"Rihla" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)13Lisán se encerró en la toldilla y fue desplegando sus cartas navales, que eran calcos sobre buen papel de las planchas plúmbeas. Estudió aquel tesoro que sólo él podía comprender. Leyó: A continuación estaban los datos precisos para guiarse por las estrellas. Y la situación de las tres grandes corrientes que, como ríos que discurriesen por dentro del mar, llevarían cualquier nave hacia la Otra Tierra. Pero ¿para quién dejó Talos esas indicaciones?, se preguntaba Lisán. ¿Para los supervivientes de Thera? Le costaba creerlo. Talos era un extranjero en el imperio Keftiú y no tenía motivos para preocuparse por la vida de aquellos que, al volverle la espalda, provocaran la ira de los dioses, tal y como en el texto se afirmaba que había sucedido. Quizá dejó las planchas plúmbeas para sus compatriotas de Tiro, y por ese motivo estaban escritas en la lengua de esa ciudad y no en la del Imperio del Mar. Si fue así, no fueron encontradas hasta muchos siglos después, cuando la providencia decidió que su antepasado romano diera con ellas para enterrarlas en los cimientos de su nueva casa. El destino sujeto por Allah había permitido que él las obtuviera al final de esta larga cadena y que dispusiera de los medios para traducirlas. Pero había algo maléfico en todo esto. Algo que no podía provenir del Altísimo. Algunos párrafos lo llenaban de terror: El texto contenía numerosos rituales sangrientos semejantes a éste. Se diría que la embarcación debía navegar dejando detrás de sí un reguero de niños degollados. Creencias de los tiempos de la ignorancia, antes de la llegada del Islam. La era Durante horas el Lo que vio al abrirla lo dejó paralizado. Frente a la La nave estaba frente a la Montaña de Tarik, aquellas Columnas de Melqart de los tirios, donde empezaba el Océano Tenebroso. Las olas eran enormes y se estrellaban contra las bordas lanzando chorros de agua. El viento rugía y la carraca se elevaba y descendía bajo el impulso de las olas. Piri impartía órdenes a gritos entre los turcos. Varios Sarray intentaban retener la última ánfora de inyibar y así evitar que el agua fresca que contenía se derramara. Pero el recipiente de barro era sacudido de un lado a otro. Ignacio, ayudado por dos marinos turcos, sujetaba con fuerza la caña del timón, mientras reía como un loco de sus inútiles esfuerzos. Lisán apartó la vista de ellos y contempló a su amigo, Ahmed al-Sagir, que vomitaba, echado sobre la borda. Jamîl estaba junto a él, intentando socorrerlo, pero aparentaba estar tan aterrorizado y mareado como su amo. Se lanzó hacia el furioso torbellino que barría la cubierta y corrió hacia su amigo atravesando aquella bamboleante superficie. Una gran ola se estrelló contra su costado, convirtiéndose en una cortina de espuma que cubrió por completo a Ahmed y al – ¡Hermano! -gritó Lisán-, ¡no puedes quedarte aquí! – Déjame -gimió Ahmed-. No deseo otra cosa que la muerte. Vomitó de nuevo. El – Ayúdame a llevarlo hasta el alcázar. Apoyado en Lisán y en su – ¡Maldito seas, sarraceno! ¡Me has embarcado con un puñado de dueñas de fogón! Ya a resguardo bajo la tablazón del alcázar, Lisán volvió sus ojos hacia el mar. La Montaña de Tarik se levantaba como una nube tempestuosa, suspendida amenazante a menos de un tiro de piedra de la carraca. – Temamos a Allah con el temor que le corresponde -musitó-. Glorificado y altísimo sea… Parecía que iban a estrellarse de un momento a otro contra aquel acantilado. Pero, de repente, se abrió ante ellos un horizonte despejado. Como por milagro, la mole rocosa se había alejado y ahora sólo una leve brisa rizaba la superficie del mar. A babor, la costa de África apareció y desapareció varias veces entre las brumas, como un espejismo, y luego se vieron navegando por mar abierto. Una vez cruzado el estrecho, los turcos pudieron al fin subir a las jarcias y desplegar todo el velamen de la – ¡No tenéis ni idea de dónde os estáis metiendo! -gritó Ignacio. – ¿Qué quieres decir? -le preguntó Lisán. – No hay nada en el rumbo que has indicado. Nada. – Estás equivocado. Lo que vamos a hallar no es algo que sobresalga de las aguas. Se trata de un río dentro del mar. – ¿Una corriente marina? -bufó Ignacio. – Así es. Situada a setecientas millas frente a nosotros. – Entonces ya puedo jurar que vamos a morir todos. – ¿Por qué? -preguntó Piri. – Las corrientes son tan útiles como peligrosas cuando no se conocen bien. Yo navegué con los portugueses hasta Guinea. En varias ocasiones. La distancia que separa Guinea del Guadalquivir son mil setecientas leguas. En la ida los barcos se deslizan suaves, como un escupitajo al viento, y bastan veinte días para recorrerlas. Pero en el regreso se emplean cuatro meses o más. Y se necesita una buena fuerza de vela y vientos muy favorables, que no son frecuentes. ¿Sabéis por qué? – Al regreso teníais que remontar esa misma corriente -dijo Lisán. – Justo. ¿Y sabéis qué significa eso en nuestro caso? El – La tierra de «Irás y no volverás», hacia allí nos llevas. – Mantén la derrota. -Lisán se zafó-. Preocúpate sólo de eso. – ¡Moriremos todos! -gritó, y dio un largo trago de vino. Piri caminó junto al – Ese hombre nos traerá problemas. – No creo, pero… ¿de dónde saca tanto vino? Las botellas que compré en el zoco no pueden durarle tanto. – Sin duda sobornó a alguno de mis hombres para que le trajera una buena provisión. – Si sigue bebiendo de esa forma, pronto perderá la poca capacidad que aún conserva. – Eso me preocupa. Yo me las arreglé perfectamente para pilotar la carraca hasta Granada, pero nunca he navegado más de tres días sin tener la costa a la vista. – Los datos que tengo son muy precisos. No debes preocuparte por nada. Piri lo miró con intensidad. – Pero tú eres el único que conoce nuestro destino, el modo de trazar la derrota para ir hasta él y luego regresar. Baba debe de haberse vuelto loco, pero yo no estoy acostumbrado a depender tanto de alguien. Si te pasara algo, sería el final de todos nosotros. – Recemos a Allah, alabado sea, para que eso no suceda -replicó Lisán-. ¿Puedo confiar en tus hombres? El joven capitán turco asintió. – Todos sabían exactamente a lo que venían -dijo-, y son fieles a Baba hasta la muerte. – Con la voluntad de Allah llegaremos a nuestro destino -dijo Lisán. Regresó al alcázar, junto a Ahmed y su – ¿Cómo sigues, hermano? Su amigo lo miró con ojos vidriosos. Estaba mortalmente pálido. – No muy bien -le dijo con una voz casi inaudible-. No imaginé que esto iba a ser tan duro. Jamîl cambió el paño empapado en vinagre con el que intentaba refrescar la frente de su señor. – ¿Es que nunca te habías embarcado? – Sólo durante el – Este malestar pasará -le aseguró-. Es sólo cuestión de tiempo. Jamîl volvió a cambiar el trapo con vinagre. – ¿Cómo te encuentras tú? -preguntó Lisán al chico. Éste lo miró y dijo: – Bien, mi señor. Estuve malo hace un rato, pero ya pasó. En aquellos ojos había el miedo y la incertidumbre que todos sentían, pero que la expresión del muchacho mostraba de forma clara. – ¿Estás asustado? – Sí, señor. Los turcos dicen que navegamos hacia el borde del mundo y que caeremos por una inmensa catarata sin fin. – Eso no es verdad -dijo el – Sí, señor -afirmó el muchacho-. Sois el hombre más sabio del mundo. Así lo asegura mi amo… – Ya no tienes «amos», hijo -dijo Ahmed con un hilillo de voz-. ¿Cuándo te acostumbrarás a eso? Lisán miró de reojo a su amigo, que forzó una sonrisa en su rostro demacrado. Luego se volvió hacia Jamîl y le dijo: – Ah, ¿sí? Pues en ese caso debes hacerle caso a tu señor y creer lo que te voy a decir. No hay bordes del mundo, ni cataratas. Vivimos sobre una inmensa esfera, navegamos sobre ella y podríamos rodearla y regresar al lugar del que partimos. Esto es algo que los hombres sabios conocen desde hace muchos años. Pero, en ocasiones, la gente lo olvida porque nuestros sentidos nos engañan al contemplar lo cercano. Pero somos como hormigas recorriendo la piel de una gigantesca naranja. ¿Lo entiendes? – Sí, mi señor -dijo Jamîl. Su expresión indicó al – Eso es -sonrió Lisán. Más tarde, al pasar junto al timón comprobó que Ignacio estaba charlando con uno de los Sarray más jóvenes. – Si seguimos hacia el sur… -decía éste con bastante temor-, se dice que el aire se vuelve irrespirable. Ignacio hizo una mueca despectiva y dijo: – Todo eso son patrañas… Yo estuve en el castillo de San Jorge de la Mina del Rey de Portugal. Está debajo de la equinoccial y soy un buen testigo de que no es inhabitable. Justamente en esas aguas pude ver nadar a algunas sirenas… – ¡Sirenas! -exclamó Hubal, que así se llamaba el andalusí. – Así es, hijo. No son tan parecidas a las mujeres como las pintan en los grabados, pero no están del todo mal. La nave siguió su curso. Al tercer día llegaron los vientos deseados y pudieron, al fin, navegar a todo trapo hacia el suroeste. |
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