"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)

6

Yo estaba seguro de haber despertado en el Paraíso.

Me había trasladado inmediatamente a una vivienda, cercana al edificio de la Asamblea, cuyas paredes estaban llenas de estantes repletos de libros.

Nunca en mi vida he visto tantos libros juntos, ni creo volver a verlos.

Y me sumergí en la lectura de aquellos volúmenes que fui amontonando, poco a poco, a mi alrededor. Era como un niño incapaz de decidir qué comer, perdido en una tienda de golosinas. Tomaba uno de aquellos libros de su anaquel, lo ojeaba pasando rápidamente las páginas, lo dejaba a un lado, tomaba otro y repetía la operación. Mi cabeza giraba de un lado a otro, y mi hambre de conocimientos se estaba transformando rápidamente en una especie de gula incontrolada.

Aquellos libros, por ejemplo, eran muy extraños; y, como objetos, eran tan maravillosos como las maravillas de las que hablaban. Durante horas, estudié los pequeños y precisos caracteres que los llenaban. No había duda, en un libro determinado, la letra «a» era siempre igual, así como la «e» y cualquier otra letra. Ninguna mano humana sería capaz de caligrafiar con tanta precisión, y la única explicación que pude encontrar era que aquellos libros habían sido realizados con alguna especie de sello o impronta para cada uno de los caracteres. Las posibilidades de ese sistema de reproducir los libros, cautivaron rápidamente mi imaginación; sin duda el primer libro sería muy costoso de elaborar, pero a partir de ahí, las cosas se precipitarían; podrían hacerse miles de copias y hacerlas llegar hasta el más humilde de los hombres.

La incultura y la ignorancia, simplemente, desaparecerían.

Pero esto era sólo una pequeña maravilla entre las muchas que llenaban aquella ciudad. Había tantas a mi alrededor que la mente saltaba de una a otra, incapaz de repartir adecuadamente su capacidad de asombro. La misma máquina analítica era algo cuya existencia apenas había vislumbrado como posible mientras trabajaba en el diseño de mis discos. Dediqué muchas horas a hacer croquis de los mecanismos de la máquina, y al complicado entramado de palancas y ruedas dentadas, perfectamente ajustadas que formaban los diferenciales, el alma de las unidades de cálculo; unos ingeniosos mecanismos que enlazaban entre sí conjuntos de engranajes móviles, imponiendo entre sus velocidades simultáneas la condición de que cada una de ellas fuera proporcional a la suma o a la diferencia de las otras. Pura magia matemática.

Todas mis mañanas en aquel fantástico lugar empezaban de la misma forma; al amanecer llegaba Ácalo, el sirviente de la consejera Neléis; un joven delgado, de pelo negro rizado y rasgos inteligentes; y me despertaba con suavidad. Después me conducía a una habitación contigua que estaba revestida completamente de una porosa piedra blanca, y allí recibía un baño de vapor. Ácalo me entregaba una rasqueta de madera para que frotara con ella mi piel, y él mismo me ayudaba frotando en aquellas partes del cuerpo a las que yo no llegaba bien. A continuación me llevaba a una estrecha cabina, y tras girar una pequeña rueda pegada a una de las paredes, una suave y continua lluvia de agua se derramaba sobre mi cuerpo. Así de sencillo; giraba una pequeña llave, y el agua fluía, la giraba en dirección contraria, y el chorro cesaba. Junto a Ácalo, realicé largos paseos por las plataformas y terrazas de Apeiron, mezclándome entre aquellas gentes y aprendiendo sus costumbres, y había visto trozos de tubo con llaves como aquélla repartidos por todas partes en la ciudad, y todos daban agua al girar las manivelas. Para los apeironitas aquello parecía natural, pero yo me quedaba mirando asombrado cada vez que esto sucedía. Lo que más me admiraba no era lo extraño de aquel artilugio, cuyo funcionamiento podía comprender mucho mejor que el de los balones voladores o la máquina analítica, sino la naturalidad con la que los ciudadanos se tomaban aquel incesante fluir de agua en medio de un desierto.

Tras secarme, me tumbaba sobre un banco de piedra, y Ácalo me daba un masaje que hacía revivir y parecía tonificar mis viejos músculos.

Todos los días empezaban así, y tras esto, me sentía preparado para enfrentarme a los gruesos volúmenes de aquella inmensa biblioteca. Y para conocer a los sabios maestros de Apeiron, con los que tuve ocasión de disfrutar de largas charlas que abrieron mis viejos ojos a un nuevo y maravilloso mundo.

Todos aquellos nobles eruditos se sentían discípulos del Gran Aristarco, que había vivido en el siglo III antes de Nuestro Señor Jesucristo en Jonia, un pequeño e inconexo reino formado por sólo un puñado de islas. Pero desde entonces la ciencia de la ciudad había avanzado mucho, y aquellos sabios me hablaron de la inmensidad del universo; en el que se había formado, espontáneamente (según ellos), a partir de la materia difusa del espacio, un gran número de mundos, destinados a evolucionar y más tarde a decaer. Me contaron que estos mundos erraban solos por la oscuridad del espacio, mientras otros iban acompañados por una cohorte de soles y lunas; y que en ocasiones podían colisionar entre sí; y que algunos estaban habitados, mientras que en otros no había ni plantas ni animales. Creían que las formas simples de la vida nacieron del cieno primordial y evolucionaron por sí mismas hasta formas más complejas; al igual que los átomos, que ya fueron predichos en la Antigüedad, pero que los sabios de Apeiron se habían ocupado de analizar y demostrar.

Pero yo no podía aceptar fácilmente algunas de su ideas.

Discutí largamente con ellos su certeza de que la Tierra no era el centro del universo, y que nuestro mundo giraba alrededor del sol; al igual las estrellas, que eran soles distantes, semejantes al nuestro, tenían sus propios planetas girando a su alrededor.

Para mí era evidente que la Tierra estaba inmóvil. Y no comprendía cómo esto no resultaba tan claro como para mí a aquellos sabios de Apeiron, que afirmaban que el único método seguro de llegar a conocer la verdad era el experimento.

Es fácil hacer un experimento que consiste simplemente en dejar caer al suelo un gran peso; podemos medir su trayectoria cuantas veces queramos y comprobaremos que ésta es siempre una línea perfectamente recta. Si la Tierra girara sobre sí misma, para producir el efecto de los días y las noches ante un sol inmóvil, tendría que girar a una enorme velocidad y en ese caso la trayectoria de caída de cualquier objeto nunca sería una línea recta. Hasta un niño podría demostrar esto. Y además, como tan acertadamente señaló el gran Aristóteles, si la Tierra se moviese, la distancia a las estrellas variaría al cabo del tiempo, como cambia entre los planetas, y si esto no sucede es porque nuestro mundo está absolutamente inmóvil.

Así lo creía entonces y así lo creo ahora, pues aquellos hombres tan sabios no fueron capaces de proporcionarme argumentos para convencerme de lo contrario.

Ácalo también me ayudaba y me acompañaba en mi formación, buscando las citas y referencias que yo le pedía en las entrañas de aquella maravillosa máquina analítica, cuyo lenguaje de tarjetas perforadas Ácalo entendía.

Nunca había conocido a un esclavo tan bueno como aquel joven, de modo que un día le pregunté si había nacido esclavo o había sido capturado hacía mucho tiempo. Ante esta pregunta, Ácalo, me miró entre divertido y escandalizado, y dijo:

– No soy esclavo, Ramón, no hay esclavos en Apeiron.

Me era difícil creer que esto pudiera ser real.

– ¿Quién hace el trabajo pesado entonces? -le pregunté-. ¿Quién acarrea el agua caliente, o enciende las calderas, o se cuida de que las calles estén limpias?

– Hombres libres, ayudados por máquinas como la que nos rodea.

El constante murmullo de la máquina analítica al funcionar, me recordó dónde estaba, lo extraordinario que era aquel lugar. Pero todo era demasiado extraño y no podía aceptarlo; ¡una sociedad sin esclavos! En toda la historia de la humanidad jamás había existido nada semejante. Los problemas prácticos parecían insalvables.

– ¿A qué te dedicas? -le pregunte al joven.

– Soy estudiante, Ramón -dijo-, me presenté voluntario para servirte.

– ¿Por qué?

– Eres un sabio del Mundo Exterior. Es posible aprender mucho de tu experiencia y sabiduría, y para mí es un honor servirte.

Un honor, pensé con cinismo. ¿Qué podía aprender aquel brillante joven de mí, excepto que para los hombres del Mundo Exterior, la mera existencia de una sociedad sin esclavos parecía algo inadmisible?

¿Cuánta distancia había entre la limpia mente de aquel joven y mi propia mente, enturbiada por la repetida visión de la injusticia y la maldad?

Dieciséis siglos de búsqueda incesante del Conocimiento basado en hechos, demostraciones o experimentos irrecusables, habían producido las maravillas que ahora me rodeaban. Aquella ciudad era como una isla de razón y de lógica rodeada por un océano de locura. Y los consejeros me habían dicho que estaban en peligro, amenazada por el mismo Mal que había estado a punto de apoderarse de mí.

Se preparaba entonces una gran batalla. La batalla definitiva entre la razón y la locura. La propia historia de la ciudad, que ahora estaba aprendiendo de los libros, parecía definida por una serie de escaramuzas en el transcurso de esa guerra.

Mientras leía la historia de Apeiron, y sentía cómo las mareas de siglos pasaban sobre la ciudad, encontraba vagas referencias al Adversario, aquí y allá. A veces le llamaban la Criatura , a veces el Adversario. Nunca se le describía con precisión, ni se explicaba cuáles eran sus intenciones, pero era evidente que a lo largo de los tiempos estaba siempre ahí, acechando en algún lugar desconocido y horrible.

Las pequeñas colonias y observatorios astronómicos que la ciudad había ido fundando a lo largo de los siglos, como simientes de nuevas Apeiron, destinadas a extender su ciencia y su criterio a la hora de interpretar la naturaleza, se habían perdido una tras otra; como zarpazos dados por el Adversario.

Pero nunca había encontrado la ciudad original, aunque era evidente que los apeironitas siempre se habían sentido amenazados, obligados a permanecer ocultos, a reducir al mínimo sus contactos con lo que ellos llamaban el Mundo Exterior.

Ácalo apenas pudo aclararme algo sobre el Adversario.

– Sabemos que vive en el Remoto Norte -me dijo en una ocasión-. Y es muy viejo, tan viejo como las estrellas. Su raza proviene de otro mundo y tuvo un gran poder en el pasado, pero ahora el Adversario está solo y sabe que nosotros somos los únicos que podríamos destruirle. Por eso nos odia y desea nuestro final.

Oyéndole hablar, y leyendo los crípticos comentarios sobre la Criatura dispersos por los textos históricos de la ciudad, me preguntaba por qué aquellas gentes tan perspicaces para otras cosas no alcanzaban a comprender, tan claramente como yo lo hacía, la verdadera naturaleza de aquel Ser; auténtica encarnación del Mal del mundo.

En una ocasión en la que Joanot vino a visitarme, comenté con él todas estas cuestiones, y el caballero me escuchó sonriente y satisfecho de sí mismo.

– No es un ser sobrenatural -me dijo-; esta gente está perfectamente de acuerdo sobre ese punto. Es un hechicero de una raza muy antigua, y cuya vida ha sido tan larga como la vida de los antiguos patriarcas. Posee el poder mágico de absorber el alma de la gente y transformarlos en sus siervos, como estuvo a punto de sucederte a ti, como dicen que hace el líder de la secta los asesinos, gracias al poder del humo de una hierba mágica. Pero esta gente prepara una expedición hasta su cubil para acabar de una vez por siempre con su amenaza. Una batalla más para los almogávares.

En la cabeza de Joanot se mezclaban sin problemas la superstición más ingenua con el escepticismo más recalcitrante.

– Y los almogávares participaréis en la lucha… -le dije- por oro.

– No por oro -replicó el valenciano-; sino por mucho oro. Diez carros cargados hasta los topes para ser preciso.

– Esta será una batalla sagrada, amigo mío -le dije-; el esperado momento de la lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, donde todo se decidirá.

Tal y como san Agustín había predicho, la lucha entre el Bien y el Mal se libraría en el mundo real; en la Historia. Porque Dios necesitó de la Historia del Hombre, desde Adán hasta el momento presente, para que su ciudad dispusiera de tiempo para realizarse, para educar a aquel pequeño grupo de hombres y otorgarles el destino de destruir el Mal; o como dijo san Agustín: «La providencia divina conduce la Historia de la humanidad como si se tratara de la historia de un solo individuo que se desarrolla gradualmente desde la infancia hasta la vejez».

Pero las debilidades humanas estaban destinadas a empañar la gloria de aquel momento. La consejera Neléis vino un día a verme, y los sentimientos que afloraban en su rostro me resultaron indescifrables. Le pregunté qué había sucedido.

– Varios almogávares salieron durante la pasada noche de su campamento y atacaron, violaron y asesinaron a tres ciudadanas -respondió.

La noticia golpeó mi conciencia como un mazazo, y apenas logré preguntar por el paradero de aquellos hombres y si Joanot conocía ya los hechos.

Neléis me respondió que los almogávares estaban retenidos por los dragones, y que alguien había ido en busca de Joanot.

Neléis y yo nos trasladamos en una de aquellas barcazas voladoras hasta el cuartel de dragones en el que estaban encerrados los almogávares. Eran cuatro, pero sólo conocía bien a dos de ellos; se trataba de Jaume, el joven explorador que se había internado en la tétrica ciudad de Rai, y de Fabra, el veterano hom d'ordre almogávar.

Jaume no contaría mucho más de dieciocho años, y siempre me había parecido un joven discreto y tímido; lo que resultaba poco habitual en un almogávar. Por eso no era capaz de comprender el sinsentido y la maldad de aquella acción.

Joanot llegó poco después, y escuchó, con semblante impasible, el relato de lo sucedido de boca de un capitán de dragones. Al parecer, los cuatro almogávares habían abandonado el campamento en mitad de la noche y habían deambulado por la ciudad provistos de una buena cantidad de alcohol. Habían destrozado a pedradas varios globos luminosos y varias cristaleras sin que nadie hiciera nada por detenerlos. Después habían forzado la entrada de una vivienda de estudiantes y habían atacado a las tres muchachas que la ocupaban. La más joven de ellas apenas tenía catorce años.

Joanot se volvió entonces hacia Fabra y le pidió que nos diera su versión. Fabra se sorbió los mocos; tenía los ojos enrojecidos, y era evidente que estaba muy alterado, pero no tenía señales de haber recibido ningún castigo por parte de los dragones.

– Nos alegramos de verte, Adalid -empezó-; todo el mundo está bastante loco por aquí. Deberíamos marcharnos de este país de brujos y regresar a nuestra tierra…

– Cuéntame lo sucedido -le cortó Joanot.

– Sí, Adalid… -Fabra miró a un lado y a otro, como si buscara apoyo en sus tres compañeros, pero éstos tenían sus ojos clavados en el suelo. El joven Jaume se retorcía las manos y mordía sus labios como si luchara para que sus emociones no afloraran. Fabra siguió diciendo-: Esas mujeres… se pasean ante nuestras narices casi desnudas, luciendo sus cuerpos como furcias… Esas tres estuvieron por la tarde cerca del campamento, y una de ellas parecía haberse encaprichado de Jaume. Estuvo hablando con él durante horas, y le invitó a visitarla en su vivienda. ¿Qué mujer sino una puta haría eso? Así se lo dijimos a Jaume, pero el muy tonto no quería ir… -Fabra se permitió entonces una risita y dijo-: Al parecer el muchacho estaba sin estrenar; ¿entiendes lo que quiero decir, Adalid?

– Te entiendo -dijo Joanot-. Sigue hablando.

– Bien, al final le convencimos, y fuimos a ver a las chicas -dijo Fabra, elevando sus ojos desafiantes hacia Neléis y el resto de los apeironitas presentes-; ¿quieres que siga dando detalles, Adalid?

– No es necesario -dijo Joanot.

– Esos canallas se ensañaron con las tres jóvenes -dijo el capitán de dragones, temblando de ira-; las mataron después de haberlas torturado durante horas. Nadie en esta ciudad ha nacido para sufrir tanto horror. Nadie aquí está preparado para esto.

Joanot hizo una mueca de cínico desprecio, y dijo:

– ¿Y los del Mundo Exterior sí estamos destinados a sufrir? ¿Acaso nuestras carnes son de una naturaleza diferente a las vuestras?

Neléis se interpuso entre los dos hombres.

– El capitán no pretendía decir eso, Joanot -dijo-; debemos tranquilizar los ánimos y buscar una salida justa a este problema. Hay demasiado en juego para que iniciemos aquí un enfrentamiento entre nosotros.

Pregunté a la consejera cuál sería el castigo de la ciudad para un crimen así.

– El destierro. Pero primero debemos juzgar a estos hombres…

– Son mis hombres -le cortó Joanot- y serán juzgados de acuerdo con nuestras costumbres.

Neléis aceptó esto, afirmando que siempre había tenido a Joanot por un hombre justo, y silenció las protestas del capitán de dragones ordenándole que dejara a los cuatro almogávares bajo la custodia del valenciano.

Mientras regresábamos al campamento con los cuatro almogávares, Fabra se disculpó ante Joanot por todo lo sucedido, diciendo que había sido una consecuencia del vino y del nerviosismo que todos sentían ante un lugar tan extraño como la ciudad.

«Nada demasiado grave, y nada que precisara de un rigor exagerado», comentó Joanot. Le bastó con adornar los ángulos del campamento con unos leños cruzados y colgar de ellos a aquellos cuatro almogávares ariscos y asesinos.

Los cuerpos permanecieron allí suspendidos durante varios días, pudriéndose en el limpio aire de Apeiron, rodeados por una muchedumbre que contemplaba con morbosa fascinación tanto horror y tanta brutalidad por parte de aquellos extranjeros.