"Ella, maldita alma" - читать интересную книгу автора (Rivas Manuel)Camino del monteYo sé otra historia de un loro. Lo había traído doña Leonor de Coruña. Se lo había regalado un naviero que la pretendía. Pero la señora Leonor tenía demasiado carácter para vivir con un hombre, aunque fuese un hombre que la agasajaba con loros. Así que se fue a vivir con su tío cura. Que no se me malinterprete. Ese tío cura era tan hombre que incluso tenía un revólver. Una vez lo asaltaron, sacó el revólver de debajo de la sotana y dijo: «¡Como hay Dios que os reviento el alma!». Y le dejaron ir. El loro de doña Leonor era muy coqueto. Tenía la cabeza encarnada con mejillas blancas y estrías anaranjadas, alrededor de unos ojitos muy negros, y encarnado era también el cuerpo, con alas verdea-zules y púrpura en la cola. El loro también era muy piadoso. Ella le había enseñado el rosario en latín. Tenía por incansable letanía el Uno le decía: ¡Hola, lorito real! Y él respondía: Nosotros le hablábamos en castellano porque era un loro venido de ciudad. Insistías: ¡Lorito señorito, lorito señorito! Y él, a lo suyo: ¿Cómo se llama el lorito, doña Leonor? Y ella decía riendo, que era otra mujer cuando se reía: «Se llama Pío Nono, Dios me perdone». El loro estaba instalado en la balconada de la casa rectoral, entre un abundante cortinaje de habas a secar, ristras de cebollas, ajos y pimientos de piquillo, mazorcas de maíz y también racimos de uvas escogidas para el vino tostado. Para nuestra envidia, Pío Nono comía higos pasos, huevos duros y frambuesas, y picoteaba una hoja de lechuga que era como un parasol verde que reponían las criadas en el calor de aquel verano. Fueron las criadas las que, de forma involuntaria, le cambiaron la plática al loro. En la era, bajo la balconada, llamaban a las gallinas para echarles maíz: ¡Churras, churras, churriñas! Y las gallinas acudían tambaleantes como falsos tullidos ante una nube de monedas. Un día, por la mañana temprano, el loro comenzó a gritar: ¡Churras, churras, churriñas! Las gallinas se arremolinaron bajo la balconada, esperando inútilmente la lluvia de oro vegetal. Y desde entonces el loro olvidó el latín y repetía constantemente aquella gracia. Cuando tenía el corral reunido, al acecho del grano, lanzaba una carcajada que resultaba algo siniestra por venir de un ave. ¡Churras, churras, churraaaaas! Ja, ja, ja! Por allí, ante la casa rectoral, pasaban los recolectores de pinas de Altamira, que eran, como se suele decir, una raza aparte. Pasaban ligeros, tirando de los burros y con el punto de mira puesto en la cima de los montes. Pero un día se fijaron en el loro. Asistieron al espectáculo de llamar a las gallinas, escucharon las risotadas del ave y les hizo tanta gracia que perdieron media mañana en aquel circo. Doña Leonor salió al portal y los reprendió. Les dijo que si las pinas caían del cielo y otras reconvenciones que ellos escucharon como un silencioso campamento. Luego se marcharon como se marchan los indios en las películas del oeste, resentidos y sigilosos. A la mañana siguiente, los recolectores de pinas acamparon de nuevo ante la balconada. El loro Pío Nono comenzó el día con el número de las churras, churras, churriñas. Los recogedores de pinas se rieron mucho y después aplaudieron. De repente, de entre aquella gente de rostro de madera del país barnizada por la resina, salió un grito que resonó como el estallido de un trueno. ¡Viva Anarquía! Y Pío Nono contempló en panorámica al público, alzó el pico con solemnidad y repitió: ¡Viva Anarquía! Y hubo gorras al aire y muchos bravos y aplausos. En camisón, con su pálida faz de luna menguante, doña Leonor salió a la balconada. Y nunca jamás se volvió a saber de aquel loro de larga cola púrpura. |
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