"Alguien Voló Sobre El Nido Del Cuco" - читать интересную книгу автора (Kesey Ken)

SEGUNDA PARTE

En el lugar más extremo de mi campo visual diviso en la Casilla de las Enfermeras el rostro esmaltado de blanco; lo veo balancearse sobre la mesa, observo cómo se retuerce y se diluye en sus esfuerzos por recuperar su forma primitiva. Los demás también lo observan, aunque procuran fingir que no lo ven. Procuran fingir que sólo tienen ojos para el televisor apagado, ahí, frente a nosotros, pero salta a la vista que todos miran de reojo a la Gran Enfermera tras su cristal, igual que hago yo. Es la primera vez que ella se encuentra al otro lado del cristal y puede hacerse una idea de lo que se siente al ser observado precisamente cuando, lo que más se desearía, es poder tender un verde telón entre el propio rostro y todas esas miradas que uno quisiera eludir.

Los internos, los negros, las enfermeras menores también la observan, mientras aguardan que salga al pasillo, pues ya es la hora de la reunión que ella misma ha convocado, y se mantienen a la expectativa para comprobar cuál será su actuación ahora que todos saben que también ella puede llegar a perder el control. Sabe que la están mirando, pero no se mueve, ni siquiera cuando empiezan a dirigirse a la sala del personal sin esperarla. Observo que toda la maquinaria de las paredes está parada, como si esperase un gesto de la enfermera.

Ya no se ve ni rastro de niebla por ninguna parte.

De pronto recuerdo que tengo que limpiar la sala del personal. Siempre limpio la sala del personal cuando celebran estas reuniones, lo hago desde hace años. Pero, ahora, el miedo me tiene pegado a la silla. Siempre me habían dejado limpiar la sala del personal porque creían que no podía oírles, pero ahora que me han visto levantar la mano cuando McMurphy me lo indicó, sabrán, sin duda, que puedo oírles. ¿Supondrán que los he podido oír todos estos años y que he estado escuchando secretos que sólo ellos podían compartir? ¿Qué me harán en la sala de personal si se han enterado?

Sin embargo, esperan que acuda. Si no voy, tendrán la certeza de que puedo oírles, y pensarán, ¿habéis visto? No ha venido a limpiar la sala, ¿no es eso una prueba suficiente? Es evidente que eso indica…

Ahora empiezo a comprender todo el alcance del riesgo que hemos corrido al permitir que McMurphy intentara sacarnos de la niebla.

Uno de los negros, con los brazos cruzados, está apoyado en la pared cerca de la puerta; se pasa la punta sonrosada de la lengua por los labios, mientras nos contempla allí sentados frente al televisor. Sus ojos se mueven a un lado y a otro al mismo ritmo que su lengua y por fin se detienen en mi persona, y puedo ver cómo levanta un poco sus párpados correosos. Se queda mirándome un largo rato y comprendo que está meditando sobre mi proceder en la reunión de grupo. Luego se aparta bruscamente de la pared, con lo cual rompe el contacto, se dirige al armario de las escobas y vuelve con un cubo lleno de agua jabonosa y una esponja, me tira del brazo y me cuelga el cubo de él, como si colgase una perola de la cadena de un hogar.

– Vamos, Jefe -dice-. Levántate y ponte a trabajar.

No me muevo. El cubo se balancea en mi brazo. No doy señales de haber oído nada. Me está tendiendo una trampa. Vuelve a pedirme que me levante y, cuando no me muevo, levanta la vista hacia el techo y suspira, extiende la mano, me coge por el cuello del uniforme y me da un tirón, entonces me levanto. Me mete la esponja en el bolsillo y me señala el otro extremo del pasillo, donde se halla la sala del personal, y salgo en esa dirección.

Mientras avanzo por el pasillo con mi cubo, zuum, la Gran Enfermera pasa junto a mí con la serena agilidad y energía de antaño y cruza la puerta. Eso me intriga.

Cuando me quedo solo en el pasillo, advierto lo claro que está el ambiente, ni rastro de niebla. El aire está un poco frío por donde acaba de pasar la enfermera y de los blancos tubos del techo fluye una luz helada como si fuesen barras de hielo transparente, como los alambres escarchados de un refrigerador aparejados para que emitan un blanco resplandor. Las barras se extienden hasta la puerta de la sala del personal que acaba de cruzar la enfermera, en el extremo más lejano del pasillo: una pesada puerta de acero igual que la puerta de la Sala de Chocs del Edificio Número Uno, pero ésta lleva grabados unos números y tienen una pequeña mirilla a la altura de la cabeza para que los del personal puedan saber quién llama. Cuando me aproximo, puedo ver la luz que se filtra por la mirilla, una luz verde, amarga como bilis. La reunión del personal está a punto de comenzar tras la puerta, por eso se filtra ese verde fluido; cuando estén a media reunión el fluido habrá inundado todas las paredes y ventanas y yo tendré que recogerlo con la esponja y escurrirlo en mi cubo; el agua me servirá luego para enjuagar las tuberías del retrete.

Nunca resulta agradable limpiar la sala del personal. Nadie creería las cosas que he llegado a limpiar durante esas reuniones; cosas horribles, venenos fabricados directamente por los poros de la piel y ácidos que impregnan el ambiente, tan concentrados que podrían corroer a una persona. Yo mismo lo he visto.

He estado presente en algunas reuniones en las cuales las patas de las mesas se quedaron contorsionadas, las sillas retorcidas y las paredes desconchadas, tal fue la tensión del ambiente. He presenciado reuniones en las que se ha hablado tanto de un paciente que éste se ha materializado allí, delante de todos, desnudo sobre la mesita de café, vulnerable a cualquier ocurrencia que les pasara por la cabeza; lo embadurnan todo con un mejunje horrible antes de dar por concluido un asunto.

Por eso me hacen asistir a las reuniones del equipo médico, por las porquerías que llegan a hacer y que alguien tiene que limpiar; y ya que la sala del personal sólo se abre para las reuniones, es preciso encargar la tarea a alguien que ellos crean que no podrá difundir lo que allí sucede. Yo soy la persona indicada. Hace tanto tiempo que me encargo de fregar, quitar el polvo y restregar esta sala del personal y la otra, más vieja, de madera, que había en las antiguas dependencias, que por lo general no me prestan la menor atención; evoluciono por allí, entregado a mis tareas, y ellos ni siquiera parecen verme, como si no estuviera; si no me presentara a las reuniones, sólo echarían de menos la esponja y el cubo de agua dando vueltas por la habitación.

Pero esta vez, cuando llamo a la puerta y la Gran Enfermera pone el ojo en la mirilla, me lanza una terrible mirada y tarda más de lo habitual en descorrer el cerrojo y dejarme pasar. Su rostro ha recuperado su forma habitual, tan rígido como siempre, o así me lo parece. Todos remueven el azúcar en su café y se ofrecen cigarrillos, como suelen hacer antes de empezar cada reunión, pero el ambiente está tenso. Al principio creo que es a causa de mi presencia, pero luego advierto que la Gran Enfermera aún no se ha sentado, ni siquiera se ha servido una taza de café. Me deja entrar por la puerta entreabierta y vuelve a clavarme la vista cuando paso a su lado, cierra la puerta en cuanto entro y le echa la llave, gira sobre sí misma y me lanza una nueva ojeada. Sé que está recelosa. Creía que tal vez la actitud desafiante de McMurphy la habría dejado demasiado alterada para que se dignara prestarme atención, pero no parece trastornada en absoluto. Tiene la cabeza despejada y se está preguntando: ¿Cómo se explica que el señor Bromden oyera a ese Agudo McMurphy cuando le pidió que levantara la mano para votar? Se está preguntando: ¿Cómo supo que debía dejar su fregona y sentarse frente al televisor con los otros Agudos? Ningún otro Crónico actuó de esa forma. Se está preguntando si no ha llegado el momento de hacer algunas averiguaciones sobre el señor Jefe Bromden.

Le doy la espalda y hurgo en un rincón con mi esponja. La levanto sobre mi cabeza para que todos los que están en la habitación puedan ver que está cubierta de limo verde y se hagan cargo de cuan duro es mi trabajo; luego me agacho y sigo fregoteando con todas mis fuerzas. Pero por mucho que me afane y por mucho que me empeñe en fingir indiferencia hacia su persona, ahí detrás siento su presencia junto a la puerta y su mirada me va taladrando la cabeza hasta que sólo falta un minuto para que consiga penetrarme, hasta que estoy a punto de ceder y gritar y decirles todo, con tal de que ella aparte sus ojos de mí.

Entonces la enfermera advierte que también es blanco de otras miradas: del resto del personal. Del mismo modo que ella está intrigada por mi proceder, ellos se preguntan qué le habrá pasado a ella y qué tendrá pensado hacer con ese pelirrojo que se ha quedado ahí, en la sala de estar. Están a la espera de sus palabras al respecto y no prestan la menor atención a un estúpido indio que evoluciona a gatas por un rincón. Esperan que ella haga algo, por lo que deja de mirarme, se sirve una taza de café, se sienta, se pone un poco de azúcar y lo remueve con tanto cuidado que la cucharilla no roza siquiera la pared de la taza.

El doctor da el primer paso.

– Bien, amigos, ¿les parece que empecemos?

Lanza una sonrisa a los internos que le rodean y sorben su café. Procura no mirar a la Gran Enfermera. Se ha quedado ahí sentada, tan callada, que le pone nervioso y le impacienta. Saca sus gafas y se las pone para echar un vistazo a su reloj, comienza a darle cuerda mientras sigue hablando.

– Pasan quince minutos de la hora. Ya es hora de que empecemos. Bien. Como la mayoría debe saber, la señorita Ratched ha convocado esta reunión. Me telefoneó antes de iniciarse la reunión de la Comunidad Terapéutica y me manifestó que a su entender McMurphy podía ser un elemento perturbador en la galería. Demostró una gran intuición, si tenemos en cuenta lo que acaba de ocurrir hace escasos minutos, ¿no creen?

Deja de darle cuerda al reloj, pues los muelles están tan tensos que una vuelta más haría saltar toda la maquinaria en añicos, y se queda sonriendo con los ojos fijos en la esfera, tamborilea sobre el dorso de la otra mano con sus menudos dedos sonrosados, y espera. Por lo general, cuando llegan a estas alturas de la reunión, ella toma las riendas, pero en esta ocasión no dice nada.

– Después de lo ocurrido -prosigue el doctor-, nadie puede decir que estamos ante un hombre corriente. No, desde luego que no. Y, sin duda, constituye un factor perturbador, salta a la vista. Luego… ah… a mi entender, el propósito de esta discusión debe ser decidir la línea de actuación a seguir con él. Creo que la enfermera convocó esta reunión – corrí-jame si me equivoco, señorita Ratched- para comentar la situación y contrastar las opiniones del personal en cuanto a las medidas a adoptar con respecto al señor McMurphy.

Le lanza una mirada plañidera, pero ella sigue sin abrir la boca. Ha levantado los ojos hacia el techo, seguramente en busca de rastros de suciedad, y no parece haber oído ni una palabra de lo que acaba de decir el doctor.

Éste se vuelve hacia los internos alineados al otro lado de la habitación: todos han cruzado la misma pierna sobre la otra y apoyan la taza de café en la misma rodilla.

– Veamos, amigos -dice el doctor-, comprendo que no han contado con tiempo suficiente para dar un buen diagnóstico del paciente, pero todos han tenido una oportunidad de observarlo en acción. ¿Qué opinan ustedes?

La pregunta les hace estallar la cabeza. Con gran astucia, el doctor acaba de pasarles la papeleta. Todos miran alternativamente al doctor y a la Gran Enfermera. De algún modo ella ha logrado recuperar su antiguo poder en cosa de escasos minutos. Sólo con permanecer ahí sentada, sonriéndole al techo y sin decir nada, ha conseguido hacerse otra vez con el control y que todos tomen conciencia de que aquí tendrán que habérselas con ella. Si esos muchachos no se portan bien, corren el riesgo de concluir su período de prácticas en el hospital para alcohólicos de Portland. Todos empiezan a mostrarse tan inquietos como el doctor.

– Su influencia es bastante perturbadora, sin duda.

El primer interno no quiere correr riesgos.

Beben sorbos de café y meditan. Después, el siguiente comenta:

– Y podría representar un verdadero peligro.

– Así es, así es -dice el doctor.

El chico cree haber dado en el clavo y prosigue:

– Todo un peligro, a decir verdad -dice y se inclina hacia delante en su silla-. No debemos olvidar que este hombre ha realizado actos violentos con el mero propósito de eludir el trabajo de la granja y acceder a la vida relativamente menos dura de este hospital.

– Ha planeado actos violentos -añade el primer interno.

Y el tercero musita:

– Pero, en realidad, el mismo carácter de su plan podría indicar que se trata simplemente de un astuto embaucador y no de un enfermo mental.

Echa un vistazo a su alrededor para comprobar cómo se lo toma la enfermera y ve que ésta aún no se ha movido ni ha hecho el menor gesto. Pero el resto del personal se queda mirándolo como si hubiese pronunciado una terrible obscenidad. El chico comprende que ha errado el tiro e intenta fingir que era una broma, a base de soltar una risita y añadir:

– Ya saben, «El que no marca el paso es que oye otro tambor».

Pero es demasiado tarde. El interno que ha hablado en primer lugar se vuelve hacia él, deja su taza de café sobre la mesa y saca del bolsillo una pipa del tamaño de un puño:

– Francamente, Alvin -le dice al tercer muchacho-, me has defraudado. Incluso sin haber leído su historial, basta con observar su comportamiento en la galería para comprender lo absurdo de tal sugerencia. Ese hombre no sólo está gravemente enfermo, sino que le considero sin lugar a dudas como un Agresivo en Potencia. Creo que las sospechas de la señorita Ratched iban en ese sentido cuando decidió convocar esta reunión. ¿No has identificado en él al prototipo del psicópata? Nunca había visto un caso más claro. Ese hombre es un Napoleón, un Gengis Khan, un Atila.

Luego interviene otro. Recuerda los comentarios de la enfermera con relación a la sala de Perturbados.

– Robert tiene razón, Alvin. ¿No has observado cómo actuó hoy ese hombre? En cuanto falló uno de sus planes se levantó de un salto, dispuesto a cometer cualquier violencia. ¿Por favor, doctor Spivey, qué dice su historial en cuanto al uso de la violencia?

– Se evidencia una notoria falta de disciplina y respeto de la autoridad -responde el doctor.

– Exactamente, Alvin, su historial demuestra que en repetidas ocasiones ha dirigido su hostilidad contra figuras que representaban la autoridad: en la escuela, en el servicio militar, ¡en la cárcel! Y creo que su actuación después de la rabieta de la votación de hoy es un indicio perfectamente claro de lo que podemos esperar de él en el futuro.

Se interrumpe y frunce el entrecejo con la mirada fija en su pipa, vuelve a llevársela a la boca, enciende una cerilla y aplica la llama a la cazoleta con una sonora aspiración. Cuando por fin consigue encender la pipa, mira subrepticiamente a la Gran Enfermera a través de la nube de humo amarillo; debe considerar que su silencio indica aprobación, pues sigue adelante, con mayor entusiasmo y aplomo que antes.

– Detente a pensarlo un minuto, Alvin -dice, con palabras algodonosas a causa del humo-, supón lo que le ocurriría a uno de nosotros si se encontrase a solas con el señor McMurphy en una sesión de Terapia Individual. ¡Piensa lo que ocurriría cuando llegases a un detalle particularmente doloroso y él decidiera que ya estaba harto de ti -¿cómo diría él? -, de tu «maldita curiosidad de métome-en-todo»! Y cuando le dijeras que no debía mostrarse agresivo, te mandaría al infierno, y aunque tú le dijeras que se serenase, en tono autoritario, sin duda, ahí lo tendrías, noventa kilos de psicópata irlandés pelirrojo lanzados sobre ti, por encima mismo de la mesa de la consulta. ¿Estás preparado -alguno de nosotros lo está- para hacerte cargo del señor McMurphy cuando se plantee una situación de ese tipo?

Vuelve a colocarse la pipa del número diez en la comisura de los labios, apoya las manos abiertas sobre las rodillas y espera. Todos piensan en los gruesos brazos rojos de McMurphy, en sus manos llenas de cicatrices y en su cuello que asoma por la camiseta como un grueso tarugo aherrumbrado. El interno llamado Alvin ha palidecido sólo de pensar en ello, como si el amarillento humo de pipa, que le está echando en la cara su compañero, se la hubiese manchado toda.

– ¿Por lo tanto, en su opinión -pregunta el doctor-, sería aconsejable enviarle a Perturbados?

– Opino que, como mínimo, sería lo más seguro -responde el chico de la pipa, que ha cerrado los ojos.

– Creo que tendré que retirar mi sugerencia y apoyar a Robert -dice Alvin dirigiéndose a todos en general-, aunque sólo sea por mi propia seguridad personal.

Todos ríen. Se les ve más relajados, con la certeza de que han logrado dar con el plan que ella esperaba. Todos beben un sorbo de café, excepto el chico de la pipa, demasiado ocupado con el artefacto que constantemente se le apaga, gasta un montón de cerillas y no para de chupar y fruncir los labios. Por fin consigue un encendido de su agrado y dice, con un cierto tono de orgullo en la voz:

– Sí, creo que la Galería de Perturbados será lo más conveniente para el viejo McMurphy, el Rojo. ¿Saben lo que he pensado después de observarle estos pocos días?

– ¿Reacción esquizofrénica? -pregunta Alvin. El de la pipa mueve negativamente la cabeza.

– ¿Homosexual Latente con Formación Reactiva? -apunta el tercero.

El de la pipa vuelve a negar con la cabeza y cierra los ojos.

– No -dice, y lanza una sonrisa a cuantos le rodean-, Edipo Negativo.

Todos le felicitan.

– Sí, creo que hay muchos detalles que apuntan en ese sentido -añade-. Pero, independientemente del diagnóstico definitivo, no debemos olvidar una cosa: nos las habernos con un hombre fuera de lo corriente.

– Se… equivoca por completo, señor Gideon.

Es la voz de la Gran Enfermera.

Todos vuelven la cabeza hacia ella, sobresaltados; yo también la miro, pero me contengo a tiempo y finjo que sólo pretendía limpiar una mancha que acabo de descubrir en la pared, por encima de mi cabeza. No cabe duda de que todos se han quedado desconcertados; creían estar proponiendo exactamente lo que ella deseaba, justo lo que ella misma había pensado proponer en la reunión. Hasta yo lo había pensado. La he visto enviar a la galería de Perturbados a hombres que no le llegaban ni al hombro a McMurphy, por la mera razón de que había un ligero riesgo de que le escupiesen a alguien, y ahora se enfrenta con este toro que se ha burlado de ella y de todo el resto del personal, un tipo del que ella había dicho esta misma tarde que debía salir de esta galería y, ahora, va y dice que no.

– No. No estoy de acuerdo. En absoluto -lanza una sonrisa dirigida a todos en general-. No creo que debamos mandarlo a Perturbados; eso no sería más que un fácil recurso para transferir nuestro problema a otra galería y no estoy de acuerdo en que sea una especie de personaje extraordinario… una especie de «súper» psicópata.

Hace una pausa aunque nadie tiene la intención de contradecirla. Por primera vez desde el principio de la reunión bebe un sorbo de café; cuando retira la taza de su boca, está teñida de ese color rojo anaranjado. No puedo evitar el echar una mirada al borde de la taza; no es posible que use un lápiz de labios de ese color. La mancha que ha dejado en la taza debe ser producto del calor, el contacto con sus labios ha comenzado a fundirla.

– Debo reconocer que cuando empecé a advertir la fuerza perturbadora que puede representar McMurphy también pensé que, sin lugar a dudas, lo indicado era enviarlo a Perturbados. Pero creo que ya es demasiado tarde. ¿Suprimiríamos con ello el mal que ya ha hecho en nuestra galería? No lo creo, no después de lo ocurrido esta tarde. Creo que enviarle a Perturbados ahora sería proceder exactamente como esperan los pacientes. Lo convertiríamos en un mártir. Jamás tendrían la oportunidad de comprobar que ese hombre no es -como decía usted, señor Gideon- una «persona fuera de lo corriente».

Bebe otro sorbo de café y deja la taza sobre la mesa; suena como un mazazo; los tres residentes se yerguen en sus sillas.

– No. No se sale de lo corriente. No es más que un hombre, pura y simplemente, y experimenta todos los temores, toda la cobardía y toda la timidez que sienten los demás. Tengo la certeza de que bastarán unos cuantos días para que así lo demuestre, ante nosotros y también ante el resto de los pacientes. No me cabe la menor duda de que si lo retenemos en la galería pronto cederá su osadía, su rebelión personal se desvanecerá y… -sonríe, como si supiera algo que los demás ignoran…- nuestro héroe pelirrojo quedará reducido a algo que todos los pacientes conocerán en su justo valor y le perderán todo respeto: un fanfarrón y un charlatán de esos que se suben a una caja de jabón y gritan para ganarse adeptos, como todos hemos visto hacer al señor Cheswick, pero que se echan atrás cuando comienzan a correr un verdadero riesgo personal.

– El Paciente McMurphy -el chico de la pipa considera que debe intentar defender su posición y salvar un poco el tipo- no me produce la impresión de ser un cobarde.

Esperaba que la enfermera se enfureciese, pero no; se limita a echarle una mirada como diciendo «ya veremos» y añade:

– No he dicho que sea un cobarde, señor Gideon; oh, no. Lo único que sucede es que le tiene mucho apego a alguien. Como psicópata que es, le tiene demasiado apego a un tal señor Randle Patrick McMurphy y no lo expondrá a ningún riesgo innecesario. -No me cabe la menor duda de que la sonrisa que le lanza al chico apagará definitivamente su pipa-. No tenemos más que esperar un poco y nuestro héroe… ¿cómo dicen los estudiantes?… ¿Bajará del burro? ¿Es eso?

– Pero podrían pasar semanas… -objeta el muchacho.

– Disponemos de tantas semanas como queramos -dice ella. Se levanta, con el aire más complacido que le he visto desde que McMurphy ingresó y empezó a crearle problemas hace una semana-. Disponemos de semanas, meses, e incluso años. No olvide que el señor McMurphy está internado. El período de tiempo que pase en este hospital depende absolutamente de nosotros. Ahora, si nadie tiene nada más que añadir…


La actuación tan confiada de la Gran Enfermera en esa reunión me tuvo preocupado durante algún tiempo, pero no hizo la menor mella en McMurphy.

El fin de semana, y toda la semana siguiente, se mostró con ella y sus negros tan duro como siempre, y los pacientes estaban encantados. Había ganado su apuesta; había hecho perder los estribos a la enfermera tal como prometiera y había cobrado, aunque eso no le impidió continuar con la misma actitud y comportarse como lo hiciera desde un principio, bramando arriba y abajo por el pasillo, burlándose de los negros, haciendo malas jugadas a todo el personal y llegando incluso hasta el punto de acercarse un día a la Gran Enfermera en el pasillo y preguntarle si no le importaría decirle cuál era exactamente el contorno de los grandiosos pechos que tanto se esforzaba en ocultar aunque no lo consiguiera jamás. Ella continuó su camino sin mirarlo, ignorándolo del mismo modo que había decidido ignorar esos desmesurados signos de feminidad con que la había dotado la naturaleza, como si estuviera por encima de él, y del sexo, y de todo lo que fuera débil y estuviera relacionado con la carne.

Cuando colocó en el tablón de anuncios la lista de las tareas asignadas a cada uno y McMurphy comprobó que le había mandado a los retretes, se dirigió a su despacho, golpeó en la ventana donde ella está apostada siempre, le agradeció personalmente ese honor y le dijo que pensaría en ella cada vez que vaciase un orinal. Ella le contestó que no era necesario; bastaba con que cumpliera con su obligación, gracias.

Lo máximo que hizo en los retretes fue pasar un par de veces el cepillo por cada taza, mientras cantaba una tonada a todo pulmón, marcando el compás; después echó un poco de Clorex y se acabó.

– Con eso basta -le decía al negro que venía a atosigarle por hacer su trabajo tan a la ligera-, es posible que algunas personas consideren que no están suficientemente limpios, pero por mi parte sólo pienso mear ahí, no comer en ellos.

Y cuando la Gran Enfermera accedió a las súplicas del negro y acudió a revisar personalmente el trabajo de limpieza realizado por McMurphy, llevó consigo un espejo de bolsillo y lo colocó bajo el reborde de las tazas. Salió moviendo la cabeza, al tiempo que decía: -Qué vergüenza… qué vergüenza… -, después de revisar cada taza. Y McMurphy la seguía, frunciendo la nariz y comentando: -No; no es una vergüenza, es una taza de retrete… una taza de retrete.

Pero ella no volvió a perder el control, ni siquiera dio señales de que pudiera suceder. Continuó atosigándolo con la cuestión de los retretes, haciendo acopio de la misma terrible, lenta, paciente presión que empleaba con todos los demás, mientras él estaba de pie frente a ella, como un niño al que le echan una regañina, con la cabeza gacha y la punta de una bota sobre la otra, y decía:

– Yo ya lo intento, señora, pero creo que nunca llegaré a destacar entre los mierdosos.

Una vez escribió algo en un trocito de papel, con una curiosa escritura que parecía un alfabeto extranjero, y lo pegó con un trozo de goma de mascar bajo el reborde de la taza de un retrete; cuando ella inspeccionó ese retrete con el espejo, casi se atraganta al leer lo que reflejaba, y de la impresión se le cayó en la taza. Pero no perdió la serenidad. Su cara y su sonrisa de muñeca siguieron fraguadas en un gesto de confianza en sí misma. Se incorporó y le lanzó una mirada como para despellejar a uno y le dijo que su obligación era limpiar los retretes, no ensuciarlos.

En realidad, poca cosa se limpiaba esos días en la galería. En cuanto llegaba la hora de la tarde en que el horario establecía que debíamos comenzar la limpieza, también llegaba la hora en que transmitían los partidos de béisbol por la televisión y todos empezaban a colocar las sillas frente al aparato y no se movían de allí hasta la hora de la cena. Poco importaba que hubieran cortado la corriente en la Casilla de las Enfermeras y que no pudiéramos ver más que la apagada pantalla gris, porque McMurphy nos hacía pasar el rato con su charla y sus anécdotas, como esa vez que ganó mil dólares en un mes conduciendo un camión para una empresa maderera y luego perdió hasta el último centavo en una competición de arrojar el hacha en la que fue derrotado por un canadiense; o cuando con otro compinche convenció a un tipo para que montase un toro bravo en un rodeo, en Albany, y que lo hiciera con una venda sobre los ojos: «No el toro, quiero decir que el que llevaba los ojos vendados era el tipo.» Le dijeron que la venda le ayudaría a no marearse cuando el toro comenzase a dar vueltas; luego, después de taparle los ojos con un pañuelo que no le dejaba ver nada, lo sentaron sobre el toro, mirando hacia atrás. McMurphy lo contó un par de veces y no dejaba de golpearse el muslo con la gorra y de reír a carcajadas sólo de recordarlo.

– Con los ojos vendados y mirando hacia la cola… Que me aspen si no resistió hasta el final y ganó el premio. Yo quedé segundo; si se hubiese caído, yo me hubiera llevado el primer lugar y un buen fajo de billetes. Os aseguro que la próxima vez que haga una jugada de estas le pondré la venda al maldito toro.

Se palmeó la pierna, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a soltar carcajada tras carcajada, mientras iba hundiendo el dedo en las costillas de todos los que tenía cerca, en un intento de hacerles reír también.

Esa semana hubo momentos en que al oír esa risa contundente y contemplar cómo se rascaba la barriga y se desperezaba, bostezaba y levantaba la cabeza para hacerle un guiño a cualquiera que fuera dirigida la broma, con la misma naturalidad con que respiraba, dejé de preocuparme de la Gran Enfermera y el Tinglado que la apoyaba. Momentos en que pensaba que le bastaría seguir siendo fiel a sí mismo para resistir y no desmoronarse corno ella deseaba. Momentos en que pensé que tal vez realmente era una persona fuera de lo corriente. Que era lo que era, eso es. Que tal vez mostrarse tal como era ya le daba la fuerza necesaria para resistir. Si el Tinglado no había conseguido atraparlo en todos estos años, ¿qué le hacía suponer a la enfermera que ella lo lograría en cuestión de semanas? Él no permitiría que lo doblegasen y lo manipulasen.

Y más tarde en el retrete, escondido de los negros, miraba mi imagen en el espejo y me preguntaba cómo era posible que alguien hubiese logrado algo tan fantástico como llegar a ser lo que él era. Veía mi rostro en el espejo, fuerte, moreno, con grandes pómulos salientes, como si el hueso que había debajo hubiese sido tallado con un hacha, con unos ojos completamente negros y una mirada dura y amenazadora, igual que los ojos de Papá y los de todos esos valerosos indios amenazadores que uno ve en la televisión, y pensaba: ése no soy yo, ésa no es mi cara. Ni siquiera era yo cuando intentaba parecerme a esa cara. Ni siquiera entonces era realmente yo mismo; no hacía más que mostrarme tal como los demás me veían, tal como querían verme. Creo que nunca he sido yo mismo. ¿Cómo puede McMurphy ser como es?

Lo veía de un modo distinto a como lo vi cuando llegó aquí; veía en él algo más que sus manazas, las patillas rojas y su burlona nariz rota: lo había visto hacer cosas que no casaban con su rostro y con sus manos, cosas como pintar un dibujo en Terapia Ocupacional, con colores de verdad, en un papel blanco sin líneas ni números que le indicasen dónde debía pintar, o escribir cartas a alguien con una letra bonita y fluida. ¿Cómo era posible que un hombre con su aspecto pintase cuadros o escribiese cartas a la gente, o se mostrase conmovido y preocupado como lo vi una vez cuando le devolvieron una carta? Eran cosas que uno esperaría de Billy Bibbit o de Harding. Las manos de Harding parecían hechas para dibujar, aunque nunca lo hacía; Harding aprisionaba sus manos y las obligaba a serrar tablones para construir casillas para perros. McMurphy no era así. No había permitido que su aspecto determinase su vida en uno u otro sentido, lo mismo que no había permitido que el Tinglado lo manipulase hasta colocarlo en el lugar donde ellos quisieran que estuviese.

Empezaba a ver muchísimas cosas de un modo distinto. Supuse que la máquina de hacer niebla empotrada en las paredes se había estropeado cuando la forzaron demasiado para la reunión del viernes, de modo que ahora no podían insuflar niebla y gas y deformar la apariencia de las cosas. Por primera vez en muchos años volvía a ver a la gente sin ese contorno negro que solían presentar, y una noche incluso conseguí mirar por la ventana.

Como ya he dicho, casi todas las noches me daban una pastilla antes de mandarme a la cama, me dejaban seco y fuera de circulación. Y si algo fallaba con la dosis y me despertaba, tenía los ojos llenos de legañas y el dormitorio estaba saturado de humo, los cables de las paredes estaban cargados a tope, se retorcían y lanzaban chispas mortíferas y llenas de odio que inundaban el aire; todo eso era demasiado para mí, por lo que enterraba la cabeza bajo la almohada y procuraba volverme a dormir. Cada vez que echaba un vistazo fuera, me encontraba con el olor a pelo chamuscado y un ruido parecido al que hacen las chuletas sobre un asador caliente.

Pero aquella noche en concreto, algunos días después de la gran reunión, me desperté y encontré el dormitorio despejado y callado; el silencio era total, a excepción del suave respirar de los hombres y el traqueteo de piezas sueltas bajo las frágiles costillas de los dos viejos Vegetales. Había una ventana abierta, el aire del dormitorio estaba despejado y tenía un regusto que me hizo sentir como aturdido y un poco embriagado y despertó en mí un súbito impulso de bajar de la cama y hacer algo.

Me deslicé de entre las sábanas y empecé a andar descalzo sobre las frías baldosas, entre las camas. Al tocar las baldosas con los pies me pregunté cuántos miles de veces había pasado la fregona por ese mismo suelo, sin llegar a sentir nunca su tacto. Tanto fregar me parecía un sueño, como si no pudiera creer que realmente me había pasado todos estos años haciéndolo. En ese momento lo único verdaderamente real era ese piso frío bajo mis pies.

Caminé entre los muchachos amontonados en largas hileras blancas como bancos de nieve, procurando no tropezar con nadie, hasta que conseguí llegar a la pared de las ventanas. Avancé a lo largo de la fila de ventanas, hasta llegar a una en la cual las sombras se asomaban y desaparecían suavemente con la brisa, y apoyé la frente contra la tela metálica. El metal tenía un tacto frío y cortante, restregué la cabeza contra él para poder sentirlo en las mejillas, y aspiré la brisa. Pronto llegará el otoño, pensé, percibo el olor a melaza amarga del heno, un olor que permanece suspendido en el aire como el tañido de una campana: un olor como si alguien hubiera estado quemando hojas y hubiese dejado que se consumieran durante la noche porque estaban demasiado verdes.

Se acerca el otoño, seguí pensando, el otoño está próximo; como si fuese la cosa más extraña del mundo. El otoño. Hace poco, ahí fuera era primavera, luego vino el verano y ahora, el otoño… curiosa idea, sin duda.

Advertí que aún tenía los ojos cerrados. Los había cerrado al acercar la cara a la tela metálica, como si tuviese miedo de mirar afuera. Ahora debía abrirlos.

Miré por la ventana y por primera vez pude ver que el hospital estaba en medio del campo. La luna estaba baja en el cielo, sobre las tierras de pastoreo; tenía la cara llena de arañazos y rasguños como si acabara de desprenderse de una maraña de jaras y madroños, allí, en el horizonte. Las estrellas próximas a la luna tenían un brillo pálido; éste se hacía más intenso cuanto más apartadas se hallaban del círculo de luz donde enseñoreaba la gigantesca luna. Recordé que había observado exactamente lo mismo una vez que salí de caza con Papá y los tíos y estaba allí tendido, envuelto en las mantas tejidas por la Abuela, un poco apartado de los hombres que se habían sentado en cuclillas en torno al fuego y pasaban de mano en mano una jarra de aguardiente de cacto, sin decir palabra. Observé cómo la gran luna de las praderas de Oregón que estaba sobre mi cabeza hacía palidecer a todas las estrellas que la rodeaban. Me quedé despierto mirándola, para comprobar si la luna empalidecía o las estrellas adquirían mayor brillo, hasta que el rocío comenzó a mojar mis mejillas y tuve que cubrirme la cabeza con la manta.

Algo se movió en el suelo bajo la ventana y proyectó una larga araña de sombra en la hierba mientras corría hasta perderse de vista tras el seto. Cuando volvió a situarse en un lugar donde podía verle mejor, comprobé que era un perro, un joven perro callejero que había salido a hurtadillas de casa para descubrir qué sucedía después de caer la noche. Olfateaba cuevas de ardillas zapadoras, no con la idea de atrapar una, sino con la sola intención de averiguar qué hacían a esas horas. Introducía el hocico en un agujero, con el trasero levantado y meneando la cola, luego corría a investigar el siguiente. La luna refulgía a su alrededor sobre la hierba húmeda y al correr dejaba huellas que parecían manchas de pintura oscura sobre el resplandor del prado. Galopó de un agujero interesante a otro hasta que quedó tan cautivado con lo que ocurría a su alrededor -la luna allí arriba, la noche, la brisa llena de salvajes olores que lo embriagaban- que no tuvo más remedio que echarse de espaldas y rodar por la hierba. Empezó a contorsionarse y agitarse como un pez, con el lomo arqueado y el vientre al aire y cuando se puso en pie y se sacudió, esparció un halo de gotitas, como escamas plateadas bajo la luna.

Olfateó de nuevo todos los agujeros en rápido recorrido, para absorber bien los olores, y, de pronto, se quedó inmóvil, con una pata en el aire y la cabeza levantada, a la escucha. Yo también agucé el oído, pero no pude oír nada excepto el chasquido de la persiana. Estuve largo rato escuchando. Entonces, desde muy lejos, me llegó un agudo graznido cantarín, muy débil, que se iba acercando. Patos del Canadá que emigraban al Sur para pasar el invierno. Recordé todas las cacerías y las veces que me había arrastrado sobre el vientre al intentar cazar un pato, sin conseguirlo jamás.

Quise seguir la dirección de la mirada del perro para ver si conseguía descubrir la bandada, pero estaba demasiado oscuro. El graznido se fue acercando más y más hasta que parecía que volaran en el dormitorio, por encima de mi cabeza. Entonces pasaron por delante de la luna: un negro collar ondulante que el ganso guía dirigía en forma de V. Por un instante, el ganso guía estuvo justo en el centro del círculo, destacándose mayor que los otros, como una gran cruz negra que se abría y se cerraba, luego siguió arrastrando su V por el cielo, hasta perderse de vista.

Los oí desvanecerse hasta que sólo quedó mi recuerdo del rumor. El perro siguió oyéndoles mucho después que yo. Continuaba allí de pie con la pata levantada; no se había movido ni había ladrado cuando volaron sobre nosotros. Cuando también él dejó de oírlos, comenzó a correr en la misma dirección que los ánades y se alejó hacia la carretera con un trote acompasado y solemne como si tuviera una cita. Contuve el aliento y puede oír el redoble de sus grandes patas sobre la hierba, mientras se alejaba, luego oí un coche que tomaba velocidad en una curva. Los faros asomaron sobre el peralte y a continuación iluminaron el tramo de carretera. Observé que el perro y el coche iban a convergir en el mismo punto del asfalto.

El perro casi había alcanzado la valla que bordea el recinto cuando oí que alguien se deslizaba a mis espaldas. Dos personas. No me volví, pero sabía que serían el negro llamado Geever y la enfermera con la mancha en la piel y el crucifijo. Sentí que se formaba un zumbido de temor en mi cabeza. El negro me cogió por el brazo y me hizo dar media vuelta.

– Yo me encargaré de él -dice.

– Hace frío aquí junto a la ventana, señor Bromden -me explica la enfermera-. ¿No cree que sería mejor volver a su camita calentita?

– No puede oírla -le explica el negro-. Yo me encargaré de él. Siempre se libra de la sábana y se pone a vagabundear por ahí.

Yo hago un movimiento y ella retrocede un paso y dice:

– Sí, ocúpese de él, por favor -dirigiéndose al negro. Comienza a juguetear con la cadena que lleva colgada del cuello. Cuando llega a su casa, se encierra en el cuarto de baño, donde nadie puede verla, se desnuda y se frota ese crucifijo por toda la superficie de la mancha que le baja por el cuerpo en una estrecha franja, desde la comisura de su boca, por encima de los hombros y los pechos. Frota y frota e invoca a la Virgen María, pero la mancha sigue allí. Se mira en el espejo y la ve más intensa aún que antes. Por fin, coge un cepillo de cerdas de acero, como los que se usan para rascar la pintura vieja de las barcas, y se frota la mancha hasta hacerla desaparecer, se pone un camisón sobre la supurante piel en carne viva y se arrastra hasta la cama.

Pero está toda llena de ese mejunje. Mientras duerme, comienza a subirle por la garganta, hasta la boca, y va chorreándole por la comisura de los labios como una baba encarnada y le corre garganta abajo, extendiéndose por todo el cuerpo. Por la mañana, comprueba que vuelve a estar manchada y por algún motivo cree que la mancha no procede realmente de ella -imposible ¿una buena católica como ella?- y supone que se debe a que se pasa las noches rodeada de una galería llena de gente como yo. Es culpa nuestra y nos lo hará pagar aunque sea lo último que haga en su vida. Quisiera que McMurphy se despertase y me ayudara.

– Átele a la cama, señor Geever; yo iré a preparar la medicina.


En las reuniones de grupo salieron a relucir agravios que llevaban tanto tiempo enterrados que el motivo que los causara ya había cambiado. Ahora que contaban con el apoyo de McMurphy, los chicos comenzaron a soltar todo lo que no les gustaba de lo ocurrido en la galería.

– ¿Por qué tienen que cerrar con llave los dormitorios los fines de semana? -preguntaba Cheswick o algún otro-. ¿Es que uno no puede pasar los fines de semana como le plazca?

– Sí, señorita Ratched -añadía entonces McMurphy-. ¿Porqué?

– Si los dejásemos abiertos, como hemos comprobado por experiencias anteriores, todos volverían a acostarse después del desayuno.

– ¿Y es acaso un pecado mortal? La gente normal está acostada hasta más tarde los fines de semana.

– Ustedes están en este hospital -intervenía ella, como si lo repitiese por centésima vez-, debido a su demostrada incapacidad para adaptarse a la vida en sociedad. El doctor y yo opinamos que cada minuto que pasen en compañía de los demás, con algunas excepciones, es terapéutico, en tanto que cada minuto a solas no hace más que aumentar su distanciamiento.

– ¿Por eso tienen que reunirse al menos ocho tipos antes de salir de la galería para dirigirse a Terapia Ocupacional o Terapia Física o cualquier otra de esas Terapias?

– Así es.

– ¿Quiere decir que es pernicioso querer estar a solas?

– No he dicho eso…

– ¿Quiere decir que cuando voy al retrete a hacer mis necesidades debería ir acompañado de al menos siete compañeros para que no se me ocurra ponerme a meditar sentado en la taza?

Antes de que consiguiera dar con una respuesta apropiada, Cheswick se había puesto de pie de un salto y le gritaba:

– Sí, ¿es eso lo que quería decir? -y los otros Agudos presentes en la reunión coreaban-: Sí, sí, ¿es eso?

Ella esperaba que se calmasen y que el grupo recobrara el silencio, para luego comentar, sin alterarse:

– Si son capaces de tranquilizarse un poco y comportarse como un grupo de adultos en una discusión, en lugar de actuar como niños en un patio de juegos, podríamos preguntarle al doctor si cree aconsejable revisar las normas al respecto. ¿Doctor?

Todos sabían cuál sería la respuesta del doctor, e incluso antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, Cheswick ya estaba soltando otra queja.

– ¿Y qué hay de nuestros cigarrillos, señorita Ratched?

– Sí, qué nos dice a eso -refunfuñaron los Agudos.

McMurphy se volvió hacia el doctor y le planteó la pregunta directamente a él sin darle una oportunidad de responder a la enfermera.

– Sí, doctor, ¿qué opina del asunto de los cigarrillos? No es posible que ella tenga derecho a guardar los cigarrillos -nuestros cigarrillos- en su mesa, como si fueran suyos e írnoslos racionando a su antojo. No tiene ninguna gracia comprarse un cartón de cigarrillos y que después venga alguien a decirnos cuándo y cuántos podemos fumar.

El doctor ladeó la cabeza para mirar a través de sus gafas a la enfermera. No sabía que ella se hubiese apoderado de los cigarrillos sobrantes para evitar que se hiciesen apuestas.

– ¿Qué es eso de los cigarrillos, señorita Ratched? Nadie me había informado…

– Doctor, considero que tres o cuatro, y a veces hasta cinco, cajetillas de cigarrillos al día son algo excesivo para una persona. La semana pasada -después de llegar el señor McMurphy- los pacientes empezaron a fumar de tal modo que consideré prudente confiscar los cartones que adquirían en la cantina y permitirles consumir sólo una cajetilla al día.

McMurphy se inclinó hacia delante y le murmuró a Cheswick en tono bastante alto:

– Ya verás como lo próximo que se le ocurre es controlar las idas al retrete; no sólo habrá que ir acompañado de siete amigos sino que no podremos ir más de dos veces al día, y, además, cuando ella lo disponga.

Se recostó en su silla y empezó a soltar unas carcajadas tan sonoras que nadie pudo decir palabra durante un minuto.

McMurphy se estaba divirtiendo mucho con todo el alboroto que estaba organizando y creo que también le extrañaba un poco que el personal no se mostrase más duro con él, sobre todo, que las advertencias de la Gran Enfermera no fuesen más amenazadoras de lo que eran.

– Creí que la vieja urraca era más dura de pelar -le dijo a Harding al terminar una reunión-; tal vez sólo necesitaba una buena lección. Pero el caso es que… -frunció el entrecejo…- actúa como si aún tuviese todas las cartas escondidas en su blanca manga.

Continuó pasándoselo en grande, más o menos hasta el miércoles de la semana siguiente. Entonces descubrió por qué la enfermera demostraba tanto aplomo. El miércoles es el día que cogen a todos los que no están enfermos y nos llevan a la piscina, tanto si quieren como si no. Cuando la galería estaba llena de niebla, solía esconderme en ella para no tener que ir. Siempre me ha asustado la piscina; siempre he tenido miedo de caer de cabeza y ahogarme, de que el tubo del desagüe me succione y me arrastre al mar. De niño solía ser muy valiente cuando nos bañábamos en el río Columbia; recorría con los otros hombres el andamiaje que cubría las cataratas, chapoteando en las agitadas aguas verdes y blancas que casi nos cubrían y formaban una niebla en la que se reflejaban los arco iris, y ni siquiera llevaba suelas claveteadas como las que usaban los mayores. Pero cuando vi que Papá empezó a tener miedo, yo también me asusté, y al final ni siquiera era capaz de meterme en una charca poco profunda.

Salimos de los vestuarios y la piscina estaba llena de chapoteos de hombres desnudos; los gritos rebotaban en el alto techo como sucede en las piscinas cubiertas. Los negros nos hicieron entrar en tropel. El agua estaba agradablemente templada pero yo no quería apartarme de la orilla (los negros se pasean por la orilla con largas varas de bambú para apartarnos si intentamos agarrarnos a las paredes de la piscina) y me quedé junto a McMurphy, pues sabía que a él no intentarían empujarle hacia la parte profunda contra su voluntad.

Se puso a hablar con el socorrista, mientras yo permanecía a un metro de distancia escaso. McMurphy debía estar en una fosa porque tenía que chapotear para mantenerse a flote y yo en cambio hacía pie tranquilamente. El socorrista estaba de pie junto a la piscina: llevaba un silbato y una camiseta con el número de su galería. Él y McMurphy empezaron a hablar de las diferencias entre el hospital y la cárcel, y McMurphy comentó que el hospital era muchísimo mejor. El socorrista no parecía muy convencido. Oí como le decía a McMurphy que, para empezar, estar internado no es lo mismo que cumplir condena.

– Cuando tienes que cumplir condena en una cárcel, hay fijada una fecha en la que sabes que te soltarán -dijo.

McMurphy dejó de chapotear como había estado haciendo hasta ese momento. Nadó lentamente hasta el borde de la piscina y se quedó allí agarrado, y mirando al socorrista.

– ¿Y si estás internado? -preguntó al cabo de un rato.

El socorrista se encogió de hombros en musculoso gesto y dio un tirón al silbato que le colgaba del cuello. Había sido jugador de rugby profesional, en la frente lucía señales de los clavos de las botas y, de vez en cuando, en un momento de distracción, en sus ojos se encendía una chispa y sus labios empezaban a barbotear números, se ponía de cuatro patas como si estuviera en sus marcas y se arrojaba sobre alguna enfermera que pasase casualmente por allí, le hundía un hombro en los riñones y la lanzaba al suelo para que otro jugador se infiltrase por el boquete. Por eso estaba en la galería de Perturbados; cuando no estaba prestando servicio de socorrismo era capaz de hacer algo por el estilo al menor descuido.

Volvió a encogerse de hombros ante la pregunta de McMurphy, luego miró a uno y otro lado para comprobar que ningún negro anduviera cerca y se arrodilló junto a la piscina. Extendió un brazo para que McMurphy lo viera.

– ¿Ves este yeso?

McMurphy miró el enorme brazo.

– Ese brazo no está enyesado, amigo.

El socorrista se limitó a sonreír.

– Bueno, me enyesaron porque sufrí una grave fractura en el último partido contra los Browns. No puedo volver a jugar hasta que esté soldada la fractura y puedan quitarme el yeso. La enfermera de mi galería dice que me está curando el brazo en secreto. Sí, amigo, dice que si me cuido este brazo, si no hago fuerza con él, ni nada de eso, me quitará el yeso y podré volver a formar parte del equipo.

Apoyó los nudillos en las baldosas mojadas y se colocó en posición apoyándose sobre una mano, para comprobar cómo respondía su brazo. McMurphy se lo quedó mirando un minuto; luego le preguntó cuánto tiempo llevaba esperando que le confirmaran que su brazo estaba curado para poder abandonar el hospital. El socorrista se puso en pie muy despacio y se frotó el brazo. La pregunta de McMurphy parecía haberle ofendido, como si creyera que le estaba acusando de flaquear y compadecerse de sí mismo.

– Estoy internado -dijo-. Por mí, ya me habría marchado hace tiempo. Tal vez no hubiera podido jugar en primera línea, con este brazo malo, pero podría haber doblado toallas, ¿no? Podría haber hecho algo. La enfermera de mi galería siempre le dice al doctor que aún no estoy curado. Ni siquiera estoy curado para doblar toallas en esos viejos vestuarios.

Dio media vuelta y se dirigió a su silla de socorrista, trepó por la escalera como un gorila drogado y se puso a vigilarnos desde lo alto, sacando el labio inferior como si hiciera pucheros.

– Me internaron por borracho y alborotador y ya llevo ocho años y ocho meses aquí -dijo.

McMurphy dio un impulso contra la pared de la piscina y empezó a nadar de espaldas, mientras meditaba lo que acababa de oír: le habían condenado a seis meses de trabajos forzados en la granja, de los cuales ya había cumplido dos y sólo le faltaban cuatro, y cuatro meses más era todo lo que estaba dispuesto a permanecer encerrado donde fuese. Ya llevaba casi un mes en este manicomio y desde luego era mucho mejor que un correccional, con sus buenas camas y su zumo de naranja para desayunar, pero las ventajas no eran tan grandes como para desear pasarse un par de años aquí.

Nadó hasta la escalera en la parte menos honda de la piscina y se quedó allí sentado hasta que nos marchamos, con el ceño muy fruncido, mientras se daba tironcitos al mechón de vello que le cubría la garganta. Al contemplarlo allí sentado, tan meditabundo, recordé lo que había dicho la Gran Enfermera en la reunión, y comencé a tener miedo.

Cuando tocaron el silbato para que saliésemos de la piscina y todos corríamos hacia los vestuarios, nos cruzamos con los de otra galería que empezaban entonces su turno en la piscina; en la ducha, por la que todos teníamos que pasar, encontramos a un chico de esa otra galería. Tenía una gran cabezota esponjosa y sonrosada y las caderas y las piernas abultadas -como si alguien hubiera cogido un globo lleno de agua y lo hubiera apretado por la parte central-, estaba tendido de costado bajo la ducha y hacia unos ruidos que recordaban a una foca dormida. Cheswick y Harding le ayudaron a levantarse pero se volvió a caer. Su cabeza daba tumbos en medio del desinfectante para los pies. McMurphy se quedó mirando cómo le levantaban otra vez.

– ¿Qué demonios es eso? -preguntó. -Tiene hidrocefalia -le explicó Harding-. Una especie de desarreglo linfático, creo. La cabeza se llena de líquido. Échanos una mano, a ver si podemos levantarlo.

Lo dejaron solo y volvió a caerse bajo la ducha; su rostro tenía una mirada resignada, desamparada y testaruda; su boca gorgoteaba y soltaba burbujas bajo el agua lechosa. Harding volvió a pedirle a McMurphy que le echara una mano, y él y Cheswick se agacharon otra vez para ayudar al chico. McMurphy los apartó de un empujón y pasó por encima del chico para meterse en la ducha.

– Dejadle en paz -dijo, mientras se lavaba-. A lo mejor no le gusta bañarse en agua profunda.

Vi lo que iba a pasar. Al día siguiente nos sorprendió a todos en la galería levantándose temprano y limpiando el retrete hasta dejarlo reluciente, y fregando luego el suelo del pasillo cuando así se lo ordenaron los negros. Todos nos quedamos extrañados excepto la Gran Enfermera; ella reaccionó como si no hubiera ocurrido nada sorprendente.

Y por la tarde, en la reunión, cuando Cheswick dijo que todos habían decidido que debía resolverse de algún modo la cuestión de los cigarrillos y comentó:

– ¡No soy ningún crío para que me racionen los cigarrillos como si fueran caramelos! Queremos que eso se resuelva, ¿verdad, Mac? -y esperó a que McMurphy le apoyase, sólo recibió un gran silencio por respuesta.

Miró al rincón donde estaba McMurphy. Los demás hicimos otro tanto. Allí estaba McMurphy, embebido en la contemplación de la baraja que se pasaba de una mano a otra. Ni siquiera levantó la vista. Se hizo un terrible silencio; sólo se oía el roce de las cartas grasientas y la pesada respiración de Cheswick.

– ¡Quiero hacer algo! -gritó de pronto Cheswick, por segunda vez-. ¡No soy un crío!

Dio una patada en el suelo y miró a su alrededor como si se sintiera perdido y estuviera a punto de echarse a llorar en cualquier momento. Apretó los puños y los estrechó contra su pecho regordete. Los puños parecían pequeñas pelotitas sonrosadas sobre un verde prado y los apretaba con tal fuerza que todo su cuerpo tembló.

Nunca había tenido un aspecto demasiado imponente; era bajito y demasiado gordo y tenía una señal de calvicie en la nuca, como una sonrosada moneda de un dólar, pero al verle allí solo, de pie, en medio de la sala de estar, me pareció diminuto. Miró a McMurphy y éste no le devolvió la mirada; entonces comenzó a recorrer toda la fila de Agudos con los ojos, como pidiendo ayuda. El pánico que se reflejaba en su rostro iba en aumento con cada hombre que apartaba la vista y se negaba a apoyarle. Por fin posó la mirada en la Gran Enfermera. Volvió a dar una patada.

– ¡Quiero hacer algo! ¿Me oye? ¡Quiero hacer algo! ¡Algo! ¡Algo! ¡Al…!

Los dos negros más altos le agarraron los brazos por la espalda y el más bajito le rodeó el cuerpo con una correa. Se dobló como si le hubiesen pinchado y los dos grandotes se lo llevaron a rastras a la sala de Perturbados; se oía el sonido ahogado de su cuerpo al re botar contra los peldaños mientras le arrastraban escaleras arriba. Cuando regresaron y se sentaron, la (irán Enfermera se volvió hacia la hilera de Agudos al otro lado de la habitación y les lanzó una mirada. Nadie había dicho ni una palabra desde que saliera Cheswick.

– ¿Alguien desea añadir algo respecto al racionamiento de los cigarrillos? -dijo.

Recorrí con los ojos la derrotada fila de caras que se extendía al otro lado de la sala y finalmente posé la mirada sobre McMurphy, sentado en su silla del rincón, concentrado en el juego de manos que estaba practicando con las cartas… y los blancos tubos del techo vuelven a inundarnos con su luz glacial… la siento en mi cuerpo, me penetra hasta el estómago.


Desde que McMurphy dejó de levantar la voz para defendernos, algunos Agudos empiezan a hacer comentarios y dicen que todavía le lleva ventaja a la Gran Enfermera, dicen que se enteró de que pensaba enviarle con los Perturbados y decidió aflojar un poco, para dejarla sin motivos que justificasen tal medida. Otros creen que tal vez le esté dando un respiro, para luego hacerle una nueva treta, algo mucho más terrible y perverso. Los oigo hablar en pequeños corros, desconcertados.

Pero yo la razón. Le oí hablar con el socorrista. Ha decidido obrar con un poco de cautela, eso es todo. Como acabó haciendo Papá cuando comprendió que jamás conseguiría derrotar al grupo de la ciudad que quería que el gobierno construyese la presa a causa del dinero y el trabajo que hacerlo supondría, y porque era una manera de librarse del poblado: ¡Que esa tribu de indios se largue a otra parte con sus hediondos trastos y los doscientos dólares que les dará el gobierno! Papá obró sabiamente al firmar los papeles; de nada hubiera servido negarse. El gobierno se hubiera salido con la suya de todos modos, antes o después; así la tribu sacó algo. Era la actitud más prudente. McMurphy también estaba adoptando la actitud más prudente. Lo veía perfectamente. Estaba cediendo porque era lo más inteligente que podía hacer, no por ninguno de los motivos que imaginaban los Agudos. No dijo nada, pero yo lo comprendí y pensé que era lo más prudente. Lo pensé una y otra vez: es lo más seguro. Como esconderse. Es una actitud inteligente, nadie podría negarlo. Comprendo por qué lo hace.

De pronto, una mañana, todos los Agudos lo descubrieron también, descubrieron el verdadero motivo por el que se había echado atrás y que las razones que habían estado imaginando eran simples mentiras para engañarse a sí mismos. Nunca ha comentado su conversación con el socorrista, pero todos la saben. Supongo que la enfermera radió la noticia por la noche a través de todos los canales que surcan el suelo del dormitorio, porque todos lo han descubierto al unísono. Lo comprendo por las miradas que le lanzan a McMurphy esa mañana cuando entra en la sala de estar. No como si estuviesen enfadados con él, ni tan sólo decepcionados, pues comprenden tan bien como yo que la única manera de conseguir que la Gran Enfermera le dé de alta es hacer lo que ella quiere; pero sí con una mirada que indica que quisieran que las cosas fueran de otro modo.

Hasta Cheswick lo comprendió y no le guardó ningún rencor a McMurphy por no haberle apoyado y haber armado un gran alboroto con lo de los cigarrillos. Volvió de la sala de Perturbados el mismo día que la enfermera radió la información a todas las camas y le dijo personalmente a McMurphy que comprendía que actuara como lo hizo y que, sin duda, era lo más inteligente que podía hacer; si se le hubiese ocurrido pensar que Mac estaba internado no le hubiera dejado en la estacada como hizo el otro día. Le elijo todo esto a McMurphy mientras nos llevaban a la piscina. Pero cuando llegábamos al agua dijo que, a pesar de todo, hubiera deseado que fuese posible hacer algo, y se zambulló. Y no sé cómo, se le engancharon los dedos en la rejilla que cubre el desagüe, en el fondo de la piscina, y ni el corpulento socorrista, ni McMurphy, ni los dos negros, lograron librarlo de allí. Cuando por fin consiguieron un destornillador, retiraron la rejilla y sacaron a Cheswick del agua, con la rejilla aún adherida a sus gordezuelos dedos azul y rosa, se había ahogado.


En la cola del comedor, un poco más adelante, una bandeja salta por el aire, una nube de plástico verde que esparce una lluvia de leche y guisantes y potaje de verduras. Sefelt, muy excitado, se sale de la fila saltando a la pata coja con los dos brazos al aire, inclina la espalda hacia el suelo hasta que forma un rígido arco y sus ojos en blanco se cruzan con los míos mientras se precipita cabeza abajo. Su cabeza golpea las baldosas con un ruido parecido a un entrechocar de rocas bajo el agua, y continúa ahí arqueado, como un puente crispado y vibrante. Fredrickson y Scanlon acuden de un salto en su ayuda, pero el negro más alto los aparta de un manotazo, saca un trozo de madera del bolsillo del pantalón, envuelto en esparadrapo y con una mancha color marrón. Abre a la fuerza la boca de Sefelt, le introduce la madera entre los dientes y oigo cómo el mordisco de éste la hace astillas. Puedo sentir el sabor de las astillas en la boca. Los temblores de Sefelt se calman y luego reaparecen aún con mayor fuerza, poco a poco van convirtiéndose en potentes sacudidas rígidas que le hacen arquearse como un puente, para luego caer: sube y baja, cada vez más lentamente, hasta que entra la Gran Enfermera, se planta muy erguida frente a él y Sefelt se desmorona y comienza a esparcirse por el suelo formando un charquito.

Ella junta las manos, diríase que sostiene una vela, y mira al suelo para ver que lo que queda de él va derramándose por los bajos de sus pantalones y los puños de su camisa.

– ¿El señor Sefelt? -le pregunta al negro.

– Sí, así es… uuf -el negro se retuerce en un intento de recuperar su trocito de madera-. El señor Seefel.

– Y el señor Sefelt ha estado asegurándonos que ya no necesita medicarse. -Asiente con la cabeza y retrocede un paso para evitar que los restos de Sefelt fluyan hasta sus blancos zapatos. Levanta la cabeza y lanza una mirada al círculo de Agudos que se han acercado a ver qué pasa. Asiente otra vez y repite -… que ya no necesita medicarse. Su rostro tiene un aire sonriente, compasivo, paciente, y disgustado a la vez: una expresión muy bien preparada.

McMurphy no había visto nunca nada parecido.

– ¿Qué le pasa? -pregunta.

Ella mantiene los ojos fijos en el charquito, sin mirar a McMurphy.

– El señor Sefelt es epiléptico, señor McMurphy. Por eso corre el riesgo de sufrir ataques como éste en cualquier momento si no obedece las instrucciones del médico. Debería saberlo. Le habíamos advertido que ocurriría algo así si no tomaba sus medicamentos. Pero insistió en hacer el tonto.

Fredrickson sale de la fila con las cejas erizadas. Es un tipo pálido y delgado con el cabello rubio, unas fibrosas cejas castaño claro y una mandíbula prominente, y de vez en cuando se hace el duro como solía hacer Cheswick: gruñe, amenaza y maldice a alguna enfermera, dice que se marchará de este asqueroso lugar. Siempre le dejan gritar y blandir el puño hasta que se calma, luego le sugieren, si ha terminado, señor Fredrickson, iremos a redactar el parte; después se quedan en la Casilla de las Enfermeras apostándose cuánto tardará en golpear el cristal con expresión culpable, suplicando que le disculpen y ¿por qué no olvidan todas esas insensateces que dijo, por qué no esperan un par de días antes de enviar ese parte, eh?

Avanza hacia la enfermera y la amenaza con el puño.

– Oh, ¿así que es eso? ¿Es eso, eh? ¿Va a crucificar al viejo Sef corno si lo hubiera hecho para molestarla a usted o algo así, eh?

Ella apoya una mano apaciguadora en su hombro y el puño se abre.

– No se preocupe, Bruce. A su amigo no le pasará nada. Al parecer no ha estado tomando su Dilantin. Realmente no comprendo qué puede haber hecho con las pastillas.

Lo sabe tan bien como todos; Sefelt se guarda las cápsulas en la boca y luego se las entrega a Fredrickson. A Sefelt no le gusta tomarlas a causa de lo que denomina «desastrosos efectos secundarios» y Fredrickson prefiere tomar doble dosis porque le aterra la idea de sufrir un ataque. La enfermera lo sabe, se le nota en la voz, pero viéndola ahí, tan amable y compasiva, diríase que ignora cualquier detalle del trato entre Fredrickson y Sefelt.

– Claro -dice Fredrickson, pero no consigue reorganizar su ataque-. Claro, pero, bueno, no debería actuar como si todo se limitase a tomar o no tomar las cápsulas. Usted sabe cuánto le preocupa a Sefelt su aspecto físico y que las mujeres lo encuentren feo y todo eso, usted sabe que él cree que el Dilantin…

– Lo sé -dice ella y vuelve a tocarle el brazo-. También atribuye su principio de calvicie a la medicina. Pobre viejo.

– ¡No están viejo!

– Lo sé, Bruce. ¿Por qué se altera tanto? ¡Nunca he comprendido qué podía haber entre usted y su amigo para que se pusiera tan a la defensiva.

– ¡Bueno, qué demonios! -dice él y se mete los puños en los bolsillos.

La enfermera se agacha, despeja una pequeña zona del suelo en la que pone la rodilla y comienza a modelar a Sefelt hasta hacerle recuperar una cierta forma humana. Le indica al negro que permanezca junto al viejo y que ella ya le enviará una camilla; lo trasladarán al dormitorio y dejarán que duerma el resto del día. Al levantarse palmea el brazo de Fredrickson y éste musita:

– Sí, sí, yo también tengo que tomar Dilantin, ¿sabe? Por eso sé el dilema con que se enfrenta Sefelt. Quiero decir, por eso… bueno, qué demonios…

– Lo comprendo, Bruce, los dos tienen el mismo problema, ¿pero no cree que cualquier cosa es preferible a eso?

Fredrickson mira en la dirección que ella indica. Sefelt ha recuperado a medias su forma normal, se hincha y se deshincha al compás de su fuerte respiración, húmeda y rasposa. En el lugar donde su cabeza golpeó el suelo comienza a aparecer un chichón, la madera del negro está rodeada de una espuma rojiza en el punto donde se hunde en su boca y sus ojos comienzan a recuperar su posición normal en las órbitas. Tiene los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo, con las manos abiertas y los dedos se cierran y se abren desacompasadamente, igual que he visto sacudirse a los hombres atados a la mesa en forma de cruz de la Sala de Chocs, mientras de sus palmas se desprendía una voluta de humo, producto de la corriente. Sefelt y Fredrickson no han estado nunca en la Sala de Chocs. Están preparados para generar su propio voltaje y lo acumulan en la espina dorsal donde puede ser accionado por control remoto desde la Casilla de las Enfermeras, en cuanto se pasan de raya: cuando están en lo mejor de un chiste verde, de pronto se tensan como si les hubieran dado en el espinazo. Así se ahorran la molestia de llevarlos a esa sala.

La enfermera sacude ligeramente el brazo de Fredrickson, como si se hubiera dormido, y repite:

– Aun teniendo en cuenta los efectos perjudiciales de la medicina, ¿no cree que es preferible a eso!

Fredrickson mira al suelo y arquea las rubias cejas como si viera por primera vez la facha que él presenta al menos una vez al mes. La enfermera sonríe y le palmea el brazo y comienza a caminar hacia la puerta, lanza una penetrante mirada a los Agudos para indicarles que deberían avergonzarse de quedarse contemplando semejante espectáculo; cuando ya ha salido, Fredrickson se estremece y procura sonreír.

– No sé por qué me puse furioso con la vieja… quiero decir que no hizo nada que justificase tamaño estallido de rabia, ¿verdad?

No es que desee una respuesta; más bien es una comprobación de que no es capaz de identificar un motivo claro. Vuelve a estremecerse y se aparta lentamente del grupo. McMurphy se le acerca y le pregunta en voz baja qué es eso que les dan.

– Dilantin, McMurphy, un anticonvulsivo, por si te interesa saberlo.

– ¿No es eficaz o qué?

– Bueno, supongo que es bastante eficaz… si uno se lo toma.

– Entonces, ¿cuál es el problema de tomarlo o no?

– ¡Mira, si tanto te interesa! Éste es el cochino problema de tomarlo.

Fredrickson levanta la mano, se aprieta el labio inferior entre el índice y el pulgar y lo aparta dejando al descubierto unas encías carcomidas, rosadas y desvaídas de las que brotan unos largos dientes brillantes.

– Las encías -dice, apretándose aún el labio-. El Dilantin pudre las encías. Y los ataques hacen polvo los dientes. Y uno…

Se oye un ruido en el suelo. Los dos miran hacia Sefelt que gimotea y solloza, mientras el negro le arranca dos dientes que se han quedado adheridos a su trocito de madera recubierto de esparadrapo.

Scanlon coge su bandeja y se aparta del grupo, mientras comenta:

– Cochina vida. Te fastidias si lo haces y te fastidias si no lo haces. Es como para desconcertar a cualquiera, diría yo.

McMurphy añade: -Sí, ya veo- y baja los ojos para contemplar la cara de Sefelt que se va recomponiendo. El rostro de McMurphy ha comenzado a adquirir la misma mirada desolada y sorprendida, como ole persona acorralada, que se ve en la cara que yace en el suelo.


Cualquiera que fuera el fallo del mecanismo, ya lo tienen casi arreglado. Empieza a restablecerse el impecable, calculado ritmo: a las seis treinta, levantarse, a las siete, al comedor, a las ocho, sacan los rompecabezas para los Crónicos y las cartas para los Agudos… puedo ver las blancas manos de la Gran Enfermera que revolotean sobre los mandos en la Casilla.


A veces me llevan con los Agudos y otras no. Un día me llevan con ellos a la biblioteca y me dirijo a la sección de libros técnicos y me quedo mirando los títulos de los manuales de electrónica, textos que conozco de cuando fui al Instituto; recuerdo que las páginas de los libros están llenas de diagramas, ecuaciones y teorías: cosas rígidas, infalibles, seguras.

Quiero mirar uno de esos libros, pero me da miedo hacerlo. Me asusta hacer cualquier cosa. Siento como si flotase a media altura en el polvoriento aire amarillo de la biblioteca. Las filas de libros se balancean sobre mi cabeza, enloquecidas, zigzagueantes, forman infinidad de ángulos distintos entre sí. Un estante se ladea un poco hacia la izquierda, el otro hacia la derecha. Uno se inclina sobre mi cabeza y no comprendo cómo no se caen los libros. Y en esta posición se extiende muy, muy arriba, hasta perderse de vista; por todas partes me rodean desvencijadas filas de libros apuntaladas con listones y tarugos para que no se caigan, sostenidas por largas varas, apoyadas contra escaleras. Si cogiese un libro, sabe Dios qué terrible desastre podría desencadenar.

Oigo entrar a alguien; es uno de los negros de nuestra galería y le acompaña la mujer de Harding. Cuando entran en la biblioteca, están charlando y sonríen.

– Ven aquí, Dale -dice el negro y llama a Harding que está leyendo un libro-, mira quién ha venido a visitarte. Le he dicho que no es hora de visita, pero no ha parado hasta convencerme de que la acompañara hasta aquí. -La deja de pie frente a Harding y se marcha con estas misteriosas palabras-: ahora no lo olvide, ¿entendido?

Ella le envía un beso con la punta de los dedos, luego se vuelve hacia Harding con un provocador meneo de caderas.

– Hola, Dale.

– Cariño -dice él, pero no hace ningún gesto de acercarse a ella. Lanza una mirada a todos los que están a su alrededor.

Ella es tan alta como él. Lleva zapatos de tacón alto y un bolso negro, que no cuelga de una correa, sino que lo sostiene como si fuera un libro. Sus uñas destacan rojas como gotas de sangre contra el reluciente cuero negro del bolso.

– Eh, Mac -Harding llama a McMurphy que está sentado al otro lado de la sala y mira un libro de historietas-. Si no te molesta interrumpir tus tareas literarias un momento, te presentaré a mi complemento, mi Némesis; también podría emplear la gastada expresión de «media naranja», pero me parece que indica una especie de división básicamente equitativa, ¿no te parece?

Intenta reír y sus finos dedos de marfil se introducen en el bolsillo de su camisa en busca de un cigarrillo, se agita un poco hasta conseguir extraer el último que queda en la cajetilla. El cigarrillo tiembla cuando lo coloca entre sus labios. Ni él ni su mujer han hecho aún ningún gesto de aproximación.

McMurphy se levanta de la silla y se quita la gorra mientras se acerca a ellos. La mujer de Harding le mira y le sonríe, arqueando una ceja.

– Buenas tardes, señora Harding -dice McMurphy.

Ella le lanza una sonrisa aún más amplia que la anterior y responde:

– No puedo soportar eso de señora Harding, Mac; llámeme Vera.

Los tres se acomodan en el sofá donde Harding estaba sentado antes y él comienza a hablar de McMurphy a su mujer y le cuenta cómo puso a raya a la Gran Enfermera y ella sonríe y dice que no le extraña en absoluto. Harding se va entusiasmando con el relato y se olvida de sus manos que se agitan en el aire frente a él y van trazando un cuadro que no cuesta adivinar, representan todos los hechos en pasos de baile al compás de su voz, cual dos hermosas bailarinas vestidas de blanco. Sus manos pueden convertirse en cualquier cosa. Pero en cuanto acaba de contar lo sucedido, advierte que McMurphy y su mujer están mirando las manos y las esconde entre las rodillas. Se ríe de este gesto y su mujer le dice:

– Dale, ¿cuándo aprenderás a reír en vez de soltar ese chillido de rata?

Es lo mismo que comentó McMurphy refiriéndose a la risa de Harding el día que llegó, pero, según cómo, suena distinto; cuando McMurphy lo dijo, Harding se tranquilizó, en cambio al oírselo decir a ella se ha inquietado aún más.

Ella pide un cigarrillo y Harding vuelve a hurgar con los dedos en el bolsillo pero está vacío.

– Nos los racionan -dice y hace un gesto como si quisiera ocultar el cigarrillo a medio fumar que tiene en la mano-, sólo una cajetilla al día. Con esa cantidad no caben galanterías, mi querida Vera.

– Oh, Dale, siempre te quedas corto, ¿verdad?

Sus ojos adquieren una mirada febril y huidiza cuando levanta la vista hacia ella y le sonríe.

– ¿Hablas en términos simbólicos o te refieres al detalle concreto de los cigarrillos? Bueno, no importa; sabes cuál es la respuesta, cualquiera que sea la intención de la pregunta.

– No pretendía decir ninguna cosa más de lo que dije, Dale…

– No pretendías decir nada, cariño; «ninguna cosa» no es muy correcto. McMurphy, el lenguaje de Vera puede parangonarse al tuyo en cuanto a incultura. Escucha, cariño, debes comprender que «ninguna cosa» significa…

– ¡Muy bien! ¡Basta ya! Lo dije en los dos sentidos. Tómalo como quieras. Quería decir que no tienes bastante de ninguna cosa ¡y punto!

– Bastante de nada, tontuela. Ella se lo queda mirando un segundo, luego se vuelve hacia McMurphy que está sentado a su lado.

– ¿Y usted, Mac? ¿Es capaz de hacer algo tan sencillo como ofrecerle un cigarrillo a una chica?

Él ya tiene la cajetilla en el regazo. La mira como si deseara que no estuviese allí, luego responde:

– Cómo no, siempre tengo cigarrillos. La verdad es que soy un gorrón. Fumo de gorra siempre que puedo, por eso la cajetilla me dura más que a Harding. Él sólo fuma los suyos y es más fácil que se le terminen que…

– No tienes por qué intentar excusar mis defectos, amigo. No va con tu carácter ni tampoco mejora el mío.

– No, no lo mejora -dice la chica-. Lo único que tienes que hacer es encenderme el cigarrillo.

Y se inclina tanto para que le dé fuego que puedo verle hasta el fondo del escote desde el otro extremo de la habitación.

Continúa hablando un rato de los amigos de Harding que ella quisiera que no fueran por su casa a ver si está.

– Ya sabe a quiénes me refiero, ¿verdad, Mac? -dice-. Esos chicos con un hermoso pelo largo perfectamente peinado y unas finas muñecas que se mueven con tanta elegancia.

Harding le pregunta si sólo iban a verle a él y ella dice que los hombres que van a verla a ella agitan algo más que sus finas muñecas.

De pronto se levanta bruscamente y dice que es hora de marcharse. Estrecha la mano de McMurphy, dice que espera volverle a ver algún día y sale de la biblioteca. McMurphy se queda mudo. Todos levantan la cabeza al oír su taconeo por el pasillo y la ven alejarse hasta que se pierde de vista.

– ¿Qué te parece? -dice Harding.

McMurphy farfulla: -Tiene un estupendo par de parachoques -es lo único que se le ocurre decir-. Tan grandes como los de la Ratched.

– No me refería a su físico, amigo. Quiero decir qué…

– ¡Cielo santo, Harding! -grita bruscamente McMurphy-. ¡No sé qué pensar! ¿Qué esperas de mí? ¿Que haga de consejero matrimonial? Sólo sé una cosa: en el fondo nadie es demasiado fantástico y tengo la impresión de que todos dedican la mayor parte de su vida a fastidiar a los demás. Ya sé qué es lo que quieres que piense; te gustaría que me compadeciese de ti, que pensase que es una verdadera arpía. Bueno, tú tampoco fuiste muy gentil. Vete al cuerno tú y tus «¿qué te parece?», ya tengo bastantes problemas sin necesidad de ocuparme de los tuyos. Así que, ¡largo!

Lanza una intimidante mirada a los demás pacientes que hay en la biblioteca.

– Sí, ¡largo todos! ¡Dejadme en paz, maldita sea!

Y vuelve a encasquetarse la gorra y se instala otra vez en su asiento al otro lado de la habitación, con su revista en la mano. Todos los Agudos se miran con la boca abierta. ¿Por qué les estará gritando? Nadie le ha molestado. Nadie le ha dicho nada desde que se dieron cuenta de que quería portarse bien para que no prolongasen su período de internamiento. Ahora les ha sorprendido que explotase de ese modo con Harding y no comprenden sus ademanes al coger la silla y hundirse en ella con la revista pegada a la cara, como si quisiera impedir que le mirasen o bien como si no quisiera mirar a los demás.

Por la noche, a la hora de la cena, le pide disculpas a Harding y dice que no sabe qué mosca le picó en la biblioteca. Harding dice que a lo mejor fue a causa de su mujer; suele enervar a la gente. McMurphy se queda con la mirada fija en su café:

– No sé, chico. Acabo de conocerla esta tarde. Por tanto, seguro que no puede ser ella la que me ha provocado las terribles pesadillas de esta última semana.

– Pero, señor McMurphy -chilla Harding, procurando imitar al joven interno que viene a las reuniones-, tiene que contarnos esas pesadillas. Espere un momento que coja papel y lápiz. -Harding intenta hacerse el gracioso para quitarle importancia al hecho de que el otro le haya pedido disculpas. Coge una servilleta y una cuchara y finge que se dispone a tomar notas-. Veamos. Con-créete, ¿qué vio exactamente en esas – ah- pesadillas?

McMurphy ni siquiera esboza una sonrisa.

– No sé, chico. Sólo caras, creo que… sólo eso, caras.


A la mañana siguiente, Martini se sitúa ante el panel de mandos de la sala de baños y finge ser un piloto. Los que juegan al póquer interrumpen la partida para sonreír ante el espectáculo.

– EeeeeeeaaaahHOOooomerrrrr. Base llama a nave, base llama a nave: se ha detectado un objeto a cuatro o seiscientos pies… parece un proyectil enemigo. ¡Alerta! EeeeeahhhOOOmmm.

Gira un mando, levanta una palanca y se inclina con la nave. Gira hasta «máximo» la aguja del dial situado junto al panel, pero de los grifos que rodean la cuadrada casilla embaldosada frente a él no sale ni una gota de agua. Ya no se usa la hidroterapia y nadie se ha preocupado de conectar el agua. Los relucientes aparatos cromados y el panel de acero no se han usado nunca. A excepción de los cromados, el panel y la ducha son idénticos a los aparatos de hidroterapia que usaban en el antiguo hospital hace quince años: grifos situados estratégicamente para lanzar chorros de agua sobre el cuerpo del paciente desde todos los ángulos, un técnico con un delantal de goma manipula los mandos de ese panel, de pie en el otro extremo de la habitación, determina qué grifos deben emitir un chorro y hacia dónde, con qué intensidad y a qué temperatura -el chorro se abre suave y relajante, luego se concentra, penetrante como una aguja- uno está ahí colgado entre los grifos, sujeto con tiras de lona y se bambolea, empapado e inerte, mientras el técnico se divierte con su juguete.

– EeeaaaooOOOoommm… Nave llama a base, nave llama a base: proyectil a la vista; lo tengo situado…

Martini se inclina y apunta por encima del panel entre el círculo de grifos. Cierra un ojo y con el otro otea entre los grifos.

– ¡Apunten! ¡Listos… Fu…!

Aparta bruscamente las manos del panel y se levanta de un salto, con los cabellos de punta y los ojos muy desorbitados, fijos en la cabina de la ducha, tan enloquecidos y aterrados que todos los que están jugando a las cartas se giran por si también consiguen verlo. Pero no ven nada, excepto las anillas que cuelgan entre los grifos, pendientes de las rígidas tiras de lona aún nuevas.

Martini da media vuelta y mira fijamente a McMurphy. No tiene ojos para nadie más.

– ¿Los has visto? ¿Los has visto?

– ¿A quién, Mart? No he visto nada.

– ¿Ahí colgados de esos tirantes? ¿No los has visto? McMurphy se vuelve e inspecciona la ducha. -No. Ni rastro.

– Un momento. Es preciso que los veas, lo necesitan -dice Martini.

– ¡Maldita sea, Martini, te he dicho que no los veo! ¿Comprendes? ¡No veo absolutamente nada!

– Oh -dice Martini. Asiente con la cabeza y se aparta de la ducha-. Bueno, yo tampoco los vi. Sólo era una broma.

McMurphy corta y baraja las cartas con hábil gesto de jugador habitual.

– Pues… no me gustan esas bromas, Mart.

Corta para barajar otra vez y las cartas salen despedidas en todas direcciones como si le hubiese explotado la baraja entre las temblorosas manos.


Recuerdo que volvía a ser viernes -habían pasado tres semanas desde la votación sobre el asunto de la TV- y todos aquellos capaces de caminar fuimos conducidos al Edificio Número Uno para lo que intentan hacer pasar como examen radiológico para detectar posibles indicios de TB y que yo sé que está destinado a comprobar el funcionamiento de la maquinaria que cada cual lleva incorporada.

Nos sentamos en una larga fila en el banco adosado a la pared de un vestíbulo que conduce hasta una puerta con el rótulo rayos X. Junto a ésta hay otra puerta con el rótulo ORL (Otorrinolaringología), que es donde nos revisan la garganta en invierno. Al otro lado del vestíbulo hay otro banco que conduce hasta una puerta metálica, cubierta de remaches. Y sin ningún rótulo. En el banco hay dos tipos, medio dormidos, sentados entre dos negros y una tercera víctima está sufriendo su tratamiento tras la puerta; puedo oír sus gritos. La puerta se abre hacia el interior con un runrún y diviso los centelleantes tubos luminosos de la sala. Sacan a la víctima aún humeante sobre ruedas y yo me agarro al banco donde estoy sentado para no ser succionado hacia la puerta. Un chico negro y otro blanco levantan a otro de los tipos que están sentados en el banco, y él se tambalea y avanza a trompicones, bajo el efecto de las drogas que lleva en el cuerpo. Por lo general, suelen administrar cápsulas rojas antes del Choc. Le empujan por la puerta y los técnicos lo sostienen por los sobacos. Por un instante, observo que el tipo ha comprendido dónde lo llevan y clava ambos (alones en el piso de cemento para impedir que le arrastren hasta la mesa; luego se cierra la puerta, plum, con un sonido como de metal contra un colchón, y el tipo desaparece de mi vista.

– ¿Qué hacen ahí dentro? -le pregunta McMurphy a Harding.

– ¿Ahí? Pero… ah, claro. Nunca has estado ahí.

Es una lástima. Es una experiencia que no debería perderse ningún ser humano. – Harding entrelaza los dedos bajo la nuca y echa la cabeza hacia atrás para observar la puerta-. Es la Sala de Chocs de la que te hablaba hace unos cuantos días, amigo, Terapia de Electrochoc. Esas afortunadas criaturas que tienen ahí dentro están recibiendo una oportunidad de viajar gratis a la luna. Bueno, pensándolo bien, el viaje no es perfectamente gratuito. El servicio se paga con células nerviosas en vez de dinero y todos contamos con billones de células nerviosas. ¡Qué importa unas cuantas menos!

Frunce el entrecejo y mira en dirección al hombre solitario que queda en el banco.

– No hay mucha clientela hoy, por lo que parece, nada que pueda compararse con las aglomeraciones del año pasado. Pero, en fin, c'est la vie, las modas llegan y se van. Y tengo la impresión de que estamos ante el ocaso de los electrochocs. Nuestra querida enfermera jefe es de las pocas con la fuerza de espíritu suficiente para defender tan grande y antigua tradición faulkneriana en el campo del tratamiento de los desechos de la cordura: la Cauterización del Cerebro.

La puerta se abre. Una camilla sale chirriando, nadie la empuja, da la vuelta con dos ruedas en el aire y desaparece echando humo por el pasillo. McMurphy observa cómo entran al último paciente y luego cierran la puerta.

– ¿Lo que hacen… – McMurphy escucha un momento-…es meter a un tipo ahí dentro y bombardearle la cabeza con electricidad!

– En síntesis, es algo así.

– ¿Para qué demonios lo hacen?

– Pues, por el bien del paciente, como es lógico. Todo lo que hacen aquí es por el bien del paciente. Los que sólo han estado en nuestra galería a veces pueden llegar a tener la impresión equivocada de que el hospital es un enorme mecanismo, perfectamente eficiente, que funcionaría sin problemas si se concediese una cierta autonomía a los pacientes, pero no es así. El electrochoc no se emplea exclusivamente como un castigo, según tiene por costumbre nuestra enfermera, y tampoco es una pura muestra de sadismo por parte del personal. Algunos pacientes considerados irrecuperables consiguieron restablecer el contacto gracias al electrochoc, igual que hay algunos que han mejorado gracias a la lobotomía y la leucotomía. El tratamiento de choc ofrece algunas ventajas: es barato, rápido y completamente indoloro. No hace más que producir un ataque convulsivo.

– Vaya vida -gimotea Sefelt-. A unos nos dan pastillas para que no tengamos ataques, a los otros les someten a un choc para provocárselos.

Harding se inclina hacia delante para explicárselo a McMurphy.

– Te diré cómo lo descubrieron: dos psiquiatras visitaron un matadero, Dios sabe con qué malévolos propósitos, y estuvieron observando cómo mataban las reses de un golpe entre los ojos con un martillo. Advirtieron que no todas las reses morían y que algunas caían al suelo en un estado muy similar al de una convulsión epiléptica. «Aja», comentó uno de ellos. «Es exactamente lo que necesitamos para nuestros pacientes: ¡una convulsión inducida!» Su colega estuvo de acuerdo, como es lógico. Se había comprobado que después de sufrir una convulsión epiléptica, los pacientes mostraban tendencia a mostrarse más tranquilos y pacíficos durante algún tiempo, y que los casos violentos, que habían perdido todo contacto, conseguían sostener una conversación racional después de una convulsión. Nadie sabía por qué; siguen sin saberlo. Pero era evidente que de conseguir inducir un ataque convulsivo en pacientes no epilépticos podrían obtenerse resultados muy favorables. Y ahí, ante sus ojos, tenían a un hombre que iba induciendo convulsiones con considerable aplomo.

Scanlon dice que creía haber oído que el tipo usaba un martillo y no una bomba, pero Harding responde que es un detalle sin importancia, y prosigue su explicación.

– El carnicero usaba un martillo. Y eso era justamente lo que inspiraba algunas reservas al colega. ¿Cómo tener la certeza de que el martillo no resbalará y partirá una nariz? ¿O incluso romperá toda una hilera de dientes? ¿Cómo resolver el problema de los gastos en concepto de dentista? Si la intención era golpear al paciente en la cabeza, sería preciso emplear algo más eficaz y certero que un martillo; por fin se decidieron por la electricidad.

– Cielo santo, ¿no pensaron que podía ser perjudicial? ¿El público no armó un cisco cuando se enteró?

– Creo que no tienes una idea muy clara de cómo es el público, amigo; en este país, cuando algo no funciona, todos se inclinan por la solución más rápida.

McMurphy mueve la cabeza.

– ¡Anda! Electricidad a través de la cabeza. Pero si es como electrocutar a un tipo por asesinato.

– Los motivos aducidos en favor de una y otra actividad son mucho más parecidos de lo que imaginas; en ambos casos se trata de una cura.

– ¿Y dices que no duele!

– Puedo garantizártelo personalmente. No duele en absoluto. Un relámpago y de inmediato pierdes el sentido. Sin gas, sin inyección, sin martillo. Pero el caso es que nadie quiere volver a repetir la experiencia. Uno… cambia. Olvida las cosas. Es como si… -se lleva las manos a las sienes y cierra los ojos…- es como si la sacudida desencadenase un loco torbellino de imágenes, emociones, recuerdos. Como esas ruedas de feria que ya conoces; apuestas y aprietan un botón. ¡Chang! Se encienden luces, suenan silbatos y los números comienzan a girar en un torbellino, y es posible que al final acabes ganando, o también que pierdas y tengas que jugar de nuevo. Que tengas que pagar para que hagan girar otra vez la rueda, pagar, amigo, eso es.

– No te excites, Harding.

Se abre la puerta y vuelve a salir la camilla con el tipo bajo las sábanas, y los técnicos se van a tomar un cate. McMurphy se pasa la mano por los cabellos.

– Me siento incapaz de retener todo lo que ahora mismo me va pasando por la cabeza.

– ¿Cómo dices? ¿Igual que en un tratamiento de electrochoc?

– Ya. Pero no, no es sólo eso. Todo esto… – traza un círculo con la mano-. Todas estas cosas que están pasando.

La mano de Harding se posa sobre la rodilla de McMurphy.

– Serena tu mente perturbada, amigo. Lo más probable es que no debas preocuparte por el electrochoc. Está muy pasado de moda y sólo lo emplean en casos extremos cuando no parece haber otra solución, como una lobotomía, por ejemplo.

– ¿Lobotomía es cortar una parte del cerebro?

– Has acertado otra vez. Comienzas a dominar muy bien el vocabulario médico. Sí, es cortar el cerebro. Castración del lóbulo frontal. Supongo que cuando no consigue cortarnos algo en el bajo vientre opta por cortar sobre los ojos.

– Te refieres a la Ratched.

– Exactamente.

– Creí que no era ella quien decidía en cuestiones como éstas.

– Pues, sí, lo hace, ya lo creo.

McMurphy parece alegrarse de haber dejado el lema de los electrochocs y las lobotomías y volver a hablar de la Gran Enfermera. Le pregunta a Harding qué cree que le pasa a la enfermera. Harding y Scanlon y algunos más tienen cada uno su opinión. Siguen hablando un rato sobre si ella es la causa de todos los problemas que tenemos aquí o no, y Harding dice que ella es la principal responsable. La mayoría opina otro tanto, pero McMurphy ya no parece tan seguro. Dice que al principio pensaba lo mismo pero que ahora no sabría qué decir. Dice que no cree que se ganase mucho eliminando a la enfermera; dice que el problema es más amplio y luego intenta explicar en qué cree que consiste. Por fin desiste, al comprobar que es incapaz de concretarlo en palabras.

McMurphy lo ignora, pero está sobre la pista de lo que yo comprendí hace ya mucho tiempo, que no es únicamente cosa de la Gran Enfermera, sino que es todo el Tinglado, la gran fuerza reside en el Tinglado a nivel nacional, y la enfermera no es más que un oficial de alta graduación dentro del mismo.

Los otros no están de acuerdo con McMurphy. Dicen que saben por qué no funcionan las cosas, luego comienzan a discutir al respecto. La discusión continúa hasta que McMurphy les interrumpe.

– Alto ahí, fijaos en lo que estáis diciendo -dice McMurphy-. Sólo oigo quejas, quejas y quejas. Ya sea contra la enfermera o contra el equipo médico o el hospital. Scanlon quiere hacerlo volar todo. Sefelt culpa a los medicamentos. Fredrickson dice que la causa son sus problemas familiares. Bueno, eso no es más que una manera de escurrir el bulto.

Dice que la Gran Enfermera no es más que una vieja frígida y amargada y que todos sus esfuerzos por empujarle a un enfrentamiento con ella son pura comedia y que eso no beneficiaría a nadie, y mucho menos a él. Aunque se librasen de ella, no se librarían del verdadero problema que está detrás de las lamentaciones.

– ¿Eso crees? -dice Harding-. Pues, ya que de pronto te has vuelto tan lúcido en cuestiones de salud mental, ¿podrías decirme qué es lo que pasa? ¿Cuál es el verdadero problema, como tan sabiamente has dicho?

– Ya te he dicho que no lo sé, chico. Nunca he llegado a vislumbrarlo. -Se queda pensativo un minuto, escuchando el zumbido que llega de la sala de rayos-X; luego prosigue-: pero si no fuese más allá cíe lo que estáis diciendo, si se limitase, por ejemplo, a esta vieja enfermera y sus problemas sexuales, la solución sería fácil: bastaría derribarla y ayudarle a superar sus problemas, ¿no?

Scanlon bate palmas.

– ¡Magnífico! Eso es. Quedas elegido, Mac, eres justo el semental adecuado para ese trabajito.

– No lo haré. No, señor. Te has equivocado de hombre.

– ¿Por qué no? Creí que eras el super-semental, el rey del taca-taca.

– Scanlon, amigo. Tengo la intención de mantenerme tan apartado como pueda de esa vieja urraca.

– Eso parece -comenta Harding con una sonrisa-. ¿Qué ha ocurrido entre los dos? Hubo un momento en que ya la tenías dominada; pero, de pronto, abandonaste. ¿Un repentino arranque de compasión por nuestro ángel de piedad?

– No, descubrí unas cuantas cosas, ésa es la razón. Estuve haciendo averiguaciones. Descubrí por qué todos le laméis tanto el culo y os agacháis y mordéis polvo y permitís que os domine. Empecé a comprender que os estabais aprovechando de mí.

– ¡Oh! ¡Qué interesante!

– Ya lo creo que es interesante. Para mí, tiene un gran interés saber que no os preocupasteis de explicarme el riesgo que corría al ajustarle los tornillos de ese modo. Que ella no me guste no es motivo para impulsarle ^ que prolongue mi sentencia un año o tal vez más. A veces es preciso tragarse el orgullo y no olvidar lo principal.

– Fijaos, amigos, ¿no os parece que tal vez haya algo de cierto en ese rumor que dice que nuestro señor McMurphy ha comenzado a acatar las normas con el solo objeto de salir pronto de aquí?

– Has Comprendido muy bien lo que quería decir, Harding. ¿por qué no me explicasteis que podía tenerme aquí encerrado tanto tiempo como le diera la gana?

– Bueno, había olvidado que estabas internado -el rostro de Harding parece hendirse por el centro cuando sonríe-. Sí. Comienzas a mostrarte prudente. Como todos los demás.

– Y que lo digas. ¿Por qué tengo que ser yo el que escandalice en las reuniones por esas pequeñeces sobre el uso del dormitorio los fines de semana y los cigarrillos confiscados en la Casilla de las Enfermeras? Al principio no lograba comprender por qué todos os volvíais hacia mí como si fuese una especie de salvador. Luego descubrí por casualidad que las enfermeras tienen la última palabra respecto a quién es dado de alta y quién no. Y no me costó mucho volverme prudente. Me dije, «Sí, esos viscosos bribones me han engañado, me han hecho meter la pata para que les sacase las castañas del fuego. Quién lo hubiera dicho, han conseguido engañar al viejo R. P. McMurphy». -Levanta la cabeza y lanza una sonrisa a todo el grupo, sentado en fila, allí en el banco-. Bueno, no es un ataque personal, ya me entendéis, amigos, pero al diablo todas las quejas. Tengo tantas ganas de salir de aquí como el que más. Y me arriesgo igual que vosotros cuando me meto con esa vieja urraca.

Sonríe, arruga la nariz y aprieta las costillas de Harding con el pulgar, como si hubiera llegado al cabo de la calle, pero nada de rencores. Entonces, Harding hace un comentario.

– No. Tú puedes salir perdiendo más que yo, amigo.

Harding sonríe otra vez y lanza unas de sus miradas furtivas como de yegua nerviosa, con un movimiento asustadizo de la cabeza. Todos avanzan un lugar en la fila. Martini sale de la sala de rayos-X y se abrocha la camisa mientras musita: -Si no lo veo no lo creo -y Billy Bibbit se dirige a la pantalla negra para ocupar el lugar de Martini.

– Puedes salir peor parado que yo -repite Harding-. Yo soy voluntario. No estoy internado.

McMurphy se queda mudo. Su rostro tiene otra vez esa mirada desconcertada, como si algo fallase, algo que no consigue definir exactamente. Se limita a quedarse mirando a Harding y la sonrisa temerosa de éste se desvanece y se agita intentando esquivar la incómoda mirada de McMurphy. Traga saliva y comenta:

– A decir verdad, en la galería son muy pocos los que están internados. Sólo Scanlon y… bueno, supongo que tal vez alguno de los Crónicos. Y tú. En todo el hospital son pocos los internados. Sí, muy pocos.

Se interrumpe, su voz se pierde en un balbuceo ante la mirada de McMurphy. Al cabo de unos momentos de silencio, éste dice muy bajito:

– ¿Es una broma?

Harding sacude negativamente la cabeza. Parece asustado. McMurphy se pone de pie en medio del pasillo y grita:

– ¡Queréis tomarme el pelo!

Nadie se atreve a responder. McMurphy comienza a caminar arriba y abajo frente al banco, mientras se pasa la mano por la espesa mata de pelo. Recorre toda la fila hasta la cola, luego avanza en sentido contrario, hasta llegar a la máquina de rayos-X. La máquina silba y se mofa de él.

– Tú, Billy… ¡seguro que estás internado!

Billy está de espaldas a nosotros, con la barbilla apoyada en la pantalla negra, de puntillas. No, dice dirigiéndose al aparato.

– Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? ¡Eres un chico joven! Debías correr por ahí fuera en un descapotable, conquistando lindas chicas. ¿Por qué soportáis… -hace un amplio gesto circular con la mano- todo esto?

Billy no contesta y McMurphy se aparta de él para dirigirse a otros dos pacientes.

– Decidme, por qué. Os peleáis, pasáis semanas enteras comentando cuan intolerable resulta todo esto, que no podéis soportar a la enfermera ni nada de lo que hace, ¡y no estáis internados! Lo comprendo en el caso de algunos tipos de la galería. Están locos. Pero vosotros, tal vez no seáis exactamente tipos corrientes, pero no estáis locos.

No se molestan en discutir con él. Avanza hasta Sefelt.

– Sefelt, ¿y tú? Lo único que te pasa es que tienes algún que otro ataque. Qué diablos, tengo un tío que cogía unas pataletas mucho peores que las tuyas y veía terribles visiones con demonios y toda la historia, pero nunca se le ocurrió encerrarse en un manicomio. Podrías arreglártelas fuera si tuvieras pelotas…

– ¡Eso es!

Es Billy, que se ha apartado de la pantalla, con el rostro bañado en lágrimas.

– ¡Eso es! -grita otra vez-. ¡Si tuviéramos pelotas! Podría salir hoy mi-mismo, si me atreviera. Mi m-m-m-madre es amiga de la se-se-señorita Ratched y podría hacer que me firmaran el alta esta misma tarde, ¡si tuviera pelotas!

Da un tirón a su camisa que estaba sobre el banco e intenta ponérsela, pero tiembla demasiado. Por fin, acaba arrojándola lejos y se vuelve otra vez hacia McMurphy.

– ¿Crees que me gu-gu-gu-gusta estar aquí? ¿Crees que no me gustaría tener un descapotable y una chi-chi-chi-chica? ¿Pero alguien se ha re-re-re-reído alguna vez de ti? ¡No, porque eres g-g-g-grande y fuerte! Bueno, yo no soy ni grande ni fuerte. Y tampoco lo es Harding. Ni F-F-Fredrickson. Ni Se-Se-felt. Oh… tú… ¡Tú hablas como si estuviésemos aquí por gusto! Oh… es i-i-inútil…

Está llorando y su tartamudeo le impide seguir hablando, se seca los ojos con el dorso de la mano para poder ver. Se arranca una de las costras que tenía en la mano y cuanto más intenta secarse los ojos más se va esparciendo la sangre por toda la cara. Luego echa a correr a ciegas, pasillo abajo, con la cara manchada de sangre, y un negro pisándole los talones.

McMurphy lanza una mirada a los que le rodean y abre la boca para preguntar algo más, luego vuelve a cerrarla al comprobar cómo le miran. Se queda allí un minuto con la hilera de ojos fijos en él como una fila de remaches; por fin dice: -cielo santo-, en un tono plañidero, se encasqueta la gorra y vuelve a ocupar su sitio en el banco. Los dos técnicos regresan de tomar café y entran de nuevo en la habitación al otro lado del pasillo; cuando se abre la puerta con un runrún el aire se llena de un ácido olor, parecido al que se desprende cuando recargan una batería. McMurphy sigue ahí sentado, con los ojos fijos en esa puerta.

– No alcanzo a comprender…


Cuando cruzábamos los terrenos de regreso a la galería, McMurphy se quedó rezagado del grupo con las manos en los bolsillos del verde uniforme y la gorra muy hundida en la cabeza, mientras iba reflexionando con un cigarrillo apagado en la boca. Todos caminaban bastante callados. Habían logrado calmar a Billy, que avanzaba a la cabecera del grupo con un negro a un lado y el chico blanco de la Sala de Chocs al otro.

Me fui quedando atrás hasta conseguir situarme junto a McMurphy y mi intención rué decirle que no valía la pena preocuparse, que no había solución, porque comprendía que alguna idea le daba vueltas en la cabeza igual que un perro da vueltas en torno a un agujero en el que no sabe qué encontrará, mientras una voz le dice, perro, no te metas en ese agujero; es demasiado grande y negro y en el ambiente se respira algo que indica osos o cualquier cosa igualmente temible. Y del fondo de su instinto le llega otra voz, baja y penetrante, una voz muy poco inteligente, sin una pizca de astucia, que le dice, ¡Busca, perro, busca!

Quería decirle que no le diera vueltas, y estaba a punto de abrir la boca para hablarle cuando irguió la cabeza, se apartó la gorra de los ojos y comenzó a caminar a paso ligero hasta colocarse junto al negro pequeñajo, le dio una palmada en el hombro y le preguntó:

– Oye, Sam, ¿por qué no paramos un momento en la cantina para que pueda comprarme un par de cartones de cigarrillos?

Tuve que darme maña para alcanzarlos y la carrera me hizo palpitar el corazón y comenzó a zumbarme la cabeza. Ya en la cantina seguía oyendo ese zumbido que el corazón me había metido en la cabeza, pese a que mis latidos volvían a ser normales. Ese ruido me hizo recordar cómo me sentía allí, de pie en el campo de rugby, un viernes por la noche, bajo el frío aire otoñal, esperando que alguien lanzara la pelota y comenzase el partido. El zumbido iba subiendo más y más de tono hasta que creía no poder soportarlo ni un minuto más; entonces lanzaban la pelota y todo terminaba y comenzaba el partido. En ese momento empecé a oír el mismo zumbido de los viernes por la noche y sentí la misma desenfrenada y agitada impaciencia. Y mi vista también se había aguzado y estaba alerta, como solía ocurrirme antes del partido y como me ocurrió hace unos días mientras miraba por la ventana del dormitorio: todo se veía nítido y bien dibujado y consistente, con una apariencia que había olvidado. Largas hileras de pasta de dientes y cordones de zapatos, filas de gafas de sol y bolígrafos garantizados, capaces de pasarse toda una vida escribiendo sobre mantequilla bajo el agua, todo ello bien protegido de los desvalijadores por un batallón de osos de peluche con ojos muy abiertos sentados en lo alto de una estantería encima del mostrador.

McMurphy avanzó a grandes zancadas hacia el mostrador, se puso a mi lado, se metió los pulgares en los bolsillos y le dijo a la vendedora que le diese un par de cartones de Marlboro.

– Tal vez será mejor que me dé tres -dijo, al tiempo que le sonreía-. Tengo intención de fumar como una chimenea.

El zumbido siguió taladrándome la cabeza hasta la reunión de esa tarde. Había estado escuchando sin prestar demasiada atención cómo se esforzaban en convencer a Sefelt para que se enfrentase con la realidad de sus problemas e intentase adaptarse («¡Es el Dilantin!» gritó él por fin. «Pero, señor Sefelt, si quiere que le ayudemos, debe ser sincero», dijo ella. «Pero, tiene que ser culpa del Dilantin; ¿no me reblandece las encías'?» Ella sonrió: «Jim, tienes cuarenta y cinco años…») cuando mis ojos se detuvieron casualmente sobre McMurphy sentado en su rincón. No estaba jugueteando con una baraja ni dormitaba tras una revista como había venido haciendo en las reuniones durante las dos últimas semanas. Y no estaba cabizbajo. Estaba sentado muy tieso en su silla, con una expresión temeraria y excitada en el rostro mientras su mirada iba de Sefelt a la Gran Enfermera y viceversa. El zumbido se me hizo más agudo al verle. Sus ojos parecían finas franjas azules bajo sus blancas cejas y se movían de un lado a otro, como solía hacer cuando vigilaba las cartas que iban saliendo en una partida de póquer. No me cupo la menor duda de que, en cualquier momento, cometería una locura capaz de hacerle ir a parar sin remedio a la galería de Perturbados. No era la primera vez que veía esa mirada en un tipo poco antes de que se arrojase sobre uno de los negros. Me agarré al brazo de mi silla y esperé, asustado de lo que podía pasar y también de pronto comencé a comprender, un poco temeroso, que tal vez no pasase nada.

Él permaneció inmóvil y siguió observándoles hasta que hubieron terminado con Sefelt; luego, dio media vuelta en su silla y se quedó contemplando a Fredrickson que protestaba por la manera cómo habían acorralado a su amigo, o vociferaba unos minutos quejándose de que les retuvieran los cigarrillos en la Casilla de las Enfermeras. Fredrickson acabó quedándose sin palabras, se ruborizó, se disculpó como de costumbre y volvió a sentarse. McMurphy aún no había insinuado el menor gesto. Aflojó la mano sobre el brazo de la silla y pensé que tal vez me había equivocado.

No faltaban más de un par de minutos para finalizar la reunión. La Gran Enfermera dobló sus papeles y los guardó en el cesto que tenía en el regazo, los dejó en el suelo y luego posó sus ojos un minuto sobre McMurphy, como si quisiera asegurarse de que estaba despierto y había escuchado lo que se decía. Cruzó las manos sobre la falda, se miró los dedos y suspiró profundamente al tiempo que movía la cabeza.

– Amigos, he estado meditando mucho sobre lo que voy a decirles. Lo he comentado con el doctor y con el resto del personal y, aunque todos lo lamentamos mucho, hemos llegado a la misma conclusión: debemos encontrar alguna forma de castigar la intolerable actitud adoptada con respecto a las tareas de limpieza, hace tres semanas.

Levantó una mano y miró a su alrededor.

– Hemos esperado todos estos días para plantearlo, pues confiábamos en que ustedes mismos tomarían la iniciativa y se disculparían por su rebelde actitud. Pero ninguno ha dado la menor señal de remordimiento.

Volvió a levantar la mano para frenar cualquier posible interrupción, con el mismo gesto que una adivina echa las cartas en una casilla de feria.

– Por favor, no me interpreten mal: todas las normas y restricciones que les imponemos han sido profundamente meditadas teniendo en cuenta su valor terapéutico. Muchos de ustedes están aquí porque son incapaces de adaptarse a las normas sociales del Mundo Exterior, porque no han conseguido aceptarlas, porque han intentado esquivarlas y escapar de ellas. Es posible que en un tiempo -tal vez cuando eran niños- consiguieron infringir impunemente las normas de la sociedad. Sabían que estaban quebrantando una norma. Ansiaban que se lo reprochasen, lo necesitaban, pero el castigo no llegó. Es posible que esa imprudente tolerancia de sus padres sea el germen que provocó su presente enfermedad. Les digo todo esto con la esperanza de que comprendan que si imponemos orden y disciplina es absolutamente por su propio bien.

Paseó la mirada por toda la habitación. Su rostro estaba fraguado en una expresión contrita por la tarea que debía cumplir. Se había hecho un gran silencio, a excepción del penetrante y febril zumbido en mi cabeza.

– Resulta difícil hacer respetar la disciplina en un ambiente como éste. Deben comprenderlo. ¿Qué podemos hacerles? No podemos arrestarles. No podemos castigarlos a pan y agua. Deben comprender el problema con el que se enfrenta el personal; ¿qué podemos hacer?

Ruckly hizo una sugerencia, pero ella no le prestó la menor atención. El rostro comenzó a agitarse con un tintineo hasta que las facciones adoptaron una nueva expresión. Al fin ella misma respondió a su pregunta.

– Debemos retirar algún privilegio. Y después de estudiar detenidamente las circunstancias de esta rebelión, hemos decidido que quizá sería justo quitarles el privilegio de la sala de baños que han venido utilizando para jugar a las cartas durante el día. ¿Creen que es injusto?

Su cabeza permaneció inmóvil. No levantó los ojos. Pero todos los demás lo observaron, uno a uno, allí sentado en su rincón. Hasta los viejos Crónicos, intrigados por el hecho de que todos se hubiesen vuelto en la misma dirección, estiraron sus huesudos cuellos de pájaro y miraron a McMurphy: todos los rostros estaban pendientes de él, llenos de una franca, temerosa esperanza.

Esa única nota aguda que resonaba en mi cabeza me recordaba el sonido de los neumáticos al patinar sobre el asfalto.

Seguía sentado muy erguido en su silla, mientras se rascaba lánguidamente la cicatriz que le surca la nariz. Sonrió a todos los que le miraban, asió la gorra por la visera y saludó gentilmente, luego volvió a mirar a la enfermera.

– Bien, si no hay objeciones a esta discusión, creo que ya casi es hora…

Hizo otra pausa y también le miró. Él se encogió de hombros y se palmeó las rodillas con ambas manos mientras emitía un sonoro suspiro, luego se levantó lentamente de la silla. Se desperezó, bostezó, volvió a rascarse la nariz y comenzó a cruzar la sala de estar en dirección al lugar donde ella estaba sentada, junto a la Casilla de las Enfermeras, sujetándose los pantalones con los pulgares mientras avanzaba. Comprendí que era demasiado tarde para impedirle hacer cualquier locura que pudiera habérsele ocurrido y me limité a observarle, al igual que todos los demás. Avanzaba a grandes pasos, demasiado largos, y se había metido otra vez los pulgares en los bolsillos. El hierro de los tacones de sus botas hacía saltar chispas de las baldosas. Volvía a ser el leñador, el jugador fanfarrón, el gran irlandés pelirrojo y peleón, el vaquero salido de la pantalla de la TV que avanzaba por el centro de la calle, dispuesto a hacer frente a cualquier provocación.

Los ojos de la Gran Enfermera se desorbitaron al ver que se le acercaba. No había previsto que hiciera nada. Ésa debía ser su victoria definitiva sobre él, debía dejar sentado su dominio de una vez para siempre. ¡Pero ahora él se acercaba y era grande como una casa!

La enfermera empezó a mover la boca y a buscar a sus negros con la mirada, con un miedo de muerte, pero él se detuvo antes de llegar a su lado. Se detuvo frente a su ventana y dijo en el tono más bajo y profundo de que era capaz, que suponía que le permitiría coger uno de los cigarrillos que había comprado esa mañana y luego atravesó el cristal con la mano.

El cristal saltó en pedazos como si fuera agua y la enfermera se llevó las manos a las orejas. El cogió uno de los cartones de cigarrillos que tenía escrito su nombre y sacó una cajetilla, luego volvió a dejarlo donde estaba y se volvió hacia la enfermera, sentada allí como una estatua de yeso, y se puso a sacudir muy suavemente los trocitos de cristal que habían caído sobre su cofia y sus hombros.

– Lo siento, señora -dijo-. Dios sabe que es cierto. Ese cristal estaba tan limpio que me olvidé por completo de que estaba ahí.

Todo ocurrió en cuestión de segundos. McMurphy dio media vuelta y la dejó allí sentada con el rostro tembloroso y desencajado y volvió a cruzar la sala de estar para sentarse en su silla y encender un cigarrillo.

Había cesado el zumbido que me taladraba la cabeza.


A partir de aquel día, las cosas le fueron bien a McMurphy durante bastante tiempo. La enfermera esperaba que se le ocurriese otra idea capaz de devolverle la iniciativa. Sabía que había perdido un importante asalto y que estaba perdiendo otro, pero no tenía prisa, porque, entre otras cosas, no tenía la menor intención de aconsejar que lo pusieran en libertad; la lucha duraría todo el tiempo que ella desease, hasta que él cometiera un error, hasta que, simplemente, acabara dándose por vencido o hasta que ella se ingeniara alguna nueva táctica que le permitiera aparecer como la vencedora indiscutible a los ojos de todos.

Pero antes de que lograra descubrir esa nueva táctica pasaron muchas cosas. Al acabar lo que podríamos considerar un breve período de descanso y anunciar su vuelta a las andadas rompiendo el cristal de la enfermera, McMurphy animó bastante el ambiente en la galería. Participaba en todas las reuniones, en todas las discusiones: con su tartajeo, sus guiños, sus mejores chistes, en un esfuerzo por arrancar una esmirriada risita de la boca de algún Agudo que no se atrevía ni a sonreír desde que tenía doce años. Reunió un grupo suficiente para formar un equipo de baloncesto y no sé cómo se las arregló para convencer al doctor de que le permitiese traer una pelota del gimnasio para ir entrenando al equipo. La enfermera se opuso, dijo que acabarían jugando al fútbol en la sala de estar y al polo en el pasillo, pero el doctor, por una vez, se mantuvo firme y dijo que los dejara hacer lo que quisieran.

– Varios jugadores han hecho grandes progresos desde que se organizó ese equipo de baloncesto, señorita Ratched; a mi entender, su valor terapéutico está probado.

Ella se quedó mirándolo sorprendida. Así que también él estaba haciendo sus pinitos. Tomó nota de su tono de voz para posteriores ocasiones, para cuando los vientos volvieran a serle favorables, asintió fríamente y volvió a sentarse en su casilla a juguetear con los mandos de su equipo. Los conserjes habían colocado un cartón en el marco de la ventana, frente a su mesa de trabajo, en espera de que llegase el nuevo cristal, y ella se instalaba a diario tras el cartón como si éste no existiera, como si pudiera ver perfectamente la sala de estar a través de él. Sentada allí, detrás del cartón, producía la impresión de un cuadro puesto de cara a la pared.

Seguía esperando, sin decir nada, mientras McMurphy correteaba por los pasillos todas las mañanas, sin más vestido que sus calzoncillos con ballenas blancas o jugaba a la rayuela con monedas en los dormitorios, o corría para arriba y para abajo del pasillo tocando un silbato de arbitro, mientras enseñaba a los Agudos a hacer una salida rápida desde la puerta de la galería hasta el Cuarto de Aislamiento, en el otro extremo del pasillo, y la pelota rebotaba con un ruido como de bala de cañón mientras McMurphy gritaba como un sargento:

– ¡Tirad, cobardicas, tirad!

Cuando se dirigían el uno al otro, tanto McMurphy como la enfermera, empleaban un tono muy educado. Él le dijo con toda amabilidad si por favor podría usar su pluma para redactar una solicitud pidiendo Autorización para Salir sin Escolta, la escribió ante sus propios ojos, sobre su mesa de trabajo, y se la entregó junto con la pluma y con un «Gracias» muy gentil; ella examinó la solicitud y le respondió con igual amabilidad que «lo discutiría con el resto del equipo médico» -lo cual no le llevó más de tres minutos-, y regresó para decirle que lo sentía pero que, en opinión del equipo, una Autorización no sería terapéutica en esos momentos. Él volvió a agradecérselo, salió de la Casilla de las Enfermeras, sopló su silbato con una fuerza capaz de romper todos los cristales en varias millas a la redonda y bramó:

– Seguid practicando, machos, a por esa pelota, os quiero ver sudar.

Ya llevaba un mes en la galería, un período de tiempo suficiente para insertar un escrito en el tablón de anuncios del pasillo solicitando que se discutiese en una reunión de grupo la posibilidad de concederle una Autorización para Salir Acompañado. Se dirigió al tablón de anuncios empuñando la pluma de la enfermera y escribió bajo el epígrafe, en compañía de: «Una chica de Portland, amiga mía, llamada Candy Starr», y de paso destrozó la plumilla. La solicitud se discutió en la reunión de grupo algunos días más tarde, el mismo día en que los encargados colocaron un cristal nuevo en la ventana situada frente a la mesa de trabajo de la Gran Enfermera, y cuando su solicitud fue rechazada alegando que la señorita Starr no parecía ser la persona más adecuada para confiarle la custodia de un paciente, él se encogió de hombros y dijo que suponía que así era la vida y se levantó de la silla para dirigirse a la Casilla de las Enfermeras, se plantó junto al cristal que aún lucía la etiqueta de la cristalería en una esquina y volvió a atravesarlo con el puño (mientras la sangre manaba de sus dedos, le explicó a la enfermera que creía que habían quitado el cartón y que el marco estaba vacío).

– ¿Cómo pusieron este maldito cristal sin que nadie los viera? ¡Vaya imprudencia! La enfermera le vendó la mano y Scanlon y Harding recuperaron el cartón de la basura y volvieron a colocarlo en la ventana, adhiriéndolo con el mismo esparadrapo que la enfermera estaba utilizando para vendarle los dedos. McMurphy estaba sentado en una banqueta y musitaba cosas terribles con una sonrisa mientras le curaban sus heridas al tiempo que hacía muecas a Scanlon y Harding por encima del hombro de la enfermera. El rostro de ésta mostraba una expresión serena y vacía como esmaltada, pero la tensión se empezaba a manifestar en otros detalles, como en su manera de apretar el esparadrapo tanto como pudo, clara muestra de que su indiferente paciencia distaba mucho de ser lo que era.

Nos permitieron ir al gimnasio a presenciar el encuentro entre nuestro equipo de baloncesto -Harding, Billy Bibbit, Scanlon, Fredrickson, Martini y McMurphy, cuando su mano herida no le impedía participar en el juego- y un equipo de enfermeros. Los dos negros grandotes de nuestra galería jugaban con los enfermeros. Eran los mejores jugadores del encuentro, corrían arriba y abajo, siempre juntos como un par de sombras con calzones rojos, y marcaron un tanto tras otro con mecánica precisión. Nuestros jugadores eran demasiado bajos y excesivamente lentos, Martini no paraba de hacer pases a jugadores que sólo él podía ver, y los enfermeros nos ganaron por veinte puntos. Pero ocurrió algo que influyó en que la mayoría saliésemos de allí con la sensación de haber conseguido una victoria relativa, a pesar de todo: en una carrera tras la pelota, nuestro negro grandote, Washington, recibió un codazo, y su equipo tuvo que sujetarlo porque intentaba lanzarse sobre McMurphy, que se había sentado sobre la pelota sin prestar la menor atención al negro que se retorcía y sangraba por su gran narizota, con el negro pecho todo manchado como si alguien hubiera embardurnado una pizarra de pintura, al tiempo que gritaba a los que le sujetaban:

– ¡Se lo ha buscado! ¡El muy cerdo se lo ha buscado!

McMurphy escribía nuevas notitas que la enfermera descubría luego en el retrete con su espejito. Redactó largas fantasías sobre su propia persona en el cuaderno de bitácora y las firmó con el nombre de Antón. Algunos días se quedaba durmiendo hasta las ocho. Ella le reprendía, sin alterarse en absoluto, él se quedaba escuchándola de pie, sin interrumpirla, y luego le destrozaba toda la escena al preguntarle algo así como, me pregunto si usa sostenes de la talla B o C, ¿o es que a lo mejor no usa?

Los demás Agudos comenzaban a seguir su ejemplo. Harding empezó a coquetear con todas las jóvenes estudiantes de enfermera y Billy Bibbit no volvió a escribir lo que solía llamar sus «observaciones» en el cuaderno de bitácora, y cuando colocaron por segunda vez el cristal en la ventana frente a la mesa de trabajo de la enfermera, con una gran X pintada con cal para que McMurphy no pudiera fingir que desconocía su existencia, Scanlon lo rompió sin querer con la pelota antes de que la X tuviera tiempo de secarse. La pelota se reventó y Martini la recogió del suelo como un pájaro muerto y la llevó a la casilla para entregársela a la enfermera que se había quedado mirando la nueva rociada de cristales rotos sobre su mesa, y le dijo si ¿por favor podría arreglarla con un poco de esparadrapo o algo? Sin decir palabra, ella se la arrancó de la mano y la arrojó al cubo de la basura.

Así que, una vez concluida, según todos los indicios, la temporada de baloncesto, McMurphy decidió que había llegado el momento de dedicarse a la pesca. Solicitó otro pase, después de explicarle al doctor que tenía unos amigos en la bahía de Siuslaw, en Florence, que estarían dispuestos a llevarse a ocho o nueve pacientes a pescar en alta mar, si el equipo médico no se oponía, y en esta ocasión escribió en la solicitud que le acompañarían «dos encantadoras tías solteronas de un pueblecito cercano a Oregon City». En la reunión le fue concedido un pase para el siguiente fin de semana. Cuando terminó de consignar oficialmente el pase en su diario, la enfermera metió la mano en el cesto de mimbre que tenía a sus pies, extrajo un recorte del periódico de aquella mañana y leyó en voz alta que si bien era un buen año para la pesca en las costas de Oregon, el salmón se había retrasado un poco y el mar estaba agitado y peligroso. Y sugirió que tal vez los hombres deberían pensárselo dos veces.

– Buena idea -dijo McMurphy. Cerró los ojos e inspiró profundamente, apretando los dientes-. ¡Sí, señor! El olor salino del mar embravecido, el crujido de la quilla al cortar las olas, la lucha contra los elementos, momentos en que los hombres son hombres y las barcas, barcas. Señorita Ratched, me ha convencido. Alquilaré una barca esta misma noche. ¿La apunto a usted también?

Por toda respuesta, ella se dirigió al tablón de anuncios y clavó el recorte de periódico.


Al día siguiente McMurphy comenzó a apuntar a los que querían ir y disponían de los diez dólares necesarios para contribuir a pagar el alquiler de la barca, y la enfermera inició una constante aportación de recortes de periódicos que hablaban de naufragios y de súbitas tormentas en la costa. McMurphy se mofaba de ella y de sus recortes y explicaba que sus dos tías habían pasado la mayor parte de su vida meciéndose sobre las olas en uno u otro puerto con tal o cual marinero, y que ambas habían asegurado que el viaje no presentaba el menor riesgo, que era más inocuo que un pastel casero y que no había motivo para preocuparse. Pero la enfermera conocía bien a sus pacientes. Los recortes de periódico los asustaron más de lo que supusiera McMurphy. Había imaginado que se apresurarían a apuntarse, pero tuvo que hablar mucho y convencer pacientemente a los pocos que finalmente lo hicieron. El día antes de la excursión aún le faltaba conseguir un par de inscripciones para poder pagar el alquiler de la barca.

Yo no tenía dinero, pero no dejaba de darle vueltas a la idea de apuntarme. Y cuanto más hablaba él de la pesca del salmón, mayores eran mis deseos de unirme al grupo. Sabía que era una locura; apuntarme equivaldría a manifestar públicamente que no era sordo. Si había estado escuchando todas aquellas palabras sobre barcas y pesca, demostraría que lo había oído todo durante esos diez años. Y si la Gran Enfermera lo descubría, si se enteraba de que había oído todos los complots y las traiciones que habían estado tramando cuando ella creía que nadie los oía, me perseguiría con una sierra eléctrica, me ajustaría las tuercas hasta tener la certeza de haberme dejado sordo y mudo. Por grandes que fueran mis deseos de unirme al grupo, me divertía un poco pensar que tenía que seguir haciéndome el sordo si quería continuar oyendo.

La noche antes de la excursión me quedé despierto en la cama y pasé revista a todo, a mi sordera y a todos los años que había pasado procurando que nadie supiera que oía lo que decían, y me preguntaba si sería capaz de actuar de otra forma. Pero recordé una cosa: no fui yo quien empezó la comedia de la sordera; fue la gente que empezó a comportarse como si yo fuese demasiado estúpido para ser capaz de oír, ver o decir nada.

Y tampoco se remontaba a mi llegada al hospital; ya mucho antes, la gente había empezado a hacer ver que yo no era capaz de oír ni hablar. En el Ejército, me trataban de ese modo todos los que tenían mayor graduación que yo. Imaginaban que ésa era la forma de proceder con alguien como yo. Recuerdo que incluso en el colegio la gente ya decía que parecía que no escuchaba y, en consecuencia, dejaron de escuchar lo que yo les decía. Tendido en la cama, intenté recordar la primera ocasión en que advertí que esto sucedía. Creo que aún vivíamos en el poblado junto al río Columbia. Era verano…

… yo tengo unos diez años y estoy sentado frente a la choza, salando el salmón que luego colgarán de los bastidores detrás de la casa, cuando veo que un coche se sale de la carretera y avanza ruidosamente por los baches entre la salvia, arrastrando tras sí una carga de rojo polvo, tan compacta como una fila de furgones.

Observo el coche que trepa por la ladera y se detiene a corta distancia de nuestro patio, y el polvo que sigue avanzando, se estrella contra la parte trasera del coche y sale disparado en todas direcciones hasta depositarse sobre la salvia y el quillay que adquieren la apariencia de rojos, humeantes escombros. El coche permanece allí, reluciente bajo el sol, mientras el polvo se va sedimentando. Sé que no son turistas con cámaras fotográficas porque nunca se acercan tanto al poblado. Cuando quieren comprar pescado, lo hacen junto a la carretera; no se acercan al poblado, pues probablemente creen que seguimos cortando cabelleras y quemando a la gente en la hoguera atada a un poste. No saben que algunos de los nuestros son abogados en Portland; lo más probable es que no me creyeran si se lo dijese. Uno de mis tíos llegó a ser abogado de verdad y Papá dice que lo hizo con el mero propósito de demostrar que era capaz de ello, pero que hubiera preferido mil veces pescar salmón en la cascada. Papá dice que, si no estamos alerta la gente nos obliga de un modo u otro a hacer lo que ellos creen que deberíamos hacer, o bien a ponernos tercos y hacer exactamente lo contrario, por puro despecho.

En seguida se abren las puertas del coche y bajan tres personas, dos del asiento delantero y una del trasero. Comienzan a subir por la ladera en dirección al poblado y veo que los dos que van delante llevan trajes azules y el de atrás, el que salió del asiento trasero, es una mujer ya mayor, con los cabellos blancos y un vestido tan rígido y pesado que parece una armadura. Cuando llegan al final de los matorrales y entran en nuestro pelado patio los tres están jadeantes y sudorosos.

El primero se detiene y echa un vistazo al poblado. Es bajo y rechoncho y lleva un sombrero blanco de vaquero. Mueve la cabeza ante la destartalada aglomeración de bastidores para secar el pescado, automóviles de segunda mano, gallineros, motocicletas y perros.

– ¿Han visto algo parecido en su vida? ¿Lo han visto? Voto a… ¿habían visto jamás algo así?

Se quita el sombrero y se seca con un pañuelo la roja pelota de goma que tiene por cabeza, con gran cuidado, como si temiera ajar una cosa u otra: o bien el pañuelo o bien el húmedo mechoncito de fibroso pelo.

– ¿Comprenden que haya gente que quiera vivir de este modo? ¿Tú lo entiendes, John?

Habla muy alto, pues no está acostumbrado al rumor de la cascada.

John está a su lado, luce un poblado bigote gris, muy apretado contra la nariz para protegerse del olor del salmón que yo estoy salando. El sudor le chorrea por el cuello y las mejillas y le ha empapado toda la espalda del traje azul. Está tomando notas en una libreta y da vueltas sin parar mientras observa nuestra cabaña, nuestro jardincito, los vestidos rojos, verdes y amarillos que mamá se pone los sábados por la noche y que están tendidos a secar en un trozo de cuerda. Sigue dando vuelta hasta completar todo un círculo y llegar otra vez hasta mí; se me queda mirando como si me viese por primera vez, y eso que estoy a menos de dos metros de distancia. Se agacha en mi dirección, frunce el entrecejo y se aprieta nuevamente el bigote contra la nariz, como si el que oliese fuese yo y no el pescado.

– ¿Dónde crees que estarán sus padres? -pregunta John-. ¿En la cabaña? ¿O en las cataratas? Podríamos hablar de ello con el hombre, ya que estamos aquí.

– Por mi parte, no pienso entrar en esa covacha -dice el gordo.

– Esa covacha -replica John a través de su bigote- es la morada del Jefe, Brickenridge, el hombre con quien hemos venido a negociar, el noble dirigente de estas gentes.

– ¿A negociar? Yo no, no es mi trabajo. Me pagan para informar, no para confraternizar.

Ello provoca una carcajada de John.

– Sí, tienes razón. Pero alguien debería informarles de los planes del gobierno.

– Pronto lo sabrán, si no se han enterado ya.

– No nos costaría nada entrar y hablar con él.

– ¿En esa chabola? Vamos, te apuesto lo que quieras a que está infestada de arañas venenosas. Dicen que estas chozas de adobe siempre albergan toda una fauna en las rendijas de los muros. Y hará calor, válgame Dios, cómo te diría yo. Te apuesto a que es un verdadero horno. Mira, mira qué cocido está este pequeño Hiawatha. Jo. Está prácticamente quemado.

Se ríe y se frota suavemente la cabeza, y cuando la mujer lo mira corta en seco sus carcajadas. Carraspea, escupe sobre el polvo, avanza unos pasos y se sienta en el columpio que Papá construyó para mí en el enebro y se queda allí meciéndose suavemente y abanicándose con el sombrero.

Lo que acaba de decir va haciéndome montar en cólera cuanto más pienso en ello. Él y John siguen charlando de nuestra casa y del poblado y de la propiedad y de su valor, y empiezo a creer que dicen estas cosas en mi presencia porque no saben que hablo inglés. Probablemente son de algún lugar del Este, donde la gente lo ignora todo de los indios, excepto lo poco que han visto en las películas. Pienso que se avergonzarán mucho cuando descubran que comprendo lo que están diciendo.

Les dejo hacer un par de comentarios más sobre el calor y la casa; luego me levanto y le digo al gordo, en mi mejor inglés de colegial, que seguramente nuestra casa de barro es más fresca que cualquier casa de la ciudad, ¡muchísimo más fresca!

– Lo que es seguro es que es más fresca que mi escuela ¡y también es más fresca que el cine de Los Rápidos con su anuncio con letras en forma de témpanos que dice «Refrigerado»!

Y estoy a punto de decirles que, si quieren entrar, iré a buscar a Papá a la cascada, cuando advierto que no parecen haber oído ni una palabra. Ni siquiera me han mirado. El gordo sigue columpiándose, con la mirada fija en las rocas de lava donde los hombres se han apostado junto al entarimado en espera de que caiga algún pez, meras sombras con camisas a cuadros en medio de la llovizna, vistos desde esta distancia. De vez en cuando, uno extiende un brazo y se adelanta como un espadachín, y luego levanta su arpón de tridente para que uno de los que están situados en la tarima, sobre su cabeza, coja el escurridizo salmón. El gordo contempla a los hombres, apostados en sus lugares bajo la cortina de agua de más de diez metros de altura, y parpadea y gruñe cada vez que uno se inclina para ensartar un salmón.

Los otros dos, John y la mujer, siguen de pie. Ninguno de los tres parece haber oído ni una palabra de lo que acabo de decirles; los tres me esquivan con la mirada, como si prefirieran que no estuviera allí.

Todo se detiene y se queda así, inmóvil, durante un minuto.

Tengo la curiosa sensación de que el sol brilla con más fuerza sobre las tres personas. Todo lo demás parece conservar el aspecto habitual: los pollos hurgando entre la hierba que crece sobre las chozas de adobe, los saltamontes revoloteando de matorral, en matorral, las moscas que forman negras nubes en torno a las sartas de pescado colgado al sol, cuando las espantan los pequeños blandiendo ramas de salvia, todo está igual que en cualquier día de verano. Excepto que, de pronto, el sol que luce sobre esos tres extraños ha adquirido un resplandor mucho más intenso de lo habitual y puedo ver… las costuras que unen sus cuerpos. Y casi veo cómo el aparato que llevan dentro coge las palabras que acabo de decir e intenta colocarlas aquí y allá, en este y aquel lugar, y cuando descubre que las palabras no encajan en ningún lugar apropiado, la máquina las elimina como si no hubieran sido pronunciadas.

Los tres están inmóviles mientras ocurre todo esto. Hasta el columpio se ha parado; el sol lo ha dejado clavado en posición inclinada, con el hombre regordete pegado encima como una muñeca de goma. Entonces la gallina pintada de Papá se despierta en la copa del enebro, advierte que hay extraños en el lugar, comienza a ladrarles como un perro, y se rompe el hechizo.

El gordo chilla, salta del columpio y retrocede de costado, mientras se protege los ojos del sol con el sombrero e intenta descubrir qué es eso que arma tanto alboroto en el enebro. Cuando comprueba que sólo es una gallina pintada, escupe en el suelo y vuelve a ponerse el sombrero.

– La verdad -dice -, creo que cualquier oferta que hagamos por esta… metrópolis, será más que suficiente.

– Es posible. Pero sigo opinando que valdría la pena el intentar hablar con el Jefe.

La mujer le interrumpe y da un enérgico paso adelante.

– No.

Es la primera palabra que pronuncia.

– No -repite en un tono que me recuerda a la Gran Enfermera.

Levanta las cejas e inspecciona el recinto. Sus ojos saltan como los números de una caja registradora: está observando los trajes de Mamá, tan cuidadosamente tendidos en la cuerda, y mueve la cabeza en señal de asentimiento.

– No. Hoy no hablaremos con el Jefe. Aún no. Creo que… por una vez estoy de acuerdo con Brickenridge. Aunque por motivos distintos. ¿Recuerdan el informe que dice que la esposa no es india sino blanca? Blanca. Una mujer de la ciudad. Se apellida Bromden. Él adoptó su nombre, no ella el suyo. Oh, sí, creo que lo mejor será marcharnos y regresar a la ciudad y, naturalmente, haremos correr la voz sobre los planes del gobierno, a fin de que la gente empiece a comprender las ventajas de contar con una presa hidroeléctrica y un lago, en vez de un montón de cabañas junto a una cascada; luego redactaremos una oferta… y la enviaremos por correo a la esposa, ¿un error, comprenden? Creo que ello nos facilitará mucho las cosas.

Se queda mirando a los hombres sobre el antiguo, desvencijado, zigzagueante andamiaje que ha ido creciendo y ramificándose entre las rocas de la cascada durante siglos.

– Mientras que si hablamos ahora con el esposo y hacemos una oferta precipitada, podríamos chocar con una increíble muestra de obcecación a lo navajo y amor al…, supongo que deberíamos llamarlo, hogar.

Intento explicarles que no es un indio navajo, pero ¿para qué, si tampoco me escuchan? No les importa de qué tribu sea.

La mujer sonríe, hace una señal con la cabeza a los dos hombres, una sonrisa y un gesto para cada uno, sus ojos los invitan a ponerse en marcha, y avanza muy tiesa en dirección al coche, mientras va parloteando con voz joven y despreocupada:

– Como decía mi profesor de sociología, «En cualquier situación suele existir una persona cuyo poder jamás debemos subestimar».

Entraron en el coche y se alejaron y me quedé allí pensando si por lo menos me habían visto.


Me sorprendió un poco recordar todo esto. Era la primera vez, en lo que me parecían siglos, que conseguía rememorar un buen fragmento de mi infancia. Me fascinaba pensar que aún era capaz de hacerlo. Permanecí despierto en la cama, recordando otros hechos, y en aquel momento, cuando estaba sumido en una especie de sueño, oí un ruido bajo mi cama, como si un ratón royera una nuez. Miré bajo el somier y vi un resplandor de metal que arrancaba los trozos de goma de mascar que tan bien conocía. El negro llamado Geever había descubierto mi escondrijo y estaba echando los trozos de goma de mascar en una bolsa, desprendiéndolos con unas largas y finas tijeras abiertas como unas grandes fauces.

Me metí rápidamente bajo las mantas, antes de que descubriera que lo estaba mirando. El corazón me retumbaba en los oídos, temeroso de que me hubiera visto. Quería decirle que se fuera, que no se metiera donde no le importaba y que dejara mi goma de mascar en paz, pero ni siquiera podía dar señales de haber oído. Me quedé muy quieto a la espera de saber si me había descubierto cuando miré debajo de la cama, pero no hizo ningún gesto, sólo se oía el ssssst-sssst de sus tijeras y los trozos de chicle que caían en la bolsa y con un sonido que me recordaba el golpeteo del granizo sobre nuestro techo de papel de brea. Chasqueó la lengua y se rió solo, muy bajito.

– Um-mmmm. Cielo santo. Jii. ¿Cuántas veces debe haber masticado esta porquería? Tan dura.

McMurphy oyó mascullar al negro y se incorporó apoyándose en un codo para ver qué hacía de rodillas bajo mi cama, a esas horas de la noche. Miró un minuto al negro, se frotó los ojos, como suelen hacer los niños pequeños, para asegurarse de que no era un espejismo, y luego se incorporó del todo.

– Que me aspen si no es él, correteando por aquí a las once y media de la noche, merodeando en la oscuridad con un par de tijeras y una bolsa de papel.

El negro dio un salto y enfocó la linterna directamente a los ojos de McMurphy.

– Vamos, explícate, Sam: ¿qué demonios estás recogiendo que tienes que hacerlo al amparo de la noche?

– Duérmete, McMurphy. Es asunto mío y a nadie más le importa.

McMurphy abrió los labios con una lenta sonrisa, pero no apartó los ojos de la luz. Al cabo de medio minuto, poco más o menos, el negro se impacientó y apartó la linterna que había estado enfocando sobre McMurphy, sentado allí, sobre su reluciente cicatriz recién cerrada y sobre los dientes y la pantera tatuada en su hombro. Volvió a inclinarse y se puso manos a la obra, gruñendo y resoplando como si desprender trocitos de chicle fuese una tarea pesadísima.

– Una de las tareas del servicio de noche -explicó entre gruñidos, procurando mostrarse amable- es mantener limpia la zona del dormitorio.

– ¿A media noche?

– McMurphy, tenemos colgado un cartel con el título: Descripción de nuestras Obligaciones, que dice que la limpieza debe ser motivo de preocupación ¡las veinticuatro horas del día!

– Podías haber cumplido con el equivalente de veinticuatro horas antes de que nos acostásemos, ¿no te parece?, en vez de quedarte a ver la TV hasta las diez y media. ¿Sabe la Vieja Ratched que os pasáis la mayor parte de vuestra guardia frente a la TV? ¿Qué crees que haría si se enterase?

El negro se incorporó y se sentó en el borde de mi cama. Se golpeó los dientes con la linterna, sin dejar de sonreír. La luz iluminó su rostro como si fuese uno de esos viejos farolillos.

– Bueno, te explicaré qué pasa con este chicle -dijo, e inclinó la cabeza hacia McMurphy como si fuese un viejo compinche-. Verás, hace años que me tenía intrigado saber dónde debía guardar su chicle el Jefe Bromden -nunca tenía dinero para la cantina, nunca había visto que nadie le diera un trocito, nunca le había pedido a la dama de la Cruz Roja-, por lo que seguí observando y esperando. Y, mira, aquí está.

Se arrodilló otra vez, levantó un poco mi cubrecama y apuntó con su linterna.

– ¿Qué te parece? ¡Apostaría algo a que esos trozos de chicle han sido usados miles de veces!

Eso le hizo gracia a McMurphy. Se echó a reír ante semejante cuadro. El negro levantó la bolsa, la hizo sonar y se rieron un poquito más. El negro le dio las buenas noches a McMurphy, dobló la bolsa como si llevara la merienda dentro y salió a esconderlo en algún lugar, donde lo recogería más tarde.

– ¿Jefe? -susurró McMurphy-. Quiero que me digas una cosa. -Y comenzó a canturrear una cancioncilla, una tonada campesina que estuvo de moda hace muchos años-: «Oh, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un día a otro?».

Al principio me enfurecí mucho. Creí que se burlaba de mí como ya habían hecho otros.

– ¿«Será dura de mascar -siguió cantando en un susurro- cuando vayas a buscarla de mañana»?

Pero después de pensarlo un poco, empecé a encontrarlo cada vez más gracioso. Quería contenerme pero notaba que estaba a punto de soltar una carcajada, no por la canción de McMurphy, sino por mi propio comportamiento.

– «El problema me preocupa, alguien me lo puede aclarar, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un diía a oootro?».

Sostuvo largo rato esa última nota y me la acercó como si fuera una pluma. No pude evitar un cloqueo y temí que si me echaba a reír sería incapaz de parar. Pero, en aquel momento, McMurphy saltó de su cama y empezó a buscar en su mesilla de noche. Apreté los dientes, preguntándome qué debía hacer. Hacía muchísimo tiempo que nadie había oído salir más que gruñidos o bramidos de mi boca. Le oí cerrar la puerta de la mesilla de noche, que resonó como si fuera la tapa de una caldera. Le oí decir, «Toma», y algo aterrizó sobre mi cama. Una cosa pequeña, del tamaño de un lagarto o una serpiente…

– Sabor a frutas, es todo lo que puedo ofrecerte por el momento, Jefe. Le gané este paquete a Scanlon jugando a la rayuela.

Y se volvió a su cama.

De momento, no dijo nada más. Estaba incorporado, con la cabeza apoyada en el codo, y me miraba como antes observara al negro, esperando que yo hiciera algún comentario. Cogí el paquete de chicle que había caído sobre el cubrecama y le dije: Gracias.

No sonó muy bien porque tenía la garganta oxidada y la lengua agrietada. Comentó que estaba un poco desentrenado, y eso le hizo reír. Intenté reír con él, pero sólo me salió un chillido, como el de un polluelo que intenta piar por primera vez. Parecía más bien sollozo que carcajada.

Me dijo que no debía impacientarme, que si quería practicar un poco, podía escucharme hasta las seis y media. Dijo que un hombre que llevaba tanto tiempo callado tendría probablemente bastantes cosas que decir y se recostó en la almohada y esperó. Estuve un minuto pensando qué podría decirle, pero lo único que se me ocurrió fueron cosas de esas que un hombre no puede decirle a otro, porque no suena bien cuando se pone en palabras. Cuando advirtió que era incapaz de decir nada, cruzó las manos bajo la nuca y comenzó a hablar él.

– ¿Sabes una cosa, Jefe?, ahora mismo estaba pensando en una vez que estuve en el valle de Willamette… Recogía guisantes en las afueras de Eugene y me consideraba muy afortunado con ese trabajo. Era a principios de los años treinta y muy pocos chicos conseguían encontrar trabajo. Lo obtuve después de demostrarle al patrón que era capaz de recoger guisantes al mismo ritmo y con la misma perfección que cualquier adulto. Era el único chico del grupo. Todos los demás eran personas mayores. Y después de intentar hablarles un par de veces, descubrí que no pensaban escucharme, pues a fin de cuentas no era más que un esmirriado pelirrojo. Así que cerré la boca. Me molestó tanto que no me escuchasen que no volví a decir palabra en las cuatro semanas que estuve trabajando en ese campo; mientras, me afanaba a su lado, escuchando su cháchara sobre tal o cual tío o primo. O su comadreo sobre el que no había venido a Ira bajar ese día, cuando se daba el caso. Cuatro semanas sin decir ni pío. Hasta que creo que llegaron a olvidar que sabía hablar, los muy cerdos. Esperé a que llegara el momento propicio. Entonces, el último día, empecé a desembuchar y le dije exactamente a cada uno todo lo que su compinche había estado murmurando de él en su ausencia. ¡Huuuy, cómo me escucharon! Al final se liaron en una gran discusión y se armó tal escándalo que perdí la bonificación de un cuarto de centavo de dólar por libra recogida, que me correspondía por no faltar ni un día al trabajo, pues ya tenía mala fama en la ciudad y el patrón de los guisantes alegó que seguramente yo era el causante del alboroto, aunque no pudiera demostrarlo. Lo maldije también a él. No mantener cerrada la boca me costó unos veinte dólares. Pero valió la pena.

Se rió solo un rato, recordando lo sucedido, luego volvió la cabeza en la almohada y me miró.

– Me pregunto si también estarás esperando que llegue el momento propicio para cantarles las cuarenta, Jefe.

– No -le dije-. Sería incapaz de hacerlo.

– ¿Incapaz de darles su merecido? Es más fácil de lo que crees.

– Tú eres… mucho más alto, más fuerte, que yo -musité.

– ¿Cómo dices? No te he oído bien, Jefe.

Tragué un poco de saliva con gran esfuerzo.

– Eres más alto y más fuerte que yo. Tú, sí podrías hacerlo.

– ¿Yo? ¿Estás de broma? Cáspita, mírate: le pasas una cabeza a cualquier hombre de la galería. No hay ni un tipo aquí al que no puedas darle mil vueltas, ¡es la pura verdad!

– No. Soy demasiado esmirriado. Antes era alto, pero ya no lo soy. Tú abultas el doble que yo.

– Vamos, ¿estás loco o qué? Lo primero que vi al entrar en este lugar fue tu figura, sentado en esa silla, imponente como una maldita montaña. Te lo digo en serio, he vivido en Klamath, en Texas y Oklahoma y en toda la región de Gallup, y te puedo jurar que eres el indio más alto que he visto en mi vida.

– Soy del desfiladero del Columbia -dije, y él se quedó esperando que continuase-. Mi Papá era un verdadero Jefe y se llamaba Tee Ah Millatoona. Su nombre significa El-Pino-Más-Alto-de-la-Montaña, y no vivíamos en una montaña. Era terriblemente alto cuando yo era niño. Mi madre llegó a doblarle en estatura.

– Debiste tener una mamá gigantesca. ¿Cómo era de alta?

– Oh… muy, muy alta.

– Quiero decir, ¿cuánto medía?

– ¿Cuánto medía? Un tipo que vino al carnaval le echó un vistazo y dijo que debía medir un metro setenta y que pesaba unos cincuenta y cinco kilos, pero eso fue porque acababa de verla. Aumentaba constantemente de tamaño.

– ¿Síi? ¿Como cuánto?

– Llegó a ser más grande que Papá y yo juntos.

– ¿De pronto un día empezó a crecer, en? Bueno, siempre se aprende algo: jamás oí hablar de una mujer india a la que le ocurriera algo parecido.

– No era india. Era una mujer de la ciudad, de Los Rápidos.

– ¿Y cómo se llamaba? ¿Bromden? Ya, ahora comprendo, un momento -se quedó reflexionando un instante y luego dijo-: ¿Y las mujeres de la ciudad que se casan con un indio han hecho una mala boda, eh? Síi, creo que ya comprendo.

– No. No fue sólo ella quien le hizo empequeñecer. Todos se lanzaron sobre él porque era alto y fuerte y no quería ceder y hacía lo que le venía en gana. Todos se confabularon contra él, igual que aquí se han confabulado contra ti.

– ¿Quiénes, Jefe? -preguntó en voz muy baja, repentinamente preocupado.

– El Tinglado. Lo estuvo acosando durante años. Era grande y fuerte y fue capaz de resistir durante cierto tiempo. Querían que habitásemos en viviendas controladas. Querían quitarnos las cascadas. Incluso se habían infiltrado en la tribu y lo acosaban. En la ciudad, lo apalearon en un callejón y una vez le cortaron el pelo. Oh, el Tinglado es grande… enorme. Se resistió largo tiempo, hasta que mi madre le empequeñeció tanto que ya no fue capaz de seguir luchando y se rindió.

Después de oír estas palabras McMurphy permaneció un largo rato callado. Luego se incorporó, apoyándose en el codo, volvió a mirarme y preguntó por qué le habían pegado en un callejón y yo le dije que para hacerle comprender que le esperaban cosas aún peores si no firmaba los papeles y lo cedía todo al gobierno.

– ¿Qué querían que cediera al gobierno?

– Todo. La tribu, el poblado, las cataratas…

– Ahora lo recuerdo; estás hablando de las cataratas donde los indios solían pescar salmón con arpón… hace ya mucho tiempo. Síi. Pero si no recuerdo mal a la tribu le pagaron una gran cantidad de dinero.

– Eso es lo que le dijeron. Él les replicó: ¿Cuánto vale la forma de vida de un hombre? ¿Cuánto vale su manera de ser? No lo entendieron. Ni en la tribu lo comprendieron. Vinieron todos a nuestra puerta, con todos aquellos billetes en la mano, y querían que les dijera qué debían hacer. Le pidieron que les invirtiera el dinero, o que les dijera dónde podían ir, o que comprase una granja. Pero ya se había empequeñecido demasiado. Y se había vuelto demasiado borracho, también. El Tinglado lo había destrozado. Derrotan a todo el mundo. También te derrotarán a ti. No pueden permitir que alguien tan grande como Papá ande suelto por ahí, a menos que sea uno de ellos. Es fácil comprobarlo.

– Síi, supongo que sí.

– Por eso no debías haber roto esa ventana. Ahora han comprendido que eres grande. Ahora tendrán que domarte.

– ¿Cómo se doma un mustang, eh?

– No, no, escucha. No te doman de ese modo; ¡te atacan por donde no puedes defenderte! ¡Te meten cosas dentro! Te instalan cosas. En cuanto comprenden que vas a ser un gran tipo se ponen manos a la obra y te incorporan sus asquerosos mecanismos desde que eres niño, ¡y no paran hasta que consiguen programarte!

– No te excites, amigo; sssst.

– Y si te resistes, te encierran en algún lugar y te meten en vereda…

– Tranquilo, Jefe, tranquilo. Cálmate un poco. Te han oído.

Se acostó y permaneció muy quieto. Advertí que mi cama estaba caliente. Hasta mis oídos llegaba el roce de las suelas de caucho del negro que se aproximaba con una linterna para comprobar qué era ese ruido. No nos movimos hasta que se marchó.

– Al final sólo bebía -susurré. No podía dejar de hablar, no hasta haberle contado todo lo que pensaba sobre el asunto-. Y la última vez que le vi corría a ciegas entre los cedros, a causa de la bebida, y comprobé que cada vez que se llevaba la botella a la boca, no era él quien chupaba de la botella, sino la botella que le succionaba a él, hasta que se quedó tan encogido, arrugado y amarillento que ni los perros le reconocían, y tuvimos que sacarlo de los cedros, en una camioneta, y llevárnoslo a un lugar de Portland, donde murió. No digo que maten a la gente. A él no lo mataron. Le hicieron otra cosa.

Me había entrado un sueño terrible. No quería seguir hablando. Intenté recordar lo que había estado diciendo y me pareció que no era lo que quería decir.

– He estado hablando como un loco, ¿verdad?

– Síi, Jefe… – se dio la vuelta en la cama-…has estado hablando como un loco.

– No es lo que quería decir. Me cuesta decirlo todo. Parece una insensatez.

– No he dicho que sea una insensatez, Jefe, sólo he dicho que así hablan los locos.

Después permaneció tanto rato callado que creí que se había dormido. Quería darle las buenas noches. Lo miré y se había vuelto de espaldas a mí. Tenía el brazo fuera del embozo y vislumbré con dificultad los haces y los ochos del tatuaje. Es grande, pensé, un brazo grande como eran los míos cuando jugaba al rugby. Deseaba extender la mano y tocarle el tatuaje, para comprobar si seguía vivo. Está terriblemente quieto, me dije, debería tocarlo para comprobar si aún vive…

Es mentira. Sé que vive. No es por eso que quiero tocarlo.

Quiero tocarlo porque es un hombre.

También es mentira. Hay otros hombres aquí. Podría tocarlos a ellos.

¡Quiero tocarlo porque soy un marica de esos!

Pero también es mentira. Un temor encubre al otro. Si fuese un marica querría hacer otras cosas con él. Sólo quiero tocarlo porque es quien es.

Pero cuando estaba a punto de tender la mano hacia su brazo, me dijo:

– Oye, Jefe -y se volvió en la cama, dio un tirón a las mantas y se me quedó mirando-. Oye, Jefe, ¿por qué no vienes de pesca con nosotros mañana?

No respondí.

– Vamos, ¿qué te parece? Yo me ocuparé de que lo pasemos en grande. ¿Has oído hablar de esas dos tías mías que van a venir a buscarnos? Bueno, no son tías, ni mucho menos; son dos bailarinas y busconas de Portland que yo conozco. ¿Qué te parece?

Le dije que yo era uno de los de Beneficencia.

– ¿Eres qué?

– No tengo ni un centavo.

– Oh -dijo-. Ya; no había pensado en eso.

Volvió a quedarse muy callado, mientras se rascaba la cicatriz de la nariz con un dedo. El dedo se detuvo. Se incorporó y me miró.

– Jefe -dijo muy lentamente, mientras me miraba de arriba abajo-, cuando eras alto, cuando medías, es un decir, uno noventa y cinco o dos metros y pesabas unos ciento veinte kilos… ¿hubieras sido capaz de levantar el panel de mandos de la sala de baños, por ejemplo?

Pensé cómo era el panel. Probablemente no pesaría más que los barriles de petróleo que levantaba en el Ejército. Le dije que seguramente hubiera podido hacerlo en mi época.

– Y si recuperaras tus antiguas dimensiones, ¿podrías levantarlo?

Le contesté que suponía que sí.

– Al demonio tus suposiciones; quiero que me digas si eres capaz de prometer que lo levantarás si recuperas tus antiguas dimensiones. Si me lo prometes no sólo te daré clases especiales de cultura física por nada sino que, además, ¡podrás venir gratis a la excursión! -Se pasó la lengua por los labios y se recostó-. Y apuesto que también me dará suerte.

Y empezó a reírse muy bajito de alguna ocurrencia suya. Cuando le pregunté cómo pensaba arreglárselas para hacerme recuperar mi tamaño normal, me hizo callar llevándose un dedo a los labios.

– Viejo, no podemos permitir que nadie descubra este secreto. No he dicho que te explicaría cómo, ¿verdad? Anda macho, conseguir que alguien recupere su tamaño normal es un secreto que no puede compartirse con cualquiera, sería peligroso si cayera en manos de un enemigo. Tú mismo no notarás lo que está pasando. Pero te doy mi palabra de honor de que, con mi programa de adiestramiento, lo conseguirás.

Se sentó en el borde de la cama con las manos apoyadas en las rodillas. La pálida luz de la Casilla de las Enfermeras se reflejó sobre sus dientes y sobre el ojo que me miraba fijamente por encima de la nariz. La voz monótona del subastador hizo vibrar suavemente el dormitorio:

– Y allí estarás. El Gran Jefe Bromden baja por el paseo… hombres, mujeres y niños levantan la cabeza a su paso: bien, bien, bien, vaya gigante. ¿Habéis visto? Da pasos de tres metros y tiene que agacharse para no rozar los hilos del teléfono. Atraviesa la ciudad como un ciclón, sólo se detiene un instante junto a las vírgenes, las demás pierden el tiempo si sus pechos no son verdaderos melones y no tienen largas y fornidas piernas blancas capaces de abrazar su poderosa espalda y una tacita de almíbar caliente, jugoso y dulce como miel y mantequilla…

Y siguió parloteando en la oscuridad, desgranando el relato de lo que ocurriría, cómo se asustarían todos los hombres y todas las jóvenes bonitas me perseguirían anhelantes. Luego dijo que se iba a apuntar en el acto mi nombre en la lista de tripulantes. Se levantó, cogió la toalla que tenía sobre la mesilla de noche y se la enrolló en torno a las caderas, luego se encasquetó la gorra y se inclinó sobre mi cama.

– Vamos, viejo, te lo digo yo, te lo digo yo, las mujeres se abalanzarán sobre ti y acabarán dejándote para el arrastre.

Y, de pronto, extendió la mano y, de un golpe me quitó las sábanas y me dejó allí tendido, desnudo.

– Mira, Jefe. Uauu. ¿Qué te decía? Ya has crecido más de quince centímetros.

Y se alejó riendo entre las camas, hacia el pasillo.


¡Dos prostitutas vendrían de Portland para llevarnos a pescar en alta mar! Resultaría difícil estarse en la cama hasta que se encendiesen las luces del dormitorio, a las seis y media.

Fui el primero en levantarme y en seguida corrí a mirar la lista colgada en el tablón de anuncios, junto a la Casilla de las Enfermeras, para comprobar si realmente figuraba mi nombre en ella. apuntarse para la excursión de pesca habían escrito arriba, con grandes letras de molde, luego seguía la firma de McMurphy, que encabezaba la lista, a continuación figuraba Billy Bibbit, el primero después de McMurphy, el tercero era Harding y el cuarto Fredrickson, y continuaba la lista hasta llegar al número diez, que aún seguía vacante. Mi nombre estaba allí, en último lugar, junto al número nueve. Era cierto que saldría del hospital para ir de pesca con dos prostitutas; tenía que repetírmelo una y otra vez para poder creerlo.

Los tres negros se pusieron delante de mí y repasaron la lista con sus dedos grises, descubrieron mi nombre y se volvieron a mirarme con una sonrisa burlona.

– ¿Pero quién creéis que puede haber apuntado al Jefe Bromden para esta barrabasada? Los indios no saben escribir.

– ¿Y de dónde has sacado que saben leer?

Tan de mañana, el almidón aún estaba fresco y conservaba toda su rigidez y sus brazos crujían en los blancos uniformes, como si fuesen alas de papel. Me hice el sordo a sus burlas, como si no me enterase de que se estaban riendo, pero cuando sacaron una escoba para que les hiciera la limpieza del pasillo, les volví la espalda y regresé al dormitorio, diciéndome para mis adentros: ¡Que se vayan al cuerno! Un tipo que va a salir de pesca con dos prostitutas de Portland no tiene por qué aguantar esas guarradas.

Me asustaba un poco la idea de darles la espalda, pues era la primera vez que me rebelaba contra una orden de los negros. Me volví y vi que venían detrás de mí con la escoba. Probablemente me hubieran seguido hasta el dormitorio y hubieran conseguido acorralarme, de no ser por McMurphy; estaba armando tal alboroto, corriendo entre las camas y golpeando con una toalla a los que debían salir de excursión, que los negros decidieron que tal vez resultase demasiado arriesgado hacer una incursión en el dormitorio por el simple hecho de conseguir alguien para barrer un pequeño tramo de pasillo.

McMurphy se había calado la gorra en la frente, imitando a un capitán de barco, los tatuajes que asomaban bajo las mangas de su camiseta se los habían hecho en Singapore. Se paseaba de un lado a otro dando voces como si estuviera sobre la cubierta de un barco y silbando con la mano ahuecada.

– ¡A cubierta, marineros, a cubierta, si no queréis que os despelleje vivos!

Golpeó con los nudillos la mesilla de noche situada junto a la cama de Harding.

– Son las seis y todo va bien. Ni un bandazo. A cubierta. Pies en tierra y manos fuera.

Advirtió mi presencia, junto a la puerta, y fue a darme una palmada en la espalda como si fuese un tambor.

– Mirad al Gran Jefe; todo un ejemplo de buen marinero y gran pescador: en pie antes del alba en busca de gusanos rojos para el anzuelo. Haríais bien en seguir su ejemplo, hatajo de destripaterrones. ¡Ha llegado el gran día! ¡Tirad las mantas y hagámonos a la mar!

Los Agudos comenzaron a gruñir y a debatirse contra los embates de su toalla, y los Crónicos se despertaron y miraron a su alrededor con los rostros azules por la falta de sangre, que les llegaba difícilmente a causa de las sábanas demasiado apretadas sobre su pecho; sus ojos recorrieron el dormitorio y finalmente todos quedaron fijos en mi persona, echándome débiles y acuosas miradas de viejo, con el rostro anhelante y curioso. Se quedaron mirando cómo me ponía ropas de abrigo para el viaje, mientras yo me sentía incómodo y también algo culpable. Comprendían que yo era el único Crónico escogido para tomar parte en la excursión. Me miraban -todos esos viejos que llevaban años soldados a sus sillas de ruedas, con catéteres que les corrían piernas abajo, como raíces que los fijaban para siempre al lugar donde estaban, me miraban, e instintivamente sabían que yo también saldría. Y eran capaces de sentirse un poco celosos por no figurar entre los escogidos. Lo sabían porque el hombre ya estaba tan desarraigado de su persona que había dado paso a los viejos instintos animales (algunas noches, los viejos Crónicos se despiertan de pronto, antes de que nadie haya advertido que ha muerto alguien en el dormitorio, levantan la cabeza y aúllan), y eran capaces de sentirse celosos porque aún tenían lo suficiente de hombres como para recordar.

McMurphy salió a echar un vistazo a la lista y al volver intentó conseguir que se apuntase otro Agudo; recorrió la hilera de camas con tipos aún acostados, con la cabeza bajo las sábanas, y empezó a golpearles y a explicarles la fantástica experiencia que sería encontrarse entre las olas y las embestidas de un mar viril con un yo-hi-ho y una botella de ron [7].

– Arriba, holgazanes, me falta un tripulante, necesito otro maldito voluntario…

Pero no consiguió convencer a nadie. La Gran Enfermera los había asustado con sus descripciones de los recientes temporales y de los muchos barcos que habían naufragado; ya parecía que no conseguiríamos ese último tripulante cuando, media hora más tarde, George Sorensen se acercó a McMurphy en la cola del desayuno, mientras esperábamos a que abrieran el comedor.

Era un gran sueco nudoso y desdentado que los negros llamaban George Rub-a-Dub, debido a su manía por la higiene; avanzó por el pasillo arrastrando los pies, mientras escuchaba lo que ocurría detrás de él, de modo que los pies avanzaban más deprisa que la cabeza (siempre se inclinaba hacia atrás de este modo, a fin de mantener la cara lo más apartada posible de su interlocutor), se detuvo frente a McMurphy y murmuró algo tapándose la boca con la mano. George era muy tímido. Resultaba imposible verle los ojos, de tan hundidos que estaban bajo su frente, y se cubría casi todo el resto de la cara con su manaza. Su cabeza se balanceaba como un nido de cuervos en lo alto de su espina dorsal, que más bien parecía un mástil. Siguió mascullando, tras su mano, hasta que McMurphy se la apartó para dar paso a las palabras.

– Y bien, George, ¿qué decías?

– Los gusanos rojos -estaba diciendo-. La verdad es que no creo que sirvan… no para el salmón.

– ¿Síi? -dijo McMurphy-. ¿Gusanos rojos? Es posible que esté de acuerdo contigo, George, si me explicas de qué gusanos rojos me estás hablando.

– Creo que hace poco le oí decir que el señor Bromden había ido a buscar gusanos rojos para el anzuelo.

– Tienes razón, viejo, ya lo recuerdo.

– Y yo le digo que esos gusanos no le traerán buena suerte. Este es el mes de los grandes salmones… no lo dude. Necesitan arenque. No lo dude. Cojan unos cuantos arenques y pónganlos en el anzuelo y eso les dará buena suerte.

Levantaba la voz al final de cada frase -suerte- como si estuviera haciendo una pregunta. La gran barbilla, que esa mañana se había fregoteado hasta arrancarse la piel, hizo un par de gestos afirmativos frente a McMurphy y luego le obligó a dar media vuelta y le hizo avanzar hasta el último extremo de la cola, al final del pasillo. McMurphy le dijo que volviera.

– Un momento, George, hablas como si entendieras bastante de pesca.

George dio media vuelta y se acercó otra vez a McMurphy, arrastrando los pies y con la cabeza tan inclinada hacia atrás que parecía como si los pies se le hubiesen deslizado por debajo.

– Ya lo creo, no lo dudes. Trabajé veinticinco años en la pesca del salmón, desde Half Moon Bay hasta Puget Sound. Veinticinco años… hasta que empecé a ensuciarme de ese modo.

Extendió las manos para que viésemos cuan sucias estaban. Todos se acercaron a mirar. Yo no vi mugre pero sí vi las profundas cicatrices grabadas en las blancas palmas de tanto tirar miles de kilómetros de sedal al mar. Nos dejó mirar un momento, luego cerró las manos y las escondió rápidamente bajo la chaqueta del pijama como si nuestras miradas pudiesen ensuciarlas, y se quedó allí, sonriéndole a McMurphy con unas encías blancas como tocino salado.

– Tenía un buen pesquero; de apenas doce metros, pero de tres metros y medio de calado y de buena madera de teca y de roble. -Empezó a balancearse con tal convicción que casi le hacía dudar a uno de que el piso estuviera recto-. ¡Un buen pesquero, ya lo creo!

Iba a marcharse, pero McMurphy volvió a retenerle.

– Diablos, George, ¿por qué no nos dijiste que eras pescador? He estado hablando de este viaje como si fuera el Viejo del Mar, pero, y que quede entre tú y yo y esa pared de ahí, debo decirte que el único barco que he pisado fue el acorazado Missouri y todo lo que sé de pesca es que prefiero comer el pescado a limpiarlo.

– Limpiar es fácil, si alguien te explica cómo.

– Válgame Dios, George, serás nuestro capitán; seremos tu tripulación.

George retrocedió, al tiempo que movía la cabeza.

– Esos barcos están terriblemente sucios ahora… todo está terriblemente sucio.

– No te preocupes por eso. Tenemos un barco especialmente esterilizado, tan limpio como los dientes de un mastín. No te ensuciarás, George, porque tú serás el capitán. No tendrás que poner la carnada en el anzuelo; te limitarás a ser el capitán y a darnos órdenes a los estúpidos destripaterrones… ¿te va?

Por la manera como se retorcía las manos debajo de la camisa, advertí que a George le atraía la idea, pero seguía diciendo que no podía correr el riesgo de ensuciarse. McMurphy hizo todo lo posible por convencerle, pero George aún seguía moviendo la cabeza cuando la llave de la Gran Enfermera se introdujo en la cerradura del comedor y su figura apareció por la puerta con su gran cesto de mimbre lleno de sorpresas, recorriendo la fila con una sonrisa automática y un buenos días para cada uno. McMurphy advirtió que George se echaba hacia atrás y fruncía el ceño a su paso. Cuando estuvo lejos, McMurphy volvió la cabeza y lanzó una intensa mirada hacia George.

– George, todo eso que la enfermera ha estado diciendo de la mala mar y de los enormes peligros de la excursión… ¿qué me dices de eso?

– El mar puede ponerse muy malo, sin duda, puede embravecerse mucho.

McMurphy miró a la enfermera que desaparecía en la casilla, luego posó otra vez los ojos en George. Éste se retorcía las manos bajo la camisa más frenéticamente que nunca, observando los rostros que le contemplaban en silencio.

– ¡Qué diablos! -gritó de pronto-. ¿Creéis que ella podrá asustarme con sus cuentos del mar? ¿Eso creéis?

– Ah, yo no diría eso, George. Pero, he pensado que si no nos acompañas y por casualidad hay una terrible tormenta, lo más probable es que no sepamos qué hacer en alta mar, ¿te das cuenta? Ya he dicho que no sé nada de navegación y te diré otra cosa: ¿sabes esas dos mujeres que van a venir a buscarnos? ¿Sabes que le dije al doctor que eran dos tías mías, viudas de pescadores? Bueno, ninguna ha navegado más que sobre el asfalto. Resultarán de tan poca utilidad como yo si hay problemas. Te necesitamos, George. -Sacó un cigarrillo y preguntó-: ¿Tienes diez dólares, por casualidad?

George movió negativamente la cabeza.

– No, ya me parecía a mí. Bueno, qué demonios, ya hace días que perdí la esperanza de ganar algo con esto. Ahí va. -Se sacó un lápiz del bolsillo de su chaqueta verde, lo frotó contra la manga para limpiarlo y se lo tendió a George-. Si aceptas ser nuestro capitán, te dejaremos venir por cinco.

George nos miró de nuevo, mientras fruncía pensativo el entrecejo. Por fin, mostró las encías en una desteñida sonrisa y cogió el lápiz.

– ¡Maldita sea! -dijo y salió, lápiz en ristre, para apuntarse en el último lugar de la lista.

Después del desayuno, McMurphy se detuvo en el pasillo y escribió C-A-P-T junto al nombre de George.

Las prostitutas se retrasaron. Todos pensábamos que no se presentarían ya, cuando McMurphy dio un grito desde la ventana y todos nos abalanzamos a mirar. Dijo que allí estaban, pero sólo se veía un coche, en vez de los dos que esperábamos, y sólo una mujer. Cuando llegó al aparcamiento, McMurphy la llamó a través de la tela metálica y ella se acercó cruzando el césped.

Era más joven y más bonita de lo que nadie esperaba. Todos se habían enterado de que las chicas eran prostitutas en vez de tías, y se habían imaginado toda suerte de cosas. Algunos de los más religiosos no estaban nada contentos con la perspectiva. Pero, al verla cruzar el césped a paso ligero con sus ojos verdes fijos en la galería y su pelo atado en una larga cola de caballo que se balanceaba a cada paso como un muelle de cobre reluciente bajo el sol, lo único que pensamos fue que era una chica, una hembra que no iba vestida de blanco de pies a cabeza como si la hubiesen bañado en hielo, y lo de menos era cómo se ganaba la vida.

Corrió directamente hacia la ventana donde estaba apostado McMurphy tras la tela metálica, introdujo los dedos en la rejilla y se apretó contra ella. La carrera la había hecho jadear y cada vez que respiraba parecía que fuera a estallar la tela metálica. Lloriqueó un poco.

– McMurphy, oh, maldito McMurphy…

– Tranquila. ¿Dónde está Sandra?

– Tiene problemas, chico, no puede venir. Pero tú, maldita sea, ¿estás bien?

– ¡Tiene problemas!

– La verdad es que… -la chica se sonó la nariz y soltó una risita-…la pobre Sandra se ha casado. ¿Te acuerdas de Artie Gilfillian, de Beaverton? ¿El que siempre se presentaba en las fiestas con alguna cosa asquerosa en el bolsillo, una culebra o un ratón blanco o algo por el estilo? Un perfecto maníaco…

– ¡Oh, válgame Dios! -masculló McMurphy-. ¿Y cómo voy a meter a diez tipos en un solo cochino Ford, Candy, cariño? ¿Cómo creen que voy a arreglármelas Sandra y esa culebra de Beaverton?

La chica parecía pensar una respuesta cuando el altavoz dio un chasquido y la voz de la Gran Enfermera anunció a McMurphy que si deseaba hablar con su amiga lo mejor sería que ésta se presentase en la puerta principal, como era debido, en vez de molestar a todo el hospital. La chica se apartó de la ventana y salió rumbo a la puerta principal, y McMurphy se separó de la tela metálica y se dejó caer en una silla, con la cabeza gacha.

– ¡Que me aspen! -dijo.

El negro bajito le abrió a la chica la puerta de la galería y se olvidó de echarle la llave otra vez (seguro que más tarde ello le valdría una buena regañina), y la chica avanzó ondulante por el pasillo, pasó frente a la Casilla de las Enfermeras, donde todas habían aunado esfuerzos para petrificar sus meneos con una mirada glacial colectiva, y entró en la sala de estar, seguida a pocos pasos por el doctor. Éste, que se dirigía a la Casilla de las Enfermeras con unos papeles, levantó los ojos hacia la chica, volvió a hundirlos en los papeles, luego los fijó otra vez en ella, y se puso a buscar las gafas con ambas manos.

Cuando llegó al centro de la sala de estar, la chica se detuvo, y entonces advirtió que la rodeaba un círculo de cuarenta hombres vestidos de verde con los ojos desorbitados, el silencio era tan grande que se podía oír el gruñido de las tripas y, a lo largo de la hilera de los crónicos, se oía el sonido, pop, de los catéteres al desprenderse.

Se quedó quieta un minuto, mientras buscaba a McMurphy con la mirada, y todos pudimos contemplarla a placer. Una nube de humo azul pendía del techo sobre su cabeza; creo que los aparatos sufrieron un cortocircuito en toda la galería, al querer adaptarse a su súbita aparición: hicieron sus cálculos electrónicos y descubrieron que, simplemente, no estaban preparados para encargarse de semejante fenómeno en la galería y se quemaron, como un suicidio mecánico.

Llevaba una camiseta blanca como la de McMurphy, pero mucho más pequeña, zapatillas de tenis blancas y pantalones Levis cortados más arriba de las rodillas, sería para que la sangre pudiera circular hasta sus pies, y la tela parecía muy insuficiente, teniendo en cuenta todo lo que tenía que cubrir. Un número mucho mayor de hombres debía haberla visto con bastante menos ropa, pero, dadas las circunstancias, se agitó nerviosa como una colegiala en un escenario. Nadie habló mientras la contemplábamos. Martini susurró que se veía la fecha de las monedas que tenía en el bolsillo de los Levis, tan apretados los llevaba, pues estaba más cerca y podía verla mejor que los demás.

Billy Bibbit fue el primero en levantar la voz, aunque no exactamente para emitir una palabra, sino un bajo, casi doloroso silbido que la describía mejor que cualquier frase. Ella rió y le dio las gracias, y él se puso tan encarnado que ella también se ruborizó, en señal de simpatía, y volvió a reír. Esto desencadenó una gran actividad. Todos los Agudos se acercaron e intentaron hablarle a la vez. El doctor tiró a Harding de la chaqueta, preguntándole quién era. McMurphy se levantó de su silla y se le acercó, abriéndose paso entre la muchedumbre, y cuando ella lo vio se echó en sus brazos y dijo: -McMurphy, bribón-, y luego se sintió cohibida y se ruborizó una vez más. Cuando se ruborizaba no parecía tener más de dieciséis o diecisiete años, lo juro.

McMurphy le presentó a todo el mundo y ella estrechó todas las manos. Cuando le tocó el turno a Billy, volvió a agradecerle su silbido. La Gran Enfermera se escurrió fuera de la casilla, con una sonrisa, y le preguntó a McMurphy cómo esperaba que pudiéramos meternos diez en un coche, y él preguntó si no podría tomar prestado algún coche del personal y conducir él mismo a un grupo, y ella citó una norma que lo prohibía, exactamente como todos esperábamos. Dijo que, a menos que otro conductor firmase un Formulario de Responsabilidad, la mitad de la tripulación tendría que quedarse. McMurphy le explicó que tendría que pagar cincuenta malditos dólares para cubrir la diferencia; tendría que devolverles el dinero a los que no fueran.

– Entonces tal vez lo mejor será anular esa excursión -dijo la enfermera-, y reembolsar todo el dinero.

– Ya he alquilado el barco; ¡el tipo ya ha cobrado setenta dólares!

– ¿Setenta dólares? No me diga… Creí haberle oído decir a los pacientes que tenía que recoger cien dólares, más diez que pondría usted, para financiar la excursión, señor McMurphy.

– Pensaba pagar la gasolina para el viaje de ida y vuelta.

– Pero, eso no suma treinta dólares, ¿verdad?

Le lanzó una sonrisa, toda amabilidad, mientras esperaba su respuesta. Él levantó las manos al cielo y miró al techo.

– Vaya, no se le escapa ni una, señorita Fiscal del Distrito. Desde luego, pensaba guardarme lo que sobrase. No creo que los chicos le dieran ninguna importancia. Supuse que podía cobrarme todas las molestias…

– Pero sus planes han fallado -dijo ella. Seguía sonriéndole, toda simpatía-. No puede triunfar en todas sus pequeñas especulaciones, Randle, y, a decir verdad, creo que sus éxitos ya han sido más que suficientes -se quedó pensando en algo de lo que no me cabía la menor duda que volveríamos a oír hablar-. Sí. No hay un Agudo en la galería que no le haya firmado un pagaré en uno u otro momento, en pago de algún «trato» de los suyos, ¿no cree, pues, que esta pequeña derrota tampoco resulta tan terrible?

Y entonces se interrumpió en seco. Advirtió que McMurphy ya no la escuchaba. Estaba observando al doctor. Y el doctor estaba admirando la camiseta de la rubia como si no existiese nada más en el mundo. La sonrisa alicaída de McMurphy se transformó y le inundó la cara al ver el trance del doctor, se encasquetó la gorra, se plantó a su lado de un par de zancadas y le dio un sobresalto al ponerle la mano en el hombro.

– Por todos los santos, doctor Spivey, ¿ha visto alguna vez cómo se debate el salmón en el anzuelo? Uno de los espectáculos más fascinantes de los siete mares. Dime. Candy preciosa, te gustaría explicarle al doctor todo lo de la pesca de altura y demás…

Entre los dos, McMurphy y la chica no tardaron ni dos minutos en convencer al doctorcito que cerró su oficina y reapareció por el pasillo, embutiendo papeles en una cartera.

– Puedo resolver un montón de papeleo en el barco – le explicó a la enfermera y pasó de largo a toda prisa, sin darle tiempo a responder, y el resto de la tripulación salió tras él, más lentamente, lanzando sonrisas a la enfermera que se había quedado de pie junto a la puerta de la casilla.

Los Agudos que no venían se agolparon en la puerta de la sala de estar, diciéndonos que no trajéramos la pesca hasta que estuviera limpia, y Ellis libró las manos de los clavos que lo sujetaban a la pared, estrechó la de Billy Bibbit y le dijo que se portara como un pescador de hombres.

Y Billy, con los ojos fijos en las chinchetas de latón de los Levis de la chica que en ese momento salía de la sala de estar, guiñó un ojo y le dijo a Ellis que se fuera al diablo con esas tonterías de pescar hombres. Se reunió con los demás en la puerta y el negro bajito nos dejó pasar, echó la llave, y salimos al exterior.

El sol que asomaba entre las nubes teñía de un color rosáceo la fachada de ladrillo del hospital. Una tenue brisa iba derribando las escasas hojas que aún quedaban en las encinas y las iba amontonando pulcramente contra la verja de alambre en espiral. Unos pajaritos pardos se posaban de vez en cuando sobre la verja; cuando un montón de hojas chocaba contra ella, los pájaros se elevaban arrastrados por el viento. A primera vista, parecía que, al chocar contra la verja, las hojas se convertían en pájaros que salían volando.

Era un espléndido día de otoño impregnado del olor de las hojas secas al quemarse y lleno del griterío de los niños que daban puntapiés a las pelotas y del ronroneo de pequeños aviones, y todos deberíamos alegrarnos por el mero hecho de estar fuera. Pero nos quedamos muy quietos, formando un silencioso grupo, con las manos en los bolsillos, mientras el doctor iba a buscar su coche. Un grupo silencioso, que observaba cómo los automovilistas aminoraban la marcha al pasar camino del trabajo para mirar a todos aquellos lunáticos con sus uniformes verdes. McMurphy advirtió nuestro malestar e intentó subirnos los ánimos con bromas y chistes de doble sentido dirigidos a la chica, pero, por el contrario, eso nos hizo sentir aún peor. Todos pensábamos qué sencillo sería volver a la galería y decir que habíamos decidido que la enfermera tenía razón; con un viento como ése, seguro que el mar estaría demasiado agitado.

Llegó el doctor y todos subimos y nos pusimos en marcha, yo, George, Harding y Billy Bibbit subimos en el coche de McMurphy y la chica, Candy; y Fredrickson, Sefelt, Scanlon, Martini, Tadem y Gregory siguieron detrás, en el coche del doctor. Todos estábamos terriblemente callados. Nos detuvimos en una gasolinera, como a un kilómetro del hospital; el doctor llegó a continuación. Fue el primero en bajar, y el hombre de la gasolinera se acercó a paso ligero, con una gran sonrisa, mientras se secaba las manos con un trapo. Luego dejó de sonreír y pasó de largo junto al doctor para mirar qué había en los coches. Retrocedió, secándose aún las manos con el trapo manchado de aceite, y frunció el entrecejo. El doctor agarró nervioso la manga del tipo, sacó un billete de diez dólares y se lo introdujo en la mano como si estuviera plantando una mata de tomates.

– Ah, ¿podría llenar los dos depósitos de normal? -preguntó el doctor. Encontrarse fuera del hospital le ponía tan nervioso como a los demás-. Ah, ¿por favor?

– Esos uniformes -dijo el hombre de la gasolinera-, ¿son del hospital que hay aquí cerca, verdad? -Miró a su alrededor para ver si encontraba una llave inglesa u otro objeto contundente a mano y se situó junto a un montón de cajas de botellas de gaseosa vacías-. Ustedes son de ese manicomio.

El doctor buscó sus gafas y también nos miró, como si hasta entonces no se hubiera fijado en los uniformes.

– Sí. Quiero decir, no. Somos, son del manicomio, pero trabajan allí, no son pacientes, claro que no. Trabajan allí.

El hombre miró de reojo al doctor, y a los demás, y salió a decirle algo al oído a su compañero que estaba más atrás, entre las máquinas. Estuvieron hablando un minuto, y el otro tipo le preguntó a gritos al doctor que quiénes éramos, él repitió que trabajábamos en el manicomio, y los dos tipos soltaron una carcajada. Adiviné por su risa que habían decidido vendernos la gasolina -probablemente sería floja, sucia y diluida y nos cobrarían el doble del precio normal-, pero eso no me hizo sentirme mejor. Vi que todos estaban bastante incómodos. La mentira del doctor nos hizo sentir aún peor; no tanto a causa de la mentira, sino más bien por la verdad.

El segundo tipo se acercó al doctor, con una sonrisa.

– ¿Dijo que la quería Extra, señor? Seguro. ¿Y qué le parece si le revisamos los filtros del aceite y los limpiaparabrisas?

Era más alto que su amigo. Se inclinó sobre el doctor como si le estuviera confiando un secreto.

– Quién lo diría: se ha comprobado que un ochenta y ocho por ciento de los coches que recorren actualmente las carreteras deberían cambiar el filtro del aceite y el limpiaparabrisas.

Su sonrisa estaba cubierta de tizne a causa de los años que llevaba extrayendo bujías con los dientes. Seguía inclinado sobre el doctor, que se retorcía bajo la sonrisa, esperando que reconociera que estaba en un apuro.

– Por cierto, ¿sus trabajadores no necesitarán gafas de sol por casualidad? Tenemos unas Polaroid muy buenas.

El doctor sabía que estaba atrapado. Pero, cuando ya abría la boca, dispuesto a ceder y decir sí, como usted diga, se oyó un chirrido y la capota del coche comenzó a plegarse. McMurphy se debatía y maldecía la capota acordeonada, mientras intentaba levantarla más deprisa de lo que podía accionarla el mecanismo. Saltaba a la vista que estaba furioso, por la manera como zarandeaba y golpeaba la capota que se iba elevando lentamente; cuando por fin la tuvo bien imprecada y consiguió ponerla en su lugar, saltó fuera del coche por encima de la cabeza de la chica, se interpuso entre el doctor y el tipo de la gasolinera y miró su boca ennegrecida con un solo ojo.

– Basta de bromas, amigo, queremos normal, como ya ha dicho el doctor. Llene los dos depósitos de normal. Y eso es todo. Nada de todas esas otras porquerías. Y tendrá que descontarnos tres centavos sobre la tarifa normal porque somos una expedición patrocinada por el gobierno.

El tipo no se movió.

– ¿Síi? Creí haberle oído decir, aquí, al doctor, que no eran pacientes.

– Vamos, vamos, ¿no has notado que sólo era una amable precaución para no asustaros con la verdad? El doctor no hubiera mentido si fuésemos pacientes corrientes, pero no somos unos locos cualquiera, todos estamos recién salidos de la galería de locos criminales y nos trasladan a San Quintín, donde cuentan con instalaciones más adecuadas. ¿Ves a ese pecoso de ahí? Bueno, aunque parezca salido de una cubierta del Saturday Evening Post es un maníaco artista de la navaja que mató a tres hombres. El que está a su lado es el Gran Lunático, más impulsivo que un jabalí. ¿Ves a ese grandullón? Es un indio y liquidó a tres tipos a golpes de pico porque intentaron estafarle cuando les vendía unas pieles de rata almizclera. Levántate para que puedan verte, Jefe.

Harding me hundió un dedo en las costillas y yo me puse de pie en el coche. El tipo se protegió los ojos del sol y se me quedó mirando, sin decir palabra.

– Oh, no es una pandilla demasiado simpática, lo reconozco -dijo McMurphy-, pero es una excursión bien planificada, legal, autorizada y patrocinada por el gobierno y tenemos derecho a un descuento preceptivo, igual que si fuésemos del FBI.

El tipo volvió a mirar a McMurphy y éste se metió los pulgares en los bolsillos, se echó hacia atrás y se le quedó mirando por encima de la cicatriz de su nariz. El tipo se volvió para comprobar si su compañero se-

guía apostado junto a la caja de botellas vacías, luego le devolvió la sonrisa.

– Unos clientes difíciles, ¿no es así, Rojo? ¿Así que será mejor que aflojemos y hagamos lo que nos mandas, eso quieres decir? Muy bien, pero dime una cosa, Rojo, ¿por qué te han encerrado a ti?, ¿intentaste asesinar al Presidente?

– No pudieron probarlo, viejo. Me cogieron con malas artes. Maté a un tipo en un combate de boxeo, sabes, y empecé a tomarle gusto a la cosa.

– ¿Uno de esos asesinos con guantes de boxeo, es eso lo que insinúas, Rojo?

– Yo no he dicho tal cosa, ¿a que no? Nunca me he acostumbrado a esos almohadones que usan los demás. No, no fue en un encuentro televisado desde el Madison Square Garden; soy más bien un boxeador aficionado.

El tipo se metió los pulgares en los bolsillos como si hiciera mofa de McMurphy.

– Yo más bien diría que eres un bravucón aficionado.

– Bueno, yo no he dicho que las bravuconadas no fueran otra especialidad mía, ¿eh? Pero quiero que te fijes en esto -acercó las manos a los ojos del tipo, rozándole casi la nariz, y las hizo girar lentamente, exhibiendo las palmas y los nudillos-. ¿Crees que tendría los garfios tan estropeados si sólo me hubiera dedicado a fanfarronear! ¿Qué me dices, viejo?

Tardó un buen rato en apartar las manos de la cara del tipo, por si éste tenía algo que replicar. El tipo miraba las manos, luego a mí, luego otra vez las manos. Cuando quedó claro que por el momento no tenía ningún comentario urgente en el buche, McMurphy se alejó en dirección al otro tipo que estaba apoyado en la caja, le arrancó el billete del doctor de la mano y se encaminó a la tienda de comestibles situada junto a la gasolinera.

– Tomad nota de lo que vale la gasolina y mandad la factura al hospital -gritó-. Pienso dedicar este dinero a adquirir bebidas para los hombres. Creo que nos vendrán mejor que los limpiaparabrisas y los filtros de aceite al ochenta por ciento.

Cuando volvió todos estábamos envalentonados como gallitos de pelea e íbamos dando órdenes a los tipos de la gasolinera, diciéndoles que comprobaran el aire de la rueda de recambio, que limpiasen los cristales y que sacasen esa caquita de pájaro de la capota, por favor, como si fuéramos los amos del lugar. Cuando el tipo grandullón no dejó el cristal delantero a satisfacción de Billy, éste le hizo regresar en el acto.

– No ha li-li-limpiado b-b-b-bien aquí donde quedó aplastado ese bi-bi-bi-bicho.

– No ha sido un bicho -dijo el tipo enfurruñado, mientras rascaba la mancha con la uña-, fue un pájaro.

Martini le gritó desde el otro coche que no podía ser un pájaro.

– Estaría lleno de plumas y huesos si hubiera sido un pájaro.

Un hombre que pasaba en bicicleta se paró a preguntar qué significaban los uniformes verdes; ¿éramos de algún club? Harding se incorporó de inmediato y le respondió.

– No, amigo, no. Somos orates del hospital que hay aquí cerca, psico-cerámicas, los cacharros rotos de la humanidad. ¿Quiere que le descifre un Rorschach? ¿No? ¿Tiene prisa? Oh, se ha ido. Qué lástima -se volvió a McMurphy-. Jamás se me había ocurrido que la enfermedad mental podía tener una faceta de poder, poder. Te das cuenta: es posible que cuanto más loco esté un hombre, mayor poder pueda adquirir. Hitler sería un ejemplo. Increíble, ¿verdad? Buena materia de reflexión.

Billy le abrió una lata de cerveza a la chica y ella lo aturulló tanto con su ancha sonrisa y su «Gracias, Billy», que empezó a abrir latas para todos.

Mientras tanto las personas pasaban presurosas por la acera, con las manos cruzadas en la espalda.

Me hundí en el asiento, con una sensación de plenitud y satisfacción, mientras bebía la cerveza a pequeños sorbos; oía cómo me bajaba la cerveza por el cuerpo: sssst-sssst. Había olvidado que podían existir sonidos y sabores agradables como el sonido y el sabor de una cerveza al tragarla. Tomé otro gran sorbo y miré a mi alrededor para comprobar si había olvidado otras cosas en esos veinte años.

– ¡Anda! -dijo McMurphy, mientras apartaba a la chica del volante y la apretaba contra Billy-. ¡Fijaos como se traga el alcohol el Gran Jefe! -… y lanzó el coche carretera adelante, obligando al doctor a hacer chirriar las ruedas para no perdernos de vista.

Nos había demostrado lo que se podía conseguir con un poco de ánimo y valor, y creíamos que también nos había enseñado a hacer uso de él. Nos pasamos todo el camino de la costa chanceándonos y fingiendo que éramos valientes. Cuando nos deteníamos ante un semáforo y la gente se quedaba mirando nuestros uniformes verdes, hacíamos exactamente lo mismo que él, nos sentábamos muy tiesos, procurando mostrarnos duros, y los mirábamos fijamente con una amplia sonrisa hasta que se les paraba el motor y se les empañaban los cristales y cuando cambiaban las luces aún seguían allí, muy aturdidos al pensar que habían tenido a esa feroz pandilla de monos a menos de un metro, y sin ninguna posibilidad de pedir auxilio. McMurphy nos condujo a los doce hasta el océano.


Creo que McMurphy sabía mejor que todos nosotros que nuestro aspecto envalentonado era pura comedia, pues aún no había conseguido arrancar una verdadera carcajada a ninguno del grupo. Es posible que no comprendiera por qué seguíamos sin poder reír, pero sabía que es imposible ser fuerte si se es incapaz de ver el lado cómico de las cosas. De hecho, se esforzaba tanto por encontrarle ese lado cómico a la vida que empezaba a preguntarme si estaría ciego a su otro aspecto, si tal vez era incapaz de comprender por qué la risa se nos atravesaba en el estómago. Es posible que los demás tampoco lo advirtieran, que sólo sintieran las presiones de los distintos rayos y frecuencias que les llegaban de todos lados, en un esfuerzo por empujarnos y doblegarnos de un modo u otro, que sólo sintieran los efectos del Tinglado… pero yo lo veía.

Del mismo modo que advertimos el cambio que se ha producido en una persona que no hemos visto durante largo tiempo, mientras que quienes la ven a diario, un día tras otro, no lo notan, porque el cambio es gradual cuando avanzábamos a lo largo de la costa, detecté innumerables indicios de los éxitos conseguidos por el Tinglado desde que atravesara esas tierras por última vez, cosas como, por ejemplo: un tren que se detuvo en una estación y depositó una larga fila de hombres adultos con trajes brillantes y sombreros hechos en serie, igual que si fueran una pollada de insectos idénticos, objetos semianimados que salieron fft-fft-fft del último vagón, luego el tren hizo sonar su silbato eléctrico y avanzó a través de las tierras mancilladas hasta otra estación donde depositaría una segunda pollada.

O cosas como esas cinco mil casas idénticas salidas de una cadena de montaje y alineadas en las colinas de las afueras de la ciudad, tan recién salidas de la fábrica que aún seguían unidas unas a otras como las salchichas; un cartel que decía: «ENCUENTRE SU NIDO EN LAS VIVIENDAS DEL OESTE – SIN ENTRADA PARA LOS VETERANOS»; un parque de juegos al pie de la colina, una reja cuadriculada y otro cartel que decía:

«ESCUELA DE NIÑOS DE SAN LUCAS»; cinco mil chicos con pantalones de pana verde y camisas blancas bajo suéteres verdes jugaban a «la culebra» sobre media hectárea de gravilla. La larga fila saltaba y se retorcía como una serpiente y, cada vez que daban bruscamente la vuelta, el chiquillo que iba a la cola se desprendía y salía rodando contra la verja como una pelota. Con cada tirón. Y siempre era el mismo chiquillo, una y otra vez.

Esos cinco mil niños vivían en esas cinco mil casas, propiedad de los tipos que habían bajado del tren. Las casas eran tan parecidas que los chicos se equivocaban constantemente de casa y de familia al volver del colegio. Nadie lo advertía. Comían y se acostaban. El único que no pasaba inadvertido era el último chiquillo de la cola. Siempre iba tan rasguñado y magullado que quedaba fuera de lugar dondequiera que fuese. Tampoco era capaz de relajarse y reír. Resulta difícil reír cuando se siente la presión de los rayos que emite cada coche que pasa, o cada casa que uno cruza.

– Hasta podríamos organizar un grupo de presión en Washington -iba diciendo Harding-, una organización, NAAIP. Montar campañas. Poner grandes anuncios en la carretera con un esquizofrénico babeante al pie de una máquina apisonadora, con grandes letras rojas y verdes: «Contrate a un loco.» Nuestro futuro es prometedor, caballeros.


Cruzamos un puente sobre el Siuslaw. En el aire había la bruma necesaria para poder lamer el viento con la lengua y paladear el sabor del océano aún antes de verlo. Todos comprendieron que ya estábamos cerca y nadie dijo palabra hasta llegar al muelle.

El capitán que teóricamente debía llevarnos de pesca tenía una cabeza monda y lironda, de metal gris, empotrada en un negro jersey de cuello alto, como si fuera la torre blindada de un submarino. Nos puso en las narices el maloliente cigarro apagado que estaba chupando. De pie junto a McMurphy en el muelle de madera, tenía la mirada fija en el mar mientras iba hablando. Unos pasos más atrás, había un grupo de seis u ocho hombres con impermeables, sentados en un banco frente al almacén. El capitán hablaba muy alto para que, además de McMurphy que estaba al otro lado, le oyeran también los mirones que tenía detrás y con este propósito apuntaba su metálico vozarrón hacia algún punto impreciso entre uno y otros.

– No le dé más vueltas. Se lo dije claramente en la carta. Si no trae un volante que me exima de toda responsabilidad ante las autoridades competentes, no pienso salir -la cabeza esférica giró en la torre blindada de su jersey, apuntando el cigarro en dirección a nuestro grupo-. Fíjese en eso. Una pandilla como ésa en alta mar, sería capaz de saltar por la borda como ratas. Los familiares podrían demandarme y quedarse todo lo que tengo en concepto de indemnización. No puedo correr ese riesgo.

McMurphy le explicó que la otra chica tenía que haber arreglado los papeles en Portland. Uno de los tipos que estaba recostado en el almacén gritó:

– ¿Qué otra chica? ¿Es que Rubiales no es capaz de ocuparse de todo el grupo?

McMurphy no le prestó la menor atención y continuó discutiendo con el capitán, pero se notaba que la chica estaba molesta. Los hombres junto al almacén no dejaban de mirar mientras se susurraban cosas por lo bajo. Todo nuestro grupo lo advirtió, incluido el doctor, y nos avergonzamos de no hacer nada. Ya no éramos la pandilla de bravucones que había actuado tan gallardamente en la gasolinera.

McMurphy dejó de discutir cuando comprendió que no lograría convencer al capitán y se volvió un par de veces, mientras se pasaba la mano por los cabellos.

– ¿Cuál es la barca que tenemos alquilada?

– Es ésta. La Alondra. Nadie pondrá ni un pie en ella hasta que tenga ese papel. Nadie.

– No tengo el propósito de alquilar una barca para pasarme el día contemplando como se balancea junto al muelle -dijo McMurphy-. ¿Tiene un teléfono en su almacén? Vamos a ver si conseguimos aclarar este asunto.

Subieron los peldaños a grandes zancadas hasta llegar a la plataforma sobre la que se alzaba el almacén y desaparecieron por la puerta, dejándonos solos en un apretado grupo, mientras la pandilla de mirones seguía mirando, haciendo comentarios y riendo por lo bajo y dándose golpecitos en la espalda. El viento agitaba las barcas y las golpeaba contra los húmedos neumáticos que colgaban del muelle con un sonido que parecía que también se burlaba de nosotros. El agua reía cantarina bajo las tablas y el rótulo que colgaba sobre la puerta del almacén con las palabras «CONTRATACIÓN DE MARINEROS – CAPITÁN BLOCK» crujía y rechinaba cuando el viento lo balanceaba en sus oxidados ganchos. Los mejillones adheridos a las pilastras, a un metro de la superficie del agua, en la línea de la marea alta, silbaban y chasqueaban bajo el sol.

El viento se había tornado frío y perverso y Billy Bibbit se quitó la chaqueta verde y se la ofreció a la chica; ella se la puso encima de su fina camisetita. Uno de los mirones no dejaba de gritar: – ¿Eh, Rubiales, te gustan esos pájaros?- Tenía los labios de color de riñón y bajo los ojos se veían unas líneas azuladas donde el viento había incrustado las venas en la piel. – Eh, Rubiales -gritaba con voz aguda y cansada-, eh, Rubiales… eh, Rubiales… eh, Rubiales…

Nos apretamos unos contra otros para protegernos del viento.

– Dime, Rubiales, ¿por qué te han encerrado a tí!

– Uf, no está encerrada, Perce, ¡forma parte del tratamiento!

– ¿Es cierto eso, Rubiales? ¿Te han contratado como parte del tratamiento? ¿Eh, Rubiales?

Ella levantó la cabeza y nos miró con unos ojos que parecían preguntar dónde estaba la pandilla de matones que había visto antes y por qué no salíamos en su defensa. Nadie reaccionó ante la mirada. Toda nuestra valentía acababa de desaparecer por aquellas escaleras con un brazo sobre los hombros del capitán calvo.

Ella se subió el cuello de la chaqueta, se la cerró sujetándola con ambas manos y se alejó tanto como pudo de nosotros, en dirección al otro extremo del muelle. Nadie la siguió. Billy Bibbit tembló bajo el frío aire y se mordió el labio. Los tipos del almacén volvieron a murmurar algo y soltaron una nueva carcajada.

– Pregúntaselo, Perce… vamos.

– Eh, Rubiales, ¿les hiciste firmar un papel eximiéndote de toda responsabilidad? Tengo entendido que la familia podría demandarte si uno de esos chicos se cayera y se ahogase mientras estaba a bordo. ¿No lo habías pensado? Te convendría más quedarte aquí con nosotros, Rubiales.

– Ya lo creo, Rubiales, mi familia no te demandará. Te lo prometo. Quédate con nosotros, Rubiales.

Me pareció sentir el agua en los pies, mientras el muelle se hundía en la bahía bajo el peso de nuestra vergüenza. No podíamos estar fuera con la gente. Quería que McMurphy regresara y les dijera cuatro frescas a esos tipos, como se merecían, y luego nos llevara de vuelta al lugar que nos correspondía.

El hombre de los labios color riñón cerró su navaja, se puso de pie, se sacudió las virutas de madera del pantalón y bajó las escaleras.

– Vamos, Rubiales, ¿qué haces tú con todos estos locos?

Ella se volvió y lo miró desde el otro extremo del muelle, luego nos observó a nosotros, y era fácil adivinar que estaba considerando la posibilidad de aceptar la invitación, cuando se abrió la puerta del almacén y McMurphy pasó rozando a todo el grupo y bajó las escaleras.

– Arriba, marineros, ¡todo está arreglado! Todo está perfectamente claro y hay carnada y cerveza a bordo.

Le dio una palmada a Billy en el trasero y comenzó a soltar las amarras.

– El Viejo Capitán Block sigue pegado al teléfono, pero nos iremos en cuanto aparezca. George, a ver si eres capaz de calentar ese motor. Scanlon, tú y Harding desatad esa cuerda. ¡Candy! ¿Qué haces ahí? Date prisa, cariño, nos vamos.

Nos abalanzamos hacia la barca, contentos de que algo nos permitiera alejarnos de la fila de mirones. Billy cogió a la chica de la mano y la ayudó a subir a bordo. George canturreaba en el puente frente al panel de mandos mientras iba indicándole a McMurphy los botones que debía girar o apretar.

– Síi, a estas barcas, nosotros las llamábamos «vomitaderas» -le explicó a McMurphy-, son tan fáciles de conducir como un automóvil.

El doctor titubeó un momento antes de embarcarse y contempló el grupo de mirones que se agolpaba junto a las escaleras, frente el almacén.

– Randle, no sería mejor esperar… a que el capitán…

McMurphy lo agarró por las solapas y lo tiró directamente del muelle a la barca como si fuese un niño.

– Síi, Doc -dijo-, ¿esperamos a que el capitán qué?- Se puso a reír como si estuviera borracho, mientras parloteaba muy excitado y nervioso. -¿Esperamos a que salga el capitán y nos diga que el número de teléfono que le he dado es el de una casa de citas de Portland? Ya lo creo. ¡Vamos, George, maldito seas; ocúpate de esos aparatos y sácanos de aquí! ¡Sefelt! Suelta esa cuerda, venga. George, vamos.

El motor tosió y se paró en seco, volvió a toser como si quisiera despejarse la garganta y luego rugió a todo pulmón.

– ¡Yupii! Allá vamos. Échale carbón, George, ¡todos preparados para rechazar cualquier abordaje!

La barca desprendió un chorro de humo blanco y agua, y entonces se abrió de golpe la puerta del almacén y apareció la cabeza del capitán, que se lanzó escaleras abajo como si arrastrara su cuerpo y el de los otros ocho tipos. Todos bajaron al muelle como un rayo y se detuvieron al borde de la espuma que comenzó a bañarles los pies, mientras George enfilaba la barca camino de alta mar; el mar era nuestro.

Un súbito bandazo de la barca había arrojado a Candy de rodillas, y Billy se inclinó a ayudarla, al mismo tiempo que se excusaba por su comportamiento en el muelle. McMurphy bajó del puente y preguntó si los dos tenían ganas de que los dejaran solos para charlar de los viejos tiempos, y Candy miró a Billy y éste no tuvo más remedio que mover la cabeza y tartamudear. McMurphy dijo que, en ese caso, lo mejor sería que él y Candy bajasen a ver si había algún boquete y que los demás ya nos las arreglaríamos solos por un rato. Se detuvo junto a la puerta que conducía al camarote, guiñó un ojo y nombró capitán a George, y a Harding segundo de a bordo, y dijo: «No os preocupéis, amigos», y desapareció tras la chica.

El viento amainó y el sol se hizo más fuerte y empezó a prestar un brillo cromado a toda la mitad oriental de las grandes olas verdes. George enfiló el barco directamente mar adentro, a toda marcha, y los muelles y el almacén se fueron perdiendo de vista a nuestras espaldas.

Los chicos habían estado charlando con excitación de nuestro acto de piratería, pero al cabo de poco rato todos se callaron. La puerta del camarote se abrió una vez más lo suficiente para que una mano empujara fuera una caja de cerveza, y Billy nos abrió una a cada uno con un abridor que encontró entre los aparejos. Empezamos a beber y contemplamos la tierra que se iba hundiendo detrás de nosotros.

Cuando estábamos aproximadamente una milla mar adentro, George aminoró la marcha a lo que él llamaba ritmo de pesca, apostó a cuatro tipos en las cuatro cañas situadas en la popa, y los demás nos tendimos al sol sobre el camarote o el puente, nos quitamos las camisas y observamos cómo los otros intentaban lanzar el anzuelo. Harding dijo que cada uno tenía que permanecer junto a la caña hasta que picara algo y luego debía cambiar de puesto con otro que aún no hubiera probado suerte. George estaba de pie junto al timón y oteaba a través del parabrisas cubierto de una costra de sal, mientras gritaba instrucciones sobre cómo manejar los carretes y los hilos y cómo poner un arenque en el anzuelo y a qué distancia y qué profundidad había que lanzar:

– Y que uno coja la caña número cuatro y le ponga doce onzas de plomo -ahora mismo os explico cómo- y vamos a por ese pez grande que hay ahí en el fondo, ¡qué caramba!

Martini corrió a mirar sobre la borda y se quedó con los ojos muy fijos en el agua, en la dirección en que se perdía su sedal.

– Oh. Oh, Dios mío -dijo, pero lo que sea que viese estaba a demasiada profundidad para los ojos de los demás.

Otras barcas deportivas faenaban junto a la costa, pero George en ningún momento dio señal de querer unirse a ellas; seguía pasándolas a todas sin parar, rumbo a alta mar.

– Ya veréis -dijo-. Iremos donde van las barcas profesionales, donde está la pesca de verdad.

Las olas iban deslizándose bajo nosotros, verde esmeralda por un lado, color cromado por el otro. Sólo se oían los estallidos y el ronroneo del motor, que se perdía y volvía a reaparecer, al compás de las olas que cubrían de agua el escape y luego volvían a dejarlo al descubierto, y el gracioso chillido desamparado de los pajarillos negros que se preguntaban el camino unos a otros. Aparte de eso, silencio. Unos dormían y otros miraban el agua. Llevábamos casi una hora avanzando a marcha lenta cuando la punta de la caña de Sefelt se arqueó y tocó el agua.

– ¡George! ¡George, por Dios, échame una mano!

George no quiso ni tocar la caña; sonrió y le dijo a Sefelt que soltara sedal y que levantara la punta, que la levantara, ¡y que le diera fuerte a ese bribón!

– ¿Y si tengo un ataque? -chilló Sefelt.

– Pues, mira, te colgaremos de un anzuelo y te usaremos como cebo -dijo Harding-. Vamos, dale fuerte a ese bribón, como te ha dicho el capitán, y no te preocupes del ataque.

El pez relució bajo el sol a unos diez metros de la barca, un surtidor de escamas plateadas, a Sefelt se le saltaban los ojos y el espectáculo del pez le entusiasmó tanto que soltó la caña y el sedal golpeó contra la barca como si fuera una goma elástica.

– ¡Levántala, te he dicho! Le estás ayudando a zafarse, ¿no lo ves?, tienes que levantar la punta… ¡levántala más! Habías atrapado una buena pieza, caramba.

Sefelt tenía la mandíbula blanca y temblorosa cuando por fin le cedió la caña a Fredrickson.

– De acuerdo… ¡pero si coges un pez con un anzuelo en la boca, es mío!

Yo estaba tan excitado como los demás. No había pensado pescar, pero después de ver cómo se debatía el salmón, tenso como el acero en el extremo del sedal, bajé del techo del camarote, me puse la camisa e hice cola junto a una caña.

Scanlon empezó a recoger apuestas a ver quién cogía el pez más grande y quién atrapaba al primero, veinte centavos cada uno que quisiera tomar parte, y casi no había tenido tiempo de meterse el dinero en el bolsillo cuando Billy sacó un extraño objeto que parecía un sapo de dos kilos lleno de espinas como un puercoespín.

– Eso no es un pescado -dijo Scanlon-. No puedes cobrar por eso.

– Ta-ta-tampoco es un pa-pa-pájaro.

– Eso es un bacalao ling -nos dijo George-. Resulta sabroso cuando se le han quitado las espinas.

– Lo ves. Es un pescado. P-p-p-págame.

Billy me cedió su caña, cogió su dinero, fue a sentarse junto al camarote donde estaba McMurphy con la chica y se quedó mirando la puerta cerrada con aire pensativo.

– Me gu-gu-gu-gustaría que hubiera cañas para todos -dijo, con la espalda apoyada contra la pared del camarote.

Me senté, cogí la caña y observé cómo desaparecía el sedal bajo la estela. Olfateé el aire y sentí cómo las cuatro latas de cerveza que me había tomado provocaban cortocircuitos en docenas de cables de mi cuerpo; a nuestro alrededor, las crestas plateadas de las olas relucían y centelleaban al sol.

George nos gritaba que miráramos allá lejos, que allí estaba justo lo que andábamos buscando. Me incliné para echar un vistazo, pero sólo vi un gran tronco que flotaba a la deriva y muchas gaviotas que revoloteaban y se zambullían junto al tronco, cual hojas negras en medio de un torbellino. George aumentó un poco la marcha y puso proa hacia el punto donde revoloteaban los pájaros y con la velocidad de la barca mi sedal se balanceaba de tal modo que hubiera resultado imposible identificar una picada.

– Esos pájaros, esos cormoranes están persiguiendo un banco de «peces vela» -nos explicó George desde el timón-. Son unos pececitos blancos del tamaño de un dedo. Si se secan luego arden igualito que una vela. Son un buen alimento para los otros peces. Y podéis apostar que si encontráis un banco de estos «peces vela» también encontraréis unos cuantos salmones plateados en pleno banquete.

Se metió de lleno entre los pájaros, esquivó el tronco, y de pronto las suaves laderas cromadas se resquebrajaron a nuestro alrededor con las zambullidas de los pájaros y las carreras de los pececillos y en medio de todo esto se veía surcar de vez en cuando el dorso azul plateado del salmón. Observé que uno de los lomos en forma de torpedo cambiaba de rumbo y se dirigía claramente hacia un punto situado a unos diez metros de la punta de mi caña, justo donde debía estar mi arenque. Tensé los brazos, con el corazón palpitante, y entonces sentí el tirón en los dos brazos como si alguien hubiera golpeado la caña con un mazo y mi sedal salió disparado del carrete bajo mi pulgar enrojecido como si estuviera lleno de sangre.

– ¡Arrastra, arrastra! -me gritó George, pero yo no entendía nada de eso, por lo que seguí apretando el sedal con el pulgar hasta que aquél recuperó su color amarillo y luego, poco a poco, se detuvo. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que las otras tres cañas también se agitaban como la mía, y todos los chicos bajaban excitados del techo del camarote y se esforzaban por metérsenos entre las piernas.

– ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Levanta la punta! -seguía gritando George.

– ¡McMurphy! Ven a ver esto.

– Que Dios te bendiga Fred, ¡has cogido mi pescado!

– ¡McMurphy, necesitamos ayuda!

Oí la risa de McMurphy y, por el rabillo del ojo, lo vi de pie en la puerta del camarote, aparentemente sin la menor intención de hacer nada, y mi pescado me tenía demasiado ocupado para entretenerme pidiéndole ayuda. Todos le gritaban que hiciera algo, pero seguía inmóvil. Hasta el doctor, que tenía la caña de profundidad, le pidió auxilio. Y McMurphy no hacía más que reír. Finalmente Harding comprendió que no haría nada, por lo que cogió el bichero e izó mi pescado con gesto preciso y airoso como si lo hubiera hecho toda la vida. Es tan grande como mi pierna, pensé, ¡como un pilar! Nunca cogimos uno tan grande en la cascada, pensé. ¡No para de saltar en el fondo de la barca como un arco iris embravecido! Nos salpica de sangre y esparce escamas que parecen pequeñas monedas de plata, y temo que pueda saltar por la borda. McMurphy se niega a prestarnos ninguna ayuda. Scanlon agarra el pez y lo reduce por la fuerza para impedir que salte otra vez al mar. La chica sube corriendo a cubierta y grita que le toca a ella, qué carajo, y me quita la caña de las manos y me clava tres veces el anzuelo mientras intento atarle un arenque.

– ¡Jefe, por todos los santos, nunca había visto tanta parsimonia! Ugh, le está sangrando el dedo. ¿Le mordió ese monstruo? Que alguien le cure el dedo al Jefe… ¡rápido!

– Allá vamos otra vez -grita George y yo lanzo el sedal por la popa y veo desaparecer el reflejo del arenque bajo la oscura silueta gris azulada de un salmón y el sedal se desenrolla otra vez con un silbido. La chica estrecha la caña entre los brazos y aprieta los dientes.

– ¡Oh, no, no te escaparás, maldito! \Oh, no…! Se ha puesto de pie, aprisiona el extremo de la caña en la entrepierna y la sujeta con ambos brazos bajo el carrete y la manivela del carrete golpea su cuerpo mientras gira para soltar cuerda:

– ¡Oh, no, no te escaparás!

Aún lleva la chaqueta verde de Billy, pero el carrete se la ha abierto de un tirón y todo el mundo advierte que ha desaparecido la camiseta que llevaba antes; todos miran, mientras intentan no perder su captura y le hacen quites a mi salmón que brinca en el fondo de la barca, ¡y la manivela del carrete sigue zarandeándole el seno a tal velocidad que el pezón no es más que una borrosa mancha roja!

Billy corre en su ayuda. No se le ocurre más que situarse detrás y ayudarle a apretar aún más la caña entre sus pechos hasta que por fin el carrete se detiene frenado únicamente por la presión de su carne. En este momento está tan erguida y sus pechos se ven tan duros que creo que ella y Billy podrían retirar las manos y los brazos de la caña, que ésta seguiría bien sujeta.

Toda esta actividad se desarrolla en poco más de un segundo, ahí en alta mar -los gritos y palabrotas de los hombres que se debaten e intentan vigilar sus cañas mientras contemplan a la muchacha; la sangrienta batalla entre Scanlon y mi salmón que se agita a los pies de los demás; todos los sedales enredados y desenrollándose en todas direcciones mientras las gafas del doctor con su cinta se han quedado enganchadas de un sedal y cuelgan a unos tres metros de la popa; los peces que pican veloces como el rayo, y la chica que maldice a todo pulmón y ahora se ha quedado contemplando sus senos desnudos, uno blanco y el otro de un rojo que escuece- y George que pierde de vista el rumbo y la barca va a dar contra el tronco y se para el motor.

Entretanto, McMurphy ríe. Con el cuerpo cada vez más inclinado sobre el techo del camarote, deja que sus carcajadas se propaguen sobre el mar: se ríe de la chica, de los muchachos, de George, de mí con mi dedo ensangrentado en la boca, del capitán que se ha quedado en el muelle y del tipo de la bicicleta y de los empleados de la gasolinera y de las cinco mil casas y de la Gran Enfermera, de todo, en fin. Porque sabe que es preciso reírse de las cosas para mantener el equilibrio, para impedir que el mundo acabe enloqueciéndote. Sabe que las cosas tienen su lado triste; sabe que me escuece el pulgar y que su amiguita se ha lastimado el pecho y que el doctor ha perdido las gafas, pero no quiere que el dolor empañe el humor, lo mismo que no permitiría que el humor empañase el dolor.

Advierto que Harding se ha dejado caer junto a McMurphy y también se ríe. Y Scanlon ríe en el fondo de la barca. Se ríen de ellos mismos y también de los demás. Y la chica, con los ojos aún llenos de lágrimas, mientras mira alternativamente el seno blanco y el otro enrojecido, también empieza a reírse. Y Sefelt y el doctor y todos reímos.

Comenzó suavemente y fue adquiriendo cada vez más fuerza, mientras los hombres se iban creciendo y creciendo. Yo los observaba, metido entre ellos, riendo con ellos… y, sin embargo, no completamente con ellos. Estaba fuera de la barca, el viento me encumbraba sobre las aguas y cuando bajaba la vista me veía allí abajo con los otros muchachos, veía la barca que se balanceaba en medio de las zambullidas de los pájaros, veía a McMurphy rodeado de su grupo de doce y veía cómo ellos, nosotros, iban esparciendo sus carcajadas tintineantes en círculos cada vez más amplios sobre las aguas, más y más amplios, hasta que la risa rompió contra las playas de toda la costa, contra las playas de todas las costas, oleada, tras oleada, tras oleada.


El doctor había enganchado algo en el fondo con su caña de profundidad y cuando por fin consiguió izarlo lo suficiente para que pudiéramos verlo, todos los que íbamos a bordo, excepto George, ya habíamos capturado al menos un pez; sólo logramos vislumbrar una silueta blancuzca, que luego volvió a zambullirse, pese a todos los esfuerzos del doctor por retenerla. En cuanto conseguía volverla a izar hasta la superficie, enrollando el hilo con tensos gruñidos y sin aceptar la ayuda que le ofrecían los demás, la pieza veía la luz y se apresuraba a zambullirse otra vez.

George no se tomó la molestia de volver a poner en marcha el motor, sino que bajó a explicarnos cómo limpiar el pescado sobre la borda y sacarle las tripas para que la carne resultara más dulce. McMurphy ató un trozo de carne en cada extremo de un metro de cordel, lo lanzó al aire y dos pájaros salieron volando juntos, «hasta que la muerte los separe».

Toda la popa de la barca y la mayoría de los que estábamos allí quedamos salpicados de rojo y plata. Algunos nos quitamos las camisas y las sumergimos en el agua para limpiarlas un poco. Así seguimos jugueteando, pescamos un poco, nos bebimos la otra caja de cervezas y estuvimos alimentando a los pájaros, hasta la tarde, mientras la barca se balanceaba suavemente entre las olas y el doctor luchaba con su monstruo de las profundidades. Se levantó el viento y el mar se rompió en mil pedazos verdes y plateados, como un campo de vidrio y cromo, y la barca comenzó a balancearse y a ladearse con más fuerza. George le indicó al doctor que tendría que izar su pez a bordo o cortar el sedal, porque se acercaba mal tiempo. No recibió respuesta. El doctor sólo dio un tirón más enérgico a la caña, se inclinó hacia delante, aflojó la cuerda, y luego volvió a enrollar.

Billy y la chica habían subido al puente y estaban charlando y contemplando el mar. Billy aulló que veía algo y todos corrimos a ese lado, y una ancha y blanca silueta comenzó a perfilarse claramente a unos diez o quince pies de profundidad. Resultaba curioso observar cómo subía, primero sólo un reflejo, luego una forma blanca como niebla bajo el agua, que iba cobrando consistencia, vida…

– ¡Cielo santo -gritó Scanlon-, es la presa del doctor!

Estaba al otro lado de la barca, pero por la dirección del sedal podíamos ver que conducía directamente a la silueta bajo el agua.

– Jamás conseguiremos izarlo a bordo -declaró Sefelt-. Y el viento está arreciando.

– Es un gran rodaballo -dijo George-. Pueden llegar a pesar más de cien kilos. Hay que izarlos con una cabria.

– Tendremos que soltarlo, doctor -explicó Sefelt mientras le rodeaba los hombros con el brazo. El doctor no contestó; tenía el traje empapado de sudor entre las paletillas y los ojos enrojecidos de tanto rato de no usar las gafas. Siguió tirando hasta que el pez apareció en su lado de la barca. Estuvimos unos minutos mirando cómo lo izaba hacia la superficie y luego comenzamos a coger cuerda y a preparar el bichero.

Después de engancharlo, aún tardamos otra hora en izarlo hasta la popa del bote. Tuvimos que ensartarlo con las otras tres cañas, McMurphy se inclinó sobre la borda y lo cogió bajo la barriga, y con ayuda de una ola al fin se deslizó hasta la barca, blanco, transparente y plano, y cayó al fondo arrastrando al doctor.

– Toda una experiencia -dijo jadeante el doctor, aún tendido en el suelo, sin fuerzas ni para deshacerse del enorme pescado-. Ya lo creo… toda una experiencia.

La barca cabeceó y crujió todo el camino de regreso a la costa, mientras McMurphy nos contaba horribles historias de naufragios y tiburones. Las olas crecían a medida que nos acercábamos a la orilla y de las crestas se desprendían jirones de blanca espuma que revoloteaban por los aires para reunirse con las gaviotas. A la entrada del malecón, las olas se encrespaban por encima de la barca y George nos hizo poner los salvavidas a todos. Observé que todas las otras barcas de recreo ya estaban amarradas.

Faltaban tres chalecos y hubo un alboroto para decidir quiénes serían los tres que harían frente al temporal sin salvavidas. Finalmente, resultaron ser Billy Bibbit, Harding y George, que de todos modos no quería ponerse uno a causa de la mugre. Todos nos sorprendimos un poco de que Billy se ofreciese voluntariamente, de que, en cuanto descubrimos que faltaban chaquetas salvavidas, se quitase la suya y ayudase a la chica a ponérsela, pero aún nos extrañó más que McMurphy no insistiera en ser uno de los héroes; mientras duró el alboroto, se mantuvo apartado con la espalda contra la cabina, procurando mantenerse firme en el balanceo de la embarcación, contemplando a los muchachos sin abrir boca. Sólo sonreía y observaba.

Cruzamos la barra y caímos en un cañón de agua, con la proa apuntando hacia la siseante cresta de la ola que nos precedía y la popa hundida bajo la sombra de la ola que nos perseguía amenazadora, y todos nos agolpamos en la popa aferrados a la barandilla mientras paseábamos la mirada de la montaña de agua que teníamos detrás a la mole de rocas negras del malecón que se alzaba unos quince metros a la izquierda, y luego hacia George, de pie junto al timón. Permanecía muy erguido, como un mástil. Volvía todo el rato la cabeza, aceleraba, aflojaba, aceleraba otra vez, mientras mantenía el rumbo y nos hacía cabalgar al sesgo sobre el lomo de ola que nos precedía. Antes de iniciar la carrera ya nos había explicado que si saltábamos por encima de la cresta de la ola de delante, saldríamos disparados sin control en cuanto la hélice y el timón tocaran el agua, y si disminuíamos demasiado la marcha y nos dejábamos atrapar por la ola de detrás, ésta rompería sobre la popa y nos dejaría caer diez toneladas de agua encima. Nadie bromeó ni intentó hacer mofa de la manera como giraba continuamente la cabeza como si estuviera montado sobre una placa giratoria.

Dentro del puerto, el agua se calmó otra vez, sólo la superficie aparecía algo encrespada, y pudimos ver que en el muelle, junto al almacén, nos esperaba el capitán acompañado de dos policías. Todos los mirones estaban a su alrededor. George enfiló hacia ellos a toda marcha y no se detuvo hasta que el capitán comenzó a agitar los brazos y a dar gritos mientras los policías y los mirones corrían escaleras arriba. Cuando parecía que la proa del barco iba a incrustarse contra el muelle, George hizo girar bruscamente el timón, puso marcha atrás y con un potente rugido lo arrimó contra los neumáticos como si estuviera acomodándolo en su cama. Cuando nos alcanzó el agua de la estela ya habíamos saltado a tierra y estábamos atando las amarras; la oleada balanceó a todas las embarcaciones de nuestro alrededor y se estrelló espumeante contra los muelles como si nos hubiéramos traído el mar a tierra con nosotros.

El capitán, los policías y los mirones se precipitaron escaleras abajo y corrieron a nuestro lado. El doctor se enfrentó de inmediato con ellos y les dijo a los policías que no tenían ninguna autoridad sobre nosotros, pues éramos una expedición legal, patrocinada por el gobierno, y en cualquier caso el asunto debería ser tramitado por una oficina federal. Además, tal vez decidiera solicitar una investigación sobre el número de chalecos salvavidas que había en la barca, suponiendo que el capitán decidiera armar jaleo. ¿No tenía la obligación de llevar un salvavidas por cada pasajero, según la ley? Al ver que el capitán no decía nada, los policías tomaron un par de nombres y se marcharon, murmurando entre dientes y bastante azorados, y en cuanto dejaron el muelle, McMurphy y el capitán comenzaron a discutir y a darse empellones. McMurphy estaba tan borracho que seguía balanceándose como si aún tuviera que mantener el equilibrio sobre las olas, resbaló sobre las maderas mojadas y cayó dos veces al mar antes de conseguir afianzar los pies lo suficiente para colocar un buen puñetazo en la calva cabeza del capitán y poner fin a la discusión. Todos nos sentimos mejor cuando el asunto estuvo concluido y el capitán y McMurphy salieron juntos a buscar más cerveza en el almacén mientras los demás sacábamos el pescado de la bodega. Los mirones se habían apostado en el muelle superior y nos observaban dando chupadas a las pipas que ellos mismos se habían tallado. Esperábamos que volvieran a hacer algún comentario sobre la chica y a decir verdad lo deseábamos, pero cuando por fin uno abrió la boca no fue para hablar de la chica sino del pescado, diciendo que era el salmón más grande que había visto sacar en las costas de Oregón. Los demás aseguraron que ciertamente así era. Y se acercaron lentamente para admirarlo. Le preguntaron a George dónde había aprendido a arrimar así una barca y descubrimos que George no sólo había navegado en pesqueros sino que también había sido capitán de un torpedero en el Pacífico y tenía una Cruz de la Marina.

– Debías haberte dedicado a la política -comentó uno de los mirones.

– Demasiado sucio -le explicó George.

La transformación que nosotros sólo intuíamos resultaba palpable para ellos; aquél no era el mismo hatajo de cobardicas del manicomio que esa mañana había aguantado todos sus insultos sin rechistar. No se excusaron claramente ante la chica por lo que le habían dicho, pero cuando le pidieron que les enseñara su pesca lo hicieron con una amabilidad casi empalagosa. Y cuando McMurphy y el capitán regresaron del almacén todos bebimos una cerveza de despedida.

Era tarde cuando emprendimos el regreso al hospital.

La chica dormía con la cabeza apoyada en el pecho de Billy y cuando se incorporó a él se le había dormido el brazo de sostenerla durante tanto rato en esa incómoda posición, y ella le dio un masaje. Él le dijo que si le dejaban salir un fin de semana la invitaría a algún sitio, y ella explicó que podría venir a verle dentro de dos semanas si le decía a qué hora, y Billy miró a McMurphy sin saber qué contestar. McMurphy los rodeó a los dos con el brazo y dijo:

– Pongamos a las dos en punto.

– ¿El sábado por la tarde? -preguntó ella.

Él le hizo un guiño a Billy y apretó la cabeza de la chica contra su brazo.

– No. A las dos de la noche del sábado. No hagas ruido y llama a esa misma ventana donde me viste esta mañana. Convenceré al enfermero de noche para que te deje entrar.

Ella asintió con una risita.

– McMurphy, bribón -dijo.

Algunos Agudos de la galería aún estaban despiertos, se habían levantado y daban vueltas cerca del retrete para comprobar si nos habíamos ahogado o no. Contemplaron nuestra entrada triunfal en el vestíbulo, manchados de sangre, tostados por el sol, apestando a cerveza y pescado, arrastrando el salmón corno si fuésemos héroes conquistadores. El doctor les preguntó si querían salir a ver el rodaballo que tenía en el maletero del coche y todos fuimos, excepto McMurphy. Dijo que se sentía bastante agotado y que prefería tumbarse en la cama. Al salir, uno de los Agudos que no había venido de excursión preguntó cómo era posible que McMurphy tuviera un aspecto tan abatido y cansado, cuando los demás teníamos las mejillas encarnadas y aún rebosábamos excitación. Harding le quitó importancia y dijo que sólo se debía a que no estaba moreno.

– ¿Os acordáis? McMurphy llegó aquí lleno de energías, había llevado una dura vida al aire libre en una granja correccional, su rostro estaba encallecido y rebosaba salud física. Simplemente hemos presenciado la desaparición de su magnífico bronceado psicopático. Eso es todo. Hoy tuvo una jornada agotadora -en la oscuridad del camarote, dicho sea de paso- mientras nosotros luchábamos contra los elementos y absorbíamos vitamina D. Naturalmente, el esfuerzo que ha hecho ahí abajo, debe haberle agotado lo suyo, pero pensadlo un momento, amigos. Personalmente, creo que hubiera preferido prescindir de un poco de vitamina D, a cambio de un poquito de agotamiento de ése. Especialmente si la pequeña Candy fuera mi jefe de grupo. ¿Me equivoco?

No dije nada, pero empezaba a preguntarme si tal vez tendría razón. Ya había advertido el agotamiento de McMurphy antes, en el viaje de regreso, cuando insistió en que pasáramos por el lugar donde había vivido de niño. Acabábamos de repartirnos la última cerveza, habíamos arrojado la lata vacía por la ventana en un stop y nos disponíamos a recostarnos y saborear las aventuras vividas, sumergidos en ese agradable sopor que nos invade después de una jornada de plena dedicación a algo que nos gusta, mitad insolación y mitad borrachera, resistiendo al sueño sólo por ganas de apurar esa sensación hasta el fin. Tuve la vaga impresión de que comenzaba a encontrarme en situación de poder ver algo del lado bueno de la vida que discurría a mi alrededor. McMurphy me estaba enseñando a hacerlo. No recordaba haberme sentido tan bien desde que era niño, cuando todo era hermoso y la tierra aún me cantaba baladas infantiles.

Habíamos tomado la ruta del interior, en vez de seguir a lo largo de la costa, con objeto de pasar por la ciudad donde McMurphy había pasado un más largo v período en su itinerante vida. Descendimos por la ladera de una colina, convencidos de haber perdido el camino… cuando llegamos a un pueblo que abarcaba aproximadamente el doble de extensión que los terrenos del hospital. Cuando nos detuvimos, un viento penetrante había barrido el sol de las calles. McMurphy aparcó el coche junto a unas cañas y señaló con el dedo al otro lado de la carretera.

– Ahí. Es ésa. Parece que hubiera brotado entre los hierbajos… la humilde morada de mis malbaratados años mozos.

Unos árboles deshojados, cada uno rodeado de una pequeña cerca, flanqueaban la calle sumida en la pálida luz de las seis de la tarde, más bien parecía que hubiesen caído sobre la acera cual rayos de madera, resquebrajando el cemento al chocar. Una hilera de estacas de hierro asomaba del suelo frente al patio lleno de hierbajos y detrás de todo eso se alzaba un caserón de madera con un porche, cual desvencijado hombro arrimado contra el viento para no salir rodando como una caja de cartón vacía y detenerse dos manzanas más abajo. El viento traía algunas gotas de lluvia, y observé que la casa tenía los ojos cerrados y en la puerta tintineaba un candado pendiente de una cadena.

En el porche colgaba uno de esos objetos de abalorios que los japoneses cuelgan de una cuerda -tañe y tintinea con la menor brisa de aire- al que sólo le quedaban cuatro cristales, que se agitaban y entrechocaban dejando caer una que otra esquirla sobre el enmaderado del porche.

McMurphy puso en marcha el motor.

– Sólo había vuelto una vez… hace mucho tiempo, el año que todos regresamos a casa del infierno de Corea. Vine de visita. Mis viejos aún vivían. Era un buen hogar.

Soltó el embrague y emprendió la marcha, aunque luego decidió detenerse otra vez.

– Dios mío -dijo-, fijaos ahí, ¿veis un vestido? -Señaló hacia atrás-. ¿En la rama de ese árbol? ¿Un jirón negro y amarillo?

Conseguí vislumbrar un pequeño objeto, como una bandera, que ondeaba en lo alto de las ramas, encima de un cobertizo.

– La primera chica que consiguió arrastrarme a una cama llevaba ese mismísimo vestido. Yo tenía unos diez años y ella tal vez menos, y acostarse parecía algo tan importante que le pregunté si no creía, si no sentía necesidad de anunciarlo de algún modo. Como, por ejemplo, explicarlo en casa, «Mamá, Judy y yo nos hemos comprometido hoy». Y lo decía en serio, si sería bobo; estaba convencido de que una vez terminado el acto, uno quedaba automáticamente casado, lo quisiera o no, y que no había forma de burlar la norma. Pero esa putilla -no tendría más de ocho o nueve años- cogió su vestido, que estaba tirado en el suelo, y dijo que podía quedármelo. «Puedes colgarlo en alguna parte y yo me iré a casa en bragas, será una manera de anunciarlo… ya lo entenderán», dijo. Cielo santo, a los nueve años -exclamó y extendió la mano para pellizcar la naricilla a Candy-, ya sabía mucho más que bastantes profesionales.

Ella le mordió la mano, riendo, y él examinó la señal.

– Bueno, el caso es que se fue a casa en bragas y yo esperé a que anocheciera para tener una oportunidad de deshacerme del maldito vestido en la oscuridad… pero, ¿os habéis fijado en el viento?, pues cogió el vestido como si fuese una cometa y se lo llevó por encima de la casa y al día siguiente, ¡cielo santo!, apareció colgado de ese árbol, expuesto a las miradas de todo el pueblo, o eso creí.

Se chupó la mano, tan desconsolado, que Candy se rió y le dio un beso.

Así que como ya había izado mi bandera a partir de entonces, y hasta el día de hoy, he creído que lo mejor sería hacer honor a mi reputación de devoto amante y lo juro por Dios: esa criatura de nueve años que conocí en mi juventud es la responsable de todo.

Dejamos la casa atrás. McMurphy bostezó e hizo un guiño.

– Me enseñó a amar, bendita sea la muy puta.

Luego -mientras seguía parloteando-, las luces traseras de un coche que pasaba iluminaron su rostro y en el parabrisas se reflejó una expresión que sólo había podido ver la luz porque él suponía que ninguno de los que íbamos en el coche la vería en la oscuridad, una expresión terriblemente fatigada y tensa y enloquecida, como si apenas le quedara tiempo para algo que tenía que hacer…

Mientras su reposada, amable voz iba haciendo don de su vida para que pudiéramos hacerla nuestra, un jovial pasado lleno de diversiones infantiles, compañeros de juerga, adorables mujeres y peleas de bar por mezquinos honores… para que todos pudiéramos soñarlo como nuestro.