas varillas metálicas articuladas, que parecían las patas de un insecto, y que podrían orientar o inclinar el lecho en cualquier dirección. A su alrededor había multitud de mesas y estanterías repletas de frascos y redomas de cristal que parecían constituir el laboratorio de un alquimista.

Neléis señaló mi cuello y preguntó si notaba alguna molestia.

Llevé mi mano al vendaje y respondí que no. Pregunté si ellos me habían curado.

Neléis respondió afirmativamente, y me contó cómo, mientras estaba inconsciente, cirujanos de Apeiron me habían operado y me habían extraído el rexinoos.

– ¿Cómo le has llamado? -pregunté.

– Rexinoos -dijo ella-. La piedra de la locura; aquel que corrompe el alma.

Neléis se acercó a uno de los estantes repletos de frascos de cristal, y me señaló uno semejante al vaso alquímico.

¿Cómo encontrar un vaso capaz de contener un espíritu?

Aquello era algo repugnante; una masa central bulbosa, como pequeños racimos pegados con gelatina, de no más de una pulgada de diámetro, rodeada por un halo de fibras blancas y retorcidas, como largos gusanos delgados y viscosos.

– Durante las primeras semanas permanece casi inactivo bajo la piel, adaptándose al cuerpo de su huésped -me explicó la mujer mientras yo observaba el contenido de aquella redoma con una mezcla de fascinación y repugnancia-. Luego sus pseudópodos penetran en la cabeza, y el rexinoos crece en torno al cerebro, mezclando su mente con la del huésped. Cuando te encontramos estaba al inicio de esa fase; unos días más y no hubiéramos podido hacer nada.

No entendía nada. Miré aquella cosa y luego a la mujer buscando respuesta. Pero ella me preguntó sobre las circunstancias en las que había recibido al rexinoos.

– En el poblado de los gog… -empecé a decir.

– ¿Los gog? -se extrañó ella-. ¿Te refieres a los protohombres?

Hice un gesto de confusión. Creía estar viviendo un sueño.

– Los gog y las «langostas»… y una de ellas me picó en el cuello.

Neléis me pidió entonces que le describiera el aspecto de las «langostas».

Dije que sólo las había visto durante un instante, antes de que una de ellas me hiriera con su cola de escorpión. Y que iban montadas en caballos y llevaban armaduras plateadas, y grandes alas plegadas a la espalda…

– ¡Los Kauli! -exclamó Neléis-. Pero no puede haber kauli en estas latitudes; debiste de sufrir una alucinación.

Miré perplejo a la mujer. ¿De qué estaba hablando? ¿En qué nuevo y extraño mundo había penetrado?

Los persas afirmaban que habiendo rehusado Abraham adorar al fuego, Nembroth lo mandó morir en una hoguera, cuyo fuego fue imposible de encender. Los verdugos se disculparon afirmando que sobre la hoguera había un ángel que impedía encenderse el fuego, y que no era posible apartarlo de allí a no ser que alguien cometiera ante su vista algún crimen execrable; como cometer un incesto por un hermano con su hermana. El primero se llamaba Kau, la otra Li, y de este enlace blasfemo salió el tronco de una raza abominable que se llamó «Kauli». Pero el ángel se mantuvo allí, al lado de Abraham, y Nembroth, confuso y furioso, arrojó al patriarca de su presencia y de su reino.

Un hereje nestoriano me había contado esta historia en una ocasión. Los nestorianos habían permitido que los mitos persas contaminaran su culto degenerado, y yo no le había dado mayor importancia a las palabras de aquel hombre, pero al escuchar a Neléis referirse a las langostas como kauli, recordé al sacerdote nestoriano del poblado gog; y aquel recuerdo le estremeció.

– Estás en un error -le dije a la mujer-. Lo que yo vi eran langostas surgidas del infierno, y eran tal y como las describe el Apocalipsis de Juan.

Un joven musculoso, con su cráneo perfectamente afeitado, entró en la sala y se dirigió a Neléis:

– Señora -dijo-, los guerreros están en las puertas occidentales de la ciudad.

Neléis le agradeció el mensaje al joven, y me dijo:

– Ésos son tus compañeros de viaje. ¿Quieres acompañarme para recibirlos? Más tarde continuaremos con esta conversación.

Seguí a la mujer hasta el exterior, y entonces me di cuenta de que debía de ser una hora avanzada de la tarde. El cielo parecía enrojecer a través del blanco velo tensado de las cúpulas cónicas. Pronto sería de noche en Apeiron.