"Los Restos Del Dia" - читать интересную книгу автора (Ishiguro Kazuo)

CUARTO DIA POR LA TARDE

Little Compton, Cornualles


Por fin he llegado a Cornualles y, en estos momentos, me encuentro en el comedor del Hotel Rose Garden, donde acabo de almorzar. Fuera, la lluvia cae de forma persistente.

Sin ser suntuoso, el Hotel Rose Garden resulta acogedor y confortable. Vale la pena pagar un poco más y alojarse aquí. El hotel se halla situado en una de las esquinas de la plaza del pueblo. En realidad, se trata de una casa señorial cubierta de hiedra capaz de alojar, calculo, a unos treinta huéspedes. El comedor donde me encuentro es, no obstante, un anexo moderno contiguo al edificio principal, un largo recinto de un solo piso con ventanales a cada lado. A un lado se ve la plaza del pueblo y, al otro, el jardín trasero. De ahí, seguramente, el nombre dcl hotel. En el jardín, que parece bastante resguardado del viento, hay dispuestas unas cuantas mesas, ‹: debe de ser agradable, cuando hace buen tiempo, comer o tomar algo fuera. De hecho, antes he visto que algunos huéspedes salían a comer al jardín, aunque, a causa de unas nubes que amenazaban lluvia, han tenido que interrumpir el almuerzo. Al llegar, hace aproximadamente una hora, el servicio del hotel estaba quitando a toda prisa las mesas del jardín mientras que las personas que hasta ese instante las habían ocupado, incluido un caballero con una servilleta todavía metida en la camisa, seguían en pie bastante sorprendidos. Acto seguido, al poco rato, la lluvia ha comenzado a caer con tal furia que los huéspedes han dejado de comer durante unos instantes para mirar fijamente a través de la ventana.

Mi mesa se encuentra en el lado de la sala que da al pueblo. Durante esta última hora, por lo tanto, he podido contemplar cómo llovía en la plaza y cómo caía la lluvia sobre mi coche y otros dos que están aparcados en ella. Aunque en estos momentos ha amainado un poco, sigue lloviendo con la intensidad suficiente para quitarme las ganas de salir a dar una vuelta por el pueblo. Naturalmente, también se me ha pasado por la cabeza ir a ver a miss Kenton, pero en mi carta le dije que me presentaría a las tres, y no me parece correcto sobresaltarla llegando antes. Por tanto, parece que si no cesa la lluvia, lo más probable es que permanezca aquí tomando el té hasta que llegue la hora de dirigirme a su encuentro. Según la información que me ha dado la joven que me ha servido el almuerzo, la dirección en que actualmente reside miss Kenton dista unos quince minutos a pie. Esto quiere decir que, como mínimo, tendré que esperar otros quince minutos.

A propósito, quiero que sepan que estoy preparado para una posible decepción. Sé muy bien que miss Kenton nunca me ha asegurado, en ninguna de sus cartas, que estuviese deseosa de verme. No obstante, conociéndola, me inclino más bien a pensar que el hecho de no haber tenido respuesta es una forma de asentimiento. Estoy seguro de que si, por algún motivo, no le hubiese convenido que nos viéramos, no habría dudado en ningún momento en decírmelo. Por otra parte, en mi carta dejé bien claro que había reservado una habitación en este hotel y que podía dejarme cualquier mensaje de última hora. El hecho de no haberme encontrado con ninguna contraorden me hace suponer con mayor motivo que todo va bien.

La tormenta que está cayendo ahora me parece sorprendente, ya que el día ha empezado con el mismo sol radiante con que me he visto agraciado desde que salí de Darlington Hall. En conjunto, hasta ahora, el día me ha ido muy bien.

Para desayunar, mistress Taylor me ha preparado unos huevos frescos y unas tostadas, y a las siete y media ha llegado el doctor Carlisle, tal y como había prometido. Los Taylor han vuelto a insistir en que no les debía nada, y, tras despedirme de ellos, ha surgido una conversación mucho más embarazosa.

– He encontrado este bidón de gasolina para usted -me dijo el doctor Carlisle al invitarme a subir a su coche.

Le di las gracias por su atención, pero cuando quise pagarle, también se negó.

– ¡Qué está diciendo, hombre! No es más que un resto que he encontrado en un rincón del garaje, aunque creo que le bastará para llegar a Crosby Gate. Allí podrá llenar el depósito.

El centro de Moscombe aparecía inundado por todo el sol de la mañana: unas cuantas tiendecitas rodeando la iglesia, cuyo campanario ya había podido divisar desde la colina por la que llegué anoche. Sin embargo, el doctor Carlisle no me dio ocasión de examinar el pueblo, ya que, de pronto, se metió por un camino que llevaba a una granja.

– Es un atajo. -Me hizo esta observación mientras pasábamos delante de unos graneros y unos arados mecánicos. El lugar parecía desierto y, en un momento dado, al llegar frente a una tranquera cerrada, el doctor dijo: Disculpe, pero si no le importa…

Al bajar del coche, me acerqué a la puerta y, en ese preciso instante, de uno de los graneros se oyó un coro rabioso de ladridos. Comprenderán lo aliviado que me sentí cuando volví a entrar en el coche del doctor Carlisle.

Nos reímos con algunas bromas mientras ascendíamos por una carretera bordeada de árboles enhiestos. El doctor Carlysle me preguntó cómo había dormido en casa de los Taylor y otras cuestiones similares. De pronto, me dijo:

– Espero no parecerle mal educado, pero, dígame, es usted un criado o algo por el estilo, ¿verdad?

Y confieso que, ante todo, sentí una gran sensación de alivio.

– Sí, señor. Soy el mayordomo de Darlington Hall, una mansión situada cerca de Oxford.

– Es lo que me imaginaba. Por lo que contó ayer de Winston Churchill y todo eso. Pensé: o miente como un bellaco, o bien…, y entonces, se me ocurrió la explicación más sencilla.

El doctor Carlisle se volvió hacia mí sonriendo mientras seguía conduciendo el coche por la sinuosa pendiente que formaba la carretera. Entonces dije:

– Mi intención no era engañarles, señor. Sólo que…

– Vamos, hombre, no tiene que explicarme nada, ya me imagino lo que pasó. Por otra parte, permítame que le diga que es usted un tipo bastante peculiar y, para la clase de gente que hay por aquí, podría pasar por un lord o un duque. -El doctor soltó una carcajada-. Debe de ser un placer que de vez en cuando le tomen a uno por un lord.

Seguimos avanzando en silencio y, al cabo de un rato, me dijo el doctor Carlisle:

– En fin, espero que haya tenido usted una estancia agradable.

– Sí, he estado muy a gusto.

– ¿Y qué le ha parecido la gente de Moscombe? Gente con carácter, ¿no cree?

– Muy simpática. Los señores Taylor han sido verdaderamente amables, señor.

– No tiene usted por qué llamarme «señor». Sí, vale mucho esta gente. Yo, personalmente, podría pasar aquí el resto de mis días.

Me pareció que en el tono con que el médico pronunció estas palabras había algo de extraño. Y también me pareció curioso que insistiese en la pregunta:

– Entonces… los ha encontrado simpáticos, ¿no?

– Sí, doctor, son gente muy agradable. -Y dígame, ¿de qué estuvieron hablando anoche? Espero que no le aburrieran con historias y chismes del pueblo.

– No, no. En absoluto. En realidad, mantuvimos una conversación muy seria y algunas de las ideas que oí me parecieron muy interesantes.

Ah, se referirá usted a Harry Smith -dijo el doctor riéndose-. No le haga mucho caso. Resulta divertido durante un rato, pero la verdad es que no tiene las ideas muy claras. A veces habla como si fuera comunista y otras veces sale con cosas propias de gente de derechas. Como le digo, no tiene las ideas muy claras.

– Es muy interesante eso que dice.

– ¿Y de qué trató anoche la conferencia? ¿Del Imperio? ¿De la Seguridad Social?

– No, no. Habló de temas más generales.

– ¿Ah, sí? ¿Cuáles fueron?

Carraspeé un poco y proseguí:

– Expuso algunas ideas sobre su concepto de dignidad.

– Pues me parece un tema muy filosófico para Harry Smith. ¿Y cómo demonios se puso a hablar de eso?

– Subrayó lo importante que era su participación en las campañas electorales.

– ¿Ah, sí?

– Trató de hacerme comprender que los habitantes de Moscombe tenían ideas bien fundadas sobre todos los temas importantes de nuestra época.

– Ah, sí, eso sí que es muy suyo. Comprobaría usted mismo que no son más que tonterías. Harry siempre anda por ahí intentando que la gente del pueblo se interese por todos los problemas actuales, pero la verdad es que la gente lo único que quiere es que la dejen tranquila.

Durante unos instantes, volvimos a guardar silencio. Al final, dije:

– Discúlpeme, señor. Pero, por lo que veo, a mister Smith le consideran ustedes un personaje pintoresco, ¿no?

– Bueno…, verá. Quizá exagere, pero es verdad que la gente de este pueblo está muy concienciada políticamente. Saben que deberían tener las ideas más claras respecto a ciertos temas, tal y como Harry les dice. Pero en el fondo les pasa como a todo el mundo, sólo quieren vivir en paz. Harry siempre les habla de cambios, pero nadie en el pueblo tiene ganas de jaleos, aunque pudiesen salir ganando. Sólo quieren que se les deje tranquilos y vivir en paz. No quieren que les mareen con problemas.

Me sorprendió el tono de repulsa con que había hablado. Pero inmediatamente recobró su buen humor, sonrió y dijo; -Desde su lado se ve un paisaje muy bonito.

Y en efecto, a cierta distancia, por debajo de nosotros se divisaba el pueblo. Evidentemente, la luz del sol le daba un aspecto muy distinto, pero, de cualquier modo, era un paisaje parecido al que había contemplado en penumbras la noche anterior. Deduje, por tanto, que no debíamos de encontrarnos lejos del lugar donde había dejado el Ford.

– Mister Smith sostenía la opinión -dije yo- de que la dignidad de una persona residía en esa clase de cosas. En el hecho de tener opiniones y todo eso.

– Ah, sí. Estábamos comentando lo de la dignidad. Se me había olvidado. De modo que Harry se puso filosófico. Me imagino la de tonterías que soltaría.

– No puede decirse que sus conclusiones sean de las que suscitan aplausos, señor.

El doctor Carlisle asintió con la cabeza, pero pareció quedarse sumido en sus pensamientos.

– ¿Sabe, Stevens? -dijo finalmente-, al llegar yo aquí era un socialista convencido. Pensaba que el pueblo debía obtener mejores prestaciones, servicios…, en fin, todo eso. Llegué en el cuarenta y nueve. Pensaba que el socialismo ayudaría a la gente a vivir dignamente. Eran mis ideas al llegar aquí. Discúlpeme, no quiero aburrirle con sandeces. -Y se volvió hacia mí-: ¿Y qué me dice de usted? -¿Cómo, señor?

– ¿Qué cree usted que es la dignidad?

Debo reconocer que la pregunta, al formulármela de forma tan directa, me cogió desprevenido.

– Es algo difícil de explicar en pocas palabras, señor -repuse-. Pero creo que, en realidad, se trata de no desnudarse en público.

– ¿Cómo? ¿A qué se refiere?

– La dignidad, señor.

– ¡Ah! -asintió con la cabeza, pero se quedó algo extrañado. Y acto seguido, dijo-: Le sonará ya este camino, aunque quizá de día le parezca diferente. ¿Es ése su coche? ¡Caramba, es un coche fantástico!

El doctor Carlisle frenó justo detrás del Ford, bajó del coche y dijo:

– ¡Es fantástico!

Y acto seguido sacó de su coche un embudo y un bidón de gasolina y me ayudó a llenar el depósito. Mis temores de que el motor hubiese sufrido alguna avería más grave desaparecieron cuando le di al contacto y el motor empezó a vibrar de forma normal. En aquel momento, le di las gracias al doctor Carlisle y nos despedimos, aunque todavía tuve que seguir su coche por la sinuosa carretera de la colina durante más de un kilómetro hasta que nuestras rutas se separaron.

Crucé el límite con Cornualles alrededor de las nueve. Faltaban por lo menos tres horas para que empezase a llover y las nubes eran todavía de un blanco luminoso. Muchos de los paisajes que he podido contemplar esta mañana figuran entre los más cautivadores que he visto en mi vida y ha sido una lástima que no pudiera dedicarles toda la atención que merecían, ya que debo confesar que me encontraba en un estado de preocupación bastante grave pensando que, de no surgir algún imprevisto, volvería a ver a miss Kenton antes de que acabase el día. Así, mientras conducía velozmente a través de extensos campos, sin persona o vehículo alguno que se cruzase en mi camino, o por pueblos preciosos, algunos de los cuales no eran más que un puñado de casas, donde debía conducir con mayor prudencia, volvieron a asaltarme recuerdos de escenas pasadas. Y ahora, en el comedor de este agradable hotel de Little Compton en el que me encuentro, mientras hago tiempo veo caer la lluvia sobre las aceras de la plaza, sin poder evitar que mi mente divague de nuevo por esos mismos senderos.

Uno de estos recuerdos, o, mejor dicho, un episodio en concreto, me ha tenido preocupado toda la mañana. Es un episodio que, Dios sabe por qué, se ha conservado íntegro durante todos estos años. Estaba solo en el pasillo trasero, con la puerta de la habitación de miss Kenton cerrada, no justo frente a la puerta sino de lado, paralizado por la indecisión, sin saber si llamar o no, porque recuerdo que en ese momento presentí claramente que detrás de la puerta, a unos metros de mí, miss Kenton estaba llorando. Como he dicho, fue un momento que ha quedado grabado en mi memoria, lo mismo que la rara sensación que me invadió en aquel instante. No obstante, no estoy muy seguro de las circunstancias que me indujeron a permanecer de pie en aquel pasillo. Ahora me parece que en otras ocasiones en que he intentado ordenar estos recuerdos, he situado este momento justo después de que miss Kenton recibiese la noticia de la muerte de su tía, cuando al dejarla sola en su habitación, abandonada a su dolor, me di cuenta una vez en el pasillo de que no le había dado el pésame, pero ahora, tras pensarlo mejor, creo que me confundí, ya que en realidad este recuerdo refleja lo sucedido otra noche, varios meses antes de la muerte de la tía de miss Kenton, la noche en que mister Cardinal hijo se presentó de imprevisto en Darlington Hall.

El padre de mister Cardinal, sir David Cardinal, había sido durante muchos años el amigo y compañero más allegado de mi señor, y había muerto trágicamente en un accidente de caballo, tres o cuatro años antes del momento al que me refiero. Mientras tanto, su hijo se había labrado camino como periodista, escribiendo crónicas ingeniosas sobre la actualidad internacional. Lógicamente, estos artículos no solían ser del agrado de lord Darlington y puedo recordar numerosas ocasiones en las que, mirando por encima del periódico, mi señor decía:

– Otra vez estas tonterías que escribe Reggie. Menos mal que su padre ya no puede leerlas.

Pero los artículos de mister Cardinal no impedían que sus visitas fuesen frecuentes. Mi señor nunca olvidó que el joven era su ahijado y siempre le trató como a alguien de la familia. Por otro lado, nunca se presentaba a cenar sin avisar, de modo que cuando aquella noche llamaron a la puerta me sorprendió verle allí, tras el umbral, abrazado a su maletín.

– Hola, Stevens, ¿cómo está? -dijo-. ¿Sabe?, esta tarde se me han complicado las cosas y he pensado que quizá lord Darlington podría alojarme esta noche.

– Me alegra volver a verle, señor. Le diré a mi señor que está usted aquí.

– Mi idea era pasar la noche en casa de mister Roland, pero, al parecer, ha habido algún malentendido y en la casa no hay nadie. Espero que no sea ningún problema que me presente a estas horas. Me refiero a que espero que no haya nada especial esta noche.

– Creo que después de la cena mi señor espera a unos caballeros.

– Vaya, qué mala suerte. Me parece que no he escogido la mejor noche. Será mejor que pase inadvertido. De todas formas, tengo que preparar unos artículos.

Y mister Cardinal hizo un gesto señalando su cartera.

– Le diré a mi señor que está usted aquí. En cualquier caso, llega usted en buen momento si quiere cenar con él.

– Muy bien. Justo lo que esperaba. Aunque no creo que mistress Mortimer se alegre de mi visita.

Dejé a mister Cardinal en el salón y me dirigí al estudio, donde encontré a mi señor enfrascado en unos papeles. Cuando le anuncié la llegada de mister Cardinal, se dibujó en su rostro una expresión de sorpresa e irritación y, acto seguido, se hundió en su sillón como si intentara elucidar algún enigma.

– Dígale a mister Cardinal que bajaré enseguida -dijo al final-. Ya encontrará con qué distraerse.

Cuando volví a bajar, mister Cardinal se paseaba nervioso por el salón estudiando objetos que ya conocía de sobras. Le transmití el mensaje de mi señor y le pregunté si quería tomar algo.

– Oh, prepáreme una taza de té, Stevens. ¿Y a quién espera el señor esta noche?

– Discúlpeme, pero no sabría decirle, señor.

– ¿No tiene usted la menor idea?

– Lo siento, señor.

– Qué raro. En fin, será mejor que no me entrometa.

Recuerdo que entonces, casi de inmediato, bajé a la habitación de miss Kenton. Estaba sentada en su mesa, aunque no estaba ocupada en nada y tenía las manos vacías. De hecho, por su actitud deduje que debía de llevar así un buen rato antes de que yo llamara a la puerta.

– Ha llegado mister Cardinal, miss Kenton -le dije-. Esta noche se alojará en su habitación de siempre.

– Muy bien, mister Stevens. Me ocuparé de todo antes de irme.

– ¿Sale usted esta noche?

– Así es, mister Stevens.

Debí de parecer sorprendido, ya que miss Kenton prosiguió:

– Ya hablamos de esto hace dos semanas, ¿no lo recuerda -Sí, por supuesto. Discúlpeme, pero lo había olvidado por completo.

– ¿Ocurre algo, mister Stevens?

– En absoluto, miss Kenton. Más tarde llegarán algunos invitados, pero no hay ninguna razón por la que deba usted quedarse esta noche.

– Hace ya dos semanas que convinimos que podría tener la noche libre, mister Stevens.

– Por supuesto, miss Kenton. Le ruego que me disculpe.

Me volví para marcharme, pero las palabras de miss Kenton me retuvieron en la puerta.

– Mister Stevens, tengo algo que decirle.

– ¿Sí, miss Kenton?

– Es referente a la persona que conozco y a quien voy a ver esta noche.

– La escucho.

– Me ha pedido que me case con él. He pensado que tenía usted derecho a saberlo.

– Sí, miss Kenton. Una noticia muy interesante.

– Todavía lo estoy pensando.

– Claro.

Desvió un instante su mirada hacia las manos, pero inmediatamente sus ojos volvieron a encontrarme.

– Ha encontrado un trabajo en Cornualles y empieza dentro de un mes.

– Claro.

– Como le he dicho, todavía lo estoy pensando. Pero he considerado que debía usted estar al corriente.

– Se lo agradezco, miss Kenton. Le deseo sinceramente que pase una velada agradable. Ahora, si me disculpa…

Debían de haber pasado unos veinte minutos cuando volví a encontrarme con miss Kenton, esta vez mientras estaba ocupado en los preparativos de la cena. En realidad, subía por la escalera de servicio, con una bandeja completamente llena, cuando oí unos pasos agitados que hacían temblar el suelo de la planta de abajo, y, al volverme, me encontré con la mirada furiosa de miss Kenton, que estaba al pie de la escalera.

– Mister Stevens, ¿está insinuándome que le gustaría que trabajase esta noche?

– En absoluto, miss Kenton. Como usted misma ha dicho, ya me informó hace tiempo.

– Sí, pero tengo la impresión de que no le hace ninguna gracia que salga esta noche.

– Todo lo contrario, miss Kenton.

– ¿Piensa usted que armando tanto ruido en la cocina y pasando continuamente ante la puerta de mi habitación va a hacer que cambie de opinión?

– Miss Kenton, si ha oído usted un ligero revuelo en la cocina, es tan sólo porque mister Cardinal se ha presentado a cenar de improviso. No existe razón alguna por la que no pueda usted salir esta noche.

– Pienso salir de todas formas, mister Stevens, con su aprobación o sin ella. Que quede claro. Hace semanas que lo dispuse todo.

– Por supuesto, miss Kenton. Y como le he dicho, le deseo que pase una velada agradable.

Durante la cena reinó entre los dos caballeros un ambiente tirante y hubo largos ratos de silencio, en los que mi señor parecía completamente ausente. En un momento dado, mister Cardinal dijo:

– ¿Ocurre algo especial esta noche, señor?

– ¿Cómo dices?

– Las visitas de esta noche, ¿son muy especiales?

– Me temo que no puedo decirte nada, muchacho. Es totalmente confidencial.

– ¡Oh!, entonces supongo que no debo estar presente.

– ¿Estar presente en qué?

– No sé, en lo que vaya a tener lugar aquí esta noche.

– ¡Bah!, no creo que te pareciera interesante. De todas formas, se trata de algo totalmente confidencial. No puede haber nadie como tú presente. Eso de ningún modo.

– Realmente, debe ser algo muy especial.

Mister Cardinal miró atentamente a mi señor, pero éste se limitó a seguir comiendo sin añadir palabra. Después de la cena se retiraron a fumar unos cigarrillos y beber una copa de oporto. Durante el tiempo que tardé en recoger el comedor y preparar el salón para recibir a los invitados que vendrían por la noche, no tuve más remedio que pasar varias veces por delante de la puerta del salón de fumar. Me resultó inevitable, por tanto, observar cómo ambos caballeros, que durante la cena se habían mantenido bastante callados, empezaban ahora a conversar entre ellos violentamente. Un cuarto de hora más tarde se oyeron algunas voces. No me detuve a escuchar, como es natural, sin embargo no pude evitar oír gritar a mi señor:

– ¡Eso no es de tu incumbencia, muchacho! ¡No es de tu incumbencia!

Cuando por fin salieron de la sala de fumar, me encontraba en el comedor. Parecían más calmados, y las únicas palabras que oí al cruzar el vestíbulo fueron las que dijo mi señor:

– Ya sabes, confío en ti.

Después se separaron. Mi señor se dirigió a su estudio y mister Cardinal a la biblioteca.

Unos minutos antes de las ocho y media, se oyó el ruido de unos coches que aparcaban en el patio. Le abrí la puerta a uno de los chóferes y, al mismo tiempo, vi que detrás de él se dispersaban por el jardín varios policías. Acto seguido, hice pasar a dos distinguidos caballeros que fueron recibidos por mi señor y conducidos inmediatamente al salón. A los diez minutos, más o menos, se oyó otro coche que llegaba, y al abrir la puerta vi que era el señor Ribbentrop, el embajador alemán, una visita ya conocida en Darlington Hall. Mi señor salió a recibirle, y me pareció que se miraban con cierta complicidad antes de desaparecer tras la puerta del salón. Cuando al cabo de unos minutos me llamaron para que llevase algún refrigerio, los cuatro caballeros hablaban de los respectivos méritos de distintos tipos de salsas, y el ambiente, al menos superficialmente, parecía bastante animado.

Acto seguido tomé la posición que me correspondía en el vestíbulo, la que tomaba Junto al arco de la entrada siempre que había acontecimientos importantes, y no me moví hasta pasadas aproximadamente dos horas, cuando llamaron a la puerta de servicio. Al bajar a abrir, encontré a un policía acompañado de miss Kenton, el cual me pidió que certificara la identidad de ésta:

– Se trata sólo de una medida de seguridad, no era mi intención molestarla -dijo el agente antes de sumirse de nuevo en la oscuridad.

Al echar el cerrojo, observé que miss Kenton no se movía. En ese instante le dije:

– Espero que haya pasado una noche agradable, miss Kenton.

Al no darme ninguna respuesta, mientras cruzábamos el amplio y oscuro recinto de la cocina, volví a decirle:

– Espero que haya pasado una noche agradable, miss Kenton.

– Sí, ha sido una velada agradable. Gracias.

– Me alegra oírlo.

Oí que los pasos de miss Kenton se detenían detrás de mí y su voz me preguntaba:

– ¿No tiene usted el menor interés en saber qué ha ocurrido esta noche, mister Stevens?

– No quisiera parecerle grosero, miss Kenton, pero debo volver arriba inmediatamente. En estos mismos instantes están teniendo lugar en esta casa acontecimientos de una importancia a escala mundial.

– ¿Y cuándo no, mister Stevens? Muy bien, ya que tiene usted tanta prisa, sólo le diré que he aceptado la propuesta.

– ¿Cómo dice?

– La propuesta de matrimonio.

– ¿Habla en serio? Mi enhorabuena.

– Gracias, mister Stevens. Como es natural, esperaré a mi sucesora. Sin embargo, si pudiese acelerar mi despedida, se lo agradecería mucho. La persona de la que le he hablado debe empezar a trabajar en Cornualles dentro de dos semanas.

– Haré lo posible por encontrar una nueva ama de llaves cuanto antes, miss Kenton. Ahora, si me disculpa, debo regresar arriba.

Empecé a andar de nuevo, pero ya casi en la puerta que da al pasillo, oí que miss Kenton decía:

– Mister Stevens. -Me volví de nuevo. No se había movido y, por consiguiente, se vio obligada a elevar ligeramente la voz al hablarme, lo que provocó un eco extraño procedente de cada hueco vacío y oscuro de la cocina-. ¿He de pensar -dijo-que después de tantos años de servicio en esta casa, no tiene usted más palabras de despedida que las que acaba de pronunciar?

Miss Kenton, reciba usted mi más sincera enhorabuena. Pero le vuelvo a repetir que arriba están teniendo lugar hechos de gran importancia y que debo volver a mi puesto.

– ¿Sabía que en mi relación con esta persona ha tenido usted un papel muy importante?

– ¿En serio?

– Si, mister Stevens. A menudo, pasamos el tiempo riéndonos con anécdotas sobre usted. Por ejemplo, esta persona siempre quiere que le enseñe cómo se aprieta usted la nariz cuando echa pimienta en la comida. Le da mucha risa.

– Claro.

– También le gusta que le repita las charlas edificantes que da al personal. Debo decir que ya las reconstruyo casi a la perfección, aunque basta con dos frases para que nos partamos de risa.

– En fin, miss Kenton, ahora le ruego que me disculpe.

Subí al vestíbulo y me situé de nuevo en mi sitio, pero apenas transcurridos cinco minutos, mister Cardinal apareció en el umbral de la puerta de la biblioteca y me hizo una señal.

– No me gusta tener que molestarle, Stevens -dijo -, pero ¿le importaría servirme un poco de coñac? La botella que me ha traído hace unos instantes, parece que ya se ha acabado.

– No dude en pedirme lo que quiera, señor. Sólo que… si tiene usted que terminar esos artículos, no sé si le conviene seguir bebiendo, señor.

– No se preocupe por mis artículos, Stevens. Ande, sea amable y tráigame un poco de coñac.

– Muy bien, señor.

Cuando al cabo de un rato volví a la biblioteca, mister Cardinal erraba entre los estantes examinando el lomo de los libros. Una de las mesas cercanas estaba cubierta con algunos papeles sueltos y en desorden. Al verme llegar, mister Cardinal se mostró satisfecho y se dejó caer en uno de los sillones de cuero. Me acerqué, le serví un poco de coñac y le entregué la copa.

– Stevens -dijo-, ¿se da cuenta de que somos amigos desde hace ya muchos años?

– Claro, señor.

– ¿Sabe?, cada vez que vengo aquí me gusta hablar con usted. -Sí, señor. -Me gustaría de veras que se sentara. Quiero que hablemos como amigos y no que se quede usted ahí plantado con esa maldita bandeja, como si fuese a salir corriendo de un momento a otro.

– Discúlpeme, señor.

Dejé la bandeja y me senté educadamente en el sillón que me indicaba mister Cardinal.

– Eso está mejor -dijo mister Cardinal-. Supongo que entre los presentes en el salón no estará el primer ministro.

– ¿El primer ministro?

– Está bien. No tiene por qué decirme nada. Entiendo que su situación es muy delicada.

Mister Cardinal soltó un suspiro. Desvió su mirada hacia todos los papeles que había desordenados por la mesa y, acto seguido, prosiguió:

– Supongo que no es necesario que le diga lo que siento por el señor, ¿verdad, Stevens? Ya lo sabe, para mí es como un segundo padre. Sí, ya sé que no es necesario que se lo diga.

– No, señor.

– Siento por él un gran afecto.

– Lo sé, señor.

– Y sé que usted también, Stevens. Sé que le tiene usted un gran aprecio, ¿verdad?

– Así es, señor.

– Muy bien. O sea, que en eso estamos de acuerdo. Pero ahora consideremos los hechos. Verá, el señor está nadando en aguas muy peligrosas. Y no sólo eso. Estoy viendo que cada vez se está yendo más adentro, lo cual me preocupa. Además, me temo que no sepa volver.

– ¿En serio?

– Stevens, ¿sabe lo que está ocurriendo justo en este momento a unos metros de aquí, mientras usted y yo estamos sentados tan tranquilos? En esa habitación se encuentran reunidos, y no necesito que usted me lo confirme, el primer ministro británico, el ministro de Asuntos Exteriores y el embajador de Alemania. El señor ha hecho lo imposible porque esta reunión se celebre y cree, con toda su buena fe, que está haciendo algo noble y respetable. Pero, ¿sabe por qué el señor ha reunido esta noche a todos esos caballeros, Stevens?

¿Sabe qué es lo que están haciendo?

– Me temo que no, señor.

– Me temo que no. Dígame, Stevens, ¿acaso no le importa?

¿No le importa lo más mínimo? Escúcheme, amigo, en esta casa se está cociendo algo trascendental. ¿De verdad no le importa?

– No estoy aquí para interesarme por esa clase de cosas, señor.

– Pero siente usted aprecio por el señor. Y mucho, lo acaba de decir. Y si le tiene usted en tan alta estima, ¿no cree que sería normal tener cierto interés? ¿Un interés mínimo? Su patrón reúne a medianoche y en secreto al primer ministro y al embajador de Alemania y usted ni siquiera se pregunta por qué.

– No es que no me interese, señor. Es sólo que mi posición no me permite mostrar interés alguno por esta clase de asuntos.

– ¿Que su posición no se lo permite? Y me imagino que pensará usted que su lealtad consiste en eso, ¿no es así? ¿Cree usted que ser leal es eso? ¿Leal a su señor? ¿O a la Corona?

¡Vamos!

– Discúlpeme, señor, pero no sé qué pretende.

Mister Cardinal volvió a suspirar y meneó la cabeza.

– No pretendo nada, Stevens. Sinceramente, le digo que no sé qué se podría hacer, pero por lo menos podría usted sentir cierto interés.

Guardó silencio durante unos instantes, en los que mantuvo la mirada perdida en la parte de la alfombra que rodeaba mis pies.

– ¿Está seguro de que no quiere tomar nada?

– No, señor. Gracias.

– Le diré una cosa, Stevens. El señor está haciendo el ridículo. He estado investigando a fondo y en estos momentos no hay nadie que conozca la situación en Alemania mejor que yo. Y se lo repito, el señor está haciendo el ridículo.

Yo no respondí y mister Cardinal siguió contemplando el suelo con la mirada perdida de antes. Al cabo de un rato, prosiguió:

– El señor es una persona adorable, sí, un ser adorable. Pero el caso es que, en estos momentos, se ha metido donde no le llaman. Le están manipulando. Los nazis le están manipulando como a un títere. ¿Aún no se ha dado cuenta, Stevens? ¿No se ha dado cuenta de que es justamente eso lo que ha estado pasando durante los tres o cuatro últimos años?

– Discúlpeme, señor, pero creo que no he sido consciente de semejantes acciones.

– ¿No ha tenido siquiera la más mínima sospecha? ¿De que el señor Hitler, por ejemplo, a través de nuestro querido amigo el señor Ribbentrop, ha estado manipulando a lord Darlington como a un títere y, encima, con la misma facilidad con que manipula a todas las demás marionetas que tiene en Berlín?

– Discúlpeme, señor, pero me temo que no he sido consciente de semejantes acciones.

– Claro, pero es porque no le han interesado lo más mínimo. Usted sólo ve pasar las cosas, sin pararse a pensar en lo que significan.

Mister Cardinal se incorporó en su sillón, quedando un poco más erguido y, durante unos instantes, hundió su mirada en todo él trabajo sin terminar que aún tenía en la mesa. Entonces dijo:

– El señor es un caballero, ésa es la raíz del problema. Es un caballero que luchó contra los alemanes, y su naturaleza le impulsa a mostrarse generoso y condescendiente con el adversario vencido. La naturaleza de un caballero, de un auténtico caballero inglés. Así es el señor. Y no me diga que no se ha dado cuenta, Stevens. Es imposible que no se haya dado cuenta. Ha debido ver cómo le han utilizado, cómo le han manipulado, cómo se han servido de esta naturaleza buena y noble para conseguir otros fines, unos fines repugnantes. Y dice usted que no se ha dado cuenta.

Mister Cardinal volvió a clavar su mirada en el suelo y tras unos minutos de silencio, dijo:

– Recuerdo una vez que vine, hace tiempo, y estaba aquel norteamericano. Fue con ocasión de una importante conferencia que mi padre había organizado. Recuerdo que el norteamericano estaba más borracho aún de lo que lo estoy yo ahora, y durante la cena se levantó de la mesa y se quedó allí plantado de pie, delante de todo el mundo. Entonces, dirigiéndose al señor y señalándole, le dijo que era un aficionado. Le llamó torpe aficionado y le espetó que se estaba metiendo en lo que no le llamaban. Y ahora le aseguro, Stevens, que aquel individuo no se equivocaba. Es verdad, Stevens. El mundo actual se ha convenido en algo sucio, donde los buenos sentimientos y la generosidad ya no tienen cabida. Usted mismo lo ha visto. Ha visto cómo manipulaban una naturaleza buena y generosa. ¿No se ha dado cuenta, Stevens?

– Lo siento, señor, pero no puedo decirle que lo haya advertido.

– Está bien. No puede decir que lo ha advertido. Pues bien, yo no sé qué hará usted, pero por lo que a mí respecta no voy a quedarme con los brazos cruzados. Si mi padre viviera, ya habría hecho algo.

Mister Cardinal volvió a guardar silencio y durante unos instantes, quizá por haber evocado el recuerdo de su difunto padre, su rostro reflejó una gran melancolía. Finalmente, dijo:

– ¿Le satisface a usted ver cómo su señor está cada vez más cerca del precipicio?

– Discúlpeme, señor, pero no sé exactamente a qué se refiere. -Está bien, Stevens, puesto que no lo entiende usted y somos amigos, se lo explicaré claramente. Durante estos últimos años, es probable que Hitler no haya tenido un instrumento tan útil como el señor para hacer entrar su propaganda en este país. Con la ventaja, además, de que el señor es una persona sincera y respetable que no ha sabido apreciar el alcance real de lo que estaba haciendo. En sólo estos tres últimos años, el señor ha dispuesto un eslabón esencial en el establecimiento de vínculos entre Berlín y más de sesenta buenos contactos en este país. El servicio que les ha prestado es incalculable. Puede decirse que el señor Ribbentrop ha podido prescindir prácticamente de nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores. Y por si no fuese ya suficiente con su maldito congreso y sus malditos Juegos Olímpicos, ¿sabe en qué tienen ahora ocupado al señor? ¿Sabe qué es lo que están negociando ahora?

– Me temo que no, señor.

– El señor está intentando convencer al primer ministro de que acepte la invitación del señor Hitler para ir a visitarle, y se muestra convencido de que la opinión del primer ministro respecto al actual régimen político alemán es fruto de un terrible malentendido.

– No veo que haya nada que objetar a eso, señor. Lord Darlington siempre ha procurado favorecer el acuerdo entre ambas naciones.

– Y no acaba ahí la cosa, Stevens. En este preciso instante, a menos que esté totalmente equivocado, el señor está defendiendo la idea de que Su Majestad en persona también debería ir a visitar al señor Hitler. De todos es sabido el entusiasmo que los nazis suscitan en nuestro nuevo rey, y al parecer aceptaría de buen grado la invitación. Y en este preciso instante, Stevens, justo en este instante, el señor está haciendo lo posible por barrer todas las objeciones que el Ministerio de Asuntos Exteriores mantiene contra esta idea aberrante.

– Discúlpeme, señor, pero ¿en qué sentido está faltando el señor a su magnánima y noble naturaleza? Después de todo, sólo está haciendo lo posible para que siga reinando la paz en Europa.

– Pero dígame, Stevens, ¿no se ha parado a pensar, aunque sea por un momento, que podría ser yo el que tuviera razón? Lo que le estoy diciendo, ¿no le hace al menos dudar?

– Discúlpeme, señor, pero debo decirle que tengo plena confianza en la clarividencia de mi señor.

– Nadie con la suficiente clarividencia seguiría creyendo en las palabras que Hitler pronuncia al otro lado del Rin, Stevens. El señor no tiene ni idea de lo que está haciendo… Vaya, discúlpeme, creo que ahora sí le he molestado.

– En absoluto, señor -dije yo. De hecho, me había levantado al oír que me llamaban al salón-. Parece que los señores me necesitan. Le ruego que me disculpe.

El salón estaba lleno del humo de los cigarrillos. Y con una expresión solemne y sin pronunciar palabra, aquellos distinguidos caballeros siguieron fumando mientras mi señor me pidió que les llevara una botella de oporto de una calidad excelente que había en la bodega.

A aquellas horas de la noche, el ruido de mis pasos al bajar la escalera de servicio tuvo que oírse necesariamente, y fue con seguridad este ruido lo que atrajo la curiosidad de miss Kenton, ya que mientras avanzaba sumido en la oscuridad del pasillo, se abrió la puerta de su habitación y la vi aparecer, iluminada por la luz que venía de dentro.

– Me sorprende verla aún en pie, miss Kenton -le dije acercándome.

– Mister Stevens, me he portado como una imbécil.

– Discúlpeme, miss Kenton, pero ahora mismo no tengo tiempo para hablar.

– Mister Stevens, no debe tomarse a pecho nada de lo que le he dicho antes. Me he portado como una imbécil.

– No me he tomado nada de lo que usted ha dicho a pecho, miss Kenton. De hecho, ya no recuerdo a qué se refiere. Arriba están teniendo lugar hechos de gran importancia y en estos momentos no puedo entretenerme en hablar con usted. Ahora sólo le sugiero que descanse.

Tras pronunciar estas palabras, me marché rápidamente. Sin embargo, cuando me encontraba a unos pocos pasos de la puerta de la cocina, la oscuridad en que volvió a sumirse el pasillo me indicó que miss Kenton había cerrado de nuevo la puerta.

Encontrar en la bodega la botella en cuestión y preparar lo necesario para servirla no me llevó mucho tiempo. Por ello, tan sólo unos minutos después de haberme encontrado a miss Kenton, me vi de nuevo en el pasillo, esta vez cargado con una bandeja. Al llegar a la puerta de miss Kenton, deduje, por la luz que se filtraba a través de los contornos, que aún seguía despierta, y ése fue el momento, y ahora sí estoy seguro, que quedó grabado en mi memoria como un recuerdo imperecedero, el momento en que me detuve en la oscuridad casi absoluta del pasillo, con la bandeja en las manos, y la convicción cada vez más certera de que, a sólo unos metros al otro lado de la puerta, miss Kenton estaba llorando. Que ahora recuerde, no hubo pruebas que realmente confirmaran esta certidumbre, pues la verdad es que no oí ningún sollozo; sin embargo, sí recuerdo que en aquel momento estuve bastante seguro de que, en caso de haber llamado a la puerta y haber entrado, habría encontrado a miss Kenton llorando. No sé hasta cuándo permanecí allí de pie. En aquel momento me pareció mucho tiempo, aunque en realidad supongo que sólo fue cuestión de segundos, ya que, naturalmente, debí apresurarme a subir de nuevo para servir a algunos de los más eminentes caballeros del país y es imposible, por tanto, que me demorase demasiado.

Cuando volví al salón, vi que el ambiente entre los caballeros seguía siendo bastante grave, aunque he de señalar que, al margen de esto, no tuve demasiadas oportunidades de hacerme una idea sobre el desarrollo de la reunión, ya que nada más entrar, mi señor me cogió la bandeja de las manos y me dijo:

– Gracias, Stevens. Yo serviré. Eso es todo.

Tras cruzar de nuevo el vestíbulo, volví a mi puesto habitual debajo del arco y, durante más o menos una hora, en concreto hasta que se marcharon los señores, no ocurrió ningún hecho que me obligara a abandonar mi puesto. Fue una hora que, sin embargo, retuve perfectamente en la memoria y, durante todos estos años, he tenido de ella un recuerdo muy nítido. Al principio, debo reconocer que me sentí bastante abatido. Pero después, mientras transcurrieron los minutos, empecé a notar un fenómeno curioso. Es decir, empezó a invadirme una fuerte sensación de triunfo. No recuerdo si, en aquel momento, pude explicarme esa reacción; hoy, en cambio, analizando aquel instante de nuevo, no me parece tan difícil poder entenderlo. Después de todo, aunque las últimas horas del día habían sido agotadoras, me había esforzado por mantener cada minuto «la dignidad propia de mi condición», de un modo, además, del que incluso mi padre habría estado orgulloso. Frente a mí, al otro lado del vestíbulo, tras aquella puerta en la que tenía clavados mis ojos, en la misma habitación donde acababa de prestar mis servicios, los seres más poderosos de Europa deliberaban sobre el destino de nuestro continente. Nadie habría podido negarme que en aquellos momentos estuve todo lo cerca del eje de los acontecimientos importantes que un mayordomo podría soñar. Por lo tanto, me imagino que en esos instantes, mientras meditaba sobre lo ocurrido aquella noche y sobre lo que aún estaba sucediendo, tuve la sensación de que aquellos acontecimientos venían a resumir el transcurso y los logros de toda una vida, y no creo que exista otra explicación de la sensación de triunfo que me invadió aquella noche.