"Malinche" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)

Cuatro.

Malinalli lavaba ropa en un río, en las afueras de Cholula. Estaba molesta. Había mucho ruido. Demasiado. No sólo el que hacían sus manos al frotar y enjuagar la ropa en el agua, sino el que había en el interior de su cabeza.

lodo el ambiente le hablaba de agitación. El río donde lavaba la ropa cargaba de musicalidad el lugar por la fuerza con la que sus aguas chocaban contra las piedras. A este sonido había que agregarle el de las aves que alborotaban como nunca, el de las ranas, los grillos, los perros y los mismos españoles, los nuevos habitantes de estas tierras, que contribuían con el escandaloso sonido de sus armaduras, de sus cañones y de sus arcabuces. A Malinalli le urgía el silencio, la calma. Decía el Popol Vuh -el libro sagrado de sus mayores- que cuando todo estaba en silencio, en completa calma, en la oscuridad de la noche, en la oscuridad de la luz, es que surgía la creación.

Malinalli necesitaba de ese silencio para crear nuevas y sonoras palabras. Las palabras justas, las que fuesen necesarias.


Hacía poco, había dejado de servir a Portocarrero, su señor, pues Cortés la había nombrado «la lengua», la que traducía lo que él decía al idioma náhuatl y lo que los enviados de Moctezuma hablaban del náhuatl al español. Si bien era cierto que Malinalli había aprendido español a una velocidad extraordinaria, de ninguna manera podía decirse que lo dominara por completo. Con frecuencia tenía que recurrir a Aguilar para que la ayudara a traducir correctamente y lograr que lo que ella decía cobrara sentido tanto en las mentes de los españoles como de los mexicas.


Ser «la lengua» era una enorme responsabilidad. No quería errar, no quería equivocarse y no veía cómo no hacerlo, pues era muy difícil traducir de una lengua a otra conceptos complicados. Ella sentía que cada vez que pronunciaba una palabra uno viajaba en la memoria cientos de generaciones atrás. Cuando uno nombraba a Ometéotl, el creador de la dualidad Ometecihtli y Omecíhuatl, el principio masculino y femenino, uno se instalaba en el momento mismo de la Creación. Ése era el poder de la palabra hablada.

Luego entonces, ¿cómo encerrar en una sola palabra a Ometéotl, el que no tiene forma, el señor que no nace y no

muere, a quien el agua no lo puede mojar, el fuego no lo puede quemar, el viento no lo puede mover de lugar y la tierra no lo puede cubrir? Imposible. Lo mismo parecía sucederle a Cortés, quien no lograba hacerla entender ciertos conceptos de su religión. El día en que Malinalli le preguntó cuál era el nombre de la esposa de su dios, Cortés respondió:

– Dios no tiene esposa.

– No puede ser.

– ¿Por qué no?

– Porque sin vientre, sin oscuridad, no puede surgir la luz, la vida. Es en lo más profundo que la madre tierra produce las piedras preciosas, y es en la oscuridad del vientre donde toman forma humana los hombres y los dioses. Sin vientre no hay dios.

Cortés miró a Malinalli fijamente y vio en el abismo de sus ojos la luz. Fue un momento de intensa conexión entre ellos; sin embargo, Cortés cambió de rumbo su mirada, se desconectó bruscamente de ella pues le dio miedo esa sensación de complicidad, de pertenencia, y enseguida intentó dar por terminada la conversación entre ellos, pues aparte de todo, le parecía muy extraño hablar de cuestiones religiosas con ella. A fin de cuentas, no era más que una india a su servicio.

– ¡Qué puedes saber tú de Dios! Tus dioses exigen toda la sangre del mundo para existir; en cambio a nosotros Dios nos la entrega en cada comunión. Nosotros bebemos su sangre.

Malinalli no entendió del todo las palabras que Cortés acababa de pronunciar. Lo que ella quería escuchar, y lo que su cerebro quería interpretar, era que el dios de los españoles era un dios líquido, pues era en la sangre, en el secreto de la carne, en el secreto del amor, donde estaba contenida la eternidad del universo, y ella quería creer en una divinidad así.

– ¿Entonces tu dios es líquido? -preguntó entusiasmada Malinalli.

– ¿Líquido?

– Sí, ¿no dices que está en la sangre que les da?


– ¡Que sí, mujer! Pero ahora respóndeme tú, ¿tus dioses te entregan la sangre?

– No.

– ¡Ala! Entonces, a no creer en ellos. Malinalli le respondió con lágrimas en los ojos.

– Yo no creo en que haya que entregar la sangre. Creo en tu dios líquido, me gusta que sea un dios siempre derramado y que se manifieste hasta en mis lágrimas. Me gusta que sea severo, rígido, justo. Que su ira pueda desaparecer o crear el universo en un día. Pero no puede hacerlo sin agua; ni sin vientre. Para que la flor y el canto sean, se necesita agua; en ella surgen las palabras y la materia toma forma. Hay vida que nace sin vientre, pero no permanece mucho sobre la tierra; en cambio, lo que se genera en la oscuridad, en lo profundo de las cuevas, como las piedras preciosas o el oro, dura más. Dicen que hay un lugar del otro lado del mar en donde existen las montañas más altas, y ahí nuestra madre tierra tiene mucha, mucha agua, para fecundar la tierra, y aquí, en mi tierra, tenemos cuevas profundas y dentro de ellas se producen grandes tesoros…

– ¿En verdad? ¿Qué tesoros son ésos? ¿Dónde están tales cuevas?

Malinalli no quiso responderle. Dijo que no sabía. La interrupción le molestó. Le mostró que a Cortés no le interesaba escuchar nada de su religión, ni de sus dioses, ni de sus creencias, ni de ella misma. Le quedó claro que sólo le interesaban los tesoros materiales. Se disculpó y se fue a llorar al río.

Estas y muchas otras cosas más dificultaban el entendimiento entre ambos. Malinalli creía que la palabra coloreaba la memoria, sembraba imágenes cada vez que designaba un nombre. Y así como surgían flores en el campo cuando recibían agua de lluvia, aquello que se sembraba en la mente daba frutos cada vez que la palabra humedecida por la saliva de la boca la nombraba. Por ejemplo, la idea de un dios verdadero, eterno, que los españoles pregonaban, dio fruto en su mente, porque con anterioridad había sido sembrada en ella por sus antepasados. De ellos también aprendió que las cosas existían cuando se las nombraba, cuando se las humedecía, cuando se las pintaba. Consideraba que la flor y el canto eran un regalo de los dioses pues era gracias a ellos que la vida existía. Dios respiraba en su palabra, daba vida a través de ella y es por ello, por obra y gracia del señor del cerca y del junto, que era posible pintar en la mente de españoles y mexicas nuevas ideas, nuevos conceptos.

Ser «la lengua» implicaba un gran compromiso espiritual, era poner todo su ser al servicio de los dioses para que su lengua fuera parte del aparato sonoro de la divinidad, para que su voz esparciera por el cosmos el sentido mismo de la existencia, pero Malinalli no se sentía preparada para ello. Muy a menudo, al hablar, se dejaba guiar por sus deseos y entonces la voz que salía de su boca no era otra que la del miedo. Miedo a no ser fiel a sus dioses, miedo a fallar, miedo a no poder con la responsabilidad y -¿por qué no?- miedo al poder. A la toma del poder.

Ella nunca antes había experimentado la sensación que generaba estar al mando. Pronto aprendió que aquel que maneja la información, los significados, adquiere poder, y descubrió que al traducir, ella dominaba la situación y no sólo eso, sino que la palabra podía ser un arma. La mejor de las armas. La palabra viajaba con la velocidad de un rayo. Atravesaba valles, montañas, mares, llevando la información deseada tanto a monarcas como a vasallos; creando miedo o esperanza, estableciendo alianzas, eliminando enemigos, cambiando el rumbo de los acontecimientos. La palabra era un guerrero, un guerrero sagrado, un caballero águila o un simple mercenario. En caso de tener un carácter divino, la palabra convertía el espacio vacío de la boca en el centro de la Creación y repetía en ella el mismo acto con el que el universo se había originado al unir el principio femenino y el masculino en uno solo.

Malinalli pensaba que para que la vida surja, para que estos dos principios se mantengan unidos, debe instalarse dentro de un espacio circular que los resguarde, que los arrope, ya que las formas redondas eran las que mejor protegían lo creado, debido a que lo encierran; las puntiagudas, por el contrario, abren, separan. La boca, como principio femenino, como espacio vacío, como cavidad, era el mejor lugar para que las palabras se generaran y la lengua, principio masculino, puntiaguda, afilada, fálica, era la indicada para introducir la palabra creada, ese universo de información, en otras mentes, para que ahí fecundara.

¿Qué iba a fecundar? Ésa era la gran incógnita. Malinalli estaba convencida de que sólo había dos posibilidades: unión o separación, creación o destrucción, amor u odio, y que el resultado estaba determinado por «la lengua», o sea, por ella misma. Ella tenía el poder de lograr que sus palabras incluyeran a los otros dentro de un mismo propósito, que los arroparan, que los cobijaran o los excluyeran, los convirtieran en oponentes, en seres separados por ideas irreconciliables, en seres solitarios, aislados, desamparados, tal como ella, quien, en su calidad de esclava, por años había sentido lo que significaba vivir sin voz, sin ser tomada en cuenta e impedida para cualquier toma de decisiones.

Pero ese tiempo pasado parecía estar muy lejos. Ella, la esclava que en silencio recibía órdenes, ella, que no podía ni mirar directo a los ojos de los hombres, ahora tenía voz, y los hombres, mirándola a los ojos, esperaban atentos lo que su boca pronunciara. Ella, a quien varias veces habían regalado, ella, de la que tantas veces se habían deshecho, ahora era necesitada, valorada, igual o más que una cuenta de cacao.

Desgraciadamente, esa posición de privilegio era muy inestable. En un segundo podía cambiar. Incluso su vida corría peligro. Sólo el triunfo de los españoles le garantizaba su libertad, por lo que no había tenido empacho en afirmar varias veces con palabras veladas que en verdad los españoles eran enviados del señor Quetzalcóatl y no sólo eso, sino que Cortés mismo era la encarnación del venerado dios.

Ahora ella podía decidir qué se decía y qué se callaba. Qué se afirmaba y qué se negaba. Qué se daba a conocer y qué se mantenía en secreto, y en ese momento ése era su principal problema. No sólo se trataba de decir o no decir o de sustituir un nombre por otro, sino que al hacerlo se corría el riesgo de cambiar el significado de las cosas. Al traducir, Malinalli podía cambiar los significados e imponer su propia visión de los hechos y, al hacerlo, entraba en franca competencia con los dioses, lo cual la aterrorizaba. Como consecuencia de su atrevimiento, los dioses podían molestarse con ella y castigarla, y eso definitivamente le daba miedo. Podía evitar este sentimiento traduciendo lo más apegada posible al significado de las palabras, pero si los mexicas en determinado momento llegaban a dudar -tal como ella- que los españoles eran enviados de Quetzalcóatl, ella sería aniquilada junto con éstos en un abrir y cerrar de ojos.

Así que se encontraba en una situación de lo más delicada: o trataba de servir a los dioses y ser fiel al significado que ellos le habían dado al mundo o seguía sus propios instintos, los más terrenales y primarios, y se aseguraba de que cada palabra y cada acto adquiriera el significado que a ella le convenía.

Lo segundo obviamente era un golpe de estado a los dioses y el temor a su reacción la llenaba de miedos y culpas, pero no veía otra alternativa por ningún lado.

Los miedos y las culpas de Malinalli eran iguales o más poderosos que los de Moctezuma, quien, lleno de temor, llorando y temblando, esperaba el castigo de los dioses porque los mexicas, tiempo atrás, habían destruido Tula y en ese sitio sagrado, dedicado a Quetzalcóatl, habían practicado sacrificios humanos. Antes, en la Tula tolteca, no había necesidad de ellos. Bastaba que Quetzalcóatl encendiera el Fuego Nuevo y acompañara al sol en su trayecto por la bóveda celeste para mantener un equilibrio en el cosmos. Antes de los mexicas, el sol no se alimentaba de sangre humana, no la pedía, no la exigía.

La enorme culpa que Moctezuma cargaba sobre sus espaldas lo hacía no sólo creer que había llegado la hora de pagar sus deudas sino que la llegada de los españoles marcaba el fin de su imperio. Malinalli podía impedir que esto sucediera, podía proclamar que los españoles no eran enviados de Quetzalcóatl y en un segundo serían destruidos…, pero ella sería asesinada junto a ellos, y no quería morir como esclava. Tenía muchos deseos de vivir en libertad, de dejar de pasar de mano *n mano, de llevar una vida errante.

No había vuelta atrás, no había manera de salir ilesa. Conocía perfectamente la crueldad de Moctezuma y sabía que si los españoles resultaban perdedores en su empresa, ella estaba condenada a la muerte. Ante esta alternativa, ¡por supuesto que prefería que los españoles triunfaran! Y si para asegurar su triunfo tenía que mantener viva la idea de que eran dioses venidos del mar, así lo iba a hacer, aunque ya no estuviera tan convencida de tal cosa. La ilusión de algún día poder hacer lo que se le viniera en gana, casarse con quien ella quisiera y tener hijos sin el temor de que fuesen tomados como esclavos o destinados al sacrificio era lo suficientemente atractiva como para no dar un paso atrás. Lo que más deseaba era tener un trozo de tierra que le perteneciera y en donde pudiera sembrar sus granos de maíz, los que siempre cargaba con ella y que habían sido parte de la milpa de la abuela. Si los españoles podían lograr que sus sueños se cristalizaran valía la pena ayudarlos.

Claro que eso no le quitaba la culpa ni le aclaraba lo que debía decir o lo que debía callar. ¿Qué tan válido era defender la vida a base de mentiras? ¿Y quién le aseguraba que eran mentiras? Quizá estaba siendo injusta en sus juicios. Tal vez los españoles sí eran enviados de Quetzalcóatl y era su obligación colaborar con ellos hasta la muerte, compartiendo la información privilegiada que había obtenido de boca de una mujer de Cholula. A dicha mujer le había encantado el carácter desenvuelto de Malinalli, su belleza y su fortaleza física, para que fuera la esposa de su hijo. Con la intención de salvarle la vida, le había confiado que en Cholula se estaba preparando una emboscada en contra de los españoles. El plan era apresarlos, envolviéndolos en hamacas, y luego llevarlos vivos a Tenochtitlan. La mujer le recomendó a Malinalli que saliera de la ciudad antes de que esto sucediera y que posteriormente podría casarse con su hijo.

Malinalli, ahora, tenía la responsabilidad de decidir si compartía esta información con los españoles o no. Cholula era un lugar sagrado. Era el lugar en donde se encontraba uno de los templos de Quetzalcóatl. La defensa o el ataque de Cholula significaban la defensa o el ataque de Quetzalcóatl. Y Malinalli se sentía más confundida que nunca. De lo único que estaba segura era de que necesitaba silencio para aclarar la mente.

¡Imploró silencio a todos sus dioses! Lo que más la atormentaba, aparte del ruido exterior, era el ruido interno, las voces en su cerebro que le decían que callara, que no hablara, que no le confiara a los españoles ninguna información valiosa que pudiera salvarles la vida, que algo andaba mal, que tal vez los extranjeros no eran quienes ella pensaba, que no eran los enviados de Quetzalcóatl. El comportamiento que empezaban a mostrar no se ajustaba para nada al modelo ideal que ella había elaborado en su cabeza. Se sentía desilusionada.

Para empezar, había una total incongruencia entre el significado del nombre de Cortés, Ser cortés era ser delicado, respetuoso, y ella no consideraba que Hernán fuese de esa manera y mucho menos los hombres que lo acompañaban. No podía aceptar que los enviados de los dioses se expresaran de la manera en que lo hacían, que fuesen tan bruscos, tan directos, tan mal hablados, que inclusive vociferaran insultos en contra de su dios cuando se enojaban. Ante la dulzura y la poesía del náhuatl, el español le resultaba un tanto agresivo.

Aunque había algo más desagradable que la falta de delicadeza que los españoles tenían para dar órdenes, y era el olor que despedían. Nunca esperó que los enviados de Quetzalcóatl fuesen a oler tan mal. La limpieza era una práctica común entre los indígenas, y los españoles, por el contrario, no se bañaban, sus ropas estaban apestosas, ni el sol ni el agua podían quitarles la peste. Por más que tallaba y tallaba la ropa en el río, no era capaz de sacarle el mal olor a hierro podrido, a sudor metálico, a armadura oxidada.

Por otro lado, el interés que los españoles y Cortés en particular mostraban por el oro no le parecía correcto. Si en verdad fuesen dioses, se preocuparían por la tierra, por la siembra, por asegurar el alimento de los hombres, y no era así. En ningún momento los había visto interesados en las milpas, sólo en comer. Si Quetzalcóatl había robado la semilla de maíz del Monte de Nuestro Sustento para dársela a los hombres, ¿no les interesaba saber cómo trataban los hombres su gran obsequio? ¿No les daba curiosidad saber si al comerlo recordaban su origen divino? ¿Si lo cuidaban y veneraban como algo sagrado? ¿No les preocupaba que los hombres dejaran de sembrar maíz? ¿Qué? ¿Acaso no sabían que sí los hombres dejaban algún día de sembrar maíz, el maíz moriría? ¿Que la mazorca necesita de la intervención de los hombres para que la despojen de las hojas que la cubren y de esta manera la semilla quede en libertad de reproducirse?

¿Que no hay forma de que el maíz viva sin los hombres ni los hombres sin maíz? El que el maíz necesitara de los hombres para reproducirse era la prueba de que el maíz era un regalo de los dioses a los seres humanos, pues sin haber estado ellos presentes en el mundo, no hubieran tenido los dioses a quién regalar el maíz, y los hombres, por su lado, sin maíz no podrían sostener su vida en la tierra. ¿Que no saben que nosotros somos la tierra, de la tierra nacimos, la tierra nos come y que cuando ya sea el término de la tierra, cuando ya sea el fin de la tierra, cuando se haya fatigado la tierra, cuando el maíz ya no nazca, cuando la madre tierra ya no abra su corazón, será también nuestro fin? Entonces, ¿de qué valía tener oro acumulado sin maíz? ¿Cómo era posible que la primera palabra que Cortés se interesó en aprender en náhuatl fuese precisamente la del oro en vez de la del maíz?

El oro, el teocuitlatl, era considerado como el excremento de los dioses, un desecho, sólo eso, así que no entendía el afán de atesorarlo. Ella pensaba que el día en que la semilla de maíz no fuese respetada, valorada como algo sagrado los seres humanos estarían en grave peligro, y si ella -que, era una simple mortal- sabía eso, ¿cómo era posible que los enviados de Quetzalcóatl, que venían en su nombre -aunque se tratara de un nombre distinto-, que se comunicaban con él, no lo supieran? ¿No sería que estos enviados venían más como enviados de Tezcatlipoca que de Quetzalcóatl?

El hermano de Quetzalcóatl alguna vez lo había engañado con un espejo negro, y eso le parecía que hacían los españoles con los indígenas, sólo que ahora con espejos brillantes. Tezcatlipoca, el dios que buscaba usurpar el poder a su hermano, era mago y, haciendo gala de su oficio, le envió a Quetzalcóatl un espejo negro en el que Quetzalcóatl vio la máscara de su santidad falsa, vio su parte oscura. Como respuesta ante tal visión, Quetzalcóatl se puso tan borracho que hasta fornicó con su propia hermana. Avergonzado, al día siguiente abandonó Tula para reencontrarse, para recuperar su luz, prometiendo regresar algún día.

La gran incógnita era si en verdad había regresado o no. Lo más preocupante para Malinalli, independientemente de si los españoles lograban su propósito de derrocar a Moctezuma o no, era que su vida y su libertad estaban en juego. Todo esto se había iniciado meses atrás cuando de manera fortuita Cortés se había dado cuenta de que ella hablaba náhuatl, y como Aguilar, quien en los años que llevaba habitando en estas tierras sólo había aprendido maya, no lo podía ayudar para entenderse con los enviados de Moctezuma, Cortés, entonces, le pidió a Malinalli que lo ayudara a traducir y a cambio le daría su libertad. A partir de ahí los acontecimientos se habían ido sucediendo con una velocidad extraordinaria y ahora Malinalli se encontraba presa de una vorágine que no le permitía escapatoria. En la cabeza de Malinalli aparecían y desaparecían imágenes de momentos que habían marcado su destino a partir del día en que los españoles habían desembarcado,

En primer lugar estaba la del día en que el cacique de Tabasco la reunió junto con otras diecinueve mujeres para informarles de que serían regaladas a los recién llegados a manera de impuesto de guerra, ya que los extranjeros se habían enfrentado y vencido a los habitantes de Cintla.

Recordó con detalle la conversación que habían sostenido entre todas ellas durante el trayecto al campamento español. Casi en secreto mencionaron la posibilidad de que hubiera una conexión entre los hombres venidos del mar y Quetzalcóatl. El año en curso era un año Uno Caña y, de acuerdo con el calendario mexica, era el año de Quetzalcóatl, quien había nacido en el año Uno Caña y muerto después de un ciclo de 52 años, también en Uno Caña. Se decía que la coincidencia de que los recién llegados hubiesen arribado en un año Uno Caña era muy difícil de ignorar. Una de ellas comentó que había escuchado que el año Uno Caña era pésimo para los reyes. Si algo malo sucedía en un año Uno Lagarto, el mal atacaba a los hombres, mujeres y ancianos. Si sucedía en el año Uno Jaguar, Uno Venado o Uno Flor, atacaba a los niños, pero si sucedía en el año Uno Caña, atacaba a los reyes. Lo cual era evidente pues los extranjeros se habían enfrentado con los habitantes de Cintla y habían salido vencedores, y algo similar sucedería si se enfrentaban a Moctezuma. Esto era un indicio de que venían a conquistar y reinstaurar el reino de Quetzalcóatl. Y así lo aceptó el corazón de Malinalli quien, en esa época, al escuchar estas palabras se alegró, se llenó de esperanza, de ilusión, de deseos de cambio. Saber que el reino que permitía los sacrificios humanos y la esclavitud estaba en peligro de desaparecer le proporcionaba tranquilidad.

Lejos de allí, en el palacio de Moctezuma se había dado la misma conversación entre Moctezuma, su hermano Cuitláhuac y su primo Cuauhtémoc.

Cuitláhuac y Cuauhtémoc pensaban que Cortés y sus hombres más que dioses venidos del mar eran una simple banda de saqueadores. Sin embargo, Moctezuma decidió que, se tratara o no de dioses, debía dárseles un trato preferencia! puesto que se consideraba que también los saqueadores estaban protegidos por Quetzalcóatl, así que envió a Teotlamacazqui, su emisario principal, con el siguiente mensaje:


«Ve sin tardanza, haz reverencia a nuestro señor, dile que su teniente Moctezuma te ha enviado y esto es lo que le mando para honrar su llegada».

Tal vez Moctezuma no se dio cuenta del gran desconcierto que esa actitud provocó en la población, pues cuando escucharon que el propio emperador recibía con respeto a los extranjeros y, no sólo eso, sino que se ponía a sus órdenes, todos quedaban obligados a comportarse de la misma manera.

El trato preferencial hacia los españoles indicaba a todas luces que los españoles estaban por encima del emperador Moctezuma.

Pero a la luz de los últimos acontecimientos, Malinalli ya no estaba tan segura. Desde el momento en que se había dado el primer contacto con los emisarios de Moctezuma, Cortés mostró su interés desmedido por el oro. No lo deslumbró la maestría del arte plumario, ni la belleza de los textiles y las joyas con las que lo obsequiaron, sino el oro. Cortés había prohibido a cualquier miembro de la expedición que hiciera intercambios de oro en privado y se ponía una mesa afuera del campamento para que los indígenas hicieran sus intercambios oficialmente. Así que todos los días tanto totonacas como mexicas venían a ofrecerle a Cortés objetos de oro que él intercambiaba a través de sus sirvientes por cuentas de vidrio, espejos, alfileres y tijeras.

Malinalli misma fue obsequiada con un collar con cuentas de vidrio y un espejo. A ella le gustaba mucho el reflejo que ambas producían. Ella entendía bien los espejos.

Mientras lavaba la ropa en el río, se observaba en el agua. Su imagen reflejada le hablaba de miedo, no le gustaba verla, le molestaba, la enfermaba. Recordó que de niña, una vez que estaba enferma, la habían puesto a observar su imagen reflejada en un recipiente con agua y había sanado. Pidió al río que le hablara, que la sanara, que le indicara si estaba actuando bien, si no se estaba equivocando. Ella sabía que el agua hablaba en todos los recipientes. Su abuela le había mencionado en una ocasión que en el Anáhuac había un enorme lago visionario, en donde se reflejaban imágenes de lo que iba a pasar, y en ese lugar los sacerdotes mexicas habían visto un águila devorando una serpiente. En cambio, el río en el que lavaba la ropa no le hablaba, no le decía nada, no veía nada en él, aparte de la mugre de los españoles venidos del mar.

El mar era un espacio de reflejos. Los lagos y los ríos también. En ellos estaban contenidos el sol y el dios del agua. Malinalli sabía que atrás de cada reflejo se encontraba ella misma como lo estaba el sol reflejado en la luna. Como lo estaba en el agua, en las piedras, en los ojos de los otros. Cuando se usan objetos o piedras brillantes, uno se refleja en el cosmos como en un juego de espejos. El sol no se da cuenta de que brilla porque no puede verse a sí mismo. Tiene que verse reflejado para comprender su grandeza. Por eso necesitamos espejos, para reconocernos. Por eso Tula, la ciudad de Quetzalcóatl, fue construida para ser el espejo del cielo y por eso Malinalli gustaba de usar objetos brillantes para ser un espejo donde Quetzalcóatl se reflejara ampliamente. Los collares eran sus más bellos espejos.

Malinalli sacó de su morral el collar que Cortés le había regalado y se lo puso en el cuello, con la intención de ser vista por el dios. De encontrarse con él en el reflejo. Se miró nuevamente en el río y, en esta ocasión, lo que el agua le mostró fue una serie de pequeños reflejos, uno al lado del otro, que formaban una línea ondulada. De inmediato recordó la serpiente de plata que formaban los soldados españoles al caminar uno atrás del otro, reflejando al sol en sus armaduras, y la relacionó con las columnas de soldados de Tula que caminaban uno atrás otro viendo su reflejo en el espejo que el que iba delante cargaba sobre su espalda.

Sin que Malinalli lo supiera, Hernán Cortés se encontraba a sólo unos pasos de ella. Aprovechando que el cielo estaba despejado, Cortés había decidido relajarse un momento al lado del río. Hacía un rato que había dejado de dibujar en su libreta de anotaciones una rueda de la fortuna. Cada vez que quería calmar su mente y despejarla se ponía a dibujar ruedas de la fortuna. Al hacerlo, entraba en estados de relajación profunda, la idea de que había un tiempo circular que determinaba que a veces uno podía estar en la cumbre y al otro momento en el piso le gustaba, pero ese día una idea vino a su mente y lo forzó a dejar a un lado la pluma y el papel. Al estar dibujando la rueda al tocar el piso, sintió que ese momento era el verdaderamente importante en el proceso eterno del giro: el momento en que la rueda toca el piso, ese instante de unión con la tierra es el verdadero, todo lo demás está en el aire, flotando, no existe, ni el pasado ni el futuro; esta comprensión lo hizo levantar la vista y ver a su alrededor con nuevos ojos.

De inmediato, comenzó a experimentar un sentimiento placentero. Estas nuevas tierras que hasta ahora le habían parecido extrañas, peligrosas e inhóspitas, donde el calor, los moscos, la humedad y las plantas venenosas habían atemorizado su corazón, de pronto cambiaron su apariencia y todo a su alrededor le pareció acogedor. Sintió que esta tierra era suya, que le pertenecía y que nunca había llegado sino que siempre había estado ahí.

Con gran paz en su corazón -cosa extraña en él-, decidió darse un chapuzón en el agua. Cuando llegó a la orilla del río, descubrió a Malinalli haciendo lo mismo. Se había despojado de su hermoso huipil para bañarse.

Cortés observó su cuerpo desnudo. Miró su espalda, sus caderas, sus muslos, su cabello y se excitó como nunca antes.

Al sentir su presencia, Malinalli giró y entonces Cortés pudo observar su pecho de adolescente, firme, enorme, con los pezones turgentes apuntando directo a su corazón. Sintió una gran erección y una enorme urgencia de poseerla, pero no debía, así que metió su cuerpo hasta la cintura en el agua fría para ver si se le bajaba un poco la erección. Mientras se acercaba a ella trató de iniciar una conversación que distrajera sus pensamientos.

– ¿Qué haces?

– Me impregno del dios Tláloc, el dios del agua.

Cortés y Malinalli, dentro del agua, uno frente al otro, se miraron a los ojos y descubrieron su destino y su unión inevitable. Cortés comprendió que Malinalli era su verdadera conquista, que ahí, en medio del abismo de los ojos negros de esa mujer, se encontraban las joyas que tanto buscaba. Malinalli, por su lado, sintió que en los labios de Cortés y en su saliva había un trozo líquido de dios, un pedazo de eternidad y que a ella le urgía saborearlo y conservarlo entre sus labios. Las nubes en el cielo se comenzaron a mover con una velocidad extraordinaria. El ambiente se cargó de humedad y lubricó tanto las plumas de las aves, las hojas de los árboles como la vagina de Malinalli. Las grises nubes, al igual que el pene de Cortés, hacían un gran esfuerzo por contener el agua, por retenerla, por no dejarla caer, por no soltar su preciado líquido. Cortés aún tuvo tiempo de preguntar antes de lanzarse sobre ella:

– ¿Cómo es ese dios?

Y Malinalli aún tuvo tiempo de responder antes de ser poseída:

– Eterno, igual que el tuyo, sólo que su eternidad no es invisible como para ti. Nuestro dios se evapora, hace dibujos en el cielo, se mueve caprichosamente en las nubes, grita su presencia, derrama su conciencia y aplaca nuestra sed y nuestro miedo…

Cortés, con los ojos incendiados por el deseo y poniendo su mano sobre el pecho de Malinalli, la interrumpió:

– ¿Tienes miedo?

Malinalli negó con la cabeza. Cortés, entonces, la acarició lentamente, con la mano húmeda. Torno el pezón de la mujer-niña con la punta de sus dedos. Malinalli comenzó a temblar. Cortés le ordenó que continuara hablando de su dios. Pensaba satisfacer un poco su deseo pero nada más, no quería romper la promesa de todos los que participaban en la empresa de que iban a respetar a las mujeres indígenas. Malinalli continuó su discurso como pudo, pues Cortés ya se había metido su pezón en la boca y se lo lamía con lujuria.

– Nuestro dios da la vida eternamente… Por eso es nuestro dios el agua…

La mente ambiciosa de Cortés no pudo más y quiso poseer a Malinalli y a su dios al mismo tiempo. En su mente explotó el placer, y el fuego de su corazón quiso evaporar para siempre a ese dios llamado Tláloc, a ese dios agua. Cargó a Malinalli, la sacó del agua y ahí, a la orilla del río, la penetró con fuerza. En ese instante el cielo también explotó y dejó caer la lluvia sobre ellos.

Cortés no se enteró de los relámpagos, de lo único que sabía era de la tibieza que había en el centro del cuerpo de Malinalli, de la manera en que su miembro empujaba y abría la apretada pared de la vagina de la niña. No le importaba que su pasión y fuerza lastimaran a Malinalli. No le importaba si caían rayos cerca de ellos. No le importaba nada, más que entrar y salir de ese cuerpo.

Malinalli permaneció muda y sus ojos negros, más hermosos que nunca, fueron acuosos, tuvieron lágrimas contenidas. En cada arremetida, Malinalli sentía cómo el torso desnudo y velludo de Cortés rozaba sus pechos y le producía placer. Ahí tenía la respuesta a su inquietud sobre lo que se sentiría al tocar una piel con pelo. Malinalli, a pesar de haber recibido esa violencia en su cuerpo, en su delirio recordó lo que su abuela, con una dulce voz, como si los pájaros, todos, hubieran depositado su espíritu en su garganta, le había dicho un

día antes de morir:

– Hay lágrimas que son sanación y bendición del señor del cerca y del junto. Son agua que también es lenguaje de voz líquida que canta a la fragmentación de la luz, es la esencia de nuestro dios que une los extremos y reconcilia lo irreconciliable.

Durante unos minutos -que parecieron eternos-, Cortés la penetró una y otra vez, salvajemente, como si toda la fuerza de la naturaleza estuviese contenida en su ser. Mientras, llovió tan fuerte que esa pasión y ese orgasmo quedaron sepultados en agua, lo mismo que las lágrimas de Malinalli, quien por un momento había dejado de ser «la lengua» para convertirse en una simple mujer, callada, sin voz, una simple mujer que no cargaba sobre sus hombros la enorme responsabilidad de construir con su saliva la conquista. Una mujer que, lejos de lo que podía esperarse, sintió alivio de recuperar su condición de sometimiento, pues le resultaba mucho más familiar la sensación de ser un objeto al servicio de los hombres que ser la creadora de su destino.

Parecía que nadie más que Dios fue testigo del arrebato de esa ira lujuriosa, de esa venganza pasional, de ese odio amoroso, pero no fue así, Jaramillo, un capitán que luchaba al lado de Cortés, los había mirado, y en su conciencia quedó grabada la figura de Malinalli y se sintió atraído -como nunca- por esa mujer que Cortés, su jefe, había poseído.