"Los Restos Del Dia" - читать интересную книгу автора (Ishiguro Kazuo)

SEXTO DIA POR LA TARDE

Weymouth


Esta ciudad costera es un lugar al que siempre he deseado venir. Son muchas las personas a las que he oído comentar haber pasado unas vacaciones muy agradables aquí, y el libro de mistress Symons, Las maravillas de Inglaterra, la califica como «una ciudad que puede suscitar el interés del visitante durante varios días». Hace especial referencia a esta escollera por la que he estado paseándome durante la última media hora, y recomienda sobre todo que se visite al atardecer cuando la iluminan numerosas bombillas de colores. Y hace unos instantes, al decirme un empleado municipal que encenderían las luces «dentro de un momento», he decidido sentarme en este banco a presenciar el espectáculo. Desde aquí la vista de la puesta del sol en el mar es muy bonita, a pesar de que sigue habiendo mucha luz, pues ha hecho un día estupendo, por algunos puntos ya empieza a iluminarse la costa. La escollera no ha perdido mientras tanto a ninguno de sus transeúntes; detrás de mi, por consiguiente, no he cesado de oír el ruido de pasos que retumban contra los maderos.

Llegué a esta ciudad ayer por la tarde, y decidí quedarme ana segunda noche para poder así disfrutar de ella otro día. Les aseguro que ha sido todo un placer no tener que conducir, ya que, por muy agradable que me parezca esta actividad, al final puede resultar fastidiosa. En cualquier caso, nada me impide disfrutar de este lugar un día más, y si mañana salgo bien temprano, podré estar en Darlington Hall para la hora del té.

Hace ya dos días que me encontré con miss Kenton en el salón de té del Hotel Rose Garden, en Little Compton. Sí, fue allí donde nos encontramos, ya que miss Kenton, para sorpresa mía, se presentó en el hotel. Después del almuerzo dejaba pasar el tiempo -creo que contemplando la lluvia a través de la ventana, sentado a mi mesa, simplemente cuando un empleado del hotel vino a comunicarme que había una dama en la recepción que deseaba verme. Me levanté y me dirigí al vestíbulo, pero no reconocí a nadie. Y en ese momento el recepcionista me dijo desde detrás del mostrador:

– La dama está en el salón de té, señor.

Al cruzar la puerta que me habían indicado, descubrí una sala atestada de sillones que no hacían juego y con unas cuantas mesas repartidas al azar. Miss Kenton, que era la única persona presente, se puso en pie al verme entrar, sonrió y me tendió su mano.

– ¡Mister Stevens, qué alegría volver a verle!

– Encantado, mistress Benn.

La luz que entraba en la habitación era bastante lúgubre a causa de la lluvia, de modo que acercamos dos sillones a uno de los ventanales y allí estuvimos hablando durante cerca de dos horas, rodeados de una luz gris, mientras fuera la lluvia seguía cayendo persistentemente sobre la plaza.

Como es natural, miss Kenton había envejecido un poco, pero, al menos a mi juicio, lo había hecho con mucha elegancia. Conservaba su figura delgada y su porte habitual. También había conservado el gesto de desafío que siempre había caracterizado su modo de erguir la cabeza. Evidentemente, bajo la fría luz que iluminaba su rostro me resultó inevitable apreciar las arrugas que ya habían nacido en él. Sin embargo, en general, la miss Kenton que tenía ante mis ojos no difería apenas de la persona que poblaba mis recuerdos de tantos años. En definitiva, reconozco que, en conjunto, fue un placer para mí volver a verla.

Durante los primeros veinte minutos, aproximadamente, sólo intercambiamos la clase de comentarios que podrían constituir la conversación de dos desconocidos cualesquiera. Quiso saber cortésmente cómo había transcurrido mi viaje, si estaba disfrutando de mis vacaciones, qué ciudades y parajes había visitado, y cosas así. Mientras hablábamos, debo decir que me pareció percibir otros cambios más sutiles que se habían operado en ella con los años. Por ejemplo, me pareció que se mostraba más serena. Quizá sólo era la tranquilidad que dan los años, y, durante un buen rato, procuré entenderlo así. No obstante, la impresión que verdaderamente me causaba era que, más que tranquilidad, se trataba de un sentimiento de hastío ante la vida. La chispa que había hecho de ella una persona vivaz y, algunas veces, veleidosa, se había apagado. De hecho, a ratos, en los momentos en que permanecía callada o mantenía su rostro inmóvil, me parecía vislumbrar cierta tristeza en sus ojos, aunque repito una vez más que quizá sólo se trate de impresiones falsas.

Al cabo de un rato el distanciamiento que había dominado nuestra conversación en un principio se disipó completamente, y los temas que pasamos a tratar adquirieron un cariz más íntimo. Empezamos recordando a algunas personas del pasado, comentando al mismo tiempo las posibles noticias que tuviésemos sobre ellas, y debo decir que fueron unos minutos extremadamente agradables. Pero no fue tanto el contenido de nuestra conversación como las sonrisas con que terminaba sus frases, ciertas inflexiones irónicas con que modulaba a veces su voz y algunos movimientos de las manos o los hombros, lo que inconfundiblemente me trajo el recuerdo del ritmo y la manera que marcaban nuestras conversaciones de antaño.

También fue durante aquel rato cuando pude averiguar algunos datos referentes a su situación presente. Me enteré, por ejemplo, de que su matrimonio no estaba en un estado tan lamentable como podía deducirse por su carta; que, aunque efectivamente se había ido de su casa por un período de cuatro o cinco días, durante el cual había redactado la carta que yo había recibido, decidió volver y fue bien recibida por parte de mister Benn, su marido.

– Menos mal que al menos uno de los dos se muestra sensato cuando pasan estas cosas -me dijo sonriendo.

Naturalmente, soy consciente de que tales temas no me incumbían en modo alguno, y debo señalar que en ningún momento se me habría ocurrido entrometerme en aquellos asuntos de no haber tenido, como recordarán ustedes, importantes razones profesionales para hacerlo. Me refiero a los problemas de personal que padecemos actualmente en Darlington Hall. En cualquier caso, a miss Kenton no parecía molestarle en absoluto confiarme sus cuitas, y yo lo tomé como un verdadero testimonio de los estrechos vínculos profesionales que nos unieron en otros tiempos.

Recuerdo que, seguidamente, pasó a relatarme, en términos generales, cosas de su marido, que debería jubilarse con cierta antelación por motivos de salud, y de su hija, que ya es una mujer casada y en otoño espera un hijo. Además, miss Kenton me dio la dirección de su hija en Dorset y debo decir que me sentí halagado por la insistencia con que me pidió que le hiciera una visita durante mi viaje de vuelta. Y a pesar de explicarle que era bastante improbable que pasase por esa parte de Dorset, miss Kenton me animaba diciéndome:

– Catherine me ha oído hablar de usted tantas veces, mister Stevens. Le aseguro que estará encantada de conocerle.

Por mi parte, intenté describirle del mejor modo posible el Darlington Hall de ahora. Me esforcé por darle una idea de lo buen patrón que era mister Farraday, y le expliqué los cambios que había habido en la casa, las modificaciones, las habitaciones que habíamos cerrado y la nueva ordenación del personal. Creo que miss Kenton se mostró especialmente interesada cuando empecé a hablarle de la casa y, acto seguido, rememoramos juntos historias pasadas, riéndonos a ratos de algunas de ellas.

Recuerdo que a lord Darlington sólo le mencionamos una vez. Acabábamos de comentar divertidos una anécdota sobre mister Cardinal hijo, y no tuve más remedio por tanto que hacerle partícipe de que éste había muerto en Bélgica, durante la guerra.

– El señor le tenía en gran estima y, naturalmente, la noticia fue un golpe muy duro -le dije.

Dado que no quería malograr nuestra agradable reunión con historias tristes, cambié de tema casi inmediatamente. Sin embargo, como me temía, miss Kenton había seguido por la prensa el fracaso con que había culminado el proceso por libelo difamatorio, y aprovechó el momento para sondearme un poco al respecto. Según recuerdo, intenté resistirme a entrar en este terreno, pero finalmente le dije:

– Verá, mistress Benn, durante la guerra se dijeron cosas muy duras sobre mi señor, sobre todo en las columnas de ese periódico en concreto, y mientras el país estuvo en peligro, él encajó todo aquello. Pero una vez que terminó la guerra, como vio que las insinuaciones no cesaban, mi señor consideró que no debía seguir sufriendo en silencio. Es verdad que ahora nos parece evidente lo peligroso que era entonces llevar ante los tribunales un asunto semejante, sobre todo teniendo en cuenta el ambiente de la época. Pero ya ve, mi señor pensó sinceramente que le harían justicia. Como era de prever, lo único que consiguió es que la tirada del periódico aumentara, y el buen nombre de mi señor quedó manchado para siempre. Mistress Benn, le aseguro que después de aquello, el señor siguió viviendo, prácticamente, como un enfermo. La casa enmudeció. Le llevaba el té al salón y… De verdad, era horrible.

– Lo lamento, mister Stevens, pero no sabía nada de eso.

– Sí, mistress Benn. Pero será mejor dejarlo. Sé que el Darlington Hall que usted recuerda es el de la época en que tenían lugar grandes acontecimientos, y la casa siempre estaba llena de personajes importantes. Y así es como debemos recordar al señor.

Como he dicho, ése fue el único momento en que mencionamos a lord Darlington. En general, rememoramos anécdotas divertidas, y las dos horas que pasamos juntos en el salón de té fueron verdaderamente muy gratas. Me parece recordar que durante el transcurso de nuestra conversación llegaron otros clientes, que se instalaban y después se iban al cabo de un rato, pero no nos distrajeron en absoluto. De hecho, cuando miss Kenton miró el reloj de péndulo que había en la repisa de la chimenea y me anunció que ya era hora de marcharse, costaba creer que ya habían transcurrido dos horas. Al decirme que aún tenía que andar bajo la lluvia un buen trecho, hasta la parada de autobús situada a la salida del pueblo, me ofrecí a llevarla en el coche, y, después de pedir un paraguas en la recepción, salimos juntos del hotel.

Alrededor del coche se habían formado grandes charcos en el suelo, de modo que tuve que ayudar a miss Kenton a instalarse en su asiento. Enseguida llegamos a la calle mayor del pueblo, después se acabaron los comercios y de pronto nos encontramos en pleno campo. Miss Kenton, que hasta entonces se había limitado a contemplar el paisaje en silencio, se volvió hacia mí y me dijo:

– ¿Me puede explicar de qué se ríe?

– ¡Oh, discúlpeme! Es que recordaba algunas cosas que decía usted en su carta. Me sentí un poco preocupado al leerlas, pero ahora veo que, en realidad, no había motivo.

– ¿Y qué cosas eran ésas, mister Stevens?

– Nada en particular.

– Vamos, mister Stevens, debe usted decírmelas.

– Por ejemplo -dije riéndome-, hay un párrafo en su carta en que dice usted…, a ver si me acuerdo, «sólo veo el resto de mis días como un gran vacío que se extiende ante mí», o algo por el estilo.

– ¿De verdad? -me dijo también riéndose-. Me parece imposible haber escrito algo semejante.

– No le miento, mistress Benn. Me acuerdo muy bien.

– En fin, es posible que algunos días me sienta así, pero se me pasa pronto. Le aseguro que no veo el resto de mis días como un gran vacío. Para empezar, le diré que voy a ser abuela. Y quizá sólo sea el primer nieto.

– Pues sí. Será fantástico para ustedes.

Durante unos instantes guardamos silencio y, al cabo de un rato, dijo miss Kenton:

– ¿Y qué me dice de usted, mister Stevens? ¿Qué le deparará el futuro cuando vuelva a Darlington Hall?

– No sé qué me deparará, pero en cualquier caso, no serán días vacíos. Ojalá. No, no, me espera mucho, muchísimo trabajo.

Al decir esto, los dos soltamos una fuerte carcajada y, acto seguido, miss Kenton señaló una marquesina que se veía un poco más a lo lejos, en la carretera, y, mientras nos acercábamos, dijo:

– ¿Quiere usted esperar conmigo? El autobús no tardará.

Cuando bajamos del coche para dirigirnos a la marquesina, seguía lloviendo de forma persistente. La marquesina, de piedra y con un techo de tejas, tenía una apariencia muy sólida, y debía de serlo, situada como estaba en pleno campo, en medio de una gran llanura. El interior estaba muy limpio. Sólo había algunos desconchados en la pintura. Miss Kenton se sentó en el banco, y yo seguí de pie para poder ver el autobús cuando llegara. En el arcén de enfrente no había más que campos atravesados por una larga hilera de postes telegráficos, al final de los cuales la vista se perdía.

Después de unos minutos de silencio, me decidí por fin a decir:

– Discúlpeme, mistress Benn, pero quizá pase mucho tiempo hasta que volvamos a vernos y me gustaría preguntarle algo bastante personal, si no le importa. Es algo que me ha tenido muy preocupado últimamente.

– Por supuesto, mister Stevens. Después de todo, somos buenos amigos, ¿no?

– Sí, claro, como usted dice, somos buenos amigos. Sólo quería preguntarle…, pero no me conteste si no quiere. El caso es que… las cartas que me ha enviado usted durante todos estos años, y especialmente la última, daban a entender más o menos que se encontraba usted…, no sé cómo decirlo, que se sentía usted desgraciada. Y me preguntaba si…, no sé, de algún modo, no recibía usted un buen trato, en general me refiero. Discúlpeme, pero, como le he dicho, es algo que me ha tenido preocupado. Me sentiría verdaderamente como un idiota si, después de haber hecho tantos kilómetros y habernos visto, me despidiera de usted sin, al menos, habérselo preguntado.

– Vamos, mister Stevens, no debe usted sentirse violento. Somos amigos, ¿no? Aunque me conmueve, de verdad, que se haya usted preocupado tanto. Ahora bien, puede estar tranquilo a ese respecto. No, no recibo ningún trato indebido. Mi marido no es una persona cruel, ni de mal carácter.

– Le aseguro que me quita un peso de encima.

Avancé unos pasos, bajo la lluvia, por si el autobús venía.

– No le veo muy convencido, mister Stevens. ¿Es que no me cree?

– No, no. No es eso, mistress Ben, no es eso. Es sólo que, a pesar de todo, el caso es que me ha parecido que no era usted feliz durante estos años. Quiero decir, y discúlpeme, que en varias ocasiones ha dejado usted a su marido, y si dice que no la maltrata, no entiendo cuál puede ser la causa de su desdicha.

Volví a avanzar unos pasos, bajo la lluvia, y, a mis espaldas, oí a miss Kenton que decía:

– No sé cómo explicárselo, mister Stevens. Ni yo misma sé por qué hago esas cosas. Pero sí, es verdad que le he abandonado tres veces. -Se quedó callada unos instantes, y yo volví a mirar en dirección a los campos que poblaban el otro lado de la carretera. Después añadió-: Mister Stevens, supongo que lo que quiere saber es si amo o no a mi marido.

– ¡Oh, no, mistress Benn! ¡Cómo podría atreverme a…!

– Sí, le responderé. Como acaba de decir, es posible que pasen muchos años hasta que volvamos a vernos. Si, amo a mi marido. Al principio, y durante algún tiempo, no fue así. Cuando me fui de Darlington Hall, me costaba hacerme a la idea de que realmente me había ido. Pero de esto hace ya muchos años. Más bien tenía la impresión de que era una treta más para fastidiarle a usted. Me costaba creer que me hallaba de pronto aquí, y que era una mujer casada. Y durante mucho tiempo, sí, durante mucho tiempo, fui muy desgraciada. Pero entonces pasaron los años, llegó la guerra, mi hija Catherine creció, y un día me di cuenta de que quería a mi marido. Después de tanto tiempo con una persona, uno se acostumbra. Es un hombre bueno y tranquilo, y sí, mister Stevens, he aprendido a amarle.

Tras quedarse un instante callada, prosiguió:

– Claro, eso no impide que haya momentos, momentos muY tristes, en que me digo: «¿Qué he hecho con mi vida?», y pienso que habría sido preferible seguir otro camino, que tal vez me hubiese dado una vida mejor. Por ejemplo, pienso en la vida que podría haber llevado con usted, mister Stevens. Y supongo que es en esos momentos cuando me enfado por cualquier cosa y me voy. Pero cuando hago eso, no pasa mucho tiempo hasta que me digo que mi sitio está aquí, junto a mi marido. Después de todo, no se puede hacer retroceder el tiempo. No se puede estar siempre pensando en lo que habría podido ser. Hay que pensar que la vida que uno lleva es tan satisfactoria, o incluso más, que la de los otros, y estar agradecido.

Creo que no respondí inmediatamente. No me resultó fácil digerir aquellas palabras. Además, como supondrán ustedes, suscitaron en mí cierta amargura. En realidad, ¿por qué no admitirlo?, sentí que se me partía el corazón. Sin embargo, poco después, me volví hacia ella y le dije:

– Tiene usted toda la razón, mistress Benn. Ya es demasiado tarde para hacer retroceder el tiempo. Además, no viviría tranquilo si por culpa de estas ideas usted y su marido fuesen desgraciados. Como muy bien ha observado, todos debemos dar gracias por lo que de verdad tenemos. Y por lo que me ha estado diciendo, tiene usted motivos para estar satisfecha. Me atrevería incluso a anticiparle que, ahora que mister Benn va a jubilarse, que van ustedes a tener nietos, se les avecinan años muy felices. No debe dejar que esas ideas tan absurdas se interpongan entre usted y la felicidad que merece.

– Lo sé, mister Stevens, tiene toda la razón. Es usted tan bueno.

– ¡Ah!, creo que ya viene el autobús.

Me bajé a la calzada e hice una señal. Miss Kenton, mientras tanto, se puso en pie y se acercó al borde de la marquesina. Cuando se paró el autobús, me volví hacia ella y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Sonreí y le dije:

– Cuídese mucho, mistress Benn. Dicen que con la jubilación empiezan los años más felices de una pareja. Debe hacer lo posible para que así sea, en bien de usted y de su marido. Quizá no nos volvamos a ver nunca, por eso le pido que tenga muY en cuenta lo que le digo.

– Lo haré, mister Stevens. Gracias. Y gracias también por haberme acompañado. Ha sido muy amable. Ha sido muy agradable volver a verle.

– Ha sido un placer volver a verla, mistress Benn.


Acaban de encender las luces de la escollera y, detrás de mí, todo el mundo que pasaba ha recibido el acontecimiento con una fuerte ovación. La tarde sigue llena de luz, una pálida luz roja que ilumina el cielo; sin embargo, se diría que toda esta gente que ha empezado a congregarse en el paseo desde hace media hora está deseando que caiga la noche. Supongo que esto corrobora la observación que me ha hecho un hombre que había sentado aquí, a mi lado, hasta hace un momento, y con el que he tenido una curiosa conversación. Me decía que mucha gente prefiere la noche al día, y que son las horas que con más impaciencia esperan. Como he dicho, debe de haber algo de verdad en esta afirmación. De otro modo, no entiendo por qué iba a alegrarse tanto esta gente, cuando lo único que han visto es encenderse las luces de la escollera.

No cabe duda de que el hombre hablaba en sentido figurado. No obstante, ha sido interesante comprobar que sus palabras se han confirmado literalmente. Supongo que ya haría varios minutos que estaba sentado junto a mí, en este mismo banco, sin que yo me hubiese percatado, ya que he estado totalmente absorto rememorando el encuentro de hace dos días con miss Kenton. En realidad, creo que sólo reparé en su presencia cuando le oí decir en voz alta:

– El aire del mar es muy sano.

Y al levantar la mirada me encontré a un hombre corpulento de unos sesenta años, que llevaba una chaqueta de lana bastante gastada y el cuello de la camisa abierto. Tenía su mirada puesta en el mar, seguramente en algún grupo de gaviotas que había a lo lejos, de modo que no supe con certeza si se dirigía a mí. Pero como ninguna otra persona respondía, y cerca no había nadie que pudiese contestar, al final dije:

– Sí, es cierto.

– Mi médico me ha dicho que es muy bueno, por eso vengo cada vez que el tiempo acompaña.

El hombre prosiguió explicándome las dolencias que padecía, desviando su mirada de la puesta de sol sólo de vez en cuando, para mirarme sonriendo o asentir con la cabeza. Pero empecé a prestarle verdaderamente atención cuando mencionó de pasada que había sido mayordomo de una casa de aquel vecindario, y que hacía tres años que se había jubilado. Al seguir hablando, me enteré de que se trataba de una casa bastante pequeña, y de que él había sido el único empleado a jornada completa. Al preguntarle si alguna vez había trabajado con todo un servicio a su cargo, antes de la guerra quizá, respondió:

– Antes de la guerra no era más que ayuda de cámara. Por aquella época no habría tenido los conocimientos necesarios para ser un mayordomo. No se imagina usted el trabajo que daba entonces llevar una mansión de ésas.

En aquel momento, consideré apropiado revelarle mi identidad y, aunque no estaba seguro de que el nombre de Darlington Hall le resultara conocido, mi interlocutor pareció favorablemente sorprendido.

– ¡Y yo intentando darle explicaciones! -dijo riéndose-. Menos mal que me lo ha dicho. Si no, imagínese qué ridículo. Esto demuestra que uno nunca sabe con quién está hablando cuando conoce a un extraño. Tendría un importante servicio a su cargo. Antes de la guerra, quiero decir.

Era un individuo simpático y me pareció que realmente se interesaba por el tema. Confieso que pasé un buen rato hablando del Darlington Hall de antes. Me esforcé, sobre todo, por informarle de algunos de los «conocimientos técnicos» -por emplear su lenguaje- que eran imprescindibles cuando organizábamos aquellas grandes celebraciones que solía haber entonces. De hecho, creo que le revelé incluso algunos de los «secretos» profesionales con que obtenía del personal a mi cargo ese brote de energía indispensable, así como algunas «habilidades», similares a las de un mago, gracias a las cuales podía conseguirse que un objeto apareciese en el instante justo y en el lugar preciso, sin que los invitados reparasen en ningún momento en las importantes y complejas maniobras que habían precedido a la operación. Como he dicho, mi interlocutor parecía realmente interesado, pero al cabo de un rato tuve la impresión de que ya había hablado demasiado y concluí diciendo:

– Por supuesto, actualmente todo ha cambiado. Mi patrón de ahora es norteamericano.

– ¿Norteamericano? Claro, son los únicos que pueden permitirse todavía esos lujos. O sea que usted iba incluido en la casa. Como si fuese parte del lote -me dijo haciendo una mueca.

– Sí -asentí sonriendo-. Como bien dice, soy parte del lote.

El hombre volvió su mirada hacia el mar, respiró hondo y suspiró satisfecho. Y allí seguimos sentados en el mismo banco durante un buen rato.

– La verdad es que -dije pasado un tiempo- todo mi talento se lo entregué a lord Darlington. Le di lo mejor de mí, y ahora, me doy cuenta de que ya no me queda mucho que ofrecer.

El hombre permaneció callado pero, como asintió con la cabeza, proseguí:

– Desde la llegada de mister Farraday, mi nuevo patrón, he procurado por todos los medios ofrecerle el servicio que me gustaría que recibiera. Le aseguro que he hecho lo imposible, pero a pesar de todos mis esfuerzos siempre me quedo con la impresión de que no llego al nivel que podía ofrecer antes. En el trabajo cada vez cometo más errores. Errores insignificantes, sí, pero errores que nunca había cometido antes, y sé lo que eso significa. Y lo intento, ¡Dios mío, vaya si lo intento!, pero nada, todo esfuerzo por superarme es inútil. Todo mi talento se lo llevó lord Darlington.

– Vamos, hombre, ¿quiere un pañuelo? Mire, lo llevo encima. Está bastante limpio. Sólo lo he usado una vez, esta mañana. Vamos cójalo, hombre.

– ¡Dios mío… No, no gracias. Me encuentro bien. Cuánto lo siento. Creo que el viaje me ha fatigado mucho. Lo siento de veras.

– Debió de estar muy unido a ese lord no sé qué. ¿Y dice que murió hace tres años? Sí, tuvo usted que estar muy unido a ese señor.

– Lord Darlington era muy buena persona. Un hombre de gran corazón. Y al menos él tuvo el privilegio de poder decir al final de su vida que se había equivocado. Fue un hombre valiente. Durante su vida siguió un camino, que resultó no ser el correcto, pero lo eligió. Y al menos eso pudo decirlo. Yo no puedo. Yo sólo confié. Confié en su instinto. Durante todos aquellos años en que le serví, tuve la certeza de estar haciendo algo de provecho. Pero ahora ni siquiera puedo decir que me equivoqué. Dígame, ¿cree usted que a eso puede llamársele dignidad?

– Oiga, amigo, no sé muy bien a qué se está refiriendo.

Pero si quiere que le diga lo que pienso, me parece que va por mal camino. Deje de pensar en el pasado, lo único que va a conseguir es deprimirse. De acuerdo, no puede trabajar con la misma perfección de antes, pero eso es normal, nos pasa a todos. Llega un momento en que tenemos que tirar la toalla.

Míreme a mí, desde que me jubilé estoy como unas pascuas.

Vale, ya sé que no estamos en la flor de la vida, ni usted ni yo, pero tenemos que seguir viviendo con ilusión. -Y creo que fue en ese momento cuando dijo-: Disfrute, amigo. Es mucho mejor la noche que el día. Ya ha cumplido con su trabajo. Ahora relájese y disfrute. Eso es lo que pienso. Pregunte usted a cualquiera, y verá como le aconsejan lo mismo. La noche es mucho mejor que el día.

– Estoy seguro de que tiene usted razón -le dije-. De verdad lo siento. Me he portado de forma impropia. Ha debido de ser el cansancio. Llevo mucho tiempo de viaje, ¿sabe?

Hace aproximadamente veinte minutos que se ha ido el hombre. Sin embargo, he permanecido aquí, en este banco, a esperar el acontecimiento que justo ahora acaba de tener lugar; me refiero a que acaban de iluminar las luces de la escollera. Como he dicho, la alegría con que han recibido este pequeño acontecimiento todos estos azotacalles que andan por el paseo, me parece que corrobora las palabras de mi interlocutor. Mucha gente prefiere la noche al día. Siendo así, quizá deba seguir el consejo de no pensar tanto en el pasado, y de mostrarme más optimista y de aprovechar el máximo lo que me resta del día. Después de todo, ¿qué se gana con estar mirando siempre atrás? ¿Con culparnos del hecho de que la vida no nos haya llevado por el camino que deseábamos? Por duro que parezca, la realidad para la gente como ustedes o como yo es que no tenemos más opción que dejar nuestro destino en manos de esos grandes personajes que guían el mundo y que contratan nuestros servicios. ¿Para qué preocuparse tanto por lo que deberíamos haber hecho o dejado de hacer para dirigir el curso que tomaban nuestras vidas? Para personas como usted o como yo, la verdad es que basta con que intentemos al menos aportar nuestro granito de arena para conseguir algo noble y sincero. Y los que estamos dispuestos a sacrificar una gran parte de nuestra vida para lograr estas aspiraciones, debemos considerar el hecho en sí motivo de satisfacción y orgullo, cualquiera que sea el resultado.

Hace unos minutos, poco después de que encendieran las luces, me he vuelto para observar más de cerca a esta multitud que reía y conversaba alegremente detrás de mí. Es gente de todas las edades la que deambula por la escollera: familias con niños, parejas, gente mayor, jóvenes cogidos del brazo. A poca distancia, detrás de mí, hay un grupo de seis o siete personas que ha despertado en mí cierta curiosidad. Como es natural, al principio he pensado que era un grupo de amigos que habían salido a dar un paseo. Pero al escuchar sus conversaciones, he comprobado que no se conocían y que simplemente habían coincidido aquí, justo detrás de mí. Por lo visto, se han parado un momento al encenderse las luces, y después se han puesto a hablar entre ellos. Ahora, mientras les observo, se ríen. Resulta curioso que la gente pueda congeniar tan fácilmente y con tanta rapidez. Quizá lo único que una á estas personas sea la ilusión por la noche que les espera, aunque, francamente, me pregunto si el hecho de que estén ahora juntos no se debe más bien a su capacidad para gastarse bromas. Ahora que percibo bien lo que dicen, no oigo más que chistes. Supongo que así actúa mucha gente. Es posible que mi interlocutor, el hombre que estaba aquí sentado, esperara que mantuviésemos una conversación más divertida. Creo que si ése era el caso, le debo de haber decepcionado. Sí, creo que ya va siendo hora de que empiece a abordar en serio este asunto de las bromas. Después de todo, y pensándolo bien, no puede ser un pasatiempo tan estúpido, especialmente si resulta cierto que el gastar bromas es la clave del calor humano.

Por otra parte, también se me ocurre que el patrón que espera de un profesional que éste sea capaz de gastar bromas, tampoco le está exigiendo una tarea tan disparatada. Es cierto que ya he dedicado mucho tiempo a desarrollar mis cualidades humorísticas; sin embargo, es posible que no haya puesto todo mi empeño en la labor. Cuando mañana regrese a Darlington Hall, considerando que mister Farraday aún estará ausente otra semana, empezaré a ejercitarme de nuevo con más ánimo. Así, cuando mi patrón vuelva, espero poder darle una grata sorpresa.