"La reina sin espejo" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)CAPÍTULO 5 GALOPANDO HACIA NINGÚN LUGARLlegamos a la comandancia a la caída de la tarde. Para una vez que no había prisa, Chamorro se dio el placer de conducir a velocidad legal, algo que debía de satisfacer poderosamente su sentido del orden, y que sólo con sus reflejos y su pericia no resultaba peligroso. Cualquier usuario de las autovías españolas sabe que circular a menos de 140 kilómetros por hora le expone a uno con relativa frecuencia a ser arrollado por los muchos psicópatas que utilizan el carril izquierdo. Llamé al capitán Cantero, no diré que con muchas ganas. Se presentó a los quince minutos y para ser justos nos resultó de gran utilidad. Poco después estábamos instalados, sin lujos, pero en condiciones suficientemente confortables. Hasta disponíamos de un sitio espacioso y seguro para trabajar, con el desparrame habitual de trastos y de papeles que implica el trajín del investigador criminal desplazado. Cantero era uno de esos hombres jóvenes y deportivos que, cuando suman a esa pujanza un futuro brillante y destinado al mando, producen de entrada en los subalternos ya cuarentones y mediocres como yo un irreprimible sentimiento de despecho. Alto, tirando a rubio, con unos ojos azules clonados de los de Paul Newman y la piel suavemente bronceada. Por suerte, también era campechano y simpático, y en ningún momento hacía notar sus estrellas. Nos acogió con un exquisito respeto profesional, no sé si porque se lo inspiraba la unidad central a la que pertenecíamos (y a la que no era improbable que apuntaran sus miras en cuanto a futuros destinos) o por lo que hubieran podido contarle de mí esos viejos del lugar que había mencionado en nuestra conversación telefónica. Confieso que pequé de curiosidad, y acaso de impaciencia, y en cuanto tuve ocasión le interrogué al respecto: – ¿Quiénes de mi época siguen aquí? Se lo pregunto porque entonces la gente no solía quedarse mucho, estábamos casi todos de paso. – El subteniente Robles -dijo-. Me pide que te transmita sus saludos y que te diga que ya te verá mañana. Hoy tenía a las nietas en casa. – Coño, Robles. Y con nietas ya. – Los años, que no pasan en balde. Cuentan que el viejo era una buena pieza en sus tiempos, eso lo sabrás tú mejor que yo, pero la abuelez nos lo ha reblandecido. Para picarle le digo que debería pedir una reducción de jornada por lactancia, como las tías. Ni se enfada. – Robles, sí, algo de mundo ha corrido, desde luego -recordé-. Y no sé ahora, pero hace años tenía una red de antenas desplegadas por ahí que era algo increíble. No volaba una mosca sin que lo supiera. – El que tuvo, retuvo -dijo el capitán-. Pero se me jubila el año que viene y le aprieto para que les pase los contactos a los jóvenes. En la nueva situación, ahora que los Mossos d'Esquadra se hacen con las zonas que nos quedaban y vamos a dejar de estar desplegados sobre el terreno, ese patrimonio acumulado no podemos perderlo. – ¿Tan complicado está siendo el relevo? El capitán se encogió de hombros. – Los cambios siempre tienen sus complicaciones. Pero la verdad es que la movida tampoco está resultando traumática ni demasiado perjudicial para nosotros. Casi al revés, mira qué te digo. Dejamos de tener que lidiar con la rutina, con el cafre que le pega a la parienta y el chori que levanta un coche o revienta un chalé, y podemos dedicar todos los recursos a información. Con los Mossos no nos hemos entendido mal en el relevo, ellos ya saben que somos obedientes y que cuando nos dan una orden la cumplimos: si nos mandan irnos y facilitarles todo, eso es lo que hacemos, y punto. No me parece a mí que la cosa les esté funcionando igual de bien con la pasma, ahora que les toca además ocuparse del pastel gordo, la zona urbana de Barcelona. Por lo demás, ya sabes lo que pasa cuando coinciden varias policías, cada una dirigida por un político distinto. Roces hay, es inevitable. Y no puedes dejar de tener tus cartas en la manga, por si las moscas. – De todos modos, quizá sería oportuno avisar de lo de mañana. No vayamos a tener un disgusto tonto con un municipal o un escolta. – Si quieres que todo el mundo sepa que el entierro de la Barutell va a estar lleno de guardias en busca de sospechosos, descuelgo el teléfono y llamo al ayuntamiento y a la – Como usted diga, mi capitán. Jugamos en su campo. – Voy a poner un par de hombres a tu disposición, para que te sirvan de enlace con el resto de nuestra gente y para que los uses en lo que te convengan. Dos tíos buenos. Guardias los dos, pero zorros viejos. – Ya sabe que también vienen dos personas de Zaragoza -dije-. Tal vez nos baste con uno, que conozca bien la zona y la comandancia. El capitán debió de advertir mi reticencia. Sonriendo, explicó: – No quiero ser roñoso, hombre, tengo gente disponible. Tampoco les voy a pedir que se entrometan, puedes estar tranquilo. Ya sé que esto es de Zaragoza, formalmente, y que en la práctica lo vais a llevar vosotros. Aquí no aspiro a ponerme más medalla que la que me toque por ser buen anfitrión. Y si me permites un consejo, con lo que tienes entre manos creo que un equipo grande te va a convenir. Al margen de mis gustos y de mis apetencias personales, comprendí que el capitán tenía razón. Y no me pareció muy procedente arrastrar más los pies cuando él se estaba mostrando tan obsequioso. Quedamos con Cantero en cenar juntos, con los de Zaragoza, los dos hombres que nos había asignado y su segundo, un teniente. Mientras hacíamos tiempo hasta entonces, Chamorro y yo no estuvimos inactivos. Llamamos a Meritxell Palau, con quien concertamos una entrevista para después del funeral, en la oficina de la productora televisiva que hacía los programas de su jefa (y de la que ésta, como detalle significativo, era accionista mayoritaria). Chamorro puso en marcha con el juzgado la identificación de las últimas llamadas entrantes y salientes del teléfono móvil de Neus y yo me enfrenté de nuevo a su cuaderno, en busca de algo que me llamara la atención o que me permitiera darle un sentido más preciso a esas dos extrañas iniciales, R.K. Debo reconocer que no estaba en mi momento más perspicaz, y que nada había conseguido sacar en limpio cuando sonó mi teléfono. Era Juárez, uno de los expertos del grupo de delitos informáticos. Su jefe le había pasado el encargo de Pereira de romper la clave del portátil de Neus. La prisa por llamarnos era bastante comprensible: – ¿Hace falta que vayamos allí o nos lo vais a enviar? Me quedé pensando durante unos segundos. Lo último que me gusta es causarle incomodidades innecesarias a un compañero. Pero calculé que me interesaba estar presente cuando se accediera a la información, y que también podía ser conveniente echar un vistazo a otros ordenadores que pudiera poseer la víctima, en su domicilio o su oficina. – Pues os agradecería que vinierais. Si es posible. – Prioridad uno, según mi jefe -aceptó, resignado-. Además, nos morimos de ganas por hurgar en la intimidad de la famosa. – No me digas que no vamos a poder dejaros solos -bromeé. – Hombre, si tiene alguna foto comprometida, me la copio para vendérsela a una revista o colgarla en Internet, dalo por descontado. – Eso me estaba temiendo. – Tranqui, Vila. Aquí los colegas y yo hemos visto tanta mierda en las tripas de los ordenadores ajenos que ya nada nos excita. Los miramos como mira a las mujeres despatarradas un ginecólogo. – Vale, te creeré. ¿Podéis venir mañana? – Allí estaremos a primera hora con nuestros abrelatas. – Os dejaremos el cacharro en la comandancia. – Cuando corté la comunicación, le hice otro encargo a Chamorro: – Pide al juzgado que nos autoricen a abrir los ordenadores de Neus. Mi compañera había estado siguiendo la conversación. – ¿Y tú crees que lo harán de aquí a mañana? – Confío en tus dotes de persuasión. Dile a la oficial que es vital para conocer las últimas comunicaciones que estableció la víctima. – ¿En función de qué indicios? – Te dejo imaginarlos. – Qué bien. – Mejor que lo hagamos deprisa, antes de que el marido movilice al leguleyo con que nos amenazó para que se persone en las diligencias y empiece a jodernos con recursos contra todo lo que no le guste. – ¿Tú crees que lo hará de verdad? – No lo descarto. Altavella, o mucho me equivoco, es uno de esos tipos que no toleran bien que la realidad no se pliegue a sus deseos. Los compañeros de Zaragoza llegaron a eso de las nueve y media. El sargento Rubio era un individuo de complexión fuerte y rostro afable, algo más joven que yo, con el que sintonicé bastante bien de entrada. Identifiqué en él la misma especie de tonto útil a la que yo pertenecía, y creo que él hizo otro tanto conmigo. En cuanto a la guardia Tena, me recordaba en cierto modo a la Chamorro de años atrás. Andaría por los veintitrés o veinticuatro y no era demasiado alta, pero se la veía buena deportista y de carácter enérgico. Tenía, eso sí, una rigidez militar exacerbada que mi compañera, aun siendo bastante más marcial que yo, nunca había alcanzado ni de lejos. La explicación me la proporcionó el sargento Rubio en un aparte, mientras las dos chicas se ponían de acuerdo en cuestiones de alojamiento e intendencia. – Como podrás imaginar, Tena es una metopa -dijo, revelándome con ese apelativo lo que yo ya me había permitido suponer, que la chica procedía de la cuota que se reservaba a aspirantes procedentes del ejército profesional en las pruebas de acceso al Cuerpo-. Pero no una cualquiera. Viene de la Legión, y no veas lo que me ha costado que deje de dar taconazos y de meterse codazos en los riñones al saludar. Ahí donde la ves, se ha suavizado mucho. Pero no es mala, la tía. Y carbura. – Por qué iba a dudarlo, hombre. – Ya, pero es que la chica siempre tiene enfrente el prejuicio. Y no es justo. Es brava, a veces a lo mejor un poco burra, pero tiene coco. Lo que le pasa es que le cuesta tomar confianza. Dale tiempo. – Me temo que vamos a tenerlo -dije-. Esto no lo resolvemos en dos días. Nos queda mucho trabajo por hacer. Le puse al corriente de todo lo que habíamos ido averiguando, de las diligencias que teníamos en marcha y de los planes para el futuro inmediato, aunque aún era pronto para concretarlos y proceder a un reparto de tareas. Rubio fue anotando mentalmente todo lo que le iba diciendo, con una concentración que no puedo ocultar que despertó mis simpatías. Nos suele pasar a los negligentes, que nos gustan quienes no lo son, sobre todo cuando los tenemos de nuestro lado, probablemente porque intuimos, como viles vampiros, en qué medida pueden resultarnos útiles y podremos por tanto servirnos de ellos. Rubio apenas había rebasado la treintena, se le veía en plenitud de fuerzas y no demasiado desengañado de la vida. De pronto, mientras le contaba pesquisas y le explicaba hipótesis, me acometió una añoranza teñida de amargura. Aquel sargento me recordaba a mí mismo, años atrás, cuando me había ganado a fuerza de narices y de sacrificio, más una pequeña dosis de chiripa, la fama de investigador abnegado y eficaz de la que ahora iba tirando. Tenía a veces esa sensación: la de vivir, con mayor o menor indignidad según el día, de una renta acumulada por un yo pretérito. Y cuando me ponía pesimista me daba por pensar que mi caso no era singular: que todos los seres humanos nos vemos abocados a recurrir antes o después a esa clase de argucias, atestiguando con ello nuestra indigencia y la penosa caducidad de nuestro tinglado. Al verme pensando en todas estas cosas, me percaté de que me estaba dejando resbalar sin ningún decoro por la pendiente del melodrama, y eso sí que era un achaque de edad. Rubio y Tena eran hombre y mujer, y tenían respectivamente los años que Chamorro y yo contábamos cuando habíamos empezado a trabajar juntos. Ahora bien, ver a cada uno de ellos parecido a cada uno de nosotros, y extraer a partir de tal semejanza aquella clase de conclusiones lloronas sobre el paso del tiempo y su efecto sobre la gente, era una superficialidad propia de un espíritu todavía más averiado que el que creía poseer. Además de un despilfarro de energías. Aquellas dos personas serían como fueran, distintas y particulares, y yo era el fruto de mis pasos y con eso me tenía que arreglar. Lo que me tocaba era cambiar el disco, y ya que no podía actuar inmediatamente, prepararme para la acción venidera. La depresión, la melancolía, la desgana de vivir, son en general avatares reservados a personas que no tienen nada mejor que hacer, o que no aciertan a ver que lo tienen. Yo tenía una muerta que pedía justicia, y a la que había de darle, si no eso, al menos el remedo que estaba disponible y que me pagaban por ayudar a dictar. Había por ahí un cabrón o un imbécil o ambas cosas a quien había que sentar en el banquillo, y aunque ya no tenía la ingenuidad necesaria para desear ese desenlace con la menor ilusión, sí me quedaba la comezón por desenmascararlo, por echármelo a la cara y ver al fondo de sus ojos la misma nada indefensa y necia que ya había visto tantas veces, fuera cual fuere el lustre con que se revistiera para reivindicarse ante sí y ante los otros. Con ese pensamiento, aventé de mi cabeza todos los demás. Mucha gente no lo sabe, pero el orgullo salva más baches que la esperanza. Por fortuna, Rubio era un profesional metódico y pragmático, y una vez que hubo escuchado mi resumen, se aplicó sin prisa ni pausa a aportarme el material del que en ese momento disponía. – Por nuestra parte, no mucho más de lo que ya sabes -dijo-. Ya hemos remitido las muestras biológicas a Madrid, y se supone que les darán preferencia, así que con suerte dentro de unos días tendremos los perfiles genéticos y sabremos si coinciden con los de algún angelito con el que nos las hayamos visto antes. La batida por el pueblo y alrededores en busca de otros testigos, aparte del rumano de la gasolinera, infructuosa. Nadie a quien podamos conceder credibilidad dice haber visto a Neus, ni a su acompañante, ni ninguno de los dos coches. En el pueblo dicen que apenas se vio a Neus paseando por el centro cuando se compró la casa, hará un par de años. Desde entonces, nada. Por lo que parece, venía y se iba sin rozarse nunca con los lugareños. El jardín se lo arreglaba una empresa de fuera, los vecinos veían entrar una vez a la semana la furgoneta, y también venía de fuera quien le limpiaba la casa. Lo que está claro es que no iba allí a mezclarse con la gente. – Todo refuerza la idea de que tenemos que buscar aquí, en su territorio -observé-. Lástima, con lo bonito y lo simple que es el campo. – Bueno, cada vez menos simple -objetó Rubio. – Eso es cierto. Pero no se puede comparar con la ciudad, el reino del hombre anónimo y de la mujer anónima, donde puedes hacer toda clase de trastadas a cara descubierta sin que te las apunte nadie. Donde no hay vecinos que recelen de un rostro desconocido, de un movimiento a deshora, de una actitud extraña. En un pueblo, en cambio… Una vez, al principio, me tocó un caso en el que pudimos reconstruir casi paso a paso el itinerario del homicida. Diez personas se habían fijado en él, porque era forastero. Y no veas eso cómo te ayuda. – Pues aquí, desde luego, despídete de esa clase de facilidades. Míralo por el lado bueno, al menos cambiamos de ambiente. – Sí, habrá que mirarlo por ahí -asentí, porque me pareció que no era el momento de confiarle mis verdaderos sentimientos en relación con el hecho de tener que hurgar en las tripas de aquella ciudad. El capitán Cantero nos llevó a cenar a un sitio en el que desde nuestra llegada se vio que tenía mano. Nos habían preparado una mesa grande en un rincón, tras un biombo, para que pudiéramos hablar de nuestros asuntos. La partida la componíamos ocho elementos: aparte del capitán y de mí, Chamorro, Rubio, Tena, el teniente, que se llamaba Vendrell, y los otros dos guardias, de apellidos Gil y Ponce. Debo reconocer que comparecí en aquella cena con poco entusiasmo. No era precisamente el esfuerzo de familiarizarme con tantas personas a la vez lo que en aquel momento más me apetecía. Fue la inercia de tratar de calar a la gente con la que he de jugarme los cuartos la que me hizo reparar en el carácter del teniente Vendrell, único catalán del grupo, por cierto, y persona de trato amable y aire voluntarioso. También me fijé con especial atención en mis dos agregados, ninguno de los cuales cumpliría ya los cuarenta años, y que en una primera ojeada me parecieron un par de tipos sobrados de recovecos, con gracia Gil y sin ella Ponce, aunque la experiencia me decía que antes de preferir a uno sobre el otro debía esperar a distinguirlos por otros indicios. Por suerte el capitán llevó el peso de la reunión. Fue él quien hizo todas las presentaciones e informó a los que acababan de incorporarse de las circunstancias generales del caso y de los particulares de la operación del día siguiente. Cuando me dio la palabra, pude entrar directamente a comentarles los aspectos de detalle de la investigación, que la costumbre me permitía exponer en automático y sin necesidad de empeñarme demasiado en el trámite. Renuncié a proyectar más que de forma imprecisa el método de trabajo que seguiríamos para sacar todo el partido a los recursos de nuestro coyuntural equipo tripartito. Propuse centrar primero nuestros esfuerzos en el funeral, haciendo hincapié en observar a las personas del entorno cercano de la víctima y en localizar y si era posible identificar a todos aquellos que encajaran en la edad y descripción física que nos había proporcionado Radoveanu. A partir de ahí, ya iríamos decidiendo ulteriores maniobras. Cantero tuvo el buen criterio de plantear todas las cuestiones organizativas y policiales en los aperitivos. Cuando llegó el segundo plato ya estaban liquidadas, y a partir de ese momento pudo relajarse el ambiente, lo que no diré que aquella noche prefiriera por mi parte, y no fui el único que tuvo con ello alguna contrariedad. En cuanto el vino hubo desmantelado sus débiles frenos, Gil y Ponce se dedicaron, cada uno por su lado, a buscarles las cosquillas a las componentes de la sección femenina. Las mujeres habían tenido la precaución de organizar un binomio defensivo sentándose juntas a un extremo de la mesa, y pudieron gracias a ello repeler con cierto éxito el ataque, pero no sin que en alguna ocasión se advirtiera en el gesto de Chamorro una incomodidad rayana en el cabreo. Antes de que saltara un chispazo, preferí anticiparme y utilizar astutamente la presencia del capitán: – Oye, mi capitán, ¿cuánto hace que tus guardias no ven chicas? – ¿Cómo dices? -dijo Cantero, que no estaba atento. – Nada, que a ver si Pin y Pon nos dejan respirar un poco a las criaturas, que mañana las necesitamos frescas. – Eh, vosotros -se dirigió a los guardias-. Un respeto para las muchachas, joder, que me estáis dando el cante. Y a partir de mañana y hasta nueva orden, me venís ordeñados de casa. ¿Entendido? – Mi capitán, que sólo las estábamos orientando -se descargó Gil. – Ya se orientan ellas, tranquilo -terció el sargento Rubio. – Por nosotras tampoco les obligue al ordeño diario, mi capitán -dijo Chamorro-. Que a ciertas edades, los esfuerzos pasan factura. – Y que lo digas -rió Tena, sin poder contenerse. – Compañera, ¿tú has visto el toro de Osborne? -fanfarroneó Gil. – Sí. ¿Y? -preguntó Chamorro. – Pues nada, que al lado del menda, Bambi. – ¿Lo dices por los cuernos? Gil no se esperaba semejante tarascada. – Mira, porque eres cabo, que si no… – Porque soy cabo, compañero -corroboró Chamorro, con una sonrisa acorazada-, que si no, ya te habría dicho hace rato que tú y el otro Romeo dejéis de echarnos las babas en la comida a Susana y a mí. – Vale, vale, tengamos la fiesta en paz -atajó el capitán. – Por mi parte no hay ningún problema, mi capitán -aclaró Chamorro-. Sólo le seguía la broma aquí al guardia. Cuando uno hace un chiste, lo menos que puede esperar es que se lo respondan, ¿no? – Hablando de chistes, Vendrell, explícales a los compañeros el estado actual de la cuestión nacional. Para que se vayan situando en el panorama donde han ido a caer, que vienen de allende la frontera. – Joder, mi capitán, no empecemos. Lo que siguió, deduje que como sagaz cortina de humo tendida por Cantero, fue un debate sobre catalanismo en el que el papel de minoría y de víctima le tocó a Vendrell, algo a lo que me pareció que ya estaba acostumbrado, y que debía de constituir una especie de broma particular entre ellos. Cantero podía llegar a ser bastante mordaz: – La verdadera cuestión, Vendrell, no lo niegues, es que a los andaluces y a los extremeños y a los manchegos nos consideráis homínidos inferiores, propensos a la vagancia y a las fiestas, buenos si acaso para emplearnos como peones y subalternos en vuestros negocios, pero nada más. Y por eso os da tanto por culo que alguno de nosotros decida sobre lo vuestro desde Madrid o que os represente fuera. – Mi capitán, así no hay manera -se quejaba Vendrell. – Pues entonces, a ver, explícame por qué eres nacionalista. – Y dale, que yo no soy nacionalista. – Eso lo dices porque te da vergüenza admitirlo. – ¿Tú crees que si fuera nacionalista me habría metido en esta empresa? Lo que tenéis que aceptar es que aquí hay maneras propias de entender algunos aspectos de la vida; para empezar, un idioma. Y que lo que no puede ser es que digamos amén a todo lo que disponga Madrid sin tener nunca la sensación de que nuestros intereses cuentan allí. Aquí sólo una minoría quiere separarse. La mayoría quiere estar en el barco común, pero sintiendo que se respeta lo que somos. – Has dicho la palabra clave: intereses -ironizó Cantero. – Pues claro, coño, ¿es que los demás no se preocupan de los suyos? – Si se me permite decir algo, creo que el teniente tiene razón -le apoyé-. Por nuestra experiencia de recorrer autonomías, en este país ya todo el mundo acusa al vecino de robarle la cartera, en cuanto no se sale con la suya o el otro se lleva una porción de tarta. – Vaya, Vila, veo que pillaste el síndrome de Estocolmo -dijo Cantero. – Bueno, no tanto. Pero como siempre he sido un poco extranjero en todos los lugares donde me ha tocado vivir, he aprendido a sobrellevar las manías de cada cual. Todos las tenemos, vistos desde fuera. – Y hasta aprenderías a hablar catalán en la intimidad. – Pero con un acento pésimo. Las vocales se me resisten. – No jodas. Yo he acabado entendiéndolos. Pero a hablarlo me niego. – Y yo -le secundó Ponce-. Para qué coño tengo que aprender otra lengua que el español si no he salido de España. – Lo malo es que si no lo has mamado se te nota a la legua, y nunca falta quien se ríe cuando metes la pata -alegó Gil. – Tampoco hay que tener tanto sentido del ridículo en la vida -dije-. Y menos a la hora de aprender idiomas. Mira a cualquier futbolista holandés o yugoslavo. Puede que la gente se ría de ellos, pero los tíos vienen aquí, se manejan, se forran y ahí se las den todas. – No creo que nadie se ría -dijo Vendrell-. Los catalanes que yo conozco aprecian cuando un castellano se esfuerza en hablar catalán. – Pues será que yo trato con otros -insistió Gil. El capitán me pegó entonces un codazo y me guiñó un ojo. – Oye, Toni, ¿y cuándo te pasas a los Mossos? -preguntó a Vendrell. – Cómo te gusta putearme, mi capitán -protestó el teniente. – Pero si lo digo en serio, con ese traje tan mono, con esos coches tan nuevos, con esas comisarías de diseño que tienen. Y además, te harían – Está bien, me rindo. Bueno, Vila, Rubio, y la compaña, ya podéis ir anotando. Teniente Antoni Vendrell, oficial de la unidad de policía judicial de Barcelona y – Todavía me lo sigo preguntando -asintió Cantero, mondándose. – La putada es que soy vocacional. Mi abuelo materno, el único al que conocí, era guardia. Ya ves, yo soñaba con esto desde chico. – Es jodido, desde luego, tu problema de identidad. Por lo menos, y aunque fuera a costa del teniente, aquello sirvió para ir aglutinando el grupo y para limar las tensiones que siempre se producen entre desconocidos, por más que compartan, como era el caso, un empeño común. Si tenía que juzgar sobre las dotes para el mando de Cantero (aunque fuera un vano pasatiempo, porque en la empresa en la que trabajaba no cabía esperar a corto plazo que se nos pidiera a los subordinados evaluar a los jefes) le ponía una buena nota. Con el inevitable suplemento de mezquindad, solemnidad y cálculo que le proporcionarían los años, no era improbable que se convirtiera en un candidato idóneo para desempeñar altas responsabilidades. Nos disolvimos al filo de la medianoche. Chamorro y Tena se retiraron a la habitación doble que compartían, y Rubio y yo, privilegio de suboficiales, nos dirigimos cada uno a nuestro alojamiento individual. Me lavé los dientes en seguida, con ánimo de meterme sin más demora en la cama y desenchufarme lo antes posible. Algo me hacía sospechar que estaba en la disposición óptima para enredarme en cavilaciones que no me convenían, y mis temores se confirmaron en cuanto me introduje entre las sábanas y me vi dando vueltas sin poder conciliar el sueño. No era el asesinato de Neus Barutell, ni tampoco la perspectiva de tener que dirigir un equipo heterogéneo y problemático para esclarecerlo, lo que me impedía dormir. Se trataba de algo mucho más vago e insoluble, la pasta espesa de la que están hechas las noches de un hombre a partir del instante en que empieza a percibir que ha vivido y errado más de lo que le gustaría. Varían los recuerdos que acuden en cada momento para formar el ingrato mejunje, a veces ni siquiera se trata de recuerdos precisos, pero la mezcla siempre sabe a decepción y su color tiende a ser más turbio de lo deseable. Creo con convicción que ésa es la sustancia más letal que transportamos en nuestras alforjas, y que en la hora nocturna en que suele desbordarse conocemos el apogeo de nuestra vulnerabilidad. No debe extrañar que sea la hora a la que estadísticamente sucumben más enfermos terminales en los centros hospitalarios. La pesadumbre, el miedo, la culpa, la conciencia de la propia insignificancia, que en la madrugada se nos presentan en toda su crudeza y potencia, se suman a la enfermedad y se hacen demasiado onerosas para quien tiene ya las fuerzas disminuidas. Pero también abrigo una convicción de signo opuesto, y es que mientras uno no ha rodado por tierra, y por fea que pinte la partida, siempre hay algo que ganar si se planta cara a la adversidad, en vez de encenagarse en ella. Era ya el segundo desfallecimiento del día (o el tercero), y me pareció llegado el momento de tomar medidas drásticas. Más me valía salir por cualquier sitio, antes que dejarme atraer al fondo del pozo. No le di muchas vueltas. Me puse en pie, volví a vestirme y fui a buscar el coche. A la una y media crucé por el control de la comandancia, y unos minutos después conducía a buena velocidad por una autopista desierta, camino de Barcelona. Durante unos minutos dejé que sonara en la radio uno de esos programas de madrugada en los que la gente hace públicas sus miserias y sus fantasías más íntimas, pero no era eso lo que me hacía falta oír en aquel momento. Le di al botón que ponía en marcha el reproductor de discos compactos. Allí seguía el disco de Marea. Su sonido rítmico e impetuoso me pareció apropiado para la situación. También lo que cantaban: Es posible que impulsado por aquella música le diera al acelerador más de lo que la prudencia aconsejaba. Es posible, también, que en alguna curva no calculase bien y tuviera que corregir con un sobresalto la dirección o la velocidad. Pero pronto me concentré en resolver los problemas concretos que implica la conducción: un modo inmejorable de relajarse cuando uno anda con la cabeza demasiado emponzoñada de problemas abstractos. Me apliqué a exprimir la potencia del motor, absorto en las líneas y las señales de la carretera, mientras los de Marea seguían a lo suyo, sin perder ocasión de dejar claro quiénes eran los villanos estelares de su mitología particular: La vida, que es paradójica y un punto gamberra, le ponía aquella música a la cabalgada sin rumbo de un guardia civil que, despojado de la apariencia de orden que le protegía durante el día, se volvía tan fugitivo y marginal como el protagonista de la canción (al que, dicho sea de paso, no tenía el más mínimo interés en perseguir). En momentos así, a uno le da la impresión de que todo es un inmenso malentendido, del que formamos parte sin poderlo aclarar nunca. No tardé mucho en llegar a los límites de Barcelona. A partir de ahí levanté el pie del acelerador. Quería ver mejor las luces de la ciudad, saborear el aire a través de las ventanillas bajadas mientras avanzaba hacia mi destino. Porque a esas alturas ya sabía adónde me dirigía, sin que ello le diera propiamente un sentido a aquel viaje. Cuando tomé la Gran Vía y me envolvió el paisaje urbano que en otro tiempo me había sido cotidiano y familiar, sentí erizarse mi piel y un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Barcelona, de madrugada, seguía siendo la ciudad quieta, despoblada y silenciosa, tan distinta del siempre bullicioso Madrid y tan propicia para conocer a fondo la propia soledad. Apenas algún que otro taxi recorría la avenida y, aparte del parpadeo casi inútil de las luces de los semáforos, poca actividad se ofrecía a mi contemplación. Siempre me había gustado aquella ciudad: cómo estaba construida, cómo se organizaba la vida en torno a las plazuelas achaflanadas del Ensanche. Y siempre, sin embargo, me había producido una especie de desasosiego: en los primeros tiempos porque me daba la sensación de que no me haría a ella, y al final de mi estancia por lo contrario, porque sabía que había dejado para siempre jirones de mi alma enganchados en sus esquinas, de las que pronto iba a separarme y a las que nunca podría regresar, o no del mismo modo. Allí estaba, ahora, diez años después. No había vuelto ni una sola vez en todo aquel tiempo. No había tenido necesidad, y tampoco había buscado la ocasión. Tal vez había sido mejor así: hay cosas que uno debe dejar que sucedan cuando y sólo si han de suceder. Me acercaba a la plaza de España. En el primer hueco que vi, aparqué el coche. Caminé sin prisa hacia el Paralelo. Lo que buscaba, acaso como un exorcismo, era volver a sentir la desnudez extrema de la plaza. Todas las singularidades arquitectónicas que la rodeaban (el coso taurino, el hotel, las torres de la Exposición Universal con el Palacio Nacional y Montjuic al fondo), lejos de otorgarle alguna personalidad, hacían de ella un espacio vacío y destartalado. Si era capaz de enfrentarme a aquel sitio, podría con todo lo demás. Comprendí la razón por la que me había deslizado hasta allí en mitad de la noche, como un proscrito. Aquel rito de reencuentro era algo que tenía que cumplir a solas. No podía regresar acompañado por otros y rebajar la emoción con una indiferencia mal fingida o con una charla circunstancial. Allí, años atrás, me había despedido de alguien, y algo importante e irrecuperable había dejado de pertenecerme. Recordé entonces aquella frase del cuaderno de Neus: |
||
|