"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

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Aeropuerto de Newark. El taxi acaba de dejarla en la acera y a continuación el vehículo se precipita en el denso tráfico que gravita en torno a las terminales de las compañías. Lo ve perderse en la lejanía. La enorme bolsa verde que descansa a sus pies pesa casi tanto como ella. La levanta, hace una mueca y se la cuelga del hombro. Atraviesa las puertas de la terminal 1, cruza el vestíbulo y desciende unos escalones. A su derecha, otra escalera se eleva en espiral. A pesar de la voluminosa bolsa que lleva colgada del hombro, sube deprisa los escalones y entra con aire decidido en el pasillo. Se queda quieta delante de una cafetería bañada con una luz naranja y mira a través del cristal. Con los codos apoyados sobre el mostrador de formica, una decena de hombres beben pausadamente sus cervezas mientras comentan en voz alta los resultados de los partidos que aparecen en la pantalla del televisor que hay encima de sus cabezas. Empujando la puerta de madera, en la que hay un gran ojo de buey, entra y mira más allá de las mesas rojas y verdes.

Ella lo ve. Está sentado al fondo, contra el ventanal que domina la pista de aterrizaje. Hay un periódico doblado encima de la mesa. Su barbilla descansa sobre la mano derecha y deja vagabundear la izquierda, que en la servilleta de papel dibuja a lápiz un rostro.

Sus ojos, que ella todavía no puede ver, están perdidos en el asfalto pintado con bandas amarillas, sobre el que los aviones ruedan lentamente para dirigirse a la zona de espera. Ella duda y toma el pasillo de la derecha, el cual la conducirá hasta el hombre joven que la espera sin que él advierta su presencia. Pasa por delante de una gran nevera que hace un ruido monótono y se aproxima con unpaso vivo, que sabe silenciar. Al llegar a la altura del joven, le despeina tiernamente con una mano los cabellos. Lo que él estaba dibujando sobre el papel absorbente es el retrato de ella.

– ¿Te he hecho esperar? -pregunta ella.

– No, llegas casi en punto, ahora será cuando me harás esperar.

– ¿Hace mucho que estás aquí?

– No tengo la más mínima idea. ¡Qué guapa estás! Siéntate.

Ella sonríe y mira su reloj.

– Salgo dentro de una hora.

– ¡Voy a hacer todo lo posible para que pierdas el avión, para que jamás lo cojas!

– ¡Entonces despego dentro de diez minutos! -responde ella mientras se sienta.

– Está bien, te lo prometo. Ya lo dejo. Te he traído una cosa.

Saca una bolsa de plástico negro y la empuja hacia ella con la punta del dedo índice. Ella inclina la cabeza, su manera de decir: «¿Qué es?». Y como él comprende la más leve expresión de su rostro, el solo movimiento de sus ojos, responde: «Ábrelo, ya lo verás». Es un álbum de fotos.


El joven comienza a pasar las páginas. En la primera, en blanco y negro, dos bebés de dos años se están mirando; se hallan de pie y se cogen de los hombros.

– Es la foto más antigua de nosotros que he encontrado. -Pasa otra página y prosigue con sus comentarios-: Aquí estamos tú y yo, una Navidad, no sé exactamente cuál, pero aún no teníamos diez años. Creo que es el año en que te di mi medalla de bautismo.

Susan hunde la mano entre sus senos para sacar la cadena y la pequeña medalla con la imagen de santa Teresa. Jamás se la quita. Unas páginas más adelante le interrumpe y es ella quien describe:

– Aquí estamos nosotros dos cuando teníamos trece años, en el jardín de tus padres. Te acababa de besar por primera vez. Cuando quise meterte la lengua me dijiste: «¡Qué asco!». Y ésta es de dos años después. Entonces fue a mí a quien no le gustó tu idea de que durmiésemos juntos.

Al pasar otra página, Philip retoma la palabra y señala otra foto.

– Y aquí un año después, al final de aquella fiesta. Si no recuerdo mal, ya no lo encontrabas tan desagradable.

Cada hoja de celuloide señala un momento de su infancia cómplice. Ella lo detiene.

– Te has saltado seis meses. ¿No hay ninguna foto del entierro de mis padres? Sin embargo, creo que fue entonces cuando te encontré más sexy.

– ¡Basta ya de chistes malos, Susan!

– No estaba bromeando. Fue la primera vez que te sentí más fuerte que yo, y eso me daba seguridad. ¿Sabes?, jamás olvidaré…

– Basta, déjalo.

– … que fuiste tú quien salió a buscar el anillo de mamá durante el velatorio.

– Vale, ¿podemos cambiar de tema?

– Creo que eres tú quien hace que los recuerde cada año. Siempre has sido muy atento conmigo durante la semana en que se cumple el aniversario del accidente.

– ¿Qué tal si dejáramos el tema?

– Venga, haznos envejecer, pasa las páginas.

Él la mira, inmóvil, hay tristeza en sus ojos. Ella le dirige una sonrisa y prosigue:

– Sabía que era un poco egoísta por mi parte dejar que me acompañases a tomar el avión.

– Susan, ¿por qué haces esto?

– Porque «esto» es hacer realidad mis sueños. No quiero acabar como mis padres, Philip. He visto cómo pasaban su vida pagando letras. ¿Y para qué? Para que los dos acabasen estrellados contra un árbol, en el bonito coche que se acababan de comprar. Toda su vida quedó resumida a dos segundos en el noticiario de la noche, que vi en una tele que aún se debía. No juzgo nada ni a nadie, Philip. Pero yo quiero otra cosa, y ocuparme de los demás es una manera de sentirme viva.

Él la contempla desconcertado, admirando su determinación. Desde el accidente no es la misma. Es como si los años se hubiesen precipitado en cada Nochevieja: como las cartas de la baraja que se reparten de dos en dos para acabar antes. Susan no parecía tener veintiún años, salvo cuando sonreía, cosa que hacía muy a menudo. Tras finalizar sus estudios en el Junior College, con el diploma de Associate of Arts en el bolsillo, se había enrolado en el Peace Corps, una organización humanitaria que envía a jóvenes al extranjero con el fin de realizar trabajos de asistencia social.

En menos de una hora ella viajará a Honduras para un período de dos largos años. A varios miles de kilómetros de Nueva York, pasará al otro lado del espejo del mundo.


En la bahía de Puerto Castilla, como en la de Puerto Cortés, los que habían decidido dormir al aire libre renunciaron a hacerlo. El viento se había levantado al final de la tarde y ahora soplaba con fuerza. No se alarmaron. No era la primera ni la última vez que se anunciaba una tormenta tropical.

El país estaba acostumbrado a las lluvias, frecuentes en esta época del año. El sol pareció ponerse más temprano, los pájaros salieron volando deprisa, señal de mal augurio. Hacia medianoche la arena se levantó, formando una nube a unos centímetros del suelo. Las olas comenzaron a hincharse muy rápidamente, y ya era imposible oír los gritos que unos y otros se lanzaban para reforzar las amarras.

Al ritmo de los relámpagos que rasgaban el cielo, los pontones se movían peligrosamente por encima de la espuma agitada. Empujadas por la marejada, las embarcaciones chocaban entre sí. A las dos y cuarto de la madrugada el carguero San Andrea, de 35 metros de eslora, salió proyectado contra los arrecifes y se hundió en ocho minutos.

Su costado había sido desgarrado en toda su longitud. En aquel mismo momento, en El Golasón, el pequeño aeropuerto de La Ceiba, el DC3 gris plateado que se hallaba estacionado frente al hangar se elevó súbitamente, para caer poco después al pie de lo que hacía las veces de torre de control; a bordo no había ningún piloto. Las dos hélices se doblaron y el plano vertical se partió en dos. Unos minutos más tarde el camión cisterna cayó hacia un lado, comenzó a deslizarse y las chispas inflamaron el carburante.


Philip coloca su mano sobre la de Susan, dándole la vuelta y acariciando la palma.

– Te echaré mucho de menos, Susan.

– ¡Y yo a ti! Mucho, ¿sabes?

– Estoy orgulloso de ti, aunque te odio por dejarme tirado de esta forma.

– Basta. Nos prometimos que no habría lágrimas.

– ¡No me pidas lo imposible!

Inclinados uno sobre el otro, comparten la tristeza de una separación y la feliz emoción de una complicidad alimentada a lo largo de diecinueve años, que representan casi su entera existencia.

– ¿Tendré noticias tuyas? -pregunta él con aire infantil.

– ¡No!

– ¿Me escribirás?

– ¿Crees que aún tengo tiempo para comerme un helado?

Él se dio la vuelta y llamó al camarero. Cuando éste se aproximó, pidió dos bolas de vainilla recubiertas de chocolate caliente y almendras laminadas, todo ello generosamente regado con caramelo líquido. A ella le gustaba este postre, en ese orden preciso; era con mucho su favorito. Susan le mira fijamente a los ojos.

– ¿Y tú?

– Te escribiré cuando tenga tu dirección.

– No, me refiero a si sabes lo que vas a hacer.

– Pasaré dos años en la Cooper Union [3], en Nueva York, y luego intentaré hacer carrera en una gran agencia de publicidad.

– Así pues, no has cambiado de opinión. Sé que es estúpido lo que digo, pero jamás cambias de opinión.

– Y tú, ¿cambias de opinión alguna vez?

– Philip, tú no vendrías conmigo aunque te lo hubiese pedido. No es tu vida. Y yo no me quedo aquí porque ésta no es la mía. Así que deja de poner esa cara.

Susan chupaba la cuchara con glotonería. De vez en cuando la llenaba y la acercaba a la boca de Philip que, dócil, se dejaba mimar. Ella rebuscó en el fondo de la copa, recogiendo los últimos restos de las almendras cortadas. El gran reloj de la pared de enfrente marcaba las cinco de esa tarde de mediados de otoño. Siguió un minuto de un extraño silencio. Ella despegó la nariz, que había pegado al ventanal, se inclinó por encima de la mesa para pasar ambos brazos en torno al cuello de Philip y le dijo en voz baja al oído:

– Estoy asustada.

Philip la apartó un poco para verla mejor.

– Yo también.


A las tres de la mañana, en Puerto Lempira, una primera ola de nueve metros destrozó el dique a su paso, arrastrando toneladas de tierra y rocas hacia el puerto, que fue literalmente arrasado. La grúa metálica se dobló bajo la fuerza del viento; su flecha cayó, seccionando el puente, sobre el portacontenedores Río Plátano, que se hundió en las aguas revueltas. Sólo la proa emergió unos instantes entre dos olas, apuntando al cielo, para luego desaparecer en la noche y nunca más volver a ser vista. En aquella región donde cada año se recogían más de tres metros de precipitaciones, quienes habían sobrevivido a los primeros asaltos de Fifí y luego intentaron refugiarse en el interior desaparecieron arrastrados por los torrentes desbordados que, despertados en la noche, abandonaron brutalmente su lecho, arrastrando todo a su paso. Todas las poblaciones del valle desaparecieron, ahogadas bajo las olas burbujeantes que iban cargadas de árboles, restos de puentes, carreteras y casas. En la región de Limón, los pueblos de las montañas, Amapala, Piedra Blanca, Biscuampo Grande, La Jigua y Capiro, se deslizaron junto con los campos, precipitándose por los flancos hacia los valles ya inundados. Los pocos supervivientes, que habían resistido agarrándose a los árboles, perecieron en las siguientes horas. A las dos y veinticinco la tercera ola golpeó de lleno el departamento que llevaba el nombre premonitorio de Atlántida, su costa fue cortada por una hoja de más de once metros de altura. Millones de toneladas de agua se precipitaron hacia La Ceiba y Tela, abriéndose paso a través de callejuelas estrechas que, al actuar como un canal, le proporcionaban aún más fuerza. Las casas que estaban junto al agua fueron las primeras en tambalearse, para desmoronarse después, puesto que sus fundamentos de tierra se deshicieron. Los tejados de chapa ondulada salían volando por los aires y luego se precipitaban violentamente contra el suelo, cortando en dos a las primeras víctimas de esta matanza natural.


Los ojos de Philip se habían deslizado hacia sus apetitosos senos, redondos como manzanas. Susan se dio cuenta de ello, desabrochó un botón de la blusa y sacó la pequeña medalla dorada.

– Pero no arriesgo nada, ya que llevo conmigo tu amuleto y no me lo quito nunca. Ya me ha salvado un vez. Gracias a esta medalla no me subí en el coche con ellos.

– Me lo has dicho cien veces, Susan. ¿Quieres no hablar de eso justamente ahora, antes de subir a un avión?

– De cualquier manera, con ella nada me puede pasar -dice, volviéndose a colocar la medalla bajo la blusa.

Era un regalo de comunión. Un verano habían querido convertirse en hermanos de sangre. El proyecto había sido objeto de un profundo estudio; libros sobre los indios sacados en préstamo de la biblioteca y leídos atentamente en los bancos del patio de recreo. La conclusión de sus investigaciones no dejaba duda alguna sobre el método a seguir: era preciso intercambiar la sangre, cortarse en algún sitio. Susan había sustraído del despacho de su padre un cuchillo de caza y ambos se habían escondido en la cabaña de Philip. Él había tendido su dedo, intentado cerrar los ojos, pero sintió vértigo al ver que la hoja se acercaba. Como a ella tampoco le hacía gracia la idea, habían vuelto a leer los manuales «apaches» para encontrar una solución al problema: «LA OFRENDA DE UN OBJETO SAGRADO CONSTITUYE UNA PRUEBA DEL CARIÑO ETERNO DE DOS ALMAS», aseguraba la página 236 del volumen.

Una vez verificado el significado de la palabra «ofrenda», se prefirió este segundo método y se adoptó de común acuerdo. En el curso de una ceremonia solemne, en la que recitaron algunos poemas iroqueses y siux, Philip colocó su medalla de bautismo en torno al cuello de Susan. Ella nunca más se la quitaría. Tampoco cedió a los ruegos de su madre, pidiéndole que se la sacara al menos para dormir.

Susan sonrió, haciendo resaltar sus mejillas.

– ¿Puedes llevarme la bolsa? Pesa una tonelada, quisiera irme a cambiar. Si no, cuando llegue allí me moriré de calor.

– ¡Pero si sólo llevas una blusa!

Ella ya se había levantado y lo arrastraba por el brazo, indicando con un gesto al camarero que les guardase la mesa. El camarero asintió con un movimiento de la cabeza, la sala estaba casi vacía. Philip dejó la bolsa junto a la puerta de los lavabos. Susan se colocó delante de él.

– ¿Entras? Te he dicho que era pesada.

– Me gustaría, pero ¿este lugar no está reservado a las mujeres?

– ¿Y qué? ¿No me dirás que ahora tienes miedo de verme? ¿Acaso te parece más complicado espiarme en estos servicios que a través del tabique agujereado del colé? No era más sutil cuando me observabas desde la claraboya del cuarto de baño de tu casa. ¡Entra!

Ella lo estiró, sin dejarle más alternativa que la de seguirla. El joven se sintió aliviado al constatar que sólo había una cabina. Ella se apoyó en su hombro, se quitó el zapato izquierdo y apuntó a la lámpara del techo. Logró su objetivo al primer intento y la bombilla estalló con un ruido sordo. En la penumbra, sólo alterada por el único neón que había sobre el espejo, ella se apoyó en el lavabo, lo abrazó y pegó sus labios a los de él. Tras un primer beso incomparable, ella deslizó la boca hasta detrás de su oreja. El calor susurrante de su voz añadió un estremecimiento indeciso que acabó por recorrer toda la espalda de Philip.

– Llevo tu medalla pegada a mis senos desde antes de que me saliesen. Quiero que tu piel sea el guardián de su recuerdo por más tiempo aún. Me voy, pero te voy a vigilar durante toda mi ausencia, porque no quiero que seas de nadie más.

– ¡Eres increíble!

La media luna verde de la cerradura giró hacia el rojo.

– Cállate y continúa -dijo ella-. Quiero comprobar tus progresos.

Mucho más tarde ambos salieron y volvieron a la mesa, bajo la mirada inquisitorial del camarero que secaba los vasos. Philip tomó la mano de Susan, pero le pareció que ella ya estaba en otra parte.

Más al norte, en la entrada del valle de Sula, las densas olas destrozaban todo a su paso con un rugido ensordecedor. Coches, ganado, escombros, surgían de forma esporádica en el centro de los torbellinos de barro de donde por momentos emergía un horrible caos de miembros despedazados. Nada resistió: las torres de electricidad, los camiones, los puentes, incluso las fábricas, eran arrancados del suelo, fatalmente arrastrados por una mezcla de fuerzas irresistibles. En pocas horas el valle quedó transformado en un lago. Mucho tiempo después los ancianos del país contarían que era la belleza del paisaje la que había incitado a Fifí a permanecer en aquel lugar durante dos días. Dos largos días que provocaron la muerte de mil hombres, mujeres y niños, dejando casi seiscientas mil personas sin hogar y sin comida. En cuarenta y ocho horas este pequeño país, del tamaño del estado de Nueva York, encajonado entre Nicaragua, Guatemala y El Salvador, fue asolado por una fuerza equivalente a la de tres bombas atómicas.


– Susan, ¿cuánto tiempo piensas estar en el extranjero?

– Ahora debo irme, ya embarco. ¿Prefieres quedarte aquí?

Él se levantó sin responder y dejó un dólar sobre la mesa. Al entrar en el pasillo, ella pegó su cara al ojo de buey de la puerta y contempló las sillas vacías en las que se habían sentado. En un último combate contra la emoción que la embargaba en aquel momento, comenzó a hablar tan deprisa como pudo.

– Cuando vuelva dentro de dos años, me esperarás aquí; nos encontraremos como furtivos. Yo te contaré todo lo que he hecho y tú harás lo mismo, y nos sentaremos a la misma mesa, pues será la nuestra. Y si llego a ser una Florence Nightingale de los tiempos modernos y tú te conviertes en un gran pintor, algún día colocarán aquí una pequeña placa de cobre con nuestros nombres.

En la puerta de embarque ella le explicó que no se daría la vuelta; no quería ver su cara triste y prefería llevarse el recuerdo de su sonrisa. Tampoco deseaba pensar en la ausencia de sus padres, razón por la que los de Philip no habían acudido al aeropuerto. Él la abrazó y le susurró: «Cuídate mucho». Ella estrechó su cabeza contra el pecho del joven, como si quisiera llevarse consigo un poco de su olor y dejarle parte del suyo. Entregó su billete a la azafata, besó a Philip una última vez, respiró a pleno pulmón e hinchó las mejillas para dejarle a modo de última imagen una mueca de payaso. Después bajó a toda velocidad los escalones que conducían a la pista, corrió por el camino balizado por los agentes, subió por la escalerilla y se metió en el aparato.

Philip regresó a la cafetería y se sentó a la misma mesa. Sobre el área de estacionamiento, los motores del Douglas comenzaron a toser, arrojando volutas de humo gris. Las palas de las dos hélices giraron en dirección contraria a las agujas del reloj, luego hicieron dos lentas rotaciones en sentido inverso, y finalmente se volvieron invisibles. El avión avanzó y recorrió la pista lentamente. En el extremo del asfalto se detuvo unos minutos y se alineó para el despegue. Las ruedas, situadas sobre las líneas blancas del suelo, se inmovilizaron de nuevo, haciendo que el tren de aterrizaje se balanceara hacia atrás y hacia delante. Las hierbas altas que había a los lados se inclinaron en una especie de saludo. El ventanal de la cafetería tembló cuando la potencia de los motores se incrementó; los alerones dieron un último adiós a los espectadores y el bimotor comenzó a rodar. Ganando velocidad, pronto pasó a su altura y Philip vio cómo la cola se levantaba y las ruedas dejaban el suelo. El DC3 se elevó rápidamente, giró sobre su ala derecha y desapareció a lo lejos tras una fina capa de nubes.

Philip permaneció unos instantes con los ojos fijos en el cielo, luego apartó la mirada para dirigirla a la silla que ella había ocupado hacía tan sólo unos instantes. Le invadió un inmenso sentimiento de soledad. Se levantó y se marchó con las manos hundidas en los bolsillos.