"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)4La ceremonia de la boda de Roger y la princesa doña María, se celebró en el mismo Palacio Imperial, una semana después de mi llegada a Constantinopla. La novia era casi una niña, pero muy hermosa, con un adorable rostro ovalado alto y fino, de línea precisa, una frente bien encuadrada por unos cabellos intensamente negros de brillo azulado y unos chispeantes ojos color de aceituna, llenos de vida. Me pregunté qué pensamientos vivirían tras aquellos ojos en ese instante. Ante la obligación impuesta por Era difícil decirlo contemplando aquellos ojos que tan sólo reflejaban una leal conformidad. Esa tarde, bajo la mirada del Emperador y de su hermana doña Irene, se iniciaron los festejos del acontecimiento en los jardines orientales del Palacio Imperial. Viandas fuertemente especiadas; volatería exótica; pescados del mar negro; frutas azucaradas de Morea. Y vino, mucho vino… [7] Malvasía, Chipre, Chío, Siracusa, Esmirna… Situados en el centro de la ceremonia, Roger y sus Abriéndose paso entre los cada vez más ruidosos convidados y los atildados servidores, llegó hasta mí la princesa doña Irene, la ahora suegra de Roger. – Llevo años deseando conocer al hombre que escribió el Era una mujer verdaderamente hermosa, a pesar de su edad, con unos ojos negros e intensos y una frente altiva e inteligente, enmarcada por unos cabellos también negros que apenas empezaban a encanecer. Le pregunté si lo había leído, puesto que no es un libro sencillo para… Iba a decir «para una mujer», pero me detuve a tiempo. Los griegos tenían una larga tradición de mujeres sabias. – He leído todos vuestros libros; incluso las novelas y los tratados de caballería -me dijo-. Algunos he tenido que hacerlos traducir al latín para poder entenderlos… Decidme, Ramón, ¿por qué ese deseo de escribir en lengua vulgar? Me encogí de hombros. No era la primera vez que me hacían esa pregunta. Todos hablamos normalmente en una lengua, y escribimos en otra diferente; en latín. Me pregunté por qué tenía que ser así, por qué no era posible algo tan aparentemente lógico como escribir en la misma lengua en la que hablamos. Se acercó un poco más a mí, y me recitó con voz suave: – – El – Son extrañas y turbadoras estas palabras para hablar de Dios… – Quizá las únicas adecuadas para transmitir lo sublime de la experiencia mística… Con una sonrisa afirmó que no iba a discutirme esto. – Por favor, continuad -repliqué-. No soy tan engreído ni tan sabio como para no poder soportar que mis ideas se cuestionen. Doña Irene me ofreció entonces su brazo, y me invitó a pasear por la zona más alejada del jardín; a salvo del bullicio de la celebración. Caminamos entre naranjos de redonda copa y olivos venerables roídos por los años. Las lindes del paseo estallaban de flores silvestres; amapolas, lirios y lentiscos en flor. Las estrellas empezaban a despuntar tímidamente en el cielo púrpura y violeta. Mirándolas con respeto, afirmó que eran hermosas; y añadió poco después con aire soñador: – De niña pasé muchas horas admirando la cúpula pintada de estrellas de la Aventuré que quizás el origen de esos símbolos fuese otro. Ella preguntó por el significado de mis palabras, y si ya había resuelto el misterio del origen de los hombres que trajeron el – Me temo que no -dije-. Quizá yo no sea tan sabio como le habéis asegurado al megaduque. Le pregunté a continuación si recordaba la estrella de siete puntas y la media luna grabadas sobre la puerta que daba acceso a la – ¿En qué culto? -quiso saber ella. – En uno que tiene su origen en la antigua Mesopotamia y que perduró, al menos, hasta la época en la que fue construida la Doña Irene me miró extrañada y recordó que había visitado aquella – Quizás existe una relación entre todo esto. Pero aún no he sido capaz de descubrirla -admití-. Todo es tan misterioso… – Roger afirma que las gentes del reino del Preste Juan viven jóvenes para siempre. ¿Creéis eso? Me encogí de hombros, y le dije que las leyendas eran también hermosas, como las estrellas; y que solían ser tan inalcanzables como éstas. Y que, en cualquier caso, lo que yo creyera significaba muy poco. A lo lejos la celebración proseguía, atenuada por la distancia. Delante de los novios, un brillante grupo de danzantes que ejecutaban viejos pasos casi paganos, los cantores entonaban el epitalamio; armónicamente pausado, extraído instrumentalmente del Los ecos de la melodía nos llegaban como retazos de un sueño casi olvidado. – Se aman -musitó doña Irene casi para sí. Desde luego, comprendí; Roger amaba a la joven doña María. De una forma básica, quizá, pero aceptaba sin rechistar aquello que la vida le regalaba. Pero, ¿sentía lo mismo la joven y hermosa princesa? No debería haberme resultado tan extraño; Roger era un hombre fuerte y atractivo, y sin duda estaba rodeado de una aureola romántica a los ojos de una jovencita como doña María que apenas había abandonado el palacio durante toda su vida. Siempre pensé que aquel matrimonio había sido una imposición de Estado y me parecía lógico que la joven se sintiera infeliz al verse unida para siempre a un |
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