"Luna de lobos" - читать интересную книгу автора (Llamazares Julio)

Capítulo IV

La carne crepita sobre el fuego, al fondo de la cueva, mientras, afuera, el viento de noviembre arrastra hojas lejanas por el monte.

Un humo denso y acre invade el pasadizo, se agolpa contra el capote que, en la boca de la cueva, impide, desplegado, que el resplandor del fuego pueda verse desde fuera. Es agradable, después de un día entero soportando la humedad y el frío que supuran las entrañas de la tierra, sentir el olor profundo del asado, el monótono crujido de las llamas que acarician con sus lenguas de roble la carne que se encoge con un largo lamento.

– Bueno. Esto ya está.

Gildo ha clavado su navaja en la hebra palpitante y apretada y la retira del fuego para trocearla sobre una piedra plana.

Nosotros le miramos sin demasiado interés. Juan se ha tumbado sobre unas cuantas mantas lejos de la lumbre y Ramiro, recostado frente a mí contra la oscura pared del pasadizo, parece dormitar sumido en un profundo tedio. Apenas ha cambiado de postura y de expresión en todo el día. O mejor: apenas ha cambiado de postura y de expresión desde que estamos enterrados -una semana se cumplirá mañana- en este húmedo agujero, prolongación tortuosa de la oquedad cegada por el barro y las retamas que, en tiempos, debió de ser refugio de pastores y que nosotros vaciamos y excavamos durante cinco largas noches de trabajo, completamente a oscuras y con la única ayuda de un cuchillo y una pala, cuando llegamos aquí huyendo de la mina abandonada. La cueva, pese a la protección de los chapones que trajimos del viejo barracón para cubrir por dentro el techo y las paredes, es húmeda y helada, apta quizá sólo para la supervivencia de alimañas. Pero está oculta de miradas tras la hojarasca espesa de un piornal, colgada como un nido de águilas en las aristas escarpadas de Peña Illarga, y nadie, ni siquiera los más viejos pastores de los pueblos del contorno, podría recordarla ya. Y, sobre todo, desde la estrecha abertura de su boca, podemos dominar con los prismáticos el valle entero del río Susarón, con los tejados de Pontedo y de La Llánava, la carretera que viene de Ferreras, la línea negra del ferrocarril y las paredes cenicientas del cuartel de Cereceda.

– ¿Qué os pasa? -pregunta Gildo-. ¿No vais a comer nada?

Un silencio indiferente le contesta. Ramiro y Juan ni siquiera abren los ojos para mirarle.

Yo tampoco tengo hambre. Desde que estamos aquí, apenas he vuelto a sentir el grito negro de la bestia que, en el fondo de mi estómago, bramaba desolada tantas veces en los últimos meses de la guerra y, sobre todo, durante los cinco días que pasamos sin comer huyendo a través de las montañas y en medio de la lluvia de otra bestia más concreta, más humana y sanguinaria, que perseguía implacable nuestros pasos. Es como si la humedad y el frío de la cueva se me metieran en los huesos y en el alma manteniéndome tumbado día y noche al lado de la lumbre, sin ganas de comer, ni de hablar, ni de asomarme siquiera a la boca de la entrada para observar el cielo encapotado y duro que, en sus aristas, tiene ya el aliento de la nieve y, en él, nuestra condena: antes de la primavera no podremos escapar de aquí.

– Allá vosotros -dice Gildo blandiendo en su navaja un trozo de carne asada-. Pero os advierto que esto es lo último que quedaba de la oveja.

Y comienza a comer vorazmente, dejando que la grasa le manche las manos hinchadas por el frío y la ya espesa y crecida barba.


Hacia las tres de la mañana, ha cantado el búho en el hueco de algún roble cercano. Debe de ser rojo y negro como la hoguera que agoniza dentro de la cueva. Y sus ojos resplandecientes en la noche como dos brasas.


Cuando despierto, por la boca de la cueva se cuela ya la luz helada y temblorosa del amanecer. La lumbre está apagada, consumida bajo sus propias brasas, y la humedad traspasa mi manta y mi capote.

– ¿Estás despierto?

Es Ramiro. Descubro el brillo de sus ojos frente a mí, en la oscuridad, y me acuerdo del búho que cantó en la noche.

– Sí. ¿Qué hora es?

– Las siete. Está amaneciendo.

Torpemente, me recuesto en el montón de lana y hojas sobre el que he estado durmiendo. Tengo las manos duras, hinchadas por el frío, sin fuerzas casi para sujetar la botella que Ramiro me alarga en la oscuridad.

– Toma, bebe. Te ayudará a espantar el frío.

Busco el respaldo helado de la roca y destapo la botella. El aguardiente abre un surco de fuego por mi garganta. El aguardiente es un río de hierro que estalla con furor contra las bóvedas del sueño buscando en mi memoria la memoria dolorida de la noche.

Pero esta amarga llama de su aliento es la única que podemos encender mientras la luz del día ilumine las montañas y el humo de una hoguera pueda verse desde el valle.

– Hay movimiento -dice Ramiro mirándome beber.

Lo ha dicho en voz muy baja, con los ojos pintados por un destello extraño: ese brillo fugaz, cortado e indescifrable que siempre asoma a ellos cuando el peligro ronda en torno nuestro.

– ¿Qué pasa?

– No sé. Pero han llegado dos camionetas con refuerzos.

– ¿Cuándo?

– De madrugada. Mira, ven.

Dejo la botella en el suelo, sobre las mantas, y me arrastro detrás de Ramiro hasta la boca del pasadizo.

El valle de Cereceda se abre al pie de la peña como mi cielo invertido, como una inmensa olla de la que sube bacía nosotros un vapor denso y helado. La niebla es tan compacta, tan cuajada, que hace imposible ya distinguir el contorno de los bosques y el perfil de las montañas. Todo se funde lentamente en un mismo color y en una misma masa, en una lámina deshilachada y gris que sólo se desgarra en las agujas de los chopos, junto al río, y en los tejados rojos de Pontedo y de La Llánava.

– ¿Ves algo?

Ramiro trata inútilmente de abrirse paso en la niebla con los prismáticos:

– Nada. La niebla está subiendo muy de prisa. Hace un momento, se veía el cuartel perfectamente. Y las dos camionetas en el patio.

De pronto, casi a un tiempo, una misma sospecha nos asalta. Puedo leerla en los ojos de Ramiro, repentinamente agigantados y encendidos, del mismo modo que él quizá esté ahora leyéndola en los míos: las camionetas deben seguir ahí, en el cuartel cubierto por la niebla. Pero ¿y los guardias que en ellas han llegado?

Ramiro corre hacia el final del pasadizo en busca de Gildo y de su hermano. Éstos, envueltos entre las mantas, junto a la lumbre, se despiertan sobresaltados. No entienden todavía el motivo de nuestra alarma.

Pero, sin perder tiempo, cogen sus metralletas y nos siguen.


Afuera, en el piornal, la niebla es una gasa temblorosa y apretada. Corta la luz y difumina, delante de nosotros, las ramas que se abren, crujiendo, a nuestro paso.

Veo las botas de Ramiro aplastarse entre la hierba en dirección a la collada, trepar por la ladera de la peña delante de mis ojos, del vapor jadeante que nace de mi boca. Siento los pasos de Juan detrás de mí, pegados a mis botas. Y adivino las botas de Gildo cerrando la columna y el poso de la niebla. No podemos ver nada. Ningún sonido llega anunciando desde lejos la batalla. Pero todos sabemos que la presencia de esas dos extrañas camionetas ahí abajo marca el presagio incierto de la muerte. Y que esta hora, la del amanecer, cuando la escasa luz permite todavía la avanzada sigilosa entre las urces y el sueño vence a veces la tensa vigilancia del huido, es la elegida siempre por los guardias para subir al monte tras sus pasos.

En lo alto de la peña, nos tumbamos en el suelo, bajo los brezos, de espaldas unos a otros. La niebla nos sepulta con un bramido blanco.

Esta niebla en la que tal vez se funde ya el aliento cercano de los guardias.


Fue una alarma infundada. Una más. Una de tantas.

Cuando bajó la niebla volvimos a la cueva.

Las camionetas se fueron por la tarde.


Nadie pudo hacerle desistir de su intención. Ni siquiera Ramiro. Juan era el único que nunca había bajado.

– Madre me está esperando. Traeré comida y mantas.

– Bajaré yo contigo.

– No. Voy a bajar yo solo. Vosotros ya habéis ido varias veces. Esta noche me toca a mí arriesgarme.

Juan cogió la metralleta y la pistola de su hermano. Metió un puñado de cartuchos en el bolso y se alejó entre las urces camino de La Llánava.

Nosotros le seguimos con la mirada hasta que perdimos su rastro en el horizonte de la collada.


– Ángel.

Es Ramiro. Otra vez.

– ¿Qué?

– ¿Duermes?

– No tengo sueño.

– ¿Qué hora será?

– No sé. Las dos. Las dos y media.

– Tarda mucho, ¿no te parece?

Ramiro se queda en silencio, mirando la hoguera. Mirando la hoguera y esperando de mí una respuesta que no llega.

Hacia el amanecer, llega la voz del viento. Se enrosca en el capote que cubre la boca de la cueva, asoma su cabeza transparente al interior para mirarnos y, luego, se aleja nuevamente monte abajo.

Juan no ha regresado todavía.

Ramiro vuelve del piornal y apaga el fuego.

– Está amaneciendo -dice.

Gildo y yo le miramos en silencio.

– A Juan le ha pasado algo.

Hace tiempo que me ocupo en engrasar la metralleta para olvidar mi nerviosismo.

– ¡A mi hermano le ha pasado algo! -grita de pronto Ramiro totalmente descompuesto-. ¡No os quedéis ahí sentados!

Gildo me mira sin saber qué hacer. O mejor: sabiendo, como yo, que lo único que podemos hacer hasta la noche es seguir aquí sentados esperando.


Durante todo el día, rastreamos por turnos el valle con los prismáticos: la espesura del monte, los caminos, las orillas del río, las calles de La Llánava, la solitaria línea negra del ferrocarril.

Nada. Ni rastro de Juan. Ni un solo indicio de su paso.

En el cuartel, el ritmo regular de las patrullas y las rondas parece desechar cualquier suceso extraño.


El edificio del molino se yergue, hierático y sombrío, al borde de la presa donde duermen ahora los rodeznos con los dientes hundidos en el agua. El ruido de la espuma, en la pesquera, es torrencial. Pero una calma honda, doméstica e invernal, envuelve mansamente los chopos deshojados del camino.

En la ventana del molino hay luz: un coágulo amarillo que salpica la espuma de la presa y las salgueras de la orilla.

Tomás, el molinero, está solo en la cocina. A través de los cristales puedo ver su figura desvaída, acodada en la mesa con los restos de la cena, de espaldas al fogón. Son las once de la noche y Tomás, que vive solo aquí, separado del pueblo por el río, hace tiempo hasta la hora de dormir escuchando por la radio las noticias. El frío de la noche y el miedo a algún encuentro en el camino no invitan demasiado a acercarse a la cantina.

Pero, hoy, Tomás tiene visita. ¿A estas horas? No puede ser. Tomás escucha con atención. Baja el volumen de la radio. Ahora sí. Ahora lo ha oído claramente: un golpe suave, amortiguado por la escarcha, en la ventana.

El molinero se levanta y se acerca muy despacio. Escruta, receloso, las sombras de la noche a través de los cristales.

Cuando me ve y me reconoce, la sorpresa le deja petrificado.


– ¿En el monte?

– Desde hace un mes. Le parecerá seguramente una locura.

Tomás ha corrido el cerrojo de la puerta y cerrado las contraventanas. Apaga también la radio.

No sabe que Gildo está ahí afuera vigilando.

– Lo que me parece una locura -dice- es que hayáis venido aquí. Os arriesgáis vosotros y me comprometéis a mí.

– Lo sé, Tomás. Y lo siento. De veras que lo siento. Pero necesitamos su ayuda. Por eso hemos venido.

Ramiro escucha en silencio junto a la puerta. Los ojos del molinero van intermitentemente de él a mí. Piensa seguramente que hemos venido para pedirle que nos esconda en el molino. Y la idea, es evidente, no parece gustarle demasiado. Sabe el peligro que por ello correría.

– ¿Qué queréis?

– Buscamos a mi hermano -Ramiro, al fin, ha roto su silencio-. Está en el monte con nosotros. Anoche bajó a casa a por mantas y comida y no ha vuelto todavía.

– Y quieres que yo vaya hasta tu casa para saber qué ha sucedido.

– Exacto -asiente Ramiro-. Para nosotros es muy arriesgado. Si han cogido a mi hermano, los guardias tendrán ahora todo el pueblo vigilado.

– Si lo hubieran cogido -dice Tomás, no sé si en un intento de despejar nuestros temores o de encontrar una disculpa para él mismo-, ya se hubiese sabido. Tu hermano seguramente está escondido en casa.

Ramiro y yo le miramos en silencio, sin responder. El molinero, inmóvil frente a nosotros, parece cada vez más indeciso. Sin duda tiene miedo a salir solo y acercarse hasta La Llánava en esta extraña noche cuajada de temores y presagios. En esta extraña noche atravesada por el frío.

Pero no encuentra el coraje suficiente para negarnos la ayuda que le pedimos.


– Vosotros esperadme aquí -dice, al fin, consultando el reloj y buscando su pelliza-. Yo volveré en seguida.


El reloj de la iglesia da las doce cuando le vemos regresar por el camino. Ha pasado solamente media hora.

Desde la cerca de la presa, donde Ramiro y yo nos hemos reunido ya con Gildo -ninguno de los dos podía soportar la tensa espera en la oscuridad de la cocina-, vemos venir a Tomás con las manos hundidas en los bolsos de la pelliza y el cuerpo inclinado hacia adelante para abrirse paso entre las ráfagas cortadas de la ventisca.

Se asusta cuando nos ve aparecer al borde del camino.

– No está -dice mirando a Ramiro-. Y anoche tampoco estuvo.

– ¿Que anoche tampoco estuvo?

El molinero duda un instante antes de decir:

– Así es. A menos que tu madre me haya mentido.

Una ráfaga helada ha cortado sus últimas palabras. Bruscamente, el agua de la presa enmudece en la pesquera. El cielo se torna del color del hierro viejo y, en lo alto de los chopos, la luna se deshace como un fruto podrido.

Es la señal: sobre los campos desolados, sobre las extensiones infinitas de la noche, sobre las soledades eternamente juntas del río y del camino, comienza a nevar con repentina y aprendida mansedumbre.


Por los últimos huertos, cerca ya del cementerio, la ventisca arrecia. Desciende por el monte con un aullido doblando las cabezas de los árboles como animales sagrados que se inclinan ante el dios que pasa.

En sólo unos minutos -los que hemos empleado en llegar desde el molino hasta aquí arriba-, la nieve ha comenzado a dejar su impronta blanca en el camino. Un camino de tierra, cercado, que atraviesa los huertos y los prados ribereños y remonta torpemente la cuesta del cementerio antes de convertirse, ya en el monte, en senda tortuosa de rebaños.

Ha sido justo aquí, al salir a monte abierto, cuando nos ha sorprendido a bocajarro la descarga: una cortina de fuego que se enciende de repente junto a las viejas tapias del cementerio.

Cuando recobro el movimiento, estoy tumbado boca abajo en medio del camino. Casi al azar, cegado por la nieve, sintiendo en torno a mí las lenguas aceradas de las balas, busco el amparo de las urces donde Gildo empuña ya con rabia y decisión su metralleta.

– ¡Disparad! ¡Disparad! -Es la voz de Ramiro, a mis espaldas-. ¡Nos van a machacar!

La noche ha reventado como un barril de pólvora. Se ha convertido en un devastador y helado torbellino. La nieve, el viento, el tableteo de las armas, los gritos de los guardias, se funden bajo la noche dibujando una lámina borrosa e indescifrable. El ruido es sobrehumano. Por todas partes, las balas buscan nuestros cuerpos, rebotan contra la tierra con un aullido interminable.

– ¡Hay que salir de aquí! -grita Gildo, a mi lado, sin dejar de disparar-. ¡Hay que salir de aquí!

– ¡Aguantad! ¡Aguantad!

Aplastado contra el camino, Ramiro busca en el cinto una granada de mano. Arranca la espoleta con los dientes y la lanza con todas sus fuerzas hacia las sombras invisibles de los guardias.

El estampido es atronador. Acalla durante unos segundos las voces de los guardias y el tableteo nervioso de sus armas. Unos segundos largos, interminables, que nosotros aprovechamos para correr desesperadamente monte arriba, en medio de la noche y la ventisca.

– ¡Disparad! ¡Vamos, cubridme!

Ramiro empuña ya la otra granada. Y, antes de que los guardias puedan reaccionar, una segunda explosión les obliga a permanecer agachados tras las tapias.

Y, otra vez, correr, correr monte arriba con todas nuestras fuerzas, correr entre las urces y las ráfagas de nieve, correr buscando la raíz más profunda de la noche, la salvación cercana de esas rocas que marcan, en lo alto de la loma, la frontera de la muerte y de la vida.

De pronto, un golpe en la rodilla. Un golpe seco, inesperado. Y un escozor azul que asciende por mi pierna llameando.

– ¡Esperadme! ¡Esperadme! ¡Me han dado!

– ¡Corre! ¡No te pares! ¡No te pares!

Me arrojo al suelo, entre los matorrales, y me arrastro como puedo hasta la roca. Gildo está ya arriba, disparando.

Ramiro llega a mi lado:

– ¿Dónde? ¿Dónde te han dado?

– Aquí, en la rodilla.

El escozor es cada vez más fuerte, más profundo. Intento contener el borbotón caliente con la mano.

– Toma. Átate este pañuelo.

Ramiro coge mi metralleta y trepa a lo alto de las rocas, junto a Gildo.

– Quieto. No dispares -le dice-. Aquí no subirán.


Al cabo de unos minutos, una ráfaga corta y desesperanzada pone fin al tiroteo.

La noche se resiste a aceptar el silencio. Tan intenso. Pero, en seguida, el aullido gris de la ventisca reaparece entre las urces para llenar el vacío que la pólvora ha dejado. A lo lejos, algunas luces dispersas comienzan a encenderse en las ventanas de La Llánava.

Poco a poco, los guardias comienzan a salir de entre las tapias. Se acercan al camino con recelo y temor al principio. Convencidos después de que ya estamos al otro lado de la loma, perdidos en la noche, lejos de su alcance. Son solamente cuatro. Durante largo rato, rastrean con linternas la senda del rebaño, los matorrales apretados de las urces, el perfil sinuoso de las rocas, delante de nosotros.

Ramiro tenía razón: al final, las linternas se estrellan contra el cielo, por encima de las rocas, sin que los guardias se atrevan a subir en nuestra búsqueda.

En la collada de Illarga, la nieve alcanza ya un palmo de altura. La ventisca ha amainado y, ahora, una calma densa y fría se extiende mansamente sobre el monte.

Apoyado en el hombro de Gildo, hundiéndome en la nieve a cada paso, sin un solo descanso, sin ni siquiera un alto mínimo para mirar atrás y contemplar la larga estela de silencio que vamos dejando entre nosotros y las botas de los guardias, sólo percibo ya el escozor amargo que roe mi rodilla como un insecto. Las peñas se agigantan delante de mis ojos. Los copos y las urces se funden y deshacen, borrosos e insensibles, contra mis manos y mi rostro.

Siento que voy a desmayarme. Siento brotar en mi cerebro un lago negro y profundo.

– Parad -suplico-. No puedo más.

Gildo se detiene y me deja caer sobre la nieve. Quita el pañuelo ensangrentado para mirar la herida.

– Vamos, Ángel. Aguanta. Ya falta poco.

Gildo lava el pañuelo entre la nieve y lo vuelve a apretar en mi rodilla. La humedad paraliza el zumbido del insecto. Pero, a cambio, un relámpago de hielo atraviesa mi espalda como un látigo.

Ramiro borra con una rama el reguero de sangre que ha quedado entre la nieve. Me pregunta:

– ¿Puedes seguir?

– Sí -respondo, sin saber todavía si seré capaz de levantarme.

Pero no puedo. No siento ya ningún miembro del cuerpo.

Entre los dos, me levantan del suelo. Gildo me coge a cuestas y comienza, torpemente, a caminar.

Cerca de la cueva, Gildo me deja caer otra vez sobre la nieve y empuña su metralleta.

Ramiro se adelanta. Se interna entre los piornos y comprueba las marcas de seguridad con la linterna: esas señales apenas perceptibles -una rama cruzada, una lata, una cuerda- que dejamos a la entrada de la cueva para saber si alguien ha estado aquí en nuestra ausencia.

– ¿Juan?

La voz de Ramiro rasga como un cuchillo las entrañas heladas de la peña.

– ¿Juan? ¿Estás ahí?

Pero nadie contesta.