"Luna de lobos" - читать интересную книгу автора (Llamazares Julio)Capítulo III Rasga la luz con su hoja de sangre la oscuridad inmensa de las entrañas de la tierra. El haz de la linterna se mezcla con el agua, que fluye, negra y fría, del techo y las paredes, hasta perderse, al fondo, entre un fantasmagórico paisaje de raíles oxidados, de maderas podridas, de bocas indescifrables que se abren interminablemente a izquierda y a derecha de la galería. El calor es húmedo, asfixiante. Fermenta sobre sí mismo como un animal corrompido. Se pudre. Impregna con su olor penetrante las maderas y el agua y el aire y el silencio. Luego, se arrastra galería adelante buscando una salida que no encuentra. – Es como si estuviéramos muertos. Como si, fuera de aquí, no hubiera nada. Ramiro abandona por un momento su inmovilidad para mirarme. Está tumbado sobre el tablero que anoche bajó de la bocamina para aislarse del agua que permanentemente corre por la galería. Se pasa así los días, inmóvil, en silencio, con la mirada perdida en los desvencijados travesaños que cruzan el techo. – Te acostumbrarás -me dice-. El hombre se acostumbra a todo. – Menos a que le entierren vivo. – Mira éstos. Gildo y Juan, envueltos en sus capotes, duermen cerca de nosotros, apenas dos bultos negros en la oscuridad. Gildo tiene la cabeza apoyada en un madero y la metralleta cruzada sobre el cuerpo. Su enorme corpulencia contrasta grandemente con la delgada y escuálida figura del hermano de Ramiro, casi infantil aún en su inconclusa y, ya, violenta adolescencia. Juan no ha cumplido los dieciocho años todavía y Gildo tiene más de treinta. Casi podrían ser padre e hijo, aunque ahora duerman hombro con hombro, amenazados por un mismo temor. – En la mina de Ferreras -dice Ramiro con la mirada de nuevo ya perdida en el techo de la galería- había mulas para tirar de las vagonetas. Nacían y morían allí dentro. Tenían las cuadras en la primera rampa de la mina y jamás salían a la superficie. Por una parte, era mejor. Así nunca llegaban a saber que estaban ciegas y no podían resistir la luz del sol. – Y nosotros -le digo- acabaremos como ellas si seguimos aquí encerrados mucho tiempo. Ramiro vuelve a mirarme. De sus labios cuelga una extraña sonrisa. Una sonrisa amarga, lejana, inexpresiva. Una sonrisa que borra la humedad como si fuera polvo. – ¿Sabes cuántos años trabajé yo en la mina? -me dice-. Doce. Desde los quince hasta los veintisiete, hasta que estalló la guerra. Y no me quedé ciego. Gildo se revuelve en su sitio. Cambia de postura bajo el capote, respira ruidosamente y continúa durmiendo. Ramiro y Gildo se han marchado a casa de éste, en Candamo, a buscar algo de comida, mantas y pilas para la linterna, que se quedó definitivamente sin luz esta mañana. Gildo aún no había ido a ver a Lina, su mujer, y al niño que nació cuando él ya estaba en las trincheras de Tejeda. Desde la noche misma en que llegamos, esperaba impaciente este momento. Juan y yo, cuando se van, comemos un poco de pan, lo último que quedaba de las dos hogazas que mi padre nos subió hasta la collada la otra noche. La carne tuvimos que tirarla: la humedad la había corrompido. Así que tenemos que conformarnos con un poco de pan enmohecido y duro hasta que Gildo y Ramiro regresen de Candamo. Luego, nos tumbamos otra vez a ver pasar el tiempo. Ahora, ahí arriba, debe de estar anocheciendo. Quizá el sol retrocede lentamente ante el empuje de las nubes hinchadas de noviembre. Quizá el viento busca consuelo a su soledad entre las urces y los robles. Quizá ahora mismo algún pastor está cruzando sobre el lomo inescrutable de la mina. Aquí abajo, sin embargo, siempre es noche. No hay sol, ni nubes, ni viento, ni horizontes. Dentro de la mina, no existe el tiempo. Se pierden la memoria y la consciencia, el relato interminable de las horas y los días. Dentro de la mina, sólo existe la noche. Ya no hay sol; pero la luz indestructible de la tarde golpea nuestros ojos con violencia. Se resisten a absorber tanta luz. Tanta luz. En la explanada de la bocamina, tableros, hierros retorcidos, vagonetas roídas por el óxido, escombros, se pudren mansamente bajo la tarde fría que se aleja. El agua que supuran las entrañas de la mina se encharca en la espiral de su propio abandono formando un sucio manantial, un reguero maloliente que se desliza despacio entre las escombreras. Dentro del barracón que en tiempos debió de ser puesto de mando y oficina, sólo la soledad y el abandono habitan ya. Por todas partes, restos de pizarra, cristales rotos y yerbas amarillas que se abren paso entre las tablas como si una peste súbita hubiera asolado este lugar hace ya siglos. A lo lejos, detrás del monte Yormas, el sol se desmorona en una charca sucia. Cuando se olvidan el color y la textura de la luz, cuando la luna se convierte en sol y el sol en un recuerdo, la vista sigue más el dictado de los olores que de las formas, los ojos obedecen al viento antes que a sí mismos. Cuando la noche lo envuelve todo, permanente e indefinidamente, empapando la tierra y el cielo, anegando el corazón y el tiempo y la memoria, sólo el instinto puede descubrir los caminos, atravesar las sombras y nombrarlas, descifrar los lenguajes del olor y del sonido. En los sillares de Ancebos, bajo los tejos rojos, anida el viento que por la noche baja al valle para encerrar a las personas y a los perros dentro de las casas, al lado de la lumbre. Pero, ahora, el viento está aquí también. Bate las ramas secas, escarba con furia entre las gredas, se aleja por el monte con un aullido negro e interminable. – Ya falta poco. Está ahí arriba, detrás de la peña. Gildo se ha detenido para esperarnos. Señala con la mano la enorme mole gris de Peña Barga, peraltada, frente a nosotros, en difícil equilibrio sobre el valle, varada en medio de la noche como un navío imposible, como un barco encallado en un lugar del que se hubiera retirado el mar. – Cuando nosotros retrocedimos hacia el norte -explica Gildo jadeando por el esfuerzo-, pasamos por allí, por el desfiladero, ¿lo veis? El redil está justo detrás. Gildo estuvo aquí avanzado nueve días, los nueve primeros días de la guerra. Gildo, como yo, como Juan, como Ramiro, como tantos y tantos hombres y mujeres de estos pueblos, huyó de noche al monte al quedar la zona partida en dos frentes separados por la línea del ferrocarril. Y aquí aguantó durante nueve días. Todavía quedan trincheras a nuestro alrededor, bombas sin explotar, restos de metralla. Huellas de una batalla que ya sólo el propio Gildo puede recordar: – Éramos ocho: tres de Ancebos, dos de Vegavieja, un barrenista de Ferreras, el herrero de La Morana y yo. Salvé yo únicamente. Ellos estaban en Ancebos. Una sección entera. Nosotros sólo teníamos una ametralladora. Pero les costó muchos muertos levantarnos. El viento se abre paso por el desfiladero y sopla con fuerza. Agita nuestros capotes como banderas tristes de un ejército vencido. El viento se abre paso por el desfiladero arrastrando los recuerdos de Gildo hacia el profundo pozo helado de la noche. Ahí está, al fin, a la salida de la peña, en la pradera que se comba sobre el valle bajo una tromba verdinegra de piornedas. Brilla bajo la luna el tapial de adobe, el tejado corroído por la nieve, el cobertizo de piedra que guarda el sueño del rebaño y en el que los mastines han barruntado ya nuestra presencia. – ¡Quieto donde está! ¡Vamos, tire la escopeta! El pastor había salido al cobertizo alertado por los perros. Salió con la escopeta quizá pensando que alguna alimaña rondaría la majada. O que los lobos habrían bajado ya hasta aquí, empujados por la nieve de los puertos, y ahora acechaban en la peña el sueño del rebaño. Pero lo que se encuentra frente a él es la pistola de Ramiro. – ¡Vamos, la escopeta! ¿No me oye? El pastor obedece. Arroja el arma al suelo, lejos de su alcance, y se queda mirándonos con los brazos en alto. – ¡Adentro! Un candil de petróleo, colgado de una viga, en el techo, ilumina vagamente la pequeña estancia en la que se amontonan troncos para la lumbre, bolas de sal, cántaras de leche, pieles sin curtir, un banco desportillado, algunos sacos apilados en desorden contra las paredes y un camastro de tablas donde las mantas cobijan todavía el sueño interrumpido del pastor. Y, al fondo, atravesada en un rincón, a media altura, la balda de madera que sostiene el goteo amarillo de los quesos y la nube esponjosa de la lana. – Está usted solo, ¿verdad? El pastor asiente con la cabeza, sin separar la vista de nuestras metralletas. Es un hombre ya viejo, con el rostro curtido por esa extraña mezcla de cansancio y fortaleza que el monte otorga siempre a quien lo habita. – Bien -dice Ramiro, cerrando la puerta-. Pues esta noche va a tener compañía. Ahí afuera hace mucho frío. A las cinco de la mañana, Gildo me despierta. Me había quedado dormido sentado en un rincón. Miro a mi alrededor: Juan también se despereza, levantándose del banco, y, al fondo, Ramiro fuma en silencio vigilando al pastor desde la puerta. Hace calor aquí, entre los sacos. – ¿Qué hora es? – Las cinco. Gildo está guardando varios quesos en un saco. Guarda también una manta y tres o cuatro pieles secas, sin curtir, ante la mirada impotente del pastor, que continúa sentado en el camastro. Recuerdo que, antes de dormirme, contó que una patrulla de soldados pasó al amanecer, hacia Tejeda, donde han establecido un retén de vigilancia en la casa de la escuela con el fin de rastrear estas montañas. Una patrulla de soldados que, en cualquier momento, puede volver a aparecer. Ramiro aplasta su cigarro con la bota. – Nos llevaremos una oveja -dice dirigiéndose al pastor-. Y la escopeta. A usted le será fácil conseguir otra. El hombre no contesta. Consciente de que nada puede hacer para impedirlo, se levanta y sale delante de nosotros al cobertizo donde el rebaño duerme al amparo vigilante y fiel de los mastines. La noche está muriendo y el frío, ahora, es mucho más intenso, más cortado. Trae en la lengua el lamento escarchado de la niebla. El pastor se ha metido entre las ovejas. Mira las marcas tajadas a tijera en sus orejas y, al fin, elige una. La arrastra de una soga hacia nosotros. – ¿De quién es? El hombre mira a Ramiro, sorprendido. Duda un instante antes de responder: – Es mía. Ahora, es Ramiro el sorprendido. – ¿Suya? ¿Y por qué una suya? – Si les doy una de otro vecino -dice-, tarde o temprano acabarían enterándose los guardias. Ramiro le dedica una escéptica sonrisa: – Yo creí que pensaba decírselo usted mismo. El pastor no contesta. Se limita a encogerse de hombros mientras entrega a Juan el extremo de la soga para que el chico se haga cargo de la oveja. El animal se resiste a caminar. Forcejea, con las patas clavadas en la tierra, intentando regresar con el rebaño. Quizá ha intuido ya, en nuestros ojos, su destino. – ¿Es bastante esto? Seguramente era lo último que el pastor podía esperar de mí en este momento. Ramiro y Gildo también me miran sorprendidos. Desconocían la existencia del dinero que acabo de sacar de mi bolsillo. Es bastante más del doble. Mucho más de lo que valen la oveja y la escopeta y el mísero botín que Gildo se lleva en ese saco. Es bastante más del doble y el pastor lo sabe. Por eso sigue mirándome extrañado, sin decidirse a coger el dinero que le ofrezco. – Pues tenga, guárdelo. Nosotros también pagamos -le digo-. Y espero que sea cierto lo que dijo. No olvide que, cualquier noche, podemos volver a visitarle. El pastor nos ve marchar, desde la puerta, rodeado por los mastines. Casi seguro, en cuanto desaparezcamos por el desfiladero, bajará corriendo al pueblo a denunciar a los guardias lo ocurrido. El amanecer nos sorprende ya de nuevo cerca de la mina. En una hora, hemos recorrido más de diez kilómetros de monte. Está helada la escarcha, dura como cristal. Y grandes nubes bajas avanzan por el cielo llenando de luz negra el horizonte v las montañas. Pronto, seguramente, en cuanto el frío se disuelva con la escarcha, comenzará a llover. – Esperad, no corráis -llama Gildo-. Esperad al chaval. Juan sube, entre las retamas, tirando de la oveja. – Hay que matarla ahora -dice Ramiro-. Antes de que se haga totalmente de día. – ¿Dónde? – En el barracón. – ¿Y los despojos? – Los tiramos al reguero. Que los arrastre hacia el desagüe de las escombreras. Al otro lado de la loma, bajo la falda del monte Yormas, se divisa ya la explanada de la bocamina: las chapas desvencijadas del barracón, los depósitos vacíos de los lavaderos y las vagonetas corroídas por el óxido y la escarcha. El viento azota suavemente las escombreras grises que nutren al espino, la acedera y el cardo. Es un paisaje gris, inútil, desolado. Un paisaje abandonado sin remedio a la voracidad del tiempo y el olvido. Juan ha llegado ya a nuestra altura tirando de la oveja. El animal camina, dócil y resignado, con el dibujo de la muerte grabado en su mirada. – ¡Sujétala! ¡Fuerte! ¡Átale las patas, vamos! Gildo forcejea con la oveja tratando de tumbarla contra el suelo. Al fin, lo consigue. La inmoviliza clavándole una rodilla en el vientre y yo aprovecho ese instante para atarle las patas con la soga. Ramiro y Juan miran la escena mientras vigilan desde las ventanas. Unos segundos y ya Gildo hunde hasta el fondo su navaja en la garganta de la oveja. El animal se revuelve en el suelo chillando ácidamente. Se convulsiona con violencia mientras la sangre surge, impetuosa, de la garganta abierta como vino de una botella rota. La sangre se extiende por la lana de la oveja y por las tablas del suelo, entre los cascotes y los cristales. Salpica la camisa y nuestros ojos. Poco a poco, las convulsiones van haciéndose más espaciadas, perdiendo fuerza. Se convierten ya en espasmos de agonía, en crispaciones que anuncian la llegada de la muerte. – Suéltala, Ángel. Ésta ya no se escapa. Gildo limpia en su pantalón la hoja de la navaja contemplando con gesto victorioso la oveja tendida en el suelo, en medio de un gran charco de sangre. – Ahora hay que desollarla -dice levantándola por las patas traseras-. Ayúdame a colgarla de esa viga. La luz que se cuela por las ventanas del barracón es cada vez más clara, más limpia y transparente. Ya ha amanecido y un débil sol de invierno intenta despuntar al otro lado de la loma. Todavía es una mancha amarilla diluida entre las nubes. – Sujétala por la cabeza. Que no se balancee. La oveja cuelga de la "viga como un extraño fruto ensangrentado y la navaja avanza, decidida, vientre abajo, haciendo saltar un aluvión de vísceras sobre el caldero roto y oxidado que Ramiro encontró en los lavaderos. Gildo se remanga la camisa y hunde su brazo en el interior del animal. Con movimientos rápidos y sabios, va arrancando del vientre racimos malolientes, despojos que revientan en el fondo del caldero con un sonido azulado y blando. Por el brazo de Gildo, la sangre avanza en hilos como la hiedra por el tronco de un árbol. – Juan, tira eso al reguero y trae agua limpia. Date prisa. Juan sale del barracón con el caldero y Gildo, limpiando nuevamente la navaja, comienza a separar la piel del animal. – Es buena -dice-. Puede valer para hacer una pelliza. Pero no le ha dado tiempo a terminar. Juan ha irrumpido en el barracón y se abalanza corriendo hacia una de las ventanas. – ¡Hay alguien allá arriba! ¡Me ha visto! Ramiro, Gildo y yo corremos a su lado. – ¿Estás seguro? – Seguro. Miradle: en lo alto de la loma. Ramiro busca con los prismáticos la silueta que se recorta en el horizonte. – Es un chaval -dice. – ¿Qué estará haciendo ahí arriba? – ¡Y yo qué sé! Ramiro rastrea todo el monte, delante de nosotros, buscando otras personas. Luego, retorna nuevamente al punto de partida. – Está bajando hacia aquí -dice-. Viene solo. En dos minutos, se ha plantado junto a la explanada. Ahora podemos verle bien. Es un muchacho de catorce o quince años, poco menor que Juan. Lleva una soga en la mano y parece estar buscando algo. Se ha detenido entre las retamas, cerca de los lavaderos, y mira con curiosidad y desconfianza hacia el barracón, sin atreverse quizá a acercarse más. – Nos ha visto. No hay duda. – Ángel, sal tú y aléjale de aquí -me dice Ramiro, agachado a mi lado, bajo la ventana-. Pero sin que sospeche nada. Dejo la metralleta en el suelo, me limpio con un pañuelo la sangre de las manos y me encamino despacio hacia la puerta. En la explanada, la luz ya crecida del amanecer se abalanza, helada, sobre mí. El muchacho me observa, inmóvil entre las retamas. Tarda un rato en decidirse a preguntarme: – ¡Eh, oiga! ¿Ha visto usted una cabra por aquí? Yo aparento descubrirle en ese instante. – No. No he visto nada. ¿Se te perdió? – Sí. Anoche ya no volvió con el rebaño. – ¿De dónde eres? – De Vegavieja. Parezco infundirle cierta confianza, porque el muchacho ha abandonado su lugar entre las retamas y comienza a acercarse a la explanada. Si no hago nada por evitarlo, llegará hasta el barracón. – Ya se ha quedado más veces en el monte -viene diciendo-. Pero, ahora, está preñada y mi padre tiene miedo de que se esconda por ahí, a parir sola, y la cojan los lobos o una nevada… De pronto, sus ojos se han clavado en el caldero lleno de vísceras ensangrentadas que Juan abandonó junto al reguero. El muchacho retrocede. Comienza a correr monte arriba entre las retamas sin darme tiempo a reaccionar. Se vuelve cada poco para asegurarse de que no le sigo. Ya cerca de la loma, me grita, amenazante y asustado al mismo tiempo: – ¡Ha sido usted! ¡Ha sido usted quien la ha robado! Y se pierde corriendo entre las nubes. – Vámonos de aquí -dice Ramiro saliendo a la explanada-. Antes de una hora, esto estará infestado de soldados. Hacia el mediodía reventaron las nubes. No soportaban ya tanto silencio. Primero se ablandaron como frutas maduras, después se aplastaron unas contra otras y, por fin, abrieron sus barrigas inflamadas derramando sobre la tierra una sustancia negra y amarga. Monte abajo, las retamas inclinaron, sumisas, sus cabezas al paso de la lluvia. – Ahí les tenéis. Estamos tumbados boca abajo sobre la arista del cabezo que corona, como una cresta rota, la cumbre vertical del monte Yormas. Desde aquí, con la ayuda de los prismáticos, podemos dominar un paisaje mucho más grandioso y bello de lo que los ojos por sí solos podrían soportar: la mole ingrávida de Peña Negra, sobre la verde sima del valle de los Osos y las colladas de La Friera y Vegavieja: las agujas cortadas del Usiello, detrás de Peña Barga, hacia el oeste: los puertos de Tejeda y La Morana: el cueto de Morana: los neveros de la Sierra de la Sangre donde hilvanan su memoria el lago Negro y el río Susarón: el perfil plateado y familiar del monte Illarga, borrado por la lluvia y la distancia. Y, abajo, a nuestros pies, como erupciones minúsculas de una tierra maldita y olvidada, las grises escombreras de la mina y la raya de la loma que bordea la explanada por el sur y que recorta ahora las siluetas de unos hombres que avanzan desplegados, las armas empuñadas, como en una gigantesca cacería. – Menos mal que salimos a tiempo de esa ratonera. Es la voz de Ramiro, aplastado a mi lado contra la arista de la roca, casi sobre el vacío. El viento aúlla como un lobo esparciendo la lluvia en todas las direcciones. Las nubes están tan bajas que casi se apoyan sobre nosotros. Los guardias y los soldados, desplegados al borde de la explanada, entre las retamas, han rodeado las escombreras y han tomado posiciones en torno a los depósitos de los lavaderos y el barracón. Después, durante algunos minutos, han observado las instalaciones de la mina, bajo la lluvia, antes de que una voz gritara entre las retamas: – ¡Salgan con las manos en alto! ¡No tienen escapatoria! Pero, del interior del barracón, sólo llega la respuesta inquietante del silencio. Por fin, tras una nueva espera, varios guardias surgen de las retamas y corren por la explanada a parapetarse tras las vagonetas y los depósitos de los lavaderos. Algunos alcanzan la zanja del desagüe y se arrojan sobre el barro, a sólo veinte metros del barracón. Ahora, ahí debajo, se oyen voces ininteligibles, gritos amortiguados por el aguacero. Un guardia ha abandonado su puesto provisional detrás de una vagoneta y corre en solitario, agachado, hacia el barracón, cubierto por el fuego graneado de los que se quedaron tumbados en la zanja. Se aplasta contra la pared, al lado de la puerta, y mira nervioso en dirección a las retamas esperando órdenes. El silencio es tan tenso que incluso la lluvia ha enmudecido para esperar el desenlace. Pasan unos segundos interminables antes de que el guardia se decida. Da una patada a la puerta y encañona la estancia vacía. – Los galones tendrán que esperar -murmura Ramiro, a mi lado, con una sonrisa. Pero algo llama ahora mi atención en la explanada: todos han abandonado ya sus refugios entre las retamas y varios guardias se dirigen hacia la boca de la mina encañonando a dos hombres esposados. Les obligan a entrar delante, en cabeza, para que les sirvan de parapeto en el caso de que alguien abra fuego desde dentro. El resto de los guardias y los soldados se quedan esperando en la explanada, husmeando en los alrededores del barracón y de los lavaderos. La espera no es muy larga, sin embargo. A los pocos minutos, dos disparos desgarran el vientre de la montaña. Las detonaciones son secas, profundas, como explosiones de dinamita bajo la tierra. Conmueven un instante el equilibrio perfecto de la lluvia y el silencio. Cuando la partida se reagrupa en la explanada y comienza a alejarse nuevamente hacia Tejeda, los dos prisioneros va no van en ella. |
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