"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

8

Thomas fue el último en llegar a la mesa para tomar el desayuno. Lisa no quiso comer nada y Mary tuvo que recoger la cocina con prisas. Las tartas envueltas en papel de celofán se encontraban colocadas en el maletero y Philip daba pequeños toques de claxon para que subieran al coche. El motor ya ronroneaba cuando el último cinturón estuvo abrochado. Sólo se tardaban diez minutos en llegar a la escuela y Mary no veía la razón de tantas prisas. Durante el recorrido, él lanzaba frecuentes miradas por el retrovisor; su malestar era tan perceptible que Mary tuvo que preguntarle qué le pasaba. Él contuvo a duras penas su irritación y se dirigió a Lisa:

– Hace dos días que todos estamos en pie de guerra para preparar tu ceremonia de fin de curso, y tú eres la única a la que no parece importarle nada.

Perdida en su contemplación de las nubes a través de la ventanilla, Lisa no se dignó responder.

– Tienes razones para estar callada -añadió Philip-. Con las notas que has sacado, no hay para echar las campanas al vuelo. Espero que el próximo curso trabajes un poco más, pues de lo contrarío se te cerrarán muchas puertas.

– ¡Para el trabajo que pienso hacer mis notas están bien de sobra!

– Vaya, por fin una buena noticia: expresas un deseo. Así que no hay que desesperarse. ¿La oís? ¡Finalmente tiene un objetivo!

– ¿Qué os pasa a los dos? -intervino Mary-. ¿Os podéis calmar?

– Gracias por tu apoyo. Así pues, ¿cuál es ese trabajo fabuloso que te espera con los brazos abiertos y para el que bastan unas notas mediocres? Me gustaría saberlo.

Con un murmullo respondió que cuando fuese mayor ingresaría en el Peace Corps y marcharía a Honduras, donde pensaba realizar el mismo trabajo que su madre. Mary, en cuyo estómago se hizo al instante un nudo, volvió la cara hacia la ventanilla para que no se le notase la emoción. El coche se detuvo en el arcén con un rechinar de ruedas. Thomas quedó hundido en su asiento, con la mano crispada sobre su cinturón. Philip se volvió, ebrio de cólera:

– ¿Has tenido esa idea tú solita? Lo que acabas de manifestar es una extraordinaria prueba de amor hacia nosotros. ¿Crees que ésa es la verdadera generosidad? ¿Crees que huir de la propia vida es una forma de valor? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Es ése el modelo de vida que quieres seguir? ¿Dónde están las pruebas de felicidad que tu madre dejó tras de sí? ¡Jamás volverás a aquel país! ¿Quieres que te explique lo que sucede cuando uno renuncia a su propia vida…?

Mary apretó la mano de su marido.

– ¡Cállate! ¡No tienes derecho alguno a decirle esas cosas! ¡No estás hablando con Susan! ¿No te das cuentas?

Philip salió del coche dando un portazo.

Mary se volvió hacia Lisa y le acarició la cara. Intentó consolarla con una voz suave y franca. La muchacha tenía los ojos enrojecidos a causa de las lágrimas de miedo.

– Estoy orgullosa de ti. Eso que quieres hacer te exigirá mucho valor. Ya te pareces a tu madre y tienes todas las razones del mundo para quererla, porque era una mujer extraordinaria. -Después de un breve silencio añadió-: Tienes mucha suerte. Cuando yo tenía tu edad me hubiera gustado admirar a mis padres hasta el punto de querer parecerme a ellos.

Mary tocó el claxon con insistencia hasta que Philip se puso detrás del volante. Le pidió que arrancasen. El tono que adoptó no dejaba opción a que se le llevase la contraria. De nuevo miró por la ventanilla; sus ojos expresaban tristeza.

Luego, cuando estuvieron en la escuela, Philip no participó en ninguna actividad. Se negó a sentarse en el momento de la entrega de premios y no abrió la boca durante toda la comida. Tampoco dijo nada durante el resto de la tarde. No miró a Lisa e incluso se negó a cogerle la mano cuando ella se la tendió como signo de paz al concluir el almuerzo. Mary trató de hacer reír a Philip levantando las cejas, sin éxito. Encontraba que su actitud era pueril, y se lo dijo a Thomas; pasó el resto de su tiempo ocupándose de Lisa, cuyo día sabía que se había estropeado. El ambiente, en el camino de regreso, contrastaba fuertemente con el de la fiesta que acababa de terminar.

Al entrar en la casa, Philip subió enseguida a encerrarse en su despacho. Mary cenó en compañía de los niños en una atmósfera sofocante. Después de arroparlos, se fue a la cama sola; exhaló un profundo suspiro y se tapó los hombros con la sábana.

Por la mañana, cuando abrió los ojos, la cama estaba vacía. Sobre la mesa de la cocina encontró una nota: él se había ido a la oficina y regresaría tarde, por lo que no hacía falta que le esperase.

Ella preparó el desayuno y se dispuso a hacer frente a un extraño fin de semana. A media tarde salió para hacer algunas compras y dejó a los niños viendo la televisión.

En el supermercado sintió cómo la embargaba una sensación de soledad. Se negó a dejarse dominar por la emoción e hizo un rápido inventario de su vida: aquellos a los que amaba disfrutaban de buena salud, tenía un techo encima de su cabeza y un marido que casi nunca perdía los estribos. No había motivo alguno para caer en una de esas malditas depresiones de domingo.

Se dio cuenta de que estaba hablando sola cuando una señora mayor al pasar a su lado le preguntó si estaba buscando algo. Mary le sonrió: «Algo para hacer creps». Luego empujó el carrito y se dirigió al estante del azúcar y la harina. Regresó a casa sobre las seis de la tarde, llena de paquetes, porque a veces se adueñaba de ella una compulsión compradora, que le servía para aliviar los arañazos del corazón. Depositó los paquetes sobre la mesa de la cocina y se volvió hacia Thomas, que jugaba en el salón.

– ¿Habéis sido buenos?

El niño asintió con un movimiento de cabeza. Mary comenzó a sacar la compra de las bolsas.

– ¿Lisa está en su habitación? -preguntó.

Absorto en el juego, Thomas no respondió.

– Te he hecho una pregunta, ¿no me has oído?

– No. Está contigo, ¿no?

– ¿Qué quieres decir con que está conmigo?

– Salió hace dos horas y me dijo: «¡Me voy con mamá!».

Al instante Mary dejó caer la fruta de las manos y cogió a su hijo por los hombros.

– ¿Qué es lo que dijo?

– ¡Me estás haciendo daño, mamá! Salió y me dijo que se iba contigo.

La voz de Mary traicionaba su inquietud. Soltó lentamente a su hijo.

– ¿Llevaba una mochila?

– La verdad es que no me fijé. ¿Qué pasa mamá?

– Sigue jugando. Ahora vuelvo.

Subió corriendo por la escalera, entró en la habitación de Lisa y buscó la hucha-conejo que habitualmente se hallaba sobre la estantería blanca de madera. Estaba sobre la mesa de trabajo, vacía. Mordiéndose el labio inferior, Mary se precipitó a su habitación, se tiró sobre la cama, cogió el teléfono y marcó el número de Philip, pero éste no respondió. Recordó entonces que era domingo y marcó nerviosamente el número de su línea directa. Él descolgó cuando el aparato sonó por cuarta vez.

– Tienes que volver de inmediato a casa. Lisa se ha ido. Voy a telefonear a la comisaría.

Philip aparcó detrás de un coche de la policía de Mont- clair. Subió el sendero corriendo y encontró a Mary sentada en el sofá de la sala, cerca del oficial Miller, el cual tomaba notas.

El policía le preguntó si era el padre de la niña. Philip lanzó una mirada a Mary y asintió con la cabeza. El detective le invitó a unirse a la conversación.

Durante diez largos minutos los interrogó sobre lo que en su opinión podía estar en el origen de la huida. ¿Tenía la muchacha un amiguito? ¿Había roto recientemente con él? ¿En su comportamiento habían observado indicios de esta acción?

Exasperado, Philip se levantó. No encontrarían a su hija si seguían jugando a las preguntas y las respuestas. Ella no se había escondido en la sala de estar, y ya habían perdido demasiado tiempo. Exigió que al menos alguien fuese en su búsqueda y salió dando un portazo. El policía quedó desconcertado. Mary entonces le relató la especial situación de Lisa y le confesó que la víspera habían tenido una discusión, la primera desde que la niña apareciera en la vida de ambos. No mencionó las palabras que le había dicho a Lisa en el coche; ahora temía que hubiesen provocado la súbita marcha de la adolescente.

El inspector guardó su libreta y se despidió, invitando a Mary a que pasara por su despacho. Intentó tranquilizarla: en el peor de los casos la muchacha dormiría al aire libre y regresaría a primera hora de la mañana. Por lo general las fugas acababan así.

La noche se anunciaba larga. Philip regresó con las manos vacías y la voz trémula. Encontró a su mujer sentada a la mesa de la cocina. Cogió las manos de Mary entre las suyas al tiempo que murmuraba su desconcierto, apoyó la cabeza sobre su hombro, la abrazó y subió a refugiarse en el despacho. Mary le siguió con la mirada. Luego ella también subió y entró sin llamar.

– Me doy cuenta de que no llegas a dominar esta situación, y te comprendo. Pero será necesario que uno de los dos lo haga. Te vas a quedar aquí. Prepararás la cena de Thomas y contestarás al teléfono, y si hay alguna novedad, me llamas de inmediato al coche. Voy a ver cómo lo llevan.

Ella no le dio tiempo para que replicase. Él vio a través del tragaluz de su despacho cómo bajaba por el sendero y desaparecía con el coche al doblar la esquina.


La cara de Miller no anunciaba nada bueno. Sentada delante de él, la mujer sintió unas fuertes ganas de fumar cuando el oficial encendió un cigarrillo. Varias patrullas habían inspeccionado los diferentes lugares de la ciudad donde la gente joven acostumbraba reunirse. Se había interrogado a varios amigos de Lisa, y ahora la policía creía que la muchacha había cogido el tren o el autobús y se había marchado a Manhattan. El inspector Miller ya había enviado un fax a la unidad responsable de los accesos a la ciudad de Nueva York, que comunicaría el aviso de fuga a todas las comisarías de la ciudad.

– ¿Y luego? -preguntó ella.

– Señora, cada uno de los inspectores debe de tener una media de cuarenta expedientes similares en su despacho. La mayor parte de los adolescentes regresa a casa al cabo de tres o cuatro días. Deberá usted tener paciencia. Vamos a continuar nuestras rondas por Montclair, pero Nueva York está fuera de nuestra jurisdicción y no podemos actuar allí.

– ¡Me tienen sin cuidado las fronteras administrativas! ¿Quién estará personalmente al frente de la búsqueda de mi hija?

Miller comprendía la desolación de la mujer, pero no podía hacer nada más. La conversación había terminado, pero Mary era incapaz de levantarse de la silla. Miller dudó unos segundos, abrió el cajón de la mesa y sacó una tarjeta de visita, que entregó a la mujer.

– Mañana vaya a visitar a este colega de mi parte. Es detective en el Midtown South Squad, lo llamaré por teléfono para avisarle.

– ¿Por qué no lo llama ahora mismo?

Miller la miró directamente a los ojos y descolgó el aparato. Respondió un contestador automático. Se disponía a colgar, pero ante la insistencia de Mary dejó un mensaje que resumía los motivos de su llamada. Ella le dio las gracias sinceramente y salió de la comisaría.

Subió con el coche hasta las colinas de Montclair, desde donde se veía extenderse hacia el infinito la ciudad de Nueva York. En alguna parte, en medio de aquellos millones de luces que parpadeaban, una muchacha de catorce años se hundía en una noche incierta. Mary giró la llave de contacto y tomó la autopista que conducía a la Gran Manzana.

Enseñó a todo el personal de la terminal central de autobuses la foto de Lisa que llevaba en la cartera. Nadie recordaba haber visto a la adolescente. Se acordó de la tienda de fotocopias donde había encuadernado su tesis cuando aún residía en la metrópoli; permanecía abierta toda la noche. Una estudiante de veinte años, de cabellera rizada, trabajaba en el local desierto. Mary le explicó el objeto de su visita. Competente, la chica le ofreció un café y se colocó ante el teclado del ordenador. Para componer la palabra «Desaparecida» debajo de los datos que Mary le proporcionó. Cuando la hoja estuvo impresa, le ayudó a pegar la foto. Se hicieron cien copias. Mary salió a la calle y la estudiante colocó una de las copias en la tienda.

Luego fue de barrio en barrio, recorriendo la ciudad a poca velocidad. Cada vez que se cruzaba con una patrulla, la detenía y entregaba una hoja con la foto y los datos de su hija a los policías, pidiéndoles que estuviesen atentos. A las siete de la mañana se presentó en la comisaría número siete y entregó al policía uniformado que se ocupaba de la recepción la tarjeta de visita que le había dado el oficial Miller. El hombre cogió la tarjeta y le dijo que tendría que esperar o volver un poco más tarde, puesto que el teniente no entraba de servicio hasta las ocho. Mary se sentó en un banco y aceptó de buena gana un vaso de cartón con café, que el hombre le ofreció media hora después.

El oficial de la policía criminal estacionó su vehículo en el aparcamiento y se dirigió ahcia la entrada que se hallaba en la parte trasera del edificio. Rondaba la cincuentenea y su espesa cabellera comenzaba a blanquear. Subió a su despacho, colgó la chaqueta en el respaldo de su silla y colocó su arma dentro de un cajón. La lucecita del contestador automático parpadeaba. El primer mensaje procedía de su casero, que el reclamaba el pago del alquiler y amenazaba con informar a su jefe. El segundo era de su madre, que se quejaba como cada día de su compañera de habitación en el hospital. El tercero y el único que iluminó su mirada huraña era el de una colega que se había ido a vivir a San Francisco poco tiempo después de romper su relación con él. ¿O habían roto porque él no había querido seguirla? El cuarto y último mensaje pertenecía a uno de sus conocidos, el oficial Miller de la policiía de Montclair. Cuando la cinta se rebobinó, bajó a buscar un café en la máquina de la planta baja; desde hacía varios meses no podía llevarle uno también a Nathalia. Mary estaba adormilada y él le tocó el hombro.

– Soy el detective George Pilguez. Me han anunciado su visita. No ha perdido usted el tiempol Sígame. -Mary cogió el bolso y el vaso de café-. Puede dejarlo, le traeré uno caliente.

Pilguez observó deteneidamente a la mujer que acababa de sentarse delante de él y reparó en sus rasgos cansados. Ella no intentó ser amable, detalle que a él le gustó de inmediato. Dejó que contase su historia e hizo girar su silla. De encima de un armario cogió una treintena de carpetas de cartón y las dejó caer descuidadamente sobre la mesa.

– Son menores que han huido de sus casas. Únicamente durante la semana pasada. Explíqueme, ¿por qué razón debería interesarme más por esa chica que por las demás?

– ¡Porque esa chica es mi hija! -exclamó ella con voz decidida.

Él echó su silla ahcia atrás y acabó por dibujar en su rostro lo que podía parecer el esbozo de una sonrisa.

– Estoy de buen humor. Voy a pasar el aviso de búsqueda a todas las parullas y haré algunas llamadas a las otras comisarías de la ciudad. Vuelva a casa. La mantendré al corriente si hay alguna novedad.

– Me quedaré en la ciudad. Yo también la buscaré.

– Con el aspecto de cansada que tiene, debería retirarle el permsio de conducir. Voy a llevarle a tomar un buen café y no discuta. Me sentiría culpable de no prestar asistencia a una eprsona que se encuentra en peligro. ¡Sígame!

Salieron de la comisaría y se dirigieron al café de la esquina. Ella le contó la historia de una muchacha que había salido de Honduras para entrar en su vida un domingo lluvioso. Cuando acabó su relato habían compartido unos huevos fritos.

– Y su marido, ¿qué dice?

– Creo que los acontecimientos lo ahn desbordado. Se siente culpable a causa de la discusión que tuvieron en el coche.

– Sí. Si uno ya no puede gritar a sus propios críos, ¿para qué tenerlos?

Ella le miró desconcertada.

– Lo siento, intentaba que se relajase.

– Y a usted, ¿qué es lo que le ha puesto de buen humor?

– Es verdad. Antes, en mi despacho, le dije que estaba de buen humor. Se fija usted en los detalles.

– ¡Periodista de profesión!

– ¿Trabaja en la actualidad?

– No. Tengo dos críos. Como dice usted, en la vida hay que elegir. No ha respondido a mi pregunta.

– Estoy a punto de comprender que ya no aguanto más en esta ciudad.

– ¿Y eso le pone de buen humor?

– No, pero me consuela. Me decía a mí mismo que hay una persona a la que echo en falta más de lo que me imaginaba.

– ¡No veo cómo eso le puede alegrar!

– Yo sí. Quizá tome una decisión antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Qué decisión?

– ¡Pedir el traslado!

– ¿A la ciudad donde se encuentra su amiga?

– ¡Creí que ya no ejercía usted su profesión!

– Encuentre a Lisa. No imaginaba que la echaría de menos hasta este punto.

– Vuelva a verme esta tarde, si todavía se aguanta en pie. Y conduzca con prudencia.

Mary se levantó e hizo ademán de pagar la cuenta, pero él tomó la nota con un gesto conciso al tiempo que con la otra hacía un signo de negación. Ella le dio las gracias y salió de la cafetería. Durante el resto del día recorrió las avenidas de la ciudad. Al pasar por debajo del edificio del New York Times se le encogió el corazón. De forma instintiva se dirigió al Soho, y se detuvo al pie de las ventanas de su antiguo apartamento. El barrio cambiaba sin cesar. En el escaparate de una tienda contempló su propio reflejo e hizo una mueca de disgusto: «Ahora ya sé por qué todo me parece tan lejano», masculló. Una llamada a Philip le confirmó que no había novedades en Montclair. Haciendo acopio de valor a través de una larga inspiración se tomó otro café en Fanelli's y se dirigió hacia el barrio hispano de la ciudad.

La tarde tocaba a su fin. Hacía veinticuatro horas que Lisa había desaparecido y Mary sentía cómo la angustia crecía en su pecho. A la tensión se añadía el cansancio. Se quedó inmóvil en medio de un paso de peatones al cruzarse con una madre y su hija, que debía de tener más o menos la misma edad de Lisa; la mujer la miró con un gesto adusto y siguió su camino. Le recorrió una ola de tristeza. Al anochecer se dirigió a la comisaría y en el camino telefoneó al teniente Pilguez.

Quedaron citados en la misma cafetería. Ella fue la primera en llegar. Sus ojos tuvieron que acomodarse a la penumbra del lugar. Tomó todas las monedas que le quedaban en el bolso y compró un paquete de Winston en un distribuidor que había junto a los lavabos.

Se sentó al mostrador, aceptó el fuego que le ofreció el camarero e inspiró profundamente el humo. La cabeza le dio vueltas y tosió, y estuvo a punto de caer del taburete. El camarero, inquieto, le preguntó si se sentía bien. Las risas entrecortadas y nerviosas que salieron de su garganta irritada dejaron perplejo al hombre.

El teniente Pilguez empujó la puerta. Se dirigieron a una mesa apartada. Él pidió una cerveza; ella dudó y al fin decidió tomar lo mismo.

– He pasado toda la mañana estudiando el expediente de su hija. No debe de haber patrulla de Nueva York que no esté al corriente del asunto. He ido al barrio puertorriqueño y he hablado con todos mis confidentes. No hay el menor rastro de su hija. Por un lado eso es más bien una buena noticia, porque significa que no ha caído en manos de delincuentes; en caso contrario, me habrían informado al instante. Lisa disfruta de mi protección, lo cual en ciertos ambientes es casi mejor que si fuese acompañada de un guardaespaldas.

– No sé cómo darle las gracias -murmuró Mary.

– ¡Entonces no lo haga! Escuche lo que voy a decirle. Ahora tiene que volver a su casa. Acabará destrozada y eso no será de mucha utilidad cuando encontremos a su hija. Mientras espera nos puede ayudar.

Pilguez le recordó que los pasos de una adolescente toman caminos diferentes de los que seguiría un adulto. Lisa quizás había desaparecido obedeciendo un impulso, pero no por azar. Debía de seguir una ruta que guardaba una cierta lógica: la suya propia. La tela de su huida estaba tejida con el hilo de la memoria. Había que buscar en sus recuerdos para descubrir los que tenían un significado especial. ¿Acaso en el curso de un paseo por el parque habría visto un árbol que le recordara a su tierra natal? De ser así, probablemente estaría allí, esperando bajo sus ramas.

– Tal vez ese viaje a las Rocosas -apuntó Mary.

¿La madre de Lisa había hecho suyo un determinado lugar durante su infancia? Mary pensó en la colinas de Montclair, desde donde se veía la ciudad, pero ya había estado allí.

– ¡En ese caso, vuelva de nuevo! -dijo Pilguez.

¿Se acordaba de haber visto una bandera hondureña, por pequeña que fuese? Estaría allí, contemplándola. Estaba la que había pintado en el tronco de un árbol. ¿Había algún lugar que para ella fuese una especie de puente entre esta parte del mundo y la otra? Mary se acordó del tobogán rojo desconchado del que Philip le hablara. ¡Aunque hacía tanto tiempo de eso! Había sido en los primeros días de su llegada.

– Yo que usted me iría corriendo a visitar todos esos lugares. Probablemente se encuentre en uno de ellos. -Pilguez se desdijo-: En su estado, no vaya muy deprisa. Llámeme por teléfono y luego quédese en casa a descansar un poco.

Mary se levantó y le dio las gracias. Antes de abandonar la mesa colocó su mano sobre el hombro del poli huraño.

– ¿Cree usted en la pista del tobogán?

– ¡Nunca hay que descartar un golpe de suerte! ¡Vayase ya!

Mary descartó la hipótesis angustiosa del tren: ese medio de transporte era demasiado caro para el conejo de Lisa. Volvió a la terminal de autobuses y pidió ser recibida por algún responsable. Una empleada la reconoció y la hizo esperar en un banco. La espera le pareció interminable. Al fin un hombre muy corpulento la hizo entrar en su oficina; la estancia era de color verde claro y el personaje de respiración jadeante parecía amable y dispuesto a ayudarla.

Le mostró la foto de Lisa y quiso saber si era posible viajar hasta Centroamérica en autobús. «Nuestras líneas llegan sólo a México», respondió el hombre, secándose el sudor de la frente con el revés de la mano. Tres autobuses habían salido desde la desaparición de la chica. Incorporándose con dificultad, miró su reloj y señaló con el dedo las posiciones de los autocares sobre el gran mapa que colgaba de la pared. Luego cogió un enorme anuario de la compañía que estaba en una estantería. Llamaría por teléfono a las paradas en las que los pasajeros descendían para descansar. Ella le pidió que avisase a los conductores para que se pusiesen en contacto urgentemente con la terminal de Nueva York. Aunque era evidente que para él representaba un esfuerzo, el hombre la acompañó hasta la salida del edificio. Cuando ella le dio las gracias, visiblemente emocionada, antes de desaparecer por la acera de la terminal él le dijo que debido a su edad no creía que la muchacha hubiese subido al autobús sin llamar la atención de los conductores. Añadió que, en cualquier caso, jamás lograría pasar la frontera.

Para luchar contra el sueño Mary circulaba con la ventanilla abierta. No era cuestión de caer dormida ahora. Eran las ocho y media de la noche y el aparcamiento del MacDonald's todavía estaba lleno, pero el viejo tobogán rojo descansaba solitario. Había recorrido todos los pasillos gritando el nombre de Lisa, sin obtener respuesta alguna. Ninguno de los empleados del fastfood a los que mostró la foto había visto a la muchacha. Tomó la ruta que conducía hacia la parte alta de la ciudad, se desvió por un camino de tierra y detuvo el todoterreno blanco junto a la barrera que le impedía proseguir. Continuó a pie por el sendero y subió hasta la cima de la colina. Bajo la luz pálida del final del día siguió gritando el nombre de Lisa, pero el eco no le respondía. De buena gana se habría echado a dormir sobre el mismísimo suelo. Entrada ya la noche se sintió al límite de sus fuerzas y, resignada, decidió regresar a casa.

Thomas estaba sentado en el suelo del salón. Ella le dijo unas palabras cariñosas y subió rápidamente a su habitación. Ya en la escalera, Mary se dio cuenta de que la planta baja estaba silenciosa. Echó una mirada y constató que la pantalla del televisor estaba negra; Thomas contemplaba un televisor apagado. Bajó los escalones, se arrodilló juntó a él y le abrazó.

– No nos ocupamos mucho de ti en estos momentos. ¡Cariño mío!

– ¿Crees que volverá? -preguntó el niño.

– No es que lo crea. ¡Estoy segura de que lo hará!

– ¿Se ha ido por la discusión que tuvo con papá?

– No. Es más bien por mí. Creo que no le he puesto las cosas demasiado fáciles.

– ¿La quieres?

– Claro que sí. Pero ¿cómo puedes hacerme esta pregunta?

– Porque nunca lo dices.

Mary acusó el golpe.

– No te quedes así, ve a preparar dos sandwiches. Subo a cambiarme y bajo a cenar contigo. ¿Sabes dónde está tu padre?

– Se ha ido a la comisaría. Volverá dentro de una hora.

– ¡Entonces haz tres… no, cuatro!

Subió de nuevo por la escalera, apoyándose en la barandilla, y continuó hasta el despacho de Philip.

La habitación estaba sumida en la penumbra. Rozó la lámpara que se encontraba sobre la mesa de trabajo; bastaba tocarla con la punta del dedo para que se encendiera.

Se dirigió a una de las estanterías y tomó el pequeño marco, que miró atentamente. En la foto aparecía Susan con una sonrisa que pertenecía al pasado. Mary empezó a hablar en tono apagado:

– Te necesito. Estoy aquí como una tonta en medio de esta habitación. Jamás en mi vida me había sentido tan sola. He venido a pedirte ayuda. Desde allí, donde tú estás, seguramente puedes verla. Yo sola no puedo hacerlo todo. Comprendo lo que debes de pensar, pero no deberías habérmela enviado si no querías que le tomara cariño. Te pido sólo que me concedas el derecho a seguir amándola. Ayúdame sin miedo, puesto que tú siempre serás su madre, te lo prometo. Envíame una señal, aunque sólo sea una señal mínima, un pequeño empujoncito. Eso puedes hacerlo, ¿no?

Las lágrimas que había estado reteniendo comenzaron a correr por sus mejillas. Sentada en el sillón de su marido, con la foto de Susan pegada contra su pecho, apoyó la frente sobre la mesa. Cuando levantó la cabeza vio la pequeña caja de madera que se hallaba en medio de la mesa; la llave estaba al lado. Se incorporó de un salto y bajó la escalera.

Al llegar junto a la puerta de entrada le dijo a Thomas:

– No salgas de casa. Cómete el sandwich mientras ves la tele y cuando regrese papá, dile que telefonearé un poco más tarde. Y, sobre todo, no abras a nadie. ¿Has comprendido?

– ¿Puedo saber qué está pasando?

– Luego, cariño. Ahora no tengo tiempo. Simplemente, haz lo que te digo. Te prometo que luego te lo explicaré todo.

Se precipitó en el coche y metió febrilmente la llave de contacto. El motor se puso en marcha. Iba muy deprisa, rebasaba a todo el que encontraba delante, unas veces por la derecha y otras por la izquierda, provocando a su paso un concierto de bocinazos al que hacía caso omiso. Sentía en el pecho cómo el corazón se le iba acelerando. Casi se despista, pero logró coger la salida 47. Diez minutos más tarde abandonaba el coche junto a la acera. No respondió al policía que la interpeló, y se precipitó en el interior del edificio en una loca carrera. Subió apresuradamente por unas escaleras de caracol y al llegar al final del pasillo, se detuvo delante de una puerta. A través del ojo de buey contempló la sala. Esperó justo el tiempo para recuperar el aliento y después, lentamente, empujó el batiente de la puerta.


Al fondo de la cafetería de la terminal número 1 del aeropuerto de Newark, sola, sentada a una mesa, una muchacha de catorce años miraba por el ventanal que daba a las pistas.

Mary caminó lentamente por el pasillo y se sentó delante de ella. Lisa sintió su presencia, pero mantuvo los ojos fijos en los aviones. Sin decir una sola palabra, Mary colocó su mano sobre la de la muchacha, respetando su silencio. Luego, sin darse la vuelta, Lisa dijo:

– ¿Entonces mamá cogió el avión aquí?

– Sí -susurró Mary-, aquí. Mírame, aunque sea sólo un instante, tengo algo importante que decirte.

Lisa volvió lentamente la cabeza y hundió sus ojos en los de Mary.

– Cuando te vi por primera vez, vestida con aquellas ropas mojadas y demasiado estrechas para ti, con tu bolsa de viaje y tu globo, no podía imaginar que una niña tan pequeña llegaría a ocupar un espacio tan grande en mi corazón. Jamás en mi vida pensé que podría tener tanto miedo, hasta el día de hoy. Quisiera que nos hiciésemos una promesa mutua, que tuviésemos un secreto sólo para nosotras dos. No te vuelvas a escapar, y el día de tu graduación, cuando tengas diecinueve años, si ese «allí» sigue siendo tu hogar, si todavía quieres irte, seré yo la que te traiga al aeropuerto. Te lo juro. ¿Has estado aquí todo el tiempo y nadie se ha fijado en ti?

Los rasgos de Lisa se distendieron y una sonrisa tímida se dibujó en la comisura de sus labios.

– No. ¿Volvemos ya? -dijo con una voz apagada.

Se levantaron, Mary dejó algunos dólares sobre la mesa y abandonaron la cafetería. Al llegar a la acera, Mary lanzó por encima del hombro la multa que acababa de encontrar sobre el parabrisas. Lisa le hizo una pregunta:

– ¿Quién eres para mí?

– Soy tu paradoja -respondió Mary tras unos instantes de duda.

– ¿Qué es una paradoja?

– Esta noche, cuando estés acostada, te lo explicaré. Bien, tengo miedo de mis ojos y además en el coche tú no puedes hacer tortitas.

Una vez en el coche, llamó por teléfono a su casa. Philip descolgó al instante.

– Está conmigo. Volvemos a casa. Te quiero.

A continuación llamó al inspector de policía, que en pocos días rellenaría una solicitud de traslado a la policía criminal de San Francisco; le habían dicho que aquella ciudad era en verdad hermosa y, además, conocía a una cierta Nathalia que trabajaba allí.

Cuando llegaron a casa, Thomas se precipitó hacia Lisa. Ella le abrazó. Los dos adultos le trajeron una bandeja con fruta. No tenía hambre, estaba cansada y quería dormir.

En la habitación, Mary se sentó al borde de la cama y le acarició largo rato los cabellos. Le dio un beso en la frente y, cuando se disponía a salir del cuarto, oyó que ella le preguntaba por segunda vez en aquel día:

– ¿Qué es una paradoja?

Con la mano sobre el pomo de la puerta, Mary esbozó una sonrisa cargada de emoción.

– La paradoja es que yo jamás seré tu madre, pero que tú siempre serás mi hija. Ahora duérmete, todo va bien.