"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)

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La Sala Armilar se convirtió en mi hogar, y la fascinante bóveda luminosa en mi techo y mi fuente de luz.

Aquella luz casi mágica alimentaba la vitalidad de los dos arbustos que crecían en jarrones a ambos lados de la entrada. Quién sabe desde cuándo; un ingenioso artilugio semejante a una clepsidra se ocupaba de mantener la humedad de los dos maceteros. Una humedad que sin duda llegaba del exterior, al igual que la luz, y era recogida y reconducida hasta aquel remoto sótano.

¿Qué extraordinaria Ciencia era esta que se permitía desafiar a la naturaleza y al Principio de la Oscuridad, reconduciendo la fertilidad del mundo exterior hasta donde la voluntad de los hombres que construyeron aquella Sala Armilar deseara?

Los dos árboles crecían gracias a este milagro; a la derecha de la puerta, según se entraba, los nervios foliáceos del pistacio therebintus. A la izquierda, un perfume de auras mitológicas; un myrthus latifolia, la planta de Venus. En la isla de Citérea, avergonzada por su desnudez, se ocultó la diosa de la belleza detrás de un mirto. Las dos plantas crecían exuberantes a partir de esos dos puntos, a ambos lados de la entrada, tapizando casi completamente los muros curvos de la Sala, enredándose la una con la otra una y mil veces, en una extraña y onírica comunión.

Observé con cuidado el artilugio que sujetaba las lentes que distribuían la luz por la Sala. Una gran lente convexa ocupaba el centro de la bóveda; pero no estaba fija, sino que colgaba, sujeta por unos tensores, de un gran anillo de cobre de más de cinco varas de diámetro, que estaba a su vez sujeto al techo por unas finas varillas de cobre. A medida que transcurrían las horas en el exterior, estas varillas parecían encogerse y dilatarse, obligando al anillo, y a la gran lente central, a bascular. Muy levemente, pero lo suficiente como para que la luz blancoamarillenta del Sol recorriera lentamente las paredes de la sala y distribuyera la ración de luz sobre la vegetación que las cubría.

Sin embargo, la gran esfera que representaba la Tierra, siempre estaba bañada de luz azul; y esto era porque en el gran anillo de cobre se había introducido un pequeño espejo cóncavo, de no más de dos palmos de diámetro, teñido de azogue de cobalto, que recogía la luz rebotada por el lado superior de la gran lente central, y lo dirigía, con una perfección matemática, hacia la esfera terráquea.

La sorpresa de Roger ante aquella esfera estaba más que justificada. Como marino no habría visto otra cosa que los mapamundis T-O y los portulanos convencionales. En ellos, el mundo es una plancha plana circular, una «O», con los tres continentes dispuestos en forma de «T», alrededor del Mediterráneo central; el Orbis Terrae Tripartitus. Arriba: Asia, con el presunto emplazamiento del Paraíso, más allá de Mesopotamia, donde nacen los cuatro grandes ríos de Asia, y de donde procede la Luz. Aproximadamente en el centro, Jerusalén. En el mango de la «T», el Mediterráneo con sus islas perfectamente alineadas: Chipre, Sicilia, Cerdeña, Mallorca… Abajo, a la izquierda, Europa; África, a la derecha. Finalmente, sobre el tenebroso océano periférico, enrojecido por el mar Rojo, los doce vientos son orientados según los puntos cardinales.

¡Qué distinta era aquella maravillosa esfera que tenía delante!

¿Quién había representado nuestro mundo con tanta belleza y precisión, recuperando así los conocimientos casi perdidos de los antiguos?

Alrededor de la base de la bóveda había un anillo adornado con inscripciones doradas. Surgían de él unas finas varillas metálicas que se curvaban suavemente hasta unirse al gran anillo de cobre en el ápice de la cúpula. Estas varillas estaban entrelazadas de finos cables dorados sobre los que se movían, casi inapreciablemente, pequeños discos planos que representaban a los planetas. Era como si toda la bóveda fuera una gran maquinaria de relojería, elaborando una maravillosa y compleja danza.

Reconocí como arcaicos caracteres jonios los símbolos que se dibujaban sobre el anillo dorado. Casi se habían borrado, pero logré leer:

«En la Nueva Luna de Shebat del año 673, Calínico, hijo de A[indescifrable], erigió esta cúpula y orientó el anillo graduado hacia los lejanos planetas, aquellos a quien mi Señor alimenta [o aquel cuyo pastor es mi Señor]. Él será recordado en presencia del Señor. Y si retuviere el fuego, el anillo será arruinado. Él es el dios que nos conoce».

No estaba muy seguro de esta última frase. También podría traducirse como: «Él es el dios del conocimiento», o «Él es el dios de la ciencia».

¿Pero cuál era el origen de ese tal Calínico y del resto de los hombres que, llegados de Oriente, construyeron aquel fantástico lugar?

Quizás en alguno de los ejemplares de aquella inmensa biblioteca estaba la respuesta de aquel enigma. Pero muchos de aquellos libros habían sido apresados en sus estantes por la vegetación, que había crecido sobre ellos, pudriéndolos y haciendo imposible su lectura. Era como si aquellas raíces se alimentaran, ávidas, del saber encerrado en aquellos tomos; o como si quisieran guardar sus misterios para siempre.

En una ocasión, al intentar extraer un ejemplar de su anaquel, una sección entera de estantes basculó con un sordo chasquido hacia atrás. Extrañado, cargué mi peso contra esos estantes y empujé… ¡Había encontrado una puerta secreta, y tras ella un estrecho pasadizo de piedra! Recogí una linterna, y me introduje en el pasadizo. Los falsos estantes se cerraron tras de mí, pero yo continué mi camino sin inmutarme.

La curiosidad dominaba cualquier temor que pudiera sentir en aquellos momentos.

El pasadizo ascendía por unas escalinatas estrechas y desgastadas que giraban una y otra vez sobre sí mismas como la concha de un caracol. Éstas desembocaron en una amplia plataforma bañada de luz solar. Parpadeé ante aquella inesperada luminosidad y dejé a un lado la linterna; un extraordinario espectáculo se presentaba ante mis ojos medio cegados.

Una compleja y maravillosa maquinaria dorada ejecutaba una asombrosa danza lenta y majestuosa iluminada como un sueño por la luz del sol. Miré hacia arriba y vi, a unos diez codos [4] sobre mi cabeza, el final de un gran cilindro de cobre de cinco codos de diámetro, cerrado por una brillante esfera de cristal de ese mismo diámetro. Ese tubo conducía la luz desde el exterior ayudado por espejos y lentes perfectas como aquélla, de la misma forma que una cañería transportaría el agua. Esto era evidente, pero, ¿qué maravilloso artesano podría haber tallado lentes tan enormes con una perfección semejante [5]? Aquella maquinaria que parecía moverse alimentada sólo por el calor desprendido por la luz solar, como el artilugio inventado por Herón de Alejandría que abría las puertas de un templo al encender fuego sobre el altar [6].

Me sentía como una diminuta pulga en el interior de un gran reloj dorado.

Una pasarela de madera comunicaba la plataforma sobre la que se encontraba con un orificio o pozo situado bajo la sección central de la maquinaria. A partir de ese punto se curvaba el suelo formando la cúpula de la Sala Armilar , que ahora veía desde arriba; y aquel orificio era el que permitía el paso de la luz que luego iba a ser distribuida por el interior de la sala. Y, sin duda, aquella maquinaria maravillosa y dorada era el secreto del movimiento de los astros simulados del interior. Pero ni siquiera Herón, ni ningún otro antiguo tratadista griego, ni el oriental Banu Musa, ni el moro español Ahmad al-Muradi, podrían haber concebido mecanismos autómatas como aquéllos, capaces de moverse con tanta suavidad y perfección.

La técnica de los constructores de aquella Sala estaba más allá de todo lo concebido alguna vez por el género humano.