"Malinche" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)Tres.Era plena primavera cuando bautizaron a Malinalli. Ella vestía toda de blanco. No había otros colores en su vestido, pero sí volúmenes en su bordado. Malinalli sabía la importancia del bordado, del hilado y del arte plumario y había elegido para la ocasión un huípil ceremonial, lleno de significados, que ella misma había elaborado. Los huipiles hablaban. Decían muchas cosas de las mujeres que los habían tejido. Hablaban de su tiempo, de su condición social, de su estado civil, de su conexión con el cosmos. Ponerse un huípil era toda una iniciación, al hacerlo uno repetía diariamente el viaje interior hacia el exterior. Al meter la cabeza por el orificio del huípil, uno transitaba entre el mundo de sueños que está reflejado en el bordado hacia la vida que aparece en cuanto uno saca la cabeza. Ese despertar a la realidad es un acto ritual matutino que recuerda día a día el significado del nacimiento. Los huipiles la mantienen a una con la cabeza en el centro, cubierta por delante, por detrás y por los costados. Esta cruz que forma la tela bordada del huípil significa estar plantada en el centro del universo. Alumbrada por el sol y arropada por los cuatro vientos, los cuatro rumbos, los cuatro elementos. Así se sentía Malinalli con su bello huipil blanco lista para ser bautizada. Para ella, la ceremonia del bautizo era muy importante y le emocionaba profundamente saber que para los españoles también. Asimismo, sus antepasados acostumbraban su realización, pero a su manera. Su abuela se la hizo cuando ella nació y se suponía que a los trece años se la tenían que haber realizado de nuevo, pero nadie lo hizo. Malinalli lo lamentó mucho. El número trece era muy significativo. Son trece las lunas de un año solar. Trece menstruaciones. Trece las casas del calendario sagrado de los mayas y mexicas. Cada una de las casas la integraban veinte días y la suma de trece casas por los veinte días daban un resultado de doscientos sesenta días. Cuando uno nacía, tanto el calendario solar de trescientos sesenta y cinco días como el sagrado, de doscientos sesenta días, daban inicio y no se volvían a empatar hasta los cincuenta y dos años. Un ciclo completo donde nuevamente se daba inicio a la cuenta. Si se suman el cinco y el dos, del número cincuenta y dos se obtiene un siete, y siete también es un número mágico porque son siete los días que integran cada una de las cuatro fases de la luna. Malinalli sabía que los siete primeros días, cuando la luna se encontraba entre la tierra y el sol, estaba oscura pues la luna nueva apenas se hallaba a punto de surgir, era el momento de estar en silencio para que todo aquello que estuviera por nacer lo hiciera libremente, sin ninguna interferencia. Era el mejor momento para «sentir» cuál debía ser el objetivo principal de la actividad que uno tenía que realizar en el siguiente ciclo lunar. Era el nacimiento del propósito. Los próximos siete días, cuando la luna salía a mediodía y se ponía a medianoche, mostrando sólo medio rostro, era el momento de avanzar en dichos propósitos. Cuando la luna se encontraba al lado de la tierra y reflejaba plenamente los rayos del sol sobre su superficie, era el momento de celebrar y compartir los logros obtenidos, y los últimos siete días, cuando la luna mostraba la otra mitad de su rostro, era momento para recapitular sobre todo lo obtenido en esos veintiocho días. Todas estas nociones del tiempo son las que acompañaban a cada ser humano desde el momento en que nacía. Malinalli había nacido en la casa doce. La fecha de nacimiento marcaba un destino y por eso Malinalli llevaba el nombre de la casa en la que había nacido. El significado del doce es el de la resurrección. El glifo que corresponde al día doce es el de una calavera de perfil, pues representa todo aquello que muere o se transforma. El cráneo, en vez de pelo tiene malinalli, una fibra también llamada zacate de carbonero. El glifo doce alude a la muerte que abraza a su hijo muerto y le procura reposo. Representa la unidad o madre que arrebata a la muerte el bulto de un cuerpo envuelto con su tilma y atado con malinalli, el zacate sagrado. Se apodera de él para devolverlo a la unidad del uno y parirlo, renovado. Malinalli también era el símbolo del pueblo, así como de la ciudad bruja de Malinalco, fundada por la diosa lunar-terrestre Malínal-Xóchitl o Flor de Malinalli. Curiosamente, fue con malinalli de lo que estaba hecha la manta que Juan Diego portaba el día en que en el año de 1531 se le apareció la Virgen de Guadalupe sostenida por la luna, el día doce del doceavo mes y a los doce años de la llegada de Hernán Cortés a México. Malinalli estaba tan orgullosa de todos estos conceptos contenidos en el significado de su nombre, que intentó plasmarlos en el huipil que lunas atrás había comenzado a bordar. Fue en el silencio que sintió la necesidad de elaborarlo y hasta ahora comprendió que había estado en lo correcto. Ese huipil era el indicado para ser utilizado precisamente en la anhelada ceremonia del bautizo. Estaba fabricado con hilo de seda, hilado por ella misma y tejido en telar de cintura. Tenía incrustaciones de conchas marinas y plumas preciosas. Llevaba bordado el símbolo del viento en movimiento en el pecho, circundado por serpientes emplumadas. Era, en sí, un mensaje cifrado para ser visto y valorado por los emisarios del señor Quetzalcóatl. Vestía como una devota fiel pero nadie parecía notarlo. Malinalli esperaba ansiosa una respuesta que le indicara que alguien la reconocía. Al único que parecía deslumbrarle su atavío era a un caballo que tomaba agua en el río y que nunca le quitó la vista durante el tiempo en que duró la ceremonia del bautizo. A Malinalli no le pasó inadvertido y desde ese momento surgió entre ellos una relación de afecto. Cuando la ceremonia terminó, Malinalli se acercó a Aguilar, el fraile, para preguntarle cuál era el significado de Marina, el nombre que le acababan de poner. El fraile le respondió que Marina era la que provenía del mar. – ¿Sólo eso? -preguntó Malinalli. El fraile respondió con un simple: – Sí. La desilusión se dibujó en sus ojos. Ella esperaba que el nombre que le estaban adjudicando los enviados de Quetzalcóatl tuviera un significado mayor. No se lo estaban poniendo unos simples mortales que desconocían por completo el profundo significado del universo, sino unos iniciados, como ella suponía. Su nombre tenía que significar algo importante. Insistió con el fraile, pero la única respuesta adicional que obtuvo fue que lo habían elegido porque Malinalli y Marina guardaban cierta similitud fonética. No. Se negaba a creerlo. Siendo un día tan importante en la vida de Malinalli, decidió no dejarse caer en el desencanto y por ella misma se dedicó a enseñorear su nuevo nombre. Si su nombre indígena significaba «hierba trenzada» y las hierbas y todas las plantas en general necesitaban de agua, y su nuevo nombre estaba relacionado con el mar, significaba que tenía asegurada la vida eterna pues el agua es eterna y por siempre iba a alimentar lo que ella era: una hierba trenzada. Sí, ¡ese mismo era el significado de su nombre! Enseguida quiso pronunciarlo pero le fue imposible. La erre de Marina se le atoraba en la punta de la lengua y lo más que logró después de varios intentos fue decir «Malina», lo cual la dejó muy frustrada. Una de las cosas que más admiración le causaba era que con un mismo aparato bucal los seres humanos fuesen capaces de emitir infinidad de sonidos diferentes, y ella, que se consideraba una muy buena imitadora, no entendía por qué no podía con la erre. Le pidió al fraile que pronunciara su nombre una y otra vez y no despegó su vista ni un segundo de los labios de Aguilar, quien pacientemente repitió Marina repetidas veces. A Malinalli le quedó claro que lo que se necesitaba para lograr pronunciar la erre era colocar la lengua, detrás de los dientes sólo un instante, pero su lengua aparte de colocarse atrás del paladar, como estaba acostumbrada, no se movía con la velocidad requerida, por lo que el resultado era desastroso. Era obvio que necesitaba de mucha práctica, pero no estaba dispuesta a darse por vencida. Desde niña había ejercitado su lengua para reproducir sonidos. Al año de edad, gustaba de balbucear, de hacer ruidos con la boca, bombitas de saliva e imitar todo sonido que escuchaba. Ponía mucha atención en el canto de los pájaros, en el ladrido de los perros. Arropada por el silencio de la noche, gustaba de descubrir sonidos lejanos e identificar al animal que estaba emitiendo tal o cual sonido para luego remedarlo, y hasta antes de la llegada de los españoles su método de aprendizaje era muy efectivo, pero el nuevo idioma había llegado a su vida trayendo nuevos y complicados retos. Quiso intentar con otra palabra para no sentirse tan frustrada y se decidió por preguntarle al fraile sobre su dios. Quería saber todo de él. Su nombre, sus atributos, la forma de allegarse a él, de hablarle, de celebrarlo, de alabarlo. Le había encantado escuchar en el sermón previo al bautizo -que Aguilar mismo había traducido para todos ellos- que los españoles les pedían que no se siguieran dejando engañar con dioses falsos que exigían sacrificios humanos. Que el dios verdadero que ellos traían era bueno y amoroso y nunca les exigiría algo por el estilo. A los ojos de Malinalli ese dios misericordioso no podía ser otro que el señor Quetzalcóatl que con ropajes nuevos regresaba a estas tierras para reinstaurar su reino de armonía con el cosmos. Le urgía darle la bienvenida, hablar con él. Le pidió al fraile que le enseñara a pronunciar el nombre de su dios. Aguilar amablemente lo hizo y Malinalli, llena de emoción, descubrió que esa palabra, al no tener ninguna erre de por medio, no se le dificultaba en absoluto. Malinalli aplaudió como niña chiquita. Se sentía encantada. La maravillaba la sensación de pertenencia que sentía cuando lograba pronunciar el nombre que un grupo social había asignado a alguna cosa. La convertía de inmediato en cómplice, en amiga, en parte de una familia. Ese sentimiento la llenaba de alegría pues no había nada que la molestara más que sentirse excluida. Enseguida, Malinalli le preguntó al fraile sobre el nombre de la esposa de Dios. Aguilar le dijo que no tenía esposa. – Entonces, ¿quién es esa mujer con el niño en brazos que pusieron en el templo? – Es la madre de Cristo, de Jesucristo, quien vino a salvarnos. ¡Era una madre! La madre de todos ellos, entonces debía ser la señora Tonantzin. No en balde, cuando el fraile ofició la misa previa al bautizo, Malinalli se había sentido arrobada por un sentimiento que no supo explicar. Era una especie de nostalgia de brazos maternos, un deseo de sentirse arropada, abrazada, sostenida, protegida por su madre -como en algún tiempo tenía que haber sido-, por su abuela -como definitivamente había sucedido-, por Tonantzin -como esperaba que fuera- y por una madre universal, como esa señora blanca que sostenía a su hijo en brazos. Una madre que no la regalara, que no la soltara, que no la dejara caer al piso sino que la elevara al cielo, que la ofrendara a los cuatro vientos, que le permitiera recuperar su pureza. Todos estos pensamientos la acompañaron mientras ofrecía la misa el sacerdote español y hablaba en una lengua que ella no entendía pero que imaginaba. Cortés, al igual que Malinalli, también pensó en su madre. En la infinidad de veces que lo llevó de la mano a la iglesia para pedir por su salud de niño enfermizo. En su constante preocupación por ayudarlo a superar su corta estatura, su debilidad física y su condición de hijo único. Era claro que dentro de una sociedad dedicada a las artes marciales y en donde eran frecuentes las peleas urbanas un niño con estas características estaba destinado al fracaso y tal vez por eso sus padres se empeñaron en procurarle una buena educación. Cortés, durante la misa, recordó el momento en que se había despedido de su madre antes de partir para el Nuevo Mundo. Recordó su aflicción, sus lágrimas y el cuadro de la Virgen de Guadalupe que le había regalado para que siempre lo acompañara. Cortés estaba seguro que esa virgen era quien le había salvado la vida cuando un escorpión lo había picado y le pidió en ese momento que no lo abandonara, que lo cuidara, que fuera su aliada, que lo ayudara a triunfar. Le quería demostrar a su madre que podía ser algo más que un simple paje al servicio del rey. Estaba dispuesto a todo. A desobedecer órdenes, a pelear, a matar. No le había bastado ser alcalde de Santiago, en Cuba. No le había importado ignorar las instrucciones que el gobernador Diego Velázquez le había dado, según las cuales se le recomendaba no correr riesgos, tratar a los indios con prudencia, recavar información sobre los secretos de esas tierras y encontrar a Grijalva, quien dirigía la anterior expedición. Venía en un viaje de exploración, no de conquista, que tenía el propósito de descubrir, no de poblar. Lo que Velázquez esperaba de él era que explorara la costa del golfo y regresara a Cuba con algún rescate de oro pacíficamente obtenido, pero Cortés tenía mucha más ambición que ésa. ¡Si su madre pudiera verlo! Conquistando nuevas tierras, descubriendo nuevos lugares, nombrando nuevas cosas. La sensación de poder que sentía cuando le ponía un nuevo nombre a algo o a alguien era equiparable con la de dar a luz. Las cosas que él nombraba nacían en ese momento. Iniciaban nueva vida a partir de él. Lo malo era que a veces le fallaba la imaginación. Cortés era bueno para las estrategias, las alianzas, las conquistas, pero no para imaginar nuevos nombres; tal vez por eso admiraba tanto la sonoridad y la musicalidad que el maya y el náhuatl contenían. Era incapaz de inventar nombres como Quiahuiztlan, Otlaquiztlan, Tlapacoyan, Iztacamaxtitlan o Potonchan, así que recurría al idioma español para nombrar de la manera más convencional a cada lugar y a cada persona que tomaba bajo su poder. Por ejemplo, al pueblo totonaca de Chalchicueyecan lo bautizó como Veracruz ya que había llegado a ese lugar el 22 de abril de 1519, un Viernes Santo, o sea, día de la Verdadera Cruz: Vera Cruz. Lo mismo pasó con los nombres que eligió para las indias que les acababan de regalar. Eligió los nombres más comunes, sin esforzarse mucho. Eso no impidió que Cortés siguiera la misa previa al bautizo con entusiasmo; le conmovía ver el fervor reflejado en los ojos de todos los indios presentes a pesar de que la misa, como tal, era completamente nueva para ellos. Lo que no sabía era que para los indígenas cambiar el nombre o la forma de sus dioses no representaba ningún problema. Cada dios era conocido con dos o más nombres y se le representaba de diferentes maneras, así que el hecho de que ahora les pusieran una virgen española en la pirámide donde antes celebraban a sus dioses antiguos podía ser superado con la fe. Cortés, quien de niño había sido acólito, nunca había sentido tanta fe reunida. Y pensó que si estos indios, en vez de dedicar su fe a un dios equivocado la encaminaran con el mismo empeño al dios verdadero, iban a ser capaces de producir muchos milagros. Esta reflexión lo llevó a concluir que tal vez ésa era su verdadera misión, salvar de las tinieblas a todos los indios, ponerlos en contacto con la religión verdadera, acabar con la idolatría y con la nefasta práctica de los sacrificios humanos, para lo cual tenía que tener poder, y para adquirirlo tenía que enfrentarse al poderoso imperio de Moctezuma. Con toda la fe que le fue posible, le pidió a la Virgen que le permitiera salir triunfante en esa empresa. Él era un hombre de fe. La fe lo elevaba, le proporcionaba altura, lo transportaba fuera del tiempo. Y precisamente en el momento en que con más fervor pedía ayuda, sus ojos se cruzaron con los de Malinalli y una chispa materna los conectó con un mismo deseo. Malinalli sintió que ese hombre la podía proteger; Cortés, que esa mujer podía ayudarlo como sólo una madre podía hacerlo: incondicionalmente. Ninguno de los dos supo de dónde surgió ese sentimiento pero así lo sintieron y así lo aceptaron. Tal vez fue el ambiente del momento, el incienso, las velas, los cantos, los ruegos, pero el caso es que los dos se transportaron al momento en el que más inocencia habían tenido: a su infancia. Malinalli sintió que su corazón se inflamaba con el calor que despedían la gran cantidad de velas que los españoles habían colocado en el lugar que antes fuera un templo dedicado a sus antiguos dioses. Ella nunca había visto velas. Muchas veces había encendido antorchas e incensarios, pero velas no. Le parecía completamente mágico ver tantos fuegos pequeños, tanta luz reflejada, tanta iluminación proveniente de tan pequeña lumbre. Dejó que el fuego le hablara con todas esas minúsculas voces y quedó deslumbrada al ver la luz de las velas reflejada en los ojos de Cortés. Cortés desvió la mirada. La fe lo elevaba, pero los ojos de Malinalli lo devolvían a la realidad, a la carnalidad, al deseo, y no quiso que el brillo de los ojos de Malinalli lo distrajera de sus planes. Estaba en medio de la misa e iniciando una empresa que tenía que respetar y hacer respetar, la cual ordenaba que ninguno de ellos podía tomar para sí una mujer indígena. Sin embargo, su atracción por las mujeres era irrefrenable y le significaba un enorme esfuerzo controlar su instinto, así que para evitar tentaciones, decidió destinar a esa india al servicio de Alonso Hernández Portocarrero, noble que lo había acompañado desde Cuba y con quien quería quedar bien. Darle una india a su servicio era una forma de halago. A todas luces Malinalli sobresalía entre las demás esclavas, caminaba con seguridad, era desenvuelta e irradiaba señorío. Al conocer la decisión de Cortés, el corazón de Malinalli dio un vuelco. Ése era el signo que ella esperaba. Si Cortés, quien sabía era el capitán principal de los extranjeros, le ordenaba servir a ese señor que parecía un respetable tlatoani, era porque había visto en ella algo bueno. Claro que a Malinalli le hubiera encantado quedar bajo el servicio directo de Cortés, el señor principal, pero no se quejaba, había causado una buena impresión y en su experiencia de esclava sabía que eso era primordial para llevar una vida lo más digna posible. A Portocarrero, por su parte, también le agradó la decisión de Cortés. Malinalli, esa mujer-niña, era inteligente y bella. Presta a obedecer y a servir. Su primera tarea fue encender el fuego para darle de comer. Malinalli se dispuso a hacerlo de inmediato. Buscó trozos de ocote, madera impregnada de resina ideal para encender el fuego. Luego formó con ellos una cruz de Quetzalcóatl, paso indispensable en el ritual del fuego. Enseguida tomó una vara seca, de buen tamaño, y la comenzó a frotar sobre el ocote. Malinalli sabía allegarse al fuego como nadie. No tenía problemas para encenderlo, sin embargo, en esa ocasión el fuego parecía estar enojado con ella. La cruz de Quetzalcóatl se negaba a encender. Malinalli se preguntó el motivo. ¿Estaría enojado el señor Quetzalcóatl con ella? ¿Por qué? Ella no lo había traicionado, todo lo contrario. Había participado en la ceremonia del bautizo con la mente impregnada de su recuerdo. Es más, ¡desde antes de la ceremonia! Pues recordó que al entrar al templo donde se ofreció la misa, su corazón brincó de emoción al ver en el centro del altar una cruz, que para ella era la del señor Quetzalcóatl, pero que los españoles consideraban como propia, y no pudo evitar conmoverse. En ningún momento había traicionado sus creencias. Sin embargo, el ocote se negaba a obedecer y ése era un mal augurio. Malinalli, angustiada, comenzó a sudar. Para solucionar el inconveniente, decidió ir a buscar hierba seca. Para llegar al lugar en donde se encontraba, tenía que cruzar por donde pastaban los caballos. Al llegar frente a ellos se detuvo. Entre todos ellos, descubrió al que había estado con ella en el río en el momento de su bautizo. Su amigo silencioso, el caballo, se acercó a ella y por unos momentos se observaron el uno al otro. Fue un momento mágico, de mutua admiración y reconocimiento. Los caballos eran una de las cosas que más le habían llamado la atención a Malinalli de entre todas las pertenencias de los extranjeros. Nunca había visto animales como aquéllos y de inmediato cayó presa de la seducción. Tanto que la segunda palabra que Malinalli aprendió a pronunciar, después de dios, fue caballo. Le gustaban los caballos, eran como perros grandotes con la diferencia de que en ellos uno alcanzaba a verse totalmente reflejado en sus ojos. En cambio, en los ojos de los perros no encontraba esa nitidez. Mucho menos en los perros que los españoles habían traído con ellos; éstos no eran como los itz-cuintlis, los perros de los indígenas, sino perros agresivos, violentos, de mirada cruel. Los ojos de los caballos eran bondadosos. Malinalli sentía que los ojos de los caballos eran un espejo donde se reflejaba todo aquello que uno sentía, en otras palabras, eran un espejo del alma. El primer día que llegó al campamento fue el día en que tuvo su primer acercamiento con ellos. El resultado fue inenarrable, no podía expresar en palabras la sensación que tuvo al poner su mano sobre la crin del caballo. Los itzcuintlis no tenían pelo ni el tamaño de un animal de esos. Aprendió a querer a los caballos desde antes de tocarlos. Los había observado a lo lejos, durante la batalla de Cintla, y había quedado prendada de ellos. Ese día se les había ordenado a mujeres y niños abandonar el poblado antes de la batalla y permanecer a prudente distancia, pero la curiosidad de Malinalli era más poderosa que la obediencia. Algunas gentes que habían visto a los españoles montando a sus caballos le habían dicho que los extranjeros eran mitad animales; otros, que los animales eran mitad hombres y mitad dioses; y otros, que eran un solo ser. Malinalli se decidió a salir de dudas por sí misma y se colocó en un lugar que le permitiera observar la batalla sin arriesgar la vida. En determinado momento uno de los españoles rodó por el piso y ella pudo presenciar cómo el caballo evitaba a toda costa pisarlo, a pesar de ir en plena huida. Ese mismo caballo se vio forzado a moverse de su sitio pues la estampida de los otros caballos así lo obligaron, y, con ello, inevitablemente su amo quedó entre sus patas. No tuvo más remedio que pisar a su amo pero el caballo lo hizo delicadamente, sin dejar caer todo su peso en las patas para no dañar al jinete. A partir de ese instante, Malinalli sintió admiración por los caballos, sabía que esos animales no lastimaban, su lealtad era a toda prueba, podía confiar en ellos, lo cual no podía decirse de todas las personas. Por ejemplo, los ojos de Cortés la desconcertaban: por un lado la atraían y por el otro le daban desconfianza. A veces, su mirada era más parecida a la de los perros que a la de los caballos. Su mismo físico era como el de un animal salvaje, rudo y fuerte. La cantidad de vello que le cubría los brazos, el pecho, la barba así lo indicaba. Los indígenas eran más bien lampiños, nunca en su vida había visto un hombre con tanto pelo. Se moría de curiosidad por ver lo que se sentía al acariciarlo. Pasar su mano por su pecho, por sus brazos, por sus piernas, por sus entrepiernas, pero en su calidad de esclava tenía que mantener la distancia. Y lo prefería, ya había sentido las miradas de Cortés en sus caderas y en sus pechos y no le gustaban. Los ojos de Cortés eran como los ojos que les ponían a los cuchillos de pedernal con los que sacaban los corazones de los sacrificados. Eran ojos en los que no podía confiar pues al igual que los cuchillos con ojos se podían enterrar en el pecho y sacar el corazón. Prefería los ojos de su nuevo amo, el señor Portocarrero; eran unos ojos de mirar indiferente, pero como para ella la indiferencia era lo familiar, lo conocido, lo que siempre había vivido, se sentía a gusto a su lado. Y para complacerlo era necesario cumplir con la primera tarea que le había encomendado. Presurosa tomó un manojo de hierbas secas, y con su ayuda no tuvo ningún problema para encender el fuego y hacer tortillas para su nuevo amo. El alivio le llenó el corazón. Estaba encendiendo un fuego nuevo, de una nueva forma, con un nuevo nombre, con nuevos amos que traían nuevas ideas, nuevas costumbres. Se sentía agradecida y convencida de que estaba en buenas manos y de que los nuevos dioses habían venido a acabar con los sacrificios humanos. Malinalli, con su nuevo nombre, recién bautizada y purificada, al lado de Cortés iniciaba la etapa más importante de su vida. El fuego en la hoguera era poderoso. Para avivarlo aún más tomó el soplador. Encender el fuego era una ceremonia importante. Malinalli recordó con una claridad sorprendente la última vez que había encendido el fuego en compañía de su abuela. Ella era una niña pequeña; era temprano por la mañana que la abuela le dijo: – Hoy dejaré estas tierras. No veré derrumbarse a todo el universo de piedra: ni los escritos de piedra, ni las flores de piedra, ni las telas de piedra que construimos para ser espejos de los dioses. Hoy el canto de los pájaros se llevará mi alma por los aires, y mi cuerpo quedará desanimado, volverá a la tierra, al lodo y amanecerá de nuevo algún día en el sol que se encuentra escondido en el maíz. Hoy mis ojos se abrirán en flor y dejaré estas tierras, pero antes sembraré todo mí cariño en tu piel. Sin previo aviso, una lluvia repentina empezó a caer sobre la región. La abuela comenzó a reír y con su risa llenó de música la habitación. Malinalli no sabía si lo que la abuela había hablado respecto a irse a algún lado se trataba de una broma o era verdad. Ella lo único que sentía era que la abuela y ella tenían la misma edad, que no había tiempo ni distancia entre ellas, que podía jugar y compartir sus deseos, inquietudes y fantasías con su amada abuela vuelta niña. La abuela invitó a Malinalli a salir a jugar en la lluvia. La niña, divertida, la obedeció. Afuera de la casa pronto todo se hizo lodo. Las dos juntas se sentaron en el piso y enardecida-mente se dedicaron a jugar con la tierra mojada. Diseñaron formas de animales y figuras mágicas. Parecía que la locura se había apoderado de la abuela y que, totalmente fuera de control, compartía ese mal con su nieta. La abuela le pidió a la niña que cubriera sus ojos con lodo, que se los refrescara con el lodo. La niña comenzó a acariciar el rostro de su abuela con sus manitas tratando de cumplir cabalmente con los enloquecidos deseos de su abuela. Cuando estuvo maquillada con el barro, la abuela le habló a su nieta: – La vida siempre nos ofrece dos posibilidades: el día y la noche, el águila o la serpiente, la construcción o la destrucción, el castigo o el perdón, pero siempre hay una tercera posibilidad oculta que unifica a las dos: descúbrela. Después de pronunciar estas palabras, la abuela se levantó con los ojos cubiertos de lodo y señaló al cielo. – ¡Mira hija! ¡Las nadadoras del aire! Malinalli observó el sorprendente vuelo que unas águilas estaban ejecutando sobre ellas. – ¿Cómo es que supiste que estaban ahí si no las puedes ver? – Porque está lloviendo y cuando llueve el agua me habla, el agua me indica la forma que tienen los animales cuando los acaricia, el agua me dice cuan alto o qué tan duro es un árbol por la forma en que éste suena al recibir la lluvia, y me dice muchas cosas más, como el futuro de cada persona, que es dibujado en el cielo por los peces del aire, sólo hay que adivinarlo. El mío es muy claro, los cuatro vientos me han dado su señal. En ese momento la atmósfera se volvió naranja y un estallido de luz envolvió la mente de esas dos mujeres que parecían encantadas, transformadas y levantadas de la gravedad de la vida para flotar en la ligereza de los sueños. La abuela comenzó a cantar en diferentes dialectos y con voces ininteligibles mientras abrazaba con nostalgia e infinito amor a su nieta. Después de un rato, le pidió que fuese a recoger todos los pedazos de hierba seca que encontrara. Cuando la niña cumplió sus órdenes, dentro de la casa encendieron el fuego nuevo con las brasas del día anterior. Mientras las ramas ardían la abuela dijo: – Todas las aves tomaron del fuego su figura. El pensamiento también tiene su origen en el fuego. Las lenguas de fuego pronuncian palabras tan frías y exactas como la verdad más cálida que puedan tener los labios. Recuerda que las palabras pueden crear de nuevo el universo. Cada vez que te sientas confundida contempla el fuego y entrégale tu mente. Malinalli, fascinada, contempló las mil formas escondidas en el fuego hasta que éste se consumió. La abuela sonrió y le dijo: – Siempre recuerda que no hay derrota que el fuego no pueda consumir. La niña se volvió a mirar a su abuela y observó cómo le corrían las lágrimas en medio de la tierra seca que cubría sus párpados. La abuela, entonces, de una cesta donde guardaba sus pertenencias tomó un collar y una pulsera de jade y, mientras se las colocaba a su nieta, con voz serena la bendijo de esta manera: – Que la tierra se una a la planta de tu pie y te mantenga firme, que sostenga tu cuerpo cuando éste pierda el equilibrio. Que el viento refresque tu oído y te dé a toda hora la respuesta que cure todo aquello que tu angustia invente. Que el fuego alimente tu mirada y purifique los alimentos que nutrirán tu alma. Que la lluvia sea tu aliada, que te entregue sus caricias, que limpie tu cuerpo y tu mente de todo aquello que no le pertenece. La niña sintió que la abuela se estaba despidiendo de ella y con voz angustiada le suplicó: – No me abandones, Citli, no te vayas a ir. – Ya te dije que nunca me voy a ir de ti. Y mientras la abrazaba fuertemente y la llenaba de besos, en silencio le ofreció al sol a su nieta. La bendijo en nombre de todos los dioses y sin palabras dijo: «Que Malinalli sea la espantadora del miedo. La victoriosa del miedo, la que desaparezca el miedo, la que incendie el miedo, la que ahuyente el miedo, la que borre el miedo, la que nunca tenga miedo». Malinalli permaneció enredada en los brazos de su abuela hasta que la paz se hizo completa en ella. Cuando por fin se separó, descubrió que la abuela estaba inmóvil. Que había dejado de pertenecer al tiempo, que se había evaporado del cuerpo, que su lengua había regresado al silencio. La niña comprendió que era la muerte y lloró. Ahora, iniciando una nueva vida, encendiendo un nuevo fuego al lado de sus nuevos dueños, se sentía feliz. Hasta el momento, todo había salido como ella lo esperaba. Quería creer que el tiempo de lágrimas había quedado atrás. Sentía una renovación interna. Los pocos días que habían pasado desde que llegó al campamento de los españoles habían sido inolvidables. Nunca se había sentido amenazada o insegura. Claro que no había llegado sola, y no precisamente por venir acompañada por otras diecinueve mujeres esclavas, sino porque había llegado arropada de su pasado. El familiar. El personal. El cósmico. En su cuello llevaba el collar de jade que había pertenecido a su abuela. En sus tobillos, cascabeles. Cubriendo su cuerpo, un huípil tejido por ella misma y bordado con plumas de aves preciosas que representaban una escalera al cielo por donde ella subiría para reencontrarse con la abuela. |
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