"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)10Lisa seguía recibiendo cada trimestre el boletín informativo del CNH, que siempre iba acompañado de unas palabras de Hebert, quien se jubilaría en el mes de julio. También mantenía una correspondencia regular con Sam, que incluso había ido a verla el invierno anterior. En el curso de su visita le hizo saber que los meteorólogos del centro a menudo preguntaban por ella. En la primavera de 1996 Mary publicó en el Estuvo trabajando en el mismo todo el verano, ayudada por Lisa, que se ocupó de gestionar la documentación, redactando resúmenes. Casi todos los días ambas se trasladaban a Manhattan y, tras un desayuno en el pequeño jardín del Picasso, se encerraban en la Biblioteca Nacional de la Quinta Avenida. Thomas se fue con su mejor amigo a un campamento de trabajo en Canadá y Philip se dedicó a las tareas de renovación del pequeño apartamento que habían adquirido en el East Village como inversión o, quizá sin querer reconocerlo demasiado, para Lisa, en el caso de que decidiese un día continuar sus estudios en la Universidad de Nueva York. Mary recibió felicitaciones por la calidad del texto, que se publicó en la revista Lisa celebró sus diecinueve años a principios de año y Thomas sus quince el día 21 de marzo. El mes de junio fue rico en acontecimientos. La preparación de la fiesta con que se cerraba la etapa de los estudios secundarios sirvió de excusa para las dos jornadas enteras que pasaron visitando las tiendas de ropa de las calles del Village. Stephen vino a buscar a Lisa a casa y, cuando Philip comenzó a hacer sus recomendaciones, Mary, con mirada incendiaria, invitó a su esposo a no envejecer prematuramente. Lisa regresó de madrugada por primera vez en su vida. Ese mes anunciaba el final de una etapa y su próximo ingreso en la universidad, ya con el título en la mano. Se había convertido en una mujer encantadora. Su boca se había agrandado, dibujando una sonrisa más natural y sus largos cabellos le caían sobre la piel morena. Pletórica de belleza, le costaba mantener el «equilibrio». De la niña pequeña que había llegado un día de lluvia sólo quedaba una mirada, una luz intensa e inquietante, en el fondo de sus ojos. Al acercarse la fiesta de graduación de Lisa, Mary no pudo evitar sentirse frágil. El recuerdo de un juramento pronunciado aquel día, desde el que ya habían transcurrido cinco años, en la mesa de una cafetería de aeropuerto, a menudo venía a alterar sus noches, si bien nada en el comportamiento de su hija dejaba presagiar que exigiría el cumplimiento de aquella promesa. Thomas fue el último en llegar a la mesa para tomar el desayuno. Lisa había terminado de comer sus tortitas y Mary tuvo que ordenar la cocina apresuradamente mientras Philip hacía sonar el claxon para que fueran al coche. El motor ya estaba en marcha cuando el último cinturón estuvo abrochado. Sólo se tardaban diez minutos en llegar a la escuela y Mary no veía la razón de tantas prisas. Durante el recorrido, él lanzaba frecuentes miradas por el retrovisor, que Lisa le devolvía. Mary intentaba concentrarse en el programa impreso de la jornada, pero lo dejó, pues leer en el coche la mareaba. En cuanto hubieron aparcado fueron a saludar a los profesores. Philip estaba hecho un flan. Antes de que Lisa se alejase para ir a reunirse con sus compañeros de promoción, Mary le dio ánimos y la tranquilizó, actuaba así siempre que había una ceremonia oficial. Philip apremió a Thomas y Mary para que tomaran asiento en las gradas que se hallaban dispuestas delante de la tribuna donde se desarrollaría la entrega de diplomas. Mary hizo un movimiento con las cejas al tiempo que daba unos golpecitos sobre la esfera del reloj. La ceremonia comenzaría dentro de una hora; no había razón alguna para alarmarse y ella quería aprovechar el tiempo dando un corto paseo por el parque. Cuando regresó, Philip estaba ya sentado en la primera fila y había colocado cada uno de sus zapatos sobre las dos sillas que tenía al lado para reservarlas. Al sentarse, Mary le devolvió un mocasín. – ¡Tienes una imaginación desbordante cuando se trata de reservar un sitio! ¿Estás seguro de que te encuentras bien? – Las ceremonias me ponen nervioso. – ¡Ya ha conseguido su título, Philip! Era antes, durante los exámenes, cuando había que estar nervioso. – No sé cómo te las arreglas para estar tan tranquila. ¡Mira, ya está en la tribuna! ¡Va a pronunciar su discurso! – … que desde hace un mes nos sabemos de memoria. Te lo ruego, para de moverte todo el rato de esa manera. – ¡Pero si no me estoy moviendo! – Sí. Y tu silla está rechinando. Si quieres escuchar a tu hija, tendrás que estarte quieto. Thomas los interrumpió. Tras la muchacha que ahora saludaba le tocaba el turno a Lisa. Philip estaba tenso, pero sobre todo muy orgulloso, y se dio la vuelta para contar el número de personas que asistían a la ceremonia. Había doce filas de treinta asientos, lo que sumaba un total de trescientos sesenta espectadores. ¿Fue algo sin importancia lo que atrajo su atención o fue quizás ese eterno instinto lo que hizo que se volviese de nuevo? Desde el fondo de la multitud, sentada en la última fila, una mujer miraba fijamente a Lisa, que avanzaba hacia el micrófono. Ni las gafas de sol que llevaba puestas ni la ligera capa con la que se cubría, ni tampoco las señales que el tiempo había dejado en su rostro le impidieron reconocer a Susan. Mary pellizcó a Philip en la rodilla. – Si quieres ver cómo tu hija recibe el diploma, date la vuelta. Parece como si hubieses visto a un fantasma. Durante todo el tiempo en que Lisa estuvo saludando a sus profesores, la mano izquierda de Philip, húmeda, temblaba. Mary la cogió entre las suyas y la apretó con fuerza. Cuando Lisa dio solemnemente las gracias a sus padres por su amor y su paciencia, Mary sintió una urgente necesidad de comer unas creps con azúcar. Luego se tocó el párpado con la punta del dedo para ahuyentar la emoción pasajera que atravesaba sus ojos y soltó la mano de Philip. – ¿Qué te pasa? – Estoy emocionado. – ¿Crees que hemos sido unos buenos padres para ella? -preguntó con una voz suave. Él retomó el aliento y no pudo evitar darse la vuelta una vez más. La silla donde creyera ver a Susan estaba vacía. Barrió con la mirada los alrededores, pero no la vio en ninguna parte. Mary le hizo volver la atención a Lisa, que saludaba entre las aclamaciones. Philip juntó las manos y comenzó a aplaudir con todas sus fuerzas. Se mantuvo al acecho el resto de la tarde. Diez veces Mary le preguntó qué buscaba y diez veces él le respondió que no se sentía muy bien, que sólo era la resaca de la emoción. Le pidió excusas con ternura y ella decidió que era mejor dejarlo tranquilo y ocuparse de Thomas y, sobre todo, de Lisa, que aún estaba con ellos. Philip deambulaba por el parque de la escuela, paseando entre los árboles, saludando brevemente a las personas con las que se cruzaba, pero… Susan no estaba en ninguna parte. Al final del día consideró la posibilidad de que tal vez había tenido una visión. Sin confesárselo, rogaba para que así fuese. Eran las cinco de la tarde y los cuatro se dirigían al aparcamiento. Fue al aproximarse al coche cuando lo vio, simplemente metido entre las dos puertas: un trocito de papel doblado en cuatro, unas pocas líneas que ya le cortaban la respiración al mismo tiempo que dudaba sobre si leerlas o no. Guardó el secreto en el puño de su mano durante todo el trayecto de regreso. Mary no pronunció ni una sola palabra. Cuando aparcó el coche delante de la casa, simuló que tenía que recoger algo del portaequipajes y dejó que la familia subiese por el sendero. Una vez solo abrió el papel, que se resumía en una pocas letras: «7 de la mañana». Se lo metió en el bolsillo y se dirigió a la casa. Durante la cena Lisa no lograba comprender la razón de aquel silencio, que sólo unas frases cortas y forzadas de Mary interrumpía de vez en cuando. El postre estaba todavía en la mesa cuando Thomas declaró que, habida cuenta la «atmósfera hilarante» que reinaba, prefería retirarse a su habitación. Lisa miró primero a Philip y luego a Mary. – ¿Qué os pasa? ¿Por qué tenéis esa cara de funeral? ¿Habéis discutido? – En absoluto -respondió Mary-. Lo que ocurre es que tu padre está cansado. Eso es todo. Uno no está obligado a estar siempre en plena forma. – Es fantástico este ambiente, sobre todo en vísperas de mi marcha -añadió Lisa-. Os dejo, me voy a arreglar la bolsa. Luego iré a la fiesta de Cindy. – Tu avión sale a las seis de la tarde. Tienes tiempo de sobra para prepararla mañana. Tus cosas quedarán arrugadas si la haces ahora -replicó Philip. – Los pliegues naturales están de moda. Las ropas bien planchadas y todo lo demás, lo dejo para vosotros. Bueno, me voy. Subió la escalera y entró en la habitación de su hermano. – ¿Qué les pasa? – ¿Qué crees tú? Es porque te vas mañana. Desde hace una semana mamá da vueltas por la casa. Anteayer entró por lo menos cinco veces en tu habitación; una vez arregló las cortinas, otra colocó bien un libro de la estantería, la tercera estiró las sábanas. Yo pasaba por el pasillo y vi cómo abrazaba tu almohada y se la ponía junto a la cara. – Pero si sólo me voy un par de meses a Canadá. ¡Qué pasará el día en que me vaya a vivir sola! – Soy yo quien se quedará solo cuando tú te vayas. Te voy a echar de menos este verano. – Pero si te voy a escribir, pequeñín. Y, además, el próximo año podrás matricularte en mi campamento de vacaciones. Así estaremos juntos. – ¿Para tenerte a ti de monitora? ¡Jamás! ¡Anda, ve a hacerte la maleta, traidora! Philip secaba el mismo plato desde hacía cinco minutos. Mary estaba acabando de retirar la mesa y lo observaba. Ella le dirigió su inimitable movimiento de cejas. Él no reaccionó. – Philip, ¿quieres que hablemos? – No debes preocuparte -respondió él, sobresaltado-. En Canadá todo le irá muy bien. – No te hablaba de eso, Philip. – ¿De qué entonces? – De lo que en la ceremonia te ha puesto de esa manera. Dejó el plato en el fregadero y se acercó a ella, invitándola a tomar asiento. Ella lo miró de hito en hito, inquieta. – ¡Ten cuidado con tus revelaciones fulminantes! ¿Qué vas a decirme? Él la miró directamente a los ojos y le acarició la cara. Ella adivinó la emoción en su mirada y, puesto que él se había callado, como si las palabras que intentaba pronunciar se ahogasen en el fondo de su garganta, repitió la pregunta. – ¿Qué vas a decirme? – Mary, desde el día en que Lisa llegó a nuestra vida he comprendido cada mañana al levantarme, en cada uno de tus suspiros cuando te veía dormir, cada vez que tu mirada se cruzaba con la mía o que tu mano estaba entre las mías como ahora, por qué y hasta qué punto te amo. Y además de todas las fuerzas que me has dado, de tus combates, tus sonrisas, de todas las dudas que resolvías, de todas mis dudas que con tu confianza se borraban, de tu capacidad de compartir, de tu paciencia y de todos los días que hemos pasado juntos, uno tras otro, que me has entregado también el mejor regalo del mundo: ¿Cuántos hombres podrán conocer este increíble privilegio de amar y al mismo tiempo ser amado? Ella descansó la cabeza sobre su pecho, como para oír mejor los latidos de su corazón; quizá también porque había estado esperando tanto tiempo esas palabras. Luego le rodeó el cuello con los brazos: – Philip, tienes que ir. Yo no podría, no debo. Tú le explicarás. – ¿Qué? – Lo sabes bien. ¡Cómo se parece a Lisa! ¡Es sorprendente! Además, imagino que te habrá citado, en ese papel que escondías en la mano mientras volvíamos a casa. – No iré. – Sí que irás. No por ti, sino por Lisa. Más tarde, cuando estuvieron en el dormitorio, hablaron largo rato. Acurrucados uno en brazos del otro, hablaron de ellos, de Thomas y de Lisa. En realidad no habían dormido. Se habían levantado al amanecer, y Mary bajó a la cocina para preparar un desayuno rápido. Philip se vistió y entró en el cuarto de Lisa. Se acercó a la cama y pasó su mano por la mejilla de la muchacha para despertarla con suavidad. Ella abrió los ojos y sonrió. – ¿Qué hora es? – Date prisa, pequeña. Vístete y baja a desayunar. Ella miró el despertador y cerró los ojos de nuevo. – ¡Mi avión despega a las seis de la tarde! Papá, sólo me voy por dos meses. Es necesario que los dos os tranquilicéis. ¿Puedo dormir un poco más? ¡Volví tarde a casa! – Tal vez cojas otro avión. Cariño, levántate y no pierdas el tiempo, que no tenemos mucho. Te lo explicaré todo en el camino. La besó en la frente, cogió la bolsa que estaba sobre la mesa y salió de la habitación. Lisa se frotó los ojos, se levantó y se puso un pantalón; se pasó por los hombros una camisa y se la abrochó deprisa. Al cabo de unos instantes, bajaba con los ojos todavía medio cerrados. Philip esperaba delante de la puerta de entrada, anunció que iba al coche y cerró la puerta tras de sí. Mary salió de la cocina y se mantuvo a unos metros de Lisa. – Había preparado algo para desayunar, pero creo que ya no os da tiempo de tomarlo. – Pero ¿qué pasa? -preguntó Lisa, inquieta-. ¿Por qué tengo que salir tan pronto? – Papá te lo contará todo en el coche. – Pero… si ni siquiera me he despedido de Thomas. – Está durmiendo. No te preocupes. Me despediré por ti. Me escribirás, ¿verdad? – ¿Qué me estáis ocultando? Mary se acercó y abrazó a Lisa con tanta fuerza que la dejó casi sin respiración. Aproximó los labios a su oído. – No logré cumplir totalmente mi promesa, pero hice todo lo que pude. – Pero ¿de qué me hablas? – Lisa, hagas lo que hagas, y en todos los momentos de tu vida, jamás olvides hasta qué punto te quiero. Ella la liberó de su abrazo, abrió la puerta de entrada y la empujó suavemente hacia Philip, que la esperaba bajo el porche. Dubitativa e inquieta, Lisa permaneció unos instantes inmóvil, mirando con fijeza a Mary e intentando comprender el dolor que adivinaba en sus ojos. Su padre la cogió por los hombros y se la llevó consigo. Aquella mañana llovía. El brazo de Philip se prolongaba en una mano que había crecido y que estaba aferrada a la de ella. La bolsa que Lisa llevaba en la otra parecía ahora mucho más pesada. Es así como Mary vio que se marchaba, bajo la luz pálida en la que el tiempo se detenía de nuevo. Sus cabellos negros desordenados caían sobre sus hombros y la lluvia resbalaba sobre su piel morena; ahora parecía que la ropa le sentaba bien. Bajaban por el sendero con pasos lentos. A Mary, que estaba en el porche, le habría gustado añadir alguna cosa, pero no hubiese servido de nada. Las puertas del coche se cerraron. Lisa le dirigió un último saludo con la mano y desaparecieron al doblar la esquina. Durante el trayecto Lisa no cesó de interrogar a Philip, que no respondía a ninguna de las preguntas puesto que no encontraba las palabras adecuadas para hacerlo. Tomó el enlace que conectaba con las diferentes terminales del aeropuerto y redujo la velocidad. Lisa experimentó una mezcla turbadora de miedo y cólera, que cada vez era mayor. Estaba decidida a no bajar del coche hasta que Philip no le explicase las razones de tan precipitada marcha. – Pero ¿qué os pasa? ¿Os inquieta tanto a ambos mi viaje? Papá, ¿quieres explicarme qué está pasando? – Te voy a dejar en la terminal e iré a aparcar el coche. – ¿Por qué no ha venido Mary con nosotros? Philip se situó junto a la acera y miró a su hija al fondo de los ojos, cogiendo sus manos entre las suyas. – Lisa, escúchame. Al entrar en la terminal vas a tomar la escalera mecánica que hay a la derecha, luego seguirás por el pasillo y entrarás en la cafetería… El rostro de la muchacha se crispó. Al ver la actitud de su padre, Lisa comprendió que el velo de su pasado se levantaba de manera inesperada. – … Continuarás hasta el fondo de la sala. En la mesa que está junto al ventanal hay una persona que te espera. Los labios de Lisa empezaron a temblar. Todo su cuerpo fue sacudido por un inmenso sollozo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Los de Philip también. – ¿Te acuerdas del viejo tobogán rojo? -dijo él con voz trémula. – ¡No me habréis hecho eso! ¡Dime que no es verdad, papá! Sin esperar respuesta, cogió su bolsa de viaje del asiento trasero y, dando un violento portazo, salió del coche. Aeropuerto de Newark. El coche acaba de dejarla en la acera y a continuación el vehículo se precipita en el denso tráfico que gravita en torno a las terminales de las compañías. A través de un velo de lágrimas lo ve perderse en la lejanía. La enorme bolsa verde que descansa a sus pies pesa casi tanto como ella; hace una mueca y se la cuelga del hombro. Seca sus ojos, atraviesa las puertas de la terminal 1 y cruza el vestíbulo corriendo. A su derecha, la escalera mecánica conduce al primer piso. A pesar de la voluminosa bolsa que lleva colgada del hombro, sube deprisa los escalones y entra con aire decidido en el pasillo. Se queda quieta delante de una cafetería bañada de una luz naranja y mira a través del cristal. A esa hora de la mañana no hay nadie en el mostrador. Los resultados deportivos desfilan por la pantalla del televisor que hay por encima del camarero que seca los vasos. Empujando la puerta de madera, en la que hay un gran ojo de buey, entra y mira más allá de las mesas rojas y verdes. Es así como ella la ve, sentada al fondo, contra el ventanal que domina la pista de aterrizaje. Hay un periódico doblado sobre la mesa. Susan ha colocado su barbilla sobre la mano derecha mientras los dedos de la izquierda juguetean con la medalla que lleva colgada al cuello. Sus ojos, que Lisa no puede ver aún, están perdidos en el asfalto pintado con bandas amarillas y sobre el que los aviones ruedan lentamente. Susan se da la vuelta, se pone la mano sobre la boca, como para contener la emoción que se le escapa cuando pronuncia en voz baja un: «¡Dios mío!». Se levanta. Lisa duda, toma el pasillo de la izquierda, se aproxima con pasos silenciosos. Ambas se contemplan cara a cara, con los ojos llorosos, sin saber qué decirse. Susan ve la gran bolsa que lleva Lisa. La suya, debajo de la mesa, es idéntica. Entonces Susan sonríe: – ¡Eres tan guapa…! Inmóvil y silenciosa, Lisa la mira de hito en hito, sin quitarle los ojos de encima. Se sienta lentamente y su madre hace lo mismo. A Susan le hubiese gustado acariciar la mejilla de su hija, pero Lisa retrocede bruscamente. – ¡No me toques! – ¡Lisa, si supieras lo mucho que te he echado de menos! – Y tú, ¿sabes que tu muerte ha cubierto mi vida de pesadillas? – Deja que te explique. – ¿Qué puede explicar lo que me hiciste? Tal vez me puedas explicar qué te hice yo para que me olvidases. – Jamás te he olvidado. No fue debido a ti, Lisa. Fue debido a mí, a mi amor por ti. – ¿Tu definición del amor incluye el haberme abandonado? – No tienes derecho a juzgarme sin conocimiento de causa, Lisa. – ¿Tenías derecho a esa mentira? – ¡Al menos tienes que escucharme, Lisa! – ¿Acaso tú me escuchabas cuando te llamaba por las noches en mis pesadillas? – Sí. Creo que sí. – Entonces, ¿por qué no viniste a buscarme? – Porque era demasiado tarde. – Demasiado tarde ¿para qué? ¿Existe eso de «demasiado tarde» entre una madre y una hija? – Sólo tú, Lisa, puedes decidir eso ahora. – ¡Mamá ha muerto! – No digas eso, te lo ruego. – Sin embargo, es una frase que me ha marcado. Es la primera que pronuncié al llegar a Estados Unidos. – Si lo prefieres, te dejo. Pero lo quieras o no, siempre te amaré… – Te prohibo que me digas eso hoy. Es demasiado fácil. «Mamá», si estoy equivocada, dime en qué. Y te ruego que seas convincente. – Habíamos recibido un aviso de tormenta tropical y la montaña era demasiado peligrosa para una niña de tu edad. ¿Te acuerdas? ¿Te había contado que estuve a punto de morir durante una tormenta? Entonces bajé al valle para dejarte con el equipo del campamento de Sula y ponerte a salvo del peligro. No podía dejar sola a la gente de la aldea. – ¡Pero a mí sí que podías dejarme sola! – ¡Pero tú no estabas sola! Lisa se puso a chillar: – ¡Sí! Sin ti yo estaba mucho más que sola. Como en la peor de las pesadillas. Parecía que el pecho me fuera a reventar. – Hija mía, te cogí en mis brazos, te besé y regresé a la montaña. En mitad de la noche Rolando vino a despertarme. Sobre nosotros caía un diluvio y las casas comenzaban a moverse. ¿Te acuerdas de Rolando Álvarez, el jefe del pueblo? – Me he acordado del olor de la tierra, de cada tronco de árbol, del color de todas las puertas de las casas, porque la menor parcela de estos recuerdos era todo lo que me quedaba de ti. ¿Puedes comprender esto? ¿Puede ayudarte eso a entender la profundidad del vacío que me dejaste? – Condujimos a los habitantes del pueblo hasta la cima, bajo un chaparrón de agua. En el curso del viaje, en la oscuridad, Rolando resbaló por la pared, salté detrás para cogerlo y me rompí el tobillo. Se agarró a mí, pero su peso era excesivo. – ¿También yo tenía un peso excesivo para ti? Si supieras lo resentida que estoy. – Bajo la luz de un relámpago vi cómo me sonreía. Sus últimas palabras fueron: «Ocúpese de ellos, Doña, cuento con usted». Soltó mi mano para no arrastrarme a mí también al fondo del barranco. – En toda esta sublime entrega, ¿tu amigo Álvarez no te pidió que te ocuparas un poquito de tu propia hija, para que yo también pudiese contar contigo? El tono de Susan se elevó brutalmente: – Era como mi padre, Lisa. ¡Como aquel que me quitó la vida! – ¿Eres tú la que se atreve a decirme algo semejante? Me has hecho pagar a mí la factura de tu infancia. Pero ¿qué te había hecho yo, mamá? Además de amarte, dime, ¿qué te había hecho? – Cuando se hizo de día, la carretera había desaparecido junto con la falda de la montaña. Sobreviví dos semanas sin ninguna comunicación posible con el mundo exterior. Los escombros que el río de lodo había arrastrado hasta el valle hicieron creer a las autoridades que todos estábamos muertos, y no enviaron ningún tipo de ayuda. Entonces me ocupé de todos los que poblaron tu infancia. Me hice cargo de la situación, de los heridos, de las mujeres y los niños al borde del agotamiento; había que ayudarlos a sobrevivir. – Pero no de tu hija, que te esperaba aterrorizada en el valle. – En cuanto pude bajar, partí de inmediato en tu búsqueda. Tardé cinco días en llegar. Cuando al fin estuve en el campamento, tú ya te habías ido. Yo había dejado instrucciones precisas a la mujer de Thomas, que dirigía el dispensario de La Ceiba: si me pasaba algo, debían entregarte a Philip. Me dijeron que todavía estabas en Tegucigalpa, que no saldrías hacia Miami hasta la noche. – Entonces, ¿por qué no fuiste a buscarme? -gritó Lisa con violencia redoblada. – ¡Pero si lo hice! Al instante salté a un autobús. Ya después, ya en camino, pensé en el viaje que ibas a emprender, en su destino, en el destino sin más, Lisa. Te marchabas a una casa de la que saldrías por las mañanas para ir a estudiar en una verdadera escuela, con la promesa de un verdadero futuro. El destino me pidió que tomase una decisión en tu nombre, porque sin que yo lo hubiese provocado, estabas en camino hacia otra infancia cuyos paisajes ya no serían los de la muerte, la soledad y la miseria. – La miseria para mí era que mi madre no estuviera a mi lado para cogerme en los brazos cuando yo tenía necesidad de ella. La soledad: no tienes idea de la soledad en la que viví durante los primeros años que pasé sin ti. La muerte era el miedo a olvidar tu olor. En cuanto llovía salía a escondidas de casa para coger un poco de tierra húmeda y olerla, para acordarme de los olores de «allí». Tenía realmente miedo de que llegara a olvidar el olor de tu piel. – Dejé que te marchases hacia una vida nueva, en el seno de una verdadera familia; a una ciudad en la que un ataque de apendicitis no significara la muerte porque el hospital se hallaba demasiado lejos. Un hogar donde podrías aprender en los libros y vestirte con otra cosa que no fuesen prendas remendadas y aprovechadas al máximo a medida que ibas creciendo, donde habría respuestas para todas las preguntas que planteases, donde jamás tendrías miedo de la lluvia que cae durante la noche, ni yo de que una tormenta te llevase para siempre. – Pero te olvidaste del mayor de todos los miedos, el de estar sin ti. ¡Tenía nueve años, mamá! ¡Tantas veces me mordí la lengua! – Era una oportunidad para ti, amor mío. Y mi único remordimiento era dejar detrás de ti una madre que jamás pudo o jamás supo serlo. – ¿Tanto miedo tenías de quererme, mamá? – ¡Si supieses lo difícil que fue tomar esa decisión! – ¿Para ti o para mí? Susan retrocedió para observar a Lisa, cuya cólera se iba transformando en tristeza. La lluvia que había entrado en su cabeza chorreaba por sus mejillas. – Para las dos, supongo. Lo comprenderás más tarde, Lisa. Pero al contemplarte sobre aquella prestigiosa tribuna, tan guapa con tu vestido de ceremonia, al verte con los que ahora constituyen tu familia sentados en primera fila, comprendí que para mí la paz y la tristeza podían ser hermanas, al menos en el instante de una respuesta que al fin he encontrado. – ¿Papá y Mary sabían que estabas viva? – No, hasta ayer no. No debería haber venido, probablemente no tenía derecho a hacerlo. Pero estaba ahí, como cada año, para verte desde detrás de la valla de tu escuela. Aunque sólo fuera unos minutos, sin que jamás lo supieses. El tiempo justo para verte. – Yo no tuve ese privilegio; el de saber, por unos segundos al menos, que estabas viva. ¿Qué has hecho de tu vida, mamá? – No me arrepiento, Lisa. No ha sido fácil, pero la he vivido y estoy orgullosa de ella. He cometido errores, pero los asumo. El camarero mexicano colocó delante de Susan una copa que contenía dos bolas de helado de vainilla, recubiertas de chocolate y almendras laminadas, todo ello copiosamente regado con caramelo líquido. – Lo había pedido antes de que entrases. Tienes que probarlo -dijo Susan-. ¡Es el mejor helado del mundo! – No me apetece comer nada. En el vestíbulo de la terminal, Philip paseaba arriba y abajo. Corroído por la inquietud, a veces salía a la acera, permaneciendo siempre junto a las puertas automáticas. Mojado bajo la lluvia, volvía a la gran escalera mecánica, donde se quedaba inmóvil, contemplando su movimiento infinito. Susan y Lisa comenzaban a entenderse. Continuaron así, hurgando en el pasado con las uñas, en la intimidad de un largo momento fuera del tiempo en el que las tristezas de Lisa y Susan se fundían en una misma esperanza no confesada de que aún no era demasiado tarde. Susan ordenó un nuevo helado, que Lisa al fin probó. – ¿Querías que volviese contigo? ¿Es por eso por lo que me han traído aquí? – ¡Había citado a Philip! – Y, en tu opinión, ¿qué debo hacer? – Lo que yo hice a tu edad: ¡tomar mis propias decisiones! – ¿Me has echado de menos? – Todos los días. – ¿A él también lo echabas de menos? – Eso es asunto mío. – ¿Quieres saber si él te echaba de menos? – Eso es asunto suyo. Susan se quitó la medalla que llevaba colgada al cuello y se la mostró a Lisa. – Es un regalo para ti. Lisa contempló la medalla y cerró delicadamente la mano de su madre. – Desde siempre es a ti a quien esta medalla protege. Yo tengo una familia que ya se encarga de cuidarme. – De todas maneras, me gustaría que te la quedaras. En un impulso de amor infinito, Susan se inclinó hacia Lisa y la tomó en sus brazos. En un abrazo delicioso, le murmuró al oído: «¡Estoy tan orgullosa de ti!». El rostro de Lisa se iluminó con una sonrisa frágil. – Tengo un amigo. Quizás el año que viene nos instalemos en Manhattan, cerca de la universidad. – Lisa, sea cual sea tu elección, siempre te querré. A mi manera, aunque no sea la de una madre. Lisa colocó su mano sobre la de Susan y, con una sonrisa de una ternura incontrolable, acabó por decirle: – ¿Sabes cúal es mi paradoja? Quizá yo no he sido tu hija, pero tú siempre serás mi madre. Se prometieron que al menos intentarían escribirse de vez en cuando. Incluso tal vez llegaría el día en que Lisa la iría a visitar. Luego la joven se levantó, rodeó la mesa, abrazó a su madre y colocó la cabeza sobre su hombro, aspirando el perfume de un jabón que despertaba muchos recuerdos en ella. – Ahora tengo que marcharme. Me voy a Canadá -dijo Lisa-. ¿Quieres bajar conmigo? – No. Él no ha querido subir y creo que es mejor así. – ¿Quieres que le diga algo? – No -respondió Susan. Lisa se levantó y se dirigió hacia la salida. Cuando estaba cerca de la puerta Susan la llamó: – ¡Te has dejado la medalla sobre la mesa! Lisa se dio la vuelta y le sonrió: – No, mamá. Te lo aseguro. No me he dejado nada. La puerta con el gran ojo de buey se cerró a sus espaldas. El tiempo pasaba y Philip perdía la calma. Un sentimiento de pánico vino a sustituir su paciencia. Subió por la escalera mecánica y se cruzó con su hija, que bajaba. Ella le sonrió. – ¿Me esperas abajo o te espero arriba? -preguntó Lisa en voz alta. – Espérame, no te muevas. Bajo ahora mismo. – ¡No soy yo la que se mueve, sino tú! – Espérame abajo, eso es todo. Enseguida estoy contigo. El ritmo de su corazón se aceleró. Empujó a varios pasajeros para abrirse camino en tanto el movimiento de la escalera mecánica los iba separando. En el punto donde los escalones desaparecen, levantó la vista y en el rellano vio a Susan. – ¿Te he hecho esperar? -preguntó ella con una sonrisa de emoción en los labios. – No. – ¿Estás aquí desde hace rato? – Ya no tengo la menor idea. – Has envejecido, Philip. – Muy simpática, gracias. – No, te encuentro muy guapo. – Tú también. – Lo sé. También yo he envejecido. Era inevitable. – No. Lo que quería decir es que tú también estás muy guapa. – Es sobre todo Lisa la que está extraordinariamente guapa. – Sí, es verdad. – Es extraño que nos encontremos aquí, Susan. Philip lanzó una mirada inquieta en dirección a la cafetería. – Quieres que… – No creo que sea una buena idea. Y, además, es posible que la mesa ya esté ocupada -añadió ella al tiempo que esbozaba de nuevo una sonrisa. – ¿Cómo hemos llegado a esto, Susan? – Lisa tal vez te lo explique. ¡O tal vez no! Lo siento mucho, Philip. – ¡No, no lo sientes! – Es verdad, es probable que tengas razón. Pero, sinceramente, ayer no quería que me vieses. – ¿Cómo el día de mi boda? – ¿Supiste que estaba allí? – En el mismo segundo en que entraste en la iglesia. Conté cada paso cuando te fuiste. – Philip, jamás ha habido mentiras entre nosotros. – Lo sé, sólo algunas excusas y algunos pretextos que se confundían entre sí. – La última vez que nos vimos aquí, aquella cosa tan importante de la que te había hablado en mi carta -inspiró hondo-, lo que había venido a decirte aquel día es que estaba embarazada de Lisa y… El altavoz que resonó en el vestíbulo ahogó el final de la frase. – ¿Y? -retomó él. Una azafata anunció la última llamada para embarcar en el vuelo a Miami. – Es mi avión -dijo Susan-. Philip cerró los ojos. La mano de Susan rozó su mejilla. – Has conservado la sonrisa de Charlie Brown. Baja deprisa. Ve junto a ella. Te mueres de ganas de hacerlo, y yo voy a perder mi avión si te quedas ahí plantado delante de mí. Philip abrazó a Susan y le dio un beso en la mejilla. – Cuídate mucho, Susan. – No te preocupes, estoy acostumbrada. ¡Vete ya! Puso el pie en el primer escalón y ella lo llamó una última vez. – ¿Philip? Él se dio la vuelta. – ¿Susan? – ¡Gracias! Sus rasgos se distendieron. – No es a mí a quien tienes que dar las gracias, sino a Mary. Y antes de que desapareciese de su campo de visión, ella hinchó exageradamente sus mejillas para soplarle un beso con la mano, dejándole como última imagen ese tierno gesto de payaso. En el vestíbulo del aeropuerto, sorprendidos, algunos viajeros miraban a una joven que esperaba a un hombre completamente empapado, con los brazos abiertos de par en par y al pie de una escalera mecánica cuyos colores se confundían en la memoria con los de un tobogán rojo. Él la abrazó con fuerza. – ¡Estás completamente mojado! ¿Llovía tanto ahí fuera? -dijo ella. – ¡Un diluvio! ¿Qué quieres hacer? – ¡Mi avión sale esta tarde! Llévame a casa. Lisa cogió la mano de Philip y lo condujo hasta la puerta. Desde lo alto de la escalerilla, el rostro de Susan se llenó de ternura al verlos salir juntos del recinto de la terminal. Ya en el coche, Philip telefoneó a casa. Mary descolgó al instante. – Está conmigo. Volvemos a casa. Te quiero. |
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