"La Biblia De Barro" - читать интересную книгу автора (Navarro Julia)

8

Ili abrazó a Shamas. El niño se iba con su clan y sentía una punzada de pesar al tiempo que alivio. El crío era imposible de disciplinar. Inteligente, sí, pero incapaz de concentrarse en nada que no le interesara. Seguramente no volvería a verle, aunque no era la primera vez que el clan de Téraj marchaba hacia el norte en busca de pastos y con carga para comerciar.

Había oído decir a algunos hombres que a lo mejor en esa ocasión cruzarían hasta la orilla del Tigris para llegar hasta Asur y de allí a Jaran.

Fueran por donde fuesen, el caso es que tardaría mucho tiempo en volver a verles, si es que regresaban todos.

– Recordaré cuanto me has enseñado -prometía Shamas.

Ili no le creyó. Sabía que mucho de cuanto le había enseñado se había perdido en el aire, porque en muchas de las clases Shamas ni siquiera le escuchaba. De manera que le dio una palmada en la espalda y le entregó unos cuantos cálamos de caña y hueso. Era un regalo para un alumno al que nunca olvidaría por los muchos ratos agridulces que le había hecho pasar.

Estaba amaneciendo y el clan de Téraj estaba preparado para iniciar el largo camino hasta la tierra de Canaán.

Más de cincuenta personas se pusieron en marcha junto a sus enseres y animales.

Shamas buscó a Abrán, que iba en cabeza junto a Yadin, su padre, y otros hombres del clan. El niño no consiguió que ninguno le prestara atención. Los hombres aún no se habían puesto de acuerdo sobre la ruta y Téraj, cansado, acabo la discusión indicando que no se separarían del Éufrates, que se acercarían a Babilonia, pasarían por Mari, y de allí a Jaran antes de continuar hasta Canaán.

El niño comprendió que debía dejar pasar algunos días antes de pedir a Abrán que iniciara el relato de la Creación. Primero tendrían que acostumbrarse a la rutina de la marcha, por más que ésta había sido repetida en otras ocasiones. Pero los primeros días siempre surgían fricciones hasta que unos y otros se acomodaban a caminar al paso de ovejas y cabras, y a vivir con el cielo como techo.

Una tarde, mientras las mujeres cogían agua del Éufrates y los hombres contaban el rebaño, Shamas vio a Abrán alejarse por un sendero cercano al río y le siguió.

Abrán caminó un buen trecho, luego se sentó en una piedra alargada y plana junto al río al que distraídamente tiraba los guijarros que encontraba a su alcance en la orilla.

Shamas se dio cuenta de que Abrán meditaba, de manera que no se hizo presente para no importunarle. Esperaría a que regresara al campamento para hablar con él.

Al cabo de un rato escuchó que Abrán le llamaba.

– Ven, siéntate aquí -le dijo al niño indicándole una piedra cercana.

– ¿Sabías dónde estaba?

– Sí, me seguiste desde el campamento, pero sabía que no me importunarías hasta que terminara de pensar.

– ¿Has hablado con Él?

– No, hoy no ha querido hablar conmigo. Le he buscado, pero no he sentido su presencia.

– A lo mejor porque estaba yo cerca -respondió el niño compungido.

– A lo mejor. Pero quizá no tenía nada que decirme.

Shamas se tranquilizó con esta respuesta; encontró natural que Dios no hablara por hablar.

– He traído cálamos, Ili me los regaló.

– ¿Al final os reconciliasteis?

– Procuré ser mejor alumno, pero sé que no cumplí mis deberes como todos esperaban. No es que no quiera saber, claro que quiero, pero…

– ¿Prefieres acompañar al clan?

– ¿Siempre?

– Sí, siempre.

– ¿Puedo aprender todo lo que sabe Ili yendo de un lugar a otro?

– Hay otros lugares donde te pueden enseñar. Ahora ya has dejado a Ili atrás, piensa en otras cosas.

– Sí, por eso te he seguido, quería pedirte que me empezaras a contar como Él hizo el mundo y por qué.

– Lo haré.

– Pero ¿cuándo?

– Podemos empezar mañana.

– ¿Y por qué no ahora?

– Porque está oscureciendo y tu madre estará preocupada sin saber dónde estás.

– Tienes razón, pero mañana, ¿en qué momento?

– Yo te lo diré. Vamos, no nos retrasemos más.

Pero no empezaron al día siguiente, ni al otro, tampoco al otro. Las largas caminatas, el cuidado del ganado, algún que otro incidente con aldeanos de los lugares en donde acampaban, impedían a Abrán encontrar la calma necesaria para explicarle a Shamas por qué Él creó el mundo. Pero el niño no renunciaba a preguntar a Abrán por ese Dios más poderoso que Enlil, Ninurta e incluso que Marduk, de manera que durante el largo camino hacia Jaran, Shamas escuchó contar a Abrán que no había más Dios que Él, que los otros eran sólo de barro.

– Entonces, ¿Marduk no luchó contra Tiamat?

– Tiamat la diosa del caos… -respondía sonriente Abrán-. ¿Tú crees que hay un dios encargado del caos, otro del agua, otro de los cereales, otro de las ovejas, otro de las cabras?

– Eso me enseñó Ili. Verás, Marduk luchó contra Tiamat, y la dividió en dos pedazos, con uno hizo el Cielo, con el otro la Tierra. Y de sus ojos brotaron el Tigris y el Éufrates, y con la sangre del marido de la diosa, el dios Kingu, modeló al hombre. Marduk se lo dijo a Ea: «Voy a amasar sangre y formar huesos. Voy a crear un salvaje, cuyo nombre será "hombre". Voy a crear al ser humano, el hombre, que se encargue del culto de los dioses para que puedan estar a gusto».

Shamas repitió las palabras escuchadas tantas veces a Ili, que instaba a sus alumnos a aprender el Enuma Elish, el poema de la creación del hombre.

Vaya, al parecer si aprendiste algo de lo que te enseñó Ili.

– Sí, pero dime la verdad, ¿Marduk existe?

– No, no existe.

– ¿Sólo existe tu Dios?

– Sólo existe Dios.

– Entonces, ¿todos los hombres están equivocados menos tú?

– Los hombres intentan explicarse lo que pasa y miran al cielo pensando que allí hay un dios para cada cosa. Si miraran dentro de su corazón, hallarían la respuesta.

– ¿Sabes?, yo procuro mirar en mi corazón como tú me dices, pero no encuentro nada.

– Sí, sí que encuentras, has encontrado el camino para llegar a Dios, puesto que preguntas por Él y quieres encontrarle.

– ¿Es verdad que destruiste el taller donde Téraj modelaba figuras de dioses?

– No lo destruí, sólo quise demostrar que eran barro, y que dentro de ese barro no había nada. Mi padre hacía los dioses. ¿Es acaso Téraj un dios?

El niño rió con ganas. No, realmente Téraj no era un dios. El anciano padre de Abrán, de barba poblada, no parecía un dios. Gritaba enfadado cuando los niños no le permitían descansar en las horas en que el sol abrasaba y ordeñaba las cabras al amanecer. Los dioses no ordeñan cabras, se decía Shamas.

Según se acercaban al norte, el tiempo cambiaba imperceptiblemente. Una tarde el cielo se coloreó de gris y luego descargó millones de gotas de agua sobre el campamento de Téraj.

Guarnecidos en las tiendas, los hombres hablaban mientras las mujeres preparaban el alimento del fin de la jornada y los niños jugaban a escaparse de la seguridad de las tiendas de piel. Un anciano anunció que estaban cerca de los pastos de Jaran, y Téraj asintió diciendo que allí descansarían un tiempo, puesto que en esa tierra tenían parientes, y él mismo provenía de allí.

Shamas se alegró. Tenía ganas de asentarse en algún lugar. Decididamente, aquel ir de un lugar a otro no le terminaba de gustar. Incluso echaba de menos la casa de las tablillas donde Ili le enseñaba. Salvo sus conversaciones con Abrán, en el clan nadie parecía especialmente interesado por hablar de nada que no fuera la salud del ganado y las incidencias de la jornada.

Esa noche bajo el manto de lluvia, mientras Téraj explicaba que se quedarían en Jaran, Shamas preguntó a su padre si podría encontrar otra casa de las tablillas donde continuar su aprendizaje.

Yadin se sorprendió al escuchar a su hijo semejante petición.

– Creía que ir a la escuela era para ti un castigo.

– Estaba equivocado, padre, prefiero aprender que andar.

– Así vivimos nosotros, Shamas. No desprecies lo que somos.

– No, padre, no lo desprecio. Me gusta dormir mirando a las estrellas y jugar desde el amanecer. He dado nombre a todas nuestras cabras y ovejas, y aprendido a ordeñar. Pero echo de menos saber.

El padre de Shamas se quedó pensativo. Sabía de la inteligencia de su hijo, y este viaje al norte le había cambiado a ojos vista: de repente añoraba el conocimiento.

Hablaría con Téraj y con Abrán para decidir la suerte del niño.

El clan se asentó fuera de las murallas de Jaran. Téraj volvería a modelar arcilla con la ayuda de sus hijos Abrán y Najor. Sus manos eran capaces de dar forma a un dios, pero también modelaba ladrillos y elaboradas vasijas. No les faltaría, pues, con qué ganarse el sustento, además de poseer los rebaños de ovejas y cabras y un buen número de burros para la carga.

Yadin le pidió a Téraj que buscara el medio de que Shamas pudiera reanudar su aprendizaje.

Una tarde, a la caída del sol, Abrán buscó a Shamas. Le encontró jugando con otros niños, pero en el rostro del pequeño había una nube de tristeza.

– Shamas -le llamó Abrán.

El niño acudió presuroso.

– He pensado que quizá, ahora que hemos llegado, podría contarte la historia del mundo. Podemos cocer la arcilla para hacer las tablillas y, ya que conservas los cálamos, podrías escribir por qué nos hizo Dios. ¿Sabes?, de todo lo que alcanza la vista a ver sólo permanecerá lo que quede escrito.

– ¿Te lo ha dicho Él?

– Lo he sentido dentro de mí. Los hijos de nuestros hijos pueden llegar a dar por ciertas las historias de los dioses porque otros hombres las han dejado escritas para siempre en la arcilla cocida. De manera que para que le conozcan a Él y sepan lo que hizo, nosotros, Shamas, lo contaremos.

– ¿Nosotros?

– Sí, yo te lo contaré y tú lo escribirás; tú mismo lo propusiste antes de que dejáramos Ur.

– Lo haremos -respondió el niño entusiasmado, consciente de su nueva responsabilidad-. ¿Cuándo empezamos?

– Mañana tendrás preparadas unas tablillas para cuando esté a punto de declinar el sol. Entonces nos encontraremos en las palmeras cercanas a nuestras tiendas y allí comenzaré a contarte la historia del mundo.

Shamas corrió hacia su tienda, preocupado. Hacía mucho tiempo que no deslizaba el cálamo sobre la arcilla, ¿se le habría olvidado? Así que pidió a sus padres que le permitieran preparar unas tablillas sobre las que practicar. No quería decepcionar a Abrán, pero sobre todo no quería decepcionarse a sí mismo.

Cuando las tuvo preparadas escribió, como le había enseñado Ili, su nombre en la parte superior: Shamas.

«Voy a escribir la historia del mundo. Abrán me la contará. Así los hombres sabrán por qué Él les creó.»

Shamas observó la tablilla y no se sintió satisfecho del resultado. Había perdido soltura con el cálamo y los signos aparecían torcidos. Decidió seguir practicando hasta que lo escrito le resultara aceptable.

«Marduk es sólo una figura de barro. Los dioses de barro son sólo barro. El Dios de Abrán no se ve, por eso es Dios. No se puede modelar, ni se puede romper.»

El niño volvió a mirar la tablilla con ojo crítico. Su padre echó un vistazo por encima de su hombro.

– Shamas, ¿qué estás escribiendo?

– Sólo practico, padre.

– No te preocupes tanto -dijo Yadin con cariño.

– No puedo escribir la historia del mundo con estos signos torcidos que no entiendo ni yo -se quejó el niño.

– Sé paciente, lo lograrás.

«Sólo hay un Dios que reina sobre el cielo y la Tierra y no comparte su poder con nadie más», continuó escribiendo Shamas, y así hasta que la luz del sol terminó de desaparecer en el horizonte, y no pudo hacer otra cosa excepto dormir.

Por la mañana, apenas amaneció, Shamas estaba pidiendo a su padre que le preparara nuevas tablillas sobre las que continuar perfeccionando la escritura. Quería que Abrán no se avergonzara de él cuando leyera lo que le contaría.

Yadin ayudó al niño a preparar varias tablillas antes de ir a cuidar el ganado. Luego iría a la ciudad a hablar con los sacerdotes para que se encargaran de completar la formación de Shamas. Téraj se había comprometido a acompañarle, puesto que era un hombre conocido en la ciudad.

«Para hablar con Dios tenemos que buscar en nuestro corazón. Abrán dice que Él no habla con palabras, pero que hace sentir a los hombres lo que quiere que hagan. Yo busco dentro de mí pero aún no soy digno de escucharle. Creo que de entre nosotros sólo ha elegido a Abrán.»

Y así Shamas continuó escribiendo durante todo el día, hasta que el sol empezó a bajar por el horizonte y, presuroso, se dirigió al palmeral donde ya le esperaba Abrán.

Shamas le mostró a Abrán las tablillas y éste no hizo ningún gesto ni de asentimiento ni de reproche.

– Te has esforzado y eso es suficiente, Shamas.

– Procuraré hacerlo mejor.

– Lo sé.

El niño se sentó apoyando la espalda en una palmera con la tablilla sobre las piernas y el cálamo en la mano izquierda, puesto que era zurdo.

Abrán comenzó a hablar, y sus palabras parecían dictadas desde la espesura del cielo:

«Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo y un viento aleteaba por encima de las aguas. Y dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien y apartó Dios la luz de la oscuridad, y llamó Dios a la luz día y a la oscuridad noche. Y atardeció y amaneció: día primero.

»Dijo Dios: «Haya un firmamento por en medio de las aguas, que las aparte unas de otras»; y apartó las aguas de por debajo del firmamento. Y así fue y llamó Dios al firmamento cielo. Y atardeció y amaneció: día segundo.

»Dijo Dios: «Acumúlense las aguas por debajo del firmamento en un solo conjunto y déjese ver lo seco», y así fue. Y llamó Dios a lo seco tierra, y al conjunto de las aguas lo llamó mar, y vio Dios que estaba bien.

»Dijo Dios: «Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas según sus especies y árboles que den fruto con la semilla dentro según sus especies», y vio Dios que estaba bien. Y atardeció y amaneció: día tercero.

»Dijo Dios: «Haya luceros en el firmamento celeste para apartar el día de la noche y sirvan de señales para solemnidades, días y años y sirvan de luceros en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra». Y así fue. Hizo Dios los dos luceros mayores, el lucero grande para regir el día y el lucero pequeño para regir la noche y las estrellas; y los puso Dios en el firmamento celeste para alumbrar la tierra y para regir el día y la noche y para apartar la luz de la oscuridad; y vio Dios que estaba bien. Y atardeció y amaneció: día cuarto.

»Dijo Dios: «Bullan las aguas de animales vivientes y aves revoloteen sobre la tierra frente al firmamento celeste». Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todo animal viviente que repta y que hacen bullir las aguas según sus especies y todas las aves aladas según sus especies; y vio Dios que estaba bien y los bendijo diciendo: «Sed fecundos y multiplicaos, y henchid las aguas de los mares y las aves crezcan en la tierra». Y atardeció y amaneció: día quinto.

»Dijo Dios: «Produzca la tierra animales vivientes según su especie: bestias, reptiles y alimañas terrestres según su especie». Y así fue. Hizo Dios las alimañas terrestres según su especie y las bestias según su especie y los reptiles del suelo según su especie; y vio Dios que estaba bien.

»Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves del cielo y en las bestias y en todas las alimañas terrestres y en todos los reptiles que reptan por la tierra».

»Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó macho y hembra lo creó. Y los bendijo Dios con estas palabras: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla, mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta sobre la tierra».

»Dijo Dios: «Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la faz de toda la tierra. Así como todo árbol que lleva fruto de semilla; os servirá de alimento. Y a todo animal terrestre y a toda ave del cielo y a todos los reptiles de la tierra, a todo ser animado de vida les doy la hierba verde como alimento». Y así fue. Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy bien. Y atardeció y amaneció: día sexto.

»Concluyéronse, pues, el cielo y la tierra y todo su aparato y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho.

»Ésos fueron los orígenes del cielo y de la tierra, cuando fueron creados.» [7]

Abrán guardó silencio mientras Shamas acababa de escribir lo que le había contado. El niño no había levantado los ojos de la tablilla y Abrán se había dado cuenta del esfuerzo por colocar cada línea en columnas verticales sin cometer ningún fallo.

Shamas tendió las tablillas a Abrán. Había algunos signos difíciles de entender, pero en general el niño había superado con éxito la redacción sobre el origen del mundo.

– Se entiende bastante bien. Ahora guarda estas tablillas en lugar seguro, donde tus hermanos no las puedan romper, ni molesten a tu madre. Pregunta a tu padre, él te dirá dónde. Y bien, ¿qué piensas de lo que te he contado?

– Pienso que…

– Dilo, ¿qué temes?

– No quiero enfadarte, Abrán, pero la creación del mundo por Dios se parece a la creación del mundo por los dioses.

– Sí, pero hay varias diferencias.

– ¿Cuáles?

– Por ejemplo, en el poema de Enuma Elish que Ili te enseñó a recitar Marduk crea al hombre matando a la diosa Tiamat y a su esposo el dios Kingu. Pero a Marduk a su vez también le han creado. Los dioses no crean nada, hacen al hombre a partir de lo que hay, pero ¿quién crea lo que hay? Dios crea porque así lo decide, y crea de la nada, porque no necesita nada para crear.

– Pero en algo se parece lo que me cuentas y lo que me contaba Ili.

– En algo, sí. Hay hombres que han intuido un principio creador e imaginado historias de dioses para explicarlo.

– ¿Porque no han sabido escucharle a Él?

– Porque no es fácil escucharle. Estamos demasiado preocupados pensando en nosotros mismos. Dios nos castigó, castigó a todos los hombres, a los primeros y a los que vendrán después de nosotros, a buscar el sustento con su trabajo, a sufrir dolor y enfermedades, a vagar por la tierra, de manera que el hombre encuentra poco tiempo para buscar a Dios.

– ¿Y por qué nos castigó? ¿Por qué a todos los hombres? Yo aún no he hecho nada, al menos nada muy grave.

– Tienes razón, pero los primeros padres pecaron y nos condenaron a todos.

– No me parece justo.

– ¿Quién eres tú para juzgar a Dios?

– Pero ¿por qué he de aceptar una culpa no cometida?

– Mañana te lo contaré. Trae las tablillas y el cálamo.

Apenas quedaba luz, de manera que Abrán y Shamas se encaminaron al campamento donde el clan se disponía a descansar después de la larga jornada. Yadin hizo una seña a Abrán. Quería hablar con él a solas.

– Mi hijo no es feliz.

– Lo sé.

– Extraña Ur, incluso a Ili. Quiere aprender. Fui al templo con Téraj; le admitirán, pero temo que hable de lo que le cuentas y nos cree un conflicto. Pídele que no afirme que hay un solo Dios o llegará a oídos del rey y sufriremos las consecuencias.

– Yadin, ¿tú crees…?

– Sí, Abrán, pero hemos de ser prudentes. Tu padre también te hablará.


El clan se iba a asentar en Jaran durante un tiempo antes de continuar viaje hacia la tierra de Canaán. De manera que los hombres se dispusieron a levantar casas de paja y adobe donde vivir hasta que llegara el momento de partir. Yadin ofreció un hueco a Shamas para guardar las tablillas que pacientemente iba escribiendo al dictado de Abrán.

Cada día Shamas ardía de impaciencia, aguardando la hora de sentarse con Abrán en el palmeral.

Ya sabía por qué Dios había castigado a los hombres. Era imperdonable lo tonto que había sido Adán, pensaba el niño.

Dios había creado el paraíso para que viviera, un lugar con toda clase de árboles buenos para comer, y en medio del jardín había colocado el árbol de la ciencia del Bien y del Mal, el único al que no se debía acercar, porque si comía de sus frutos moriría.

– No entiendo por qué comieron -preguntaba Shamas.

– Porque Dios nos ha hecho libres para decidir. Dime Shamas, ¿recuerdas cuando Ili os prohibió saltar por la ventana de la escuela porque os podíais hacer daño?

– Sí.

– ¿Y cuántos saltasteis?

– Bueno, yo salté.

– Tú y otros compañeros, y alguno, si no recuerdo mal, se rompió algún hueso. Tienes amigos que ya nunca han andado igual que antes de saltar. ¿Verdad que sabíais que eso podía pasar?

– Sí.

– Pero lo hicisteis.

– Pero no es lo mismo romperse un hueso que morirse -insistía Shamas.

– No, no es lo mismo. Pero Adán y Eva creyeron que comer de ese árbol les convertiría en dioses y no pudieron resistir la tentación de probar. Cuando os tirasteis por la ventana no pensasteis en el daño que os podíais hacer; tampoco Adán y Eva lo pensaron.

– Ayer me di cuenta de que la creación de Eva se parece a la historia de Enki y Ninhursag.

– ¿Y por qué? -preguntó a su vez Abrán, asombrado de la memoria prodigiosa de Shamas, que había escuchado siendo muy niño esas historias de labios de su maestro en la casa de las tablillas.

– Enki también vive en el paraíso -respondió Shamas recitando-donde «el cuervo no profiere graznidos, el pájaro ittidu no profiere el grito del pájaro-ittidu, el león no mata, el lobo no roba…». Bueno, te lo sabes mejor que yo. En ese paraíso tampoco hay dolor, y Ninhursag, sin dolor en el cuerpo, va trayendo al mundo otras diosas. Ninhursag creó ocho plantas y Enki se comió los frutos de esas plantas, por lo que Ninhursag se enfadó y le condenó a muerte. Luego cuando le ve padecer, va creando a otras divinidades para curar sus enfermedades. ¿Recuerdas el poema? Ninhursag le dice a Enki: «Hermano mío, ¿dónde te duele? / Mi diente me duele. / A la diosa Ninsutu he dado a luz para ti». Luego crea a Ninti, la «diosa de la costilla», para curarle el padecimiento de esa parte del cuerpo. Enki enferma porque come las plantas que no debe comer y le castigan; Adán y Eva comen del árbol de la sabiduría del Bien y del Mal y a partir de ese momento son condenados a muerte. Ellos y nosotros.

– Serás un hombre sabio, Shamas, sólo deseo que sepas utilizar la sabiduría para llegar a Él y que la razón no te ciegue el camino.

– ¿Cómo puede la razón apartarme de Dios?

– Porque puedes caer en la tentación de creer que todo lo entiendes, de imaginar que todo lo sabes. Y eso puede sucederte porque somos un reflejo de Dios.

– ¿Por qué Dios ha colocado a la entrada del jardín del Edén a querubines con la espada vibrante?

– Ya te lo dije: para impedir que el hombre comiera del árbol de la vida y recuperara la inmortalidad.

– ¿Cómo sabemos lo que es la inmortalidad?

– Porque llevamos su recuerdo escrito en el corazón.