"La Ley Del Amor" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)

Cuatro

Azucena había regresado a su casa a pie. Al caminar recobraba la tranquilidad mental. En la esquina de la calle donde vivía vio que Cuquita iba entrando en su edificio. Le extrañó mucho que apenas estuviera llegando, pues había salido de la oficina de Escalafón Astral mucho antes que ella. Al ver que traía cargando una bolsa del mandado encontró una razón justificada. De seguro había ido al mercado antes de volver a casa.

Cuquita, a lo lejos, también vio a Azucena y no le agradó nada. Intentó entrar lo más pronto posible para no toparse con ella, pero se lo impidió el cuerpo seboso de su borracho marido que se encontraba tendido a lo largo de la puerta. Eso no era nada raro. Prácticamente, su esposo era parte de la escenografía del barrio, y a nadie le extrañaba verlo a diario tirado en el piso todo vomitado y mosqueado. Los vecinos ya habían presentado una queja ante Salubridad y Asistencia y se le había advertido a Cuquita que no podía dejar que su esposo utilizara la calle de dormitorio. «¡Pobre Cuquita!», pensó Azucena. No en vano quería cambiar de esposo. Pero bueno, algo gordo tendría que haber hecho en otras vidas para tener ese karma encima. Desde el lugar donde se encontraba, Azucena observó cómo Cuquita trataba de arrastrar a su esposo hacia el interior del edificio, y cómo el esposo se encabronó y empezó a ponerle a Cuquita una golpiza marca diablo.

A Azucena, ese tipo de injusticias la enfurecían. Sin poderlo evitar, se le subía la sangre al cerebro y se convertía en una fuerza desatada de la naturaleza. En menos que canta un gallo llegó al lado de la pareja dispareja, jaló al marido de Cuquita de los pelos, lo lanzó contra la pared y acto seguido le propinó una fenomenal patada en los huevos. Para rematar le dio un gancho al hígado y, ya en el piso, una buena dotación de puntapiés en los que descargó toda la rabia contenida. Azucena quedó agotada, pero con una gran sensación de alivio. Cuquita no sabía si besarle la mano o correr a levantar el contenido de la bolsa del mandado que había caído por las escaleras. Se decidió por darle las gracias brevemente y empezó a recoger sus cosas antes de que alguien las viera. Azucena se aprestó a ayudarla y se sorprendió enormemente al ver que dentro de la bolsa no había ni fruta ni verduras sino una cantidad impresionante de virtualibros.

Unos meses atrás, Cuquita le había pedido su ayuda para la adquisición de los mismos. Su abuelita era ciega y se desesperaba mucho de no poder leer ni ver la televirtual. Acababa de salir al mercado un invento sensacional de películas para ciegos. Eran unos lentes muy sencillos que enviaban impulsos eléctricos al cerebro sin necesidad de pasar por los ojos y hacían que los ciegos «vieran» películas virtualizadas con la misma claridad que las personas que gozaban del sentido de la vista. La abuelita de Cuquita fue la primera en presentar su solicitud para adquirir el aparato y la primera en ser rechazada. No podía gozar de esos placeres pues su ceguera era karmática, ya que cuando había sido militar argentino, durante sus torturas había dejado ciegas a varias personas. Cuquita, al verla llorar día y noche, se había atrevido a pedirle a Azucena una carta de recomendación en la que dijera que ella era la astroanalista de la señora y que certificaba que ya había pagado sus karmas como «gorila», lo cual no era cierto. Azucena, por supuesto, se había negado. Iba contra la ética de su profesión hacer algo así. Pero para su asombro Cuquita se había salido con la suya y los había conseguido. Azucena estaba de lo más intrigada sobre cómo lo había hecho. ¿A quién habría sobornado? Cuquita no le dio tiempo de suponer nada. Llegó a su lado corriendo, le arrebató uno de los virtualibros de las manos y lo guardó rápidamente dentro de la bolsa. Acto seguido, se dirigió a ella en una actitud de lo más retadora.

– ¿Qué, me va a enunciar?

– ¿A enunciar qué?

– ¡No se haga! ¡Nomás le advierto que si le dice a la policía soy capaz de todo! Yo por defender a mi familia…

– ¡Ah! No, no se preocupe, no la voy a denunciar… Oiga, pero por favor dígame si donde los compró también venden compact discs.

Cuquita se sorprendió mucho de ver el interés de Azucena. No parecía tener deseos de traicionarla sino más bien de sacar provecho de la información. El brillo que había en sus ojos así se lo indicaba, y sin pensarlo más decidió confiar en ella.

– Este… sí… pero lo que pasa es que es bien peligroso comprarlos porque son completamente integrales. ¡Se lo advierto!

– No me importa. Dígame dónde, por favor. ¡Me urge conseguir uno!

– En el mercado negro que hay en Tepito.

– ¿Y cómo llego ahí?

– ¿Qué, nunca ha ido?

– No.

– ¡Híjole! Pues lo más loable es que se pierda porque está retebién complicado llegar. Yo la acompañaría, pero mi abuelita me está esperando para que le dé de comer… Si quiere vamos mañana.

– No, gracias, preferiría ir hoy mismo.

– Bueno, pues allá usté. Pues vayase a Tepito y por ahí pregunta.

– Gracias.


* * *

Azucena se levantó como resorte y sin despedirse de Cuquita corrió a la cabina aereofónica de la esquina para trasladarse a Tepito. En sólo unos segundos, Azucena ya estaba en el corazón de la Lagunilla. La puerta del aerófono se abrió y apareció frente a ella una muchedumbre que se peleaba a codazos por utilizar la cabina que iba a desocupar. Dificultosamente se abrió paso entre todos ellos e inició su recorrido por Tepito. Entre un mundo de gente, se dirigió primero que nada a los puestos donde vendían antigüedades. Cada uno de los objetos ejercía un hechizo sobre su persona. De inmediato se preguntó a quién habrían pertenecido, en qué lugar y en qué época. Cruzó por varios puestos retacados de llantas, coches, aspiradoras, computadoras y demás objetos en desuso, pero por ningún lado veía compact discs.

Por fin, en uno de los puestos vio un aparato modular de sonido. De seguro ahí los podría encontrar. Se acercó, pero en ese momento el «chacharero» no la podía atender. Estaba discutiendo con un cliente que quería comprar una silla de dentista con todo y un juego de pinzas, jeringas y moldes para tomar muestras dentales. Azucena no entendía cómo era posible que alguien se interesara en comprar un aparato de tortura como aquél, pero en fin, en este mundo hay gustos para todo. Esperó un rato a que terminara la operación regateo, pero los dos hombres eran igual de necios y ninguno quería ceder. Hubo un momento en que el «chacharero», aburrido de la discusión, volteó y le preguntó a Azucena qué se le ofrecía, pero Azucena no pudo pronunciar palabra. No se atrevió a preguntar en voz alta por el mercado negro de compact discs. Para no quedar de plano en ridículo, preguntó el precio de una bella cuchara de plata para servir. A sus espaldas escuchó la voz de una mujer diciendo: «Esa cuchara es mía. Yo la tenía apartada.» Azucena giró y se encontró frente a una atractiva mujer morena que reclamaba por la cuchara que ella tenía en la mano. Azucena se la entregó y se disculpó diciendo que ella no sabía que ya tenía dueña. Dio media vuelta y se retiró de lo más frustrada. Existía un enorme abismo entre la certeza de que había un mercado negro y la posibilidad de entrar en contacto con las personas que lo controlaban. No tenía la menor idea de cómo actuar, qué preguntar, adonde ir. Eso de ser evolucionada y no andar en negocios turbios tenía sus grandes inconvenientes. Lo mejor sería regresar otro día acompañada de Cuquita.

Azucena empezó a buscar el camino de salida entre la inmensidad de puestos cuando de pronto escuchó una melodía que provenía de un lugar especializado en aparatos modulares, radios y televisores. De inmediato se dirigió hacia allí. Al llegar, lo primero que llamó su atención fue el letrero de «Música Para Llorar», y abajo, en letras minúsculas: «Autorizada por la Dirección General de Salud Pública.» A pesar de que allí todo parecía muy legal, Azucena presentía que en ese puesto encontraría lo que buscaba. La música, efectivamente, hacía llorar. Le removía a uno la nostalgia y le anudaba los recuerdos. Al escucharla, Azucena recordó lo que sintió al convertirse en un solo ser con Rodrigo, lo que significaba traspasar las barreras de la piel y tener cuatro brazos, cuatro piernas, cuatro ojos, veinte dedos y veinte uñas para rasgar con ellas el Himen de entrada al Paraíso. Azucena lloró frente al anticuario desconsoladamente. El anticuario la observó con ternura. Azucena, apenada, se secó las lágrimas. El anticuario, sin decirle una palabra, sacó el compact disc del aparato modular y se lo dio.

– ¿Cuánto es?

– Nada.

– ¿Cómo nada? Se lo compro…

El anticuario sonrió amablemente. Azucena sintió cómo una corriente de simpatía se establecía entre ellos.

– Nadie puede vender lo que no es suyo. Ni recibir lo que no ha merecido. Lléveselo, le pertenece.

– Gracias.

Azucena tomó el compact disc y lo guardó en su bolsa. Le dio pena decirle al anticuario que también necesitaba un aparato electrónico para poder escucharlo, porque de seguro ese hombre, tan conocido y desconocido al mismo tiempo, se habría ofrecido a regalarle el aparato y eso, la verdad, ya era mucho encaje. Antes de retirarse, la mujer morena de la cuchara de plata, se acercó a saludar al anticuario. «¡Hola Teo!» El anticuario la recibió con un abrazo. «¡Mi querida Citlali, qué gusto de verte!» Azucena, sin decir palabra, se alejó y dejó a la pareja platicando animadamente. Algunos puestos más adelante compró un discman para escuchar su compact disc y después se dirigió a la cabina aereofónica más cercana. Le urgía llegar a su casa para poder escuchar la música. Se sentía como niña con juguete nuevo. Al llegar al lugar donde estaban las cabinas aereofónicas casi se desmaya. Frente a todas había una multitud hecha bolas tratando de entrar. Azucena logró abrirse paso a codazos y llegar a su meta en un tiempo récord: media hora. Pero su buena fortuna se vio opacada por el empujón que le dio un hombre de prominente bigote que intentó entrar en la cabina antes que ella. Azucena enfureció nuevamente ante esa otra injusticia. Con la cara transformada por la rabia, alcanzó al hombre y lo sacó de un jalón. El hombre se veía de lo más desesperado. Sudaba con la misma intensidad con que pedía clemencia.

– Señorita, ¡déjeme utilizar la cabina, por favor!

– ¡Óigame, no! Me toca a mí. Yo me tardé lo mismo que usted en llegar…

– ¿Qué le cuesta dejarme? ¿Qué son treinta segundos más o treinta segundos menos? Eso es lo que me voy a tardar en dejarle libre la cabina…

La multitud empezó a chiflar y a tratar de ocupar la cabina que esos dos estaban desaprovechando miserablemente. En ese preciso momento el bigotón vio que la cabina de junto se acababa de desocupar y, ni tardo ni perezoso, se coló dentro de ella. Azucena, antes de que le comieran el mandado, se metió dentro de la suya y asunto acabado.

¡Qué horror! Era sorprendente ver al ser humano reaccionar de una manera tan animal en pleno siglo XXIII. Sobre todo si se tomaban en cuenta los grandes avances que se habían alcanzado en el campo de la ciencia. Mientras Azucena marcaba su número aereofónico, pensó en lo agradable que era disfrutar de los adelantos de la tecnología. Desintegrarse, viajar en el espacio e integrarse nuevamente en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué maravilla!

La puerta del aerófono se abrió y Azucena se dispuso a entrar en la sala de su departamento, pero no pudo, una barrera electromagnética se lo impidió. La alarma empezó a sonar y Azucena se dio cuenta de que no estaba en su domicilio sino en la sala de una casa ajena, donde una pareja hacía el amor desenfrenadamente. Bueno, pensándolo bien los adelantos de la tecnología en México no eran muy confiables que digamos. Con frecuencia ocurrían ese tipo de accidentes, debido a que las líneas aereofónicas se cruzaban o se dañaban. Afortunadamente, en estos casos no existía el peligro de muerte. Pero de cualquier manera estos errores no dejaban de ser molestos y bochornosos.

La pareja de amantes al escuchar la alarma suspendió abruptamente el acto amoroso. La mujer trató de acomodarse la falda al tiempo que gritaba: «¡Mi esposo!» Azucena no sabía qué hacer ni adonde dirigir su mirada. La movió por toda la habitación, y finalmente la fijó sobre un cuadro colgado en la pared. Y la voz se le ahogó. ¡El hombre bigotón que estaba en la fotografía no era otro que el mismísimo bigotón con el que se acababa de pelear! Con razón el pobre quería llegar rápido a su casa.

Azucena pensó que de seguro el bigotón tenía que haber alcanzado a marcar su número aereofónico antes que ella lo sacara de la cabina, y que por eso ella había ido a caer en su casa. Azucena pulsó con desesperación su número aereofónico. Nunca antes había estado en una situación tan vergonzosa. Trató de disculparse antes de salir.

– Perdón, número equivocado.

– ¡A ver si se fija! ¡Estúpidaaa!

La puerta del aerófono se cerró y se abrió nuevamente a los pocos segundos. Azucena respiró aliviada al ver que estaba dentro de su departamento. O más bien lo que quedaba de él. La sala se encontraba en completo desorden. Habían muebles y ropa tirados por todos lados, y en medio del caos… ¡el bigotón, muerto! Un hilo de sangre le escurría de los oídos. Esto sucedía cuando un cuerpo, ignorando el sonido de la alarma, cruzaba bruscamente el campo magnético de protección de una casa que no era suya. Las células de su cuerpo no se integraban correctamente y un exceso de presión reventaba las arterias… ¡El pobre! Entonces, lo que en realidad había pasado era que las líneas aereofónicas se habían cruzado y con la desesperación que ese hombre traía por encontrar a su mujer con las manos en la masa tenía que haber salido hecho la brisa de la cabina sin darse cuenta de la alarma… Pero, ¡un momento! ¡Azucena no había dejado conectada la alarma! Seguía esperanzada en que algún día Rodrigo regresaría y no quería que tuviera problema para entrar. Entonces, ¿qué había pasado? Además, ¿por qué había tal desorden en su departamento?

Azucena fue de inmediato a revisar la caja de registro del sistema de protección de su casa y descubrió que alguien había metido mano negra. Los alambres estaban cruzados y mal conectados. ¡Eso quería decir que alguien había intentado matarla! Pero la ineficiencia de la Compañía Aereofónica le había salvado la vida. El cruce accidental de las líneas entre las dos cabinas aereofónicas había hecho que aquel hombre muriera en su lugar. ¡Lo que era el destino! ¡Debía su vida a la ineficiencia! Ahora tenía nuevas preguntas. ¿Por qué la habían querido matar? ¿Quién? No lo sabía. De lo único que estaba segura era de que aquel que hubiera sido traía un permiso para alterar el control maestro del registro del edificio, y Cuquita era la única que tenía facultades para permitírselo.


* * *

Azucena tocó la puerta de Cuquita. Tuvo que esperar un momento antes de que Cuquita le abriera, con lágrimas en los ojos. Azucena se apenó de haber llegado en un momento inapropiado. ¡Con tal de que su borracho esposo no la hubiera golpeado nuevamente, todo estaba bien!

– Buenas tardes, Cuquita.

– Buenas tardes.

– ¿Le pasa algo?

– No, es que estoy viendo mi telenovela.

Azucena se había olvidado por completo que Cuquita no atendía a nadie a la hora de su telenovela preferida: la versión moderna de El derecho de nacer.

– ¡Discúlpeme! Se me olvidó por completo… Lo que pasa es que me urge saber quién vino a arreglar mi aerófono…

– ¡Pues quién iba a ser, los de la compañía agrofónica!

– ¿Y traían una orden?

– ¡Pues claro! Yo no ando dejando entrar a nadie así como así.

– ¿Y no dijeron si iban a regresar?

– Sí, dijeron que mañana venían a terminar el trabajo… y si no tiene más preguntas me encantaría que me dejara ver mi telenovela…

– Sí, Cuquita, perdóneme. Gracias y hasta mañana.

– ¡Mjum!

El portazo de Cuquita en su cara le golpeó con la misma fuerza que la palabra «¡Peligro!» en su cerebro. Los supuestos aerofonistas suponían que ella supuestamente había muerto. Y por supuesto que esperaban recoger su cadáver al día siguiente y, supuestamente, sin ningún problema. ¡Hijos de supuesta madre! Al día siguiente regresarían, pero ¿a qué hora? Cuquita no se lo había dicho, pero si le tocaba de nuevo la puerta la mataba. Lo más probable era que esos hombres vinieran en horas hábiles, porque se estaban haciendo pasar por trabajadores de la Compañía Aereofónica. Bueno, tenía toda la noche para organizar su mente y diseñar una estrategia de defensa. Por lo pronto, había que deshacerse del bigotón. Azucena regresó rápidamente a su departamento y buscó en la bolsa del pantalón del cornudo su tarjeta de identificación personal. Después, marcó el número aereofónico que ahí aparecía, metió al bigotón en la cabina y lo mandó de regreso a su casa. ¡No cabía duda que, si ése no había sido el día de suerte para aquel hombre, sí había sido el día de las sorpresas desagradables para su esposa! ¡La cara que iba a poner cuando lo viera! Y Azucena no quería enterarse de la culpa que la iba a atacar después. ¡Bueno, pero nuevamente ella qué tenía que estarse metiendo en lo que no le importaba! Era a causa de una deformación profesional, que siempre se preocupaba por los efectos traumáticos que las tragedias tenían en los seres humanos.

Sentía mucha pena por ese hombre que había truequeado su destino con el de ella. Le estaría agradecida para siempre. La había salvado de morir. Pero ahora ¿quién la iba a salvar del peligro en que se encontraba? Si al menos ese hombre también hubiera truequeado su cuerpo con ella, le habría hecho el favor completo, pues los aerofonistas llegarían, se encontrarían con su cuerpo inerte, la darían por muerta y ella podría seguir buscando a Rodrigo aunque fuera en el cuerpo del bigotón. ¡Intercambio de cuerpos! ¡El «coyote»! ¡Lotería! Azucena sólo tenía que presentarse muy de mañana en la Procuraduría de Defensa del Consumidor y de seguro encontraría al «coyote» que ofrecía el servicio de trasplante de alma a cuerpos sin registro. Sabía que eso representaba entrar de lleno en el terreno de la ilegalidad, que se estaba arriesgando a que en la oficina de Escalafón Astral se enteraran de sus actividades ilícitas y le cancelaran su autorización para vivir al lado de su alma gemela. Pero a esas alturas a Azucena ya no le quedaba otra salida. Estaba dispuesta a todo.


* * *

Mientras estaba al acecho del «coyote», infiltrada en la cola de gente que esperaba que abrieran las oficinas de la Procuraduría de Defensa del Consumidor, Azucena no podía dejar de pensar en quién y por qué quería matarla. Ella ya había pagado todos sus karmas. No tenía enemigos ni debía ningún crimen. La única que la detestaba era Cuquita, pero no la creía tan inteligente como para preparar una muerte tan sofisticada. Si hubiera tenido intención de matarla, hacía mucho que le habría enterrado un cuchillo de cocina por la espalda. Entonces, ¿quién? La desagradable imagen del «coyote» doblando la esquina interrumpió sus cavilaciones. Azucena salió a su encuentro. En cuanto el «coyote» la vio venir, sonrió maliciosamente.

– ¿Qué? ¿Ya cambió de opinión?

– Sí.

– Sígame.

Azucena siguió al «coyote» por varias cuadras y poco a poco se adentraron en el barrio más antiguo y deteriorado de la ciudad. Penetraron en lo que en apariencia era una fábrica de ropa y bajaron al sótano por unas escaleras falsas. Azucena, horrorizada, entró en contacto con lo que era el tráfico negro de cuerpos.

Ese negocio lo había iniciado sin querer un grupo de científicos a fines del siglo XX al experimentar con la inseminación artificial en mujeres estériles. Ésta se practicaba de la siguiente manera: primero se extraía un óvulo de la mujer por medio de una operación. Este óvulo era fecundado en probeta utilizando el esperma del esposo. Y cuando el feto de probeta tenía varias semanas, se implantaba en el vientre de la mujer. Algunas veces la mujer no podía retener el producto y abortaba. Entonces había que repetir todo el proceso. Como la operación quirúrgica resultaba molesta, los científicos decidieron que en lugar de extraer un óvulo, extraerían varios a la vez. Los fecundarían todos por igual, de manera que si por alguna razón fracasaba el primer intento de implantación, contaban con un feto de repuesto, de la misma madre y del mismo padre, listo para ser introducido en el útero. Como no todas las veces era necesario utilizar un segundo y mucho menos un tercer feto, los sobrantes fueron congelados dando inicio así al banco de fetos. Con ellos se realizaron todo tipo de experimentos inhumanos, hasta el momento del gran terremoto. Desde ese tiempo el laboratorio y el banco de fetos quedaron sepultados por muchos años bajo tierra. En este siglo, al estar haciendo una remodelación en una tienda, habían descubierto los fetos congelados. Un científico sin escrúpulos los había comprado y con técnicas modernas había logrado desarrollar cada feto en un cuerpo adulto. El negocio se le presentaba ideal. El único ser capaz de implantar el alma dentro de un cuerpo humano es la madre. Estos cuerpos no la tenían, por lo tanto, no tenían alma. Tampoco tenían registro, pues no habían nacido en ningún lugar controlado por el gobierno. En otras palabras, ¡sólo esperaban que alguien les trasplantara un alma para poder existir! Y al «coyote» le encantaba realizar ese tipo de «buenas obras».

Azucena lo siguió por los tétricos pasillos. No sabía cuál cuerpo elegir. Había de todos tamaños, colores y sabores. Azucena se detuvo frente al cuerpo de una mujer que tenía unas bellas piernas. Ella siempre había soñado con tener unas piernotas. Las suyas eran muy flacas y, aunque tenía infinidad de virtudes intelectuales y espirituales para compensar ese defecto, siempre le había quedado el gusanito de tener unas piernas esculturales. Azucena dudó por un minuto, pero como no tenía mucho tiempo para gastar en indecisiones, pues los aerofonistas estaban por llegar a su casa, rápidamente señaló el cuerpo al mismo tiempo que decía «¡Ese!» En cuanto escogió el cuerpo, pidió que le hicieran el trasplante de inmediato. Eso aumentó el costo, pero ni modo. En la vida hay cosas que ni qué.

En un abrir y cerrar de ojos, Azucena ya estaba dentro del cuerpo de una mujer rubia, de ojos azules y piernotas. Se sentía muy extraña, pero no podía detenerse a reflexionar sobre su nueva condición. Pagó por su servicio y la condujeron a una cabina aereofónica secreta desde donde envió su antiguo cuerpo a su departamento. Ni siquiera pudo despedirse de él. Inmediatamente después, se trasladó a la cabina aereofónica que quedaba más cerca de su domicilio. Quería llegar más o menos al mismo tiempo que su cuerpo, pues necesitaba estar presente cuando los aerofonistas fueran a recoger su cadáver para verles las caras a sus enemigos. Había tenido el cuidado de dejar los alambres conectados tal y como los había encontrado. De esa manera, al entrar su viejo cuerpo a su casa «moriría» tal y como los asesinos lo esperaban, y así dejarían de molestarla. Azucena estaba parada en la esquina de su calle. Desde ahí podía observar perfectamente el movimiento en su edificio. Aunque ella también era objeto de observación y no dejaba de recibir piropos dirigidos a sus piernotas.

¡Cómo era posible que la humanidad no hubiera evolucionado en tantos milenios! ¿Cómo era posible que un par de bellas piernas siguiera trastornando a los hombres? Ella era la misma que el día de ayer, no había cambiado nada, sentía lo mismo, pensaba lo mismo, y sin embargo el día de ayer nadie le prestaba atención. ¿Cuánto tiempo más iba a tener que pasar para que los hombres se extasiaran contemplando la brillantez del aura de una mujer iluminada y santa? Quién sabe. Pero si pasaba más tiempo en ese lugar, se iba a exponer a otra clase de proposiciones. Decidió entrar en la tortería que se encontraba en la otra esquina de su calle, pues aparte de que desde ahí podía seguir observando quién entraba y salía de su edificio, podía comer una deliciosa torta cubana. Repentinamente ¡le había entrado un hambre! Quién sabe si era a causa de la angustia o porque a su nuevo cuerpo le urgía nutrirse, el caso era que moría por una torta. Su entrada en la tortería llamó la atención de todos los hombres.

Azucena se sintió molesta. Rápidamente cruzó el local y se sentó junto a la ventana para no perder detalle de lo que pasaba afuera. En cuanto sus piernas se ocultaron de la vista de todos, la tortería volvió a su rutina. La mayoría de los clientes habituales eran trabajadores que vivían en la Luna y que tenían que viajar muy temprano, antes de que el canal de noticias iniciara su programación. Entonces, en esta tortería, aparte de que podían desayunar riquísimo, se enteraban de lo que pasaba en el mundo. Lo más agradable de todo era que los dueños de la tortería conservaban una pantalla de televisión del año del caldo, lo cual siempre era un enorme alivio, y mucho más en esos momentos convulsionados. Los noticieros no hacían otra cosa que repetir y repetir el asesinato del señor Bush, y era espantoso verse forzada por la televirtual a estar dentro de la escena del crimen una y otra vez. Escuchar la detonación en el oído, ver cómo entraba la bala en la cabeza y luego ver cómo salía del cerebro junto con parte de la masa cerebral, ver al señor Bush desplomarse, escuchar los gritos, las carreras, revivir el horror. La mayoría de los restaurantes tenían televirtuales encendidas todo el día a petición de la población que estaba temerosa y quería enterarse minuto a minuto de lo que pasaba. Azucena no sabía cómo lo soportaban, cómo podían comer entre el olor de la sangre, de la pólvora, del dolor. Al menos en este lugar, donde los dueños se negaban a tener televirtual, cada uno podía decidir si veía o no veía lo que aparecía en la pantalla. Bastantes motivos tenía Azucena para sentirse triste y angustiada como para revivir ese tipo de sufrimientos.

Azucena decidió concentrarse en ver lo que pasaba del otro lado de la calle mientras los demás parroquianos veían la televisión. Las noticias no decían nada nuevo sobre las investigaciones del asesino del señor Bush.

– La policía continúa en el lugar de los hechos recabando pruebas…

– Este cobarde asesinato ha sacudido la conciencia del mundo…

– El Procurador General del Planeta ha girado instrucciones a los elementos de la Policía Judicial para que se avoquen a las investigaciones que conduzcan a la localización del asesino…

– El Presidente Mundial del Planeta condena este atentado en contra de la paz y la democracia y promete a la población que se procederá a la mayor brevedad posible para saber de dónde proviene y quiénes son los autores intelectuales de este reprobable atentado…

Azucena escuchaba los apagados y temerosos cuchi- cheos de los comedores de tortas. Todos parecían estar muy alarmados, pero cuando pasaron a las noticias deportivas se reanimaron instantáneamente. El campeonato de fútbol les hacía olvidar que había habido un asesinato y su mayor preocupación era saber si el muchacho que era la reencarnación de Hugo Sánchez iba a alinear o no. A la vista de Azucena, el o los asesinos del candidato habían planeado todo de manera que coincidiera con el campeonato interplanetario de fútbol. ¡Era increíble el poder de adormecimiento de conciencias que tenía el fútbol!

En ese momento, el gobernador del Distrito Federal era entrevistado y estaba advirtiendo a la población que no se iban a permitir los festejos en el Ángel de la Independencia. El día del juego Tierra-Venus iban a desintegrar el monumento por una semana para evitar desmanes. La gente protestó abiertamente. Entre los chiflidos de la gente y un «Ero» generalizado, casi nadie alcanzó a escuchar la entrevista que Abel Zabludowsky estaba transmitiendo desde la casa de Isabel González, la nueva candidata a la Presidencia Mundial, quien ostentaba el título nobiliario de Ex Madre Teresa, que había obtenido en su vida pasada en el siglo XX. Al final de la entrevista apareció la imagen de una gorda que ocupó toda la pantalla. Todos se preguntaron quién era esa gorda y nadie sabía la respuesta, pues habían perdido el hilo de la entrevista.

La única que no se distraía de sus asuntos era Azucena. La nave espacial de la Compañía Aereofónica acababa de aterrizar frente a su edificio. Dos hombres bajaron de ella. El mundo dejó de tener interés para Azucena. Sólo existían esos hombres a los que no les quitaba la vista de encima. En el momento en que estaba a punto de verles la cara, aterrizó la nave del Palenque Interplanetario de su vecino, el compadre Julito, y le tapó por completo la visión. Azucena se desesperó enormemente. ¡No podía ser! Uno a uno, descendieron de la nave del Palenque los integrantes de un grupo de mariachis. Azucena no podía ver nada porque los sombreros de charro le tapaban toda la visión. El compadre Julito le cayó más gordo que nunca. Azucena, apresuradamente, pagó su torta y salió del local. Ahora no le quedaba otra que acercarse al edificio para observar a los asesinos cuando salieran y arriesgarse a ser reconocida. ¡Pero si sería pendeja! No la podían reconocer porque tenía otro cuerpo. Azucena se rió. El cambio de cuerpo fue tan rápido que aún no lo había asimilado.

Azucena se sentó en las escaleras del edificio y esperó un momento. A los pocos minutos, los aerofonistas salieron acompañados de Cuquita, hecha un mar de lágrimas. En la puerta se despidieron de ella y le dijeron que lo sentían mucho. Azucena se quedó petrificada, no tanto por ver que su supuesta muerte había afectado a Cuquita hasta las lágrimas sino porque uno de los aerofonistas asesinos no era otro que la ex bailarina que había sido su ex compañero de fila en la Procuraduría de Defensa del Consumidor y que quería un cuerpo de mujer a como diera lugar. ¡No podía ser! ¡La había matado para quitarle su cuerpo! Pero ¿por qué no se lo había llevado? De seguro para seguir con la farsa. Pero entonces Azucena ya no entendía nada, pues ahora lo que procedía era que la nave funeraria de Gayosso recogiera su cuerpo y lo desintegrara en el espacio. Si los de Gayosso se llevaban el cuerpo, ¿cómo se iba a apoderar de él la ex bailarina? ¿Tendría contactos en la funeraria?

El compadre Julito empezó a ensayar Sabor a mí con su grupo de mariachis. La música hizo que Azucena suspendiera sus pensamientos y se pusiera a llorar. Últimamente estaba demasiado sensible a la música… ¡La música! ¡Bueno, de veras que sí estaba pendeja! ¡Con tanto lío se le había olvidado recoger su compact disc de su departamento. Y a lo mejor dentro de ese compact estaba la ópera que le habían puesto durante su examen para entrar en CUVA. ¡Ahora sí que estaba lucida! Tenía que entrar en su departamento y ya no podía. Su nuevo cuerpo no estaba registrado en el control maestro. ¡Pero le urgía recuperar su compact! Así que sin pensarlo dos veces tocó el timbre de la portería. Cuquita contestó por el videófono.

– ¿Quién?

– Cuquita, soy yo. Ábrame, por favor.

– ¿Quién yo? Yo no la conozco.

– Cuquita… no me lo va a creer pero soy yo… Azucena.

– ¡Sí, cómo no!

Cuquita colgó la bocina. Su imagen desapareció de la pantalla de la entrada. Azucena tocó nuevamente.

– ¿Otra vez usted? Mire, si no se va voy a llamar a la policía.

– Está bien, háblele. Yo creo que a la policía le va a interesar mucho saber dónde compra usted los virtualibros para su abuelita.

Cuquita no respondió. Se había quedado muda. ¿Quién demonios era esa mujer que sabía del asunto de los virtualibros? Efectivamente, la única que lo sabía era Azucena.

– Cuquita, por favor déjeme entrar y le platico todo. ¿Sí?

Cuquita rápidamente le permitió la entrada a Azucena.


* * *

Conforme Azucena contaba su historia, Cuquita se sentía cada vez más cerca de ella. Ya no la veía como al enemigo ni como al ser superior al que tenía que envidiar por definición. Por primera vez la veía de tú a tú, a pesar de que pertenecía a un partido político diferente: el de los evolucionados. La lucha de clases entre ellas siempre había sido una barrera. Recientemente se había agudizado a causa de la nueva norma emitida por el gobierno que indicaba que los evolucionados debían llevar una marca visible en el aura: una estrella de David a la altura de la frente. La intención era identificar de entrada al portador de la estrella para que obtuviera trato preferencial en donde fuera. Los evolucionados tenían derecho a infinidad de beneficios. Para ellos eran los mejores lugares en las naves espaciales, en los hoteles, en los centros vacacionales y, lo más importante, sólo ellos tenían acceso a puestos de confianza. Eso era lógico, a nadie se le ocurriría poner las arcas de la Nación en manos de un no evolucionado. De lo contrario, lo más probable sería que a causa de sus antecedentes criminales y su falta de luz espiritual terminara saqueando las arcas. Pero para Cuquita esa situación no era nada justa. ¿Cómo iban a dejar los no evolucionados su baja condición espiritual si nadie les daba la oportunidad de demostrar que estaban evolucionando? No era justo que porque en otra vida habían matado a un perro en esta fueran catalogados como «mataperros». Tenían que luchar por su derecho a ejercer el libre albedrío, y por eso se había creado el PRI. Cuquita era una activista muy entusiasta de su partido, y su máxima aspiración era llegar a obtener el derecho a conocer a su alma gemela al igual que su vecina, la evolucionada. ¡Cómo la había envidiado el día que se enteró que se había encontrado con Rodrigo! Pero lo que era el destino, en ese momento estaban en la misma situación de abandono, de angustia y de desesperación. Su mirada se había suavizado, y se conmovió hasta las lágrimas cuando Azucena compartió con ella su historia de amor. Las dos, abrazadas como viejas amigas, se prometieron guardar silencio. Ni Cuquita iba a soltar la información sobre la verdadera identidad de Azucena, ni Azucena iba a decirle a nadie sobre los virtualibros de la abuelita de Cuquita.

Y ya entradas en confianza, Cuquita se atrevió a preguntarle algo: ¿cómo le iba a hacer el lunes, cuando se presentara a meter sus papeles en CUVA, para que la auriografía que le habían tomado correspondiera con la de su nuevo cuerpo? Azucena se quedó boquiabierta. No había pensado en eso. Cuando a uno lo que le importa es sobrevivir pierde la perspectiva general de los problemas. ¿Cómo le iba a hacer? De pronto recordó que le habían cerrado la ventanilla antes de meter sus papeles. Eso le daba oportunidad de tomarse una auriografía con su nuevo cuerpo en cualquier lugar y sustituirla por la de CUVA, y… y súbitamente se le fue el color del rostro. ¡Tenía un nuevo cuerpo! Nunca pensó que al hacer el intercambio de almas la microcomputadora se iba a quedar dentro de su antiguo cuerpo. ¡Ése sí que era un problema mayor! Sin esa microcomputadora no podía ni acercarse al edificio de CUVA. Fotografiaban los pensamientos de todas las personas desde una cuadra a la redonda. Tenía que ir a ver al doctor Diez de inmediato. Tenía que instalarse otra microcomputadora en la cabeza.


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Azucena tomó aire antes de tocar en la puerta del consultorio del doctor Diez. Había subido a pie los quince pisos. El aerófono del doctor no dejaba de sonar ocupado. Seguramente estaba descompuesto. Y como ella no podía utilizar el aerófono de su consultorio porque su nuevo cuerpo no estaba registrado en el campo electromagnético de protección, tuvo que fletarse a pie las escaleras. Cuando más o menos recuperó el aliento, tocó a la puerta de su querido vecino. La puerta estaba abierta. Azucena la empujó y descubrió la causa por la que la línea del doctor Diez sonaba ocupada: el cuerpo del doctor, al morir, había caído justo en medio de la puerta del aerófono interfiriendo con el mecanismo que la cerraba. El doctor había muerto de igual forma que el bigotón. A Azucena se le fue el aliento. ¿Qué estaba pasando? Otro crimen en menos de una semana. Empezó a temblar. Y fue ahí cuando escuchó a la violeta africana del doctor llorar quedamente. El doctor Diez tenía la misma costumbre que Azucena, dejaba conectadas sus plantas al aparato planto-parlante. Azucena tenía náusea. Se metió en el baño y vomitó. Decidió irse rápidamente. No quería que la encontraran allí. Salió corriendo no sin antes tomar a la violeta africana entre sus manos. Si la dejaba en la oficina iba a morir de tristeza.


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Azucena está acostada en su cama. Se siente sola. Muy sola. La tristeza no es buena compañía. Entumece el alma. Azucena enciende la televirtual más para sentir a alguien a su lado, que para ver qué sucede. Abel Zabludowsky aparece de inmediato junto a ella. Azucena se acurruca a su lado. Abel, como imagen televirtuada que es, no siente la presencia de Azucena, pues él en verdad no se encuentra ahí sino dentro del estudio de la televirtual. El cuerpo que aparece en la recámara de Azucena es una ilusión, una quimera. Azucena, de cualquier modo, se siente acompañada.

Abel habla sobre la gran trayectoria del ex candidato a la Presidencia Mundial. El señor Bush era un hombre de color, proveniente de una de las familias más prominentes del Bronx. Su niñez la había pasado dentro de esta colonia residencial. Había asistido a las mejores escuelas. Desde niño había mostrado una inclinación natural por el servicio público. Había desempeñado infinidad de actividades de carácter humanista, etcétera, etcétera, etcétera. Pero Azucena no escuchaba nada. No le interesa lo que Abel diga en esos momentos. Lo que a ella le interesa es saber quién y por qué mató al doctor Diez. La muerte del doctor la tiene muy afectada. No sólo porque era un buen amigo sino porque sin su ayuda ella nunca podrá entrar a trabajar en CUVA, y esto significa el fin de la esperanza de encontrar a Rodrigo. ¡Rodrigo!

Se le hace tan lejano el día en que compartió esa misma cama con él. Ahora tiene que hacerlo con Abel Zabludowsky, que no es sino un patético e ilusorio sustituto. Rodrigo era tan diferente. Tenía los ojos más profundos que ella había conocido, los brazos más protectores, el tacto más delicado, los músculos más firmes y sensuales. La vez que estuvo entre los brazos de Rodrigo se sintió protegida, amada, ¡viva! El deseo inundó cada una de las células de su cuerpo, la sangre martilló sus sienes con pasión, el calor la invadió exactamente… exactamente como lo que estaba sintiendo ahora en brazos de Abel Zabludowsky. Azucena abrió los ojos alarmada. ¡No podía ser que estuviera tan cachonda! ¿Qué le pasaba? Lo que sucedía era que, efectivamente, estaba acurrucada sobre el cuerpo de Rodrigo, y Abel Zabludowsky había desaparecido. Sólo se escuchaba su voz alertando a la población.

– El hombre que todos ustedes están viendo es el presunto cómplice del asesino del señor Bush y es buscado por la policía.

En la pantalla apareció un número aerofónico para que todo aquel que lo identificara se comunicara de inmediato con la Procuraduría General del Planeta.

Azucena brincó. ¡No era posible! Eso era una mentira, ¡una vil mentira! Rodrigo estuvo con ella el día del asesinato. Él no tuvo nada que ver en ese crimen. De cualquier manera estaba muy agradecida de que lo hubieran confundido con el criminal en cuestión pues de esa forma pudo gozar de su presencia. Con mucha delicadeza empezó a acariciarle el cuerpo, pero le duró muy poco el gusto pues la querida imagen de Rodrigo se desvaneció lentamente y en su lugar apareció la del ex compañero de fila que tuvo en la Procuraduría de Defensa del Consumidor. La ex bailarina frustrada que la había matado y que, al parecer, también había asesinado al doctor Diez.

¿Qué estaba pasando? ¿Quién era ese hombre? ¿Qué era lo que quería? ¿Sería un psicópata? La voz de Abel Zabludowsky amplió la información que Azucena deseaba escuchar. Ese hombre es nada más y nada menos que el asesino del señor Bush. Las pruebas auriográficas así lo indicaban. Lo habían encontrado muerto en su domicilio. Se había suicidado con una sobredosis de pastillas. ¿Por qué se había suicidado? Y ahora ¿quién iba a aclarar que Rodrigo no había tenido nada que ver en el asesinato? Azucena tenía demasiadas preguntas en la cabeza. Demasiadas para poder mantener la cordura. Necesitaba algunas respuestas urgentemente. El único que podía dárselas era Anacreonte. Azucena estuvo tentada a reestablecer la comunicación con él, pero su orgullo se lo impidió. No quería dar su brazo a torcer. Dijo que le iba a demostrar que podía manejar su vida sola y lo iba a cumplir a toda costa.