"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)

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Tan sólo unas horas después, los catalanes se encontraban allí como en casa; habían plantado sus tiendas en el rico humus cultivable, aplastando al hacerlo los macizos de flores, y reorganizando el terreno de aquel jardín. Los árboles fueron rápidamente despojados de sus frutos y sus troncos convertidos en leña. Alrededor de la fuente central se habían establecido los comedores y las tiendas de cocina.

Uno de los ciudadanos de Apeiron se había aventurado hasta el campamento almogávar y admiraba asombrado el marcial desastre que los extranjeros habían establecido en lo que había sido un precioso jardín hasta su llegada. Yo lo había visto dar vueltas por el campamento, desorientado, hasta que Joanot le salió al paso.

– ¿Joanot? -preguntó el ciudadano, mirando al joven caballero con los ojos entrecerrados como si no estuviera seguro de reconocerle-. ¿Joanot de Curial?

El hombre era de escasa estatura, y la piel de su rostro era oscura y muy curtida, con profundas arrugas en torno a los ojos. Su barba era negra, así como los escasos cabellos de su ancha cabeza. Vestía como los apeironitas, con una corta y ligera túnica de tejido blanquísimo, pero al hablar lo hizo en lengua italiana.

– Joanot de Curial -dijo-; no puedo creer lo que ven mis ojos.

El adalid se volvió hacia él, y su rostro expresó la misma sorpresa que parecía embargar a aquel hombre. Ambos se abrazaron llenos de alegría, y luego Joanot nos lo presentó. Era Vadinio Vivaldi; uno de los dos hermanos que habían comandado, doce años antes, la expedición de Tesidio Doria a la búsqueda del reino del Preste Juan.

– Luego lo conseguisteis -dijo Joanot.

El hombre bajó los ojos con pesar, y dijo:

– Sólo yo. Mi hermano Ugolino no sobrevivió al viaje.

Nos contó cómo la nave en la que había viajado su hermano naufragó en las costas del mediodía ethiope, y cómo perdió la vida en ese desastre. Parte de la tripulación de la nave siniestrada se acomodó en la otra nave, y el resto quedó en aquellas tierras.

Vadinio prosiguió entonces su viaje y, tras innumerables aventuras por mar y por tierra, que serían muy largas de relatar aquí, llegó hasta la ciudad de Apeiron.

Joanot se extrañó de que no se hubieran decidido a regresar, a pesar de los años transcurridos. Vadinio sonrió y dijo:

– No conoces esta ciudad -respondió enigmáticamente-, o no te sorprenderías de eso. Ni siquiera mantengo contacto con mi antigua tripulación; a muchos de ellos no los he visto desde hace años.

– ¿Es éste, entonces, el reino del Preste Juan? -le preguntó Joanot.

Vadinio asintió.

– Así lo denominamos en Occidente -explicó-; pero estas gentes llaman «Apeiron» a su ciudad, que significa algo así como el principio fundamental del que derivan todas las cosas. Es un lugar verdaderamente mágico, pero habéis llegado a él en un momento difícil. -Se volvió hacia las tropas de Joanot, y señalándolas preguntó-: ¿Son almogávares?

– Así es -le respondió Joanot.

– Buenos guerreros -dijo.

– Los mejores -replicó Joanot.

– Pues van a ser muy apreciados por aquí -concluyó Vadinio-. Vuestra llegada puede haber sido providencial para estas gentes.

Joanot quiso saber a qué se refería, pero Vadinio contestó nuevamente de una forma enigmática y dijo que pronto lo averiguaríamos.

Esa misma tarde recibimos la visita de la consejera Neléis, comunicándonos que la Asamblea que dirigía la ciudad iba a reunirse de forma extraordinaria, y que Joanot y yo estábamos invitados a la reunión.

– Veo que no habéis tenido problemas para instalaros -dijo después.

– Este es un lugar extraño -le respondí-. Al poco tiempo de estar en él es fácil sentirse seguro, a pesar de estar rodeado por toda esa muchedumbre; pero es casi imposible dormir por las noches con toda esa luz y todo ese ruido.

– Hemos despejado un gran estadio deportivo cubierto, en el lado norte de la ciudad; sin duda allí estaríais más cómodos y el ruido os llegaría más amortiguado.

– Es posible -dije-; pero dudo que Joanot acepte cambiar de lugar.

La consejera hizo un gesto de indiferencia; aquel tema ya no parecía preocuparle demasiado. Pero no era lógico; para cualquier nación los almogávares eran un ejército pequeño pero muy bien armado y con un evidente espíritu combativo. Al abrirles las puertas de su ciudad, los apeironitas, habían demostrado una confianza extraordinaria en aquellos bárbaros extranjeros. Una confianza que podría parecer temeraria.

– No sois el enemigo -dijo Neléis cuando yo le expresé estos pensamientos-; conocemos a nuestro Adversario, y no podríamos confundirlo con vosotros.

– ¿Cómo podéis estar tan seguros de nuestras buenas intenciones, de que no somos aliados de vuestros oponentes? -le pregunté.

La mujer dijo entonces que el enemigo de la ciudad no es un hombre como nosotros, aunque podía servirse de hombres para sus fines.

– He visto algunas señales -le confié entonces-; los ejércitos gog, y el fuego y el humo surgiendo del abismo; y a las langostas cabalgar como jinetes diabólicos. Y esta ciudad de luz y cristal, brillando como una novia engalanada. Vuestro enemigo es, por tanto, el adversario de todo hombre.

– Es una forma de ver las cosas -dijo la mujer dudando-. Pero no es del todo correcta. Nuestro enemigo es una criatura muy poderosa, mucho más de lo que podáis imaginar, pero no hay nada de sobrenatural en él; nada que la ciencia y las armas no sean capaces de derrotar y destruir.

Cuando se hubo marchado la consejera, Ibn-Abdalá se acercó a mí. Era evidente que había estado escuchando nuestra conversación porque dijo:

– Se saben superiores a nosotros y confían en que, llegado el caso, podrían aplastarnos como a moscas.

Me resultaba difícil creer esto.

– Parecen muy pacíficos, y nos han ayudado.

– ¿Piensas que te ayudaron al librarte del Mal? -preguntó el sarraceno.

– Sí -afirmé.

– ¿Y cómo puedes tener la certeza de que eso es así?

– ¿Qué quieres decir? -pregunté extrañado. Desde que había llegado a la ciudad, Ibn-Abdalá tenía aquella extraña actitud. Era evidente que aquel lugar le asustaba, pero era incapaz de enfrentarse a ese miedo o de compartirlo con alguien; también era evidente que el sarraceno ya no confiaba en mí; nuestra buena relación se había enfriado.

– Nunca he visto a nadie sobrevivir al Mal. ¿Cómo sabes que ellos te lo han sacado de dentro?

– Lo vi con mis propios ojos; en el interior de un vaso hermético.

– Viste lo que ellos te enseñaron; pero debes confiar en su palabra. Y vuestra confianza es excesiva. La tuya, y la de tus amigos guerreros. -Ibn-Abdalá bajó el tono de su voz antes de seguir hablando-. Para vosotros este lugar es el Paraíso, para mí se parece mucho al Infierno. Hay cosas que vosotros, los ponentinos, desconocéis. ¿Acaso no habéis oído hablar del anciano que habita en las montañas? Rapta a jóvenes muchachos y los lleva a su ciudad maravillosa donde les hace experimentar los más delicados placeres. Luego, un día, los duerme y los saca de la ciudad; les hace creer que han visitado el Paraíso, al que sólo podrán regresar si mueren sirviéndole fielmente. Los convierte así en esclavos suyos de cuerpo y alma, y los utiliza para sus más oscuros fines.

– ¿Y crees que éste es ese mismo lugar?

– No. Pero hay muchos lugares oscuros y temibles en el mundo; obras de Satán ocultas bajo una fachada engañosa. Y hay muchas maneras de poseer el alma de un hombre. La magia que nos rodea es poderosa, pero todos habéis aceptado sin discusión que se trata de una magia beneficiosa. ¿Por qué?

A mi pesar, y mientras me dirigía a bordo de uno de aquellos aparatos voladores hacia la sala de la Asamblea, no podía apartar las palabras del cadí de mi mente.

Joanot, que se encontraba sentado junto a mí, en la barcaza voladora, miraba tranquilo hacia abajo. Tan sólo nos acompañaba Sausi, como guardia personal de Joanot.

– ¿No te asusta este lugar? -le pregunté a Joanot.

– No. -El valenciano se encogió de hombros-. ¿Tendría que hacerlo?

– El cadí opina que este lugar es obra de Satanás.

Joanot me miró divertido.

– Pero yo no creo en Satanás, ¿recuerdas?

Le rogué que no empezara de nuevo con eso.

– Te hablo en serio, Ramón -replicó él-. Yo puedo ver que este lugar está lleno de magia. No se necesita más que tener ojos en la cara para hacerlo, pero se trata de magia positiva, eso es evidente.

– ¿Por qué?

– Aquí la gente es feliz; toda esta magia, la que ahora nos hace volar, contribuye a hacer más cómoda y agradable la vida de esos ciudadanos. Yo sabía ya que en el reino del Preste Juan iba a encontrar magia; e incluso confío en ver mayores prodigios.

– No crees en Dios ni en el demonio, pero sí que crees en la magia -observé.

– Por supuesto. ¿Me tomas tú ahora el pelo? ¿Acaso no crees tú, que la practicas?

Le hice ver que estaba en un error, que yo no practicaba magia, sino la ciencia y la matemática [28]; y que tampoco creía en la alquimia.

– En cualquier caso -concluí-, Dios está en otro plano diferente.

– Puede que sí y puede que no -dijo Joanot encogiéndose nuevamente de hombros-; pero este lugar es mágico. Para algunos de mis almogávares, Constantinopla ya era un lugar lleno de misterio; y esta ciudad es simplemente fascinante. Haber llegado hasta aquí es todo un premio.

El edificio de la Asamblea era una gran pirámide tetraédrica, rodeada por un amplio espacio verde, cubierto de árboles. La cúspide de la pirámide casi rozaba los gigantescos toldos que filtraban la luz solar y aislaban la ciudad de la terrible sequedad de aquel desierto salino. Toda la pirámide rezumaba vapor blanco que se elevaba y condensaba contra los toldos, creando una extraña nubosidad en torno a la cúspide.

Como el resto de los edificios de Apeiron, la Asamblea estaba construida completamente con cristal purísimo. Tras pensarlo encontré bastante lógico que los apeironitas utilizaran el cristal como base de sus edificaciones. El cristal nace de la arena, y en aquel enorme desierto la arena era la materia prima más abundante y fácilmente disponible. Pero esto no explicaba la asombrosa pureza que lograban darle a aquel cristal.

La barcaza atracó en un muelle situado cerca de la cima de la pirámide, y sus ocupantes cruzamos la plataforma que conducía al interior de la sala de la Asamblea. Ésta era también un tetraedro, pero de menor tamaño, insertado en el pico del edificio de la Asamblea. Un tetraedro formado por la base y las tres paredes que eran triángulos equiláteros de unas veinte varas de lado.

Pegados a dos de estas paredes había dos filas de seis butacas acolchadas en terciopelo rojo, doce asientos para doce consejeros. Eran seis mujeres y cinco hombres; y era asombroso que la mayor parte de la Asamblea, que tomaba decisiones que afectaban a muchos hombres, estuviera compuesta por mujeres. Pero Neléis nos había adelantado que la Asamblea elegía a sus consejeros en virtud de su talento y capacidad política, sin tener en cuenta otras consideraciones.

Todos los consejeros vestían una larga levita de color gris y llevaban una especie de gorro cónico, del mismo color, sobre sus cabezas. Vi la expresión de Sausi al ver este tocado, pero yo estaba tan asombrado como el búlgaro; era el mismo vestuario que habían llevado los sacerdotes muertos del templo cercano a Harrán. Aparentaban tener una edad que estaría entre la de Joanot y la mía, excepto uno de los consejeros, que parecía tan anciano como yo. Éste era un hombrecillo menudo, muy moreno, con la cabeza completamente afeitada, y llevaba un par de lentes dorados permanentemente frente a sus ojos. Apenas retuve en la memoria los nombres de los otros consejeros conforme Neléis nos los iba presentando, pero el de aquel hombrecillo sí conseguí retenerlo; se llamaba Nyayam.

Una vez terminadas las presentaciones, Neléis pasó a ocupar su asiento junto al resto de los consejeros. Un par de sirvientes trajeron sendos asientos para Joanot y para mí, que colocaron frente a los de los consejeros. Otro trajo un asiento para Sausi, pero el búlgaro lo rechazó con un seco gesto de su gran mano, y permaneció en pie detrás del asiento de Joanot.

– Antes que nada, sed bienvenidos a nuestra ciudad -dijo una de las consejeras; una atractiva mujer de rasgos intensos y pelo muy negro-. ¿Vuestros hombres están bien instalados?

– Perfectamente -dijo Joanot con una amplia sonrisa.

– La consejera Neléis nos ha hablado mucho de vosotros -siguió diciendo la mujer tras devolverle a Joanot la sonrisa-. Os agradecemos vuestro esfuerzo por llegar hasta nosotros.

– Traemos saludos y una carta personal del Emperador del Imperio Romano, el gran Andrónico Paleólogo.

Joanot entregó el rollo de pergamino lacrado que xor Andrónico le había confiado a Roger; y, tras abrirlo, la consejera lo leyó con detenimiento. No tuvo problemas pues estaba escrito en griego clásico. Después, tras agradecernos el amable saludo de nuestro Emperador, lo pasó al resto de los consejeros que lo leyeron con solemnidad.

Durante las horas siguientes, los consejeros se fueron interesando por diferentes asuntos referentes al estado de las cosas en el Imperio. Todos ellos intranscendentes, y que fueron cuidadosamente respondidos por Joanot o por mí. Tuve la sensación de que todo aquello era un procedimiento habitual de las normas de su protocolo por el que todos teníamos que pasar. Pero resultó bastante tedioso.

Contaré aquí algunos aspectos de la organización política de la ciudad de Apeiron.

De la misma forma que el cuerpo humano posee cabeza, pecho, y abdomen, Apeiron disponía de gobernantes, militares y obreros. La política de la ciudad se caracterizaba por su racionalismo, por lo que la Asamblea de gobernantes estaba compuesta principalmente por científicos y filósofos.

Los soldados que guardaban y protegían la ciudad de los peligros del exterior eran aquellos guerreros de armadura carmesí que había visto acompañando a los almogávares en su llegada a la ciudad. Eran llamados dragones, pues su arma principal era un tubo de bronce, tallado con la esfinge de un dragón, que arrojaba bolas de fuego por las fauces. No eran muchos, pero estaban muy bien entrenados y concienciados.

Gobernantes y soldados no teman otra meta que la de procurar la dicha y la seguridad de los obreros de Apeiron. Éstos formaban la inmensa mayoría de la población, y se trataba de la gente más feliz que había conocido a lo largo de mis viajes, pues la vida del más humilde de ellos era superior en calidad a la del más encumbrado de nuestros príncipes.

Las hambrunas eran desconocidas en aquella ciudad, las cosechas siempre eran suficientes y un sistema de rotación de cultivos aseguraba la fertilidad del suelo.

Desde el momento mismo de su nacimiento, las vidas de toda aquella gente eran cuidadosamente tuteladas por la ciudad. Pues, para que las mujeres de Apeiron pudieran tener las mismas oportunidades de aprender y progresar que los hombres, eran liberadas muy pronto de la carga que representaba cuidar y criar a sus hijos; y, a partir del primer año, la ciudad se encargaba del cuidado de los niños mediante un sistema público de guarderías y colegios. Se consideraba además entre los ciudadanos que la educación de los niños era algo tan importante que no podía ser confiada a cualquiera, y era responsabilidad de la ciudad ocuparse de ella.

Los apeironitas, hombres y mujeres por igual, pasaban su infancia y su primera juventud en las escuelas públicas de la ciudad, y al abandonarlas iban a ocuparse de la labor para la que habían sido preparados desde su nacimiento. Ningún ciudadano, excepto los miembros de la Asamblea y los militares, trabajaba más de cinco horas al día; pero ninguno trabajaba menos. La pereza era casi el único crimen de la ciudad, y se castigaba con dureza. Otros crímenes más graves como el robo o el asesinato eran prácticamente desconocidos en Apeiron, y sólo había un castigo para ellos: el destierro de por vida. En esos extraños casos, al criminal se le daba una poción que borraba su memoria, y era abandonado lejos de la ciudad para que emprendiera una nueva vida.

Pude escuchar numerosas leyendas que afirmaban que muchos de estos condenados alcanzaron en el exterior una gran fama y poder, quizá aguijoneados por el enturbiado recuerdo de las riquezas y la felicidad que una vez disfrutaron en Apeiron; y que muchos de ellos se convirtieron en generales victoriosos o en despiadados tiranos.