"Malinche" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)

Ocho

El cielo tenía tonalidades naranjas y rosadas. El aire transportaba el aroma de los nardos y los naranjos en flor. Malinalli bordaba y Jaramillo, a su lado, fumaba. Martín y María jugaban en el patio de la casa que juntos habían construido.

Era un bello patio enmarcado por amplías arcadas y con una fuente en cada uno de los cuatro puntos cardinales. De cada fuente salía un canal que transportaba agua hasta el centro del patio formando una cruz plateada. El patio no sólo era una obra arquitectónica, un armonioso juego de espacios, sino que era un centro mítico, un punto de encuentro de varias tradiciones espirituales. Era el sitio donde Malinalli, Jaramillo y los niños entrelazaban las hebras de sus almas con el cosmos. En el agua se reconocían, se reencontraban, se renovaban.

– Quienes logran desentrañar en sí mismas el secreto del todo, se vuelven personas espejos que saben convertirse en sol, en luna, en Venus -le había dicho Malinalli a Jaramillo, cuando en una de sus primeras pláticas discutieron sobre el diseño de su casa. Juntos decidieron que el agua sería el centro de todo.

A los dos les deleitaba el agua. Gustaban de acariciarse mientras uno bañaba el cuerpo del otro con agua que Malinalli previamente había perfumado con nardos del jardín. A veces, tenían que interrumpir el baño para besarse, para lamerse hasta el agotamiento, hasta que terminaban mojados de sudor y semen y de nuevo tenían que bañarse. El baño era el ritual que primero los unió.

Para Jaramillo el agua era imprescindible. Había visitado la Alhambra de niño y había quedado maravillado con ese espejo del cielo. Con sus patios interiores, con sus canales, sus fuentes. Sintió a Dios en ese lugar. Cuando Malinalli le habló de Tula, el espejo del cielo, los dos sintieron que había algo que los unía mucho más allá del cuerpo, del tiempo, de la guerra, de los muertos: un dios líquido.

La casa que juntos diseñaron y construyeron era un pequeño edén. Malinalli no podía sino bendecir a los musulmanes que construyeron la Alhambra y provocaron en el alma de un niño una huella imborrable. Gracias a ellos -entre otros- su casa era un regalo para la vista, para el olfato, para el oído, para el tacto. Los juegos de luces, de sombras, las flores y plantas aromáticas, el murmullo constante del agua, el sabor de los frutos de la huerta a diario les proporcionaban felicidad. Felicidad, una palabra que adquirió significado de manera tardía en la vida de Malinalli, pero que finalmente lo adquirió.

Su corazón se alegraba cuando observaba los nuevos brotes de maíz en la milpa que tenía en la parte trasera de la casa. La primera cosecha la obtuvo sembrando los granos de maíz de su abuela, que siempre había llevado con ella. Junto a la milpa, tenía una huerta en donde convivían en armonía las plantas de origen europeo con plantas mexicanas. Malinalli se deleitaba creando nuevos platillos. Jugaba con la cebolla, el ajo, el cilantro, con la albahaca, con el perejil, con el jitomate, con los nopales, con las granadas, los plátanos, los mangos, las naranjas, el café, el trigo, el maíz, el cacao. Los nuevos sabores en la comida surgían sin poner resistencia al mestizaje. Los diferentes ingredientes se aceptaban entre ellos sin problema y el resultado era sorprendente.

Era el mismo resultado que se había logrado en el interior de su vientre. Sus hijos eran producto de diferentes sangres, de diferentes olores, de diferentes aromas, de diferentes colores. Así como la tierra daba maíz de color azul, blanco, rojo y amarillo -pero permitía la mezcla entre ellos-, era posible la creación de una nueva raza sobre la tierra. De una raza que contuviera a todas. De una raza en donde se recreara el dador de la vida, con todos sus diferentes nombres, con todas sus diferentes formas. Ésa era la raza de sus hijos.

Le encantaba verlos correr por el patio y jugar en el agua de las fuentes que recordaban a Tula y a la Alhambra por igual. Le gustaba que hablaran náhuatl y español. Que comieran pan y tortillas. Pero le dolía que no hubieran visto lo que fue el valle del Anáhuac. Lo que había sido Tenochtitlan. Por más que se empeñaba en describírselos, le resultaba imposible. Así que decidió dibujar para ellos un códice -su códice familiar- y enseñarlos a descifrar el lenguaje del mismo. Entender sus signos. Era importante que aparte de aprender a leer el idioma español, supieran leer códices. Decía una poesía maya que «los que están mirando, los que cuentan, los que vuelven ruidosamente las hojas de los libros de pinturas. Los que tienen en su poder la tinta negra y roja: las pinturas. Ellos nos llevan, nos guían, nos dicen el camino».

Era importante que sus hijos y ella supieran lo mismo para poder hablar de lo mismo, para caminar hacia el mismo lugar. Tal vez si Jaramillo y ella no hubieran presenciado los mismos acontecimientos, no les sería fácil entender lo que había sido la conquista. Malinalli deseaba que entre sus hijos y ella fuera posible la misma complicidad y por eso estaba dispuesta a aprender a leer y escribir el español.


Por las mañanas, junto con Martín, se esforzaba en garabatear letras y números. El que más le llamaba la atención era el número ocho. Encontraba que era la representación del mestizaje. Eran dos círculos unidos por el centro. Por el infinito entre ambos. Por el mismo invisible.

En las tardes, le gustaba jugar con sus hijos, tomarlos de los pies y darles vueltas por los aires, como su abuela lo había hecho con ella. Cuando se cansaba, los dejaba jugar por su cuenta y se sentaba a bordar huipiles mientras sus hijos seguían correteando y Jaramillo, su esposo, se dedicaba al tallado en madera.

Malinalli consideraba que bordar o tallar la madera, más que actividades artesanales, era un ejercicio para alimentar la paciencia. La paciencia era la ciencia del silencio, donde ritmo y armonía fluían naturalmente entre puntada y puntada, entre cincel y martillo. Era a base de ese ejercicio ritual y cotidiano que ambos podían alcanzar estados de conciencia luminosos, donde la paz interior y la riqueza espiritual eran su recompensa y su objetivo.

Esa tarde, mientras tomaban té de hojas de naranjo, Jaramillo suspendió el tallado de una Virgen de Guadalupe que estaba fabricando para la recámara de sus hijos y preguntó:

– Marina, ¿quieres que vayamos a la misa de mañana?

– No. ¿Tú quieres ir?

– No.

Cada año se celebraba con una misa la caída de Tenochtitlan. A Malinalli le molestaba asistir. Le molestaba revivir a los muertos, los lamentos, los llantos, pero más le molestaba que los rezos se hicieran ante un Cristo crucificado. Ante la imagen del nuevo dios, del dios de la carne clavada en la cruz, del cuerpo sangrante. Para ella resultaba horrorizante verlo, pues su mente siempre había rechazado los sacrificios humanos.

Le molestaba la herida en el costado que le recordaba a aquella que los cuchillos de obsidiana producían en el pecho de los hombres sacrificados en el templo de Huitzilopochtli. Le molestaba la corona de espinas, la sangre coagulada, seca. Le provocaba deseos de querer salvar a ese hombre del tormento, de dejarlo en libertad. No soportaba mirarlo. Su sacrificio era eterno y hablaba de que, a pesar de la conquista, no había habido ningún cambio en estas tierras. Que de nada había servido la caída del imperio, que el sacrificio había sobrevivido y que sería la herencia que dejaban a los sobrevivientes. Que ese Cristo en la cruz era dolor sin fin. Era muerte sin fin. Era eterna muerte. Malinalli no creía que el sacrificio creara la luz, como tampoco podía ser que la luz se encontrara en medio del sacrificio.


Así que prefería no asistir a la ceremonia y no ver al Cristo sacrificado. Ella prefería ver la vida y no la muerte. Prefería ver a sus hijos, producto de la conquista, y no revivir a los muertos. Prefería besar a Jaramillo, amarlo, bendecirlo, que tener que bendecir una imagen sacrificada eternamente. Gracias a Jaramillo ella había encontrado la paz, el cielo en la tierra. Gracias a Cortés, la guerra, el destierro, el odio. Su presencia le producía un disgusto incontenible. Verlo la alteraba, la molestaba, la enojaba. Inevitablemente terminaban discutiendo.

Esa tarde, Cortés se presentó en su casa y rompió con su presencia el encanto del día. Le ofrecieron una taza de chocolate con vainilla y lo invitaron a sentarse junto a una de las fuentes. Cortés, como siempre, llevaba problemas sobre sus hombros. Estaba a punto de enfrentar un juicio de residencia en el que se le acusaba de infidelidad a la Corona, intentos de tiranía, desobediencia a las órdenes reales, crímenes, crueldades y arbitrariedades durante la guerra, excesos y promiscuidades sexuales, enriquecimiento personal, negativa a dar al rey de España lo que le correspondía, apropiamiento de grandes extensiones de tierras urbanas y rurales y responsabilidad de la muerte -entre otras- de Catalina Xuárez, su esposa.

Ante la gravedad de las acusaciones, Cortés había dado el nombre de Malinalli y Jaramillo para que rindieran su declaración como sus testigos. Por el tono en que se dirigió a ellos, Malinalli sintió que no les estaba pidiendo nada, sino que les cobraba favores. Cortés, aparte de haberles dado los terrenos en donde ahora tenían su casa, les había otorgado una encomienda en los pueblos de Oluela y Jaltipan» lugares cercanos a Coatzacoalcos, de donde Malinalli era originaria, y sí, tenían muchas cosas que agradecerle; la principal, que los hubiera casado, pero a Malinalli le molestaba la manera en que exigía lealtad.

– ¿Y qué es lo que esperas de mí? ¿Que mienta?

– No, espero que me demuestres tu fidelidad.

Repentinamente, la tarde adquirió un tono gris y el sol fue devorado por la humedad del cielo. Malinalli tenía los ojos húmedos, hermosos y tristes como sí, cansados de mirar, quisieran callar de imágenes el cerebro y borrar de la memoria toda forma y todo reflejo de una conquista y un mundo ilusorio, engañoso. Pronunciando la palabra «Cortés» con una voz grave, le dijo:

– Cortés, por siempre te agradeceré el hijo y el esposo que me diste, el trozo de tierra que amablemente nos regalaste a Jaramillo y a mí para que pudiéramos echar raíces, pero no me pidas que declare, no en ese tono, ya no soy tu lengua, señor Malinche.

Hacía mucho que nadie lo llamaba Malinche. Lo habían dejado de llamar así cuando Malinalli se casó con Jaramillo, cuando dejó de ser su mujer, cuando se separaron. El fuego salió de sus ojos y con furia contenida se dirigió a ella:

– ¿Quién te crees que eres para hablarme así?

Jaramillo, que conocía a su mujer como nadie, vio en sus ojos un arrebato de rabia y supo que iba a vomitar sobre Cortés todo su odio. Disculpándose, se levantó, tomó a los niños de la mano y se los llevó a sus habitaciones.

Malinalli tardó en responder a Cortés. Primero juntó todas las palabras que había reunido en sus momentos de dolor y de desesperación. Estaba cansada, extremadamente cansada de Cortés y sus estrategias. Estaba cansada de tolerarlo, de obedecerlo, pero más que nada, estaba cansada de ser su reflejo. Efectivamente, ella podía ser su mejor testigo, pero no sabía qué declarar que no lo perjudicara. Ella, la más humilde, la más ciega de todos, ¡qué podía haber visto! Tomó una larga respiración y le respondió pausadamente:


– La peor de todas las enfermedades nacidas de tu ambición no ha sido la viruela, ni la sífilis. La más grave de todas las enfermedades son tus malditos espejos. Su luz hiere, como hiere tu filosa espada, como hieren tus crueles palabras, como hieren las bolas de fuego que tus cañones escupieron sobre mi gente. Tú trajiste los espejos plateados, nítidos, tirantes, luminosos. Mirarme en ellos me duele, pues el rostro que el espejo me regresa es un rostro que no es el mío. Es un rostro angustiado y culpable. Un rostro envuelto por tus besos y marcado por tus amargas caricias. Tus espejos devuelven a mi vista el espanto de las muecas abiertas que tienen los rostros de los hombres que se han quedado sin lenguaje, sin dioses. Tus espejos reflejan a la piedra sin volcán y al futuro sin árbol. Tus espejos son como pozos secos, vacíos, que no tienen espíritu ni eternidad. En las imágenes de tus espejos hay gritos y crímenes devorados por el tiempo. Tus espejos distorsionan y enloquecen al ser que se mira en ellos; lo contagian de miedo, le deforman el corazón, lo destrozan, lo sangran y lo maldicen; lo engañan con su alma escurridiza, quebradiza, falsa. Mirarte tanto tiempo en tus espejos te ha enfermado, te ha mostrado una gloria y un poder equivocado. Lo peor de todo es que el rostro que miras en tu espejo creyendo que es tu cara tampoco existe. Tus espejos lo han desvanecido y en su lugar te muestran un infierno alucinante. ¡Infierno! Esa palabra que aprendí contigo, esa palabra que no entiendo, ese lugar creado por tus gentes para maldecir eternamente todo lo que vive. Ese universo aterrorizante que has fabricado, ése es el que recorta tu imagen y la congela en el espejo. ¡Tus espejos son tan terribles como tú! Lo que más odio, Hernán, es haberme mirado en tus espejos. En tus negros espejos.

»La búsqueda de los dioses es la búsqueda de uno mismo. Y ¿dónde nos encontramos escondidos? En el agua, en el aire, en el fuego, en la tierra. Estamos en el agua, en el río escondido. El agua forma parte de nuestro cuerpo, pero no la vemos. Circula por nuestras venas, pero no la sentimos. Sólo vemos el agua externa. Sólo nos reconocemos en los reflejos. Cuando nos miramos en el agua, también sabemos que somos luz, de otra forma no podríamos reflejarnos. Somos fuego, somos sol. En el aire estamos, en la palabra. Cuando pronunciamos el nombre de nuestros dioses, pronunciamos el nuestro. Ellos nos crearon con su palabra y nosotros los recreamos con la nuestra. Los dioses y los hombres somos lo mismo. El hijo del sol, el hijo del agua, el hijo del aire, el hijo del maíz nacen del vientre de la madre tierra. Cuando uno encuentra el sol, el fuego en movimiento, el agua, el río escondido, el aire, el canto sagrado, la tierra, la carne de maíz, dentro de sí mismo, se convierte en dios.

A Malinalli le era urgente y necesario reencontrarse, reencontrando a sus dioses. Después de la terrible discusión con Cortés del día anterior, sentía que no estaba dentro de su cuerpo, que su alma se había escapado, que había huido, que se había evaporado con los rayos del sol.

Verse reflejada en Hernán Cortés la había dejado confundida. Tenía que enfrentar su parte oscura antes de recuperar su luz. Para lograrlo, tenía que realizar el mismo viaje que Quetzalcóatl había realizado por el interior de la tierra, por el inframundo, antes de convertirse en estrella de la mañana. El ciclo de Venus es el de la purificación, del renacimiento. Venus-Quetzalcóatl en determinado momento desaparece, no se le ve en el cielo porque se introduce en el vientre de la madre tierra, baja a recuperar los huesos de sus antepasados. Los huesos son la semilla, el origen del cuerpo humano sembrado por el cosmos. Antes de recuperar su cuerpo, Quetzalcóatl debe confrontar sus deseos, verse en el espejo negro para conseguir la purificación. Si lo logra, el sol, debajo de la tierra, del cerro, entregará sus fuerzas para que la tierra se abra y deje brotar la planta que la semilla alimenta con agua del río escondido. Quetzalcóatl, quien descendió como espíritu descarnado en contacto con las fuerzas que procuran la vida, volverá a unir su carne y sus huesos.


Malinalli se preparó toda la noche para poder hacer el viaje. Al amanecer, se despidió de Jaramillo, su querido esposo, y le encargó que cuidara de sus hijos mientras ella iba en busca de sí misma al cerro del Tepeyac. Se sentía dolida, lastimada. Sentía que al atacar a Cortés se había atacado a sí misma. Mientras escalaba el cerro se decía: «el agua no ataca al agua. El maíz no ataca al maíz. El aire no ataca al aire. La tierra no ataca a la tierra. Es el hombre que no se reconoce en ellos quien los ataca, quien los destruye. El hombre que se ataca a sí mismo acaba con el agua, con el maíz, con la tierra y deja de pronunciar el nombre de sus dioses. El hombre que no ve que su hermano también es viento, es agua, es maíz, es aire, no puede ver a dios».


Malinalli quería ver a Tonantzin, a la deidad femenina, a la madre. Quería pronunciar su nombre para sentirse parte de ella, para poder mirar a los ojos de sus hijos sin miedo a ver reflejados en ellos la ira. Sabía que para lograr una integración con las fuerzas de la naturaleza, del cosmos, lo primero que tenía que hacer era guardar silencio y voltear su corazón hacia el cielo, con toda devoción. En el Tepeyac -según la tradición de sus antepasados- se encontraba Tonantzin, pero Malinalli no sabía exactamente dónde.


«¿Donde estás?», preguntó en silencio. «¿Dónde estás, alma de las cosas, esencia de lo visible, eternidad de las estrellas? ¿Dónde puedo buscarte para encontrarte, si estás prohibida, si te han desaparecido, si te han arrancado de nuestra fe, si han intentado borrarte de nuestra memoria?»

Al mismo tiempo que formulaba sus preguntas, obtuvo las respuestas. Era como si en verdad, al momento de pensar en ella, hubiera entrado en comunicación con Tonantzin. Escuchó dentro de su mente que la esencia de Tonantzin había regresado al fondo del espejo, al fondo del agua, para también renovarse. Ella también lo requería. En lo más profundo de la tierra había deshecho su mirada, su palabra, su tacto, su fuerza. Ahora era viento, agua, fuego, tierra contenida en una semilla que pronto iba a aparecer pero con nuevos ropajes, nueva forma. Surgiría de los sueños, de los deseos, de las voces que la reclamaban, que la recordaban. Aparecería cuando su pueblo despertara del sueño de muerte en el que estaba sumido, del sueño engañoso que los hacía creer que el reflejo de su cuerpo se había borrado en el cielo. Cuando ellos recuperaran su fe en las fuerzas de la naturaleza, de la creación, podrían pintar con ella su espíritu. Aparecería arropada por los rayos del sol, sostenida por la luna, en medio del aire, temblando en el viento, con una forma nueva, ya que la transformación del hombre, la transformación del mundo, es la transformación del universo. Los mexícas habían cambiado, los dioses, también.

«Cambiarán de forma nuestros ritos, será otro nuestro lenguaje, otras nuestras oraciones, distinta nuestra comunicación», le dijo Tonantzin, «pero los dioses antiguos, los inamovibles, los del cerca y del junto, los que no tienen principio ni fin, no cambiarían más que de forma».

Después de escuchar estas palabras, Malinalli sintió que el aire se perfumaba, haciendo evidente la presencia de lo sagrado. Fue en la quietud de su mente que pudo establecer contacto con Tonantzin y de la misma manera que se dirigió respetuosamente a ella:

– A ti, silencio de la mañana, perfume del pensamiento, corazón del deseo, intención luminosa de la creación, a ti, que levantas las caricias en flores, y que eres la luz de la esperanza, el secreto de los labios, el diseño de lo visible, a ti te encargo lo que amo, te encargo a mis hijos, que nacieron del amor que no tiene carne, que nacieron del amor que no tiene principio, que nacieron de lo noble, de lo bello, de lo sagrado, a ti que eres una con ellos, te los entrego para que estés en su mente, para que dirijas sus pisadas, para que habites en sus palabras, para que nunca los enfermen sus sentimientos, para que no pierdan el deseo de vivir. A ti, madrecita, te pido que seas su reflejo, para que al verte, se sientan orgullosos. Ellos, que no pertenecen ni a mi mundo ni al de los españoles. Ellos, que son la mezcla de todas las sangres -la ibérica, la africana, la romana, la goda, la sangre indígena y la sangre del medio oriente-, ellos, que junto con todos los que están naciendo, son el nuevo recipiente para que el verdadero pensamiento de Cristo-Quetzalcóatl se instale nuevamente en los corazones y proyecte al mundo su luz, ¡que nunca tengan miedo! ¡que nunca se sientan solos! Preséntate ante ellos con tu collar de jade, con tus plumas de quetzal, con tu manto de estrellas, para que puedan reconocerte, para que sientan tu presencia. Protégelos de las enfermedades, haz que el viento y las nubes barran todo peligro, todo mal que los acose. No permitas que se miren en un negro espejo que les diga que son inferiores, que no valen y acepten el maltrato y la violencia como único merecimiento. Procura que no conozcan la traición ni el odio ni el poder ni la ambición. Aparécete en sus sueños para que impidas que se instale en su cabeza el sueño de la guerra, ese sueño de locura colectiva, ese doloroso infierno. Cúrales sus miedos, bórrales sus miedos, desvanece sus miedos, aleja sus miedos, ahuyenta sus miedos, borra todos sus miedos junto con los míos, madre mía. Eso es lo que te pido, gran señora. Fortalece el espíritu de la nueva raza que con nuevos ojos se mira en el espejo de la luna, para que sepa que su presencia en la tierra es una promesa cumplida del universo. Una promesa de plenitud, de vida, de redención y de amor.

Eso era México y Malinalli lo sabía. Al terminar su oración, sacó su collar de cuentas de barro -que siempre traía colgando en el pecho- con la imagen en piedra de la señora Tonantzin. Era el mismo que su abuela le había dado cuando era niña. También sacó su rosario, el que había hecho con los granos de maíz con el que años atrás le habían leído el destino, y procedió a enterrarlos. Con ellos enterraba a su madre, a su abuela, a ella misma, a todas las hijas del maíz. Le pidió a la madre Tonantzin que alimentara esos granos con el agua de su río escondido, que les permitiera dar fruto, que les permitiera ser el alimento de los nuevos seres que estaban poblando el valle del Anáhuac. Sin saber por qué, recordó a la Virgen de Guadalupe, esa virgen morena cuya imagen Jaramillo y ella tenían colgada sobre la cabecera de su cama. Era una virgen venerada en la región de Extremadura, España. Jaramillo le contó que la virgen original estaba tallada en madera negra y mostraba a la Virgen María con un Niño Dios en brazos. Jaramillo talló para ella una reproducción y mientras lo hacía, le contó que durante la conquista árabe en España, los frailes españoles, temiendo una profanación de la imagen de la Virgen María, la habían enterrado junto a las riberas del río Guadalupe -palabra que se castellanizó del árabe wad al luben- y que significaba «río escondido»; por eso, cuando años más tarde un pastor la encontró enterrada, la llamaron como al río, Virgen de Guadalupe.

Ese día Malinalli, sentada en el cerro del Tepeyac, después de enterrar su pasado, se encontró a sí misma, supo que era dios, supo que era eterna y que iba a morir. También lo que daba vida moría. Se encontraba en lo más alto del cerro. El viento sopló de tal manera que casi derribó a los árboles. Las hojas se desprendieron llenando de musicalidad sus oídos. El sonido del viento se hizo evidente. Malinalli sintió la fuerza del viento en su rostro, en su cabello, en todo su cuerpo y el corazón del cielo se abrió para ella.

La muerte no la espantaba, todo a su alrededor le hablaba de cambio, de transformación, de renacimiento. Tenochtitlan había muerto y en su lugar se edificaba una nueva ciudad que estaba dejando de ser espejo para convertirse en tierra, en piedra. Cortés estaba dejando de ser el conquistador para convertirse en el marqués del Valle de Oaxaca. Y ella pronto iba a experimentar su última transformación. Lo aceptaba con gusto. Sabía que nunca dejaría de pertenecer al universo, cambiaría de forma, pero seguiría existiendo, estaría en el agua de la fuente donde sus hijos jugaban, en las estrellas que Jaramillo veía por las noches, en las tortillas de maíz que a diario todos ellos comían, en el viento que sostenía a los colibríes que danzaban sobre sus nardos. Existiría en las calles de la nueva ciudad, en lo que fue el mercado de Tlatelolco, en el bosque de Chapultepec, en el sonido de los tambores, de los caracoles, en la nieve de los volcanes, en el sol, en la luna.

Malinalli, sentada y en silencio, se hizo una con el fuego, con el agua, con la tierra, se disolvió en el viento, supo que estaba en todo y en nada. No había nada que la contuviera, que la hiciera sufrir. No había dolor, ni rencor, sólo el infinito. Permaneció en ese estado hasta que los pájaros le anunciaron que se estaban llevando la tarde entre sus plumas.

Cuando Malinalli regresó al lado de su esposo y sus hijos, parecía diferente. Irradiaba paz. Los abrazó fuertemente, los besó, jugó con sus hijos antes de llevarlos a dormir. Hizo el amor con su esposo toda la noche. Luego, salió al patio y a la luz de la luna y con la ayuda de una antorcha, con sol y luna, intentó plasmar en una imagen la experiencia de ese mágico día. Abrió su códice y en la última página pintó a la señora Tonantzin luminosa, protectora, cubriendo con su manto la casa donde su familia dormía. Luego, lavó un pincel en una de las fuentes del patio.


El silencio era total. Aspiró el aroma de los nardos, metió sus pies al agua, caminó por en medio de los canales y llegó al centro del patio. Ahí, en el centro de la cruz de Quetzalcóatl, en el centro de la encrucijada de caminos, donde se aparecían las Cihuateteo, las mujeres muertas en el parto que formaban la comitiva que acompañaba a Tlazolteotl, a Coatlicue, a Tonantzin -diferentes manifestaciones de una misma deidad femenina-, ahí, en el centro del universo, se volvió líquida.

Fue agua de luna.

Malinalli, al igual que Quetzalcóatl, al confrontar su lado oscuro fue consciente de su luz. Su voluntad de ser una con el cosmos provocó que los límites de su cuerpo desaparecieran. Sus pies, en contacto con el agua bañada por la luz de la luna, fueron los primeros en experimentar el cambio. Dejaron de contenerla. Su espíritu se fundió con el del agua. Se desparramó sobre el aire. Su piel se expandió al máximo, permitiéndole cambiar de forma e integrarse a todo lo que la rodeaba. Fue nardo, fue árbol de naranjo, fue piedra, fue aroma de copal, fue maíz, fue pez, fue ave, fue sol, fue luna. Abandonó este mundo.

En ese momento, un relámpago, una lengua de plata se dibujó en el cielo y anticipó una tormenta. Su luz iluminó la inmovilidad del cuerpo de Malinalli, quien había muerto segundos antes. Sus ojos fueron absorbidos por las estrellas, que de inmediato supieron todo lo que ella había visto en la tierra.

Fue un trece, el día en que Malinalli nació a la eternidad. Juan Jaramillo lo celebraba a su manera. Reunía a sus hijos en el patio, lo llenaban de flores, de cantos; luego, cada uno de ellos leía un poema escrito en náhuatl para Malinalli. Terminado el ritual, guardaban silencio para impregnarse de ella antes de irse a dormir.

En contraste con esta íntima ceremonia, en la misma fecha las autoridades coloniales cada año organizaban un festejo para conmemorar la caída de la gran Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521. La celebración se organizaba en la iglesia de san Hipólito, debido a que la fecha del triunfo de los españoles sobre los indígenas correspondió con el día de san Hipólito.

Varias veces invitaron a Jaramillo a ir a la misa de celebración de la caída de Tenochtitlan, mismas que él se negó. Años más tarde, rechazó el honor que le habían conferido de sacar el pendón en la fiesta de san Hipólito, lo cual las autoridades consideraron un desacato.