"Rihla" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)14Fue en la noche en la que completó su Tras las vueltas rituales en torno a la Casa Santa, Lisán había conseguido acceder a la Piedra Negra y la había besado con fervor. En ese momento, experimentó una emoción desconocida para él. Una sensación dulce, que calentó su espíritu como lo haría el humo del hachís. Un profundo bienestar pulsaba en su pecho, lo hacía plenamente consciente de la presencia de un Dios Único, La multitud lo rodeaba como un único organismo palpitante que ocupara todo el Multazam, colmándolo, expandiéndose por unos lugares y encogiéndose por otros. Una anguila sin fin, que se mordía la cola y giraba sobre sí misma. Y él tuvo el fuerte deseo de estar solo para meditar sobre el significado de aquella intensa emoción que había experimentado. Salió del patio pavimentado y caminó por la rambla. Sus pies hacían crujir la arena, y este susurro apagaba el ruido del gentío. Una casida antigua le daba vueltas por la cabeza, como una cancioncilla que se hubiera quedado pegada a su memoria. Cerró los ojos y empezó a recitarla en voz alta… Entonces notó el contacto, suave como la seda, de una mano sobre su espalda. Se volvió y se encontró frente a una mujer. La mitad de su rostro estaba oculta por un velo, pero tenía los ojos más negros y bellos que él hubiera admirado nunca. – Señor, ¿qué era eso que susurrabas? -le preguntó ella. Fascinado por su presencia, Lisán dijo: – No soy un poeta, mi señora. Estos versos fueron escritos por uno de gran talento hace muchos años. Decían: – ¡Qué extraño es oír algo tan hermoso! ¿Cómo pueden unos versos expresar tan bien lo que los ojos no alcanzan a ver? Di, mi señor, ¿qué dijiste después de eso? – – Lisán asintió, paralizado por la emoción de tener enfrente a una criatura tan hermosa y tan sabia. Ella le hizo una reverencia y dijo: – Que Dios te guarde, mi señor. Sin que Lisán pudiera hacer nada para retenerla -en su recuerdo siempre sentía sus miembros entumecidos, aunque deseaba correr tras ella-, la mujer siguió su camino. Pasó junto a él y se alejó hasta perderse entre la muchedumbre. Cuando él reaccionó, rodeó el templo una y otra vez, buscándola entre todos aquellos rostros indiferentes, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Pero nunca más volvieron a encontrarse. No llegaron a cruzar ni una palabra más, y sólo le quedó el recuerdo de su voz, de aquel contacto breve de su mano, y de aquella mirada… Seguía soñando con sus ojos, dedicándoles torpes casidas que jamás mostraba a nadie. Y, después de tantos años, seguía fascinado por aquel instante de absoluta perfección: la certeza de la presencia de Dios, un sendero tranquilo en medio del tumulto, unos versos y la mirada de unos ojos que le daban sentido a todo. ¿Podría encontrar otra vez un sentimiento comparable? Dicen que el grano que germina antes de ser sembrado nunca llega a madurar. Quizá por eso se había envuelto en una vida oscura, sin apenas relacionarse con sus semejantes. Sin ningún interés más allá de sus libros y de sus sueños irrealizables. Sueños como el que le había llevado a bordo de aquel barco. Ahora recorrían unas buenas cien millas diarias y el tiempo pasaba lento entre guardias, trabajos de manutención y reparación. Unas jornadas tranquilas, apacibles, mientras la carraca navegaba segura a barlovento. El propio cuerpo de Lisán iba cambiando a medida que pasaban los días, sus articulaciones se acostumbraban a la humedad y dejaban de doler. Aprendía a disfrutar de los placeres más sencillos, como un chubasco pasajero que le lavara el salitre de las ropas o le proporcionara un trago de agua dulce y fresca. Y tenía todo el tiempo del mundo para sus recuerdos. Los turcos vivían entregados a su trabajo, sin apenas mezclarse con los andalusíes, pues la mayor parte de ellos no hablaban otra cosa que el osmanlí. Hacían tres guardias diarias para realizar las distintas labores de a bordo. En cada una de ellas debían estar listos para maniobrar con el aparejo en caso de cambios bruscos en dirección e intensidad del viento y debían realizar el lavado de toda la cubierta, para mantenerla con una humedad constante y evitar que se secara y resquebrajara por el sol. Los Sarray disponían de todo el tiempo libre. Jugaban a los dados, discutían o fumaban pipas de hachís, del que parecían haber traído una buena provisión. También dedicaban muchas horas del día al cuidado del acero de sus armas, limpiándolas y engrasándolas para evitar que el salitre del mar las enmoheciera. Ahmed se había ido recuperando poco a poco del malestar que le ocasionaba la inquieta superficie de la nave, pero sabía que nunca se acostumbraría por completo, pues hay hombres cuya naturaleza parece ser contraria al mar. Al menos había aprendido a mantener la comida en su interior, y eso, de momento, era más que suficiente. Lisán intentaba animarlo conversando largas horas con él, tumbados en la cubierta de popa, suspirando por que se levantase algo de brisa. – Se diría que estamos solos en el mundo, ¿no crees? -Ahmed señaló a lo lejos con el brazo extendido-, que el resto de las cosas han desaparecido y que sólo quedamos nosotros a bordo de esta vieja nave… Ciertamente, era extraño descubrir los límites de lo humano que establecía la propia carraca. Cuerda, madera, nudos y seres humanos… y más allá un inmenso azul donde éstos no podrían sobrevivir ni un instante sin la ayuda de aquel artefacto. – Cada vez estamos más lejos de la tierra conocida… -añadió-, y la desolación parece extenderse sin fin frente a nosotros… Se diría que estamos entrando en un universo vacío. – No, hermano -dijo Lisán. En medio de la inmensidad del mar todo cobraba un nuevo sentido-. Tal cosa no es posible. Fíjate en esta nave -dijo mientras miraba hacia la selva de jarcias que sostenían los mástiles y a los turcos que trabajaban en lo alto-, es sin duda una de las máquinas más complejas inventadas jamás por el hombre, un laberinto de cabos, de centenares de juegos de poleas usados para levantar las vergas y enfocar las velas hacia los vientos. Cada pieza tiene su importancia en función de las demás; ninguna está aislada; ninguna trabaja sola; todas son la Ahmed le devolvió la sonrisa y apretó con cariño la mano de su amigo. Siguieron hablando. Algo más tarde, Jamîl se puso en pie, interrumpiéndolos. – ¡Mirad, señores! -gritó. Lisán y Ahmed se volvieron hacia la dirección que señalaba el muchacho y ambos dejaron escapar una exclamación de sorpresa. Un grupo de ballenas se agitaban hacia el sur, delatando su ruta las vistosas bandadas de aves marinas que las seguían para aprovechar cualquier resto de sus cacerías. Una de gran tamaño nadó directa hacia la nave, con su cuerpo dibujado por manchas blancas y negras y unos ojos malévolos que todos pudieron distinguir con claridad. Parecía que su intención era chocar contra la Algunos turcos habían gritado nerviosos desde lo alto de las jarcias, cuando pareció que el monstruo marino iba a cargar contra la nave. Yusuf ibn Sarray rió con los brazos en jarras, rodeado por sus hombres. De repente fue sobresaltado por el violento remolino que había aparecido junto a la nave. Se volvió en aquella dirección, a tiempo para ver cómo la ballena surgía de las profundidades. Dio un salto impresionante, sacando casi todo su cuerpo fuera del agua, y al caer chocó con violencia contra la superficie del mar, produciendo un tremendo ruido. Se sumergió y empezó a nadar alrededor de la carraca. Todos corrieron de una borda a otra para observarla y uno de los turcos le lanzó un palo que la bestia atrapó con los dientes y partió en dos. – ¿Con qué os perfumáis, andalusíes? -gritó Dragut entre carcajadas-. Debe de ser una esencia muy cara, pues hasta los peces salen del agua para oleros. – Me pregunto qué se ponen sus mujeres -dijo otro de los turcos. – Sí -rió Dragut-. No me imagino que puedan oler mejor que ellos. Yusuf ibn Sarray había saltado en busca de su arco. Colocó una flecha en él y lo tensó. Apuntó a la bestia. Disparó. El dardo se clavó en el lomo de la ballena. Ésta no pareció darse cuenta de la herida, pero los Sarray vitorearon entusiasmados a su capitán. Yusuf volvió a tensar el arco y disparó una nueva flecha que también se clavó en la criatura, que se alejó entonces del barco con los dos dardos sobresaliendo de la superficie del agua. – ¡Menudo monstruo! -exclamó Lisán admirado. El mameluco, que estaba junto a él, lo miró y dijo: – Pensé que no creías en los monstruos, Bajo su mostacho asomaba una sonrisa cínica. Lisán recordó su conversación en el alcázar, antes de que Ahmed regresara con los Sarray. No habían vuelto a tocar el tema desde entonces, pero la alusión de Baba era una clara invitación a hablar. – Bueno -dijo Lisán-, de esas cosas quizá tengas mayor conocimiento que yo. – Es posible, – Muy bien. -Lisán se cruzó de brazos y lo miró desafiante-. En ese caso, dime si sabes algo de la tierra a la que nos dirigimos que yo ignore. – Creo que sí. – ¿Me hablarás de ello ahora? Baba se atusó el mostacho y preguntó a su vez: – ¿Me permitirás ver tus cartas de navegación? Lisán estuvo a punto de negarse, pero reconsideró su postura. Había tenido buen cuidado de no traducir las anotaciones que contenían las cartas, así que eran incomprensibles para todos excepto para él, que era el único hombre a bordo capaz de leer los caracteres tirios. Pero Baba le había asegurado que podía leer los símbolos egipcios… Claro que, en ese caso, ¿por qué se preocupaba? Cuando estuvo en la playa, solo con el mameluco y los turcos, bien podrían haberse apoderado de sus documentos sin ninguna dificultad. No tenía sentido que Baba hubiera esperado a estar en alta mar para hacerlo. ¿O sí? Necesitaba tiempo para pensar en todo aquello. – Mañana temprano -le dijo al mameluco-. Ahora hace demasiado calor dentro de la toldilla. – Cuando gustes -dijo antes de dar media vuelta y regresar con sus hombres. |
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