"Malinche" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)

Dos.

Malinalli se había levantado más temprano que de costumbre. No había podido dormir en toda la noche. Tenía miedo. En el día que estaba aún por iniciar, por tercera vez en su vida, experimentaría un cambio total. Cuando el sol saliera, nuevamente la iban a regalar. No se explicaba qué podía haber de malo en su interior para que la trataran como un objeto estorboso, para que con tal facilidad prescindieran de ella. Se esforzaba por ser la mejor, por no causar problemas, por trabajar duro y, sin embargo, por alguna extraña razón no la dejaban echar raíces. Molía maíz casi a oscuras. Sólo la alumbraba la luz de la luna.

Desde el día anterior, cuando el canto de las aves había emigrado, su corazón había comenzado a encogerse. En total silencio observó cómo los pájaros, en su huida, se llevaban por el aire parte del clima, algunos trozos de luz y un pedazo de tiempo. De su tiempo. Ya nunca más vería el atardecer desde ese lugar. La noche se avecinaba acompañada de incertidumbre.


¿Cómo sería su vida al lado de sus nuevos dueños? ¿Qué sería de su milpa? ¿Quién sembraría de nuevo el maíz y quién lo cosecharía por ella? ¿Moriría sin sus cuidados?

Malinalli dejó escapar unas lágrimas. De pronto pensó en Cihuacóatl, la mujer serpiente, la diosa también llamada Quilaztli, madre del género humano, quien por las noches recorría los canales de la gran Tenochtitlan llorando por sus hijos. Decían que aquellos que la escuchaban ya no podían conciliar el sueño. Que sus lamentos de dolor y preocupación por el futuro de sus hijos eran aterradores. Hablaba a gritos del peligro y la destrucción que los acechaba. Malinalli, al igual que Cihua-cóatl, lloraba por no poder proteger su sembradío. Para Malinalli cada mazorca era un himno a la vida, a la fertilidad, a los dioses. Sin sus cuidados, ¿qué le esperaba a su milpa? Ya no lo sabría. A partir de ese día empezaría a recorrer el camino que ya antes había transitado: el del desapego a la tierra con la que se había encariñado.

Nuevamente iba a llegar a un lugar desconocido. Nuevamente iba a ser la recién llegada. La de afuera, la que no pertenecía al grupo. Sabía por experiencia que de inmediato tenía que ganarse la simpatía de sus nuevos amos para evitar el rechazo y, en el peor de los casos, el castigo. Luego venía la etapa en que tenía que agudizar sus sentidos para ver y escuchar lo más acuciosamente que pudiera para conseguir asimilar en el menor tiempo posible las nuevas costumbres y las palabras que el grupo al que iba a integrarse utilizaba con más frecuencia para, finalmente y en base a sus méritos, ser valorada.

Cada vez que trataba de cerrar los ojos y descansar, un vuelco en el estómago la despertaba. Con los ojos muy abiertos recordó a su abuela y en su mente se infiltraron imágenes queridas y dolorosas a la vez. La muerte de la abuela había marcado su primer cambio.

El afecto más cálido y protector que Malinalli tuvo en su primera infancia fue su abuela, quien por años había esperado su nacimiento. Dicen que durante ese tiempo, muchas veces estuvo a punto de morir, pero pronto se recuperó diciendo que no podía partir antes de ver a quien tendría que heredarle su corazón y su sabiduría. Sin ella, la infancia de Malinalli no habría tenido ningún momento de alegría. Gracias a su abuela, ahora contaba con elementos suficientes para adaptarse a los dramáticos cambios que tenía que enfrentar, y sin embargo… tenía miedo.

Para calmarlo, buscó en el cielo a la Estrella de la Mañana. A su Quetzalcóatl querido, siempre presente. Su gran protector. Desde la primera vez que la regalaron siendo muy niña, Malinalli aprendió a superar el miedo a lo desconocido apoyándose en lo familiar, en la estrella luminosa que quedaba frente a la ventana de su habitación y que veía «danzar» en el cielo de un lado a otro, dependiendo de la época del año. A veces estaba sobre el árbol del patio, a veces la veía brillar sobre las montañas, a veces a un lado de ellas, pero siempre parpadeante, alegre, viva. Esa estrella era la única que nunca la abandonaba en la vida. La había visto nacer y estaba segura de que la iba a ver morir, ahí, desde su puesto en el firmamento.


Malinalli relacionaba la idea de eternidad con la Estrella de la Mañana. Había escuchado decir a sus mayores que el espíritu de los seres humanos, de las cosas vivientes y de los dioses vivía por siempre, que era posible ir y venir de este tiempo a ese otro lugar fuera del tiempo, sin morir, sólo cambiando de forma. Esta idea la llenaba de esperanza. Eso significaba que en el infinito cosmos que la rodeaba, su padre y su abuela estaban tan presentes como cualquier otro astro; que era posible su regreso. Como lo era el del señor Quetzalcóatl. Con la diferencia de que el regreso de su padre y su abuela sólo la beneficiaría a ella y el regreso de Quetzalcóatl, por el contrario, modificaría por completo el rumbo de todos los pueblos que los mexicas tenían sojuzgados.

Malinalli estaba en total desacuerdo con la manera en que ellos gobernaban, se oponía a un sistema que determinaba lo que una mujer valía, lo que los dioses querían y la cantidad de sangre que reclamaban para subsistir. Estaba convencida de que urgía un cambio social, político y espiritual. Sabía que la época más gloriosa de sus antepasados se había dado en el tiempo del señor Quetzalcóatl y por eso mismo ella anhelaba tanto su retorno.

Infinidad de veces había reflexionado sobre el hecho de que si el señor Quetzalcóatl no se hubiera ido, su pueblo no habría quedado a expensas de los mexicas, su padre no habría muerto, a ella nunca la habrían regalado y los sacrificios humanos no existirían. La idea de que los sacrificios humanos eran necesarios le parecía aberrante, injusta, inútil. A Malinalli le urgía tanto el regreso del señor Quetzalcóatl -principal opositor de los sacrificios humanos- que hasta estaba dispuesta a creer que su dios tutelar había elegido el cuerpo de los recién llegados a estas tierras para que ellos le dieran forma a su espíritu, para que ellos lo albergaran en su interior.

Malinalli tenía la plena convicción de que el cuerpo de los hombres era el vehículo de los dioses. Ésa era una de las grandes enseñanzas que su abuela le había transmitido mientras, jugando, le enseñó a trabajar con el barro.

Lo primero que aprendió a modelar fue una vasija para beber agua. Malinalli era una niña de sólo cuatro años de edad, pero con gran sabiduría, y le preguntó a la abuela:

– ¿A quién se le ocurrió que hubiera jarros para el agua?

– Al agua misma se le ocurrió.

– ¿Y para qué?

– Para poder reposar en su superficie y así poder contarnos los secretos del universo. Ella se comunica con nosotros en cada charco, en cada lago, en cada río; tiene diferentes formas para vestirse de gala y presentarse ante nosotros siempre nueva. La piedad del dios que habita en el agua inventó los recipientes donde, al tiempo que alivia nuestra sed, habla con nosotros. Todos los recipientes donde el agua está nos recuerdan que dios es agua y es eterno.

– ¡Ah! -respondió la niña, sorprendida-. Entonces, ¿el agua es dios?

– Sí. Y también lo son el fuego y el viento y la tierra. La tierra es nuestra madre, la que nos alimenta, la que cuando reposamos sobre ella nos recuerda de dónde venimos. En sueños nos dice que nuestro cuerpo es tierra, que nuestros ojos son tierra y que nuestro pensamiento será tierra en el viento.

– Y el fuego, ¿qué dice?

– Todo y nada. El fuego produce pensamientos luminosos cuando deja que el corazón y la mente se fundan en uno solo. El fuego transforma, purifica e ilumina todo lo que se piensa.

– ¿Y el viento?

– El viento es también eterno. Nunca termina. Cuando el viento entra a nuestro cuerpo, nacemos y, cuando se sale, es que morimos, por eso hay que ser amigos del viento.

– Y… este…

– Ya no sabes ni qué preguntar. Mejor guarda silencio, no gastes tu saliva. La saliva es agua sagrada que el corazón crea. La saliva no debe gastarse en palabras inútiles porque entonces estás desperdiciando el agua de los dioses, y mira, te voy a decir algo que no se te debe olvidar: si las palabras no sirven para humedecer en los otros el recuerdo y lograr que ahí florezca la memoria de dios, no sirven para nada.

Malinalli sonrió al recordar a la abuela. Tal vez ella también estaría de acuerdo en que los extranjeros venían de parte de los dioses.

No podía ser de otra manera. Los rumores que recorrían casas, pueblos y aldeas afirmaban que esos hombres blancos, barbados, habían llegado empujados por el viento. Todos sabían que al señor Quetzalcóatl sólo se le podía percibir cuando el viento estaba en movimiento. ¿Qué mayor indicio podían esperar para comprobar que venían en su representación que el haber sido empujados por el viento? No sólo eso: algunos de los hombres barbados coronaban sus cabezas con cabellos rubios, como los del elote. ¿Cuántas veces ellos, en las ceremonias de celebración, se habían teñido el pelo de amarillo para ser una perfecta representación del maíz? Si la apariencia del cabello de los extranjeros semejaba la de los cabellos de elote, era porque representaban al maíz, al regalo que Quetzalcóatl había dado a los hombres para su sustento. Por tanto, el cabello rubio que cubría sus cabezas podía interpretarse como un signo de lo más propicio.

Malinalli consideraba al maíz como la manifestación de la bondad. Era el alimento más puro que podía comer, era la fuerza del espíritu. Pensaba que mientras los hombres fuesen amigos del maíz, la comida nunca faltaría en sus mesas; mientras reconocieran que eran hijos del maíz y que el viento los había transformado en carne, tendrían plena conciencia de que todos eran lo mismo y se alimentaban de lo mismo.

Definitivamente, esos hombres extranjeros y ellos, los indígenas, eran lo mismo.

No quería pensar en otra posibilidad. Si había otra explicación a la llegada de los hombres que cruzaron el mar, no deseaba saberla. Sólo si ellos venían a instaurar de nuevo la época de gloria de sus antepasados, era que Malinalli tenía salvación. Si no, seguiría siendo una simple esclava a disposición de sus dueños y señores. El fin del horror debía de estar cerca. Así quería creerlo.

Para confirmar su teoría, acudió con un tlaciuhque que leía los granos de maíz. El hombre tomó un puño de granos con la mano derecha. Luego, con la boca semiabierta, les sopló desde la garganta. Enseguida, el adivino los lanzó sobre un petate. Observó detenidamente la forma en que los granos habían caído y así pudo responder a las tres preguntas que Malinalli le había hecho:

– ¿Cuánto voy a vivir? ¿Voy a ser libre algún día? ¿Cuántos hijos voy a tener?

– Malinalli, el maíz te dice que tu tiempo no podrá medirse, que no sabrás en su extensión cuál será su límite, que no tendrás edad, pues en cada etapa que vivas descubrirás un nuevo significado y lo nombrarás, y esa palabra será el camino para deshacer el tiempo. Tus palabras nombrarán lo aún no visto y tu lengua volverá invisible a la piedra y piedra a la divinidad. Dentro de poco ya no tendrás hogar, no te dedicarás a la creación de la tela y la comida; tendrás que caminar y mirar y, mirando, aprenderás de todos los rostros, de todos los colores de piel, de todas las diferencias, de todas las lenguas, de lo que somos, de cómo lo dejaremos de ser y de lo que seremos. Ésta es la voz del maíz.

– ¿Nada más? ¿No dice nada sobre mi libertad?

– Ya te dije lo que el maíz habló. No veo más.

Esa noche Malinalli no pudo dormir. No sabía cómo interpretar las palabras del adivino. Fue casi de madrugada que pudo conciliar el sueño, y en él se vio como una gran señora, como una mujer libre y luminosa que volaba por los aires sostenida por el viento. Ese feliz sueño de pronto se volvió una pesadilla; Malinalli observó cómo, a su lado, la luna era atravesada por cuchillos de luz que la lastimaban e incendiaban toda. La luna, entonces, dejó de ser luna para convertirse en una lluvia de lágrimas que alimentaron la tierra seca, y de ella surgieron flores desconocidas que Malinalli, asombrada, nombró por primera vez, pero que olvidó por completo al despertar.

Malinalli sacó una pequeña bolsa de manta que traía amarrada bajo su enredo y que contenía los granos de maíz que habían utilizado para leerle su suerte. Era un recuerdo viviente que siempre llevaba con ella. Había unido los granos de maíz por en medio con un hilo de algodón para asegurar su destino. Uno a uno, los pasaba entre sus dedos cada mañana mientras oraba, y ese día no podía ser la excepción; con gran fervor pidió a su querida abuela que la protegiera, que cuidara de su destino, pero, más que nada, pidió que le quitara el miedo, que le permitiera ver con nuevos ojos lo que había por venir. Cerró los párpados y apretó los granos de maíz fuertemente antes de continuar con su labor.

Por su rostro escurrieron unas gotas de sudor provocadas, en parte, por el trabajo que estaba realizando en el metate y, en gran medida, por la humedad del ambiente que desde esa temprana hora se empezaba a sentir. La humedad no le molestaba para nada, por el contrario, le recordaba al dios del agua, que siempre estaba presente en el aire. Le gustaba sentirlo, olerlo, palparlo, pero esa mañana la humedad la incomodaba pues parecía estar cargada de un miedo insoportable. Era un temor que se metía bajo las piedras, bajo las ropas, bajo la piel.

Era un miedo que se escapaba del palacio de Moctezuma, que cubría como una sombra desde el valle del Anáhuac hasta la región en donde ella se encontraba. Era un miedo líquido, que impregnaba la piel, los huesos, el corazón. Un miedo provocado por varios presagios funestos que se habían sucedido uno tras otro, años antes de que los españoles llegasen a estas tierras.

Todos los augurios pronosticaban la caída del imperio.

El primero de ellos fue una espiga de fuego que apareció en la noche y que parecía estar dejando caer gotas de fuego sobre la tierra.

El segundo presagio fue el incendio que destruyó el templo de Huitzilopochtli, el dios de la guerra, sin ninguna explicación, sin que nadie hubiese encendido el fuego y sin que nadie lo pudiese apagar.

El tercero fue un rayo mortal que cayó sobre un templo de paja perteneciente al Templo Mayor de Tenochtitlan; fue un golpe de sol que surgió de la nada, pues apenas caía una leve llovizna.

El cuarto presagio fue la aparición en el cielo de una capa de chispas que de tres en tres formaban una larga túnica que atravesaba todo el cielo con su larga cola, saliendo por donde se mete el sol y dirigiéndose hacia donde éste sale. La gente al verlo daba alaridos de espanto.

En el quinto presagio, hirvió el agua en una de las lagunas que rodeaban el valle del Anáhuac. El agua hirvió con tal furia y se levantó tan alto que destruyó las casas.

El sexto presagio fue la aparición de Cihuacóatl, la mujer que se oía llorar por las noches diciendo: «¡Hijitos míos! ¿adonde los llevaré? ¡Tenemos que irnos lejos!».


El séptimo presagio fue la aparición de un ave desconocida que unos hombres que trabajaban en el agua encontraron y llevaron ante la presencia de Moctezuma. Era un pájaro ceniciento, como una grulla, que tenía en la cabeza un espejo. SÍ se miraba a través de él, se podía ver el cielo y las estrellas. Cuando Moctezuma miró por segunda vez el espejo, vio en la cabeza del ave a varias personas que se peleaban entre sí y lo tomó como un pésimo presagio.

Y el octavo y último presagio fue la aparición de gentes deformes que tenían dos cabezas o estaban unidas por el frente o la espalda y que después de que Moctezuma las veía, desaparecían.

Moctezuma, alarmado, mandó llamar a sus magos, a sus sabios, y les dijo:

– Quiero que me digan s¡ vendrá enfermedad, pestilencia, hambre, langosta, terremotos, si lloverá o no, díganlo. Quiero saber si habrá guerra contra nosotros o si vendrán muertes a causa de la aparición de aves con espejo en la cabeza, no me lo oculten; también quiero saber sí han oído llorar a Cihuacóatl, tan nombrada en el mundo, pues cuando ha de suceder algo en el mundo, ella lo interpreta primero que nadie, aun mucho antes de que suceda.

En el silencio del amanecer, Malinalli podía jurar que había escuchado los lamentos, los llantos de Cihuacóatl, y sintió unos deseos irresistibles de orinar. Dejó la labor del metate y salió al patio. Se levantó el enredo y el huípil, se puso en cuclillas y pujó, pero el esperado líquido se resistía a dejar su cuerpo. Malinalli entonces se dio cuenta de que la sensación que tenía en el vientre provenía del miedo y no de una necesidad fisiológica. Extrañó a su abuela como nunca y recordó el día en que la habían regalado por primera vez.

Era sólo una niña de cinco años.

La idea de dejar atrás todo aquello querido por ella le resultaba aterradora. Temblaba de pies a cabeza. Le dijeron que sólo podía llevar lo indispensable y ella no lo tuvo que pensar ni un instante. Tomó un costalito de yute y dentro metió la herencia de su abuela: un collar y una pulsera de jade, un collar de turquesa, unos huipiles que la abuela le había bordado, unas figuras de barro que juntas habían modelado y unos granos de maíz de la milpa, que juntas habían cosechado.

Su madre la condujo hasta la salida del pueblo. Malinalli, con su cargamento a cuestas, se aferraba a la mano de su madre, como queriendo hacerse una con ella. Como si ella misma -una frágil niña- fuese el propio Quetzalcóatl, luchando por fundirse con el sol para gobernar al mundo.

Pero ella no era diosa y su deseo fue en vano. Su madre le soltó los pequeños dedos agarrotados, la entregó a sus nuevos dueños y dio medía vuelta. Malinalli, al verla alejarse, se orinó y en ese momento sintió que los dioses la abandonaban. Que no iban a ir con ella, que el agua que escurría entre sus piernas era el signo de que el dios del agua la abandonaba, y lloró todo el camino. Dejó regadas sus lágrimas por las veredas que recorría como si fuera marcando el camino que años más tarde habría de seguir de regreso, esta vez en compañía de Cortés.


La tristeza de ese aciago día se aminoró grandemente cuando en la madrugada, cansada de llorar, al observar las estrellas descubrió entre ellas a la Estrella de la Mañana. Su corazón le brincó dentro del pecho. Saludó a su eterna amiga y la bendijo. En ese momento y a pesar de su corta edad -o tal vez gracias a ella-, a Malinalli le quedó muy claro que no había perdido nada. Que no había por qué tener miedo, que sus dioses estaban en todos lados, no sólo en su casa. Ahí mismo soplaba la brisa del viento, había flores, había canto, estaban la luna y la Estrella de la Mañana presentes, y al amanecer vio que el sol también salía por aquellas latitudes.

Con los días comprobó que su abuela tampoco había muerto, vivía en su mente, vivía en la milpa donde Malinalli había sembrado los granos de maíz que había traído en su morral. Juntas, la abuela y ella habían seleccionado los mejores granos de su última cosecha para ser sembrados antes de la próxima temporada de lluvias. Malinalli ya no lo pudo hacer ni con las bendiciones de su abuela ni en su querido terruño; sin embargo, la siembra había sido un éxito. La milpa se llenó de enormes mazorcas, que estaban impregnadas de la esencia de la abuela y, después de la cosecha, Malinalli pudo entrar en comunión con ella cada vez que se llevaba una tortilla a la boca.

La abuela había sido su mejor compañera de juegos, su mejor aliada, su mejor amiga a pesar de que con los años se había ido quedando ciega poco a poco. Lo curioso era que mientras la abuela menos veía, menos necesitaba los ojos. Ella no comentó a nadie que estaba perdiendo la vista. Se movía igual que siempre y sabía perfectamente dónde estaban todos los objetos. Nunca tropezó ni tampoco pidió ayuda. Parecía haber dibujado en su mente todas las distancias, los caminos y los rincones de su entorno.

Cuando Malinalli cumplió tres años, su abuela le regaló figuras de barro y juguetes de arcilla, un vestido que ella misma había bordado, casi a ciegas, un collar de turquesa y una pequeña pulsera de granos de maíz.

Malinalli se sintió muy amada. Acompañada de su abuela, salió al patio a jugar con todos sus regalos. Al poco rato una nube negra las cubrió y un fuerte trueno interrumpió la fiesta. Un relámpago llamó la atención de Malinalli. Era plata en el cielo. ¿Eso qué significaba? ¿Qué era ese brillo plateado en lo gris? Y antes de que la abuela contestara comenzó a granizar. El sonido fue tal que ya no se oyó una voz más. Sólo la voz del granizo que todo lo ensordecía.

Malinalli y su abuela se guarecieron de la lluvia dentro de la casa. Cuando la lluvia cesó, Malinalli pidió permiso para salir a jugar. Entusiasmada y feliz, hundió sus manos en las piedras de hielo, levantó figuras, hizo círculos de hielo, hasta que éste poco a poco se fue volviendo agua. Jugó durante horas con el agua y el lodo. Manchó su vestido nuevo, sus rodillas y sus manos. Hizo muñecas de barro, pelotas de lodo y finalmente se cansó. Ya oscureciendo entró de nuevo a su casa y con una gran alegría le dijo a su abuela:

– De todos los juguetes que me han regalado, los que más me gustan son mis juguetes de agua.

– ¿Por qué? -le preguntó la abuela.

– Porque cambian de forma. Y la abuela le explicó:

– Sí, hija, son tus más bonitos juguetes, no sólo porque cambian de forma sino porque siempre vuelven, pues el agua es eterna.

La niña se sintió comprendida y le dio un beso a su abuela. Al recibirlo, la abuela notó que la niña olía a tierra mojada y que estaba llena de lodo de pies a cabeza. A la abuela no le molestó que hubiera ensuciado su vestido; tampoco la reprendió por haber desgastado tan pronto lo que con tanto esfuerzo sus ojos ciegos habían creado. Al contrario, le habló de la alegría que era obtener placer con el agua, con la tierra y con el viento. Que entregarse a ellos era una forma de gozar la vida.

Después de la lluvia otra vez el calor se apoderó del clima y poco a poco se volvió insoportable. Malinalli, aunque ya era de noche, pidió permiso para salir nuevamente a jugar; la abuela, por ser su cumpleaños, se lo concedió. La anciana se sentó en el portal mientras su nieta jugaba y reía. Después de un rato, el silencio se hizo presente. No se oyó un sonido más.

La abuela se alarmó y fue a buscar a su nieta, a la cual amaba más allá de la carne, más allá de la mirada, más allá de las estrellas. Caminando, tropezó con ella y descubrió que la niña se había quedado dormida encima del lodo. Con gran ternura la acarició, la cargó en sus brazos y la llevó dentro de la casa. La durmió en su regazo y se quedó contemplando las estrellas. No las podía ver con sus ojos del cuerpo pero sí con los del alma, y con ésos hacía tiempo que ella había dibujado en su corazón un planetario.

Ese día la casa había estado en silencio y sólo el cascabel de la risa de Malinalli había llenado los espacios y las distancias del hogar. Sólo la abuela y Malinalli habían celebrado su cumpleaños pues su mamá había salido varios días antes, en compañía de un tlatoani, del cual estaba enamorada, para asistir como espectadores a la ceremonia del Fuego Nuevo que cada cincuenta y dos años se realizaba en esas tierras. Era un evento importante, pero la madre de Malinalli había tardado más de lo necesario en regresar.

Pasada la medianoche se oyeron las risas y el bullicio que hacían la madre de Malinalli y su nuevo señor. Venían alegres y muy animados, pues el hombre, al calor del Fuego Nuevo, le había propuesto matrimonio y ella, gustosa, había aceptado de inmediato. Ella lo invitó a pasar, le preparó una hamaca para que durmiera y cuando la madre de Malinalli se disponía a dormir, su suegra la interrumpió diciéndole:

– Hoy hace tres años nació tu hija, hoy fue su cumpleaños, ¿por qué no estuviste con ella? ¿Por qué no tuviste el cuidado de poner sobre su pubis la concha roja?

– Porque entonces cuando ella cumpla trece años tendría que hacerle la ceremonia del «nacer de nuevo» y yo ya no voy a estar ahí para hacerlo.

– ¿Cómo es eso de que no vas a estar a su lado?

– No, porque la voy a regalar.

– No puedes arrancarla de mí. Ella pertenece a mi corazón, ella pertenece a mi sentimiento, en ella está presente la imagen de mi hijo, ¿acaso lo has olvidado?

La madre de la niña, con voz hiriente, le contestó:

– Todo se olvida en esta vida, todo pasa al recuerdo, todo acontecimiento deja de ser presente, pierde su valor y su significado, todo se olvida. Ahora tengo un nuevo señor y tendré nuevos hijos; Malinalli será entregada a una nueva familia que se encargará de cuidarla pues ella forma parte del fuego viejo que yo quiero olvidar.

La abuela reclamó:

– No. Yo estoy aquí para regalarle el camino, para suavizar su existencia, para mostrarle que el sueño en el que vivimos puede ser dulce, lleno de cantos y flores.

La nuera respondió:

– No todos soñamos lo mismo. El sueño puede ser cruel, el sueño puede ser doloroso como el mío. Ella será entregada porque en esta vida se olvida todo.

La abuela, con voz autoritaria, repuso:

– Es notorio que no te causa llanto ni preocupación lo que pase con tu hija. Veo que has olvidado los consejos de tu padre y de tu madre. ¿Crees acaso que has venido a esta tierra a vociferar, a dormir y a despertar jocosamente con tu nuevo señor? ¿Has olvidado que fue el dios del cerca y del junto quien te dio a esa niña para que la enseñaras a conducirse en la vida? Si es así, deja que yo me encargue de ella. Deja que mientras yo tenga vida, Malinalli viva a mi lado.

La madre de Malinalli accedió a la petición de la abuela y fue así que a partir de ese día la niña fue educada amorosamente por ella.

Gracias a las largas pláticas que la abuela y su nieta sostenían, desde los dos años el lenguaje de la niña era preciso, amplio y ordenado. A los cuatro años, Malinalli ya era capaz de expresar dudas y conceptos complicados sin el menor problema. El mérito era de la abuela.

Desde muy temprana edad, se había encargado de enseñarle a Malinalli a dibujar códices mentales para que ejercitara el lenguaje y la memoria. «La memoria», le dijo, «es ver desde dentro. Es dar forma y color a las palabras. Sin imágenes no hay memoria». Luego le pedía a la niña que dibujara en un papel un códice, o sea, una secuencia de imágenes que narraran algún acontecimiento. Podía ser un hecho real o imaginario. La niña pasaba largas horas dibujando y, por la noche, la abuela le pedía a Malinalli que le narrara su códice antes de dormir. De esta manera era como ellas jugaban. La abuela se divertía mucho descubriendo la imaginación y la inteligencia que su nieta tenía para interpretar las imágenes de un lienzo.

Lo que Malinalli nunca se imaginó fue que su abuela estuviera ciega. Para ella, la abuela se comportaba normalmente y conversaba muy bonito, sentía que el timbre de su voz acariciaba su oído y despertaba en ella una enorme alegría; se podía decir que Malinalli estaba enamorada de la voz y los ojos de su abuela. Cuando la abuela narraba historias, Malinalli observaba sus ojos con una curiosidad desmedida pues veía en ellos una belleza que no había visto en ninguna otra persona. Lo que más le atraía era que los ojos de su abuela sólo se encendían cuando hablaba. Cuando la abuela quedaba en silencio, sus ojos perdían vida, se apagaban. Fue de manera accidental que descubrió que esto se debía a que no podía

ver.

Una tarde, cuando la abuela descansaba en el exterior de la casa, Malinalli se acercó en silencio y, sin hacer ruido, se puso muy cerca de su abuela. Traía un pequeño pájaro entre sus manos y le dijo:

– Mira abuela, ¿ves cómo sufre? La abuela le preguntó:

– ¿Qué es lo que sufre?

– ¿No lo ves? Lo traigo en mis manos y está herido, me gustaría curarlo.

– No, no lo veo, ¿de dónde está herido?

– De una de sus alas.


La abuela extendió las manos y Malinalli depositó en ellas la pequeña ave.

Para Malinalli fue toda una sorpresa darse cuenta de que su abuela trataba de descubrir a tientas el daño en el ala del pájaro.

– Citli, ¿cómo es que viéndolo todo, no ves nada? Si tus ojos no ven los colores, no ven mis ojos, no ven mi cara, no ven mis códices, ¿qué es lo que ven?

La abuela le contestó:

– Yo veo lo que está atrás de las cosas. No puedo ver tu cara, pero sé que eres hermosa; no puedo ver tu exterior, pero puedo percibir tu alma. Nunca he visto tus códices, pero los he visto a través de tus palabras. Puedo ver todas las cosas en las que creo. Puedo mirar el porqué estamos aquí y adonde iremos cuando dejemos de jugar.

Malinalli empezó a llorar en silencio y su abuela le preguntó:

– ¿Porqué lloras?

– Lloro porque veo que no necesitas los ojos para mirar ni para ser feliz -le respondió-, y lloro porque te quiero y no quiero que te vayas.

La abuela, con ternura, la tomó entre sus brazos y le dijo:

– Nunca me iré de ti. Cada vez que veas un ave volar, ahí estaré yo. En la forma de los árboles, ahí estaré yo. En las montañas, en los volcanes, en la milpa, estaré yo. Y, sobre todas las cosas, cada vez que llueva estaré cerca de ti. En la lluvia siempre estaremos juntas. Y no te preocupes por mí, yo me quedé ciega porque me molestaba que las formas me confundieran y no me dejaran ver su esencia. Yo me quedé ciega para regresar a la verdad. Fue una decisión mía y estoy feliz de ver lo que ahora veo.

Había amanecido. Esa mañana la luz era más líquida y las nubes dibujaban fantásticos animales en el cielo. Malinalli, acompañada del recuerdo de su abuela, dejó la labor del metate y procedió a encender el fuego para calentar el comal en donde la masa se transformaría en tortillas.

Lo hizo despacio y en respetuoso silencio. Era la última vez que lo encendería en ese lugar. Por un momento se dedicó a observar las formas del fuego tratando de adivinar su significado. El dios Huehuetéotl, el Fuego Viejo, le mostró sus mejores formas y colores. Las chispas, rojas y amarillas, se mezclaron con las verdes y azules para dibujar en los ojos de Malinalli mapas estelares, que la ubicaron en un lugar fuera del tiempo. Malinalli por un momento se llenó de paz. En este estado, modeló la masa con las palmas de sus manos y elaboró un par de tortillas que puso a cocer en el comal. La primera se la comió lentamente, hasta sentir dentro de su cuerpo la presencia de la abuela y del señor Quetzalcóatl. La otra la dejó quemar por completo y más tarde la molió en el metate hasta que la tortilla sólo fue una fina ceniza que lanzó al aire para dejar constancia de su presencia en ese lugar, para que el viento hablara por ella de su pasado, de su infancia, de su abuela.

Realizada esta íntima y personal ceremonia, Malinalli procedió a empacar sus pertenencias. Metió en un saco de yute los collares que como herencia su abuela le había dejado, unos granos de maíz de su milpa, más unos cuantos granos de cacao; moneda de gran valor, para utilizarlas en caso de una necesidad. Al hacerlo, deseó ser igual de valiosa que un grano de cacao; si así fuera, sería altamente valorada y nadie se atrevería a regalarla así nomás.

En cuanto tuvo listo el equipaje que la habría de acompañar, se dedicó a lavarse, vestirse y peinarse con esmero. Antes de partir, bendijo a la tierra que la había alimentado, al agua, al aire, al fuego y le pidió a los dioses que la acompañaran, que la guiaran, que le dieran su luz para conocer su mandato y su voluntad para poder cumplirlos. Pidió su bendición para que todo aquello que ella fuera a hacer o decir de ahí en adelante fuera de provecho para ella, para su pueblo y para la armonía del cosmos. Pidió al sol que le diera el poder de su voz para ser oída por todos y a la lluvia que la ayudara a fecundar todo aquello que sembrara.

Cubrió con tierra las cenizas que quedaban de lo que para ella era su fuego viejo y partió, con sus quince años a cuestas y la compañía de su abuela y Quetzalcóatl en las entrañas.

Aquel día, Cortés se había levantado de madrugada.

No podía dormir. Durante la noche, los pocos ratos en que logró conciliar el sueño fueron interrumpidos por espantosas pesadillas. La más aterradora se derivaba de un sueño que había tenido años atrás, en el cual se había visto rodeado de gentes desconocidas que lo llenaban de atenciones y honores, tratándolo como a un rey. En su momento, ese sueño lo había llenado de felicidad y le había proporcionado la certeza de que él iba a ser alguien importante. Sin embargo, la noche anterior ese sueño se había convertido en pesadilla, los honores en burlas, en intrigas susurrantes, en cuchillos con ojos que se encajaban en su espalda… en muerte. Lo peor de todo era que, al abrir los ojos, el sueño continuaba, el miedo seguía ahí, agazapado en la oscuridad.

La oscuridad no le gustaba, le achaparraba el alma. Durante sus largas travesías marinas siempre buscó en el cielo a la estrella Polar, la estrella de los navegantes, para no sentirse perdido. Cuando el cielo estaba nublado y no podía ver las estrellas, navegar sobre un mar negro lo llenaba de ansiedad.

No entender el idioma de los indígenas era lo mismo que navegar sobre un mar negro. Para él, el maya era igual de misterioso que el lado oscuro de la luna. Sus ininteligibles voces lo hacían sentirse inseguro, vulnerable. Por otro lado, no confiaba del todo en su traductor. No sabía hasta dónde el fraile Jerónimo de Aguilar era fiel a sus palabras o era capaz de traicionarlas.

El fraile le había llegado prácticamente caído del cielo. Sobreviviente de un naufragio años atrás, Jerónimo de Aguilar había sido hecho prisionero por los mayas. En cautiverio, había aprendido la lengua y las costumbres de aquella cultura. Cortés se había sentido muy afortunado cuando se enteró de su existencia y rápidamente lo hizo rescatar. De inmediato, Aguilar le proporcionó a Cortés información importantísima acerca de los mayas y, sobre todo, del imperio mexica, extenso y poderoso.

Aguilar resultó muy útil como intérprete entre Cortés y los indígenas de Yucatán, pero no había mostrado habilidad alguna para la negociación y el convencimiento, ya que, de haberla tenido, las primeras batallas entre españoles e indígenas no habrían sido necesarias. Cortés prefería recurrir al diálogo que a las armas. Peleaba sólo cuando fracasaba en el campo de la diplomacia. Y pronto tuvo que hacerlo.

Cortés había ganado la primera batalla. Su instinto de triunfo había logrado la derrota de los indígenas en Cintla. Desde luego, la presencia de los caballos y la artillería había jugado el papel más importante en esa su primera victoria en suelo extraño. Sin embargo, lejos de encontrarse con ánimo festivo y celebrando, un sentimiento de impotencia se había apoderado de su mente.

Desde pequeño había desarrollado la seguridad en sí mismo por medio de la facilidad que poseía para articular las palabras, entretejerlas, aplicarlas, utilizarlas de la manera más conveniente y convincente. A todo lo largo de su vida, a medida que había ido madurando, comprobaba que no había mejor arma que un buen discurso. Sin embargo, ahora se sentía vulnerable e inútil, desarmado. ¿Cómo podría utilizar su mejor y más efectiva arma ante aquellos indígenas que hablaban otras lenguas?

Cortés hubiera dado la mitad de su vida con tal de dominar aquellas lenguas del país extraño. En La Española y en Cuba había progresado y ganado puestos de poder gracias a la manera en que decía sus discursos, adornados con latinajos, luciendo sus conocimientos.

Cortés sabía que no le bastarían los caballos, la artillería y los arcabuces para lograr el dominio de aquellas tierras. Estos indígenas eran civilizados, muy diferentes a aquellos de La Española y Cuba. Los cañones y la caballería surtían efecto entre la barbarie, pero dentro de un contexto civilizado lo ideal era lograr alianzas, negociar, prometer, convencer, y todo esto sólo podía lograrse por medio del diálogo, del cual se veía privado desde el principio.

En este nuevo mundo recién descubierto, Cortés sabía que tenía en sus manos la oportunidad de su vida; sin embargo, se sentía maniatado. No podía negociar, necesitaba con urgencia alguna manera de manejar la lengua de los indígenas. Sabía que de otra forma -a señas, por ejemplo- le sería imposible lograr sus propósitos. Sin el dominio del lenguaje, de poco le servirían sus armas. Pensó que sería lo mismo que querer utilizar un arcabuz como un garrote, en vez de dispararlo.

La velocidad de su pensamiento podía crear en fracción de segundos nuevos propósitos y nuevas verdades que le sirvieran para

sostener la vida de acuerdo a su conveniencia. Pero estas ideas y propósitos descansaban en la solidez de su discurso.

También estaba convencido de que la fortuna favorece a los valientes, pero en este caso la valentía -que la tenía de sobra- de poco serviría. Ésta era una empresa construida desde el principio a base de palabras. Las palabras eran los ladrillos y la valentía la argamasa.

Sin palabras, sin lengua, sin discurso no habría empresa, y sin empresa, no había conquista.


La noche que había precedido al nuevo día había llenado de pesadillas la mente de Moctezuma.


El emperador había soñado con niños que caminaban desnudos sobre la nieve que cubría los volcanes Popocatepetl e Iztaccíhuatl. Lo hacían gustosos a pesar de que serían sacrificados para que Huitzilopochtli fuera alimentado. Moctezuma vio cómo esos niños fueron ahogados en un ojo de agua y cómo sus cuerpos flotaban. Luego vio que el dios del agua caminaba encima de ellos y del cielo se desplomaban gruesas gotas de agua, las mismas que el emperador Moctezuma tenía en sus ojos al despertar. Después, sin estar dormido, imaginó que los cráneos de los niños serían los vasos donde todos ellos beberían agua.

Su imaginación, al mismo tiempo, le provocaba espanto y placer. Y tal vez esto último fue lo que más lo horrorizó. De pronto, un violento viento abrió la puerta de golpe y dejó caer la luz del sol sobre la cara de Moctezuma. Luz y viento desayunaban sus ojos esa mañana.

El aire, con violencia, movía las telas y arrancaba de su lugar lo acomodado, tiraba al piso los objetos del cuarto donde Moctezuma dormía. El terror se apoderó del mandatario y su mente fabricó a gran velocidad una serie de imágenes de castigos ejemplares: agujas de maguey que atravesaban la lengua y el pene; agujas sangrantes que hablaban de culpa, de la gran culpa que Moctezuma cargaba sobre sus espaldas porque su pueblo, el de los aztecas, había traicionado y deformado los principios de la antigua religión tolteca.

Los aztecas eran un pueblo nómada que dejó de serlo cuando se estableció en Tula. El fundador mítico de Tula fue Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, y Moctezuma estaba seguro de que la llegada de los españoles se debía a que Quetzalcóatl estaba de regreso y venía a pedirle cuentas. El terror al castigo del dios paralizó su enorme capacidad guerrera. De otra forma, habría aniquilado a los extranjeros en un solo día.