"La Ley Del Amor" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)Tres En la misma medida en que su casa se llenaba de flores y faxes de felicitación, el corazón de Isabel se llenaba de miedo. La vida no podía haberle dado mayor premio que ser elegida candidata americana a la Presidencia del Planeta. Su sueño hecho realidad. Siempre quiso estar en la cima del poder, sentir el respeto y la admiración de todos. Y ahora que lo había logrado estaba aterrorizada. Un temor inexplicable le impedía gozar de su triunfo. Mientras más gente le mostraba su apoyo, más amenazada se sentía, pues, como era lógico suponer, a cualquiera le gustaría estar en su posición. Se sabía envidiada, observada y muy, pero muy vulnerable. Consideraba a todos los que la rodeaban como sus posibles enemigos. Sabía que el ser humano era corruptible por naturaleza y no confiaba en nadie. Cualquiera la podía traicionar. Por eso había empezado a extremar sus precauciones. Dormía con la puerta bajo llave. Detectaba toda clase de olores extraños que sólo ella percibía. Se había vuelto hipersensible a los sabores. En fin, sentía un peligro real y constante en el mundo externo y estaba convencida de que tenía al Universo entero en su contra. Mientras no tuvo nada que perder había vivido más o menos tranquila, pero ahora que estaba a punto de tenerlo todo temblaba como amapola al viento. Como cuando era niña y no podía caminar en la oscuridad pues sentía que el coco la podía atacar por la espalda. Esa sensación era la misma que experimentaba cuando veía escenas de amor en las películas. Sabía que la mayoría de ellas antecedían a una desgracia y entonces, en lugar de disfrutar los besos que se daban los amantes, su vista andaba pajareando por toda la pantalla esperando el momento en que el puñal entraría en escena y se encajaría en la espalda del novio. Lo mismo le pasaba con la música. Como sabía que la música de miedo era compañera inseparable de toda clase de horrores, en vez de gozar del tema de amor, siempre estaba pendientísima de detectar la mínima variación en la melodía para cerrar los ojos y evitar el sobresalto en el alma. Todo el mundo sabía que ese tipo de angustias eran muy malas para la salud. Tan era así que la Secretaría de Salubridad y Asistencia acababa de prohibir la inclusión de música de susto en las películas porque afectaba tremendamente el hígado de los espectadores. Isabel había aplaudido con entusiasmo la medida. Sólo lamentaba que en la vida real no existiera un organismo que regulara la participación de la tragedia en la vida diaria, que evitara que de un momento a otro el sonido de las campanas de fiesta se convirtiera en el de la sirena de una ambulancia que advirtiera a la población de la llegada del horror para que Isabel pudiera cerrar los ojos a tiempo. Porque en la situación que la había colocado la vida, la traía en permanente incertidumbre y con el Jesús en la boca. Todo el mundo quería verla, saludarla, entrevistarla, estar cerca de ella, o sea, del poder. Isabel tenía que enfrentar la situación, y con los ojos bien abiertos. Tenía que ser muy cuidadosa. No fiarse de nadie. No dejar el menor cabo suelto del que se pudieran agarrar sus enemigos para destruirla. Tenía que estar alerta y no tentarse el corazón en caso necesario. Claro que con eso no había problema. Si había sido capaz de eliminar a su propia hija, podía hacerlo con cualquiera que se interpusiera en su camino. Su hija había nacido en la Ciudad de México el 12 de enero de 2180 a las 21 horas 20 minutos. Era de signo Capricornio con ascendente en Virgo. Su carta astrológica indicaba que iba a tener muchos problemas con la autoridad debido a que tenía una cuadratura entre los planetas Saturno y Urano. Saturno representa la autoridad y Urano la libertad, la rebeldía. Además, la posición de Urano en el signo de Aries es terriblemente afirmativa, de manera que si decidía llevar la contra, lo iba a hacer en serio, a veces de manera impulsiva e irresponsable. La posición de Urano en la casa VIII del crimen indicaba la posibilidad de que se involucrara en actividades ocultas e ilegales con tal de llevar la contra a la autoridad. Con todas las subversivas características que esa niña tenía, era de esperar que cuando creciera se convirtiera en una verdadera ladilla, sobre todo para Isabel, quien siempre había tenido en sus planes ocupar la Presidencia Mundial. Bueno, no sólo era un simple sueño; su carta astral así lo indicaba y aseguraba, además, que cuando eso ocurriera por fin llegaría una época de paz para la humanidad. Así que Isabel no quiso tener a su hija como enemiga, y antes de que pudiera sentir afecto por ella la había mandado desintegrar por cien años para evitar que el positivo destino de la humanidad se viera alterado. A veces pensaba en ella. De haber vivido, ¿cómo habría sido? ¿Habría sido bonita? ¿Se habría parecido a ella? ¿Habría sido delgada, o gorda como Carmela, su otra hija? Pensándolo bien, tal vez le hubiera convenido desintegrar también a Carmela. Nada más la hacía pasar puras vergüenzas. Por ejemplo, esa mañana lo primero que Isabel hizo al despertar fue encender la televirtual para ver si estaban transmitiendo la entrevista que le habían hecho al nombrarla candidata a la Presidencia del Planeta y, efectivamente, la estaban pasando. Fue muy agradable verse en tercera dimensión en su propia recámara. ¡Qué satisfacción pensar que había estado presente en todas las casas del mundo! Le dijeron que había sido vista por millones y millones de personas. Lo único malo fue que a Abel Zabludowsky se le había ocurrido entrevistar a Carmela. ¡Qué vergüenza! La cerda de su hija también había entrado en todos los hogares. Sólo esperaba que hubiera cabido en las habitaciones sin desplazarla a ella. ¡Eso sí que era robar cámara! ¡Qué horror! ¿Qué estaría pensando de ella la gente? Que era una mala madre que no ponía a su hija a dieta. ¡Qué pena! No sabía qué iba a hacer con ella de ahora en adelante. Estaba esperando a una infinidad de personas que venían al «besamanos». En el patio se preparaban para la comida que iba a ofrecer a la prensa y no quería que su hija apareciera por ningún lado. Pero ¿cómo esconderla? Después de que había salido en el noticiero todos iban a preguntar por ella. Tenía que pensar en algo. La voz de su hija interrumpió sus pensamientos. – Mami, ¿puedo pasar? – Sí. La puerta de su recámara se abrió y apareció Carmela. Venía muy arreglada para la comida. Se había puesto un bello vestido blanco de encaje. Quería estar lo mejor presentable en un día tan especial para su madre. – ¡Quítate ese vestido! – Pero… si es el mejor que tengo… – Pues te ves como tamal vestido. Te queda pésimo. ¿Cómo se te ocurre vestirte de blanco con lo gorda que estás? – Es que la comida es de día y tú me has dicho que el negro sólo es para la noche. – Te acuerdas muy bien lo que digo cuando te conviene, ¿verdad? Pero ¿qué tal cuando tienes que seguir mis órdenes? ¡Vete a cambiar! Y cuando regreses trae la bolsa que vas a usar para ver si combina con tu vestido. – No tengo bolsa negra. – Pues búscate una. No vas a bajar sin bolsa en la mano. Sólo las prostitutas andan sin bolsa. ¿Eso es lo que quieres, parecer una puta? ¿Qué es lo que te propones? ¿Hacerme quedar en ridículo? – No. Carmela no pudo contener por más tiempo el llanto. Sacó de su bolsa un pañuelo desechable y se limpió las lágrimas que corrían por su rostro. – ¿Qué es eso? ¿No tienes pañuelos de tela? Cómo se te ocurre andar sin uno. ¿Cuándo has visto a una princesa sonarse con pañuelos desechables? De hoy en adelante tienes que aprender a comportarte a la altura de la situación en que me encuentro. ¡Y vete que ya me hiciste enojar! Carmela dio media vuelta y antes de que llegara a la puerta Isabel la detuvo. – Y acuérdate de esconderte de las cámaras. Isabel estaba furiosa. La juventud la reventaba. Sentía que los jóvenes siempre querían salirse con la suya, desobedecer, imponer sus gustos, retar a la autoridad, o sea, a ella. No entendía por qué todo el mundo tenía ese tipo de problemas con su persona. No la podían ver en una posición superior sin querer rebelarse de inmediato. Por cierto, lo más indicado era ir a ver que sus empleados hubieran arreglado el patio y las mesas tal y como ella lo había ordenado. El patio parecía un panal de abejas histéricas. Infinidad de trabajadores iban de un lado a otro bajo las órdenes de Agapito, el hombre de confianza de Isabel. Agapito se había tenido que esforzar más que nunca para halagar a su jefa, pues había contado con muy poco tiempo para coordinar una comida tan importante. Isabel realmente no tenía por qué haberla dado. Hacía sólo veinticuatro horas que había sido nombrada candidata y era lógico que no estuviera preparada para recibir a tanta gente en su casa, pero ella había querido impresionar a todos con su aparato de organización. Agapito con gran eficiencia se había encargado de que todo estuviera perfecto. Las mesas, los manteles, los arreglos florales, los vinos, la comida, el servicio, las invitaciones, la prensa, la música, todo, lo que se llama todo, había sido coordinado por él. Ni un detalle se le había escapado. En las manos traía todos los recortes de prensa con la noticia del nombramiento y el reporte de todas las personas que habían llamado para felicitar a Isabel. Sabía perfectamente que lo primero que ella iba a querer saber era quién estaba de su lado y quién aún no se había manifestado a favor para ponerlo en su lista de enemigos. En cuanto vio venir a Isabel a su encuentro lo invadió una sensación de impaciencia. Le urgía una felicitación de su ama y patrona. Se había esforzado hasta el cansancio para que todo estuviera perfecto y en orden. Isabel recorrió con la mirada el patio. Todo parecía estar tal y como ella lo esperaba, pero de pronto su vista se topó con los restos de una pirámide que luchaba por salir a la superficie justamente en medio del patio. No era la primera vez que se presentaba este problema y no era la primera vez que Isabel la había mandado tapar. No le convenía para nada que el gobierno se enterara que bajo su casa se encontraba una pirámide prehispánica. Lo que procedía en tales casos era la nacionalización de la propiedad por parte del Estado. Si eso ocurría, los arqueólogos se dedicarían a hacer excavaciones que sacarían a la luz parte del pasado de Isabel, que deseaba que se quedara muy, pero muy enterrado. – ¡Agapito! ¿Por qué no cubrieron la pirámide? – Pues… porque… creímos que era bueno para su imagen que vieran su preocupación por las cosas prehispánicas… – ¿Creímos? ¿Quiénes? – Pues… los muchachos y yo… – ¡Los muchachos! Los muchachos son unos pendejos que no pueden pensar por sí mismos y están bajo tus órdenes. Si ellos tienen más poder que tú, ¿para qué te necesito? ¡Voy a tener que contratar a otro que los pueda mandar y que lo obedezcan! – Bueno, ellos sí me obedecen… Más bien la decisión sí fue mía… – Pues igual estás despedido. – Pero… ¿por qué? – ¿Cómo que por qué? Porque ya me cansé de jugar a la escuelita con alumnos tarados. Te he dicho mil veces que el que no hace lo que yo digo se lo lleva la chingada. – Pero yo sí hice lo que usted dijo. – Yo nunca dije que dejaras esa pirámide ahí. – Pero tampoco me dijo que la cubriera. No es justo que me despida por ese error, cuando todo lo demás está perfecto, lo puede ver… – Lo único que yo veo es que no eres un profesional y que quiero que te vayas de inmediato. Dile a Rosalío que tome tu lugar. – Rosalío no está. – ¿Cómo que no está? ¿Adonde fue? – Al centro… Isabel se entusiasmó con la respuesta y en secreto le preguntó a Agapito. – ¿A conseguirme mi chocolate? – No, usted le dio permiso de ir a meter sus papeles a la Procuraduría de Defensa del Consumidor. – Pues a él también me lo despides. ¡Ya me tienen harta! Isabel dejó de gritar y puso su ensayada sonrisa char-ming en cuanto vio que entraba Abel Zabludowsky con su equipo y las cámaras. El terror la invadió. ¿La habría oído gritar? Esperaba que no. No era nada adecuado para su imagen. Le pasó un brazo por los hombros a Agapito y fingió estar bromeando con él por si las dudas. De pronto, el corazón le brincó. Carmela venía en camino con sus trescientos kilos encima. Tenía que impedir que la entrevistaran nuevamente y también que Abel Zabludowsky viera la punta de la pirámide. Agapito se vio muy listo y adivinándole el pensamiento sugirió una idea genial que le hizo recuperar su puesto y la confianza que Isabel tenía depositada en él. – ¿Qué le parece si sentamos a Carmela sobre la punta de la pirámide y le decimos que no se puede mover de ahí? Y fue así que Carmela, la exuberante, bolsa negra en mano, salvó a su madre de que alguien se enterara que el patio de su casa estaba a punto de parir una pirámide. |
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