"Luna de lobos" - читать интересную книгу автора (Llamazares Julio)

Segunda Parte. 1939

Capítulo V

El coche que cubre la línea entre León y Ferreras pasa por Casasola todos los días a las siete en punto de la mañana. Hace una mínima parada frente a la iglesia -cuyo pórtico le sirve de improvisado apeadero en los días de lluvia o del invierno-, cruza el puente de piedra sobre el río y, con las luces encendidas todavía, emboca perezoso los primeros repechos del puerto de Fresnedo.

Hoy, en León, es día de mercado y el coche va lleno de campesinos que se han levantado muy temprano para cebar el ganado y afeitarse. Así que sube con más dificultad que de costumbre. De vez en cuando, la carretera se estira bajo sus ruedas permitiéndole un respiro. Pero, en las cuestas, renquea como un viejo buey de hierro a punto de derrumbarse.

Ahora, ha doblado ya la línea verde de los chopos, sobre el río. Contiene un momento la respiración, resopla y se lanza sin demasiadas fuerzas cuesta arriba en busca de la siguiente curva.

Así, hasta coronar el puerto. Como todos los días.


Ramiro se cala el pasamontañas y empuña la pistola.

– ¿Preparados?

Gildo y yo asentimos con una señal desde nuestras posiciones. Montamos las metralletas y nos tumbamos boca abajo entre las zarzas de la cuneta.

El coche de línea emboca ya la última curva de la carretera. Su hocico gris y polvoriento se aprieta contra la arista de la peña arañando los matojos que crecen sobre ella. De pronto, chilla como un caballo al que se tira bruscamente de las riendas. Las ruedas se contraen tratando de agarrarse al firme de la carretera. El coche duda un instante, da un soplido largo y hondo y se detiene finalmente, exhausto, junto al tronco que le esperaba atravesado en la calzada desde que salió de la parada de Casasola.

Es el momento que nosotros elegimos para saltar fuera de las cunetas.

– ¡Quietos todos! ¡Quietos todos en sus asientos!

Antes de que los viajeros hayan podido darse cuenta, grita ya en el interior del coche:

– ¡Vayan bajando y poniéndose contra la peña! ¡Con las manos en alto! ¡Vamos -le ordena al chófer-, usted el primero!

Los viajeros obedecen con rapidez y en silencio. Como un rebaño asustado, van descendiendo del coche y alineándose contra la peña. Alguno nos mira de reojo tratando de reconocernos. Pero el embozo calado de los pasamontañas y la amenaza de las metralletas les hace en seguida de su intento.

Ramiro desciende el último. Enfunda la pistola y comienza a cachearles de uno en uno. El dinero lo guarda en un bolsillo y las carteras las arroja en un montón a la cuneta. Los viajeros se dejan registrar, resignados.

De vez en cuando, Ramiro pasa de largo a alguno: a ese que, por su aspecto, le parece que necesita más que nosotros el dinero, o a esa mujer joven, niño apretado entre los brazos, que en más de una ocasión nos ha ayudado. Pero lo hace sin que el resto de los viajeros pueda darse cuenta.

El registro dura apenas cinco minutos. Cuando termina, Ramiro se echa a un lado:

Pueden volver al coche. Con las manos en alto, recuerden.

Los viajeros obedecen, ahora aún con mayor rapidez que antes. Ocupan sus asientos en silencio sin atreverse siquiera a mirar por las ventanillas.

Los últimos arrastran el tronco hasta la cuneta y lo dejan rodar por la pendiente varios metros.

– ¡Vamos!

El rugido del motor rompe de nuevo el silencio profundo de la mañana. El coche se despereza, concluido su descanso inesperado, remonta lentamente el final de la pendiente y se pierde tras la última curva envuelto en una nube de humo negro.


El mandil de cuadros azules está colgado en el huerto, entre los brazos del cerezo que mi padre plantó junto al pozo el día que enterraron a mi madre para recordarla cada vez que el verano volviera a La Llánava.

El mandil está seco. Juana o mi padre lo han colgado para avisarme de que los guardias vigilan la casa.


– ¿Siguen ahí?

Es la voz de María, a mi espalda.

– Sí.

– Pues vuelve a la cama. Duérmete.

– Llevo dos días durmiendo. Llevo dos días y dos noches aquí encerrado.

– ¿Y qué? -la voz de María es espesa, pesada- ¿No estás mejor que en el monte?

La rendija de la ventana deja entrar una raya de luna que atraviesa el cuarto en penumbra y se estrella contra la cama. Poco a poco, mis ojos vuelven a acostumbrarse a la oscuridad, al orden sombrío de los objetos: el armario de nogal barnizado: el arca que guarda entre ramas de menta la ropa de María: el espejo partido donde se apoya mi metralleta.

María se aprieta suavemente, de espaldas, contra mí.

– Hueles a monte -me dice-. Hueles como los lobos.

– ¿Y qué soy?

María se vuelve y se queda mirándome. Siento el temblor de su cuerpo, desolado y caliente bajo la combinación. Este ácido temblor de mujer solitaria, hermosa y joven todavía, pero ya condenada para siempre a esperar a una sombra, a un fantasma. A alimentar el recuerdo de un hombre que jamás volverá. Esta mujer que, en los últimos años, tantas noches ha fundido en la mía su soledad.

– No podéis seguir así, Ángel. No podéis estar siempre viviendo como animales. Peor: a los animales no les persiguen como a vosotros.

– ¿Y qué hacemos? ¿Nos metemos un tiro en la boca o nos entregamos para que ellos nos ahorren el trabajo?

María me mira en silencio, sin contestarme. Aplasta su vientre contra el mío y comienza a besarme. Yo noto que la sangre me sube hasta la boca de repente, en oleadas. La beso con fuerza, casi con rabia, como si nunca antes la hubiera besado. Como si las interminables noches de soledad y de deseo en el fondo de la cueva brotaran juntas de mi garganta. Como si sólo ahora, y nunca más pudiera ya besarla.

Ella, lentamente, rodea mis caderas con sus piernas y mis ojos con su mirada.


Me despiertan las campanadas de la iglesia: lentas, monótonas, lejanas.

María, abrazada a mí todavía, se vuelve de espaldas, sin despertar. Se estira la combinación arrugada hasta la cintura y continúa durmiendo.

Sobre la mesita de noche, junto a la pistola y el tabaco, el reloj marca las cinco de la mañana.

Me levanto sin hacer ruido y me deslizo hasta la ventana. La luna se estrella contra mis ojos, cegándome. Pero, en seguida, se oculta tras una nube dibujando en la noche, entre los árboles y los tejados de La Llánava, el huerto de la casa de mi padre.

El mandil de cuadros azules de Juana ya no está allí.


En el nogal de María anida esta noche la luna. Rasga sus sombras de las tapias mientras me alejo en silencio de la casa, despacio, sigiloso, como cuando de niños buscábamos aquí la fruta prohibida de los huertos o de las bocas rojas de las muchachas.

Sólo que, ahora, mi metralleta va dejando en el suelo una sombra de muerte, una espiga alargada.


Mi padre ha dejado abierto por dentro, como todas las noches, el postigo trasero que da al callejón.

Basta encaramarse por él a la leñera, caminar agachado sobre los fejes de roble y urces secas y descolgarse, ya adentro, hasta el desván en sombra del corral en el que duermen su sueño de siglos el carro y los aperos. Y donde siempre dormía también Bruna antes de que un guardia le reventase la cabeza de un disparo.

Dentro de casa, la oscuridad es absoluta. El pasillo se alarga como una boca negra hacia el nacimiento de la escalera y la puerta de la cocina que la llama del mechero dibujan ante mí.

Un crujido de tablas en la escalera. Una voz conocida:

– ¿Ángel? ¿Eres tú?

Mi padre está en el rellano, vestido todavía.

– Soy yo, padre. ¿Qué hace levantado?

Él no contesta.

– Sube -me dice-. Date prisa.

Y se pierde por la escalera sin esperarme.


Me he quedado parado en la puerta, inmóvil, anonadado. Como si acabara de recibir una descarga.

Sobre la cama, el reflejo amarillo de una vela ilumina el cuerpo de mi hermana, desmadejado, con la cabeza colgando sobre una palangana llena de agua ensangrentada.

Mi padre se sienta junto a ella. La ayuda a incorporarse, a reposar la cabeza sobre la almohada.

Juana me mira con los ojos arrasados por las lágrimas:

– Ya estoy bien, Ángel. No te preocupes. Ya se pasó -me dice con voz quebrada-. Fue un vómito, ¿sabes?

Y se queda en silencio, agotada, mientras lentamente va asomando entre sus labios una baba espesa y rosácea que mi padre se apresura a limpiarle con el borde de la sábana.

– La pegaron. La llevaron a la cuadra y allí la molieron a golpes y a patadas -al contraluz amarillo de la vela, mi padre parece una rama rota por la impotencia y la rabia-. A mí no me dejaron salir de la cocina. Conmigo no se atreven, ¿sabes? Conmigo no se atreven esos hijos de puta.

Y luego, ya menos excitado:

– Estoy asustado, Ángel. Ha estado escupiendo sangre.

Avise a algún vecino y que bajen a Cereceda a buscar al médico. Usted no se mueva de aquí. Usted quédese con Juana.

– Se negará a venir, ya lo verás. Como otras veces. El médico es peor todavía que los guardias.

– Al menos, que lo sepa. Y que sepa que, algún día, yo puedo estar esperándole.

Mi padre se queda en silencio mirando a mi hermana. Le limpia otra vez los labios con la sábana, sigo en la puerta sin encontrar las palabras capaces de consolarle. Sin saber cómo decirle que sufro más por ellos que por mí. Sin saber cómo acabar con este círculo sangriento e interminable.

Por eso, doy media vuelta y me voy sin decir nada.


Gildo -sobre sus anchos hombros, a lo lejos, el perfil de las montañas, los despojos sangrientos de un cielo que atardece- abre el bote de carne con la navaja.

Y señala, detrás de él, las crestas imponentes de Morana.

– Podríamos subir por el río.

Ramiro muerde un trozo de carne sin demasiadas ganas:

– ¿Y por dónde lo cruzamos? -pregunta-. Ahora viene crecido.

– Por el puente.

– ¿El del Ahorcado?

– Claro.

Ramiro niega con la cabeza:

– Ni hablar. Eso es una ratonera. Un solo guardia, escondido en la peña, nos cosería. Iremos por arriba, por Peña Negra. No tenemos ninguna prisa.

Ramiro, como siempre, desconfía. Estudia cada uno de nuestros pasos sin dejar nada al azar, a la buena fortuna. A veces, me resulta difícil reconocer en él a aquel niño tímido y callado con el que tantos días compartí los juegos de la escuela o el cuidado del ganado en las vegas de La Llánava. Me resulta difícil porque ahora, frente a mí, hay ya sólo un hombre lejano e inaccesible, un animal acorralado que sabe que, más tarde o más temprano, acabará acribillado a balazos en cualquiera de esos montes que ahora observa con mirada indescifrable.

– Guarda el bote -le dice a Gildo-. Puede servir para algo.

Gildo guarda el bote en su mochila y reanudamos la marcha.

Los tres sabemos para lo único que puede sernos útil ese trozo de hojalata, una vez lleno de pólvora y metralla.


En Peña Negra, la noche es una lámina de estrellas y de arándanos.

A medida que avanzamos, bordeándola, la vegetación desaparece poco a poco bajo el alud de piedras desprendidas que cubre la ladera. El valle va quedando cada vez más abajo, cada vez más hundido en la marea de helechos y piornos por el que corre, rumoroso, el río Susarón.

En Peña Negra, sólo hay arándanos. Y piedras. Y soledad. Y estrellas.

En Peña Negra, sólo hay tres sombras que caminan en silencio contra el viento.


La Llera, sobre el cauce tajado del río, es un puñado de casas y negrillos acurrucados, como un rebaño, al pie de Peña Negra.

Justo delante de las primeras casas, una pradera verde y jugosa -blanca bajo la luna- se lanza por la pendiente buscando el frescor del agua. Luego, ya abajo, se extiende plácidamente a ambos lados del río que se aleja en dirección a Vegavieja y los lavaderos de carbón de Valselada.

La Llera tiene una iglesia arruinada, un torreón medieval carcomido por el tiempo y los líquenes silvestres y una escuela de piedra donde yo explicaba la lección diaria la mañana en que llegó aquí la guerra. Nunca, desde aquel día, había vuelto a verla.

Ahora, sin embargo, estoy junto a ella, escondido a su sombra con Gildo y Ramiro. Y, a través de las ventanas, puedo ver, levemente iluminados por la luna, los pupitres alineados, la mesa del maestro -mi vieja mesa-, el encerado de pizarra en la pared. Todo como yo lo dejé aquella mañana de verano.

Pero ni Gildo ni Ramiro tienen aquí ningún recuerdo. Y esperan, impacientes, observando la casa que acabo de indicarles.

– El portón está abierto -dice Gildo.

Sí. Pero hay que ir con cuidado. Seguramente estará armado.

La hoja del portón se entreabre sin ruido. El corral está en sombra, en silencio. Pero una luz rojiza se adivina al-fondo, enredada en las telarañas de una ventana.

De pronto, un perro nos sale al paso. Con ojos amenazantes. Pero, antes de que pueda darse cuenta, un nudo corredizo se abraza a su garganta. El animal se queda mirándonos, colgado de la rueda del carro, con los ojos manchados de sorpresa y de sangre.

Desde la ventana de la cuadra, veo al hombre que venimos buscando. Está sentado en una banqueta, ordeñando.

Gildo y Ramiro se quedan afuera para cubrirme la retirada.


El hombre se vuelve en su asiento, sin soltar el caldero, alertado por los pasos. Al principio, simplemente sorprendido. Pero, cuando me ve, los músculos del cuello y de la boca se le contraen violentamente y su rostro palidece por completo. Me mira con ojos incrédulos, desorbitados.

– ¿Qué pasa, Guillermo? -estoy parado frente a él, en medio de la cuadra-. ¿Ya no me reconoces?

Él ni siquiera se atreve a contestarme.

– Me miras como si estuvieras viendo a un muerto.

El caldero se le cae de entre las piernas dejando un charco de leche sobre la paja. Las vacas se revuelven asustadas.

– ¿O es que acaso pensabas que había muerto?

– No, no. ¿Por qué dices eso?

Ha hablado al fin, con voz mansa y asustada, muy distinta de aquella que encabezaba mi búsqueda la noche que permanecí escondido en un pajar antes de conseguir escapar a la montaña.

– ¿No habías vuelto a saber nada de mí?

– Sí -susurra apenas-. Sabía que andabas huido. En el monte.

– ¿Y nunca pensaste que podría venir a visitarte?

Él no responde. Ha palidecido definitivamente más allá de los límites del miedo soportables y un sudor frío, amarillento, le recorre la cara.

Se levanta sin dejar de mirarme.

– ¿Qué vas a hacer, Ángel? ¿Qué vas a hacer?

Levanto la metralleta en dirección a ese bulto desmadejado, a esa imagen borrosa que me suplica con los ojos la compasión que ya no puede pedirme con palabras.

Y espero unos segundos a que el silencio se hinche como una nube antes de reventarlo:

– Escúchame, Guillermo. Esta vez no voy a matarte. ¿Me oyes? Esta vez no voy a matarte. Pero, ahora mismo, en cuanto me haya ido, coges la yegua y vas a Cereceda a ver al sargento de mi parte. Dile que esto es solamente un aviso. Por lo de mi hermana. Él ya sabe. Pero que, la próxima vez, alguien, tú por ejemplo, aparecerá con un tiro en la carretera. ¿Me has entendido, Guillermo? ¿Me has entendido?

Guillermo ya no puede contestarme. Se ha doblado con los ojos vidriados, sobre el pesebre, y ha empezado a vomitar ácidamente.