"Rihla" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)9Habían levantado un curioso campamento en la playa. Tiendas improvisadas con el velamen de las naves ancladas, en cuyas grandes superficies de lona se reflejaba de forma asombrosa la luz anaranjada de algunas antorchas clavadas en la arena. Apenas pisaron la playa, dos hombres armados con alabardas se acercaron a ellos. – ¿Qué buscáis aquí? -dijo el más flaco con la cara cubierta de cicatrices de viruela. Lisán no lo conocía, ni al tipo de aspecto simiesco que lo acompañaba. Quizás acababan de llegar con la dotación de la carraca. – El de la viruela sonrió, mostrando una sucia dentadura llena de mellas. – Claro, nos advirtió que llegaríais -dijo-, pero andan las cosas un poco revueltas y no está de más tomar precauciones, ¿verdad? – Lo encuentro muy apropiado -asintió Lisán. Se encaminaron juntos hacia el campamento de tiendas. Ahmed le dirigió a su amigo una mirada interrogativa y éste se limitó a encogerse de hombros. Atravesaron el campamento, esquivando las sogas que tensaban las tiendas y los cuerpos desparramados por la arena. Todos los hombres allí reunidos tenían el mismo aspecto ruin de los dos guardias. Un puñado de turcos extraídos de remotas y atrasadas tribus fronterizas, que ahora miraban con descaro a aquellos dos andalusíes acompañados por un viejo infiel y un muchacho negro. Entre las tiendas había una pequeña mesa de madera llena de papeles, iluminada por una lámpara de aceite de oliva que colgaba de un poste clavado en la arena. Un hombre estaba inclinado sobre la mesa. A Ahmed le pareció tan alto y flaco como el poste del candil. Alzó la vista hacia ellos y, sonriendo bajo su amplio mostacho, saludó: – – Si la presencia de éste disgustó de alguna forma al mameluco, no lo demostró en modo alguno. Repitió su bienvenida para Ahmed, con igual cortesía y sin dejar de sonreír. Vestía como un hombre rico; usaba una loriga oscura que le llegaba a las rodillas y sobre ella un peto de cuero hervido, adornado con el relieve de un dragón. Una cadena de oro colgaba de su cuello, pero lo que fuera que sujetaba quedaba oculto bajo sus ropas. Iba tocado con un ostentoso turbante mameluco, que lucía una pluma de faisán sujeta por un broche. Su – Hay una razia de piratas infieles por la comarca. – Estamos enterados… -dijo Lisán-. Pero pensé que la llegada de la carraca podría haber confundido a los lugareños. – No. Una nave de infieles anda rondando la costa -dijo Baba-. Dragut fue advertido cuando acudió a comprar provisiones a una aldea cercana y luego la hemos divisado nosotros mismos. Dragut era el hombre con el rostro picado de viruelas. – No es fácil entenderse con la gente de aquí -masculló-, parlotean en el dialecto más ridículo que he oído nunca. Su vocabulario no era menos extraño, consideró Lisán, pues las palabras en árabe las mezclaba con expresiones en osmanlí y persa. – Ahora es tarde -dijo Baba-, os propongo que vayáis a descansar. Mañana os mostraré la carraca. – Me parece bien -dijo Lisán, pues se sentía agotado por el viaje y los ojos de su amigo le indicaban que él también lo estaba. Lisán y Ahmed tuvieron que esperar un momento frente a su tienda, hasta que Jamîl terminó de improvisar sus lechos con varias mantas que les dejaron los turcos. En el interior los esperaba un jarro de agua no muy fresca y dátiles. Pero estaban tan cansados y hambrientos que comieron y bebieron como si se tratara del más exquisito Más tarde, Ahmed se tumbó sobre las mantas con un puñado de dátiles en la mano y dijo a su amigo: – Esto no me gusta nada, hermano. – Me lo estaba imaginando. Pero ¿a qué te refieres exactamente…? – Son muchas cosas… ¿No hubiera sido mejor atracar esas dos naves en el puerto de Salawbiniya y evitarnos todas estas incomodidades? ¿Por qué nos hemos arriesgado a continuar el viaje, rechazando la ayuda de la ronda? – Si hubiéramos atracado en Salawbiniya, tendríamos que haber informado al alcaide sobre nuestro destino. – ¿Y qué? -se extrañó Ahmed. – Él podría dar cuenta de nuestra presencia en el puerto, y esto llegar a oídos de Abu al-Qasim Bannigas. – ¿De verdad piensas que el Gran Visir intentaría retenerte? – Quizá. Si tuviéramos éxito esto supondría una amenaza para los genoveses, ¿no crees? Y si de verdad al-Qasim está aliado con ellos… – Hermano, las cosas están cambiando… Si los portugueses persisten en su empeño de ir más allá de Guinea, acabarán por romper el monopolio de Venecia. Los genoveses serán entonces los más interesados en encontrar una ruta alternativa que puedan explotar. Piénsalo, no tienen motivo alguno para impedirlo. Más bien al contrario. – Pero me hicieron prisionero cuando acudí a pedirles ayuda. Lo más probable es que de no ser por la intervención de Baba ahora estaría muerto. Ahmed al-Sagir se rascó la barbilla. – Tú mismo lo dijiste -señaló al cabo de un rato-, estaban investigando la posibilidad de que tu propuesta no fuera una locura. No podían dejarte ir, sin más, y que buscaras auxilio en los venecianos. – Pero Baba afirmó que… – ¿Te das cuenta de que todas tus sospechas se basan en lo que te ha dicho ese hombre? De acuerdo, los eruditos del albergo no se lanzaron a tus pies alabando tu ingenio al descifrar esos textos. De acuerdo, te retuvieron contra tu voluntad. Pero te trataron con corrección, dentro de lo que cabe, hasta que descubrieron que el hombre que te acompañaba era un traidor que iba a vender esa información a terceros. Por eso limitaron tu libertad. – Me encerraron. – Sólo después de que te reunieras con ese Baba ibn Abdullah, un pirata que te propuso escapar de Génova. – Nadie nos vio. No podían saber que me había encontrado con Baba. Ahmed separó las manos y miró hacia arriba, como implorando la ayuda del cielo ante la ingenuidad de su amigo. – ¿Es que no sabes que Génova es un nido de espías e informadores? ¿Cómo crees si no que Baba dio contigo? -Suspiró-. ¿Viajaste hasta aquí en la carraca? – No. -Lisán meditó un instante antes de continuar-. El mameluco no disponía en ese momento de una nave adecuada, pero me aseguró que la conseguiría. Llegamos en el jabeque que viste atracado junto a ella. – ¿Cómo consiguió la nave? De lejos me pareció de construcción genovesa o veneciana. – La alquiló, según me dijo. – Arrendar una carraca completamente pertrechada cuesta de doce mil a quince mil dinares por mes. Es mucho dinero. Lisán hizo un gesto vago. – Al parecer es un hombre muy rico. – ¿Sabes lo que pienso, hermano? – Creo que puedo imaginarlo. – Esa nave ha sido robada a los genoveses. – No tienes pruebas de eso. – No, pero eso explicaría su insistencia en mantener en secreto vuestras actividades. El – Cabe dentro de lo posible, sí. – Hermano, hermano… -se lamentó Ahmed-. ¿No ves que te estás mezclando en un asunto de piratería? ¿Qué fue de los guardias del albergo? Dijiste que había sangre en las espadas de los turcos que te rescataron… – Sí. Lo más probable es que los mataran -dijo Lisán con fatalidad. – ¡Debemos salir de aquí de inmediato! -exclamó Ahmed llevándose las manos a la cabeza-. Mataron a dos guardias del albergo, robaron la carraca y… quién sabe qué otros crímenes han cometido esos hombres malvados. Lisán alzó las manos pidiendo paciencia a su amigo. – Si es así, hermano, entonces mi camino ya está trazado. Ahmed sacudió la cabeza. – Como tú me dijiste: hay algo en ese hombre… algo muy extraño… – Hermano, no deseo implicarte en todo esto. Lo mejor es que regreses a Granada y te hagas cargo de las planchas de plomo. – ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú? – He elegido un camino. Ahora es ese camino el que me conduce. – Pero yo no voy a abandonarte en este momento. Juntos hasta el final, ¿recuerdas? – Sí, hermano -suspiró Lisán-. Entonces te propongo que esperemos hasta mañana, veamos en qué condiciones está la carraca, antes de seguir elaborando más teorías. Su amigo asintió. – Que así sea entonces, si Allah quiere. Pero mañana me escucharás. En la lona de la tienda se proyectaban, retorcidas, las sombras de los hombres de Baba que montaban guardia. El sonido de las olas del mar, al alcanzar la playa y remover la arena y las piedras de la orilla, llegaba tan claro y acompasado como una melodía. Ahmed se había dado la vuelta y había empezado a roncar casi al instante. Lisán envidió su facilidad para entrar en el mundo de los sueños. Salió afuera para contemplar las estrellas, algo que siempre relajaba su mente. Pero ni siquiera en ellas iba a encontrar la paz. El Recordó aquel momento en que desistió de traducir el texto de las planchas de plomo y se concentró en otra cosa. No era la primera vez que hacía algo así. De hecho, era habitual en él eso de ir revoloteando de un empeño a otro, sin terminar nunca nada, sin centrarse en nada. Así había transcurrido su vida, como un largo y aburrido juego sin sentido. Ya había alcanzado la edad de la madurez. Según las enseñanzas sufíes, antes de los cuarenta años no podía aflorar el estado espiritual necesario para el encuentro con la propia senda. Pero no había sido una decisión suya, inspirada por la acumulación de conocimientos a lo largo de los años, lo que lo había puesto en el camino, sino un golpe de suerte. La fortuna de que aquellos obreros encontraran las planchas de plomo enterradas en su jardín… La sorprendente coincidencia de que el Los hombres van descubriendo su destino a cada paso, pero sólo Dios sabe adónde conducen todos los senderos… Lo único que él ya no podía hacer era echarse atrás. |
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