"La reina sin espejo" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

CAPÍTULO 7 JUZGARLA POR ESO

En la comandancia, cuando regresamos del entierro, nos aguardaban varias novedades. La más notoria era la presencia de Juárez, nuestro hombre de los ordenadores, que al final había venido solo, lo que no le había impedido progresar en la tarea. Lo encontramos ante el portátil de Neus, en cuya pantalla ya no se veía la petición de password donde la víspera nos habíamos quedado atrancados Chamorro y yo.

– Chupado, Vila -dijo, al vernos-. Una protección de lo más convencional, si quieres te explico cómo me la he cargado.

– No digo que no me interese, pero, honestamente, dudo que supiera repetirlo -confesé-. Así que, si no quieres hacer gasto…

– Vale, no te aburro entonces. Lo tengo abierto y he localizado todos los archivos susceptibles de contener información, dondequiera que los tuviera camuflados: archivos de correo, de texto, de imagen, hojas de cálculo, PDF. También he recuperado los que había borrado. Os los he copiado en carpetas separadas donde podéis acceder a todos ellos, clasificados por tipo y listados por antigüedad. Ahora os estaba sacando un backup en cedé para dejar el ordenador como me lo encontré y poder devolverlo si queréis. Vamos, que creo que me merezco una caña.

Asentí, complacido. Ya sabía que Juárez era un buen elemento.

– Y una comida. Cuando tengas el cedé se lo das a Chamorro y te vienes a almorzar con el resto de la peña, si no te va mal.

– Bueno, me han sacado puente aéreo. Y con llegar a casa antes de las nueve para leerle el cuento a mi niña, me doy por satisfecho.

– A lo mejor hay que mirar más ordenadores, ya te dije. Los de su casa y la oficina, si tiene, que supongo que sí -le recordé.

– Si se pueden atracar esta tarde, cuenta conmigo, aunque mi niña me retire el saludo, qué le vamos a hacer. Pero si no, tendrá que ser otro día. Ha salido más curro urgente y mañana tengo que estar en Madrid sin falta. Yo creo que con esto ya vais a tener para no aburriros. Mensajes de correo hay un par de miles, y archivos de texto, cientos.

– De acuerdo -concedí.

Mientras Juárez y yo conversábamos, mi compañera observaba fijamente la lista de ficheros que aparecía en la pantalla

– Oye, ¿y has visto algo raro? -preguntó al informático.

– A bote pronto, no -respondió Juárez-. El ordenador normal de un usuario no muy avezado, con los cuatro programas básicos. Procesadores de texto, correo, navegador estándar, algo elemental de retoque de imágenes, más todo el spyware que se le suele meter a un pardillo que no actualiza el antivirus, que no es poco. Por si acaso algún día os interesara saber quién le enmerdaba el ordenador, también lo he copiado en una carpeta, pero no creo que sea nada, lo normal que te va entrando de data miners masivos cuando navegas por Internet. Lo que no he encontrado es programas P2P, o sea, que no tenía la costumbre de piratearse música o cine, o no desde aquí. Sí tenía dos programas de mensajería instantánea, y he podido sacarle las cuentas de correo web que utilizaba, siete en total. Si queréis saber con quién se relacionaba a través de ellas ya sabéis que necesitamos intervenirlas, o sea, orden de un cabezón con toga y puñetas. En cuanto la tengáis me muevo con algunos colegas que me deben favores en los proveedores de correo y os lo digo en seguida. También he extraído de los archivos temporales las direcciones web a las que accedió en los últimos tiempos. Todo eso lo tenéis en la carpeta que llamo «datos complementarios».

– ¿Nada sospechoso, tampoco, entre esos datos? -insistió Chamorro.

– Ya te dije que no soy cotilla. Me lo he turrado a ciegas, aislando la información por categorías pero sin meter la nariz en ninguna. No sé si tiene fotos de puestas de sol o del cirulo de sus novios, yo me he limitado a copiar en la carpeta de imágenes los archivos con la extensión pertinente. Lo mismo con los rastros de páginas web visitadas. Y en cuanto a las direcciones de correo que usaba, tampoco llaman la atención, los nombres más o menos rebuscados que ponemos todos.

– Nada, Chamorro -intervine-, que te va a corresponder el honor de acceder a las intimidades de Neus en primicia.

– No preguntaré por qué se me adjudica, el honor.

– ¿No lo imaginas? Porque sé que eres una chica proba y respetuosa y que no usarás indebidamente lo que descubras.

– No sé yo, si tengo que informarte a ti.

– Ya deberías saber que mi reino no es de este mundo -afirmé-. Lo que tuviera guardado ahí dentro esa mujer, al margen de su utilidad policial, me resulta total y absolutamente indiferente.

– Claro. Ya te pondré a prueba -amenazó.

Aparte de los frutos del fino trabajo de Juárez, teníamos otros dos regalos encima de la mesa. El primero era la lista de las llamadas enviadas y recibidas por el móvil de Neus, remitida por la compañía telefónica junto con la identificación del titular de aquellos números de los que constaba este dato. Ni mucho menos era fácil disponer de esta información con semejante rapidez, ni siquiera mediando una orden judicial, porque las compañías tenían a gala arrastrar los pies cuanto fuera posible. Nuestro truco era tan eficaz como poco sofisticado: una amiga de infancia de Chamorro que trabajaba en el departamento oportuno, y que rezábamos para que no cambiara nunca de empleo. Para repartir un poco el juego, les pedí a Rubio y a Tena que se metieran con esta lista y fueran depurando y seleccionando la información.

Además, nuestra gente de Madrid nos había mandado otra lista, la de los Audi A3 plateados, modelo 1.9 TDI, que cumplían con las condiciones de antigüedad que había señalado el empleado de la gasolinera, tres meses arriba o abajo como margen de seguridad. En listas más breves, los matriculados en Cataluña y Barcelona, aquéllos con titular varón entre los veinte y los treinta años, y las intersecciones entre ambos conjuntos. Fui a la última lista, la que daba la acotación más estrecha: con todo, era bastante más larga de lo que hubiera deseado, y además no podíamos limitarnos ciegamente a ella. Por fortuna no se trataba de un modelo de los que suelen tener las compañías de alquiler, pero había otras muchas razones por las que cabía que el conductor no coincidiera con el titular, así que muy bien podía estar el coche que buscábamos fuera de la lista reducida. Decidí darles el embolado a Gil y a Ponce, para que se me fueran entreteniendo. Después de todo, y aunque no fuera lo que yo prefería, manejar un equipo amplio tenía sus compensaciones: permitía avanzar a la vez en muchos frentes engorrosos y acaso cruciales. En alguna de esas listas figuraba probablemente el nombre del acompañante de Neus, a quien sólo podía imaginar, ahora, como el tipo que se nos había escabullido en el cementerio.

Durante el almuerzo hicimos la puesta en común de la Operación Funeral. En total habíamos localizado a una docena de individuos que encajaban, con mayor o menor aproximación, en la descripción del sospechoso. De todos habíamos conseguido grabar la imagen, de mejor o de peor calidad, quieta o en movimiento, y de tres de ellos teníamos muestras susceptibles de aportarnos restos biológicos. Nuestros hombres se las habían arreglado para entablar con la mitad de los sujetos conversaciones casuales, de las que no habían obtenido frutos incriminatorios (o, razonando a la inversa, que movían a pensar que se trataba de candidatos descartables a efectos de la investigación). Le mostré a Gil la fotografía lejana que había sacado al tipo que no se me iba del pensamiento, y el veterano guardia sonrió aviesamente.

– Hay que revisar la cinta -dijo-. Pero desde ya te digo que lo tengo pillado, en planos mucho mejores que ése. Recuerdo la chupa.

– Pues me vas a perdonar que te pida que me tengas esos planos entresacados e impresos en papel antes de las tres y media -le apremié-. Esta tarde voy a ver a alguien y quiero poder enseñarle ese careto.

Gil asintió, mientras masticaba a dos carrillos.

– Claro, mi sargento, no sufras, que para eso sirve la informática. ¿Los quieres en papel mate o con brillo? ¿Con o sin borde blanco?

– Como mejor se le vea. No tengo manías.

– Entendido. Me cepillo lo que me queda de ragut, si das tu permiso, y el café me lo tomo mientras hago los trabajos manuales.

Para los demás comensales el almuerzo no fue tan precipitado, pero tampoco nos recreamos excesivamente. Yo andaba con prisa porque quería ir a ver a Meritxell Palau a tiempo de llevar conmigo a Juárez, para que le hurgara las tripas al ordenador de la oficina de Neus. Y el capitán Cantero y el teniente Vendrell estaban acuciados por otro asunto que acababa de salirles, una operación antidroga en el puerto que iba a reventarse esa misma tarde y para la que les habían pedido ayuda los de la unidad fiscal. Debo confesar que me aliviaba que otras tareas los reclamaran, permitiéndome a mí ir más a mi aire. De todas formas, Cantero no dejó de recordarme que estaba al quite:

– No hace falta que te lo diga, Vila, si necesitas más gente, no tienes más que pedírmela. Para clasificar la información, pedir datos, hacer seguimientos o controles, lo que sea. Sin cortarte, que aunque esta tarde tengamos zafarrancho, siempre podemos hacer un esfuerzo.

– De momento me apaño, mi capitán -le aseguré.

– Vale, sólo quiero ayudar, no dar por saco. Que quede claro.

– Lo tengo claro, mi capitán.

Para no hacer frente a Meritxell Palau un despliegue demasiado aparatoso, y también para ir progresando en todas las líneas, decidí ir a verla yo solo con Juárez y que Chamorro se quedara en la comandancia analizando los datos de la agenda y del cuaderno de Neus y los ficheros de su ordenador. Era consciente del volumen ingente de información que eso suponía, pero también de la agudeza de mi compañera, así que no me privé de plantearle un desafío ambicioso:

– Esta noche quiero que me propongas algo sobre la base de lo que encuentres ahí. Algo que nos sirva para pedir mañana mismo diligencias al juzgado, aparte de la que ya debes ir solicitando esta misma tarde, la intervención de todas sus cuentas de correo.

Chamorro me observó con desconfianza.

– ¿Me pones a prueba?

– Por supuesto. Como lo estoy yo, y éste, y el otro, todos los días. La vida es así de chunga, Virgi. Esta noche tengo que llamar a Pereira y no quiero balbucear al aparato mientras le digo que todo lo que puedo contarle es que creo haber visto al tipo y que se nos escapó.

– Bien, pues haré lo que pueda -repuso, con una expresión abstraída que denotaba que su mente ya estaba trabajando en cómo organizarse. Por detalles como aquél me inspiraba una irresistible ternura.

A las tres y veinticinco, antes de que pudiera echarlo en falta, apareció en el cubil del equipo de investigación el guardia Gil. Traía una carpeta que me exhibió con gesto ufano, mientras anunciaba:

– Aquí lo tengo. Dos tomas, frontal y semiperfil. Te los he impreso en un formato que parece Víctor Mature en una peli de Cinemascope.

– ¿Víctor qué? -preguntó Tena.

– Víctor Mature -repitió Gil-. ¿No sabes quién es? Dios, pero qué incultas sois las nuevas generaciones.

– Tampoco te pierdes nada, Tena, era un actor muy malo -dije, mientras examinaba las fotos-. Y éste se le parece como yo a Brad Pitt.

– Me refería a lo suntuoso de la imagen, no a la jeta -aclaró Gil.

– Desde luego es un buen trabajo, te felicito.

– Tiene cara de hijoputa cobarde y de matamujeres, ¿eh, mi sargento? -opinó Gil-. A mí me da que va a ser el que buscamos.

La apreciación del guardia podía parecer gratuita, pero a su manera no dejaba de constatar algo objetivo. Aquel tipo mostraba un gesto inseguro, huidizo, turbio. En una de las fotografías aparecía despistado, ausente. En la otra, en la que notoriamente había percibido la presencia de la cámara, se le veía como un pecador cogido en falta.

– Por desgracia, tendremos que buscar alguna otra prueba, con lo que nos parezca la cara que tiene no nos va a valer -observé-. Y de momento lo que urge es enseñársela al único que puede decirnos si vamos encaminados o si estamos dejándonos llevar por espejismos.

– ¿Llamo a mi capitán? -se ofreció Rubio.

– Por favor -respondí-. Que Gil te pase el fichero de estas fotos, se las mandas por correo electrónico y que se las impriman allí en la mejor calidad posible. Si están libres, pídele a tu jefe que mande a la gasolinera a los mismos que localizaron a Radoveanu, para que el hombre no se desconcierte y esté relajado a la hora de mirar el material.

– Déjalo de mi cuenta.

Y así lo hice, convencido de que en sus manos la gestión estaba igual o mejor que en las mías. Eché un último vistazo al equipo, que ofrecía una imagen de irreprochable laboriosidad, y le dije a Juárez:

– Coge todas tus cosas. Después de entrevistarnos con Meritxell te llevo directo al aeropuerto, a ver si llegas a ver a tu niña.

Juárez me miró con gratitud. No me la debía. Por no haberlo podido hacer demasiadas noches, sabía bien lo que valía poner en la cama a tu hijo y verlo resbalar dulcemente por la pendiente del sueño.

La oficina de la productora estaba en un inmueble reformado del Ensanche barcelonés. Era una de esas calles atildadas, con tiendas de esmerado diseño y pulcras cafeterías y reposterías en los bajos. Al ver aquellos locales, me resultaba inevitable acordarme de sus desastrados homólogos madrileños. En Madrid, por regla general, uno puede elegir para tomarse un café entre el bar cutre y la cafetería rancia; ni se conoce ni se aprecia demasiado esa sensación de limpieza y confort peculiar de la hostelería barcelonesa. Muchas veces, durante mis años de servicio en la ciudad, me había metido en una de aquellas cafeterías por el solo gusto de respirar la atmósfera aséptica y suavemente impregnada del aroma de los pasteles y la bollería. En un establecimiento así, pensé, debía de desayunar cada día Meritxell Palau, y no tenía ninguna duda de que allí se sentiría por completo en su elemento.

Las dependencias de la productora estaban decoradas con el previsible alarde minimalista, y las paredes pintadas en colores claros que de vez en cuando rompía algún cartel de tonos calculadamente estridentes. En la recepción había una chica muy joven y muy alta, tanto que se percibía que lo era aun instalada en el asiento. Tenía puesto un auricular con micrófono y estaba atendiendo una llamada cuando llegamos. Nos hizo seña de que aguardáramos, un poco displicente.

– Bona tarda -dijo, con cara de fastidio, cuando cortó la comunicación.

– El sargento Vila, de la Guardia Civil -me identifiqué, exhibiéndole al mismo tiempo la placa-. Tengo una cita concertada con la señora Meritxell Palau. ¿Sería usted tan amable de avisarla?

– Un moment, si us plau -pidió, con gesto receloso. Mientras la recepcionista hacía la llamada, Juárez me señaló sin demasiado disimulo el ordenador que se veía sobre su mesa.

– Aquí tienen Mac, no PC -observó-. Veremos qué usaba la jefa.

– ¿Supone eso un problema? -pregunté.

– No. Traigo abrelatas para todo.

Al minuto escaso apareció Meritxell Palau. Me tendió una mano fría y algo trémula y se quedó observando a Juárez, descolocada.

– El sargento Juárez -se lo presenté-. Es uno de nuestros expertos informáticos. Traemos una orden judicial para acceder al ordenador de la señora Barutell. Si le puede indicar dónde está, él se pone con su trabajo y mientras tanto vamos hablando usted y yo.

– Perdone -balbuceó Meritxell-, no entiendo, una orden para…

– Examinar el ordenador de la difunta. Es una rutina. Principalmente -le expliqué- tratamos de ver qué comunicaciones estableció, y con quiénes, en los días previos a su muerte. Los tiempos han cambiado, ahora ya no se habla sólo por teléfono, y nos toca ponernos al día.

– Es que, no sé, tal vez debería consultar…

Le tendí la autorización judicial. Meritxell la leyó y la releyó, aunque no me dio la sensación de que entendiera lo que allí ponía. Creí que debía echarle una mano, y lo hice, admito, como mejor me convino.

– Consulte con su abogado, si tienen uno. Pero lo que le dirá se lo puedo adelantar yo. Desatender el requerimiento que contiene ese papel puede considerarse resistencia a la autoridad y desobediencia.

Meritxell había palidecido y tragaba saliva. La recepcionista ponía cara de haber aterrizado en una película de la que no entendía en absoluto el guión ni el papel que le tocaba representar en ella (lo que, dicho sea de paso, la equiparaba a alguna que otra presunta actriz profesional). Por la simpatía que me inspiraba Meritxell (la recepcionista me era indiferente) me sentí inclinado a ser algo menos brusco.

– Disculpe, no pretendía intimidarla -le aclaré-. Necesitamos esa información y es nuestro deber recabarla con todos los medios legales a nuestra disposición. Por lo demás, no debe inquietarse. Mi compañero sacará copia solamente de los ficheros que puedan servirnos a efectos policiales y sin causarle el menor desperfecto a la máquina.

– Se lo garantizo -aseveró Juárez.

Meritxell aún se mantuvo dubitativa. La miré fijamente, para impedirle hacer el movimiento que por nada del mundo deseaba que se le pasara por la imaginación: llamar a Gabriel Altavella. No sé si llegó a pensarlo o no, si razonó que ayudarnos a dar con el asesino era lo que le debía a su jefa por encima de cualquier otra consideración o si tan sólo le faltaron fuerzas para oponerse. Al fin se rindió:

– Está bien, supongo que… Bueno, les llevo a su despacho.

El despacho de Neus era enorme, no menos de ochenta metros cuadrados repartidos en varios espacios. En las estanterías había libros, cintas de vídeo, colecciones de deuvedés, y multitud de fotos en las que normalmente aparecía la propia Neus junto a alguna figura célebre. De las paredes colgaban varios cuadros originales, incluido uno de no excesivo gusto que retrataba a una mujer que se le parecía. Tenía junto a la mesa de reuniones un cartel que desentonaba con el resto de la decoración: el de la película Blade Runner. Debía de gustarle mucho aquel filme, porque el cartel en sí no resultaba muy logrado.

Sobre la inmensa mesa de trabajo, que tenía forma de óvalo muy alargado y estaba sostenida por unas patas tan escuetas que el tablero parecía suspendido en el aire, se veía un teclado inalámbrico y un elegante monitor extraplano. Dónde se hallara el ordenador en sí, a primera vista parecía un misterio insoluble. Pero Juárez observó el terreno y lo acabó encontrando, disimulado en un mueble auxiliar.

– Es un PC -dijo-. Pues nada, a repetir la jugada de esta mañana. Si todo va bien, con una horita tengo más que suficiente.

– ¿Dónde prefiere que hablemos? -le pregunté a Meritxell.

– Podemos ir a mi despacho. Aquí al lado.

Mientras salíamos, vi cómo echaba una ojeada recelosa a Juárez.

– Tranquila, es un buen profesional. Lo dejará todo como lo encontró.

– No lo dudo -repuso-. Sólo es que… Comprenderá que esté incómoda y nerviosa, y que no sepa… Ha sido tan repentino, y resulta tan triste y desagradable todo lo que trae consigo una cosa así…

– La comprendo, y le prometo que nosotros no la incordiaremos más de lo que haga falta. Sé de sobra que después de la conmoción inicial queda lo más difícil, recuperar la rutina diaria, reajustar la vida.

– Pues sí. Nada menos.

– ¿Me permite una pregunta personal?

Estábamos ya en su despacho, mucho más modesto que el de Neus, impoluto como no podía ser menos, y no exento de coquetería en la elección y disposición del mobiliario. Tenía varias plantas cuyo aspecto rozagante denotaba que recibían un cuidado óptimo. Meritxell me indicó una silla, se sentó sin apresurarse en la suya y dijo:

– Me temo que debo permitírsela.

– No, no me responda si no quiere. No tiene que ver con la investigación. Sólo me preguntaba si sabe qué va a hacer ahora. Me refiero a su trabajo. Si no entendí mal, estaba muy vinculado al de Neus.

Meritxell tomó aire y desvió la mirada hacia la ventana.

– Sí, es el inconveniente de un puesto así. Durante cinco años ha sido estupendo, aunque he tenido que trabajar duro. Con ella una aprendía muchísimo, y tenía acceso a sitios que, en otro trabajo, ni habría podido soñar. Pero ser ayudante personal de alguien te hace demasiado dependiente, y si tienes la desgracia de perder la confianza de esa persona o, como ha sucedido aquí… En fin, no me voy a quedar en el paro. Los demás socios de la productora y los herederos de la señora Barutell me han garantizado que tendrán un lugar para mí mientras yo quiera. Pero, por otra parte, desaparecida Neus, la propia productora ha perdido su principal puntal de actividad, aunque gestione otros programas. No sé, supongo que ahora me toca meditar a fondo.

– Los herederos, dice usted. ¿Quiénes son?

Me miró como si la pregunta hiciera dudar de mi inteligencia.

– Sus padres, y el señor Altavella. A los efectos, el señor Altavella, porque sus padres son ya mayores y no van a meterse en un negocio como éste. Bueno, ya le digo, suponiendo que lo siga siendo después de perder a quien le aseguraba el grueso de la facturación.

– Espero que sí -dije, de manera mecánica, y cuando me oí no pude evitar resultarme un poco estúpido.

– Pues usted me dirá -se ofreció Meritxell-. Para mí ésta es la primera vez que tengo que testificar en relación con un crimen.

– No le voy a pedir que testifique, ahora. Tan sólo que se relaje y responda con la mayor tranquilidad posible. No estoy tomando notas, no voy a levantar un acta, no va a tener que firmar nada.

– Eso es un alivio, se lo confieso.

– ¿Ha pensado en lo que le pregunté anteayer?

– ¿En qué, de todo?

La experiencia me ha enseñado que las cuestiones embarazosas es mejor enunciarlas con determinación y de la forma más directa posible. A cambio de un pequeño esfuerzo, se ahorra mucha saliva.

– En quién podría estar manteniendo una relación sentimental con Neus en la fecha de su fallecimiento. Aparte del señor Altavella.

Meritxell no se ruborizó esta vez. Pero tampoco encajó la pregunta con la seguridad de que parecía haberse provisto desde que estábamos en su despacho. Volvió a zozobrar, en el fondo y la forma:

– Pues… Pues claro, cómo no. No he pensado, en realidad, en otra cosa desde hace dos días. Si quien le hizo eso fue… No quiero ni imaginar que el asesino pudiera ser alguien a quien yo conozca.

– Señora Palau, debo ser muy concreto en este punto. ¿Puede decirme el nombre de alguien de quien piense con fundamento que mantenía o mantuvo relaciones con la víctima, aparte de su marido?

Ahora sí que lo estaba pasando mal, Meritxell.

– Pues -inspiró a fondo-, puedo darle tres nombres de personas con quienes me quepa sospechar que Neus tuvo algún asunto en los cinco años que estuve con ella. Lo que no puedo, sinceramente, es asegurarle que ninguno de esos asuntos continuara en el momento actual.

– Me interesan, de todos modos.

La ayudante de Neus seguía dudando.

– No soy una de esas cotorras que van a largar intimidades ajenas a los talk-shows, Meritxell. Le aseguro que aparte de policía en el ejercicio del cargo soy una persona seria que no juega con estas cosas.

– Está bien -se decidió finalmente-. Le daré los nombres. Carles Andrade, Francesc Torrent-Sunyer y Josep Albert Salvany. ¿Necesita que le diga además quiénes son, dónde están y qué hacen?

Pasado el trago, Meritxell había recuperado las fuerzas y hasta podría decirse que en el brillo de sus ojos y el metal de su voz asomaba algo próximo a la rabia. Yo no necesitaba que me contara quién era Francesc Torrent-Sunyer, porque aun siendo un ignorante enciclopédico en materia arquitectónica, no tenía más remedio que estar enterado de su obra y del prestigio de que gozaba en el ramo a escala mundial. Tampoco me era del todo ajeno el nombre de Carles Andrade, aunque le había perdido la pista en los últimos años. Lo había conocido en tiempos como periodista y locutor de la televisión catalana, y vagamente creía recordar que después se había pasado a la producción. De quién fuera el tal Josep Albert Salvany no tenía la más remota idea, aunque mi instinto de sabueso baqueteado en mil pesquisas me permitió suponer que también se trataba de alguien.

– Me falla ese Salvany. Y de Andrade, la verdad, hace mucho tiempo que no sabía. Yo me quedé en cuando presentaba aquella cosa…

– Sí, mejor no mencionar el nombre del programa -dijo Meritxell-. Cuando se lo quitaron por baja audiencia, en vez de deprimirse como algunos, se pasó al otro lado de la cámara, y le fue bien. Es uno de los socios de esta productora, pero además tiene la suya propia.

– Ajá.

– En cuanto a Josep Albert Salvany, se nota que usted no vive aquí. En Cataluña lo conocen hasta los perros. Es la estrella indiscutible de una de las telecomedias de moda desde hace un par de años.

– Vaya.

– ¿Va a juzgarla por eso?

Lo que parecía evidente era que Meritxell sí iba a juzgarme a mí, por lo que respondiera y por el significado que acabara dándole a la exclamación que se me había escapado. Traté de enmendarlo, a fin de cuentas tenía alguna ventaja sobre ella en aquel trance:

– Llevo quince años conviviendo con gente muy rara, señora Palau. Gente que envenena a un anciano molesto, abusa de una niña antes de matarla o trocea con un cuchillo de cocina el cuerpo de un hombre. No voy a juzgar a nadie por dónde y cómo se hacía querer.

– No me queda más remedio que creerle. O hacer como que le creo.

También sabía ser sarcástica, Meritxell. Debía haberlo previsto: Neus nunca se habría buscado a una idiota como ayudante.

– Un pequeño detalle, y no lo fisgo por capricho. ¿En qué fechas ocurrieron, si es que puede decírmelo, todas esas historias?

– Torrent-Sunyer, el primero. Hará cuatro años que dejaron de tener relaciones, que yo sepa. Andrade, el segundo, hará cosa de dos o tres años, y fue algo más bien breve. Salvany, el año pasado. Es el que le dio más fuerte, si le interesa el detalle, y el que más la hizo sufrir.

– ¿El que más la hizo sufrir?

– Sí, entiéndame. Con el que peor llevó dejar de verse. Durante un par de meses estuvo hecha polvo. Aunque nadie lo advirtiera en pantalla. Pero conmigo le resultaba más difícil ocultarlo, por más que nunca me hablara de ello, de ninguno de sus asuntos sentimentales.

– ¿Y cómo lo supo, entonces?

– Por cuánto, cuándo y cómo les llamaba. Y ellos a ella. Por cuánto, cuándo y cómo los veía. Y por la forma de iluminársele y apagársele la cara en función de si había estado con ellos o no. Si se está atento, las personas, incluso las más reservadas, dejan ver muchas cosas.

Ya desde el principio Meritxell me había parecido un buen testigo, por la cuenta que me trae tengo olfato para eso, pero en aquella conversación debo reconocer que me estaba impresionando. Es una ligereza permitir que el aspecto de una persona, o los signos exteriores de su comportamiento, nos conduzcan a resumirla en una caricatura. Si en algún momento había cometido ese error, iba a cuidarme mucho de prolongarlo en lo sucesivo. Meritxell podía aportarnos mucho.

– En función de esos indicios -recapitulé-, ¿estaría en condiciones de afirmar que ninguna de esas relaciones continuaba a la fecha?

– No. Estaría en condiciones de suponerlo con gran probabilidad.

– Y no está, en cambio, en condiciones de sugerir o intuir, o llámelo como quiera, que pudiera Neus tener algo con otro hombre…

– Lo ha entendido perfectamente.

Asentí en silencio. Había llegado el instante del golpe de efecto. Abrí la carpeta que llevaba conmigo y puse despacio las dos fotografías del individuo del cementerio sobre la mesa de Meritxell.

– ¿Conoce de algo a esta persona? -pregunté.

Meritxell, tras la sorpresa inicial, se aplicó con meticulosidad a examinar el rostro que sometía a su escrutinio. Observó primero una fotografía, luego la otra, sin tocarlas en ningún momento. Dejó transcurrir todavía unos segundos antes de responder, muy segura:

– Salvo que me engañe mucho la memoria, no lo he visto en mi vida.

– ¿Está segura? -le insistí.

– Del todo. ¿Quién es?

Sopesé si debía darle la información. Pero hice una apuesta, a veces hay que arriesgarse: la de que Meritxell no tenía nada que ver con el crimen ni tampoco iba a hablar con quien lo hubiera cometido.

– Es alguien que estaba en el cementerio esta mañana. Y que se parece a la descripción que tenemos del hombre con el que vieron llegar a Neus a una gasolinera cercana a la casa donde apareció muerta.

Meritxell sopesó visiblemente la trascendencia de lo que acababa de decirle. No sé si al percibirla simpatizó más conmigo, pero el hecho es que sin necesidad de preguntarle se tomó la molestia de ilustrarme sobre algo que debió de suponer que iba a serme de ayuda:

– Andrade y Torrent-Sunyer son bastante mayores que ese chico, como me imagino que sabe. Y Salvany tiene la misma edad y también es moreno, pero yo diría que más guapo y más corpulento.

– Tomo nota de ello. Gracias.

– No sé -pensó en voz alta-. Lo que acaba de decir me deja de piedra. No habría imaginado que… En todo caso, si es que tenía una relación con otra persona, no debían de llevar mucho.

– ¿No la vio usted rara, en los últimos días?

– No. Bueno, si me apura, admito que no se la veía muy contenta, y también le diría que estaba algo estresada, pero no de forma diferente de como lo estaba con el trabajo muchas veces. Teníamos entre manos algunos proyectos que nos estaban dando mucha tarea.

– ¿Como cuáles?

– En los últimos meses, Neus se había interesado mucho por historias fuertes, protagonizadas por gente anónima. Hicimos una sobre barrios marginales, otra sobre residencias de ancianos, otra sobre el mundo de la prostitución barcelonesa… Eran historias bien bonitas, desde el punto de vista periodístico, pero muy problemáticas. Nos obligaban a trabajar mucho y en circunstancias más difíciles de lo habitual, y después de ponerlas le llegaban mensajes de la dirección de la cadena de que no siguiera por ahí, que eso no encajaba en el perfil de la audiencia del programa, que esperaba algo más amable y más frívolo… En fin, a ella se la llevaban los demonios, se peleaba con ellos, y lo peor es que los datos de audiencia venían a darles la razón a los ejecutivos de la televisión. Algo que Neus llevaba fatal, porque era muy orgullosa.

– ¿Cree que con alguno de esos reportajes pudo buscarse enemigos? ¿Alguien que quisiera hacerle mal? ¿Recibió alguna amenaza?

– Pues no, que yo sepa. Y tampoco veo por qué nadie iba a tener necesidad de amenazarla. Los montábamos de manera que todas las identidades quedaran disimuladas, no se trataba de denunciar hechos particulares, sino de dar una visión general de los problemas.

– ¿Andaban con alguna otra historia de ésas ahora mismo?

– A medias. Ella quería hacer una secuela del reportaje de la prostitución, en el que vimos de refilón conexiones con el tráfico ilegal de mujeres y menores y de pornografía por Internet. Pero no estaba decidido, en tanto no se viera en qué quedaba su pulso con los de la cadena.

Pensé, era inevitable, que allí tenía de pronto otra veta criminógena que sumar para la investigación. No estaba mal. Un marido burlado que de facto iba a heredar sus negocios, relaciones secretas con jóvenes misteriosos y la manía de meter la nariz en sitios inadecuados. A Neus no le faltaba ni uno de los boletos que típicamente podían exponerla a un final violento. Fingiendo a duras penas energía, dije:

– Me gustaría tener una copia de ese reportaje, y una lista de los sitios a donde fueron y las personas a las que vieron para hacerlo.