"La Biblia De Barro" - читать интересную книгу автора (Navarro Julia)9Un sacerdote de cabello castaño, alto, delgado, nervioso, recorría la basílica de San Pedro sin encontrar un lugar donde arrodillarse a rezar con cierta intimidad y recogimiento. La basílica se le antojaba extraña, un monumento al poder y a la soberbia de los hombres en vez de ser la Casa de Dios. Había pasado dos veces delante de la En realidad llevaba varios días en que no importaba cuánto tiempo rezara, ni cuánta fuera su desesperación: Dios no estaba y le había dejado a solas con su conciencia vagando de un lugar a otro. Salió de nuevo a la plaza de San Pedro y ni siquiera el sol de septiembre parecía capaz de calentar su alma. Había fracasado en su búsqueda de Tannenberg. No había llegado a tiempo para hablar con aquella mujer que primero se perdió en un taxi en el tráfico infernal de Roma y luego, cuando él llego al aeropuerto, ya había embarcado rumbo a Ammán. Estuvo tentado de sacar un billete para el siguiente avión que saliera con destino a la capital jordana, pero una vez allí ¿sería capaz de encontrarla? Se estaba volviendo loco, loco por la inactividad. No paraba de ir de un lugar a otro, pero sin hacer realmente nada. Su padre le había llamado aquella mañana, pero había pedido que dijeran que no estaba. No se sentía capaz de hablar con nadie y menos con él. – Gian Maria… El joven se volvió sobresaltado. La voz rotunda del padre Francesco le había asustado. – Padre… – Te vengo observando desde hace un rato; andas como alma en pena, ¿qué sucede? El padre Francesco llevaba más de treinta años confesando en el Vaticano. Había escuchado y perdonado todas las miserias que los hombres acudían a descargar entre aquellos muros en busca del perdón. Sentía aprecio por el joven sacerdote que hacía unos meses había comenzado a ejercer como confesor en la basílica. Gian Maria derrochaba ilusión y bondad a partes iguales, y le resultaba reconfortante la fe firme del joven. Al padre Francesco le había preocupado no haberle visto en los últimos días; y cuando indagó le explicaron que el joven no se encontraba bien; al verle ahora, se dio cuenta de que probablemente el mal que padecía estaba en algún lugar del alma. – Padre Francesco, yo… yo no se lo puedo decir. – ¿Por qué? Acaso pueda ayudarte. – No puedo romper el secreto de confesión. El anciano sacerdote se quedó en silencio. Luego, agarrándole del brazo y sorteando a los turistas, salieron de San Pedro. – Te invito a un café. Gian Maria quiso resistirse, pero el padre Francesco no le dio opción. – El secreto de confesión es sagrado, de manera que por nada del mundo te pediría que lo rompieras, pero acaso pueda ayudarte a encontrar una salida al muchísimo sufrimiento que veo reflejado en tu cara. Entraron en un café fuera del Vaticano donde a esa hora no había demasiada gente. El padre Francesco guió hábilmente la conversación por terrenos en los que, sin que Gian Maria quebrantara su secreto, él pudiera hacerse cargo del alcance de la tragedia que sé cernía sobre el joven sacerdote. Después de hablar durante casi una hora, Gian Maria le hizo una pregunta directa. – Padre Francesco, si usted supiera que alguien va a hacer algo terrible, ¿intentaría evitarlo? – Desde luego. Los sacerdotes también tenemos la obligación de evitar el mal. – Pero hacerlo me puede alejar de aquí y aun así no sé si lo conseguiré… – Pero debes hacerlo. – No sé por dónde empezar… – Eres inteligente, Gian Maria, sabes que debes de adoptar una decisión y, una vez que lo hayas hecho, tener muy claro cómo vas a enfrentarte a ese mal que quieres evitar. – ¿Cree que mi superior me permitirá irme? Ni siquiera sé cuánto tiempo podría tardar en regresar… – Hablaré con el padre Pio. Es un viejo amigo, estudiamos juntos en el seminario. Le pediré que te dé una dispensa para que puedas marcharte. – Gracias, padre. ¿De verdad lo hará? Hablando con usted, todo parece más fácil. – No, seguramente lo que te atormenta no es fácil de abordar, pero al menos puedes intentarlo. Primero debes tranquilizarte, luego pensar… Media hora más tarde el padre Francesco había vuelto a su confesionario en el Vaticano y Gian Maria paseaba buscando soluciones. El congreso de arqueólogos había terminado, y era poca a información que había conseguido sobre esa mujer. Nadie parecía saber nada de ella, una desconocida, le dijeron, no es nadie, le insistieron otros. Estaba allí por su marido, un tal Ahmed Huseini. De repente se dio cuenta de que podría encontrarla. Había estado tan ofuscado pensando en ella que no había sido capaz de ver que siempre había sabido dónde estaba. Se sintió inmensamente estúpido y a la vez feliz. Sí, a pesar de todo feliz. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se apoyó en una de las gigantescas columnas de la plaza de San Pedro. Sabía que debía tomar una decisión, que no podía flaquear ni mucho menos volverse atrás. El marido, le habían dicho, era el jefe del departamento de Excavaciones de Irak. Por tanto, para encontrarla a ella debería ir a Bagdad. El viaje se le antojó como una penitencia. Pero tenía que hacerlo, estaba obligado a ello. Fue andando hasta una agencia de viajes cercana al Vaticano y allí, tímidamente, solicitó un billete de avión para Bagdad. No, no había billetes para Bagdad; ir a Irak no era fácil. Además, ¿para qué quería ir a Bagdad? No supo qué responder, e improvisó una mentira sobre la marcha: tenía amigos que trabajaban en una ONG y les iba a echar una mano. Los de la agencia le miraron con menos suspicacia y le prometieron que verían qué se podía hacer. Dos horas más tarde salió de la agencia con un billete de avión a Ammán. Viajaría hasta la capital jordana, dormiría allí y luego enlazaría con Bagdad y, una vez allí…, que Dios le ayudara. Se dirigió a su casa y entró con sigilo. No quería hablar con nadie ni dar explicaciones. Esperaría a que el padre Francesco hablara con su superior el padre Pio. En cuanto a su familia, su hermana se inquietaría, estaba seguro, pero no quería despedirse de ella porque le forzaría a hablar y no podía. En ello le iba todo aquello en que creía. De manera que se encerró en su cuarto y, cuando le avisaron para cenar, se excusó diciendo que no tenía hambre y estaba cansado. No insistieron. En la quietud del cuarto redactó una carta para los suyos explicando que se tomaba unas breves vacaciones porque necesitaba descansar y pensar. Les daría un buen disgusto, pero no podía hacer otra cosa. Ya llamaría para decir que se encontraba bien. Le despertó la luz del amanecer. No había corrido las cortinas. Cuando abrió los ojos recordó lo que tenía pensado hacer y empezó a llorar en silencio. El día anterior parecía todo tan fácil… Pero a la luz del nuevo día se vio asaltado por un sinfín de dudas. Miró al cielo a través de la ventana y por primera vez se preguntó dónde estaba Dios. Anochecía cuando el helicóptero aterrizó en una base aérea próxima a Bagdad. – ¿Está cansado o quiere que cenemos juntos? -preguntó Ahmed. – Estoy cansado, pero no tengo inconveniente en que cenemos juntos. ¿Me enseñará esta noche las tablillas? – Creo que es mejor que venga mañana a mi despacho: Allí podrá examinarlas todo el tiempo que quiera. – De acuerdo, iré mañana a su despacho. ¿Dónde cenamos? – Si le parece, le recogeré dentro de una hora. A pesar del bloqueo, aún queda algún restaurante donde se puede comer en Bagdad. Clara no fue al despacho de su marido. Su intuición le decía que entre Ahmed y Picot se había establecido una corriente de simpatía y reconocimiento y que ella podía ser un factor distorsionador. De manera que decidió pasar la mañana de compras con Fátima por las callejuelas del bazar. Las dos mujeres iban protegidas por cuatro hombres armados que no las perdían de vista. Fátima regañaba a Clara por su tozudez al negarse a tener hijos. – Tu marido te dejará con el tiempo, o traerá otra mujer a la casa para que le dé hijos. – El mundo ha cambiado, Fátima, los hombres quieren otras cosas, no sólo hijos, y yo estoy muy cerca de tocar un sueño con las manos. Ahora no puedo quedarme embarazada, no podría excavar. – Llevas años diciéndome lo mismo, nunca encuentras el momento oportuno para ser madre. Hija, los hombres son hombres, no los creas diferentes porque unos han estudiado y otros no, o porque viven en otros países con otras costumbres. La sangre pide sangre, ya sea para dar vida o para la venganza y la muerte, pero la llamada de la sangre todos la sentimos aquí. Fátima se señaló el vientre ante la mirada divertida de Clara. – Sí, hija, ya sé que piensas que soy una vieja y que no sé nada de otros mundos, de esos sitios por donde has estado, pero no los creas diferentes. Además, tu marido es iraquí. – Ahmed es distinto, él no se ha educado aquí. – Pero es iraquí y tú también lo eres. No importa de dónde vengan tu abuelo y tu padre. Tú has nacido aquí, aunque tu abuela y tu madre sean egipcias. Cerca del mediodía Clara se dirigió al Ministerio de Cultura mientras Fátima, cargada de bolsas con la compra, regresaba a la Casa Amarilla. Ahmed y Picot estaban a punto de marcharse cuando Clara llegó al despacho de su marido. – ¡Vaya, os ibais sin esperarme! – No, te íbamos a llamar para que fueras directamente al restaurante -le aclaró Ahmed. Clara no se atrevía a preguntar al profesor Picot qué había decidido. Era incapaz de adivinar la decisión del francés a partir de la conversación entre ambos hombres, de manera que esperó pacientemente a que les empezaran a servir en el restaurante: – Éste es el mejor humus de Oriente -declaró Ahmed dirigiéndose a Picot. – Sí, sí está bueno -asintió éste. Los dos hombres siguieron hablando de las bondades del humus, sin referirse en ningún momento ni a las tablillas ni a la decisión de Picot. – ¿Qué le han parecido las tablillas, profesor? La pregunta de Clara, directa y sin preámbulos, no le pilló desprevenido; en realidad, la estaba esperando. – Extraordinarias. Quizá no sea descabellado establecer una relación entre el Abraham de la Biblia y ese escriba llamado Shamas. Sería un descubrimiento con un importante alcance científico y religioso. Realmente merece la pena arriesgarse. – Entonces, ¿vendrá usted?… -preguntó tímidamente Clara. – Digamos que encuentro argumentos de peso para hacerlo. Ya le he dicho a su marido que le daré una respuesta como mucho en una semana. Mañana me voy, pero no tardaré en llamarles. Esta tarde haremos fotos de las tablillas. Quiero llevármelas para estudiarlas con detenimiento. Siento irme sin conocer a su abuelo. – Está enfermo, no se encuentra en condiciones de recibir a nadie. O está en el hospital o, en casa, acostado. Lo siento, porque a él también le hubiera gustado conocerle. – Sería interesante que me contara cómo y en qué circunstancias encontró las primeras tablillas. – Ya se lo hemos contado nosotros -respondió con prudencia Clara. – Sí, pero no es lo mismo. Perdone que insista, pero si en algún momento mejora, me gustaría verle. – Se lo diremos -respondió Ahmed-; a él y a sus médicos, que son los que deciden. Yves Picot sentía curiosidad por conocer al abuelo de Clara. Tenía la impresión de que le daban excusas para que no se produjera el encuentro con el anciano, circunstancia que aumentaba aún más su curiosidad. Si decidía regresar insistiría; de momento, tenía que aceptar las explicaciones que le daban. Ahmed envolvió cuidadosamente las tablillas. Sabía que Tannenberg se las reclamaría en cuanto regresara a la Casa Amarilla. El anciano no se separaba de ellas, hasta había mandado instalar en su dormitorio una caja fuerte para guardarlas. Sólo Fátima entraba en el cuarto de Tannenberg, que sólo se fiaba de ella. Años atrás, un criado que acababa de entrar a trabajar en la Casa Amarilla recibió una paliza por haberse introducido en la habitación de Tannenberg. El hombre no tenía nada que confesar, así que a pesar de los golpes recibidos nada pudo decir, pero fue despedido sin contemplaciones. Las tablillas eran para Tannenberg una especie de talismán. Las había convertido en una obsesión, y esa obsesión la había heredado Clara. Una vez envueltas las tablillas, las depositó en una caja metálica acondicionada para su transporte. – ¿Por qué no habrá querido Picot cenar con nosotros esta noche? -preguntó Clara más para sí misma que a su marido. – Mañana se marcha a primera hora. Estará cansado. – ¿Crees que volverá? – No lo sé; si yo fuera él, no lo haría. En el rostro de Clara afloró una mueca de espanto. Parecía como si la hubieran golpeado. – Pero ¿qué dices? ¿Cómo puedes decir eso? – Es la verdad. ¿Crees que merece la pena venir a un país sitiado a buscar tablillas? – No se trata de buscar tablillas, se trata de encontrar el Génesis según Abraham. Es como si alguien le hubiera dicho a Schliemann que no merecía la pena buscar Troya o a Evans que renunciara a encontrar Cnossos. ¿Qué te pasa, Ahmed? – ¿No lo ves, Clara? ¿No ves lo que le está pasando a este país? No ves el hambre de los otros porque tú no lo sufres. No ves la angustia de las madres que saben desahuciados a sus hijos o maridos por falta de medicinas, porque a tu abuelo no le faltan. En la Casa Amarilla el tiempo no existe. – ¿Qué te pasa conmigo, Ahmed? ¿Qué me reprochas? Empezaste a comportarte así en Roma, y desde que hemos regresado te noto cada día más a disgusto e incómodo conmigo. ¿Por qué? Se miraron midiéndose el uno al otro, evaluando el desencuentro acaso irreversible que se había producido entre ellos, sin saber en qué momento ni por qué. – Ya hablaremos. Éste no me parece el mejor momento. – Sí, tienes razón, vámonos. Salieron del despacho. En el antedespacho aguardaban cuatro hombres armados, los mismos que acompañaban a Clara dondequiera que fuera. Cuando llegaron a la Casa Amarilla cada uno buscó un lugar donde poder estar lejos del otro. Clara se fue a la cocina en busca de Fátima. Ahmed se encerró en su despacho. Colocó en la cadena de música la Abrió los ojos y se encontró a Alfred Tannenberg mirándole fijamente. La mirada del anciano era despiadada y brutal. – Dime, Alfred. – ¿Qué pasa? – ¿Qué pasa? ¿A qué te refieres? – ¿Dónde está la caja con las tablillas? – ¡Ah, la caja! Perdona que no te la haya llevado inmediatamente. Me he venido directo a mi despacho, me duele la cabeza y estoy cansado. – ¿Problemas en el Ministerio? – Es el país quien tiene problemas, Alfred. Lo que ahora suceda en el Ministerio de Cultura es irrelevante. Pero no, no tengo problemas; en realidad, no tengo trabajo. No hay nada que hacer por mucho que mantengamos la pantomima de que vivimos en la normalidad. – ¿Vas a empezar ahora a criticar a Sadam? – Daría lo mismo si lo hiciera, salvo que alguien me denuncie y termine en alguna cárcel. – No nos conviene que maten a Sadam. A nuestro negocio le viene bien que las cosas continúen como están. – Eso es imposible, Alfred, ni siquiera tú vas a poder cambiar el curso de la historia. Estados Unidos va a invadir Irak y se quedará con el país; a los estadounidenses les pasa lo que a ti: les viene bien para sus negocios. – No, no lo harán, Bush es un bravucón que gasta su energía en amenazas. Pudieron acabar con Sadam durante la guerra del Golfo y no lo hicieron. – O no pudieron o no quisieron. Pero da igual lo que hicieran entonces; ahora atacarán. – Te he dicho que eso no sucederá -afirmó con ira Tannenberg. – Sí, sí sucederá. Y nos arrasarán. Nosotros combatiremos; primero contra ellos, luego entre nosotros, suníes contra shiíes, shiíes contra kurdos, kurdos contra cualquier otra facción, da lo mismo. Estamos sentenciados. – ¡Pero cómo te atreves a decir estos disparates! -gritó Tannenberg-. ¡Ahora resulta que tienes el don de la profecía y nos condenas a todos! – Tú lo sabes mejor que yo. Si no lo supieras, no estarías forzando la excavación en Safran. No estarías cometiendo los errores que sabes que cometes, no te habrías puesto al descubierto como lo has hecho. Siempre he admirado tu inteligencia y tu sangre fría; no me decepciones diciendo que no va a pasar nada, que esto es una crisis política más. – ¡Cállate! – No, es mejor que hablemos, que digamos en voz alta lo que no nos atrevemos ni a pensar, porque sólo así podremos evitar cometer más errores de los necesarios. Necesitamos ser francos el uno con el otro. – ¿Cómo te atreves a hablarme así? Tú no eres nadie, eres lo que yo he querido que seas. – Sí, en parte tienes razón. Soy lo que tú has querido que sea, no lo que quiero ser yo. Pero estamos en el mismo barco. Te aseguro que no me gusta navegar contigo en esta travesía, pero ya que no tengo otro remedio, intento evitar el naufragio. – Di lo que tengas que decir. Puede que sea lo último que digas en esta casa. – Quiero saber qué has planeado. Tú siempre tienes una vía de escape. Y no entiendo qué pretendes. Aun en el caso de que Picot venga a excavar, contaremos como mucho con seis meses, y en ese tiempo es imposible obtener resultados. Lo sabes como yo. – Estoy protegiendo a Clara, le estoy salvando la vida y le estoy dando un lugar en el futuro. Hago bien en hacerlo, porque veo que tú no eres el hombre que la puede proteger. – Clara no necesita que nadie la proteja. Tu nieta vale más de lo que tú estás dispuesto a reconocer. No me necesita, ni a mí ni a nadie; lo único que necesita es liberarse de ti, de mí, de todos nosotros, salir de este agujero. – Te estás volviendo loco -la voz de Tannenberg volvía a ser dura como el hielo. – No, estoy más cuerdo que nunca. Imagino que estás forzando las cosas porque sabes igual que yo que a Irak le quedan pocos meses de ser un país, un país como lo hemos conocido, y el futuro será, usaré un adjetivo benevolente, cuanto menos incierto. Por eso te estás preparando para regresar a El Cairo. No te vas a quedar aquí cuando empiecen a bombardear, cuando los americanos «pasen lista» a los amigos de Sadam. Pero mientras, has organizado una buena haciendo público que puede haber una – Es la herencia de Clara. Si encuentra la – ¿Y qué papel te has reservado tú? – Yo me estoy muriendo. Lo sabes bien. Tengo un tumor que está devorándome el hígado. Ya no tengo nada que ganar ni que perder. Moriré en El Cairo, puede que dentro de seis meses, quizá menos. Exigí a los médicos que me dijeran la verdad; pues bien, la verdad es que me muero. Tampoco es una gran novedad puesto que voy a cumplir ochenta y siete años. Pero no me moriré sin encontrar la – ¿Y si no existen? – Están ahí, lo sé. – Pueden estar hechas añicos. Entonces, ¿qué harás? Tannenberg se quedó en silencio sin ocultar el odio inmenso que empezaba a sentir contra Ahmed. – Te diré lo que voy a hacer: voy a comenzar a proteger a Clara. No me fío de ti. El anciano dio media vuelta y salió de la estancia. Ahmed se pasó la mano por la frente. Estaba sudando. La discusión con el abuelo de Clara le había dejado exhausto. Se sirvió otro whisky y se lo bebió de un trago. Escanció otro, pero éste decidió tomarlo poco a poco, pensando. |
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