"Alguien Voló Sobre El Nido Del Cuco" - читать интересную книгу автора (Kesey Ken)TERCERA PARTE La Gran Enfermera empezó a poner en práctica su próxima maniobra el día después de la excursión de pesca. Se le había ocurrido la idea hablando con McMurphy el día anterior, cuando le preguntó cuánto dinero había ganado con esa expedición y otras actividades por el estilo. Se había pasado la noche dándole vueltas a la idea, examinándola desde todos los puntos de vista hasta quedar plenamente convencida de que no podía fallar, y al día siguiente fue sembrando insinuaciones que pronto originarían un rumor que ya habría cobrado plena forma antes de que ella hubiera pronunciado ni media palabra al respecto. Sabía que la gente es como es y antes o después comienza a sospechar de los que parecen dar más de lo habitual, de los Reyes Magos, los misioneros y los filántropos que dan dinero para las buenas causas, y empiezan a preguntarse: ¿Y ellos qué ganan con eso? Sonríen de soslayo cuando el joven abogado, pongamos por caso, ofrece un saco de almendras a los niños de la escuela del distrito -antes de iniciarse las elecciones, el muy pícaro- y murmuran que Sabía que los muchachos no tardarían mucho en preguntarse cuál sería el motivo, ahora que ha salido el tema, de que McMurphy dedicara tanto tiempo y energías a la organización de expediciones de pesca, juegos de lotería y partidos de baloncesto. ¿Qué le impulsaba a ir siempre en busca de algo nuevo cuando todos los demás de la galería siempre se habían contentado con pasar el rato jugando al pinacle o leyendo las revistas del año pasado? ¿Cómo se explicaba que ese tipo, ese irlandés pendenciero llegado de un correccional donde había estado cumpliendo condena por juego fraudulento y agresión, se atara un pañuelo a la cabeza, canturreara como un adolescente, y se pasara sus dos buenas horas haciendo el papel de chica y enseñando a bailar a Billy Bibbit, entre los aplausos de todos los Agudos de la galería? ¿Y cómo se explicaba que un bribón experimentado como él -un viejo jugador profesional, un artista de carnaval, un refinado apostador- corriera el riesgo de prolongar su permanencia en el manicomio enemistándose más y más con la mujer que tenía la última palabra en cuanto a quién era dado de alta y quién no? La enfermera desencadenó los interrogantes colgando de la pared una nota con un resumen de las operaciones financieras efectuadas por los pacientes en los últimos meses; debió estar horas examinando todos los haberes. Quedaba de manifiesto que había ido mermando sistemáticamente los saldos de todos los Agudos, excepto uno. Éste había ido incrementando sus haberes desde su primer día en el hospital. Los Agudos empezaron a decirle a McMurphy en son de broma que parecía que los estaba exprimiendo, y él nunca lo negó. En absoluto. En realidad, se pavoneaba de ello y decía que, de permanecer más de un año en ese hospital, cuando le dieran de alta podría retirarse a Florida por el resto de sus días, con todos sus problemas económicos resueltos. Todos se reían de la idea en su presencia, pero cuando había salido de la galería para alguna Terapia, o cuando estaba en la Casilla de las Enfermeras recibiendo una regañina, con una gran sonrisa obcecada parangonable sólo con la inmóvil mueca elástica de la enfermera, ya no se reían tanto. Comenzaron a comentar por qué se habría afanado tanto últimamente, a qué respondería su interés por conseguir ventajas para los pacientes, como la supresión de la norma según la cual los hombres siempre debían ir a cualquier parte en grupos terapéuticos de ocho («Billy ha estado comentando que piensa cortarse las venas otra vez», dijo en una reunión, a propósito de esa norma. «¿Hay siete voluntarios que quieran unirse a él para que el acto sea terapéutico?»), y como su manera de manipular al doctor, que tenía mejores relaciones con los pacientes desde la excursión, para que enviara boletines de suscripción a Cuando ya hacía poco más o menos una semana que la idea estaba en el aire, la Gran Enfermera intentó jugar su baza en la reunión de grupo; la primera vez, McMurphy estaba presente y la dejó fuera de combate antes de que pudiera ni empezar (había comenzado a comentar su sorpresa y su disgusto por el patético estado en que había caído la galería: mirad a vuestro alrededor, por el amor de Dios; fotos absolutamente pornográficas recortadas de esas inmundas revistas y colgadas de las paredes; por cierto, he pensado solicitar al Edificio Principal que abra una investigación sobre toda la Había recibido un aviso de conferencia de Portland y estaba en la cabina telefónica con uno de los negros, esperando que volvieran a llamarle. Cuando empezó a ser cerca de la una y comenzamos a retirar las cosas para la reunión, el negro bajito le preguntó si quería que bajase a buscar a McMurphy y a Washington para la reunión, pero ella respondió que no era necesario, que podían quedarse donde estaban y que, además, tal vez algunos de los pacientes acogerían con agrado una oportunidad de hablar del señor Randle Patrick McMurphy sin su avasalladora presencia. Comenzaron la reunión con bromas sobre McMurphy y sus hazañas y estuvieron un rato comentando qué tipo más fantástico era, y ella sin decir nada, esperando que se desembarazaran de estas ideas a través de los comentarios. Luego empezaron a aflorar otros interrogantes. ¿Qué le pasaba a McMurphy? ¿Qué le impulsaba a actuar de ese modo, a hacer lo que hacía? Algunos se preguntaban si toda esa historia de que había fingido varias peleas en el correccional para que le enviasen aquí no sería otro de sus faroles y si no estaría más loco de lo que creía la gente. La Gran Enfermera sonrió al oírlo y levantó el brazo. – Más loco que un zorro -comentó-. Creo que ésta es la idea que querían expresar ustedes sobre el señor McMurphy. – ¿Q-q-q-qué quiere d-d-decir? -preguntó Billy. McMurphy era su amigo y su héroe particular y no parecía muy convencido de la manera como ella había establecido una relación entre ese cumplido y cosas que no había dicho en voz alta-. ¿Qué si-si-significa, «como un zorro»? – Sólo era un comentario, Billy -respondió amablemente la enfermera-. Tal vez alguno de los demás pueda explicarte su significado. ¿Señor Scanlon? – Quiere decir que Mac no tiene un pelo de tonto, Billy. – ¡Nunca ha dicho que lo – No, Billy, no estaba dando a entender nada. Simplemente hacía notar que el señor McMurphy no es el tipo de persona que correría un riesgo sin tener algún motivo para ello. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no? ¿No están todos de acuerdo? Nadie dijo nada. – Y, sin embargo -prosiguió ella-, parece hacer las cosas sin ningún interés personal, como si fuera un mártir o un santo. ¿Alguien diría que el señor McMurphy es un santo? Sabía que podía sonreír tranquilamente a los que la rodeaban, mientras esperaba una respuesta. – No, no es un santo Scanlon silbó por lo bajo, pero nadie dijo nada más. – Por si a alguno le interesa, también tengo anotadas aquí toda una serie de otras apuestas que hizo, entre ellas una directamente relacionada con un intento deliberado de molestar al personal. Y todas estas apuestas eran, son, completamente contrarias a las normas que rigen en esta galería, y todos los que tuvieron tratos con él lo sabían. Echó otra ojeada al papel, luego volvió a guardarlo en el cesto. – ¿Y esta última excursión? ¿Cuánto creen que ganó el señor McMurphy con esta empresa? Según tengo entendido, el doctor le proporcionó un coche, y también dinero para la gasolina, y algunas otras facilidades, creo… todo eso sin desembolsar ni un centavo. Como un verdadero zorro, diría yo. Levantó el brazo para impedir que Billy la interrumpiera. – Por favor, Billy, compréndelo: no estoy criticando este tipo de actividad en sí; sólo pensé que sería mejor que nadie se engañase en cuanto a las motivaciones de este hombre. Aunque, de todos modos, tal vez no sea justo hacer estas acusaciones en ausencia de la persona aludida. Volvamos al problema que estábamos discutiendo ayer… ¿qué era? -Comenzó a ojear los papeles que tenía en el cesto-. ¿Recuerda usted qué era, doctor Spivey? El doctor levantó la cabeza sobresaltado. – No… espere… creo… Ella sacó una hoja del dossier. – Ya lo tengo. El señor Scanlon; su preocupación por los explosivos. Estupendo. Ocupémonos ahora de esto y ya volveremos sobre el tema del señor McMurphy cuando él esté presente. Sin embargo, creo que no estaría de más que reflexionasen un poco sobre lo que acabamos de decir. Muy bien, señor Scanlon… Más tarde, ese mismo día, ocho o diez de nosotros formamos un corro junto a la puerta de la cantina, mientras esperábamos que el negro acabara de robar ungüento para el cabello, y algunos de los muchachos volvieron a sacar el tema. Dijeron que no estaban de acuerdo con lo que había dicho la Gran Enfermera, pero que, qué demonios, la vieja también tenía su poco de razón. Aunque, maldita sea, Mac es un buen chico… la verdad. Por fin Harding se decidió a hablar con franqueza. – Amigos, protestáis demasiado para que se pueda creer en la sinceridad de la protesta. En el fondo de vuestros tacaños corazoncitos, todos creéis que nuestra señorita Ángel de Piedad Ratched tiene toda la razón en todas sus suposiciones sobre McMurphy. Sabéis que no se equivoca, y yo también lo sé. ¿A qué negarlo? Seamos sinceros y reconozcamos a este hombre por lo que vale en vez de criticar su talento capitalista en secreto. ¿Qué hay de malo en que ganara algo con todo esto? Lo que es seguro es que nuestro dinero ha estado bien invertido, ¿o no? Es un tipo listo siempre dispuesto a ganarse un dólar si se presenta la ocasión. Nunca ha intentado ocultarlo, ¿verdad? ¿Por qué ocultarlo nosotros entonces? Su actitud respecto a estas argucias es franca y sincera y la apoyo totalmente, igual como apoyo nuestro querido y viejo sistema capitalista de la libre competencia individual, camaradas, estoy a su favor y a favor de su obstinada desfachatez y de la bandera americana, bendita sea, y del monumento a Lincoln y todo lo demás. No olvidéis el Maine, P. T. Barnum y el Cuatro de Julio. Me siento Metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos; al comprobar que se le habían terminado, le pidió uno a Fredrickson, lo encendió con rápido y estudiado gesto, y siguió hablando. – Debo reconocer que al principio su actuación me desconcertó. Cuando rompió ese cristal… cielos, pensé, he aquí un hombre que realmente parece que quiere estar en este hospital, que no abandona a sus amigos y todo eso, hasta que comprendí que McMurphy lo hacía porque no quería perderse algo bueno. Está sacándole el máximo de provecho al período que le ha tocado pasar encerrado aquí. No hay que dejarse engañar por su comportamiento algo bruto; es un astuto hombre de negocios, desapasionado como el que más. Fijaos bien; todo lo que ha venido haciendo estaba bien meditado. Billy no estaba dispuesto a ceder con tanta facilidad. – Síi. ¿Y por qué me enseñó a bailar? -Apretaba los puños; y pude comprobar que se le habían cicatrizado casi por completo las quemaduras de cigarrillo del dorso de la mano y que en su lugar había dibujado unos tatuajes a base de chupar un lápiz indeleble-. ¿Qué me dices de eso, Harding? ¿Qué ga-ga-gana con enseñarme a – No te alteres, William -replicó Harding-. Pero tampoco debes ser tan impaciente. Tómalo con calma y espera… y ya verás en qué acaba el asunto. Al parecer, Billy y yo éramos los únicos que aún creíamos en McMurphy. Y, esa misma noche, Billy se apuntó al punto de vista de Harding cuando McMurphy volvió de hacer otra llamada y le dijo que la cita con Candy había quedado confirmada, para añadir luego, mientras le anotaba una dirección, que no sería mala idea enviarle un poco de – ¿Pasta? ¿Di-di-dinero? ¿Cu-cu-cuánto? Miró a Harding que le sonreía. – Oh, ya sabes… unos diez pavos para ella y diez… – ¡Veinte dólares! El billete de autobús no vale ta-ta-tanto. McMurphy le miró por debajo de la gorra, le lanzó una lenta sonrisa, luego se frotó el cuello con la mano y sacó una lengua reseca. – Pero, amigo, comprende que estoy terriblemente sediento. Y lo más probable es que dentro de una semana aún lo esté más. ¿No te molestará que me traiga algo de beber, verdad Billy? Y le lanzó una mirada tan inocente que Billy no tuvo más remedio que reírse, mover negativamente la cabeza, y correr a refugiarse en un rincón para comentar muy excitado los planes para el próximo sábado con el hombre al que seguramente tenía por un chulo. Yo seguía con mis ideas -que McMurphy era un gigante venido del cielo para salvarnos del Tinglado que estaba cubriendo el país con una red de hilo de cobre y cristal, que era demasiado grande para prestarle atención a algo tan despreciable como el dinero- pero estuve a mitad de camino de pensar como los demás. Todo ocurrió así: estaba ayudando a trasladar las mesas a la sala de baños antes de una reunión de grupo, y se quedó absorto al verme de pie junto al panel de mandos. – Cielo santo, Jefe -exclamó-, me parece que has crecido veinticinco centímetros desde que fuimos de pesca. Y, por todos los diablos, mira el tamaño de ese pie; ¡parece un vagón plataforma! Bajé la vista y comprobé que mi pie tenía un tamaño que no recordaba, como si las palabras de McMurphy lo hubieran hecho crecer automáticamente. – ¡Y ese Moví la cabeza y le dije que no, pero él replicó que habíamos hecho un trato y que tenía la obligación de hacer la prueba para poder comprobar si su sistema de – Eso es, Jefe. Ahora incorpórate. Coloca las piernas bajo el culo, eso… Tranquilo… incorpórate ahora. ¡Auuup! Bueno, ya puedes dejarlo en el suelo. Creí que habría quedado muy decepcionado, pero cuando retrocedí un par de pasos, vi que se deshacía en sonrisas, mientras me señalaba con el dedo el panel que había quedado desplazado unos quince centímetros. – Más vale que lo dejes donde estaba, amigo, y que nadie se entere. Nadie debe enterarse todavía. Luego, después de la reunión, mientras daba vueltas en torno a las mesas de pinacle, llevó la conversación hacia el tema de la fuerza y el coraje y el panel de mandos de la sala de baños. Creí que iba a contarles que me había ayudado a recuperar mi tamaño original; eso demostraría que no lo hacía todo por dinero. Pero ni me mencionó. Parloteó hasta que Harding le preguntó si estaba dispuesto a levantarlo otra vez y él respondió que no, pero que el hecho de que él no pudiera hacerlo no significaba que fuera imposible. Scanlon dijo que tal vez sería posible levantarlo con una grúa, pero que no había Observé cómo los manipulaba, cómo consiguió que formasen corro a su alrededor y asegurasen, Toda la noche deseé que no siguiera adelante con esa apuesta. Y en la reunión del día siguiente, cuando la enfermera dijo que todos los que habían ido de pesca tendrían que tomar una ducha especial, pues había indicios de que teníamos parásitos, seguí abrigando la esperanza de que todo se arreglaría de algún modo, que nos haría ducharnos en el acto o algo… cualquier cosa con tal de no tener que levantar ese panel. Pero, cuando terminó la reunión, McMurphy me condujo a la sala de baños junto con los demás, antes de que los negros pudieran echarle llave, y me hizo coger el panel por las manijas y levantarlo. No quería hacerlo, pero no tuve más remedio. Tenía la sensación de estarle ayudando a estafarles su dinero. Todos se mostraron joviales con él al pagar la apuesta, pero yo sabía cómo se sentían por dentro, como si les hubiera fallado lo que creían más seguro. En cuanto hube depositado el panel en su lugar, salí corriendo de la sala de baños sin siquiera mirar a McMurphy y me encerré en el lavabo. Quería estar a solas. Vi mi imagen en el espejo. Y comprobé que él había cumplido su promesa; mis brazos volvían a ser grandes otra vez, tan grandes como cuando iba al colegio, como en el poblado, y el pecho y los hombros eran anchos y fuertes. Estaba allí, mirándome, cuando él entró. Me tendió un billete de cinco dólares. – Aquí tienes, Jefe, para chicle. Moví la cabeza y me dispuse a salir del lavabo. Él me cogió por un brazo. – Jefe, era sólo una muestra de amistad. Si crees que vas a sacarme más… – ¡No! Quédate con tu dinero, no lo quiero. Dio un paso atrás, se metió los pulgares en los bolsillos y levantó la cabeza para examinarme. Se quedó un rato con los ojos fijos en mí. – Muy bien -dijo-. ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué os habéis puesto todos a darme esquinazo? No le respondí. – ¿No he cumplido mi promesa? ¿No te he hecho recuperar tu tamaño de hombre? ¿Qué os ha pasado conmigo de repente? Todos actuáis como si fuese un traidor a la patria. – Siempre estás… – ¡Ganando! Maldito imbécil, ¿de qué me acusas? No hago más que cumplir con el trato. Dime qué tiene de malo… – Habíamos creído que no lo hacías para Sentí que empezaba a temblarme la barbilla como me ocurre siempre antes de soltar el llanto, pero no lloré. Me quedé muy tieso, allí, frente a él, con la barbilla temblorosa. Abrió la boca para decir algo y luego se detuvo. Sacó los pulgares de los bolsillos y levantó la mano para apretarse el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como hacen a veces las personas que llevan gafas demasiado apretadas, y cerró los ojos. – Ganar, Dios mío -exclamó con los ojos cerrados-. Has dicho ganar. Por eso, supongo que lo que ocurrió esa tarde en las duchas fue sobre todo por mi causa. Y ésa es la razón de que la única forma de reparar un poco mi error fuese hacer lo que hice, sin preocuparme de las argucias ni de la seguridad ni de lo que podía sucederme; y por una vez en la vida no me ocupé más que de lo que era preciso hacer y de hacerlo. Acabábamos de salir del lavabo cuando aparecieron los tres negros y reunieron a todo el grupo para nuestra ducha especial. El negro bajito avanzaba a gatas a lo largo del zócalo y con una negra mano ganchuda, fría como unas pinzas, desprendía a los tipos que estaban allí apoyados, mientras comentaba que la Gran Enfermera había dicho que se trataba de una Nos alineamos desnudos, de cara a las baldosas, y uno de los negros se acercó con un tubo de plástico negro en la mano y nos echó un chorro de un ungüento maloliente, espeso y pegajoso como clara de huevo. Primero en el pelo, luego ¡daos la vuelta y separad las cachas! Los muchachos se quejaron y empezaron a burlarse de todo el asunto y a hacer bromas mientras procuraban no mirarse unos a otros ni a las máscaras de pizarra que iban recorriendo toda la fila escudándose tras sus tubos, como unos rostros de pesadilla, en negativo, que nos apuntaban con el cañón blando, comprimible, de una escopeta. Se burlaban de los negros con comentarios como: «Eh, Washington, ¿y qué hacéis las Todos reían. Los negros apretaron los dientes sin responder; las cosas eran muy distintas antes de la llegada de ese maldito pelirrojo. Cuando le tocó el turno a Fredrickson se oyó un ruido tan fuerte que creí que el negro bajito había salido despedido por los aires. – ¡Escuchad! -exclamó Harding, al tiempo que se ponía una mano detrás de la oreja-. El delicioso canto de un ángel. Todos rieron a carcajadas y empezaron a gastarse bromas, hasta que el negro avanzó y se detuvo junto al próximo hombre, y de pronto un silencio absoluto reinó en la sala. El siguiente era George. Y en ese instante, interrumpidas ya las risas y las bromas y las quejas, mientras Fredrickson se incorporaba junto a George y empezaba a volverse y un gran negro se disponía a pedirle a George que bajase la cabeza para recibir un chorro del ungüento maloliente, en ese mismo instante, todos nos hicimos una idea bastante clara de lo que ocurriría a continuación, y por qué era inevitable que así fuese, y por qué todos nos habíamos equivocado respecto a McMurphy. George nunca usaba jabón para ducharse. Ni siquiera aceptaba que otra persona le tendiese una toalla para secarse. Los negros del turno de tarde, que vigilaban las duchas habituales de los martes y los jueves, habían descubierto que resultaba más sencillo dejarle en paz, y no le obligaban a nada. Hacía tiempo que venían procediendo de esta guisa. Todos los negros lo sabían. Pero en este momento todos -incluso George, que retrocedió, mientras movía la cabeza y procuraba protegerse con sus grandes manazas como hojas de roble- comprendimos que ese negro, con la nariz rota y las entrañas amargadas y los dos compañeros que le observaban a distancia, no podía dejar pasar esa oportunidad. – Ahhh, baja la cabeza, George… Los muchachos ya se habían vuelto a mirar a McMurphy situado unos dos lugares más allá en la fila. – Ahhh, vamos, George… Martini y Sefelt seguían de pie bajo la ducha, sin moverse. A sus pies, el desagüe iba soltando burbujas de aire y agua jabonosa. George se quedó mirando el desagüe un instante, como si le estuviera diciendo algo. Observó el gorgoteo. Miró nuevamente el tubo que la mano negra blandía ante sus ojos: una lenta mucosidad iba fluyendo del agujerito de la punta y se deslizaba sobre los nudillos de hierro fundido. El negro avanzó unos veinticinco centímetros con el tubo y George retrocedió aún más, mientras movía negativamente la cabeza. – No… no quiero esa cosa. – Tendrás que usarlo, – ¡No! -clamó George. – Ahhh, George, no puedes comprenderlo. Son bichos muy, muy diminutos… más pequeños que una cabeza de alfiler. Y, fíjate bien, se agarran de los pelos y empiezan a escarbar, y se meten por dentro, George. – ¡No tengo bichos! -exclamó George. -Ahhh, voy a decirte una cosa, George: he visto tipos a los que estos bichos llegaron a… – Basta ya, Washington -intervino McMurphy. La cicatriz de la nariz del negro parecía un neón retorcido. El negro sabía quién había hablado, pero no se volvió; sólo adivinamos que en realidad le había oído porque dejó de hablar y se llevó un largo dedo gris a la cicatriz que había recibido en un partido de baloncesto. Se frotó un segundo la nariz, luego puso la mano ante los ojos de George y agitó los dedos. – Mira el – ¡No tengo Se incorporó y levantó las cejas lo suficiente para dejarnos ver sus ojos. El negro retrocedió un poco. Los otros dos se burlaban de él. – ¿Algún problema, amigo Washington? -preguntó el más alto-. ¿Alguna traba en esa parte de la operación, amigo? El negro volvió a adelantarse. – George, ¡te he dicho que te agaches! O te agachas y te dejas poner esta pasta… ¡o te pongo la – ¡No quiero la mano! -dijo George y alzó el puño como si se dispusiera a aplastar el cráneo de pizarra, a hacerlo trizas y dejar que se esparcieran por el suelo los tornillos, las tuercas y las ruedas dentadas. Pero el negro, sin inmutarse, apoyó el tubo contra el ombligo de George y apretó, y George se dobló jadeante. El negro le echó un chorro en el enmarañado cabello blanco, luego lo hizo penetrar con la mano, tiñéndole toda la cabeza con el negro de su piel. George se apretó el vientre con ambas manos y aulló: – ¡No! ¡No! – Ahora vuélvete, George… -He dicho basta, amigo. Esta vez, el tono de su voz obligó al negro a volverse y mirarlo cara a cara. Vi que el negro sonreía ante la desnudez de McMurphy: ni gorra ni botas ni bolsillos donde meter los pulgares. El negro hizo una mueca y le miró de arriba abajo. – McMurphy -dijo, al tiempo que movía la cabeza-. Ahora que empezaba a pensar que nunca conseguiríamos atraparte. – Maldito imbécil -masculló McMurphy, en un tono que, según cómo, parecía más de fastidio que de ira. El negro no dijo nada. McMurphy subió la voz. – ¡Maldito negro asqueroso! El negro movió la cabeza y soltó una risita dirigida a sus compañeros. – ¿Qué creéis que pretende McMurphy con esto? ¿Deseará tal vez que yo tome la – ¡Marica! Washington, no eres más que… Washington le había vuelto la espalda y estaba mirando nuevamente a George. Éste seguía doblado en dos, jadeante bajo el impacto del chorro de ungüento en el vientre. El negro le agarró el brazo y le puso bruscamente de cara a la pared. – Vamos, George, abre las piernas. – ¡No-o-o! – Washington -dijo McMurphy. Respiró profundamente, avanzó hacia el negro y de un manotazo le apartó de George-. Washington, tú lo has querido… Todos percibimos el desamparado, acorralado, tono de desesperación con que habló McMurphy. – McMurphy, me estás obligando a defenderme. ¿No opináis lo mismo, amigos? Los otros dos asintieron. Depositó cuidadosamente el tubo en el banco junto a George, se volvió blandiendo el puño, todo en un mismo gesto, y golpeó a McMurphy en la mejilla por sorpresa. McMurphy casi cayó al suelo. Retrocedió tambaleante sobre la fila de hombres desnudos y los chicos lo cogieron y lo empujaron nuevamente hacia el sonriente rostro de pizarra. Antes de que consiguiera hacerse a la idea de que, por fin, la cosa ya estaba desencadenada y que ahora ya no le quedaba más que intentar sacarle el máximo partido, recibió un segundo golpe, esta vez en el cuello. En la próxima embestida paró el golpe y cogió al negro por el puño mientras se despejaba la cabeza de una sacudida. Se balancearon así un segundo, jadeando al mismo ritmo que el desagüe; luego, McMurphy apartó al negro de un empujón y se puso en cuclillas, se protegió la mandíbula con los hombros y blandió los puños a ambos lados de la cabeza, dando vueltas en torno al otro. La ordenada y silenciosa fila de hombres desnudos se transformó en un círculo de gritos, los miembros y los cuerpos se entrelazaron en un anillo de carne humana. Los brazos negros embistieron contra la cabeza pelirroja agachada y contra el cuello de toro e hicieron saltar sangre de la ceja y la mejilla. El negro se apartó dando saltos. Era más alto, sus brazos eran más largos que los gruesos brazos rojos de McMurphy, sus puños más rápidos y penetrantes y conseguía machacarle la cabeza y los hombros sin necesidad de acercarse demasiado. McMurphy siguió avanzando -trabajosos pasos de los pies planos, la cabeza gacha que apenas asomaba entre los puños tatuados- hasta conseguir acorralar al negro contra el círculo de hombres desnudos, y entonces le lanzó un puñetazo al centro del blanco pecho almidonado. El rostro de pizarra se hendió dejando ver la cavidad sonrosada y una lengua color helado de fresa lamió los labios. Hizo un quite al potente ataque de McMurphy y consiguió meterle un par de golpes antes de que el puño le alcanzase de lleno otra vez. La boca se abrió aún más que antes, como una mancha de un color nauseabundo. McMurphy estaba lleno de señales rojas en la cabeza y los hombros, pero no parecía muy lastimado. Seguía atacando, recibiendo diez golpes por cada uno que conseguía colocar. Así continuó la pelea, arriba y abajo por toda la sala de duchas, hasta que el negro empezó a jadear y a tambalearse y a concentrar sus esfuerzos en esquivar los rojos brazos que seguían martilleando. Los chicos le gritaban a McMurphy que lo tumbase. McMurphy no se precipitó. El negro salió dando tumbos bajo el impacto de un golpe en el hombro y lanzó una rápida mirada de soslayo a los otros dos que le observaban. – ¡Williams… Warren… malditos! El otro negro alto empezó a apartar a la gente y agarró los brazos de McMurphy por detrás. El se lo sacudió de encima, como si fuese un toro sacudiéndose un mono, pero el negro, volvió a la carga en el acto. Así que fui y lo cogí y lo lancé bajo la ducha. Estaba lleno de tubos; no pesaría más de siete o diez kilos. El negro bajito balanceó la cabeza de un lado a otro, dio media vuelta y corrió hacia la puerta. Cuando estaba mirando cómo desaparecía, el otro salió de la ducha y me hizo una llave -introdujo los brazos bajo los míos, por detrás, y enlazó las manos en mi nuca y tuve que correr de espaldas hacia la ducha y aplastarlo contra las baldosas, y mientras estaba ahí tendido bajo el chorro e intentaba ver cómo McMurphy le rompía unas cuantas costillas más a Washington, el que tenía colgado detrás empezó a morderme el cuello y tuve que zafarme de él. Entonces se quedó quieto, mientras el almidón del uniforme se iba disolviendo y desaparecía por el desagüe gorgoteante. Cuando, por fin, regresó el negro bajito con correas, camisas de fuerza, mantas y cuatro auxiliares más de la galería de Perturbados, todo el mundo se estaba vistiendo y nos estrechaba la mano a McMurphy y a mí, comentando que ya se lo habían ganado hacía tiempo y qué pelea más fantástica, qué victoria más rotunda. Y siguieron hablando de este modo, para animarnos y para que nos sintiéramos mejor, siguieron diciendo qué pelea, qué victoria… mientras la Gran Enfermera ayudaba a los de Perturbados a sujetarnos las blandas manillas de cuero a las muñecas. En la sala de Perturbados se oye continuamente un eterno traqueteo de sala de máquinas muy agudo, como un taller de la cárcel en el que prensan matrículas de coche. Y el tiempo se contabiliza en base al Cuando McMurphy y yo llegamos acompañados de los enfermeros, junto a la puerta nos acogió un viejo, alto y huesudo, colgado de un alambre que le habían introducido entre los omóplatos. Nos examinó con unos ojos amarillos, escamosos, y meneó la cabeza. – Yo me lavo las manos en este asunto -le dijo a uno de los enfermeros negros, y el alambre empezó a arrastrarlo pasillo abajo. Le seguimos hasta la sala de estar, y McMurphy se detuvo junto a la puerta, separó las piernas e irguió la cabeza para echar un vistazo; intentó meterse los pulgares en los bolsillos, pero las manillas estaban demasiado apretadas. – Todo un panorama -masculló entre dientes. Hice una señal de asentimiento. Ya había visto todo eso en anteriores ocasiones. Un par de tipos que se paseaban arriba y abajo se detuvieron a mirarnos un momento y el viejo huesudo volvió a arrastrarse hasta nosotros y se lavó las manos de todo el asunto. Al principio nadie nos prestó mucha atención. Los enfermeros se dirigieron a la Casilla de las Enfermeras y nos dejaron allí, de pie junto a la puerta de la sala de estar. A McMurphy se le había hinchado el ojo en un guiño permanente y comprendí que le dolían los labios al sonreír. Levantó las manos esposadas, se quedó mirando el movimiento traqueteante y suspiró profundamente: – Me llamo McMurphy, amigos -dijo arrastrando las palabras como un vaquero de película-, y quiero saber quién es el guapo que dirige las partidas de póquer en este local. El reloj de ping-pong se detuvo después de un rápido tictaqueo sobre el suelo. – No soy muy bueno para el «veintiuno», así atado, pero juro que soy un as para el póquer. Bostezó, levantó un hombro, se agachó, carraspeó y escupió algo en una papelera metálica a unos dos metros de distancia; la papelera tintineó con un – Tuvimos un altercado ahí abajo. Yo y el Jefe, aquí, tuvimos un encontronazo con dos monos grasientos. A esas alturas ya se había acallado todo el alboroto del taller de prensado y todo el mundo había levantado los ojos para contemplarnos a los dos, allí en la puerta. McMurphy atraía las miradas como un pregonero de feria. De pie a su lado, descubrí que no me quedaba más remedio que exponerme también a esas miradas, y al ver que me observaban sentí la necesidad de erguirme, tan tieso y alto como pude. Ello me provocó una punzada de dolor en la espalda, donde me había golpeado al caer en la ducha con el negro encima, pero no aflojé. Se me acercó un mirón hambriento con una mata de hirsuto pelo negro y me tendió la mano como si esperase que le diera algo. Intenté ignorarlo, pero hacia dondequiera que volviese la mirada, seguía saltándome por delante como un niño, con la mano ahuecada tendida hacia mí. McMurphy estuvo hablando un rato de la pelea y la espalda empezó a dolerme más y más; había pasado tanto tiempo agazapado en mi silla en el rincón que me resultaba difícil mantenerme erguido mucho rato seguido. Me alegré cuando vino una enfermera japonesa bajita y nos condujo a la Casilla de las Enfermeras donde tuve oportunidad de sentarme y descansar. Nos preguntó si ya nos habíamos tranquilizado lo suficiente para que pudiera quitarnos las manillas y McMurphy asintió. Se había hundido en la silla con la cabeza gacha y los codos entre las rodillas y se le veía completamente exhausto; no se me había ocurrido pensar que a él le costaba tanto trabajo mantenerse erguido como a mí. La enfermera -no más grande que el extremo más delgado de la nada afilado en una punta muy fina, según comentaría después McMurphy- nos desató las manillas y a McMurphy le dio un cigarrillo y a mí un chicle. Dijo que recordaba que me gustaba el chicle. Yo no la recordaba en absoluto. McMurphy empezó a fumar mientras ella hundía la mano llena de sonrosadas velitas de cumpleaños en un frasco de ungüento e iba curando sus heridas, estremeciéndose cada vez que él se estremecía y pidiéndole excusas. Le cogió una mano entre las suyas, la volvió y le untó los nudillos. – ¿Quién fue? -preguntó, mientras observaba los nudillos-. ¿Washington o Warren? McMurphy levantó los ojos para mirarla. – Washington -respondió con una sonrisa-. El Jefe, aquí, se ocupó de Warren. Ella dejó la mano y se volvió hacia mí. Pude ver los diminutos huesecillos de pájaro de su rostro. – ¿Te duele algo? Moví la cabeza. – ¿Y qué fue de Warren y Williams? McMurphy le dijo que seguramente lucirían algo de yeso la próxima vez que los viera. Ella asintió y bajó la vista. – No todo es igual que la galería de ella -dijo-. Muchas cosas se parecen, pero no todo. Enfermeras militares que intentan dirigir un hospital militar. Ellas mismas están un poco enfermas. A veces pienso que todas las enfermeras solteras deberían ser despedidas al cumplir los treinta y cinco. – Al menos todas las enfermeras – Me temo que no mucho. – Sí. A veces preferiría retener a los hombres aquí en vez de devolverlos, pero ella tiene prioridad. No, lo más probable es que no estén mucho… quiero decir… como están ahora. En la galería de Perturbados todas las camas desafinan, están demasiado tensas o demasiado flojas. Nos dieron camas vecinas. No me ataron una sábana de través, aunque me dejaron una mortecina lucecita encendida junto a la cama. A media noche alguien gritó: «¡Indio, estoy empezando a dar vueltas! ¡Mírame, mírame!» Abrí los ojos y vi dos hileras de largos dientes amarillos que relucían muy cerca de mis ojos. Era el tipo de aspecto hambriento. «¡Estoy empezando a dar vueltas! ¡Mírame, por favor!» Los enfermeros le cogieron por detrás, entre dos, y se lo llevaron mientras seguía riendo y gritando: «¡Estoy dando vueltas, indio!» y luego… sólo – Alguien te ha hecho una visita, Jefe -me susurró McMurphy y se dio la vuelta para seguir durmiendo. Yo no pude dormir mucho el resto de la noche y no podía dejar de ver los dientes amarillos y el rostro del tipo hambriento que me suplicaba: ¡Mírame! ¡Mírame! Y, al final, cuando conseguí dormirme, ya sólo suplicaba. Aquel rostro, todo amarillo, hambrienta carencia, aparecía ante mis ojos en la oscuridad, en busca de cosas… pidiendo cosas. Me pregunté cómo se las arreglaba McMurphy para dormir, acosado por un centenar de rostros como ése, o tal vez doscientos, o un millar. En la sala de Perturbados tienen un timbre para despertar a los pacientes. No van y encienden directamente las luces como abajo. El timbre suena como un gigantesco sacapuntas afilando algo horrible. McMurphy y yo nos incorporamos de un salto al oírlo, y estábamos a punto de tendernos otra vez, cuando un altavoz ordenó que los dos nos dirigiéramos a la Casilla de las Enfermeras. Bajé de la cama y la espalda se me había entumecido tanto durante la noche que casi no podía agacharme; por la manera de moverse, comprendí que McMurphy estaba tan envarado como yo. – ¿Qué nos tendrán preparado ahora, Jefe? -me preguntó-. ¿La bota de hierro? ¿El potro? Espero que no sea nada demasiado fatigoso, porque, la verdad, ¡estoy molido! Le dije que no era fatigoso, pero no añadí nada más, porque yo mismo no estuve completamente seguro hasta que llegamos a la Casilla de las Enfermeras y la enfermera, otra distinta, dijo: – ¿Señor McMurphy, señor Bromden? -y nos tendió un vasito de papel a cada uno. Miré el mío, y dentro había tres de aquellas cápsulas rojas. Esta – Un momento -dice McMurphy-. Son esas pastillas que atontan, ¿verdad? La enfermera asiente y vuelve la cabeza para mirar atrás; dos tipos esperan allí con pinzas para el hielo, inclinados hacia delante con los codos entrelazados. McMurphy le devuelve el vasito y dice: – No señor, señora, prefiero que no me venden los ojos. Aunque no me vendría mal un cigarrillo. Yo también devuelvo las mías y ella dice que tiene que telefonear y cruzar la puerta de cristal por entre nosotros y antes de que nadie pueda decir ni una palabra más, ya está al teléfono. – Lamentaría haberte metido en un lío, Jefe -dice McMurphy, y casi no puedo oírle por el ruido de los hilos telefónicos que silban en las paredes. Siento que las ideas se precipitan asustadas montaña abajo en mi cabeza. Estamos sentados en la sala de estar, rodeados de todo ese círculo de rostros, cuando por la puerta aparece la Gran Enfermera en persona, con un negro grandote a cada lado, a un paso de distancia. Procuro encogerme en mi silla, apartarme de ella, pero es demasiado tarde. Demasiada gente me está mirando; sus ojos pegajosos me retienen sentado donde estoy. – Buenos días -dice; ha recuperado su antigua sonrisa. McMurphy dice buenos días y yo no me muevo, aunque también me da los buenos días, en voz muy alta. Estoy observando a los negros; uno luce un esparadrapo en la nariz y el brazo en cabestrillo, una mano gris cuelga de la tela como una araña ahogada, y el otro se mueve como si llevara enyesadas las costillas. Los dos sonreían un poco. Muy probablemente podrían haberse quedado en casa con sus males, pero no se hubieran perdido esto por nada. Les devuelvo la sonrisa; para que se enteren. La Gran Enfermera se dirige a McMurphy con voz suave y paciente, le explica que obró de un modo irresponsable, como un niño, al armar ese alboroto: ¿no le da Ella le explica que ellos, los pacientes de nuestra galería, decidieron en una reunión de grupo convocada especialmente y que tuvo lugar ayer por la tarde, que tal vez a McMurphy le convenga recibir un tratamiento de choc…, a menos que decida enmendarse. Sólo tiene que El círculo de caras espera al acecho. La enfermera dice que todo depende de él. – ¿Su? -dice él-. ¿Tiene un papel para firmar? – Pues, no, pero si cree que es ne… – Y por qué no añade unas cuantas cosas más, ya que está en eso, y así aprovecha para liquidarlas; cosas como, oh, que estoy implicado en una conspiración para derrocar al gobierno, y que en mi opinión la vida en su galería es la existencia más endiabladamente agradable de que se puede gozar al oeste de Hawaii… ya sabe, tonterías. – No creo que eso… – Randle, nuestro deseo es ayudarle. Pero él se ha puesto de pie, se rasca la barriga y pasa junto a ella y los negros, que comienzan a retroceder, para dirigirse a las mesas de juego. – Muy bien, a ver, a ver, a ver, ¿cómo va esa partida de póquer, chicos…? La enfermera se le queda mirando un momento, luego se dirige a la Casilla de las Enfermeras para telefonear. Dos enfermeros de color y un enfermero blanco con el cabello rubio y rizado nos conducen al Edificio Principal. Por el camino, McMurphy va charlando con el enfermero blanco, como si no tuviera la menor preocupación en el mundo. La hierba está cubierta de una gruesa capa de escarcha y los dos enfermeros negros que nos preceden echan nubes de aliento como si fueran locomotoras. El sol aparta algunas nubes e ilumina la escarcha hasta dejarla sembrada de destellos. Los gorriones con las plumas ahuecadas para protegerse del frío hurgan entre los destellos, en busca de semillas. Cruzamos por la hierba crujiente, junto a los agujeros de las ardillas zapadoras, donde vi al perro. Son destellos fríos. Los agujeros están helados hasta donde alcanza la mirada. Empiezo a sentir la escarcha en el estómago. Subimos hasta aquella puerta y detrás se oye un rumor como de abejas asustadas. Tenemos dos hombres delante, vacilantes bajo el efecto de las cápsulas rojas, uno balbucea como un bebé y dice: -Es mi cruz, gracias Señor, es lo único que tengo, gracias Señor… El otro tipo que espera, dice: -Golpea bajo, golpea bajo. Es el socorrista de la piscina. Y también llora un poco. Yo no lloraré ni gritaré. No con McMurphy a mi lado. El técnico nos pide que nos quitemos los zapatos y McMurphy le dice si también nos cortarán los pantalones y nos afeitarán la cabeza. El técnico dice que por desgracia no. La puerta de metal nos mira con sus ojos remachados. La puerta se abre y succiona al primer hombre. El socorrista no se mueve. Un rayo como humo de neón se proyecta desde el panel negro que hay en la habitación, se aferra a su frente que lleva grabada la marca de la abrazadera y le arrastra como si fuera un perro atado a una correa. El rayo le hace girar tres veces antes de que se cierre la puerta; el socorrista tiene el rostro desencajado de miedo. – Me hicieron Les oigo ahí dentro, oigo que penetran en su frente como si fuera una estrecha cueva, con chasquidos y chirridos de tuercas atascadas. La puerta se abre bajo la presión del humo y aparece una camilla con el primer hombre encima, y él me escudriña con los ojos. Ese rostro. La camilla vuelve a entrar y saca al socorrista. Oigo como los jefes de la claque deletrean su nombre. El técnico dice: -El próximo grupo. El suelo está frío, escarchado, crujiente. En lo alto, gime la luz, un largo tubo blanco y helado. Puedo oler la pasta de grafito, que me hace pensar en un garaje. Percibo el acre olor del miedo. Hay una ventana, muy alta, pequeña, y en el exterior veo a los gorriones ahuecados engarzados en un alambre como cuentas marrones en un collar. Han escondido la cabeza bajo las plumas para protegerse del frío. Algo empieza a soplar en mis huesos vacíos, más y más alto, ¡bombardeo!, ¡bombardeo! – No aúlles, Jefe… ¡Bombardeo! – Tranquilo. Yo pasaré primero. Tengo el cráneo demasiado grueso; no podrán hacerme daño. Y si no pueden dañarme a mí tampoco podrán hacerte nada a ti. Se encarama en la mesa sin ayuda de nadie y extiende los brazos para hacerlos coincidir con la sombra. Un interruptor acciona los grilletes que le aprisionan las muñecas, los tobillos, y le aseguran firmemente sobre la sombra. Una mano coge un reloj, el que le ganó a Scanlon, lo deja junto al panel, y de pronto éste se abre: espigas y ruedecillas y la larga espiral del muelle salen proyectadas contra la superficie del panel y se quedan allí adheridas. Él no parece nada asustado. No ha dejado de son-reírme. Le untan las sienes con pasta de grafito. – ¿Qué es eso? -pregunta. – Un conductor -explica el técnico. – Ungís mi frente con un conductor. ¿También me pondréis una corona de espinas? Le untan bien. Él se pone a cantar, les hace temblar las manos. – Tráeme aceite de raíces Cholly… Le colocan esas cosas que parecen auriculares y una corona de espinas de plata sobre el grafito con que le han recubierto las sienes. Intentan acallar su canto con un trozo de tubo de goma que le ofrecen para morder. – «Hesho con shuague lanoguina.» Giran algunos mandos y la máquina se estremece, dos brazos mecánicos cogen unos soldadores y se abalanzan sobre él. Me hace un guiño y me habla, con dificultad, me dice algo, me dice algo a través del tubo de goma, en el instante en que esos hierros se acercan lo suficiente a la plata que adorna sus sienes: se establece un arco de luz, él se queda rígido, forma un puente sobre la mesa hasta que acaba apoyándose sólo por las muñecas y los tobillos y de ese tubo acordeonado de goma negra sale un sonido, algo así como Por la ventana, veo que los gorriones caen del alambre echando humo. Le tienden en una camilla, mientras aún sigue retorciéndose, con el rostro glaseado de blanco. Corrosión. Ácido de batería. El técnico se vuelve hacia mí. Alerta con este otro grandullón. Le conozco. ¡Sujetadlo! Ya no es un problema de fuerza de voluntad. ¡Sujetadlo! Maldita sea. No quiero que me manden ni uno más sin su Seconal. Los grilletes me aprisionan las muñecas y los tobillos. La pasta de grafito contiene limaduras de hierro, me arañan las sienes. Dijo algo cuando me hizo el guiño. Me explicó algo. El hombre se inclina, acerca los dos hierros al anillo que me rodea la cabeza. La máquina se abalanza sobre mí. bombardeo. Salí a paso ligero, lanzado ya por la ladera. Imposible retroceder, imposible seguir, un ojo en el cañón y caes muerto, muerto, muerto. Dejamos atrás los matorrales y continuamos junto a las vías del ferrocarril. Acerco la oreja a la vía y me quema la mejilla. – Nada por ningún lado -digo-, en un – Hummm -dice Papá. – ¿No solíamos escuchar las pisadas de los búfalos con un cuchillo clavado en el suelo que sujetábamos por el mango entre los dientes? ¿No éramos capaces de detectar un rebaño a gran distancia? – Hummm -repite, pero está excitado. Al otro lado de la vía las hileras de rastrojos de trigo comentan el último invierno. Ahí debajo hay ratones, dice el perro. – ¿Seguimos hacia arriba o hacia abajo, muchacho? – La cruzaremos, es lo que nos indica ese perro viejo. – Ese perro no sabe seguir. – Lo hará. Nos está diciendo que hay pájaros por ahí. – Tu viejo dice que será mejor rastrear junto a la vía. – El perro me indica que es mejor entre los rastrojos. Cruzamos… y en un abrir y cerrar de ojos, la vía se llena de gente que va derribando faisanes como si tal cosa. Según parece, nuestro perro se adelantó demasiado y ahuyentó hacia la vía todos los pájaros que había entre los rastrojos. El perro atrapó tres ratones. … viejo, Viejo, Otra vez las hormigas, Dios mío, y esta vez son de las malas, pequeños monstruos de pies pringosos. ¿Recuerdas aquella vez que encontramos unas hormigas que sabían a hinojo? ¿Eh? Dijiste que no era hinojo y yo te dije que sí, y tu mamá casi me despelleja cuando se enteró: ¡Enseñándole al niño a comer Ugh. Un indiecito tiene que aprender a sobrevivir con lo que encuentre, con tal de que consiga comerlo antes de que le devore a él. No somos indios. Somos personas civilizadas y más vale que no lo olvides. Tú me dijiste Papá. Cuando muera cuélgame del cielo con un alfiler. Mamá se llamaba Bromden. Sigue llamándose Bromden. Papá dijo que había nacido con un solo nombre, que había venido al mundo directamente sobre ese nombre igual que el ternero cae sobre una manta extendida cuando la vaca insiste en incorporarse. Tee Ah Millatoona, el Pino-Más-Alto-de-la-Mon-taña, y juro que soy el indio más alto de todo el estado de Oregón, y seguramente también de California e Idaho. Nací directamente sobre ese nombre. Juro que serás el mayor tonto del mundo si crees que una buena cristiana adoptará un nombre como Tee Ah Millatoona. Tú naciste con un nombre, muy bien, yo también nací con uno. Bromden, Mary Louise Bromden. Y cuando nos traslademos a la ciudad, dice Papá, ese nombre nos será útil para conseguir la cartilla de la Seguridad Social. El tipo persigue a alguien con una pistola de esas que usan en los astilleros para clavar los remaches, y puede que lo atrape, si se lo propone. Vuelven a aparecérseme esos destellos, relámpagos de color. Ting. Mi abuelita cantaba esto, nos pasábamos horas jugando así, sentados junto a los bastidores donde ponían a secar el pescado, mientras espantábamos las moscas. El juego se llamaba Tingle, ting-le, tang-le toes (siete dedos) es buena para la pesca (quince dedos, cada vez me golpeaba un dedo con su negra mano de cangrejo y todas mis uñas la miraban con sus caritas ansiosas, cada una con la esperanza de ser la escogida por el ganso). Me gusta el juego y me gusta la Abuelita. No me gusta la señorita Tingle Tangle Toes, que atrapa gallinas. No me gusta. Me gusta ese ganso que vuela por encima del nido del cuco. Me gusta, y también me gusta la Abuelita con sus arrugas cubiertas de polvo. La siguiente vez que la vi estaba fría y muerta, en una acera en pleno centro de Los Rápidos, rodeada de camisas de colores, unos cuantos indios, algunos ganaderos, algunos cultivadores. La llevan hasta el cementerio de la ciudad, le echan arcilla roja sobre los ojos. Recuerdo las tardes calurosas y calladas de tormenta eléctrica cuando los conejos se meten bajo las ruedas de los camiones Diesel. Joey Pez-en-el-Barril ha conseguido veinte mil dólares y tres Cadillacs desde que se firmó el contrato. Es incapaz de conducir ninguno. Veo un dado. Lo veo por dentro, yo estoy en el fondo. Yo soy el plomo, el peso que obliga al dado a echar ese número que destaca sobre mi cabeza. Trucaron el dado para que saliera un as y yo soy el plomo, esos seis bultos que me rodean como blancos almohadones son el reverso del dado, el número seis siempre quedará abajo cuando él tire. ¿Y el otro dado cómo lo han trucado? Apuesto a que también está trucado para que salga un as. Doble as. Emplean dados trucados contra él y yo soy el plomo. Cuidado, ahí va. Ay, mi señora, la despensa está vacía y la niña necesita zapatos de charol. Ahí voy. Se acobardó. Agua. Estoy tendido en un charco. Doble as. Lo atrapó otra vez. Veo ese as ahí, sobre mi cabeza: ya no puede agitar dados helados en el cobertizo del callejón… en Portland. El callejón es un túnel y está frío porque el sol ya está muy bajo. Déjame… ir a ver a la Abuelita. Por favor, Mamá. ¿Qué es lo que dijo cuando me guiñó el ojo? Uno voló al este, el otro hacia el oeste. No me cortes el paso. Maldita sea, enfermera, no me corte el paso, Paso ¡paso! Me toca a mí. La maestra me ha dicho que eres inteligente, muchacho, llegarás a ser algo… ¿A ser qué, Papá? ¿Un tejedor de alfombras como el Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín? ¿Un cestero? O tal vez otro indio borracho. Podrías ser dependiente, ¿eres indio, verdad? Sí, así es. Bueno, la verdad es que hablas bastante bien. Psé. Bueno… tres dólares para empezar. No se envalentonarían tanto si supieran lo que la El que -¿cómo era?- no marca el paso es que oye otro tambor. Otra vez el doble as. Anda, chico, estos dados Después del funeral de la Abuelita, Papá y el Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín y yo la desenterramos. Mamá no quiso acompañarnos; nunca había oído nada parecido. ¡Colgar un cadáver de un El Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín y Papá pasaron veinte días en la celda de borrachos de la cárcel de Los Rápidos, jugando al ¡Pero ella es nuestra madre, maldita sea! Eso no cambia las cosas, muchachos. No debisteis desenterrarla. No sé cuándo aprenderéis, demonios de indios. ¿Y dónde está ahora? Será mejor que lo confeséis. Ah, vete al infierno, cara pálida, dijo el Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín, mientras liaba un cigarrillo. Nunca lo confesaré. Muy, muy, muy arriba, en las colinas, colgada de lo alto de un pino, busca el viento con su vieja mano, va contando las nubes al compás de la vieja copla:… tres gansos vienen en bandada… ¿Qué me dijiste cuando me guiñaste el ojo? Se oye la banda. Mira… el Los dados se quedan quietos. Me han aplicado otra vez la máquina… me pregunto… ¿Qué dijo? … me pregunto cómo se las arregló McMurphy para hacerme crecer. Dijo Pelotas. Están ahí fuera: los negros con trajes blancos mean por debajo de la puerta sobre mi cuerpo, ¡luego entrarán y me acusarán de empapar las seis almohadas que tengo debajo! El número seis. Creí que la habitación era un dado. El número uno, el as que veo ahí arriba, el círculo, la Me levanté, lentamente, con la espalda entumecida. Las almohadas blancas que había en el suelo del Cuarto de Aislamiento estaban empapadas pues me había meado sobre ellas mientras estaba inconsciente. Aún era incapaz de recordarlo todo, pero me froté los ojos con las palmas de las manos e intenté aclararme las ideas. Me esforcé en conseguirlo. Era la primera vez que hacía un esfuerzo por recuperarme. Avancé dando traspiés hasta la redonda ventanilla enrejada de la puerta de la habitación y la golpeé con los nudillos. Vi a un enfermero que se acercaba por el pasillo con una bandeja para mí y comprendí que esta vez los había derrotado. Algunas veces me había pasado hasta dos semanas deambulando aturdido después de un tratamiento de choc, sumergido en esa bruma borrosa, confusa, que tanto se parece al final deshilvanado del sueño, esa zona grisácea entre la luz y la oscuridad, o entre el dormir y el caminar o el vivir o el morir, cuando sabemos que ya no estamos inconscientes pero aún no logramos discernir qué día es ni quiénes somos ni de qué sirve volver a todo eso… dos semanas así. Si uno no tiene un motivo que le impulse a despertarse puede pasarse largo tiempo vagabundeando por esa zona gris, pero descubrí, que si de verdad se desea, es posible salir inmediatamente de ella con un esfuerzo. En esta ocasión luché y conseguí salir en menos de un día, menos que nunca. Y cuando por fin se disipó la niebla en mi cabeza, me produjo la misma impresión que si acabara de emerger de una larga, profunda zambullida, como si hubiera rasgado la superficie del agua después de permanecer sumergido durante un siglo. Fue el último tratamiento que me aplicaron. A McMurphy le aplicaron tres electrochocs más esa semana. En cuanto comenzaba a emerger de uno, en cuanto recuperaba su guiño, aparecía la señorita Ratched con el doctor y le preguntaban si estaba dispuesto a mostrarse sensato, enfrentarse con su problema y regresar a la galería para un tratamiento. Y él se hinchaba, consciente de que todos los rostros de la galería de Perturbados estaban pendientes de sus palabras, y esperaba, y le decía a la enfermera que lamentaba no tener más que una vida que ofrecer a su país y que ni besándole el culo conseguiría hacerle abandonar el maldito buque. Luego se ponía en pie y hacía un par de reverencias en dirección a los muchachos que le sonreían, mientras la enfermera acompañaba al doctor a la casilla para telefonear al Edificio Principal autorizando un nuevo tratamiento. Una vez, cuando la enfermera se disponía a marcharse, la agarró por detrás y le dio un pellizco que tino su rostro de un rojo tan intenso como el cabello de McMurphy. Creo que de no haber estado presente el doctor, sonriendo también para sus adentros, la enfermera le habría dado un bofetón. Intenté convencerle de que le siguiera la corriente para escapar a los electrochocs, pero se limitó a reír y me dijo: Qué diablos, si sólo le recargaban la batería, y gratis. – Cuando salga de aquí, la primera mujer que se enfrente con McMurphy el Rojo, el psicópata de diez mil watios, se encenderá como una máquina tragaperras y escupirá dólares de plata. No, no me asusta su ridículo cargador de batería. Insistía en que no le hacía daño. Incluso se negaba a tomar sus cápsulas. Cada vez que el altavoz anunciaba que no debía desayunar y que comenzara a prepararse para ir al Edificio Número Uno, se le contraían los músculos de la quijada, se le iba el color de la cara y adquiría una expresión débil y asustada: el mismo rostro que había visto reflejado en el parabrisas cuando regresábamos de la costa. Dejé la galería de Perturbados para regresar a la nuestra al cabo de una semana. Quería decirle un montón de cosas antes de partir, pero acababa de regresar de la sala de chocs y estaba sentado con los ojos fijos en la pelota de ping-pong como si los tuviera conectados a ella con un alambre. El enfermero de color y el rubio me llevaron abajo, me condujeron hasta nuestra galería y echaron la llave tras de mí. La galería me pareció terriblemente silenciosa después de la de Perturbados. Entré en la sala de estar y, por algún motivo, me detuve en la puerta; todos se volvieron hacia mí con una mirada distinta de las que solían echarme antes. Sus rostros se iluminaron como si estuvieran contemplando las luces de un escenario de feria. – Y aquí, ante sus ojos -voceó Harding-, ¡…el Les devolví la sonrisa, mientras pensaba en cómo se debió sentir McMurphy todos aquellos meses con esas caras chillonas mirándole de ese modo. Todos los chicos se acercaron y querían que les explicase todo lo ocurrido; ¿qué tal se las estaba arreglando él allí arriba? ¿Qué hacía? ¿Era cierto lo que se murmuraba en el gimnasio, que le habían estado sometiendo a tratamientos diarios de electrochoc y que le resbalaban como si fuesen agua, que se dedicaba a hacer apuestas con los técnicos a ver cuánto rato conseguiría mantener abiertos los ojos después de que le tocasen los polos? Les expliqué todo lo que sabía y nadie pareció darle importancia al hecho de que de pronto estuviera hablando con la gente… un tipo al que habían dado por sordomudo desde que le conocían y ahora hablaba y escuchaba como todo el mundo. Les dije que todo lo que habían oído era cierto y añadí un par de anécdotas de mi propia cosecha. Rieron tanto al oír algunas de las cosas que le había dicho a la enfermera que los dos Vegetales también sonrieron bajo sus sábanas húmedas, en el lado de los Crónicos, y se unieron a las risas, como si pudieran comprenderlo. Cuando la enfermera en la reunión de grupo del día siguiente trajo a colación el tema del paciente McMurphy y comentó que, por algún motivo fuera de lo corriente, no parecía responder en absoluto al tratamiento de electrochoc y que tal vez fuera preciso recurrir a medios más drásticos para conseguir establecer contacto con él, Harding dijo: – Es posible que tenga razón, señorita Ratched, sí… pero por lo que me han contado de sus relaciones con McMurphy ahí arriba, no ha tenido ningún problema para establecer contacto con usted. Quedó tan desconcertada y confundida al advertir que todos se estaban burlando de ella, que no volvió a mencionar el asunto. Comprendió que McMurphy se había crecido más que nunca desde que estaba allí arriba, donde los chicos no podían ver la mella que estaban haciendo en él, que estaba empezando a convertirse casi en una leyenda. Es imposible descubrir las flaquezas de un hombre al que no se ve, decidió, y comenzó a urdir planes para volverle a traer a nuestra galería. Suponía que entonces los hombres podrían ver con sus propios ojos que McMurphy podía ser tan vulnerable como cualquier otro. No podría continuar representando su papel de héroe mientras permaneciera todo el día sentado en la sala de estar, sumido en el estupor del choc. Los muchachos lo previeron y también comprendieron que, mientras lo tuviera en la galería expuesto a sus miradas, la enfermera le aplicaría un electrochoc en cuanto consiguiera recuperarse del anterior. En vista de lo cual, Harding, Scanlon, Fredrickson y yo discutimos la manera de convencerle de que lo mejor para todos sería que huyese del hospital. Y el sábado, cuando lo devolvieron a la galería -entró en la sala de estar como un boxeador en el ring, con las manos unidas sobre la cabeza y anunciando que había vuelto el campeón- ya teníamos trazado nuestro plan. Esperaríamos a que anocheciera, le prenderíamos fuego a un colchón y, cuando vinieran los bomberos, le haríamos salir rápidamente por la puerta. Parecía un plan tan estupendo que no veíamos cómo podría negarse. Pero no habíamos pensado en que ése era el día en que había quedado en que haría entrar a la chica, Candy, para una entrevista secreta con Billy. Lo trajeron a la galería sobre las diez de la mañana. – En plena forma, amigos; me revisaron las bujías y me limpiaron los platinos y estoy reluciente como la mecha de un Modelo T. ¿Nunca usasteis uno de esos cohetes la víspera de Todos los Santos? Y comenzó a pavonearse por la galería, más fuerte que nunca; volcó un cubo de agua sucia por debajo de la puerta de la Casilla de las Enfermeras, depositó un trocito de mantequilla en la punta de los zapatos de cuero blanco del negro bajito, sin que éste lo advirtiera, y estuvo tragándose la risa durante toda la comida, mientras la mantequilla se iba derritiendo hasta dejar una mancha de un color que Harding describió como «un atractivo amarillo»; más fuerte que nunca, y cada vez que pasaba cerca de una estudiante de enfermera, ésta daba un gritito, ponía los ojos en blanco y se alejaba a paso rápido por el pasillo, con una mano en la nalga. Le expusimos nuestro plan de fuga, pero nos dijo que no había prisa y nos recordó la cita de Billy. – No podemos defraudar al pobre Billy ¿no os parece, amigos? No ahora que está a punto de conseguir el gran premio. Y esta noche nos pegaremos una linda juerga si todo sale bien; digamos que será mi fiesta de despedida. La Gran Enfermera estaba de turno ese fin de semana -no quería perderse el regreso de McMurphy- y decidió que debíamos celebrar una reunión para aclarar algunas cosas. En la reunión intentó plantear una vez más su sugerencia de una medida drástica e insistió en que el doctor debía considerar esa posibilidad «antes de que fuera demasiado tarde para ayudar al paciente». Pero McMurphy se había convertido en tal torbellino de guiños y bostezos y eructos mientras ella hablaba, que por fin optó por callar y, cuando así lo hizo, él provocó ataques de risa al doctor y a todos los pacientes al manifestar su conformidad con todo lo que acababa de exponer la enfermera. – Sabe que tal vez tenga razón, doctor; mire qué bien me han sentado esos pocos roñosos voltios. A lo mejor si La enfermera carraspeó e intentó recuperar el control de la reunión. – Yo no estaba sugiriendo que considerásemos nuevos tratamientos de choc, señor McMurphy. – ¿Señora? – Lo que sugería era que… considerásemos una posible operación. Algo muy simple, en realidad. Y contamos con algunos éxitos en este campo, en otras ocasiones conseguimos eliminar las tendencias agresivas en algunos casos hostiles… – ¿Hostiles? Pero, señora, si soy manso como un corderito. Hace casi dos semanas que no le sacudo el alquitrán a ningún enfermero. No hay motivo para empezar a extirpar nada ¿no les parece? Ella mantuvo la sonrisa, como si le rogara que comprendiese su simpatía por él. – Randle, no es cuestión de extir… – Además -prosiguió él-, no le serviría de nada cortármelos; tengo otro par en la mesita de noche. – ¿Otro… par? – Uno es del tamaño de una pelota de baloncesto, doctor. – ¡Señor McMurphy! Su sonrisa se rompió en mil pedazos cuando comprendió que se estaba burlando de ella. – Pero el otro tiene unas dimensiones que podrían considerarse normales. Siguió charlando de este modo hasta que llegó la hora de acostarnos. A estas alturas en la galería ya empezaba a respirarse un ambiente jovial, de fiesta mayor, mientras los hombres comentaban en voz baja la posibilidad de celebrar una fiesta si la chica traía alcohol. Todos intentaban atraer la atención de Billy y le guiñaban el ojo y le sonreían cada vez que se volvía. Y cuando formamos la fila para recibir los medicamentos, McMurphy se acercó y le preguntó a la enfermera del crucifijo y la mancha de nacimiento si podía darle un par de vitaminas. Ella le miró sorprendida, le respondió por qué no y le dio unas pastillas del tamaño de huevos de pajarito. Él se las guardó en el bolsillo. – ¿No va a tomárselas? -preguntó ella. – ¿Yo? No, válgame Dios, yo no necesito vitaminas. Se las he pedido para mi amigo Billy. Últimamente le veo un poco decaído… debe ser anemia. – Entonces… ¿por qué no se las da a Billy? – Lo haré, preciosa, lo haré, pero creo que esperaré hasta medianoche que es cuando le harán verdadera falta… -y se alejó en dirección al dormitorio con un brazo en torno al cuello ruborizado de Billy, haciéndole un guiño a Harding y hundiéndome un dedo en las costillas al pasar, y la enfermera se quedó con los ojos desorbitados, vertiéndose el agua de la jarra sobre un pie. Es preciso conocer a Billy Bibbit: pese a tener el rostro surcado de arrugas y algunas canas, sigue pareciendo un chiquillo -igual que uno de esos pílleles de prominentes orejas, cara pecosa y dientes de conejo que se pasean silbando descalzos por los calendarios-, y sin embargo no era así, en absoluto. Al verlo de pie junto a alguno de los otros, siempre sorprendía comprobar que era tan alto como el que más y que, mirándolo bien, no tenía grandes orejas ni pecas ni dientes de conejo y que, en realidad, debía tener unos treinta y pico de años. Sólo una vez le oí decir su edad, lo escuché de lejos, cuando hablaba con su madre en el vestíbulo. Ella era recepcionista en el hospital, una mujer fornida, entrada en carnes, cuyos cabellos pasaban del rubio, al azul, al negro y otra vez al rubio, cada pocos meses, una vecina de la Gran Enfermera, según había oído, y una buena amiga. Siempre que nos dirigíamos a alguna actividad, Billy tenía que detenerse un momento y ofrecerle una mejilla encarnada para que ella pudiera estamparle un beso por encima del mostrador. Los demás nos sentíamos tan incómodos como Billy, y éste es el motivo de que nadie hiciera bromas al respecto, ni siquiera McMurphy. Una tarde, ya no recuerdo cuánto tiempo hace de eso, nos detuvimos en el vestíbulo, camino de las actividades, y nos distribuimos por los sofás de plástico o afuera, bajo el sol de las dos, mientras uno de los negros telefoneaba a su corredor de apuestas, y la madre de Billy aprovechó la ocasión para dejar su trabajo y llevárselo fuera sobre la hierba, muy cerca de donde estaba sentado yo. Se sentó muy tiesa sobre el césped, con el traje muy apretado, estiró las piernas gordezuelas, enfundadas en medias que me recordaron el color de la tripa de los embutidos, y Billy se tendió a su lado, apoyó la cabeza en su regazo y dejó que ella le acariciara la oreja con un vilano de diente de león. Billy hablaba de buscarse una esposa y de ir algún día a la universidad. Su madre le hacía cosquillas con el vilano y se reía de esas tonterías. – Pero, cariño, aún te queda mucho tiempo para pensar en eso. Tienes toda una vida por delante. – Madre, ¡tengo t-t-t-treinta años! Ella se rió y le hurgó la oreja con la semilla. – Arrugó la nariz y frunció los labios ante sus ojos y emitió un sonido como de beso húmedo con la lengua, y yo tuve que reconocer que no parecía ni tan solo una madre. Yo mismo no creí que podía tener treinta y un años hasta que, en otra ocasión, me acerqué lo suficiente y conseguí descifrar la fecha de nacimiento que llevaba grabada en la pulsera. A medianoche, cuando Geever, el otro negro y la enfermera terminaron su turno, y el viejo de color, el señor Turkle, comenzó su guardia, McMurphy y Billy ya estaban levantados, tomando vitaminas, supuse. Salté de la cama, me eché una bata encima y me dirigí a la sala de estar, donde ya estaban charlando con el señor Turkle. Harding, Scanlon, Sefelt y algunos otros también fueron apareciendo. McMurphy le explicaba al señor Turkle lo que debía hacer si venía la chica; en realidad se lo recordaba, pues al parecer ya lo habían discutido todo de antemano un par de semanas atrás. McMurphy dijo que lo mejor era dejar entrar a la chica por la – Ah, vamos, M-M-Mac -dijo Billy. El señor Turkle asentía y bamboleaba la cabeza, como si estuviera medio dormido. Cuando McMurphy dijo: -Supongo que eso es más o menos todo-, el señor Turkle replicó: -No… no del todo-, y se quedó sonriendo, con los ojos fijos en su blanco uniforme y la calva cabeza amarillenta flotando en el extremo del cuello, como un globo atado a un palito. – Vamos, Turkle. No se arrepentirá. Traerá un par de botellas. – Eso, eso -dijo el señor Turkle. Su cabeza se balanceaba de un lado a otro. Parecía costarle un gran esfuerzo mantenerse despierto. Había oído decir que tenía otro empleo durante el día, en un hipódromo. McMurphy se volvió hacia Billy. – Turkle quiere sacarse algo más, Billy. ¿Cuánto pagarías por no perderte tu pastel? Antes de que Billy consiguiera dejar de tartamudear para responder, el señor Turkle meneó la cabeza. – No es Lanzó una sonrisa a los rostros que le rodeaban. Billy casi explotó en su esfuerzo por tartamudear algo de que no Candy, ¡no La chica se retrasó otra vez. Nos sentamos en la sala de estar, en bata, y escuchamos cómo McMurphy y el señor Turkle contaban anécdotas del Ejército mientras se pasaban un cigarrillo del señor Turkle, que fumaba de un modo curioso, reteniendo el humo hasta que se le saltaban los ojos. En cierto momento, Harding preguntó qué clase de cigarrillo era ése con un olor tan provocativo y el señor Turkle dijo en voz alta procurando retener el humo: – Sólo un cigarrillo cualquiera. Ji, ji, sí. ¿Quieres probar un poco? Billy empezaba a ponerse nervioso, temeroso de que tal vez la chica no se presentase, temeroso de que pudiera presentarse. No paraba de preguntarnos por qué no nos íbamos a acostar en vez de quedarnos sentados en la oscuridad como perros al acecho de algún resto de comida de la cocina, y nosotros sólo le sonreíamos. Nadie tenía ganas de acostarse; no hacía nada de frío y resultaba agradable relajarse en la penumbra y escuchar los relatos de McMurphy y el señor Turkle. Nadie parecía tener sueño y ni siquiera parecía preocuparnos que ya fuesen más de las dos y la chica aún no hubiera aparecido. Turkle sugirió que tal vez se estaba retrasando tanto porque la galería estaba tan oscura que no lograba Apenas habían terminado de iluminar la galería como si fuese pleno día cuando se oyó un golpecito en la ventana. McMurphy acudió corriendo y apretó la cara contra el cristal, protegiéndose los ojos con las manos para poder ver. Se apartó y nos sonrió. – Está preciosa, en la oscuridad -dijo. Cogió a Billy por la muñeca y lo arrastró hacia la ventana-. Déjela entrar, Turkle. Deje que este semental embravecido se lance sobre ella. – Un momento, McM-M-M-M-M-Murphy, espera. Billy se resistía como una mula. – Nada de mamamamamurphys, Billy. Es demasiado tarde para echarse atrás. Tendrás que apechugar. ¿Sabes una cosa? Te apuesto cinco dólares a que dejas pasmada a esa mujer; ¿conforme? Abra la ventana, Turkle. Dos chicas aparecieron en la oscuridad, Candy y la otra que no se había presentado el día de la excursión. – Caramba -exclamó Turkle, mientras las ayudaba a saltar -habrá bastante para todos. Todos queríamos echarles una mano: tuvieron que levantarse hasta arriba las faldas estrechas, para poder saltar por la ventana. Candy dijo: -Maldito McMurphy- y se lanzó a abrazarle con tanta fuerza que casi rompió las botellas que sostenía en las manos. Agitaba mucho las manos y el pelo empezaba a desprendérsele del moño que lucía en lo alto de la cabeza. Pensé que estaba mejor con la cola de caballo que llevaba el día de la excursión. Apuntó la botella en dirección a la otra chica que en ese momento entraba por la ventana. – También ha venido Sandy. Acaba de dejar plantado a ese maníaco de Beaverton con quien se casó; ¿no es increíble? La chica saltó de la ventana y besó a McMurphy y dijo: -Hola, Mac. Siento haberte dejado plantado. Pero eso ya pasó. Llega un momento en que una se harta de bromitas de ratoncitos blancos en la almohada y gusanos en la crema de belleza y ranas en los sostenes-. Movió la cabeza y se pasó la mano por los ojos como si quisiera borrar el recuerdo del amigo de los animales. -Jesús, qué maníaco. Las dos llevaban falda y jersey y medias de nylon y los pies descalzos, las dos tenían las mejillas encendidas y se reían. – Tuvimos que pararnos a preguntar el camino miles de veces -explicó Candy-, en cada bar que encontrábamos. Sandy nos fue mirando uno por uno con los ojos muy abiertos. – Huuy, Candy, ¿estamos dentro? ¿Será verdad? ¿Estamos en un manicomio? Era más alta que Candy y debía tener unos cinco años más, y había intentado peinar su cabello color bayo en un artístico moño en la nuca, pero algunas mechas se habían desprendido y le enmarcaban los anchos pómulos de niña criada con leche y parecía más bien una vaqueriza que intentase dárselas de gran dama. Tenía los hombros, los senos y las caderas demasiado anchos y su sonrisa era demasiado franca y abierta para poder considerarla hermosa, pero era bonita, se la veía sana y llevaba colgada de un largo dedo el asa de una garrafa de vino tinto que balanceaba como si fuese un bolso. – Candy, ¿cómo, cómo, cómo es posible que nos ocurran estas cosas? Echó una segunda mirada general, y luego se detuvo con los pies descalzos muy separados, y soltó una risita. – Estas cosas no ocurren -explicó solemnemente Harding, dirigiéndose a la chica-. Estas cosas son fantasías que uno imagina cuando yace despierto por las noches y luego no se atreve a contárselas al analista. En – Hola, Billy -dijo Candy. – Fijaos en eso -dijo Turkle. Candy le tendió desmañadamente una botella a Billy. – Te he traído un regalo. – ¡Estas cosas son fantasías como las del Thorne Smith [9]! -declaró Harding. – ¡Cielos! -exclamó la chica llamada Sandy-. ¿Dónde nos hemos metido? – Sssst -dijo Scanlon y miró preocupado a su alrededor-. Despertará a todos los demás, si habla tan alto. – ¿Qué te pasa, tacaño? -dijo Sandy burlona, mientras reanudaba otra vez su inspección-. ¿Tienes miedo de que no haya bastante para todos? – Sandy, debí adivinar que traerías ese horrible vino barato. – ¡Cielos! -Sandy interrumpió su inspección para observarme-. Me gusta éste, Candy. Todo un Goliat… El señor Turkle dijo: «Caramba», y echó el cerrojo de la ventana, y Sandy volvió a repetir: «Cielos». Todos nos habíamos reunido en un grupito desmañado en el centro de la sala de estar, nos dábamos empujoncitos y decíamos cualquier cosa, por la simple razón de que nadie sabía aún qué hacer -nunca habíamos estado en una situación parecida- y no sé cuándo hubiera acabado ese excitado e incómodo parloteo, salpicado de risitas y evoluciones por la sala de estar, si no hubiéramos oído tintinear la puerta de la galería bajo el toque de una llave que la abrió de par en par, en el otro extremo del pasillo… todos nos sobresaltamos como si hubiera sonado una alarma. – ¡Oh, Dios mío! -dijo el señor Turkle, llevándose la mano a la calva-, es la supervisora, ha venido a despedirme de una patada. Todos corrimos a escondernos en el lavabo, apagamos la luz y permanecimos en la oscuridad, alertas a los suspiros de los demás. Oíamos a la supervisora que recorría la galería y llamaba al señor Turkle con un fuerte susurro algo asustado. Su voz sonaba dulce y preocupada y subía de tono la última sílaba cada vez que gritaba: – ¿Señor Tur-kell? ¿Señor Tur-kell? – ¿Dónde demonios está? -murmuró McMurphy-. ¿Por qué no le contesta? – No te preocupes -dijo Scanlon-. No mirará en el urinario. – ¿Pero, por qué no le contesta? A lo mejor está demasiado drogado. – Pero, ¿qué dices? No me drogo con un petardito como ése. Era la voz del señor Turkle desde algún rincón del lavabo. – Cielos, Turkle ¿qué hace aquí? -McMurphy intentaba hablar con severidad, esforzándose al mismo tiempo en no soltar una carcajada-. Salga a ver qué quiere. ¿Qué pensará si no le encuentra? – Nuestro fin está próximo -dijo Harding y se sentó-. Alá, ten piedad de nosotros. Turkle abrió la puerta, salió sin hacer ruido y fue a su encuentro por el pasillo. La supervisora había venido a averiguar qué significaban todas aquellas luces encendidas. ¿Por qué había tenido que encender todas las lámparas de la galería sin olvidarse ni una? Turkle replicó que no todas estaban encendidas; que las luces del dormitorio estaban apagadas y también las del retrete. Ella dijo que eso no explicaba que lo estuvieran las demás; ¿qué motivo podía haber para encender tantas luces? Turkle no supo qué responder a esto y se produjo una larga pausa en la que sólo se oyó el rumor de la botella que pasaba de mano en mano en la oscuridad. Ella volvió a repetir la pregunta en el pasillo y Turkle le explicó que, bueno, que sólo estaba haciendo limpieza, pasando revista a todas las zonas. Ella quiso saber por qué, entonces, estaba a oscuras el lavabo, el único lugar que tenía el deber expreso de limpiar. Y la botella hizo otra ronda mientras esperábamos a ver qué respondería. Me llegó el turno y bebí un trago. Lo necesitaba. Desde allí podía oír a Turkle tragar saliva en el pasillo y deshacerse en mmmms y ahhhhs en busca de algo que decir. – Está drogado -siseó McMurphy-. Alguien tendrá que salir a echarle una mano. Oí que alguien tiraba de la cadena del excusado y se abrió la puerta y el haz de luz del pasillo atrapó a Harding que salía, subiéndose los pantalones del pijama. Oí el sonido entrecortado que emitió la supervisora al verle y él le dijo que por favor le excusara, pero no la había visto en la oscuridad. – No está oscuro. – En el lavabo, quiero decir. Siempre apago la luz para facilitar la evacuación. Esos espejos, comprende; cuando la luz está encendida, los espejos parecen observarme como jueces dispuestos a darme un castigo si algo no sale bien. – Pero el enfermero Turkle dijo que estaba limpiando ahí dentro… – Y lo hizo muy bien, por cierto… si se tienen en cuenta las limitaciones que supone trabajar en la oscuridad. ¿Quiere echar un vistazo? Harding abrió ligeramente la puerta y un rayito de luz se proyectó sobre las baldosas del retrete. Capté una fugaz imagen de la supervisora que retrocedía y explicaba que no podía aceptar su invitación pues debía continuar la inspección. Oí otra vez la cerradura de la puerta en el otro extremo del pasillo, y a ella que se marchaba de la galería. Harding le gritó que volviera a visitarnos pronto y todos salimos corriendo y le estrechamos la mano y le palmeamos la espalda felicitándole por lo bien que se la había quitado de encima. Nos quedamos en el pasillo y volvimos a pasarnos el vino. Sefelt dijo que le gustaría probar el vodka si podían mezclarlo con algo. Le preguntó al señor Turkle si en la galería no había nada y éste respondió que sólo agua. Fredrickson preguntó: ¿y si le pusiéramos jarabe para la tos? – A veces me dan un poco, de un gran frasco que tienen en el cuartito de las medicinas. No sabe mal. ¿Tiene la llave de ese cuarto, Turkle? Turkle dijo que, por las noches, la única que tenía la llave de las medicinas era la supervisora, pero McMurphy le convenció de que nos dejara probar la cerradura. Turkle sonrió y asintió lánguidamente. Mientras él y McMurphy se afanaban intentando abrir la cerradura con clips sujetapapeles, las chicas y todos los demás nos metimos en la Casilla de las Enfermeras y empezamos a abrir los dossiers y a leer las historias clínicas. – Fijaos -dijo Scanlon-, y agitó una de aquellas carpetas. Esto sí que es un informe completo. Si hasta tienen mi libro de notas del primer curso. Aaah, unas notas terribles, simplemente terribles. Billy y su chica repasaron su dossier. Ella se apartó un poco para mirarle. – ¿Todas estas cosas, Billy? ¿Frénico no sé qué y pático no sé cuántos? No parece que tengas todas estas cosas. La otra chica había abierto un cajón de material y manifestaba sus recelos respecto a para qué necesitaban las enfermeras McMurphy y Turkle consiguieron abrir la puerta del cuartito de las medicinas y sacaron de la nevera una botella de un denso líquido color cereza. McMurphy acercó la botella a la luz y leyó la etiqueta en voz alta. – Sabor artificial, colorantes, ácido cítrico. Setenta por ciento de materias inertes -eso debe ser agua- y veinte por ciento de alcohol -fantástico- y diez por ciento de codeína, Atención Narcótico Puede ser Adictivo. Destapó la botella y paladeó un poco, con los ojos cerrados. Se pasó la lengua por los dientes, tomó otro trago y volvió a leer la etiqueta. – En fin -dijo, y rechinó los dientes como si acabaran de afilárselos-, si lo aclaramos con un poco de vodka, creo que no estará mal. ¿Cómo estamos de cubitos, Turkle, muchacho? Después de mezclarlo con el licor y el vino, en vasitos de papel, el jarabe sabía a refresco para niños pero con la fuerza del licor de cacto que solíamos tomar en Los Rápidos, frío y suave en la garganta y ardiente y furioso cuando llegaba más abajo. Apagamos las luces de la sala de estar y nos sentamos a beber. Nos tomamos el primer par de copas como si estuviéramos tragando una medicina, en graves y silenciosos sorbos y mirándonos unos a otros para ver si alguno caía fulminado. McMurphy y Turkle iban alternando la bebida con los cigarrillos de Turkle y empezaron a reír otra vez y a comentar cómo resultaría en la cama la enférmenla de la marca de nacimiento. – Yo tendría miedo -dijo Turkle- de que se le ocurriera golpearme con la enorme cruz que lleva colgada. ¿No sería terrible? – Lo que a mí me preocuparía -dijo McMurphy- es que, en el momento que empezara a correrme, ¡me metiera mano por detrás con el termómetro y me tomara la temperatura! Esto provocó una carcajada general. Harding interrumpió las risas un momento para añadir también la suya. – Peor aún -dijo-. Que se quedara tendida debajo muy quieta con una expresión de terrible concentración en la cara, y luego anunciara -¿qué os parece ésta?- ¡el número – Oh, no… qué horror… – Peor aún, que se quedara quieta y consiguiera calcular el pulso y la temperatura: ¡sin instrumentos! – Oh, oh, no, por favor… Nos reímos hasta rodar entre los sofás y las sillas, jadeantes y con los ojos llenos de lágrimas. La risa había debilitado tanto a las chicas que no consiguieron levantarse hasta el segundo o tercer intento. – Tengo que… hacer un pis -dijo la más alta y se encaminó al lavabo toda risitas y ademanes pero se equivocó de puerta y se metió en el dormitorio mientras todos nos llevábamos los dedos a los labios pidiendo silencio, hasta que dio un chillido y oímos el bramido del viejo coronel Matterson, «La almohada es… ¡un Sefelt condujo al coronel de vuelta al dormitorio y le enseñó personalmente el lavabo a la chica, le explicó que, en general, sólo lo usaban los hombres, pero que él vigilaría la puerta y no dejaría entrar a nadie mientras ella hacía sus necesidades, la defendería de cualquier intruso, vaya por Dios. Ella se lo agradeció con solemnes palabras y le estrechó la mano y se hicieron una reverencia, y mientras la chica estaba dentro, el coronel volvió a emerger del dormitorio con su silla de ruedas, y a Sefelt le costó lo suyo impedirle la entrada en el retrete. Cuando la chica apareció en la puerta, Sefelt intentaba repeler las embestidas de la silla de ruedas con el pie, mientras todos nos manteníamos al margen del alboroto y animábamos a uno u otro contrincante. La chica ayudó a Sefelt a acostar al coronel y luego los dos recorrieron el pasillo valsando al compás de una música que nadie podía oír. Harding bebía, observaba y movía la cabeza. – No es real. Es una coproducción de Kafka, Mark Twain y Martini. McMurphy y Turkle empezaron a preocuparse de que tal vez aún hubiera demasiadas luces encendidas y se pusieron a recorrer el pasillo apagando todo lo que brillaba, incluso las pequeñas luces de noche situadas a la altura de la rodilla, hasta que el lugar quedó oscuro como una boca de lobo. Turkle sacó linternas y jugamos a corre que te pillo por el pasillo con sillas de ruedas que sacamos del almacén y lo pasamos en grande, hasta que de pronto oímos los gritos de Sefelt, en plena convulsión, y cuando acudimos lo encontramos tendido y retorciéndose junto a la chica alta, Sandy. Ella estaba sentada en el suelo y se alisaba la falda mientras miraba a Sefelt. – Nunca había tenido una experiencia igual -dijo con mudo respeto. Fredrickson se arrodilló junto a su amigo, le metió una billetera entre los dientes para que no se mordiera la lengua y le ayudó a abrocharse los pantalones. – ¿Estás bien, Seef? ¿Seef? Sefelt no abrió los ojos, pero alzó una mano inerte y retiró la billetera de su boca. Sonrió entre las babas. – Estoy bien -dijo-. Dame la medicina y suéltame sobre ella otra vez. – ¿De verdad quieres tomar la medicina, Seef? – Medicina. – Medicina -gritó Fredrickson por encima del hombro, aún de rodillas. – Medicina -repitió Harding y salió rumbo al botiquín con su linterna. Sandy lo miró con ojos vidriosos. Estaba sentada junto a Sefelt y le acariciaba la cabeza, llena de admiración. – Tal vez también deberías traer algo para mí -le gritó con voz ebria a Harding que ya se alejaba-. Nunca había tenido una experiencia ni siquiera Oímos ruido de cristal roto al final del pasillo y Harding regresó con dos puñados de pastillas; las esparció sobre Sefelt y la mujer como si estuviera echando tierra sobre una tumba. Levantó la mirada al techo. – Dios todo misericordioso, acepta a estos dos pecadores en tu seno. Y no cierres la puerta que pronto llegaremos todo el resto, porque éste es el fin, el absoluto, irrevocable, fantástico fin. Por fin he comprendido lo que está sucediendo. Es nuestra última cana al aire. Estamos definitivamente condenados. Tendremos que armarnos de todo nuestro valor y afrontar el destino que nos aguarda. Todos seremos fusilados al amanecer. Cien centímetros cúbicos por cabeza. La señorita Ratched nos pondrá en fila contra la pared, todos deberemos hacer frente a la bocaza de un fusil que ella habrá cargado con ¡Miltowns! ¡Toracinas! ¡Libriums! ¡Stelacinas! ¡Bajará la espada y Se desplomó contra la pared y se fue deslizando hasta el suelo, esparciendo pastillas en todas direcciones, cual escarabajos rojos, verdes y anaranjados. – Amén -dijo, y cerró los ojos. La chica que estaba en el suelo se arregló la falda sobre las largas y hacendosas piernas y miró a Sefelt que seguía sonriendo y temblando a su lado, bajo las luces, y dijo: – En toda mi vida no había tenido una experiencia que pudiera ni compararse. Aún sin despejarlos por completo, el discurso de Harding al menos les hizo comprender la gravedad de lo que estábamos haciendo. La noche iba avanzando y era preciso pensar un poco en lo que ocurriría cuando llegase el personal por la mañana. Billy Bibbit y su chica comentaron que eran más de las cuatro y que, si les parecía bien, si nadie se oponía, deseaban que el señor Turkle les abriera el Cuarto de Aislamiento. Salieron bajo un arco de linternas y los demás nos fuimos a la sala de estar a discutir cómo podíamos organizar la limpieza. Cuando volvió del Cuarto de Aislamiento, Turkle estaba prácticamente ido y tuvimos que conducirle a la sala de estar en una silla de ruedas. Mientras avanzaba tras ellos, de pronto me sorprendió comprobar que estaba borracho, completamente borracho, alegre, sonriente y tambaleante, era la primera vez que me emborrachaba desde que dejé el Ejército, me había emborrachado con otra media docena de compinches y un par de chicas… ¡en la mismísima galería de la Gran Enfermera! ¡Todos estábamos borrachos y corríamos, saltábamos y bromeábamos con las mujeres en el propio centro del bastión más poderoso del Tinglado! Rememoré toda esa noche, y lo que habíamos estado haciendo, y casi resultaba imposible creerlo. Tuve que repetirme una y otra vez que El coronel Matterson volvió a levantarse con los ojos relucientes y lleno de teorías y Scanlon lo condujo nuevamente a la cama. Sefelt, Martini y Fredrickson dijeron que ellos también se retiraban. McMurphy y yo y Harding y la chica y el señor Turkle nos quedamos para liquidar el jarabe para la tos y decidir qué hacer con el desorden en que estaba la galería. Harding y yo éramos los únicos que parecíamos realmente preocupados; McMurphy y la chica grandota se limitaron a permanecer allí sentados, sorber el jarabe, sonreírse y jugar a sombras chinescas, y el señor Turkle no dejaba de cabecear. Harding hizo todo lo posible por despertar su interés. – No os hacéis cargo de las consecuencias -dijo. – Mierda -dijo McMurphy. Harding golpeó la mesa. – McMurphy, Turkle, no comprendéis lo que ha ocurrido aquí esta noche. En nuestra galería psiquiátrica. ¡La galería de la señorita Ratched! ¡Las repercusiones serán… devastadoras! McMurphy le mordió la oreja a la chica. Turkle dio una cabezada, abrió un ojo y dijo: -Es verdad. Mañana también está de turno. – Pero, tengo un plan -explicó Harding. Se puso en pie. Dijo que saltaba a la vista que McMurphy ya estaba demasiado liado para poder afrontar la situación y que otro tendría que hacerse responsable. Mientras hablaba se iba irguiendo y parecía estar recuperando la sobriedad. Hablaba con voz seria e imperiosa y sus manos reforzaban sus palabras. Me alegró que estuviera allí para hacerse cargo de las cosas. Su plan consistía en atar a Turkle y hacer ver que McMurphy le había atacado por detrás y le había atado con oh, jirones de sábana, pongamos por caso, y le había despojado de las llaves, y después de hacerse con ellas, había irrumpido en el cuartito de las medicinas, las había tirado por todas partes y había armado un gran desorden en el archivo, con el mero objeto de vengarse de la enfermera -seguro que ella se creería McMurphy dijo que parecía un argumento de serial y que era tan ridículo que sin duda saldría bien y felicitó a Harding por su serenidad. Harding explicó que el plan tenía su mérito: los demás no tendrían problemas con la enfermera, y Turkle conservaría su trabajo, y permitiría que McMurphy escapase de la galería. Explicó que las chicas podrían conducir a McMurphy al Canadá o a Tijuana, o incluso a Nevada si lo prefería, y que estaría perfectamente a salvo; la policía nunca se preocupaba demasiado de localizar a los fugitivos del hospital, pues un noventa por ciento reaparecían sin falta al cabo de pocos días, sin blanca y borrachos y deseosos de recibir cama y comida gratis. Lo estuvimos discutiendo un rato hasta que se acabó el jarabe. Por fin, agotamos el tema. Harding volvió a sentarse. McMurphy retiró el brazo del talle de la chica y nos miró alternativamente a Harding y a mí, pensativo, otra vez con aquella extraña, cansada expresión en el rostro. Nos preguntó qué haríamos nosotros ¿por qué no íbamos a recoger nuestras cosas y nos largábamos con él? – Aún no estoy preparado, Mac -le explicó Harding. – ¿Qué te hace suponer entonces que yo sí lo estoy? Harding se le quedó mirando un rato en silencio y sonrió, luego dijo: -No, no lo comprendes. Estaré preparado en un par de semanas. Pero quiero hacerlo solo, por mis propios medios, por la puerta grande, con todo el papeleo y las complicaciones de rigor, quiero que mi mujer venga a recogerme en un coche a una hora determinada. Quiero que se enteren de que fui McMurphy asintió. – ¿Y tú, Jefe? – Supongo que no hay problema. Sólo que aún no he decidido dónde quiero ir. Y alguien tiene que permanecer aquí unas cuantas semanas después de tu partida, para impedir que las cosas vuelvan a su curso anterior. – ¿Y Billy y Sefelt y Fredrickson y los demás? – No puedo hablar por ellos -dijo Harding-. Aún tienen sus problemas, como todo el mundo. Todavía son hombres enfermos en muchos sentidos. Pero al menos han conseguido una cosa: ahora son McMurphy lo meditó un rato con los ojos fijos en el dorso de sus manos. Levantó otra vez la mirada hacia Harding. – Harding, ¿qué es? ¿Qué está pasando? Harding movió la cabeza. – No creo que pueda darte una respuesta. Oh, podría darte explicaciones freudianas en un lenguaje extravagante y no habría problema, dentro de sus límites. Pero lo que tú me pides son las explicaciones de las explicaciones y éstas no puedo dártelas. Al menos no en el caso de los demás. ¿Por lo que a mí respecta? Sentimiento de culpa. Vergüenza. Miedo. Auto denigración. Descubrí a una tierna edad que era… ¿seamos compasivos y digamos que distinto? Es una palabra más adecuada, más general, que la otra. Me entregaba a ciertas prácticas que nuestra sociedad considera perniciosas. Y enfermé. No fue por lo que hacía, no creo que fuera eso, fue la sensación de que ese gran dedo mortífero e inquisitivo de la sociedad me estaba señalando… y el gran clamor de millones de voces que canturreaban, «Vergüenza, Vergüenza». Así trata la sociedad a los que son distintos. – Yo soy distinto -replicó McMurphy-. ¿Por qué no me ocurrió algo parecido? La gente me ha estado atosigando por una cosa u otra desde que tengo memoria pero no es lo que… pero no me volví loco. – No, tienes razón. No es eso lo que te hizo volver loco. No he dicho que mis motivos fuesen los únicos. Aunque solía pensar de ese modo hace un tiempo, unos años atrás, en mis tiempos de intelectual, creía que el castigo de la sociedad era la única fuerza que conducía a las personas por el camino de la locura, pero tú me has obligado a revisar mi teoría. Hay otra cosa que empuja a la gente -a la gente fuerte como tú, amigo- por ese camino. – ¿Síi? No es que reconozca que voy por ese camino, ¿pero cuál es esa otra cosa? – Somos nosotros. -Su mano trazó un suave círculo blanco en torno al otro-. Nosotros -repitió. McMurphy dijo, «Mierda», sin mucho entusiasmo, sonrió y se levantó, al tiempo que obligaba a la chica a hacer otro tanto. Miró de reojo el reloj sumido en las sombras. – Son casi las cinco. Necesito echar un sueñecito antes de mi gran evasión. El turno de día tardará aún dos horas en llegar; dejemos a Billy y Candy un ratito más ahí abajo. Partiré sobre las seis. Sandy, cariño, tal vez una horita en el dormitorio nos despeje un poco. ¿Qué te parece? Mañana nos espera un largo viaje, hasta Canadá o México o donde sea. Turkle, Harding y yo también nos levantamos. Todos nos tambaleábamos bastante todavía, seguíamos bastante borrachos, pero una blanda, triste, sensación se había superpuesto a la borrachera. Turkle dijo que sacaría a McMurphy y a la chica de la cama al cabo de una hora. – Despiértame también a mí -dijo Harding-. Quiero quedarme en la ventana con una bala de plata en la mano y preguntar «¿Quién fue ese hombre enmascarado?» mientras se alejan… – Ni pensarlo. Los dos os acostaréis ahora mismo y no quiero volveros a ver el pelo. ¿Entendido? Harding sonrió y asintió, pero no dijo nada. McMurphy le tendió la mano y Harding se la estrechó. McMurphy retrocedió como un vaquero al salir del – Podrás volver a ser el gran lunático, amigo, cuando no esté el Gran Mac. Se volvió hacia mí y frunció el entrecejo. – No sé qué podrás ser tú, Jefe. Aún tendrás que pensártelo un poco. A lo mejor puedes conseguir un papel de malo en los programas de lucha libre de la TV. En fin, tú tranquilo. Le estreché la mano y todos nos dirigimos al dormitorio. McMurphy le dijo a Turkle que rasgara unas cuantas sábanas y escogiera sus nudos preferidos. Turkle respondió que así lo haría. Yo me metí en la cama bajo la luz grisácea del dormitorio y oí que McMurphy y la chica también se metían en la de él. Me sentía embotado y caliente. Oí al señor Turkle abrir la puerta del armario de la ropa blanca, en el pasillo, y soltar un largo y sonoro suspiro, casi un eructo, mientras la volvía a cerrar tras sí. Mis ojos comenzaron a habituarse a la oscuridad y conseguí vislumbrar a McMurphy y la chica acurrucados uno contra otro, acomodados hombro contra hombro, más como dos niños cansados que como un hombre y una mujer que se han acostado para hacer el amor. Y así los encontraron los negros cuando vinieron a encender las luces del dormitorio, a las seis y media. He estado reflexionando mucho sobre lo que ocurrió a continuación y he llegado a la conclusión de que tenía que suceder y que hubiese ocurrido de un modo u otro, en uno u otro momento, aunque el señor Turkle hubiera despertado a McMurphy y a las dos chicas y les hubiera hecho salir de la galería según lo previsto. La Gran Enfermera habría descubierto de algún modo lo que había pasado, tal vez simplemente por la expresión del rostro de Billy, y habría hecho exactamente lo mismo que hizo, tanto si McMurphy seguía allí como si no, y él se habría enterado y habría vuelto. Habría En cuanto empezamos a saltar de la cama y a deambular por la galería, el relato de lo ocurrido empezó a propagarse como un incendio forestal de murmuraciones. – ¿Tenían Los otros les explicaban que no sólo una prostituta, sino también una borrachera de padre y muy señor mío. McMurphy tenía pensado sacar a la chica antes de que llegara el equipo de día, pero no se despertó. Los que habían participado en la juerga empezaron a comentarlo con una especie de pausado orgullo y admiración, como suele hablar la gente que ha presenciado el incendio de un gran hotel o el desbordamiento de una presa -muy solemne y respetuoso porque aún no se han contabilizado las víctimas-, pero a medida que iban charlando, comenzaba a disiparse la solemnidad de los chicos. Cada vez que la Gran Enfermera y sus activos negros descubrían algo nuevo, como la botella vacía de jarabe para la tos o la flotilla de sillas de ruedas, aparcadas en un extremo del pasillo como caballitos vacíos en un parque de atracciones, súbita y claramente venía a la memoria otra parte de la noche, que sería descrita a los que no habían tomado parte y saboreada por los que habían estado presentes. Los negros nos habían conducido en tropel a la sala de estar. Crónicos y Agudos, todos mezclados en una excitada confusión. Los dos viejos Vegetales estaban sentados, muy hundidos bajo sus cobijas, y abrían y cerraban los ojos y las mandíbulas. Todos íbamos aún en pijama y zapatillas, excepto McMurphy y la chica; ella estaba vestida, a excepción de los zapatos y las medias de nylon, que ahora le colgaban de un hombro, y él llevaba sus calzoncillos negros con la ballena blanca. Se habían sentado muy juntos en un sofá, con las manos enlazadas. La chica había vuelto a dormirse, y McMurphy se apoyaba contra ella con una sonrisa adormilada. A pesar nuestro, la solemne preocupación iba cediendo paso a la alegría y el humor. Cuando la enfermera descubrió el montón de pastillas que Harding había rociado sobre Sefelt y la chica, empezamos a emitir gruñidos y bufidos para no soltar la carcajada, y cuando por fin descubrieron al señor Turkle en el armario de la ropa blanca y le hicieron salir, parpadeando y gruñendo, enredado en cien metros de jirones, como una momia con resaca, ya nos estábamos desternillando. La Gran Enfermera acogía nuestro buen humor sin rastro de sonrisas; cada carcajada era embutida garganta abajo y empezamos a pensar que de un momento a otro estallaría como una vejiga. McMurphy tenía una pierna desnuda colgando sobre el borde del sofá, se había bajado la gorra para que la luz no hiriera sus ojos enrojecidos, y se pasaba constantemente la lengua por los labios, una lengua que parecía barnizada con el jarabe para la tos. Se le veía mareado y horrorosamente cansado y se llevaba continuamente las manos a las sienes y bostezaba, pero aunque parecía sentirse muy mal, conservaba la sonrisa, y un par de veces incluso soltó una carcajada ante lo que iba descubriendo la enfermera. Cuando ésta se fue a telefonear al Edificio Principal para notificarles la dimisión del señor Turkle, éste y Sandy aprovecharon la oportunidad para abrir el candado de la reja, dijeron adiós a todos con la mano y desaparecieron campo a través, tropezando y resbalando sobre la húmeda hierba que brillaba bajo el sol. – No le ha vuelto a echar llave -le dijo Harding a McMurphy-. Sal. ¡Vete con ellos! McMurphy soltó un gruñido y abrió un ojo tan sanguinolento como un huevo fecundado. – ¿Estás bromeando? No podría meter la – Amigo, creo que no comprendes el alcance… – Harding, vete al diablo con tu palabrería; lo único que comprendo perfectamente esta mañana es que aún estoy medio borracho. Y mareado. A decir verdad, creo que a ti también te dura la borrachera. Y tú, Jefe; ¿sigues borracho? Dije que aún tenía la nariz y las mejillas insensibles. McMurphy hizo un gesto de asentimiento y volvió a cerrar los ojos; cruzó las manos sobre el pecho y resbaló en su asiento con la barbilla hundida en el cuello. Chasqueó los labios y sonrió como si estuviese descabezando un sueñecito. – Macho -dijo-, a todos les dura aún la borrachera. Harding seguía preocupado. Continuó insistiendo que lo mejor para McMurphy sería vestirse, pronto, mientras el viejo Ángel de Piedad estaba ahí dentro, telefoneando al doctor por segunda vez para comunicarle las atrocidades que acababa de descubrir, pero McMurphy aseguró que no había por qué ponerse tan nervioso; no estaba peor que antes, ¿verdad? – Ya he aguantado su peor ofensiva -dijo. Harding se llevó las manos a la cabeza y se retiró, anunciando la catástrofe. Uno de los negros advirtió que la reja estaba abierta, le echó la llave, se fue a buscar la lista a la Casilla de Enfermeras, y empezó a leer nombres en voz alta y a hacerles una señal, a medida que localizaba a los correspondientes pacientes. La lista está ordenada alfabéticamente pero al revés, para desconcertar, así que no llegó a las Bes hasta el final. Recorrió toda la sala de estar con la mirada sin mover el dedo del último nombre de la lista. – Bibbit. ¿Dónde está Billy Bibbit? -Tenía los ojos muy abiertos. Estaba pensando que Billy se había escapado bajo sus propias narices y que tal vez nunca conseguiría darle alcance-. ¿Alguien ha visto salir a Billy Bibbit, desgraciados? Esto nos recordó dónde estaba Billy y empezaron de nuevo los susurros y las risas. El negro se fue hacia la casilla y vimos cómo se lo explicaba a la enfermera. Ella depositó el auricular de un porrazo y se dirigió a la puerta con el negro pisándole los talones; un rizo de cabello se le había escapado de debajo de la cofia blanca y había caído sobre su rostro como ceniza húmeda. Tenía la frente y la nariz perladas de sudor. Nos preguntó que a dónde había ido el fugitivo. Le respondió un coro de risas, y sus ojos escudriñaron a los hombres, uno a uno. – ¿Bueno? ¿No se ha ido, verdad? Harding, sigue aquí… en la galería, ¿no es cierto? Respóndame. ¡Sefelt, responda! Acompañaba cada palabra de una penetrante mirada, que se clavaba en los rostros de los hombres, pero éstos eran inmunes al veneno de sus dardos. Sostenían su mirada; sus muecas eran un remedo de la antigua sonrisa confiada que ya había perdido. – ¡Washington! ¡Warren! Acompáñenme. Nos levantamos y los seguimos, mientras los tres procedían a abrir la puerta del laboratorio, de la sala de baños, del despacho del doctor. Scanlon se cubrió la sonrisa con la mano nudosa y murmuró: -Vaya bromita para el viejo Billy-. Todos asentimos. -Y pensándolo bien no sólo será una broma para Billy; ¿recordáis quién está allí? La enfermera llegó a la puerta del Cuarto de Aislamiento, en el extremo del pasillo. Todos nos acercamos a mirar, agolpándonos para echar un vistazo por encima de las cabezas de la Gran Enfermera y los dos negros, mientras ella abría la cerradura y daba un vigoroso empujón a la puerta. La habitación sin ventanas estaba oscura. Se oyó un chillido y un meneo en la oscuridad y la enfermera extendió la mano y proyectó la luz sobre Billy y la chica, que parpadeaban sobre el colchón instalado en el suelo, como dos lechuzas en su nido. La enfermera ignoró el coro de carcajadas a sus espaldas. – ¡William Bibbit! -Hizo un enorme esfuerzo por sonar fría y severa-. ¡William… Bibbit! – Buenos días, señorita Ratched -dijo Billy, sin ni siquiera hacer el gesto de levantarse y abrocharse el pijama. Cogió la mano de la chica y sonrió-. Ésta es Candy. La lengua de la enfermera cloqueó en su garganta. – Oh, Billy, Billy, Billy… estoy tan avergonzada de ti. Billy aún no estaba lo suficientemente despierto para responder gran cosa a sus reproches y la chica buscaba las medias bajo el colchón, con movimientos lentos y cálidos, después del buen sueño. En un momento determinado interrumpió su soñolienta búsqueda, levantó los ojos y sonrió en dirección a la glacial figura de la enfermera, allí, de pie, con los brazos cruzados, después se palpó para comprobar si tenía el jersey abrochado y luego volvió a tirar de la media, atrapada entre el colchón y las baldosas. Los dos se movían como gatos después de un hartazgo de leche caliente, desperezándose al sol; supuse que también a ellos les duraba la borrachera. – Oh, Billy -dijo la enfermera, como si estuviera a punto de deshacerse en lágrimas de pura decepción-. Una mujer como – ¿Cortesana? -sugirió Harding-. ¿Jezabel? La enfermera se volvió e intentó paralizarle con la mirada, pero él continuó tan tranquilo. – ¿No Jezabel? ¿No? -Se rascó la cabeza pensativo-. ¿Qué le parece Salomé? A lo mejor la palabra que buscaba era «dama». Bueno, sólo pretendía Ella volvió a encararse con Billy. Este se había concentrado en el esfuerzo de ponerse de pie. Se dio la vuelta y se puso de rodillas, con el trasero levantado como una vaca cuando se incorpora, luego estiró los brazos con las manos apoyadas, después apoyó un pie en el suelo, luego el otro y se irguió. Parecía satisfecho de haberlo conseguido, como si ni siquiera nos hubiera visto, amontonados en la puerta, chanceándonos y dándole ánimos. El griterío y las risas se arremolinaban en torno a la enfermera. Ella paseaba la mirada de Billy y la chica a nuestro grupo que se agolpaba a sus espaldas. El rostro de plástico y esmalte se desmoronaba. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo de concentración para calmar sus temblores. Sabía que había llegado el momento. Cuando volvió a levantar los párpados, los ojos aparecieron muy diminutos e inmóviles. – Lo que me preocupa, Billy -dijo, y advertí el cambio en su voz-, es cómo se lo tomará tu pobre madre. Recibió la reacción que buscaba. Billy se estremeció y se llevó la mano a la mejilla como si se la hubieran quemado con ácido. – La señora Bibbit siempre estuvo tan orgullosa de tu discreción. Lo sé. Esto será un golpe terrible para ella. Ya sabes cómo se pone cuando se altera, Billy; ya sabes cuan enferma puede ponerse la pobre mujer. Es muy sensible. Especialmente en lo referente a su hijo. Siempre hablaba de ti con tanto orgullo. Si… – ¡Noo! ¡Noo! -Su boca se movió sin lograr emitir ni un sonido. Agitó la cabeza, en gesto de súplica-. ¡No tiene qu-qu-qu-que ha-ha-hacerlo! – Billy, Billy, Billy -dijo ella-. Tu madre y yo somos viejas amigas. – ¡No! -clamó él. Su voz rasgó las blancas paredes desnudas del Cuarto de Aislamiento. Levantó la mandíbula, gritándole a la luz que brillaba en el techo-. ¡N-n-no! Nuestras risas se interrumpieron en seco. Observamos cómo Billy se dejaba caer al suelo, con la cabeza echada hacia atrás y las rodillas dobladas. Se pasaba la mano arriba y abajo por la pernera verde del pantalón. Su cabeza temblaba de terror, como un niño al que han amenazado con una azotaina en cuanto hayan cortado la vara. La enfermera le tocó en el hombro para consolarlo. El contacto lo hizo estremecer como si fuera un golpe. – Billy, no quiero que ella piense algo así de ti… ¿pero qué debo pensar? – N-n-no se lo di-di-di-diga, Se-se-señorita Rat-ched. No-no-no… – Billy, tengo que decírselo. Me horroriza la idea de que hayas podido hacer algo así, pero, la verdad, ¿qué puedo pensar? Te encuentro aquí, con esa clase de mujer. – ¡No! No lo hi-hi-hice. Estaba… -Se volvió a llevar la mano a la mejilla y se le quedó allí pegada-. Fue ella. – Billy, esta chica no puede haberte arrastrado aquí por la fuerza. -Movió la cabeza-. Compréndelo, me gustaría pensar de otro modo… por el bien de tu madre. La mano se deslizó mejilla abajo, dejando un rastro de largas señales rojas. – Fue ella. -Miró a su alrededor-. ¡Y M-M-McMurphy! Él fue. ¡Y Harding! ¡Y to-to-todos los demás! ¡Se bu-bu-burlaron, me Tenía el rostro fijo en el de ella. No miraba a uno ni otro lado, sólo directamente al frente, a la cara de la enfermera, como si allí tuviera una luz en vez de facciones, un hipnotizador reflector blanco, azul y anaranjado. Tragó saliva y esperó a que ella dijera algo, pero la enfermera no habló, estaba recuperando su pericia, su fantástica capacidad mecánica había analizado la situación y le decía que debía limitarse a callar. – ¡Me o-o-o-obligaron! Se-señorita Ratched, me o-o-o…! Ella apartó el reflector y el rostro de Billy se desplomó con sollozos de alivio. Le puso una mano en el cuello y atrajo su mejilla hacia su pecho almidonado, acariciándole el hombro mientras lanzaba una lenta, despectiva mirada a nuestro grupo. – No te preocupes, Billy. No te preocupes. Nadie te hará nada más. No te preocupes. Yo se lo explicaré a tu madre. Nos atravesó con la mirada mientras seguía hablando. Resultaba extraño oír aquella voz, suave, acariciante y cálida, en aquel rostro duro como la porcelana. – Está bien, Billy. Ven conmigo. Puedes esperar aquí, en el despacho del doctor. No hay ningún motivo para que permanezcas en la sala de estar con estos… amigos tuyos. Lo condujo al despacho, mientras le acariciaba la cabeza inclinada y decía: -Pobre chico, pobre chiquillo-, y nosotros fuimos emprendiendo la retirada por el pasillo, en silencio, y nos sentamos en la sala de estar sin mirarnos ni decir palabra. McMurphy fue el último en tomar asiento. Al otro lado, los Crónicos dejaron de removerse y comenzaban a acomodarse en sus respectivos huecos. Miré a McMurphy de soslayo, procurando que no se notara demasiado. Estaba instalado en su silla del rincón, tomándose un segundo de respiro antes del inicio del próximo asalto… dentro de una larga serie de próximos asaltos. La cosa contra la que luchaba nunca podía considerarse definitivamente vencida. La única posibilidad era golpearla y golpearla, hasta que uno quedaba sin fuerzas y otro tenía que ocupar su lugar. Se oyeron nuevos telefonazos en la Casilla de las Enfermeras y varias autoridades aparecieron para echar un vistazo al cuerpo del delito. Cuando por fin se presentó el doctor en persona, todos lo miraron como si él hubiera planificado todo eso, o al menos lo hubiera tolerado y autorizado. Se le veía pálido y tembloroso bajo aquellas miradas. Era evidente que ya estaba informado de casi todo lo ocurrido allí, en su galería, pero la Gran Enfermera volvió a exponérselo, con pausados y bien modulados detalles, para que nosotros también pudiéramos oírlo. Y esta vez con compostura, con solemnidad, sin murmurar y reír por lo bajo mientras ella hablaba. El doctor asentía, jugueteaba con las gafas y parpadeaba, con unos ojos tan llorosos que pensé que debía salpicarla. Ella acabó el discurso hablando de Billy y de la trágica experiencia por la que habíamos hecho pasar al pobre chico. – Lo he dejado en su despacho. A juzgar por su presente estado, le sugeriría que fuese a verle de inmediato. Ha sufrido una terrible experiencia. Me estremezco sólo de pensar en el daño que deben haberle hecho a ese pobre chico. Esperó hasta que el doctor también se estremeció. – Creo que debería ir a ver si puede hablar con él. Necesita mucha comprensión. Está en un estado lastimoso. El doctor bajó la cabeza y se alejó en dirección a su despacho. Lo seguimos con la mirada. – Mac -dijo Scanlon-. Oye… no creerás que ninguno de nosotros se ha tragado esas estupideces, ¿verdad? Es una lástima, pero todos sabemos quién tiene la culpa… no te culpamos a ti. – No -dije-, ninguno de nosotros te culpa. -Y hubiera querido que me arrancaran la lengua en cuanto advertí el modo como me miró. Cerró los ojos y se relajó. Como si esperara algo, eso parecía. Harding se levantó y se le acercó, y acababa de abrir la boca para decir algo, cuando el grito del doctor, al otro extremo del pasillo, llenó todos los rostros de horror y súbita clarividencia. – ¡Enfermera! -gritó el doctor-. ¡Cielos, Ella corrió, y los tres negros corrieron, pasillo abajo, hacia donde el doctor gritaba. Pero ni un paciente se levantó. Sabíamos que ya no podíamos hacer nada excepto quedarnos quietos y esperar que ella regresara a la sala de estar para comunicarnos lo que todos de antemano ya sabíamos que tenía que suceder, irremediablemente. Ella se fue derecha hacia McMurphy. – Se ha cortado la garganta -dijo. Esperó que él dijera algo. McMurphy no levantó los ojos-. Abrió el escritorio del doctor, encontró unos instrumentos y se cortó la garganta. El pobre desgraciado, incomprendido muchacho se ha suicidado. Está ahí, en la silla del doctor, degollado. Esperó de nuevo. Pero él seguía sin levantar los ojos. – Primero Charles Cheswick y ahora ¡William Bibbit! Supongo que por fin estará satisfecho. Jugando con vidas humanas -arriesgando vidas humanas- ¡como si se creyera Dio media vuelta, se dirigió a la Casilla de las Enfermeras y cerró la puerta tras ella, y en el aire quedó flotando un agudo, estremecedor sonido que rebotó en los tubos de neón sobre nuestras cabezas. Por un momento me cruzó por la mente la idea de intentar detenerlo, de convencerlo de que se contentara con lo ya ganado y la dejara vencer en el último asalto, pero otra idea, más poderosa, anuló por completo la primera. De pronto comprendí con meridiana claridad que ni yo ni ninguno de nosotros diez podría detenerlo. Que ni las buenas palabras de Harding, ni mi mano agarrándolo por detrás, ni las sentencias del viejo coronel Matterson, ni los tirones de Scanlon, ni todos nosotros juntos podríamos hacerle frente y detenerlo. No podíamos detenerlo porque éramos nosotros quienes le empujábamos a hacerlo. No era la enfermera quien le obligaba, era nuestra necesidad que le impelía a levantarse lentamente del asiento, que le empujaba, le hacía ponerse en pie y quedarse allí, como uno de esos autómatas de las películas, obedeciendo las órdenes que le transmitían cuarenta amos. Nosotros lo habíamos hecho seguir en la liza durante semanas, lo habíamos mantenido en pie mucho después de que sus pies y sus piernas ya hubieran cedido, semanas de obligarle a guiñar y sonreír y reír y continuar su comedia, mucho después de que su humor estuviera agostado entre dos electrodos. Lo vimos ponerse de pie, subirse los calzones negros a modo de mandil de cuero, y ladearse la gorra como si fuera un gran sombrero vaquero, con gestos lentos, mecánicos; y cuando cruzó la sala, se oyó claramente el rechinar del hierro de sus talones descalzos sobre las baldosas. Sólo al final -después de que derribara la puerta de cristal de un golpe, y ella agitara salvajemente el rostro y el terror destruyera para siempre cualquier otra expresión que pudiera intentar adoptar en el futuro, y lanzara un chillido cuando él la agarró y le desgarró el uniforme de arriba abajo por delante, y lanzara otro chillido cuando los dos círculos con los pezones salieron proyectados de su pecho y comenzaron a hincharse, hincharse, mucho más de lo que nadie nunca había podido imaginar, cálidos y sonrosados bajo la luz- sólo al final, después de que los funcionarios comprendieran que los tres negros no harían nada excepto quedarse allí mirando y que ellos tendrían que reducirlo sin su ayuda, y los doctores, supervisoras y enfermeras desprendieran los gruesos dedos rojos de la blanca carne de la garganta de la enfermera, cual si fueran sus vértebras cervicales, y lo apartaran de ella con un ruidoso jadeo simultáneo, sólo entonces dio señales de que tal vez podría ser algo más que un hombre sano, voluntarioso y cabezota, empeñado en realizar un dura tarea que debía concluirse, le gustase o no. Por fin cayó de espaldas y pudimos ver un momento su rostro antes de que se le echaran encima un montón de uniformes blancos, y gritó a todo pulmón. Un grito de animal acorralado lleno de miedo, odio, derrota y desafío, un grito que, si han seguido alguna vez el rastro de un mapache, un puma o un lince, es como el último sonido que emite el animal acorralado, herido y caído cuando le atrapan los perros, cuando por fin ya no le importa nada excepto él mismo y su muerte. Aún me quedé un par de semanas para ver qué ocurría. Todo cambió. Sefelt y Fredrickson se dieron de baja juntos contra el Dictamen Médico, dos días después se marcharon otros tres Agudos, y seis más fueron trasladados a otra galería. Se realizaron muchas averiguaciones en torno a la fiesta que había tenido lugar en la galería y el suicidio de Billy; el doctor recibió un mensaje que decía que su dimisión sería aceptada, y él les comunicó que tendrían que seguir la vía lenta y abrirle un expediente si querían que se fuera. La Gran Enfermera estuvo una semana en Medicina General y por unos días tuvimos a la enfermera japonesa de Perturbados a cargo de la galería; los chicos tuvieron así una oportunidad de modificar buena parte de las normas de la galería. Cuando por fin regresó la Gran Enfermera, Harding había conseguido incluso que volvieran a abrir la sala de baños y estaba al frente de una mesa de «veintiuno», y se esforzaba en conseguir que su delgado hilo de voz sonase como el berrido de subastador de McMurphy. Estaba repartiendo las cartas cuando oyó el sonido de la llave en la cerradura. Salimos todos de la sala de baños y acudimos a recibirla al pasillo y a preguntarle por McMurphy. Ella retrocedió de un salto cuando nos vio aparecer, y por un instante creí que saldría corriendo. Tenía el rostro arañado y amoratado y muy hinchado de un lado, con un ojo completamente cerrado, y llevaba un grueso vendaje en torno a la garganta. Y un uniforme blanco nuevo. Algunos de los muchachos hicieron una mueca al verlo; aunque era más pequeño, más apretado y estaba más almidonado que los viejos uniformes, ya no conseguía ocultar el hecho de que era una mujer. Harding se acercó un paso más, con una sonrisa, y le preguntó qué había sido de Mac. Ella sacó un bloc y un lápiz del bolsillo del uniforme y escribió, «Volverá», y nos lo tendió. El papel le temblaba en la mano. – ¿Está segura? -quiso saber Harding después de leerlo. Habíamos oído todo género de rumores, que había derribado a dos enfermeros en la galería de Perturbados, se había apoderado de las llaves y había escapado, que le habían devuelto al correccional… incluso, que la enfermera, que estaba a cargo de todo hasta que encontrasen otro doctor, le estaba sometiendo a un tratamiento especial. – ¿Está completamente segura? -repitió Harding. La enfermera volvió a sacar el bloc. Tenía las articulaciones entumecidas y su mano, más blanca que nunca, se deslizó a saltos sobre el papel como uno de esos gitanos de feria. «Sí, señor Harding», escribió. «No lo diría de no estar segura. Volverá.» Harding leyó la nota, luego la rasgó y le arrojó los trozos de papel. Ella se estremeció y levantó la mano para protegerse la mitad lacerada de la cara. – Señora, en mi opinión, es usted una farsante -le dijo Harding. Ella se lo quedó mirando y su mano se agitó un momento sobre el bloc, pero por fin dio media vuelta y se encaminó a la Casilla de las Enfermeras, guardándose el bloc y el lápiz en el bolsillo del uniforme. – Hmmm -comentó Harding-. Una conversación algo deshilvanada, según parece. Pero, bueno, cuando a uno le llaman farsante, ¿qué respuesta escrita La enfermera intentó restablecer el orden en su galería, pero resultaba difícil con la presencia de McMurphy aún en el ambiente, correteando por los pasillos y riéndose a carcajadas en las reuniones y cantando en los lavabos. Ya no podía gobernar con su vieja autoridad, y menos a base de escribir cosas en hojitas de papel. Fue perdiendo sus pacientes uno tras otro. Cuando Harding se dio de baja y su esposa vino a recogerlo, y George fue trasladado a otra galería, sólo quedamos tres del grupo que había tomado parte en la excursión: Martini, Scanlon y yo. No quería marcharme todavía, porque ella parecía demasiado segura; parecía estar esperando un nuevo asalto y en ese caso yo quería estar presente. Y una mañana, cuando McMurphy ya llevaba tres semanas fuera, ella jugó su última baza. Se abrió la puerta de la galería y los negros entraron una camilla con un cartel a los pies que decía en grandes letras negras, mcmurphy randle. P. postoperatorio. Y debajo habían escrito con tinta, lobotomía. Lo condujeron a la sala de estar y lo dejaron contra la pared, junto a los Vegetales. Nos agrupamos a los pies de la camilla, leímos el cartel; y luego miramos al otro extremo, hacia la cabeza hundida en la almohada, una mata de cabellos rojos sobre un rostro blanco como la leche, a excepción de los intensos morados en torno a los ojos. Tras un silencio, Scanlon se volvió y escupió en el suelo. – Aaah, pero qué pretende ahora esa vieja bruja, por todos los demonios. Ése no es él. – No se parece – ¿Creerá que somos imbéciles? – Oh, es un buen trabajo, sin embargo -comentó Martini, que se había acercado a la cabeza y la señalaba mientras iba hablando-. ¡Fijaos! Le han puesto la nariz rota y su curiosa cicatriz… y también las patillas. – Ya, ya -gruñó Scanlon-, ¡pero, Yo me abrí paso para situarme junto a Martini. – Claro, pueden hacer cosas como cicatrices y narices rotas -dije-. Pero no pueden reproducir su Scanlon volvió a escupir. – Exactamente. Todo resulta, cómo diría yo, demasiado – Fijaos -comentó uno de los pacientes que había retirado la sábana-, tatuajes. – Claro -dije yo-, pueden imitar los tatuajes. ¿Pero los brazos, huh? ¿Los brazos? No podrían imitarlos. ¡Sus brazos eran Scanlon, Martini y yo nos pasamos el resto de la tarde ridiculizando lo que Scanlon llamaba el roñoso doble de pacotilla, allí tendido en la camilla. Pero, a medida que fueron pasando las horas y comenzó a bajarle la hinchazón en torno a los ojos, advertí que cada vez eran más los muchachos que se acercaban a mirar aquella figura. Los veía pasar a su lado, fingiendo que se dirigían al estante de las revistas o a la fuente, para poderle echar un vistazo a aquel rostro. Los observé e intenté adivinar qué habría hecho él. Sólo estaba seguro de una cosa: él no hubiera permitido que un monigote como ése permaneciera allí, en la sala de estar, con una etiqueta con su nombre, durante veinte o treinta minutos, para que la Gran Enfermera pudiera señalarlo como ejemplo de lo que les puede ocurrir a los que desafían al sistema. De eso estaba seguro. Aquella noche esperé hasta que los ruidos del dormitorio me dijeron que todos dormían y hasta que los negros cesaron sus rondas. Luego volví la cabeza en la almohada para observar la cama contigua a la mía. Llevaba horas escuchando la respiración, desde que habían traído la camilla y le habían izado sobre la cama, había estado escuchando cómo trastabillaban y se detenían los pulmones, para luego reanudar la marcha, y mientras escuchaba abrigaba la esperanza de que se detuvieran de una vez para siempre; pero, todavía no le había mirado. Una luna fría brillaba a través de la ventana e inundaba el dormitorio de una luz como leche descremada. Me senté en la cama y mi sombra se proyectó sobre el cuerpo, y pareció como si lo hubiera partido en dos entre las caderas y los hombros, dejando sólo un espacio negro. La hinchazón en torno a los ojos había disminuido bastante y los tenía abiertos; miraban directamente a la luz de la luna, redondos y sin sueños, vidriosos de tanto permanecer abiertos sin parpadear, hasta que parecieron fusibles quemados. Me incliné a coger la almohada, y los ojos enfocaron el gesto y me siguieron mientras me levantaba y avanzaba el par de pasos que separaban nuestras camas. El cuerpo grande, tenaz, se aferró a la vida. Se debatió largo rato para impedir que se la arrebatase, se agitó tanto que, al fin, tuve que tenderme sobre él cuan largo era y aprisionar entre las mías las piernas que pataleaban, mientras le hundía la almohada en la cara. Permanecí lo que me parecieron días tendido sobre su cuerpo. Hasta que dejó de moverse. Hasta que se quedó quieto un rato, volvió a estremecerse y luego nuevamente se calmó. Entonces bajé de la cama. Cogí la almohada y bajo la luz de la luna pude ver que la expresión no había variado un ápice, que seguía conservando aquella mirada vacía, perdida, incluso después de asfixiado. Alargué los pulgares, le bajé los párpados y los mantuve en esa posición hasta que así se quedaron. Luego volví a tenderme en mi cama. Permanecí así un rato, con las mantas sobre la cabeza, y creí que no había hecho ruido, pero el siseo de Scanlon desde su cama me comunicó que no era así. – Tranquilo, Jefe -dijo-. Tranquilo. No pasa nada. – Cállate -susurré-. Duérmete ya. Durante un rato todo quedó en silencio; luego volví a oír su siseo y me preguntó: -¿Todo ha acabado? Le dije que sí. – Cielos -exclamó entonces-, ella se enterará. ¿Lo comprendes, verdad? Desde luego, nadie podrá demostrarlo -cualquiera podría palmarla en el postoperatorio, pasa constantemente- pero ella, ella sabrá la verdad. No dije nada. – Yo de ti, Jefe, me largaba con viento fresco. Sí señor. Voy a decirte una cosa. Tú te largas y yo diré que lo vi agitarse después de tu partida y así tendrás una coartada. Será lo mejor, ¿no crees? – Oh, sí, así por las buenas. Voy y les pido que me abran esa puerta y me dejen salir. – No. Él te enseñó una vez cómo hacerlo, si lo piensas bien. La primera semana. ¿Recuerdas? No le respondí, y él no dijo nada más, y en el dormitorio volvió a hacerse el silencio. Permanecí tendido algunos minutos más y luego me levanté y empecé a vestirme. Cuando estuve vestido, metí la mano en la mesita de noche de McMurphy, cogí su gorra y me la probé. Era demasiado pequeña y de pronto me avergoncé de haber querido usarla. La dejé caer sobre la cama de Scanlon al salir del dormitorio. Cuando ya me iba, él dijo: – Cuídate, amigo. La luna, que se desliza dificultosamente entre la tela metálica de la ventana de la sala de baños, perfilaba la abultada, pesada silueta del panel de mandos, con un reflejo tan frío sobre los cromados y los indicadores, que casi podía oír el tintineo de la luz al chocar contra el metal. Inspiré profundamente, me agaché y cogí las manijas. Empecé a tensar las piernas bajo el cuerpo y sentí el enorme peso sobre los pies. Me fui levantando y oí que los alambres y las tuberías se desprendían del suelo. Apoyé el panel sobre mis rodillas y conseguí rodearlo con un brazo y meter la mano debajo. El cromo tenía un tacto frío sobre mi cuello y mi cabeza. Empujé con mis espaldas la tela metálica, luego me giré y dejé que la inercia arrastrara el panel a través de la tela metálica y de la ventana con un ruido desgarrado. El cristal se astilló bajo la luna como brillante agua fría y bautizó la tierra dormida. Jadeante, pensé durante unos segundos en la posibilidad de volver para buscar a Scanlon y a algún otro, pero entonces oí el rechinar de los zapatos negros que corrían por el pasillo y apoyé la mano en el antepecho y salí por el mismo camino que el panel, al encuentro de la luna. Atravesé los terrenos corriendo en la misma dirección que recordaba había seguido el perro, hacia la carretera. Recuerdo que corría a grandes zancadas, y me parecía faltar un buen tramo antes de que el otro pie tocara el suelo. Me parecía volar. Era libre. Nadie se molesta en perseguir a los fugitivos, lo sabía, y Scanlon se las arreglaría para responder a cualquier pregunta referente al hombre muerto… no tenía por qué correr así. Pero no me detuve. Corrí muchas millas antes de interrumpir la marcha para subir a la carretera. Me recogió un tipo, un mexicano, que se dirigía al norte con un camión lleno de ovejas y le conté una historia tan perfecta -que era un luchador indio profesional y la agrupación había intentado encerrarme en un manicomio- que frenó en el acto, me dio una chaqueta de cuero para cubrirme el uniforme verde y me prestó diez dólares para que pudiera comer durante el trayecto en auto stop hacia el Canadá. Le pedí que me escribiera sus señas y prometí enviarle el dinero en cuanto pudiera. Es posible que acabe dirigiéndome al Canadá, pero creo que primero haré una parada junto al Columbia. Echaré un vistazo por Portland, Hood River y Los Rápidos para ver si encuentro a alguno de los chicos del pueblo a quien no haya idiotizado la bebida. Me gustaría saber qué ha sido de su vida desde que el gobierno intentó comprarles su derecho a ser indios. Incluso he oído decir que algunos de la tribu han empezado a reconstruir el viejo andamiaje por encima de la gran presa hidroeléctrica que ha costado millones de dólares, y que pescan salmón en el aliviadero. Daría algo por poder verlo. Sobre todo, me gustaría contemplar de nuevo el paisaje en torno al desfiladero, para aclarar un poco mis ideas.
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