"La reina sin espejo" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

CAPÍTULO 6 QUAN PLAU A DÉU

No puedo decir que esa noche durmiera lo que necesitaba, pero no hay modorra que no alcancen a sacudir un par de recios cafés de cantina benemérita. Por cómo me supieron los que tomé esa mañana en la comandancia, la máquina debía de estar ya bien caliente cuando los hizo. Inevitablemente, después de la excursión nostálgica de la víspera, me acordé de la frase exacta con que me habían informado de aquella particularidad de las máquinas de café. Son como las mujeres, hay que calentarlas antes de poder sacarles el punto justo de placer. Si me lo hubiera dicho un hombre, cualquier hombre, me habría parecido una fanfarronada zafia y estúpida. Pero se lo había oído a una mujer que manejaba una máquina de café, en circunstancias que me hacían muy difícil dejar de encontrar su declaración de una tristeza conmovedora.

Los amigos son esos tipos que aparecen justo cuando se los necesita. En el momento en que mi mirada se perdía en lo que quedaba de aquel segundo café al fondo de la taza, y mi alma se encogía con aquellos afligidos recuerdos, oí de pronto un vozarrón a mi espalda:

– Coño, el sudaca. Estás más gordo, tío.

Me volví. Allí estaba el subteniente Robles. O el viejo que lo suplantaba. No tenía mal color, pero había encanecido del todo.

– Y usted más guapo y atlético, mi subteniente -le respondí.

– Sin cofias, Vila, que soy abuelo y estoy al filo del INSERSO. Ya sé lo que hay. Eso sí, por lo menos no me gasto unas ojeras como las tuyas. Válgame Dios, criatura. ¿Es que has estado haciendo travesuras esta noche o es la mala conciencia por las de antaño?

– Será la mala conciencia, si ha de ser una de esas dos cosas.

– Ay, sargento, debería estar prohibido volver a ver a la gente al cabo de diez años. Con lo bien que se las apaña uno para mentirse ante el espejo todas las mañanas. Yo me sigo poniendo delante de él en pelota picada cada día, con intención de darme pena, pero a veces hasta me encuentro resultón, fíjate lo que puede hacer la vanidad.

– Lo de antes lo dije en serio. Firmo estar como usted cuando llegue a la edad de la prejubilación.

– Bueno, tío, lamento informarte de que siempre serás más bajo. Y como vuelvas a llamarme de usted te meto una hostia, que prejubilado y hasta con una mano a la espalda todavía te puedo.

– Vale. ¿Qué tal la familia?

– Más grande, más vieja también. Mi hija ahora se parece a mis recuerdos infantiles de mi madre. No sabes qué desbarajuste le produce a uno eso. Cuando me llegue el Alzheimer acabaré llamándola mamá sin despeinarme. Suponiendo que me dé oportunidad y no me despache a algún antro donde me maltraten enfermeros sin papeles.

– O sea, que bien.

– Sí, tengo dos nietas que son un primor. Enseño foto.

– A ver.

Sacó la cartera y desplegó con orgullo el mapa de su tesoro. Las tenía a las dos juntas, bien recortaditas, en el envés de la placa.

– Dos bellezas. Te harán sufrir.

– De eso se trata, la vida, ¿no? ¿Y tu familia?

– Bien, dentro de lo que cabe -repuse, con cierta desgana-. Mi madre un poco mayor cada día, pero sigue con el prurito de ser autosuficiente y la obsesión por ampararme de todo mal. El niño ya tiene pelusa oscura en el labio y el gesto hosco, pero es buen chaval y nos entendemos medianamente. Elisa está bien. Desde que se libró de mí.

Robles meneó la cabeza con sincera consternación. Recordaba sin duda a Elisa, con quien además siempre había congeniado.

– Ya sabes que yo soy un antiguo. Supongo que la situación será jodida. A mí me cuesta pensar en no vivir con mi mujer, y mira que la mayor parte de los días nos saludamos a ladridos y que a veces noto cómo me observa y se pone a calcular la pensión de viudedad.

– En fin, mi subteniente, uno se hace a todo, aunque al principio parezca muy cuesta arriba. Los choris se hacen a la cárcel, los judíos se hacían a Auschwitz, nosotros a barrer la caca. Pues una más.

– Eso es verdad. A propósito. Hoy tenéis baile a lo grande, ¿no?

– Sí. ¿Te vas a apuntar?

– No, yo ya estoy mayor para eso. Ahora me dedico a otros negocios. Pero me consta que tendrás el mejor apoyo. El capitán este, Cantero, es un buen elemento. De los que se fajan, y no sólo para colgarse el sable el día de la Patrona, ya me entiendes. Además tiene la inteligencia de preguntar lo que no sabe, que para un oficial es todo un puntazo.

– De todos modos, me gustaría tener una charla contigo, para que me sitúes un poco. Hace ya diez años, vuelvo a ser forastero aquí.

– Bah, los cambios son puro adorno. Ya sabes cómo son estos catalinos, los tíos saben repintar la fachada y venderte la moto como nadie, pero en el fondo todo sigue más o menos como siempre.

– No será tan simple la cosa, hombre. Además, ten cuidado con esos comentarios, ahora quo tienes nietas catalanas.

– Y no sabes cuánto. Mireia y Mariona. Nada menos.

– ¿Comemos o cenamos?

– Cuando mandes. Apunta mi móvil.

– ¿Te importa que lleve a alguien? Mi compañera. Quiero decir mi compañera profesional, la cabo Chamorro. Me gusta que se empape bien de todos los datos de situación, luego tiene buenas ideas.

– Bueno, pero entonces no podremos contar historias de putas.

– Tampoco te apures. Si llega el caso, creo que ella lo comprendería. Siempre que no se te vaya la mano.

– No, yo con las tías decentes me sigo cortando. Soy de otra época.

– Oye, Robles, que me alegro de verte.

– Y yo. Si no te me pones maricón, te confesaré una cosa. Te he echado de menos, Vila. Es una putada, en esta empresa, que siempre se acabe yendo la gente. Y cuando te haces mayor, te pesa más.

– Bien, me guardaré el abrazo para otro momento.

Nos estrecharnos la mano y lo dejé allí, con su cortado sin azúcar. Me encaminé hacia el centro de operaciones, que había abandonado momentáneamente para ir en busca del segundo café y sacudirme un poco más las espesas neuronas. Allí me esperaba ya el resto del equipo. Nada más llegar me abordó Chamorro con una hoja de fax.

– Calentito, del juzgado de Zaragoza -dijo-. Vía libre para meterle mano al ordenador de Neus. Se lo dejo a los informáticos, pegado al cacharro, para que sepan que pueden entrarle hasta la cocina. No me digas que no me merezco algo, qué sé yo, una palmada al menos.

– Luego llamo a Amberes, a mi proveedor de diamantes. ¿Quieres otros pendientes o mejor esta vez un anillo?

– Tendría que beber mucho, para dejarme anillar por alguien como tú. Y ya sabes que soy prácticamente abstemia.

– Vale, pendientes. ¿Algún avance con los teléfonos?

– He contactado con mi garganta profunda en la telefónica. Dice que en cuanto reciban el fax del juzgado nos mandan el listado de llamadas.

– Bien, bien. Oye, ya son las nueve y media, deberíamos ir saliendo. ¿Lo tenemos todo? -me dirigí a los demás.

– Los reporteros estamos listos -dijo Gil.

Vestía un chaleco con muchos bolsillos y se había puesto el pelo de punta y un aro de pirata en la oreja. Al hombro llevaba una cámara de vídeo digital profesional. En ella destacaba bien visible una pegatina de elaboración casera con el logotipo multicolor de una tal PTV.

– ¿PTV? -pregunté

– Picolet Televisió -repuso-. Para qué estrujarme las meninges. No te preocupes, hay tantas teles raras que ya ni preguntan. Verás cómo todos meten barriga y dan el perfil bueno cuando les enfoque.

Supuse que no andaría descaminado. Salí el primero.

Cantero nos esperaba en el aparcamiento, con Vendrell y el resto de la gente. Había una docena de hombres, en sentido estricto (y no el laxo que a veces, por arrastre de la centenaria tradición masculina, se utiliza en el Cuerpo). Tena y Chamorro eran las únicas mujeres del grupo. Entre los demás, los había de todas las pintas y edades: maduros trajeados, jóvenes alternativos y también algún otro con demasiada facha de poli bajo las ropas civiles. Pero preferí no incordiar.

– Todo el mundo sabe ya lo que tiene que hacer -me informó Cantero-. Y todos han aprobado el curso de policía judicial y saben recoger muestras sin cargárselas, por eso podéis estar tranquilos.

– Pues vamos allá -dije-. Nosotros podemos llevar a dos.

– Ya tenemos todos los coches organizados, no hace falta. Llegamos cada uno por nuestra cuenta. La ceremonia se supone que empieza a las once, así que -y aquí se dirigió al resto del equipo- quiero a todo el mundo emplazado antes de las diez y media. Luego nos reunimos aquí a la hora de comer y ponemos en común lo que hayamos visto. No olvidéis traer foto de cualquiera al que le saquéis algo. Que no me aparezca luego ninguno diciéndome que no pudo hacerla. Aseguraos bien de que no lleváis pilas gastadas en las cámaras.

Salimos de la comandancia en comitiva, pero ya en la autopista nos fuimos dispersando. Chamorro, que conducía nuestro coche, se cuidó, no obstante, de no perder el de Rubio y Tena, que nos seguían y a los que habíamos quedado en guiar hasta el cementerio. Para ello tuve la precaución de no fiarme de mi memoria y pedir un plano, porque algunos de los enlaces y los nombres de las autopistas habían cambiado desde mi época. La manía de los políticos de dejar siempre su huella en la geografía, aunque si hemos de creerlos, todo lo hacen solamente por nuestro bienestar.

Durante el trayecto, Chamorro y yo hablamos poco. Yo seguía embotado y de no demasiado buen ánimo, y ella iba sumida en esa especie de ensimismamiento analítico habitual en ella, cuando llegábamos a un nuevo escenario para realizar una investigación. Observaba detenidamente el paisaje que iba cruzando la autopista, los barrios, los descampados, los polígonos, entre ojeada y ojeada al retrovisor para comprobar que no habíamos perdido a nuestros compañeros.

– Sólo había estado antes una vez en Barcelona -dijo al fin.

– ¿Y qué te pareció?

– Era muy pequeña. Recuerdo que me gustó el Pueblo Español.

– Si sobra tiempo puedo llevarte a ver alguna cosa más original.

– Habrá que ver qué entiendes por eso.

– No la Sagrada Familia, precisamente. Aunque a lo mejor sí.

– Ahí también estuve.

– Pero seguro que no la viste como yo te la enseñaría.

– Vaya, ¿conoces alguna entrada secreta?

– No, entrando por donde todo el mundo. Pero yendo más lejos.

– De acuerdo. Me has despertado la curiosidad.

– Menos mal. Eso quiere decir que aún no estoy del todo acabado.

Mi compañera me observó de reojo, o más bien adiviné que lo hacía, porque seguí con la vista apuntada (o más bien perdida) al frente.

– ¿Puedo hacer una observación? -preguntó.

– Puedes.

– ¿Me lo imagino yo o estás un poco más cenizo que de costumbre? Aunque nunca seas lo que yo llamaría Mister Esperanza.

Tenía la guardia baja y se me escapó algo demasiado sincero:

– No sé, Chamorro, estoy cansado. Me temo que me estoy aburriendo de esta vida. Ya dura demasiado para seguir teniendo gracia.

– ¿Estás seguro de eso?

– No, ya sabes que yo no estoy seguro de nada.

– Pues a mí este caso me parece de lo más estimulante -dijo-. Nunca había investigado la muerte de una persona famosa.

– ¿Y qué más da eso? Si acaso, más estorbos. Ya la viste en la mesa, no era ni más ni menos que cualquiera. Y ahora avanza vertiginosamente hacia el olvido. Nadie hablará de ella dentro de un mes.

– Bueno, veo que hoy empezaste con el pie izquierdo, como ayer con el derecho. Lo sobrellevaremos y ya se te pasará. Y hasta te vendrá la euforia. Ya me he habituado a convivir con un ciclotímico.

– Nunca he negado serlo. De hecho, ¿quién te enseñó la palabra?

– Tú, mi Pigmalión -se mofó.

– En fin, que sí, que lo mismo es sólo que me jode estar con el cerebro disperso. Ojalá empecemos a definir. Ayer estaba muy contento, pero ahora me doy cuenta de que todavía no tenemos nada que nos centre el tiro. Chicos morenos, Audis plateados, puras vaguedades.

– Deja que madure la investigación, hombre. No esperes, no desees, no te impacientes, y vendrá. También eso me lo enseñaste.

La miré con una rara sensación. No es bueno que te conozcan así. Pero tampoco quería apropiarme de lo que no me pertenecía.

– No yo, sino el viejo Lao-Tsé, a través de mí -puntualicé.

– Bueno, ponlo como quieras. El caso es que suele funcionar. Vamos, que yo personalmente te estoy agradecida y lo utilizo en momentos de dificultad o de desánimo. Y tú deberías darme ejemplo, ¿no?

– Lo siento, pero ya sabes que no valgo para hacer el papel del viejo maestro chino de Kill Bill. Me falta constancia, o fe.

– Tampoco me tienes que enseñar a romper ataúdes con los nudillos.

– Si te llega el caso de tener que hacerlo, ya aprenderás sola.

– Espero que no me llegue.

– Y yo. Pero no te asuste, si llega. Ni eso ni nada, nunca.

– Así me gusta, afilando la espada, mi Hattori Hanzo.

Sonrió, y yo sonreí también al escuchar aquel nombre. Era un chiste privado. Habíamos visto Kill Bill juntos, un día que estábamos los dos perdidos en Orense, para lo de siempre, cargarle a quien correspondiera un muerto que ya había dejado de oler. Nos había gustado a ambos, pese a que ninguno de los dos esperaba nada de la película (o quizá justamente por eso). Luego, con un par de cervezas encima, le había soltado que la veía clavada a la Novia, el personaje de Uma Thurman, una ocurrencia de la que me arrepentí en el mismo instante en que me oí decírselo y la vi ruborizarse. La pregunta que vino después me estaba sin duda bien empleada por mi imprudencia: ¿Y quién era yo, entonces? ¿Tal vez Bill, ese resentido que prefería matar a la Novia antes que verla casada con otro? ¿O el viejo maestro chino, que enseñaba a la Novia los golpes que le habían de servir para romper el ataúd en que la entierran viva y para culminar su venganza? Un raro momento de lucidez me suministró una respuesta alternativa, con la que pude salir casi airosamente del apuro:

– Si tengo que ser alguien, me pido Hattori Hanzo, el fabricante jubilado de katanas que rompe su promesa de no volver a trabajar para hacerle a la Novia la mejor espada que nunca nadie haya tenido.

Por un instante pensé que la frase podía haberme quedado algo rimbombante, pero a Chamorro no le disgustó, y como me demostró aquella mañana camino del entierro de Neus, la había archivado a buen recaudo en su memoria. Conforta comprobar que eres capaz de hacer o decir algo memorable para alguien. Me subió la moral.

Salimos de la ronda e iniciamos la subida hacia el cementerio. A mi compañera, pendiente de la carretera, le pasaron inadvertidas las vistas de la ciudad que se nos ofrecían a medida que ascendíamos por la ladera de la montaña. A mí, en cambio, no podían dejar de llamarme la atención. El día no era demasiado claro, pero permitía divisar los perfiles de una Barcelona que había sufrido desde la época en que yo la había conocido algunas alteraciones ostensibles; la que más destacaba, con mucho, era el insolente edificio en forma de supositorio que se alzaba mirando hacia la parte del Besós. Cuando el espacio cambia en nuestra ausencia, se nos hace evidente hasta qué punto sólo somos sus fugaces espectadores. Y como tales, hemos de resignarnos a la deslealtad de los lugares hacia el recuerdo que guardamos de ellos.

– Curioso sitio, para un cementerio -observó Chamorro.

En efecto lo era. Habíamos pasado ya al otro lado del monte de Collserola y bajábamos hacia el valle de frondosa vegetación por el que se distribuían los bloques de nichos, diseminados entre los árboles. Más que construcciones fúnebres, parecían los bungalows de una colonia de vacaciones, por completo ajenos al ajetreo de la ciudad tan cercana y tan separada a la vez por la interposición de la montaña.

Nos dirigimos hacia la zona de las capillas, donde iba a celebrarse el funeral. Eran las diez y veinte y el lugar ya estaba bastante concurrido. A la entrada se veía el previsible amontonamiento de coches y furgonetas de medios de comunicación, con los que los agentes de la Guardia Urbana bregaban a duras penas. No cabía duda de que el entierro iba a ser un acontecimiento. Aparcamos donde pudimos y cambié impresiones brevemente con el sargento Rubio.

– Mejor nos separamos. Tú y Tena quedaos a la entrada, para fichar a los que lleguen. Nosotros vamos a colarnos en la ceremonia y luego nos colocaremos también en primera fila del entierro. Vosotros manteneos en la retaguardia, atentos a los que miren desde lejos.

Por una vez, me había puesto corbata (una de rayas no demasiado pasada de moda, regalo navideño de mi hijo), y Chamorro, aunque vestía vaqueros, llevaba una chaqueta que le daba cierta prestancia y un pañuelo de estampado discreto al cuello. Dentro de lo que cabía, podíamos dar sensación de no ser un par de andrajosos, y no desentonar mucho en aquella reunión donde a buen seguro muchos llevarían sólo en zapatos lo que costaba nuestra indumentaria completa. Con esa confianza, y un gesto de gravedad apropiado a la coyuntura, Chamorro y yo tomamos posiciones para poder entrar con ventaja en el templo donde se celebraría el oficio fúnebre previo al entierro.

El edificio de la capilla se erigía sobre una elevación del terreno. Desde allí, observé a los nuestros discretamente. Se habían desplegado por toda la zona adyacente y no permanecían inactivos. Vi al guardia Ponce pegar la hebra con un individuo que respondía a la descripción que nos había dado el empleado de la gasolinera. En apenas medio minuto, ya le estaba ofreciendo un cigarrillo, que el otro le aceptó. Seguí pendiente de la escena hasta el momento en que el desconocido arrojó la colilla y Ponce se las arregló para apartarla con el pie hasta donde pudo recogerla sin que se le notara, fingiendo que se le caía el encendedor. Luego el guardia sacó su móvil e hizo como si comprobara una llamada o un mensaje en la pantalla. Comprendí que lo estaba fotografiando, con la cámara del aparato, y sólo me permití esperar que tuviera luz suficiente para que la foto no fuera una birria.

El que debía de estar obteniendo tomas fabulosas era el improvisado e intrépido reportero de la PTV, el guardia Gil, que sin ningún miramiento hacía barridos completos de los asistentes, demorándose en cada uno lo justo para poder sacar luego capturas de imagen fija que nos permitieran identificarlo en caso de necesidad. Por la soltura y el desparpajo, no era la primera vez que rodaba un documental de aquellas características, con todas las dificultades que llevaba aparejadas. En cierto momento tuvo incluso que entablar negociaciones con uno de los municipales. No oí lo que le decía, pero por el gesto, se trataba de uno de esos discursos sobre el pan de los hijos que obró el efecto perseguido de reblandecer al agente. El caso es que Gil acabó pasando por el lugar al que en un principio se le pretendía negar el acceso.

A partir de las once menos cuarto empezaron a llegar los invitados distinguidos. Primero aparecieron los periodistas y famosos de diversos ramos: a algunos cabía presumirles cierta relación con la víctima y otros más bien daban la sensación de aprovechar una ocasión más de registrarse ante las cámaras como integrantes de la pomada. Después, casi al filo de la hora y precedidos por su aparatoso despliegue de escoltas y lacayos diversos, hicieron su aparición los políticos, de todos los colores. Ninguno dejaba de acudir cuando Neus los llamaba a su programa, y tampoco querían estar ausentes de aquella especie de espacio televisivo póstumo. Por varias razones de peso (la principal, que todos ellos habían dejado atrás la edad de veinticinco años que con los datos disponibles le suponíamos a nuestro sospechoso número uno), no fue en ellos en quienes concentré mi interés, aunque mentiría si dijera que resistí la tentación de observarlos esporádicamente. Pude ver así cómo abrazaban al rival al que sólo días atrás habrían rebajado a la categoría de granuja o mentecato ante cualquier micrófono o en cualquier tribuna de oradores, cómo afectaban campechanía con el vulgo, y cómo a la menor se olvidaban de que aquello era un sepelio y mostraban a diestro y siniestro su sonrisa de cartel electoral.

En medio de la muchedumbre, se volvió más difícil fijarse en personas concretas. No abundaban los tipos con el perfil que buscábamos (más bien había gente de mediana edad, y entre los más jóvenes, sobre todo entre los periodistas, predominaban las mujeres) y Gil tuvo que trabajar a destajo con su cámara. Lamenté no estar algo más familiarizado con la sociedad barcelonesa, porque me resultaban desconocidos casi todos los presentes, dejando aparte a las figuras con notoriedad nacional, lo que me obligaba a un sobreesfuerzo considerable. Viendo la aglomeración, Chamorro y yo no esperamos a que llegara el coche fúnebre para tomar posiciones dentro del templo. Su diseño interior era funcional y muy luminoso, gracias a sus grandes ventanales. No intentamos sentarnos, lo que a esas alturas era ya imposible (no había más asientos libres que los reservados a familia y VIP), pero logramos situarnos en un buen lugar, a la derecha del altar y con perspectiva sobre toda la iglesia. Desde ahí nos dispusimos a espiar el acto.

El ataúd hizo su entrada a las once y nueve minutos. Tras él, los deudos de Neus, de quienes sólo conocía a Altavella, aunque también pude identificar en seguida a la hermana de la difunta por el enorme parecido físico entre ambas. Aparte de ellos, y de otros seis o siete parientes en la cuarentena y en la cincuentena, venían algunas personas mayores, deduje que padres y suegros de la fallecida, y un grupo de chavales enlutados que debían de ser sobrinos, porque Neus no había tenido o no había buscado la oportunidad de procrear.

Me fijé sobre todo en el escritor. Se le veía entero y digno. Llevaba un traje negro, camisa gris oscura y una corbata negra anudada con la desidia de quien normalmente prefiere no utilizarla y no desea someter a su cuello a excesiva presión, pero eso no le restaba elegancia. Daba su brazo a una mujer muy anciana, que después averiguamos que era su madre, y devolvía con una levísima inclinación de cabeza las salutaciones que iba recibiendo mientras avanzaba hacia la zona del altar. Era un hombre habituado a exponerse a la observación pública, con indudables dotes teatrales y aplomo sobrado para resistir el escrutinio ajeno. No iba a dejarse coger en la más mínima debilidad.

La misa fue un poco más larga de lo habitual en los oficios de cementerio, que tienden a ser expeditivos para mantener el ritmo de producción adecuado. El sacerdote la dijo enteramente en catalán, lo que le arrancó a Chamorro una queja algo destemplada:

– ¿No es una falta de educación? Aquí no todos somos catalanes.

– No lo hacen por ofender. Es que es su lengua, la que hablan todos los días, y estamos en su casa. Tendrás que irlo entendiendo.

Hacía mucho tiempo que no me tragaba una misa. Mientras observaba los rostros del público, me dejé mecer por la extrañeza de las palabras litúrgicas, que me ofrecían respecto de las de mi breve etapa católica juvenil una doble novedad: por las modificaciones habidas desde entonces en el rito y por el idioma en el que nunca las había oído. Pero al mismo tiempo volver a escuchar catalán era encontrarme otra vez con una lengua que había llegado a sentir un poco propia, como lo es todo lo que alguna vez acompaña nuestras vivencias y emociones. Seguí escudriñando los rostros de la gente que se sentaba en los bancos, y en una de ésas mi mirada se cruzó con la de alguien frente a quien no podía mantener el incógnito. Meritxell Palau vestía de negro riguroso, como una más de la familia. Pensé que era quien más había perdido con la defunción: nada menos que el puesto de trabajo.

La homilía fue breve y sentida, no especialmente brillante desde el punto de vista de la oratoria, pero sí todo lo humana y compasiva que quepa desear en ese trance. Al menos, al oficiante no se le ocurrió emplear el discurso hipotético que dio en usar el cura que le dijo la misa a mi abuelo materno («si fue en vida un buen cristiano…») y por cuyo antipático recuerdo había dejado de acudir a funerales religiosos, salvo que el deber me lo exigiera, como era el caso de las exequias de Neus. Resultaba obvio que la difunta no cumplía a rajatabla con los preceptos de la Santa Madre Iglesia, pero aquel sacerdote tuvo la caridad de entender que no era el momento más idóneo para afeárselo.

Al final de la misa, casi de improviso, sonó una música que reconocí de inmediato y que me sorprendió oír allí: el segundo movimiento del octavo de los concerti grossi de Corelli. Tenía motivos para el asombro, porque hasta donde recordaba era una pieza profana, no religiosa, y porque se trataba de uno de los pocos fragmentos musicales que podía identificar con tal precisión. Los conciertos de Corelli los había escuchado desde mi adolescencia, tras comprarlos en el Rastro, en una de esas cintas baratas, restos de coleccionables, que eran las únicas que por aquel entonces me podía permitir. Haber sido incluido en su día en uno de esos coleccionables (Las Grandes Obras de la Música Clásica, o algo semejante) le había permitido a Corelli meterse en mi vida cuando aún me impresionaba con facilidad, y hacerse así en mi corazón el lugar de honor que no ocupaba en la historia de la música. ¿Quién lo habría elegido para la ceremonia? ¿O simplemente tenían la costumbre de poner música clásica y aquella mañana había tocado aquel disco? Pero algo me decía que no era cosa del azar. Miré a Altavella, que en ese momento acercaba a su anciana madre a recibir la comunión (de la que él, por cierto, se abstuvo). Tenía que preguntarle, cuando pudiera, si era él quien había escogido la música para el funeral. Aunque me arriesgara con ello a que me mandase a freír espárragos.

La música de Corelli, en cualquier caso, le aportó al acto la dosis justa de recogimiento y solemnidad. Hay que admitir que el viejo Arcangelo no tenía la pegada popular de Vivaldi o de Albinoni, pero a cambio, y ésta no es más que la opinión de un aficionado, le daba a sus composiciones un aire de misterio que resulta muy apropiado para poner fondo sonoro a los instantes decisivos. Acompañó inmejorablemente la salida del cadáver, y la procesión de personajes que se dirigió tras él hacia lo que en otras épocas más enfáticas se llamaba el lugar de su eterno reposo. Pero esta fórmula no convenía a una tumba donde se lo inhumaba provisionalmente, debido a la prohibición judicial que de momento impedía incinerarlo. De hecho, se trataba de un nicho corriente, muy por debajo de lo que correspondía al estatus que en vida había alcanzado Neus. Hasta allí ya no se trasladaron muchos de los figurones, que terminado el oficio religioso desaparecieron con sus escoltas en sus grandes automóviles oscuros. Sí fueron los compañeros de profesión, los escritores que habían venido por solidaridad con el viudo y un enjambre de otros amigos y curiosos. Eso provocó una caravana de vehículos desde las inmediaciones de la capilla hasta la zona de los nichos, que estaba demasiado alejada como para ir a pie. Por suerte, mi compañera vio el problema con anticipación y pudimos deslizarnos en la cabeza de la comitiva, tras el coche fúnebre.

Gracias a los reflejos de Chamorro, pues, llegamos de los primeros y conseguimos situarnos en una buena posición para asistir al acto final. Mientras la concurrencia se arremolinaba en el poco espacio que había entre los dos bloques de nichos, los operarios subieron el ataúd al hueco de la cuarta fila que le estaba reservado. Toda la operación se desarrolló en medio de un imponente silencio. Cuando estuvo concluida, se destacó entre los presentes una mujer de gesto concentrado. Me sonaba mucho, al principio no supe de qué, hasta que me di cuenta de que se disponía a cantar. La última vez que la había visto haciéndolo, en la televisión, también ella tenía diez años menos y la desfachatez de una juventud que ahora empezaba a darle esquinazo. Sacó de su cuerpo menudo una voz poderosa y entonó con sentimiento:

Quan plau a Deu que la fusta peresca, en segur port romp áncores y ormeig, e de poc mal a molt hom morir veig: null hom es cert d'algun fet com fenesca. L'home sabent no té pus avantatge sinó que el pec sol menys fets avenir… *

No recordaba de nada aquella canción. Tampoco me parecía del estilo de aquella cantante, y debo confesar que me desmoralizó lo poco que entendí al principio, por culpa de esas dos palabras, fusta y ormeig («nave» y «aparejo») que se salían de mi pobre y oxidado vocabulario. Por suerte, oí a un individuo que cuchicheaba con otro:

– Ausiás March, amb música del Raimon. Dit entre nosaltres, em sembla una elecció mes que dubtosa per l'ocasió.

No pude evitar volverme para examinar al autor del crítico comentario. Por el aspecto y la forma de exhibir su erudición, debía de tratarse del clásico intelectual estreñido. A mí, que carecía de la capacidad de penetrar toda la sutileza de aquellos versos, y por tanto de buscarles una interpretación maliciosa, me pareció que la canción resultaba ser una bella y sencilla despedida. Tampoco he tenido nunca muy claro cuál es la mejor manera de ponerle epílogo a una existencia humana, ni si los gestos póstumos, lo mismo las elegías como los epitafios, son algo más que una muestra de nuestra propensión a rehuir la verdad desnuda y a enmascararla con mistificaciones piadosas.

Un codazo de Chamorro me devolvió de golpe a mi realidad, que no era la de todas estas filosofías, músicas y poesías, sino la de un perro policía olisqueando en busca del tufo que dejan los malos.

– Mira a ése -murmuró.

Me fijé en quien me decía. Encajaba en todo en el perfil. Por edad, por aspecto, incluso por actitud. Se mantenía apartado y miraba en derredor con un gesto entre desencajado y tenso. Concluida la ceremonia fúnebre, se le veía dubitativo entre seguir allí o marcharse sin aguardar más. Sentí como un trallazo el subidón de adrenalina, y casi sin solución de continuidad, el temor: estaba demasiado lejos, había demasiada gente entre medias, íbamos a perderlo antes de poder llegar hasta él. Hice algo desesperado: saqué mi cámara digital y le di a tope al zoom. Pude dispararle una sola foto. Cuando iba a hacerle la segunda, el individuo ya no estaba dentro de mi campo de visión.

– ¿Lo has pillado? -preguntó mi compañera.

– Sí -dije, mientras comprobaba la pantalla con dificultad, por el reverbero del sol entre las paredes de los bloques de nichos-. Es una mierda de foto, pero menos da una piedra. Joder, Chamorro.

– Qué.

Los ojos le brillaban. Estaba pensando lo mismo que yo.

– Que mira que si es él… Llama a Rubio, rápido.

A la suerte le complace quitarte con una mano lo que te da con la otra. Primero Chamorro no tenía cobertura en su móvil, y tuvo que salir de donde estábamos para encontrarla, apartando como pudo a la masa de gente que se arremolinaba para dar el pésame a la familia. Solventado este contratiempo, tuvimos otro: el número de Rubio comunicaba, y tardamos cuatro o cinco minutos en poder hablar con él. Resultó que se había alejado de su puesto de vigilancia para ir a comprobar algo que le había llamado la atención: un Audi A3 plateado, modelo 1.9 TDI, y matrícula CHJ. Y aunque Tena seguía allí, cuando conseguimos conectar con ella ya hacía siete u ocho minutos que nuestro hombre se había esfumado. Pasamos la descripción de su indumentaria a todo el equipo, pero fue inútil: nadie se cruzó con él. Debió de aprovechar la salida masiva de la gente para confundirse en el tumulto. Luego dedujimos que, para redondear la fatalidad, había pasado junto a la posición de Tena en el instante en que ésta estaba distraída hablando por teléfono con Rubio, que era por lo que el sargento comunicaba cuando habíamos tratado de avisarlo. Controlamos aquel Audi, pero también eso fue en balde. La propietaria, luego comprobamos la matrícula, resultó ser una mujer de cuarenta y cinco años.

Con todo, mantuvimos la vigilancia hasta el final, es decir, hasta que Altavella y el resto de los parientes cercanos hubieron pasado el trago de recibir las condolencias de todos los que querían dejar testimonio personal de su presencia en el entierro. Pudimos localizar a algún otro varón moreno de veintitantos, pero ninguno que nos pareciera tan sospechoso como el que se nos había escabullido. Cuando ya no nos quedaba mucho más que ver, el capitán Cantero se acercó a mí.

– ¿Cómo era el pajarito? -susurró.

– Clavado, mi capitán. Y el comportamiento, raro.

– No jorobes. ¿Y cómo es que lo perdiste?

– No lo perdí, lo llevo aquí. -Mostré la cámara-. Pero sólo pude sacarle una foto de lejos. Cuando quisimos ir por él, ya no estaba.

– Espero que alguno de los míos lo haya fichado también. Una foto de lejos y con esa cámara de juguete…

– Tres megapíxeles, con zoom -la defendí-. No pesa, es pequeña y sobre todo la puedo pagar, que ésta me la he comprado yo.

– Bueno, hombre, no te piques. Nos vemos en la comandancia.

Por un momento, dudé si acercarme a Altavella. Pero seguía pendiente de su anciana madre y me olí que no estaría en la mejor disposición para conversar conmigo. Tampoco yo me sentía muy despejado, a la sazón, y no quise reanudar nuestra relación en condiciones tan desventajosas. Ahora, además, eran otras nuestras prioridades.