"Malinche" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)Siete.A partir de esa noche y por muchas noches más, Malinalli no pudo conciliar el sueño. La atormentaban las imágenes de una matanza que no había visto. Desde niña, había desarrollado una técnica para conciliar el sueño que consistía en cerrar los ojos y pintar un códice utilizando la imaginación. Cuando en su mente empezaban a aparecer rostros, figuras, glifos, signos, sabía que ya se encontraba en el mundo de los sueños, en el universo fantástico que le pertenecía únicamente a ella. Ese sitio era el lugar de encuentro con sus pensamientos más luminosos, pero también con el de los más aterrorizadores. Ése era el caso después de haber escuchado la narración de lo que había sucedido en Tenochtitlan en su ausencia. Las imágenes que venían a su cabeza en cuanto cerraba sus párpados eran las de cabezas, piernas, brazos, narices y orejas volando por los aires. No había presenciado la matanza del Templo Mayor, pero tenía como antecedente la de Cholula, así que con toda claridad, su cerebro reproducía el sonido de la carne desgarrada, de los gritos, los lamentos, las detonaciones de los arcabuces, las carreras, los sonidos de los cascabeles mientras los pies huían, tratando de escalar los muros. Malinalli sentía en el centro de su cuerpo un estremecimiento y abría los ojos. Esto sucedía varias veces hasta que, agotada, el sueño la vencía. Cuando esto pasaba, venía la peor parte. Un sueño repetitivo le aprisionaba la mente. Al inicio de la pesadilla, Malinalli era una mariposa sostenida por el viento, que observaba desde las alturas cómo danzaban los nobles y guerreros mexicas. Los veía entregados a la danza, concentrados, entrando en un estado de exaltación religiosa. Del centro del círculo en el que bailaban salía un poste de luz que unía el cielo con la tierra y desparramaba sobre los danzantes una poderosa luz amarilla que iluminaba los cuerpos adornados con sus mejores atavíos, sus mejores plumas, sus mejores pieles, pero de pronto, una lluvia de balas caía sobre ellos, les perforaba el pecho, sus corazones sangrantes se volvían de piedra y se elevaban al cielo. Malinalli, dentro de su pesadilla, se decía a sí misma: – Los corazones de piedra también vuelan. Al decir esto, veía una imagen fascinante y aterrorizadora que distraía su mirada: el cuerpo mutilado de la diosa Coyolxauhqui, tallado en piedra, la hermana del dios Huitzilopochtli que murió hecha pedazos cuando trató de impedir que su hermano naciera del vientre de Coatlicue, su madre, tomaba vida. Dejaba su inmovilidad para moverse y buscar unir sus partes mutiladas. Los fragmentos de las piernas y de los brazos que estaban separados se unían nuevamente al tronco y la piedra se volvía carne de tal modo que dejaba de ser escultura de piedra para volverse carne viva. Malinalli entonces hablaba nuevamente para sí misma: – Cuando la piedra se vuelve carne, el corazón se vuelve piedra. Como si los hubiera llamado, algunos de los corazones de piedra se le acercaban al rostro y estallaban en mil pedazos, escupiendo chorros de sangre; otros se desplomaban como granizo de piedra y varios de ellos golpeaban a Moctezuma, lo sepultaban. Las alas de mariposa de Malinalli se bañaban de sangre, se volvían pesadas y ella, incapacitada para volar, caía estrepitosamente al piso. Malinalli, entonces, convertida en una más de los danzantes, trataba de huir de los escopetazos y de la lluvia de corazones de piedra, pisando cuerpos desmembrados y escalando los muros, pero la sangre que escurría por las piedras lo hacían imposible. Sus pies y sus manos resbalaban y provocaban su caída. En ese momento, quería gritar, pedir ayuda al cielo, pero la voz no salía de su garganta; al girar su rostro, miraba cómo una lluvia de corazones de piedra caían sobre Moctezuma y lo dejaba sepultado bajo ellas; enseguida, una lluvia de espadas se dirigía al pecho de Malinalli y se encajaban en su corazón perforándolo en miles de sitios por los que comenzaban a escapar plumas preciosas ensangrentadas. En este punto, Malinalli abría los ojos con la respiración agitada y los ojos llenos de agua. De nada le servía abrir los ojos. La pesadilla continuaba. Malinalli caminaba y no caminaba. Veía y no veía. Hablaba y no hablaba. Estaba y no estaba. Vivía los dramáticos acontecimientos que sucedieron a la matanza sin verlos, sin oírlos, sin registrarlos en su memoria. No tenía espacio en la mente para el presente, pues las imágenes del pasado, las imágenes del horror, lo ocupaban todo. Como en sueños vivió el regreso a Tenochtitlan. Regresaron por el lago de Texcoco. La canoa en la que venía se deslizaba suavemente por las aguas. Esta vez no hubo recibimiento, no hubo escolta de nobles esperándolos, todos estaban muertos. Había pasado un mes de la matanza del Templo Mayor y aún podía percibirse el olor a muerte en el ambiente. Conforme se adentraban a la ciudad, el corazón de Malinalli aceleraba sus latidos y hacía correr dolor por sus venas. Para evitarlo, cerraba los ojos y procuraba no pensar en nada. No quería ver los signos del desastre. Al llegar al palacio de Axayácatl, Cortés se reunió de inmediato con Pedro de Alvarado para pedirle explicaciones. Lo había dejado al mando porque pensaba que podía manejar perfectamente a los tenochcas, quienes veían en él a una representación de Tonatiuh, la deidad solar. Cuando se dirigían a él no lo hacían por su nombre sino por el de «Sol». Pero Cortés no contaba con que la responsabilidad que le dejaba iba a resultar superior a él. El miedo a perder el control lo empujó a organizar la matanza. Era verdad que desde que los españoles habían llegado a Tenochtitlan, los orgullosos tenochcas los miraban con recelo. No entendían la conducta de su gobernante. Moctezuma, como monarca, se había caracterizado por su valentía, su sabiduría, su enorme religiosidad y la firmeza con su mano dura para controlar el imperio. Ante los españoles, en cambio, se mostraba débil y sumiso, por lo que los tenochcas no salían de su asombro. La gente en las calles se preguntaba si Moctezuma había perdido la razón, si Tenochtitlan se encontraba sin cabeza, sin dirigente y no tardó en aparecer un movimiento de resistencia encabezado por los señores Cacama, de Tezcoco, Cuitláhuac, de Iztapalapa, y Cuauhtémoc, el hijo de Ahuizotl. Desde ese punto de vista, resultaba lógico que Pedro de Alvarado, ante el temor de una insurrección que no pudiera controlar con los pocos hombres que le habían dejado, decidiera asesinar a los mejores guerreros y los nobles más destacados que participarían en la celebración. La matanza provocó la tan temida insurrección. Cortés le pidió a Moctezuma que le hablara a su pueblo desde la azotea del palacio para que se apaciguara. Pero el gobernante no fue bien recibido por su gente. Los tenochcas, exaltados, le lanzaron insultos y piedras. Moctezuma recibió tres pedradas. Los españoles dijeron que éstas fueron la causa de su muerte, pero según los testimonios de los indígenas, fue asesinado por los propios españoles. Malinalli no entró en el juego de explicaciones. No dijo nada. El impacto de haber sido la última en mirar a los ojos del emperador antes de que se lo llevaran a sus habitaciones la mantuvo viviendo en un tiempo que no era ese tiempo. Se preguntaba si su pesadilla era parte de la realidad o la realidad parte de la pesadilla. Y ella, ¿en dónde estaba? Aún sin saberlo, vio cómo los mexicas eligieron como nuevo emperador a Cuitláhuac, el hermano de Moctezuma, quien de inmediato organizó a su gente para enfrentar a Cortés y sus hombres. Lo hizo tan bien que obligó a los españoles a iniciar la retirada. Trataron de huir por la noche, cuando la ciudad estuviera en calma y así poder llevarse con ellos el gran tesoro que habían acumulado. El único momento en que Malinalli reaccionó y se instaló en el presente fue cuando estaban huyendo. Los tenochcas venían tras ellos. Una de sus flechas hirió al caballo que siempre había sido su aliado, el que había estado con ella en su bautizo, en la matanza de Cholula, en el combate contra Pánfilo de Narváez, su amigo eterno e incondicional. Cuando Malinalli lo vio caer herido, el tiempo se detuvo. Los sonidos de la batalla se congelaron en el aire. Ya no escuchó nada. Todo lo que la rodeaba desapareció del campo de su mirada. Sólo el caballo existía, sólo el caballo moría. Malinalli sintió un dolor profundo. No quiso dejarlo ahí tirado, agonizando; no quería que fuera alimento para los gusanos. Se abrazó a él. En sus ojos vio el miedo, el dolor, el sufrimiento. De inmediato los relacionó con los ojos que Moctezuma tenía cuando cayó herido por las piedras. Había bondad en esos ojos. Había grandeza. Había señorío. Malinalli tomó con fuerza la macana con la que combatía a los tenochcas y le asestó al caballo un golpe mortal en la cabeza. Luego sacó de sus ropas un cuchillo y en un acto de locura procedió a cortarle la cabeza. Quería llevarla con ella, quería hacerle los honores que se merecía. Estaba tan enfrascada en su labor, que perdió de vista que estaban huyendo, que la batalla seguía, que su vida corría peligro. Juan Jaramillo fue el que se dio cuenta de que un tenochca tomaba a Malinalli por el cabello con la intención de degollarla. Jaramillo disparó su arcabuz contra él y lo mató, luego corrió, tomó a Malinalli, quien aún no terminaba de cortar la cabeza del caballo, y la arrastró a la fuerza hasta las afueras de la ciudad, donde se sentaron a llorar su derrota. Malinalli, nuevamente ausente, permaneció recargada en el hombro que Jaramillo le ofrecía. Había mostrado gran fuerza y valentía esa noche. Malinalli lamentaba no haber podido llevarse con ella la cabeza del caballo; Cortés, todo su tesoro. Cortés, derrotado, se refugió en Tlaxcala, donde se recuperó y reunió nuevas fuerzas. Mientras tanto, una epidemia de viruela negra, portada por los esclavos cubanos que venían con los españoles, hizo estragos en la población. Una de las víctimas fue el mismo Cuitláhuac, quien falleció por esta causa. Entonces subió al trono el joven Cuauhtémoc. Una de sus primeras acciones fue mandar ejecutar a seis hijos de Moctezuma que intentaban someterse a los españoles. A pesar de la epidemia, dio órdenes y tomó medidas para la defensa de la ciudad. Sabía que Cortés, apoyado por los tlaxcaltecas, planeaba un nuevo asalto a Tenochtitlan. Cortés hizo construir trece bergantines para controlar la ciudad desde los lagos que la rodeaban. Se le unieron guerreros de Cholula, Huexotzingo y Chalco. Según sus propios cálculos, logró juntar más de setenta y cinco mil hombres. Cuauhtémoc enfrentó la llegada atacando a los españoles cuando transitaban por las calles desde las azoteas de las casas. Cortés ordenó que se destruyeran las casas y así se dio inicio a la destrucción de la ciudad. En una de sus acciones, Cortés consiguió llegar al Templo Mayor, pero los mexicas los atacaron por la retaguardia logrando capturar a más de cincuenta soldados españoles vivos. Esa noche, desde sus campamentos, los españoles escucharon los cantos de victoria y supieron que los soldados capturados habían sido sacrificados en el propio Templo Mayor. Cortés decidió sitiar la ciudad, interviniendo las calzadas que la unían con tierra firme, mientras con los bergantines y las canoas de los aliados controlaba el acceso por agua. De la misma manera, hizo destruir los acueductos de Chapultepec, los cuales surtían de agua dulce a Tenochtitlan. La intención, desde luego, era hacerlos rendir por sed y hambre. Los tenochcas resistían en Tlatelolco. Fue en el mercado, en el corazón del imperio, donde se dio el golpe final a los habitantes de Tenochtitlan. Fueron tantas las muertes a causa de la viruela y el hambre que los españoles pudieron vencerlos finalmente. El día de la caída, mataron y aprehendieron a más de cuarenta mil indígenas. Había una gran gritería y llantos. Cuauhtémoc trató de huir, pero fue apresado y conducido a Cortés y, una vez en su presencia, dijo: – Señor Malinche, ya he hecho lo que estoy obligado a hacer en defensa de mi ciudad y de los vasallos y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder; toma ese puñal que tienes en el cinto y mátame luego con él. Cortés no lo mató; lo tomó prisionero y le quemó los pies para que confesara en dónde estaba oculto el oro. Tanto el que suponía que escondían como el que había perdido la tropa en la huida de la Noche Triste. Cuando Cortés se fue a las Hibueras, lo llevó con él, y un tlatelolca que iba en la expedición acusó a Cuauhtémoc de estar planeando una sublevación en contra de Cortés. Cortés, después de bautizarlo con el nombre de Fernando, los mandó colgar de una gran ceiba, el árbol sagrado de los mayas, en un lugar de Tabasco. No había viento. El sol se había ocultado entre nubes grises, espesas, tristes. Parecía una luna apagada, debilitada, que se esforzaba por permanecer en el cielo entre el humo que se elevaba sobre las piras donde quemaban cadáveres. Se le podía ver sin que sus rayos lastimaran la vista. Había perdido su brillo y, con ello, la capacidad de verse reflejado en los lagos y canales del valle del Anáhuac, cuyas aguas oscuras, confusas, estaban teñidas de sangre. El jardín zoológico en el palacio de Moctezuma estaba vacío. No había animales. No quedaba nada de la belleza y señorío de su imperio. En los anafres ya no se cocinaban los acostumbrados cientos de platillos para Moctezuma Los artesanos que elaboraban las joyas, las ropas del emperador estaban muertos o habían salido huyendo. El silencio era interrumpido por los lamentos, por los llantos de Cihuacóatl/Tonantzin, la mujer culebra, «nuestra madre». Y la consigna de Cuauhtémoc se pasaba de boca en boca con murmullos: – Hoy nuestro sol se ha ocultado, nuestro sol se ha escondido y nos ha dejado en la más completa oscuridad. Sabemos que volverá a salir para alumbrarnos de nuevo. Pero mientras permanezca oculto allá en el Mictlan, debemos unirnos en esta larga noche de este nuestro sol de conciencia que es el quinto sol, y lo haremos ocultando en nuestros corazones todo lo que amamos: nuestra manera de dialogar y criar a nuestros hijos, nuestra manera de convivir y organizamos, que es ayudándonos los unos a los otros. «Ocultemos nuestros teocaltin (templos), nuestros calmecameh (escuelas de altos estudios), nuestros tlachcohuan (juegos de pelota), nuestros telpochcaltin (escuelas para jóvenes) y nuestros cuicacaltin (casas de canto) y dejemos las calles desiertas para encerrarnos en nuestros hogares. »De hoy en adelante, nuestros hogares serán nuestros teocaltin, nuestros calmecameh, nuestros tlachcohuan, nuestros telpochcaltin y nuestros cuicacaltin. »De hoy en adelante, hasta que salga el nuevo sol, los padres y las madres serán los maestros y los guías que lleven de la mano a sus hijos mientras vivan. Que los padres y las madres no olviden decir a sus hijos lo que ha sido hasta hoy el Anáhuac al amparo de nuestro señor del cerca y del junto, nuestro señor Ometeotl-Ometecuhtli, y como resultado de las costumbres y de las enseñanzas que nuestros mayores inculcaron a nuestros padres y que con tanto empeño éstos inculcaron en nosotros. Tampoco olviden decir a sus hijos lo que un día deberá ser este Anáhuac para todos nosotros. Después de esta larga noche surgirá el sexto sol que será un sol de justicia». Malinalli se preguntaba qué era lo que había hecho mal. ¿En qué había fallado? ¿Por qué no se le había otorgado el privilegio de ayudar a su gente? Así como Cortés había sido la respuesta a los miedos de Moctezuma y el oro obtenido, a la ambición de Cortés, a ella le hubiera gustado saber a qué deseo correspondía la destrucción de Tenochtitlan. ¿Al deseo de los tlaxcaltecas? ¿Al deseo de los dioses? ¿A una necesidad del universo? ¿A un ciclo de vida y muerte? Lo ignoraba por completo. Lo único que tenía claro era que ella no había podido salvar nada. Malinalli pensaba en su abuela, en lo afortunada que había sido al no ver la destrucción de su mundo, de sus dioses. Estaba confundida. Se sentía culpable y responsable de lo acontecido. Para justificarse, pensaba que tal vez lo que estaba muriendo no estaba muriendo, que era cierto que durante los sacrificios humanos lo único que moría sobre la piedra era el cuerpo, el cascarón, pero a cambio de la liberación del espíritu. Que la vida de los sacrificados les pertenecía a los dioses y a ellos regresaba cuando los sacrificaban; que los sacerdotes no destruían nada, pues la vida que liberaban de la prisión del cuerpo seguía su destino en los cielos para alimentar al sol. Su tranquilidad emocional dependía de que ella aceptara todo esto como cierto, pero ella estaba y no estaba de acuerdo, creía y no creía. Si observaba a su alrededor, todo le hablaba de un eterno ciclo de vida y muerte. Las flores morían y se convertían en abono de otras. Los peces, las aves, las plantas se alimentaban unos a otros. Sí, pero ella estaba convencida de que Quetzalcóatl había venido a este mundo a afirmar que los dioses no se alimentaban de la sangre de los sacrificados sino de sus intenciones y sus pensamientos. Que el sueño de los hombres era el aprendizaje de los dioses y que el aprendizaje de los hombres era el pensamiento eterno de los dioses. Y que los dioses se alimentaban de su misma esencia, o sea, del alma de lo que habían creado. Pero ella no creía necesario que fuese a través de la muerte física, sino por medio de la palabra. Cuando uno oraba, cuando uno nombraba a sus dioses, los alimentaba, los honraba, les devolvía la vida que a su vez ellos nos habían dado al nacer. Los guerreros creían que el cuerpo es lo que mantiene prisionera al alma. El que controla un cuerpo, se adueña del espíritu que lo alberga. Ésa fue una de las creencias que habían actuado en contra de los mexicas. En sus primeros enfrentamientos con los españoles, se sorprendieron al ver que la intención era la aniquilación del enemigo y no su captura. Su enorme aparato de guerra funcionaba de manera completamente opuesta. Los mexicas creían que un buen guerrero debía aprisionar a su enemigo. Si lo conseguía, se convertía en una especie de dios, pues el control del cuerpo le daba acceso al control del espíritu. Por eso no mataban en el campo de batalla sino que tomaban prisioneros. Si mataban a su enemigo, liberaban automáticamente su espíritu y eso constituía una derrota, no un triunfo. Capturarlos para luego sacrificarlos ante sus dioses le daba sentido a la muerte. Malinalli estaba de acuerdo sólo en el sentido de que la vida no se defendía luchando por salvar un cuerpo de la muerte, sino su espíritu. Sólo si la idea de la muerte no existía, ella podía comprender la eternidad, y desde ese punto de vista no había actuado mal. Lo único que había pretendido había sido salvar el espíritu de Quetzalcóatl, que los mexicas habían mantenido aprisionado tanto tiempo al realizar sacrificios humanos. Liberarlo de sus captores, para permitirle purificarse y renacer entre los hombres, completamente renovado, pero ¿quién era ella para tan alta pretensión? ¿En verdad podía decidir qué era lo que debía vivir y qué era lo que debía morir? Al menos estaba segura de que en su interior sí, y ahí el espíritu de Quetzalcóatl estaba más vivo que nunca. Los españoles no lo podían destruir porque ni siquiera lo alcanzaban a percibir. Sólo habían arrasado con aquello que veían, que tocaban. Lo demás estaba intacto. Malinalli bordaba plumas a una capa que había elaborado para su hijo. La había fabricado con plumas que había salvado del palacio de Moctezuma, con hilo de algodón que había encontrado tirado en lo que había sido el mercado de Tlatelolco, con piedras de jade y conchas marinas que Cortés le había regalado, pues para él no tenían valor alguno. Era la capa de un príncipe. Así quería Malinalli que luciera el día de su bautizo. Había nacido una semana antes, en la casa de Coyoacan, donde habitaba con Cortés. Lo tuvo como su madre la parió a ella, en cuclillas. Sólo que para ella no hubo baño de temascal, ni partera, ni ceremonia de enterramiento del cordón umbilical en el campo de batalla para que ese niño llegara a ser un guerrero. A Malinalli le pareció bien. No quería que su hijo matara. Estaba cansada de ver muertos. Los ojos de Cortés también estaban hartos de mirar tanta muerte, tantos cuerpos mutilados, tanta destrucción. Sus brazos estaban cansados de empuñar la espada, de cortar, de separar. Por eso, meses atrás, se habían ido a vivir a Coyoacan y buscaron tomar un descanso. A ambos les urgía ese descanso. No obstante, Cortés no era hombre que pudiera vivir en reposo. Si no estaba planeando estrategias de ataque y defensa, sentía que se le iba el tiempo de las manos. Lo peor era que, en cuanto tenía tiempo para pensar en sí mismo, los sentimientos de culpa lo atacaban. No sabía si había sido lo correcto derruir tanta pirámide, quemar tantos códices. Su justificación era que no le había quedado otra, que lo había hecho defendiendo la vida, pero a veces se preguntaba para qué. Ante sí tenía la oportunidad de crear todo de nuevo. Había destruido todo para crearlo todo. Pero ¿qué? Podía diseñar los planos de la nueva ciudad, repartir tierras, aprobar leyes, pero en el fondo -muy en el fondo- sabía que la vida misma seguía siendo un misterio. No le pertenecía. Él podía destruirla, pero no generarla. Eso hacía la diferencia. En otras palabras, no era un dios. De pronto, le surgió el deseo de crear una nueva vida y buscó a Malinalli para hacerlo. Cuando Malinalli se supo embarazada, se sintió plena, feliz. Sabía que en su vientre latía el corazón de un ser que iba a unir dos mundos. La sangre de moros y cristianos, con aquella de los indios, con esa raza pura, sin mezcla. Durante su embarazo, cuando aún no sabía si daría a luz a un niño o a una niña, se dedicó a tejer mantas de malinalli en telar de cintura. Malinalli trenzaba a malinalli. La «hierba trenzada» preparaba la urdimbre de su tejido, trenzando la hierba. Ella iba a arropar a su hijo con todo su ser. Lo iba a cubrir como la cáscara que cubría la semilla para revertir el proceso que en su vientre se estaba dando. Malinalli sabía que así como toda planta cumplía el ciclo de la siembra, nacimiento, florecimiento y muerte, siempre yendo de la oscuridad hacia la luz, en su interior estaba germinando una semilla que saldría a la luz. La semilla de una planta, para poder germinar, tiene que despojarse de la piel que la cubre. Se preguntó si por eso los sacerdotes que sacrificaban a los prisioneros los desollaban y luego se ponían la piel. La semilla pierde todo para ganarlo todo. Pierde la cáscara para convertirse en una planta que lo es todo: tierra, agua, sol, viento. Pero cuando su hijo saliera del vientre, ella quería seguirlo arropando y por eso fabricaba las mantas de malinalli. Cuando el niño nació, Cortés celebró durante tres días. Era su primer hijo varón. Ya tenía en quien perpetuar su nombre, a quién heredar. Pero un pensamiento oscuro empañó su felicidad: había tenido su hijo fuera del matrimonio y, además, lo había tenido con una esclava. Su hijo no sería bien visto en la Corte de España. Su hijo era un mestizo. Para complicar las cosas aún más, llegó a México su esposa, Catalina Xuárez, quien desde el primer día se empeñó en arruinar lo que le restaba de satisfacción a Cortés. Catalina no había podido darle hijos y estaba terriblemente celosa de Malinalli y su hijo. Cortés, tratando de agradarla, organizó una fiesta de bienvenida. Durante la misma, Catalina persiguió todo el tiempo a Cortés, pero no para gozar de su compañía, sino para seguir discutiendo. El disgusto entre ambos subió tanto de tono que los invitados prefirieron retirarse temprano. Cortés y Catalina siguieron discutiendo en su habitación. Al día siguiente, mientras Malinalli amamantaba a su hijo, fue informada por una de las sirvientas de que Catalina había amanecido muerta. La había encontrado una mujer de la servidumbre en la cama, vestida con la misma ropa que llevaba en la fiesta. Presentaba moretones en el cuello, tenía el collar de perlas reventado y la cama estaba orinada. El rumor de un posible asesinato corría por todas partes. A Malinalli una de las cosas que más le impacto fue el hecho de que el collar estuviera roto. Alguien había desconectado a Catalina del collar de la creación. La noche estrellada infinita observaba a Cortés y Malinalli. Estaban alrededor de una hoguera, rodeados de soldados que comían en silencio. En el campo había varias fogatas encendidas que se reflejaban en las estrellas. Malinalli observaba a Cortés, quien miraba de un lado a otro: ahora al cielo, ahora al fuego, ahora a la tierra. Desde que días atrás lo había observado limpiar su armadura y afilar la espada, supo que un viento de obsidiana la amenazaba. Ella sabía perfectamente cómo era el padre de su hijo. Su sangre se había recreado en sus entrañas. Pensó que siempre lo había conocido, le era tan familiar, tan cercano, que lo aceptaba como parte de su destino, como si él hubiera nacido para penetrar su vientre, como si él hubiera nacido para escuchar su lengua, como si él hubiera nacido para herir su corazón. Al observar la mirada inquieta de Cortés, le fue fácil descubrir en ella una insatisfacción permanente, una decepción constante, como si lo único que pudiera darle satisfacción y placer fuese la acción de conquistar. No los logros obtenidos. No las victorias. No el infinito poder que ya poseía. «Este hombre es insaciable», se dijo a sí misma. «Parece que lo único que lo despierta a la vida es la muerte. Lo único que lo hace gozar es la sangre. El deseo de destruir, de romper, de rasgar, de transformar.» Sintió lástima por él y por primera vez tuvo compasión de este hombre obsesivo y terrible. Sintió pena de que no pudiera estar en paz. Iban en camino a las Hibueras, en plan de conquista, y Malinalli temió que si lo lograba, su deseo de conquista crecería y su mente volvería a enloquecer deseando más y más. Pudo imaginar que no tendría descanso jamás. «¡Qué castigo más espantoso!», concluyó, «porque este hombre es el padre de mi hijo». En su recorrido hacia las Hibueras, pasaron por el lugar en donde Malinalli había nacido. Pisar nuevamente el suelo donde había jugado tantas veces con su abuela, donde había sabido del amor incondicional que le profesaba, era una experiencia extraña. Todo aparecía ante su vista disminuido, empequeñecido. Lo que en su recuerdo de infancia era enorme, ahí estaba, pero ahora lo miraba en su justa dimensión. Muchas veces había pensado en aquel retorno, pero nunca lo hizo. Fue hasta entonces, en compañía de Cortés, que recorrería los pasos andados. Metros antes de llegar, ya el corazón de Malinalli estaba inquieto, encendido de latidos. La sangre se le agolpaba en los ojos y su mirada mostraba la inocencia de una niña y el odio inacabable de alguien que por años guardó un dolor, que por años mantuvo en el fondo del corazón una angustia dormida, una tristeza olvidada, que despertaban precipitadas a medida que Malinalli se acercaba al lugar en el que había sido abandonada por su madre. Todo el dolor de su infancia aparecía de golpe en todos los poros de su cuerpo. «El destino es exacto y lo que está escrito en las estrellas se cumple» fueron las palabras que Malinalli recordó en el instante mismo que vio de nuevo a su madre. Ahí estaba frente a ella ese fantasma que había aparecido frecuentemente en su memoria pero con diferente forma, con diferente aspecto. Ahí estaba la grandiosa imagen fuerte y poderosa de su madre, ahora agónica, marchita, acabada y triste, con una máscara de humildad. A su lado estaba su hermano. Se vio en el espejo de su mirada y reconoció de inmediato la sensibilidad y el mundo interior de un hombre que se le presentaba como aparece algo largamente anhelado. Él era tan igual a ella, tan parecido a su rostro, a sus latidos, a su respiración. Era como si se viera vuelta hombre. El, al mirarla, inmediatamente le sonrió. El corazón de Malinalli latía a una velocidad ensordecedora. Sus ojos estaban a punto de llorar. Su emoción era la misma que había sentido la primera vez que se había enamorado, la primera vez que había amado. Le daban ganas de besarlo, de abrazarlo, de acariciarlo. Sin embargo, pudo controlarse y simplemente contestó a su saludo con otra sonrisa. Este universo de percepciones, de diálogos silenciosos, de miradas y de gestos, fue roto por la voz de la madre de Malinalli. – Hija, ¡qué gusto me da verte! -dijo, al mismo tiempo que extendía su mano para tocarla, para acariciarle el rostro. Malinalli, evitando el contacto, le respondió: – Yo no soy tu hija ni te considero mi madre. Ni una caricia ni una palabra amorosa ni un gesto de bondad ni un mundo de protección me brindaste el día que con una crueldad tan exacta y puntual me regalaste. El día que decidiste que fuera esclava y me quitaste la libertad del corazón y la imaginación del pensamiento. La madre de Malinalli no pudo más y sus ojos derramaron grandes cantidades de lágrimas. Sus labios secos pronunciaron palabras cuyo sonido podría conmover a las piedras, a los corazones más duros. – Hija mía, Malinalli, por toda la extensión de los mares, por el poder de las estrellas, por la lluvia que todo lo limpia y lo renueva, perdóname. Fui guiada por el deseo, cegada por la vida, atraída hacia lo que respiraba. No podía seguir casada con la muerte. Tu padre murió, estaba inerte, no salía palabra de su lengua, no había brillo en sus ojos. No podía permanecer atada a su inmovilidad, yo era una joven mujer que quería vivir, quería sentir. Perdóname, ignoré lo que tu corazón de niña podía sufrir. Pensé que siendo tan pequeña no tendrías recuerdo de mí, que no sabrías que yo te regalaba y supuse que tu abuela te haría fuerte, que te abriría los ojos, que le daría mirada a tu corazón y a tu pensamiento. Renuncié a ti para ser yo. Perdóname. Malinalli, conmovida, con el corazón trastocado, estuvo a punto de abrazarla y de curar sus heridas pero se contuvo. Su rencor, el dolor por el abandono, era mucho más fuerte que la súplica de su madre y, conteniendo sus emociones y haciendo alarde de crueldad, le contestó con una frialdad más filosa que el hielo: – No tengo nada que perdonarte. No puedo perdonar lo que hizo que mi destino fuera mejor que el tuyo. Tú me regalaste pero la fortuna me regaló el poder y la riqueza. Soy mujer del hombre más principal, soy mujer del hombre del nuevo mundo. Tú te quedaste en lo viejo, en el polvo, en lo que ya no existe. Yo, en cambio, soy la nueva ciudad, la nueva creencia, la nueva cultura; yo inventé el mundo en el que ahora estás parada. No te preocupes. Tú no existes en mis códices, hace mucho que te borré. La madre suplicó de nuevo: – Es poco castigo el que me otorgas. Acepto que mi abandono fue más violento que tus palabras, pero, por el momento en que tú y yo fuimos una sola vida, por el momento en el que dentro de mi vientre respirabas, por el momento en que mis ojos eran tus ojos y mis manos tu tacto, me atrevo a suplicarte que tengas piedad de nosotros, que no haya violencia para nuestros cuerpos, que nos perdones la vida, que nos regales la vida, señora del Nuevo Mundo. – Tu miedo me sorprende. Veo que ignoras que morir no es terminar, es continuar, es evolucionar. ¡Mírame! Sobreviví a la muerte que decidiste para mí. Y quiero decirte que no me abandonaste, fuiste tú la que se abandonó a sí misma. Fuiste tú la que se inventó todos los castigos que ahora sufres. Fuiste tú la que hizo la cárcel en la que ahora vives, pero sosiégate, apacíguate, todo rencor ha sido expulsado de mí en el momento en que te volví a ver. No tengo deseo de dañarte. Puedes estar en paz. No te lastimaré, ni a ti, ni a mi hermano. Olvidaré todo y dejaré mi resentimiento tirado para siempre en la nada. Con furia y con belleza, Malinalli arrancó los ojos de la mirada de su madre y los volvió de nuevo a los de su hermano: su rostro se endulzó y sus ojos, llenos de ternura, volvieron a besar el rostro del hermano perdido. Con amabilidad volvió a sonreírle y luego siguió de largo. Todo camino nos transforma. Después de un rato de caminar, Malinalli pudo deshacer la imagen de su madre que por años había guardado en su corazón. A cada paso, la certeza del abandono se fue desvaneciendo y, al poco rato, pudo sentir amor por su madre. Lejos de ella fue que pudo amarla y verla con un rostro diferente. Se apenó de la arrogancia, el desprecio y la soberbia con la que se había dirigido a su progenitora. Ahora sentía ternura. La perdonó en su corazón y en ese instante recordó con angustia que ella también había abandonado a su hijo, que lo había dejado sin su calor, sin sus pechos, sin sus labios, sin su mirada. Recordó la cara de su hijo de apenas un año de edad abrazado a su pierna, suplicándole sin palabras que no lo abandonara, suplicándole con sonrisas que se mantuviera cerca de él. Recordó su llanto cuando lo separó de su regazo. Recordó lo que fue la vida de su hijo dentro de ella y sus labios en su pezón. Los recuerdos se hicieron uno con las lágrimas y tuvo compasión de su madre. ¡Con qué derecho había acusado si ella también había sido capaz del abandono! Se culpó a sí misma por ir en contra de sus deseos con tal de permanecer al lado de ese hombre que despertaba en ella la más grande de las lujurias: el anhelo del poder, el deseo de ser diferente, única y especial. Sintió vergüenza y un dolor profundo que le recorría toda la columna vertebral. El frío del sufrimiento se interiorizaba en sus huesos, haciéndolo insufrible. No se perdonó, no se contentó, no se apiadó de ella misma. Desde ese instante, ni un solo momento el recuerdo de su hijo se separó de ella. El recuerdo del abandono sería una pesadilla en su mente, un infierno en la palma de su mano, un delirio en su mirada. Sintió odio por sí misma, desprecio en su corazón, y odio, un infinito odio por Cortés. Asco, vacío, ansiedad, amargura. Una obsesión incontrolable de apedrear el rostro de Cortés, de destruir su imagen, de incendiar su pensamiento, de deshacerlo, de desbaratarlo, verlo hecho pedazos en el viento. Corrió a su encuentro y le pidió que por favor la siguiera, que tenia algo importante que decirle. Cortés así lo hizo, convencido de que le iba a transmitir algún plan secreto o alguna intriga en su contra. La siguió en silencio hasta lo alto de un monte. Desde allí las selvas tropicales, infinitamente verdes, se podían mirar y se podía entender la belleza de todas las cosas. Cortés se enfrentó a Malinalli y le dijo: – Ya estamos aquí, ahora sí, dime, ¿qué es lo que quieres? – Lo que quiero no puedo tocarlo. Está lejos de mí. Lo que quiero es sentir la piel de nuestro hijo. Lo que quiero es llenar de palabras hermosas su pensamiento. Lo que quiero es cuidar su sueño. Hacerlo sentir que el mundo es un lugar seguro, que la muerte estará lejos de él, que él y yo somos uno, que estamos unidos por una fuerza mayor que nuestras voluntades. Lo que quiero no puedo tenerlo porque me arrastras en el camino de tus obsesiones. Tú me prometiste libertad y no me la has dado. Para ti, yo no tengo alma ni corazón, soy un objeto parlante que usas sin sentimiento alguno para tus conquistas. Soy la bestia de carga de tus deseos, de tus caprichos, de tus locuras. Lo que quiero es que detengas tu mente y mires un instante que estás en medio de la vida. Y que los que estamos junto a ti también respiramos y nos corre sangre por las venas y nos sentimos amados o heridos, que no somos de piedra ni pedazos de madera, ni utensilios de hierro. Somos carne, sensibilidad y pensamiento. Somos como tú mismo dices: verbo encarnado, palabra en la carne. Lo que quiero es que despiertes y que aceptes la oportunidad que te ofrezco de ser felices, de ser una familia, de ser un solo ser. Te ofrezco el beso de los astros, el abrazo del sol y de la luna. Olvídate de esta idea absurda de ir a conquistar las Hibueras, por favor, Hernán, destierra de tu mente esa locura. Detén el delirio interminable de tu corazón y bebe de la paz para que cese tu ambición y tu delirio. Eso es lo que quiero y está en tus manos entregármelo. Cortés la miró y la vio extraña, estaba conmovido. Sabía que nadie le había hablado con tanta verdad, y que sí, que en realidad eso era lo que él deseaba en el fondo de su ser, en la realidad de su alma, pero no podía aceptarlo. No podía renunciar a ser el más grande de todos los hombres. El más poderoso, el más inmenso, a cambio de una ciudad y una mujer ya conquistadas. Por eso, su pensamiento cambió inmediatamente y miró a Malinalli como una loca y estúpida mujer que efectivamente sólo le servía como un objeto, como un instrumento de conquista. Se rió y le dijo: – Vuelve a la razón, Marina. No permitas que tus sentimientos envenenen el sentido de nuestras vidas y acepta que tu misión es simplemente ser mi lengua. No vuelvas a interrumpir mis pensamientos con tus necedades. No se te ocurra repetir la estupidez de tus lamentos. No distraigas mi tiempo. Dedícate a obedecer y agradece lo que he hecho por ti, ¡porque es más grande que tu vida! Dicho esto, se alejó de ella sin mirarla siquiera y caminó hacia el campamento con la intensidad de la irritación. Entonces, como si la naturaleza fuera cómplice del sentimiento de Malinalli, como si la naturaleza comprendiera la ley de sus palabras, el viento sopló de manera casi sobrenatural, se hizo inmediatamente de noche, las nubes cubrieron al sol y la lluvia toda se confundió con sus lágrimas. Esa noche, Cortés bebió hasta embriagarse. Había bebido para huir de sí mismo, para huir de las palabras que horas antes había pronunciado Malinalli. Para huir de la verdad. No quería escuchar que un hombre es sólo tránsito en la vida, que ningún hombre permanece por siempre en la tierra, que el poder es pasajero, que el tiempo todo lo desgasta. Delirante, cantaba y su desafinada voz rompía la belleza de un canto o declamaba versos en latín o trozos de poemas sueltos, sin sentido. El alcohol había modificado su conducta totalmente. De repente, cambió su actitud. Del divertimento pasó a la ira, a la violencia y gritó: – Nadie, ¡escúchenlo bien!, nadie podrá traicionarme jamás. Ninguno de mis hombres podrá estar en mi contra, nadie intrigará sobre mi persona porque el que lo haga, el que se atreva, morirá de una manera cruel y vergonzosa. Nadie podrá estar en contra de mis pensamientos, de mi voluntad. Nadie podrá nunca contradecir mis ideas ni desviar jamás mis intuiciones. Los seres que están cerca de mí, los que me conocen, tienen que ser una sombra de mi persona, sólo así podré llevar a cabo todos mis ideales, sólo así el poder infinito de mis emociones podrá llegar a un destino feliz. ¡Escúchenlo todos! Porque si yo muero, ustedes también. En ese momento se quedó mirando a Malinalli, que había observado toda esta transformación y locura de Cortés. En verdad, en esos momentos daba miedo; se mostraba como un ser irrefrenable, frenético. Parecía que su mente se incendiaba con cada trago de alcohol que bebía. El aguardiente hacía estragos en su sangre. Lo habitaban el deseo de grandeza y una venganza desconocida que parecía provenir de unos genes equivocados, que lo obligaban a convertir al mundo en un lugar de combate y de muerte. Esa sensación de venganza y de ira estaba incrustada en el corazón y en la sangre de Cortés, como si alguna herida supurante surgiera de su rencor y diseñara todos sus pensamientos. Malinalli sintió miedo y la invadió una sensación de desconsuelo. El alcohol era mal compañero del hombre y los dioses. A Quetzalcóatl lo había trastornado de tal forma que había sido capaz de fornicar con su hermana, y se decía que Cortés, bajo la influencia del alcohol, había estrangulado a su esposa. ¡Ese hombre era capaz de asesinar! Un sentimiento trágico circuló por su sangre y le advirtió del peligro que corría, pero al mismo tiempo le suministró la serenidad para simular calma en medio de la guerra. Cortés la jaló hacia él y le dijo en voz baja: – Querías dejar de ser esclava, ¿verdad? Pues te voy a dar gusto, te voy a convertir en señora, pero no en mi señora. Estarás cerca de mí, pero no estaremos juntos. Tu sangre y mi sangre crearon una sangre nueva que nos pertenece a ambos, pero ahora tu sangre se mezclará con otro. Yo seguiré siendo tu señor, pero tú nunca serás mi señora. En ese momento, un grito descomunal salió de la garganta de Cortés: – Jaramilloooo! Ven para acá, fiel soldado. Jaramillo obedeció y, en cuanto lo tuvo cerca, Cortés le tomó la mano y la colocó a la altura del corazón de Malinalli. Jaramillo, apenado, trató de retirarla, pero Cortés se la sostuvo con firmeza mientras le decía: – Acércate a esta mujer, siente su corazón, su tacto, su cabello, porque ella, a partir de hoy, es tuya. Toma esta mujer para saciar tus deseos en ella y para ver si así puedes ser yo -dijo riendo exagerada y falsamente. Cortés eligió a Jaramillo para desposarlo con Malinalli porque, aparte de ser uno de sus hombres más preciados, era en quien más confianza tenía. Quería atar a Malinalli con Jaramillo por dos razones: para atar a Jaramillo a su voluntad y para tratar a Malinalli desde una distancia más racional, menos emotiva. De tal manera podría sacar el mejor provecho de aquella mujer sorprendentemente inteligente e imprescindible para sus planes. Jaramillo encajó en Cortés una mirada sorprendida e incrédula. No sabía si le estaba jugando una broma; si lo que decía correspondía a un momento de embriaguez, de delirio o si se burlaba de su persona. En su mirada había incertidumbre y en su corazón alegría. Trató de desviar la mirada para que Cortés no se diera cuenta de que Malinalli era la mujer que había anhelado, desde aquel día lejano, a orillas del río, cuando Cortés la penetrara por vez primera. Esa mujer que ahora le ofrecía era la que infinidad de veces había calentado sus pensamientos, la mujer que siempre había deseado tener desnuda entre sus brazos. Sin embargo, Jaramillo llevó a Cortés aparte, para preguntarle: – Hernán, ¿qué es lo que pretendes? ¿Por qué me haces señor de Marina? – Jaramillo, no te mientas a ti mismo -respondió Cortés-. Durante años, meses y días Marina ha aparecido en tus sueños. Ya eres su esposo desde que piensas insistentemente en ella. Eres mi amigo y te regalo tu deseo a cambio de que le des a Marina un nombre, un estatus y le brindes protección a mi hijo. Ésta es la mayor encomienda que te encargo, la misión más grande que puedo depositar en tus manos. Jaramillo, ayúdame a hacer historia. Después, todos fueron testigos de la boda de Jaramillo y Malinalli. Esa misma improvisada noche de bodas, Jaramillo -para entonces ya embriagado y lleno de deseos- la penetró una y otra vez. Bebió sus pechos, besó su piel, se sumergió en su persona, vació en Malinalli todo su ser y se quedó dormido. Cortés, totalmente ebrio, dormía a pierna suelta. Parecía un muerto, que en su inconciencia aún no se daba cuenta de que se había arrancado una buena parte de sí mismo. La única que estaba despierta era Malinalli. La mantenía alerta el deseo de prenderse fuego, de evaporarse, de volverse estrella, de fundirse con el sol, tal y como lo había hecho Quetzalcóatl. Anhelaba dejar de ser ella misma, volar, ser parte de todo y de nada, no ver, no oír, no sentir, no saber, pero, sobre todo, no recordar. Se sentía humillada, triste, sola y no hallaba cómo sacar la frustración de su ser, como lanzar al viento su dolor, como cambiar su decisión de estar presente en el mundo. Pensó en los momentos en que la boca de Cortés y su boca fueron una sola boca y el pensamiento de Cortés y su lengua una sola idea, un universo nuevo. La lengua los había unido y la lengua los separaba. La lengua era la culpable de todo. Malinalli había destruido el imperio de Moctezuma con su lengua. Gracias a sus palabras, Cortés se había hecho con aliados que aseguraron su conquista. Decidió entonces castigar el instrumento que había creado ese universo. De noche, atravesó parte de la vegetación, hasta encontrar un maguey del cual extrajo una espina y con ella se perforó la lengua. Empezó a escupir la sangre como si así pudiese expulsar de su mente el veneno, de su cuerpo la vergüenza y de su corazón la herida. A partir de esa noche, su lengua no volvería a ser la misma. No crearía maravillas en el aire ni universos en el oído. No volvería a ser jamás instrumento de ninguna conquista. Ni ordenaría pensamientos. Ni explicaría la historia. Su lengua estaba bifurcada y rota, ya no era instrumento de la mente. Como resultado, la expedición a las Hibueras fue un fracaso. La derrota de Cortés se hundía en el silencio. La realidad los regresaba vencidos. En el barco que los traía de regreso de las Hibueras reinaba el silencio. Desde la borda, Malinalli observaba las aguas del mar, su constante movimiento, su color. Se le ocurrió que el mar era la mejor imagen de dios, porque parecía infinito, porque sus ojos no podían recorrerlo todo. Malinalli estaba a punto de ser madre por segunda vez. Su corazón guardaba silencio y en ese silencio todos los sonidos del mundo se hacían evidentes. Sentir una vida dentro de su vida conmovía profundamente el corazón de Malinalli. No sólo traía un pedazo de carne en su carne sino que compartía el alma con su alma. Y así, dos almas juntas, quizá eran todas las almas y un cielo de almas, quizá era igual a un cielo de estrellas. Pocos días después, mientras Malinalli miraba las estrellas, fue sorprendida por las contracciones del parto y dio a luz en cuclillas, sobre la cubierta del barco. Su hija nació envuelta en sangre y luz de estrellas. Malinalli advirtió que Marina, su nombre castizo, con el que Cortés la había bautizado, significaba «la que viene del mar». El mar también estaba contenido en el nombre de su hijo Martín. Su hija, al igual que ella, provenía del vientre del mar, también era agua de su agua. Decidió regresar el cordón umbilical de su hija al mar, a la fuente rota del universo, de donde todos los seres habían salido. Sintió un gran alivio cuando el cordón umbilical se desprendió de sus dedos y chocó con las aguas saladas del mar. Durante unos momentos flotó sobre su superficie y luego fue abrazado y revolcado en sus aguas profundas, oscuras. Por alguna extraña razón comprendió que la eternidad era un instante. Un instante de paz donde todo se comprendía, donde todo tenía sentido, aunque no pudiera explicarse con palabras, pues no había lenguaje que lo pueda nombrar. Con la lengua paralizada de la emoción, Malinalli tomó a su pequeña hija y le ofreció su pecho para que bebiera leche, para que bebiera mar, para que se alimentara de amor, de poesía, de luz de luna y, al hacerlo, supo que su hija debía llamarse María. María, como la Virgen. En María ella se renovaba y por eso no dudó en responder a la pregunta que Jaramillo, su esposo, le formuló respecto a si las mujeres que amamantaban morían un poco, con una frase rotunda: – ¡No! Nacen de nuevo. A Jaramillo también le gustó el nombre de María para su hija. Recordó que cuando era niño asistió al funeral de una mujer cercana a la familia. Los adultos estaban tan ocupados que no advirtieron cuando Jaramillo se acercó a mirarla. La sensibilidad del niño se impactó con la quietud y la inmovilidad de la señora. Al mirar su rostro sin alma, comprendió que la muerte era un acto necesario y se llenó de terror. Él no quería que muriera lo que amaba. Desesperado, buscó ayuda y sus ojos se encontraron con una escultura en madera de la Virgen María con un niño desnudo en los brazos. El niño Jaramillo, al verla, en silencio le preguntó: – ¿Por qué lo que da vida tiene que morir? No obtuvo respuesta, pero desde entonces le conmovía mirar a una mujer muerta y a una mujer que amamantaba. Jaramillo con ternura besó la frente de su hija y acarició el rostro de su esposa. Malinalli recordó el momento en que Cortés la había casado con él y ya no le pareció un recuerdo amargo. Es más, sintió ternura por Hernán, por ese pequeño hombre que quería ser tan inmenso como el mar. En el fondo de su ser le agradecía enormemente que la hubiera casado con Jaramillo. Era un buen hombre. Respetuoso, amable, valiente, leal. Finalmente, Cortés le había hecho un favor al alejarla de su lado. Su casamiento quizá la había librado de la muerte, pues ella, como muchos, también sospechaba que Cortés era el asesino de su esposa, que no había sido un accidente, que no había muerto naturalmente y que, de alguna manera, si ella se hubiera casado con él, Cortés inevitablemente, por un oculto misterio, la habría matado. Este hombre conquistaba pero también asesinaba lo que amaba. Mataba a sus mujeres para que sólo fueran suyas. Tuvo que reconocer entonces que Cortés la amaba, no como ella hubiera querido, pero la amaba. De otra forma, no le habría regalado parte de su libertad ni le habría respetado la vida. Aunque, pensándolo bien, tal vez no era amor sino conveniencia. La verdad era que Cortés la necesitaba a su lado como traductora. «¿Qué es lo que me unió al abismo de este hombre?», se preguntó Malinalli en silencio. «¿En dónde las estrellas entretejieron nuestro destino? ¿Quien tejió el hilado de nuestras vidas? ¿Cómo es que mi dios y su dios pudieron conversar y diseñar nuestra unión? Un hijo de su sangre nació de mi vientre y una hija de la voluntad de su capricho también nació de mi vientre. Él escogió al hombre que encajaría su semilla dentro de mi carne, no yo. Sin embargo, se lo agradezco. Yo no tenía ojos para mirar a otro que no fuera él y, al obligarme, me hizo descubrir a un hombre que siempre había estado pendiente de mí, de mis ojos, de mi cuerpo, de mis palabras.» Entonces Malinalli se volvió líquida, leche en sus pechos, lágrimas en sus ojos, sudor en su cuerpo, saliva en su boca, agua de agradecimiento. Cuando Malinalli pisó tierra firme, el sonido de su corazón era un tambor de ansiedad que reclamaba desde lo más hondo de la vida el abrazo de su hijo. El abrazo de un niño al que ella había abandonado para entregarse al delirio de conquista de un hombre que la ponía en contra de su voluntad, en contra de sus deseos, en contra de su cariño, en contra de sus pensamientos. Una conquista absurda que había sido un fracaso y que la había roto por dentro. No podía perdonarse haber abandonado a su hijo cuando más la necesitaba, cuando era necesario que él se identificara con la fuerza de su amor, con la sabiduría de los antepasados, con sus caricias, con el silencio de su mirada, donde las palabras no eran necesarias. Le dolía el silencio perdido, las sonrisas ausentes, los abrazos vacíos. Igual que su madre, ella también había abandonado lo que había hecho nacer. Le parecieron eternas las ceremonias de bienvenida, los discursos que tuvo que traducir. Todo aquello que le impidió ver a su hijo inmediatamente. Cuando por fin pudo ir a buscarlo a casa de unos parientes de Cortés con los que el niño se había quedado, tuvo miedo. Miedo del reclamo. Miedo de ver en los ojos de su hijo la misma indiferencia con la que ella había visto a su propia madre. El niño jugaba en el patio de la casa, acariciado por el sol, en medio de árboles y charcos de agua. Al mirarlo, Malinalli lo reconoció inmediatamente. Había crecido, modelaba figuras de lodo, creaba un universo fantástico en el que -dolorosamente- ella no participaba. El niño se ajustaba a la misma imagen de ternura y belleza que Malinalli guardó en su recuerdo. El niño era el mismo, sí, ¡pero tan diferente! Encontraba que algunos de sus gestos eran parecidos a los de ella, pero sus modales eran iguales a los de su padre. Soberbio y bello. Amable e inocente. Caprichoso y terrible. Lleno de matices, lleno de colores, lleno de cantos, así era el hijo que había abandonado. Caminó a su encuentro llena de amor, llena de ternura, llena de ansiedad. Deseaba sentir su piel en su piel, su corazón en su corazón. Quería regresarle en un instante toda su presencia, toda su compañía, borrar de golpe los meses de ausencia, los meses de abandono. Cuando lo abrazó, cuando pronunció su nombre, cuando lo tocó, Martín la miró como si no la conociese, como si jamás la hubiese visto y se echó a correr. Malinalli, en un impulso de rabia, de desconsuelo, de locura, corrió tras él, ordenándole que se detuviera, que ella era su madre. El niño no paraba, seguía corriendo como si quisiera fugarse de su destino, fugarse de ella para siempre. Cuanto más corría tras él su madre, más miedo le producía, y cuanto más miedo tenía su hijo, más rabia sentía Malinalli. Corría la ira detrás del miedo. Corría la herida detrás de la libertad. Corría la culpa detrás de la inocencia. Por fin, Malinalli logró detener a su hijo con fuerza y, al hacerlo, sin querer lo lastimó; entonces el niño la miró lleno de pánico y empezó a llorar. Su llanto era tan profundo, tan agudo como un cuchillo filoso, que sin problema atravesaba la capa de carne que cubría el corazón de Malinalli, y abría una herida no sanada: la del abandono. En una gran paradoja, el abandonado hería a la abandonada con su desprecio. Malinalli sintió que cada caricia, cada intento de amor hacia su hijo era una tortura, una pesadilla, una lastimadura para ambos. Entonces, en un gesto de locura, le dio una bofetada a su hijo para que se calmara, para que ya no intentara huir. Y con una voz como de trueno le gritó: – ¡Maltín! ¡No huyas! – Yo no soy Maltín. Soy Martín. Y no soy su hijo. Malinalli quiso rasgar su lengua. Romperla, hacerla flexible para que por fin pudiera pronunciar la letra erre. Ante el dolor que le ocasionaron las palabras de su hijo, Malinalli recurrió al idioma náhuatl para no equivocarse, para hablar desde su corazón: – ¿Ya me borraste de la memoria? Yo no. Yo te he traído en mi recuerdo todo el tiempo. Tú eres mi hechura humana, el nacido de mí, eres mi pluma de quetzal, mi collar de turquesa. El niño, sin comprenderla bien -pues nadie más le hablaba en náhuatl- pero sintiendo absolutamente toda la energía de su madre, el lenguaje corporal y lo que su mirada le decía, se quedó paralizado, quieto, en silencio, y al mirarla reconoció en los ojos de su madre sus propios ojos y lloró de una manera diferente. Lloró para vomitar por sus ojos todo el veneno emocional que podía guardar un niño de casi cuatro años de edad. Después, se echó a correr, mientras le gritaba a su madre: – ¡Suélteme! ¡Me da miedo! ¡Váyase de aquí! ¡La odio! Malinalli, aún más herida, echó a correr tras él una vez más. El niño corría veloz y desesperadamente mientras gritaba: – ¡Palomaaaa! ¡Mamá Paloma! El que su hijo considerara a otra mujer como su verdadera madre la enloqueció. Malinalli sentía que se salía del cuerpo. Su cabeza estaba a punto de estallar. Su corazón era un tambor de guerra. El niño llegó a los brazos de la mujer llamada Paloma y se abrazó fuertemente a ella. Malinalli, que creía haber sentido alguna vez una herida de amor, se dio cuenta de que nada había sido tan doloroso y tan hiriente como ese momento que se le presentaba como una pesadilla. Fuera de sí, sin control, arrancó a su hijo de los brazos de Paloma, a pesar de que el niño la golpeaba y la pateaba. Malinalli lo tomó con fuerza por uno de los brazos y lo arrastró violentamente a todo lo largo del camino que la separaba de su casa. El niño lloró hasta que se cansó, hasta que no le quedaron más lágrimas, hasta que su voz enronquecida se acabó. Cuando su hijo cerró los ojos le tocó el turno a Malinalli. Lloró tanto que sus ojos se deformaron, hasta que se hizo la paz. El silencio reinaba. Malinalli miraba por la ventana la luz de las estrellas; su rostro era tan inocente como cuando tenía cuatro años. Esa noche, Malinalli era una niña espantada de que el amor no fuera cierto; era una niña espantada de que los frutos no reconocieran a la semilla; era una niña espantada de imaginar que las estrellas despreciaran su cielo. Volteó y miró el hermoso rostro de su hijo. Por alguna extraña razón, recordó a su padre, al que nunca vio, al que sólo sintió en espíritu. Se acercó y con su mano tímida, lentamente, acarició la frente de su hijo. Con miedo a que se despertara, le susurró: – Hijito mío, mi ala de colibrí, mi cuenta de jade, mi collar de turquesa. Los ojos mienten, se equivocan, miran cosas que no existen, que no están ahí. Mi muchachito, mírame así, con los ojos cerrados. Veme así y te acordarás de mí y sabrás lo mucho que te quiero. Por un tiempo yo dejé de mirar con mis ojos y me equivoqué. Sólo cuando somos niños miramos la verdad porque nuestros ojos son verdad, hablamos la verdad porque lo que sentimos es verdad. Sólo cuando somos niños no nos traicionamos, no negamos el ritmo del cosmos. Yo sólo soy unos ojos que lloran tus penas. Cuando lloras, mi pecho se encoge y mi memoria se pierde en tu recuerdo. Tú estás grabado en el fondo de mi corazón, junto a mi abuela, junto a mis dioses de piedra, junto a los cantos sagrados de mis antepasados. Yo puse carne y color a tu espíritu, yo bañé tu piel de lágrimas cuando me fuiste entregado por el señor del cerca y del junto. El niño, con los ojos cerrados, en esa ceguera que lo ve todo, parecía escucharla, parecía perdonarla, parecía amarla. – Si tan sólo pudiera sentir que me amas, que me comprendes, que no soy una desconocida para ti, que no soy lo que te espanta, que no soy lo que te duele, yo sería capaz de dejar mi vida, de dejarlo todo, si con ello tú, hijo adorado, hijo de mi sangre, hijo de mi corazón, recibieras mi amor. Malinalli, con ternura, besó los párpados de su hijo y le cantó una bella canción de cuna en náhuatl, la lengua de sus antepasados. Era la misma canción con la que cientos de veces lo durmió en sus brazos cuando era un bebé. El alma de su hijo pareció reconocer el canto y en ese momento la habitación donde se encontraban adquirió una nueva luz. Fue como si se iluminara con una luz que no provenía de ninguna parte sino del corazón de Malinalli. Una luz azul que traspasaba el cuerpo de ese niño, quien sin poder evitarlo sintió ese profundo amor y, a pesar de estar dormido, sonrió y su sonrisa lo dijo todo. Para Malinalli esa sonrisa se convirtió en un instante de amor mucho más poderoso que los largos meses de separación. La comprensión y la belleza se habían instalado en el corazón de madre e hijo. Malinalli se quedó despierta hasta el amanecer, hasta que la luz del día rozó los párpados cerrados de su hijo y se despertó. Cuando el niño miró a su madre, ya no lloró, ya no gritó, sólo la contempló ampliamente, antes de volver a quedarse dormido en su regazo. Martín, al igual que su bisabuela ciega, experimentó que en el silencio de la mirada es donde en verdad se podía ver. Para Malinalli ése ya era un conocimiento adquirido desde su niñez. En todos los meses en que ella había estado alejada de su hijo e imposibilitada para verlo, lo había podido imaginar mucho mejor que ahora que lo observaba detenidamente. Inspirada por esa verdad que ilumina todas las cosas, le habló a su hijo en español y fue en ese momento que descubrió la belleza del idioma de Cortés y agradeció que dios le hubiera regalado esa nueva forma de expresarse, en un lenguaje que abría nuevos lugares en su mente y gracias al cual su hijo podía comprender su amor de madre. La relación entre Martín y Malinalli poco a poco fue mejorando y el cordón de plata que alimentaba su unión logró restablecerse por completo. |
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