"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)225 de septiembre de 1974, a bordo del avión… Querido Philip: Creo que no he logrado ocultarte el miedo, que me hacía un nudo en el estómago. Acabo de ver cómo desaparecía el aeropuerto. He tenido vértigo hasta que las nubes han tapado el suelo. Ahora ya me siento mejor. Estoy decepcionada, no ha sido posible ver Manhattan, pero ahora el cielo se ha abierto por debajo y casi puedo contar las crestas de las olas, son muy pequeñas y parecen ovejas. Incluso he seguido con la mirada a un barco que se dirigía hacia donde tú estás. Pronto tendrás buen tiempo. No sé si mi letra resultará legible, el avión se mueve mucho. El viaje que me espera será largo. Estaré en Miami dentro de seis horas, después de una escala en Washington. Luego cambiaremos de aparato para volar hacia Tegucigalpa. Este nombre ya parece mágico. Pienso en ti, debes de estar camino de casa. Da un beso muy fuerte a tus padres de mi parte. Te escribiré para contarte este periplo. Cuídate tú también, querido Philip… Susan: Acabo de regresar. Papá y mamá no me han preguntado nada; creo que al verme lo han comprendido todo. Siento lo que pasó hace un rato. Debería haber respetado tu alegría y tus ganas de alejarte de aquí. Tienes razón. Yo no sé si habría tenido el valor de acompañarte si me lo hubieses propuesto. Pero no lo has hecho y creo que ha sido mejor así. No sé muy bien qué significa esta última frase. Las noches serán largas sin ti. Te enviaré esta primera carta a la oficina del Peace Corps en Washington. Desde allí te la harán llegar. Ya te echo mucho de menos. Philip … vuelvo a coger lápiz y papel, hay una luz increíble. Algo que ni tú ni yo jamás hemos visto. Aquí, por encima de las nubes, estoy a punto de asistir a una auténtica puesta de sol. Desde aquí arriba es una verdadera gozada. Me da rabia que no estés a mi lado y que no puedas ver lo que yo veo. Hace un rato olvidé decirte algo muy importante: creo que te voy a echar mucho de menos. Susan 15 de octubre de 1974 Susan: Hace ya tres semanas que te fuiste y aún no he recibido ninguna carta tuya. Imagino que ahora debe de estar viajando por algún punto situado entre tú y yo. Mis padres a menudo me preguntan por ti. Si no recibo una carta tuya pronto, tendré que inventarme algo… 15 de octubre Philip: La llegada ha sido caótica. Hemos estado bloqueados cuatro días en la escala de Miami. Esperábamos dos contenedores con alimentos y la reapertura del aeropuerto de La Ceiba, donde teníamos que hacer un escala. Quería aprovechar para visitar un poco la ciudad, pero ha sido imposible. Junto con los otros miembros de la unidad hemos tenido que permanecer estacionados en un hangar. Tres comidas al día, dos duchas y una cama de campaña, cursos intensivos de español y de socorrismo; esto parece el ejército, pero sin sargentos. Finalmente el DC3 nos ha trasladado a Tegucigalpa y desde allí un helicóptero del Ejército nos ha transportado a Ramón Villesla Morales, el pequeño aeródromo de San Pedro Sula. Es increíble, Philip, desde el aire parece que el país haya sido bombardeado: kilómetros de tierras devastadas por completo, restos de casas, puentes rotos y cementerios improvisados por doquier. Volando a baja altura hemos visto manos tendidas hacia cielo que sobresalían del océano de barro, así como centenares de cadáveres de animales con las panzas hacia arriba. Por todas partes hay un olor pestilente, las carreteras están arrancadas; parecen cintas deshechas de cajas de cartón rotas. Los árboles desarraigados han caído unos sobre otros. Nada ha logrado sobrevivir bajo estos bosques de Mikado. Pedazos enteros de montañas se han hundido, borrando del mapa los pueblos que se levantaban sobre ellas. Nadie podrá contar los muertos, pero son miles. ¿Cómo es posible saber el número real de cadáveres sepultados? ¿Cómo encontrarán los supervivientes la fuerza necesaria para sobrevivir a tanta desesperación? Para ayudarlos de verdad deberíamos ser cientos, y en este helicóptero apenas somos dieciséis personas. Dime, Philip, dime por qué nuestras grandes naciones pueden enviar legiones de soldados a la guerra, pero son incapaces de hacer lo mismo cuando se trata de salvar niños. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que nos demos cuenta de esta evidencia? Philip, a ti te puedo confesar este extraño sentimiento: en medio de tanta muerte, siento como jamás lo había sentido que estoy viva. Alguna cosa ha cambiado. Para mí vivir ya no es un derecho, se ha convertido en un privilegio. Te quiero mucho, Philip. 25 de octubre Susan: Esta semana, en el momento en que recibía tu primera carta, han aparecido en la prensa varios reportajes que narran el horror en el que te encuentras. Los periódicos hablan de diez mil muertos. Pienso constantemente en ti e imagino lo que estás viviendo. Hablo de ti a todo el mundo y todos me hablan de ti. En el En el escaparate del bar de enfrente hay una pequeña bandera de Honduras. Mientras espero a que vuelvas, pasaré todos los días por delante de ella. Es una señal. Cuídate mucho. Te añoro. Philip Las cartas de Susan le llegaban al ritmo de una por semana. Él respondía la misma noche. A veces sucedía que las dos correspondencias se cruzaban, y que algunas respuestas llegaban antes incluso de que se hubiesen formulado las preguntas. Por debajo del paralelo veinte los pueblos se habían armado de valor y los países intentaban reorganizarse en condiciones catastróficas. Susan y sus compañeros habían establecido un primer campo de refugiados. Se habían instalado en el valle de Sula, entre las montañas de San Ildefonso y de Cabeceras de Naco. El mes de enero preludiaba una vasta campaña de vacunación. Con ayuda de un viejo camión, Susan recorría las carreteras para distribuir alimentos, sacos de semillas y medicinas. Cuando no estaba al volante del viejo Dodge, dedicaba su tiempo a la organización del campamento base. El primer barracón que edificaron haría las veces de dispensario, y el siguiente, de oficina administrativa. Diez casas de tierra y ladrillos acogían ya a una treintena de familias. A finales del mes de febrero la aldea de Susan, distribuida en tres calles, se componía de dos edificios, veintiuna casuchas y doscientos habitantes, de los que dos tercios tenían de nuevo un techo sobre sus cabezas; el resto dormía en tiendas de campaña. Sobre lo que ya se había convertido en la plaza principal comenzaban a levantarse las bases de una escuela. Cada mañana, después de haber comido una galleta de maíz, Susan se dirigía al almacén, un hangar de madera acabado en Navidad, para cargar el camión y salir a hacer su recorrido. Cuando el motor tosía con las vueltas de manivela de Juan, toda la cabina temblaba. Ella tenía que soltar el volante, puesto que las vibraciones le hacían saltar las manos, y esperar a que los cilindros volviesen a animarse y los pistones se pusiesen en movimiento. Juan todavía no había cumplido los dieciocho años. Había nacido en Puerto Cortés y ya no recordaba el rostro de sus padres. Cuando tenía nueve años trabajaba como descargador en el muelle, a los once y medio recogía redes en un barco de pesca y a los trece había llegado solo al valle, donde ahora todo el mundo le conocía. El adolescente con aires de hombre había visto a la que llamaba la «Señora Blanca» en cuanto ésta bajó del autobús de Sula. Le siguió los pasos. En un primer momento Susan lo tomó por un mendigo, pero él era demasiado orgulloso para pedir. Juan vivía del trueque, ofreciendo pequeños trabajos a cambio de un poco de alimento o un techo bajo en el que pasar la noche durante las lluvias torrenciales. Así había reparado tejados, pintado vallas, cepillado caballos, escoltado rebaños, transportado toda suerte de sacos sobre sus hombros, vaciado graneros. Ya se tratase de poner en marcha el Dodge azul pálido, cargar cajas en el camión, trepar a la trasera para ayudar en el reparto, ahí estaba Juan. El muchacho observaba e interpretaba los gestos de Susan, que significaban: «Necesito que alguien me eche una mano». Desde el mes de noviembre, ella preparaba cada mañana dos galletas de maíz, que a veces completaba con una barra de chocolate, y ambos compartían el alimento antes de emprender viaje. Incluso siendo optimistas, la tierra no daría fruto antes de una estación, y las carreteras cortadas impedían que los productos frescos circulasen por el país. Había que contentarse con víveres llamados «de subsistencia», que los habitantes de los pueblos consideraban los regalos de Dios. La presencia de Juan, tumbado bajo la lona de la trasera, tranquilizaba a Susan en aquellos caminos de un paisaje devastado. Si bien el silencio seguía reinando en su ruta, en los cruces siempre de luto. 8 de enero de 1975 Philip: Primer fin de año lejos de ti, lejos de casa, lejos de todo. Un momento extraño en el que todo se mezcla en mi cabeza: un sentimiento de soledad que me invade, a veces aliviado por la alegría de vivir tantas cosas singulares. Aquel momento a medianoche que pasamos juntos durante muchos años, haciéndonos regalos, lo he pasado en medio de gentes a las que les falta de todo. Los niños de aquí se pelearían tan sólo por las cajas de regalo, por una simple cinta. Y, sin embargo, deberías ver el clima de fiesta que invade las calles. Los hombres disparaban al aire con viejas armas para celebrar la esperanza que les hace sobrevivir. Las mujeres han bailado en la calle con sus niños en rondas delirantes de felicidad. Yo estaba atónita. Recuerdo aquella tristeza que nos invadía al aproximarse el fin de año. Recuerdo las horas que pasé intentando traspasarte mi melancolía, con la excusa de que no todo giraba muy bien en torno a mi ombligo. Aquí todos están de luto, viudos o huérfanos, y se aferran a la vida con una dignidad alucinante. ¡Qué hermoso es este pueblo en su desolación! Mi regalo de Navidad me lo ha hecho Juan y ¡menudo regalo! Es mi primera casa, será muy hermosa y podré trasladarme a ella en unas pocas semanas. Juan espera a que paren las lluvias, a final de mes, para pintar la fachada. Tengo que describírtela. Juan ha construido los cimientos con una mezcla de tierra, paja y piedras. Luego ha levantado las paredes con ladrillos. Con la ayuda de la gente del pueblo, ha recuperado marcos de ventanas entre los escombros. Pondrá una ventana a cada lado de una bonita puerta azul. El suelo de la única habitación todavía es de tierra. A la izquierda habrá una chimenea adosada a una de las paredes. Al lado habrá una pila de piedra, que será el rincón para cocinar. Para la ducha, colocará una cisterna sobre el tejado plano; tirando de una cadena habrá agua fría o tibia, según la hora del día. Descrito de este modo mi cuarto de baño no parece gran cosa y mi casa resulta espartana, pero sé que estará llena de vida. Pondré mi despacho en un rincón del salón ahí donde Juan quiere colocar el piso en cuanto encuentre con qué hacerlo. Una escalera sube a un altillo, donde pondré mi colchón. Bien, ya basta. Ahora te toca a ti escribirme. Cuéntame cómo has pasado las fiestas, qué es de tu vida. Te echo de menos. Sobre tu cama cae una lluvia de besos. Tu Susan 29 de enero de 1975 Susan: ¡No he recibido tus felicitaciones! En fin, todavía no. Espero que el dibujo que te envío no llegue muy estropeado. Te preguntarás qué representa esa perspectiva de una calle al amanecer. Pues bien, tengo que anunciarte una gran noticia: ya estoy en el taller en Broome Street y, mientras te escribo desde mi ventana veo la calle desierta del Soho. Es la vista que te he dibujado. No te puedes imaginar hasta qué punto ha cambiado mi vida desde que me fui de Montclair; es como si hubiese perdido mis referencias. Pero al mismo tiempo sé que el cambio me hará mucho bien. Me levanto temprano y salgo a desayunar al café Reggio. Me desvío un poco, pero me gusta disfrutar de la luz de la mañana en esas callejue las de grandes adoquines irregulares, aceras deformadas con sus grandes placas de hierro rundido, y fachadas con escaleras metálicas. Y, además, tú adoras este lugar. Sabes, creo que te escribiré lo que sea para que de vez en cuando pienses en mí, para que me respondas y me hables de ti. No me imaginaba que te echaría tanto de menos. Me aferró a mis cursos y todos los días me digo que el tiempo sin ti es demasiado largo, que debería subirme a un avión e ir a tu lado. Aunque, como me has dicho varias veces, no es mi vida. Sin embargo a veces me pregunto qué será de mi vida lejos de ti. Bien, si esta carta no acaba en la papelera es que el Philip 25 de febrero de 1975 Philip: Una carta breve. Perdona que no escriba más a menudo. Estoy desbordada por el trabajo en este momento y cuando llego a casa ya no tengo fuerzas para escribir, apenas para meterme en la cama y dormir unas cuantas horas. Febrero se acaba, tres semanas sin lluvia, es casi un milagro. Tras el barro ahora llega el polvo. Por fin nos hemos podido poner a trabajar de verdad, y tengo la impresión de que veo mis primeros esfuerzos recompensados: la vida vuelve. Es la primera vez que estoy sentada en mi despacho, donde he pegado tu dibujo sobre la chimenea. De esta forma tenemos la misma vista. Estoy muy contenta de que te hayas mudado a Manhattan. ¿Cómo te va en la universidad? ¡Debes de estar rodeado de chicas que sucumben a tus encantos! Aprovéchate, amiguito, pero no las hagas muy desgraciadas. Muchos besitos. Susan 4 de abril Susan: Hace tiempo que retiraron la iluminación de las fiestas y ya hemos dejado atrás el mes de febrero. Hace dos semanas nevó y la ciudad quedó paralizada durante tres días. Hubo un pánico indescriptible. No circulaban los coches. Los taxis zigzagueaban como trineos por la Quinta Avenida. Los bomberos no pudieron apagar un incendio en Tribeca, porque el agua se había congelado. Y, después, el horror: tres vagabundos murieron defrío en Central Park, entre ellos una mujer de treinta años a la que encontraron sentada, congelada en un banco. En los telediarios de la noche y la mañana no se hablaba de otra cosa. Nadie comprende por qué el Ayuntamiento no abre los refugios cuando llega una ola de frío. ¿Cómo aceptar que alguien pueda morir así en nuestros días? ¡Y en las calles de Nueva York! Es lamentable. ¡Así que tú también te has mudado a una nueva casa! Muy simpática tu perorata sobre las chicas de la facultad. Ahora es mi turno: ¿Quién es ese Juan que se ocupa tanto de ti? Trabajo como un loco, pues faltan pocos meses para los exámenes. ¿Todavía me echas un poco de menos? Escríbeme. Philip 25 de abril de 1975 Philip: He recibido tu carta, debería haberte respondido hace dos semanas, pero jamás encuentro tiempo para hacerlo. Estamos ya a finales de abril, hace buen tiempo y un calor que a veces resulta difícil de soportar. Hemos viajado durante diez días con Juan, atravesando todo el valle de Sula para luego subir por la carretera del monte Cabeceras de Naco. El objetivo de nuestra expedición era llegar a las aldeas de las montañas. Ir hasta allí ha sido difícil. El En el primer control, te aseguro que el corazón se me salía del pecho. Jamás me habían puesto un fusil automático tan cerca de la cara. Hemos comprado nuestros salvoconductos con algunos sacos de trigo y doce mantas. La carretera que subía junto a las rocas apenas era practicable. Hemos tardado dos días en ascender mil metros. Resulta difícil explicarte lo que encontramos allí: poblaciones famélicas a las que todavía nadie había ayudado. Juan tuvo que negociar duramente para ganarse la confianza de los hombres que vigilaban el puerto de montaña… Fueron recibidos con la mayor de las desconfianzas. El ruido del motor les había precedido y los habitantes de la aldea se habían arracimado a lo largo del camino para seguir el lento avance del Llena de una ira que ahogaba su miedo, salió de la cabina. Al abrir de golpe la puerta, lanzó a uno de los hombres al suelo. Con la mirada iracunda y poniéndose en jarras lo cubrió de insultos. El campesino se incorporó boquiabierto, sin comprender ni una sola palabra de lo que la mujer de piel clara le gritaba a la cara, pero indudablemente Doña Blanca estaba enfadada. Juan también bajó del camión, aunque más tranquilo, y explicó las razones de su presencia allí. Después de algunos instantes de duda, uno de los campesinos levantó el brazo izquierdo y una docena de aldeanos se adelantaron. El grupo se puso a discutir durante interminables minutos y la conversación se transformó en un griterío confuso. Entonces Susan se subió al capó del camión y ordenó fríamente a Juan que tocase el claxon. Él sonrió y lo hizo. Poco a poco las voces,ahogadas por el sonido de la cascada bocina, se acallaron. Todo el grupo se volvió hacia Susan que en su mejor español se dirigió al que parecía ser el jefe. – Tengo mantas, víveres y medicinas. ¡O me ayudan ustedes a descargar el material o suelto el freno de mano y regreso a pie! Una mujer atravesó el gentío silencioso, se colocó delante de la rejilla del radiador y se santiguó. Susan intentó bajar de su improvisada plataforma sin romperse el tobillo. La mujer le tendió la mano, ayudada poco después por un hombre. Susan avanzó hasta la parte de atrás, donde estaba Juan, mirando a la gente de arriba abajo. Los campesinos se apartaron lentamente a su paso. Con la ayuda de Juan retiró la cubierta de lona. Todo el pueblo estaba silencioso e inmóvil. Susan sacó un montón de mantas y las arrojó al suelo. Nadie se movió. – Pero ¿qué les pasa? ¡Maldita sea! – Señora -dijo Juan-, lo que usted les trae no tiene precio para ellos. Esperan saber lo que usted les pedirá a cambio y también saben que no tienen con qué pagarlo. – ¡Pues diles que lo único que les pido es que nos ayuden a descargar el camión! – Es algo más complicado que eso. – Y para que sea simple, ¿qué hay que hacer? – Póngase el brazalete del Peace Corps, tome una de las mantas que acaba de tirar al suelo y colóquela sobre el hombro de la mujer que acaba de santiguarse. Al poner la manta sobre el hombro de la mujer, la miró al fondo de los ojos y le dijo: – He venido a entregarles lo que hace tiempo les deberían haber traído. Perdóneme por haber venido tan tarde. Teresa la acogió entre sus brazos y le dio un beso en las mejillas. Con gestos de alegría, los hombres se precipitaron hacia el camión y vaciaron su contenido. Juan y Susan fueron invitados a cenar con todos los habitantes del pueblo. En cuanto hubo caído la noche, encendieron una gran hoguera y se sirvió una cena frugal. En el curso de la velada, un niño se acercó a Susan por la espalda. Ella sintió su presencia, se dio la vuelta y le sonrió, pero el muchacho salió corriendo. Al cabo de un rato reapareció, acercándose un poco más; nuevo guiño de ojo y nueva huida. La escena se repitió varias veces, hasta que por fin el niño se quedó a su lado. Susan lo miró sin hacer ningún movimiento y sin hablarle, y en aquel rostro mugriento distinguió la belleza de su ojos, negros como el azabache. Susan le tendió la mano con la palma vuelta hacia el cielo. Los ojos del niño dudaban entre el rostro y la mano, y sus dedos acabaron apresando tímidamente el índice de Susan. Él le hizo una señal para que permaneciese callada y ella sintió la tracción de su bracito, que la arrastraba consigo. El pequeño se detuvo detrás de una empalizada y con un dedo que colocó sobre su boca le conminó a permanecer en silencio y a ponerse de rodillas para estar a su misma altura. Después señaló un agujero que había entre las cañas y la invitó a colocar el ojo. El niño se apartó y ella avanzó para ver qué había podido empujarle a reunir tantas fuerzas para vencer su miedo y conducirla hasta allí. … Descubrí a una niñita de cinco años que estaba a punto de morir, puesto que su pierna se encontraba completamente gangrenada. Cuando una parte del pueblo fue arrastrada por un río de lodo, un hombre que iba a la deriva, agarrado al tronco de un árbol, y que buscaba desesperadamente a su hija, la cual había desaparecido, vio el bracito de la niña sobresaliendo en las aguas. Arrancándolo de la muerte, cogió con fuerza el cuerpo de la niña. Juntos descendieron kilómetros en la oscuridad, luchando por mantener la cabeza por encima de las aguas en medio del ruido ensordecedor de los remolinos y las corrientes que los arrastraban hasta el límite de sus fuerzas, hasta perder la conciencia.Al amanecer, cuando se despertó, ella estaba a su lado. Ambos se hallaban heridos, pero estaban vivos. Sin embargo, había un detalle: la niña a la que había salvado no era su hija. Jamás encontró el cuerpo de su propia hija. Al término de una noche de conversaciones, el hombre aceptó entregárnosla. Yo no estaba segura de que la niña lograra sobrevivir al viaje, pero allá arriba sólo le quedaban unos pocos días de vida. Le prometí que regresaría con ella al cabo de un mes o dos, con el camión lleno de víveres. Entonces consintió en el sacrificio, por los otros, creo yo. Y aunque mi causa era justa, me sentí sucia cuando me miró. Estoy de regreso en San Pedro, y la pequeña todavía se debate entre la vida y la muerte. Me siento agotada. Para tu información, Juan es mi asistente, ¿qué te habías imaginado? ¡No estoy de vacaciones en Canadá! De todos modos, te envío un beso. Susan P. D.: Puesto que juramos decirnos la verdad, hace falta que te confiese algo: ¡Nueva York y tú: me aburren vuestras historias de vagabundos! La carta que recibió de Philip llegó mucho después. Sin embargo, él la había escrito antes de recibir la de ella. 10 de mayo de 1975 Susan: Yo también he tardado en responderte. He trabajado como un loco, acabo de aprobar los parciales. La ciudad recupera los colores de mayo y el verde le sienta muy bien. El domingo fui con unos amigos a pasear por Central Park. Los primeros abrazos sobre el césped anuncian que por fin la primavera está aquí para quedarse. Subo a la azotea del edificio y dibujo mirando el barrio que se extiende a mis pies. Me gustaría que estuvieses aquí. He conseguido un trabajo de becario para este verano en una agencia de publicidad. Dime algo de tu vida, ¿dónde estás? Escríbeme pronto. Cuando llevo un tiempo sin saber de ti, comienzo a preocuparme. Hasta muy pronto, te quiero. Philip Desde el fondo del valle, Susan vio cómo las primeras luces del alba penetraban en la oscuridad de la noche. Al poco rato el sol hizo brillar la pista, que se extendía como un trazo largo, atravesando los inmensos campos todavía húmedos de rocío. Algunos pájaros comenzaban a revolotear en el cielo pálido. Se estiró, la espalda le dolía y suspiró. Bajó por la escalera y se dirigió, caminando con los pies descalzos sobre el suelo de tierra, hacia el fregadero. Se calentó las manos encima de algunas brasas que todavía ardían en la chimenea. Cogió una caja de madera de la estantería que Juan había colocado en la pared y echó una medida de café en la cafetera de metal esmaltado; la llenó de agua y la puso en un equilibrio precario sobre los hierros torcidos de la parrilla que había sobre las cenizas. Mientras se hacía el café, se cepilló los dientes y se miró la cara en el pequeño pedazo de espejo que colgaba de un clavo. Hizo una mueca al contemplar su reflejo y se pasó la mano por el pelo. Se estiró la camiseta, descubriendo el hombro para examinar una picada de araña. «¡Qué asco!» Subió al altillo y a cuatro patas dio enérgicamente la vuelta al colchón para descubrir a su agresor. El ruido del agua hirviendo hizo que renunciase y bajó. Rodeó el mango de la cafetera con un trapo y vertió el líquido negro en la taza, cogió un plátano de la mesa y fue a tomarse el desayuno afuera. Sentada sobre la escalinata, se llevó la taza a los labios mientras dirigía la mirada al lejano horizonte. Susan se acarició la pantorrilla y le recorrió un ligero escalofrío. Incorporándose de un salto se dirigió a su despacho y cogió un bolígrafo. Philip: Espero que esta nota te llegue rápidamente. Tengo que pedirte un favor: ¿Podrías enviarme alguna crema hidratante para el cuerpo y un poco de champú? Confío en ti. Te lo pagaré cuando nos veamos. Besos. Susan La jornada del sábado concluía y las calles estaban llenas de gente. Philip se instaló en la terraza de una cafetería para dar los últimos retoques a un boceto. Pidió un café al estilo americano; el café expreso aún no había cruzado el Atlántico. Siguió con la mirada a una mujer rubia que atravesaba la calle en dirección a los cines, y de pronto, le entraron ganas de ir a ver una película. Pagó la consumición y se levantó. Salió de la sala dos horas más tarde. El mes de junio ofrecía a la ciudad sus más bellos atardeceres. En el cruce, fiel a la costumbre que había adquirido en estos últimos meses, saludó al buzón de correos. Dudó sobre si reunirse o no con sus amigos, que comían en un restaurante de Mercer Street, y prefirió volver a casa. Introdujo la llave en la cerradura, adoptó la única postura que le permitía accionar el pestillo y empujó la pesada puerta de madera del inmueble. En cuanto dio al interruptor, el estrecho pasillo que conducía a la escalera se iluminó con un amarillo pálido. Un sobre de color azul sobresalía del buzón; lo cogió y subió corriendo por la escalera. Cuando se tiró sobre el sofá, ya había abierto la carta y desdoblado la hoja de papel. Philip: Si estas letras te llegan en quince días, estaremos a finales de agosto y sólo tendremos que esperar un año para volver a vernos. En fin, lo que quiero decirte es que ya habremos recorrido la mitad del camino. No he tenido tiempo de contártelo, pero voy a ascender de categoría. Se habla de establecer un nuevo campamento en la montaña y circula el rumor de que quizá yo sería la responsable del mismo. Gracias por tu envío. Ya sabes que te echo de menos, aunque no te escriba a menudo. ¡Debes de haber envejecido en todo este tiempo! Espero recibir pronto noticias tuyas. Susan 10 de septiembre de 1975 Susan: Nunca más podré ver de forma inocente las palabras «un año más tarde…» que a veces aparecen en las pantallas de cine. Jamás había prestado atención a la emoción discreta, oculta tras los tres pequeños puntos suspensivos, que sólo comprenden los que saben en qué medida la espera puede generar soledad. ¡Qué largos son esos minutos que se resumen entre comillas! El verano está acabando, mi trabajo de becario también, y me han comunicado que cuando tenga el título me contratarán. Sólo he ido a la playa una vez. Cometí la tontería de ir a ver una película en la que un tiburón blanco sembraba el terror en nuestras playas. Es del mismo realizador de Philip Un día de noviembre de 1975, no sé bien cuál Querido Philip: Han transcurrido pocas semanas desde mi última carta, pero aquí el tiempo no corre de la misma manera. ¿Te acuerdas de la niñita de la que te hablé en una de mis cartas anteriores? La he llevado a casa de su nuevo papá. No pudieron salvarle la pierna. Yo tenía miedo de la reacción de él al encontrarla así. Fuimos a buscarla a Puerto Cortés. Juan me acompañó. Dispuse varios sacos de harina en la trasera del Dodge a modo de colchón. Al llegar al hospital, vi a la niña que esperaba al final del pasillo, estirada sobre una camilla. Me obligué a concentrarme en su cara y a no mirar la zona amputada. ¿Por qué prestar más atención a lo que no existe que a todo el resto, que sí está? ¿Por qué dar más importancia a lo que no funciona que a lo que va bien? No podía dejar de preguntarme cómo iba a vivir con su minusvalía. Juan comprendió mi silencio y, antes de que me dirigiese a ella, me murmuró al oído: «No le manifiestes tu pena, deberías alegrarte. Lo importante no es su pierna cortada, sino su historia, su supervivencia». Juan tenía razón. La instalamos sobre los fardos y tomamos la carretera que conduce a las montañas. Él la cuidó durante todo el trayecto, intentaba distraerla y también, eso creo, calmarme a mí. Para lograr sus objetivos no dejaba de burlarse de mí. Me imitaba al volante de este vehículo demasiado pesado que a cada kilómetro me quiere demostrar que es más fuerte que yo. ¡Como si sus siete toneladas no bastaran! Juan se colocaba semisentado, con los brazos tendidos hacia delante y comenzaba a hacer muecas mientras parodiaba mis esfuerzos en cada curva para dominar el volante, aderezando su imitación con comentarios que mi español no permite apreciar en su justo valor. Sucedió al término de seis horas. Al reducir la marcha, el camión se caló y solté una palabrota al tiempo que descargaba un puñetazo sobre el volante. ¡Mi mal carácter no ha desaparecido, sabes! Juan vio el cielo abierto: comenzó a lanzar una sarta de groserías, haciendo como que golpeaba sobre una caja que se supone que representaba el volante, y de repente la niña se echó a reír. Primero fue el sonido claro de dos risas, luego un breve momento de pudor, luego otra risa y, de pronto, el instante impagable: el camión se llenó con sus exclamaciones. No imaginaba la importancia que de repente puede adquirir la simple risa de un niño. Por el retrovisor yo veía cómo respiraba profundamente. La risa alocada también conquistó a Juan. Creo que lloré más en ese momento que el día en que me abrazaste sobre la tumba de mis padres, salvo que ese día yo lloraba por dentro. De golpe había tanta vida, tantas esperanzas… Me di la vuelta para verlos, y en medio de sus carcajadas distinguí la sonrisa que Juan me dirigía. Las barreras de la lengua habían desaparecido… A propósito, ahora que estás lanzado, cuéntame, mejor en español, el final de tu cena después del cine. Eso me ayudará a perfeccionar mis conocimientos… Reconoció el camión en cuanto lo divisó en las primeras curvas del fondo del valle. Dejó de trabajar, se sentó sobre una piedra y no apartó la mirada del vehículo durante las cinco horas que duró la lenta ascensión. Rolando esperaba desde hacía trece largas semanas. Durante todo este tiempo no había dejado de preguntarse si la niña todavía estaba con vida. Ignoraba si los pájaros que volaban en lo alto del cielo auguraban su muerte o si, por el contrario, anunciaban que había sobrevivido. Con el paso de los días las cosas más simples de la vida cotidiana se transformaron en señales, prestándose a un juego incontrolable de augurios optimistas o pesimistas según el estado de ánimo que tuviese en ese momento. En cada curva Susan hacía sonar tres veces el ronco claxon. Para Rolando era un buen presagio. Un sonido largo habría anunciado lo peor, pero tres cortos se podían interpretar como una buena noticia. Con un movimiento seco del brazo sacó de la manga el paquete marrón de Paladines: eran mucho más caros que los Dorados que fumaba habitualmente. De ese paquete sólo cogía uno al día, después de comer. Se llevó el cigarrillo a los labios y encendió un fósforo. Aspiró profundamente y se llenó los pulmones de un aire húmedo que olía a tierra y al perfume de los pinos. El tabaco, al arder, hizo que la punta del cigarrillo se pusiese incandescente. Aquella tarde se fumaría todo el paquete. Habría de tener paciencia. Cruzarían el puerto de montaña a la caída de la tarde. Todos los campesinos se reunieron a la entrada de la aldea. En esta ocasión nadie se atrevió a subirse a los estribos. Susan aminoró la marcha y la población se arracimó en torno al vehículo. Apagó el motor y bajó, miró a derecha e izquierda, sosteniendo con orgullo cada una de sus miradas. Juan se mantenía detrás de ella e intentaba mantener la compostura rascando el suelo con el pie. Rolando estaba delante; tiró al suelo la colilla. Susan respiró hondo y se dirigió a la trasera del Dodge. La gente la siguió con la mirada. Rolando se aproximó, nada en su rostro traicionaba su emoción. Susan apartó la lona con un gesto enérgico. Juan le ayudó a bajar la puerta de atrás, descubriendo a la niña que volvía al pueblo. La pequeña sólo tenía una pierna, pero tendió sus brazos a quien le había salvado la vida. Rolando saltó a la plataforma del camión y levantó a la niña. Murmuró algunas palabras en su oído y ella sonrió. Cuando bajó, la colocó en el suelo, arrodillándose a la altura de su hombro para sostenerla. Hubo unos segundos de silencio y luego todos los hombres lanzaron sus sombreros al aire al tiempo que prorrumpían en gritos que se elevaban hacia las alturas. Susan inclinó púdicamente la cabeza para ocultar su expresión en aquel momento en que se sentía particularmente frágil. Juan le cogió la mano. «Déjame», dijo ella. Él insistió en su apretón: «Gracias en su nombre». Rolando dejó a la niña con una mujer y se acercó a Susan. Su mano se elevó hacia su cara, le levantó la barbilla y se dirigió a Juan con autoridad: – ¿Cómo se llama? Juan miró a aquel hombre de estatura imponente y esperó unos instantes antes de responder: – Abajo, en el valle, la llaman Doña Blanca. Rolando dio un paso hacia ella y colocó sus pesadas manos sobre sus hombros. Los profundos surcos que rodeaban sus ojos se acentuaron y su boca se abrió de par en par en una inmensa sonrisa parcialmente desdentada. – ¡Doña Blanca! -exclamó-. Así será como Rolando Alvarez la llamará. El campesino condujo a Juan por el sendero de piedras que llevaba al pueblo. Esa noche beberían guajo. A una segunda Nochevieja, que también vivieron separados, sucedieron los primeros días del mes de enero de 1976. Susan pasó las fiestas trabajando sin descanso. Philip, que se sentía más solo que nunca, le escribió cinco cartas entre el día de Acción de Gracias y Nochevieja, pero no envió ninguna. En la noche del 4 de febrero, un terrible temblor de tierra sacudió Guatemala, acabando con la vida de veinticinco mil personas. Susan hizo todo lo posible para viajar hasta allí y prestar ayuda, pero los engranajes oxidados de la maquinaria administrativa se negaron a moverse y tuvo que renunciar a su idea. El 24 de marzo, en Argentina, el régimen peronista fue derrocado. El general Jorge Rafael Videla acababa de ordenar la detención de Isabel Perón; otra esperanza se apagaba en aquella parte del mundo. En Hollywood, un Óscar caía desde un nido de cuco sobre los hombros de Jack Nicholson. El 4 de julio, unos Estados Unidos alborozados festejaban los doscientos años de su independencia. Algunos días más tarde, a centenares de miles de kilómetros, un Viking se posaba sobre Marte y enviaba las primeras imágenes del planeta rojo que la Tierra podía ver. El 28 de julio, otro seísmo alcanzaba el grado ocho de la escala de Richter. A las tres cuarenta y cinco minutos de la madrugada exactamente, la ciudad china de Tangshan era borrada del mapa; en ella vivían un millón seiscientas mil personas. Esa misma noche, cuarenta mil mineros quedaban sepultados en el fondo de una mina situada al sur de Pekín; entre los escombros de la megalópolis, seis millones de personas sin techo acampaban bajo unas precipitaciones diluvianas. China llevaría luto por setecientos cincuenta mil seres humanos. Al día siguiente, el avión de Susan aterrizaría en Newark. Salió de la agencia un poco antes y en el camino se detuvo, para comprar rosas rojas y lirios blancos, las flores preferidas de Susan. En la tienda de comestibles de la esquina adquirió un mantel de tela, alimentos con los que preparar una buena cena, seis botellas pequeñas de Coca-Cola, porque a ella no le gustaban las grandes, y bolsas de chucherías, sobre todo caramelos ácidos de fresa, que ella devoraba con fruición. Subió la escalera con los brazos cargados de paquetes. Trasladó su mesa de trabajo al centro de la sala de estar y luego puso la mesa, comprobando varias veces que los platos estuviesen bien colocados, los cubiertos simétricamente puestos y los vasos correctamente alineados. Vació las bolsas de chucherías en un bol de desayuno, que situó sobre la repisa de la ventana y consagró la siguiente hora a recortar los tallos de las flores y a arreglar dos ramos; puso el de rosas rojas en el dormitorio, sobre la mesita de noche. Luego cambió las sábanas de la cama, añadió un segundo vaso para los dientes en la estantería del minúsculo cuarto de baño y limpió cuidadosamente los grifos del lavabo y la ducha. Ya era noche entrada cuando revisó el conjunto varias veces para comprobar que todo estuviera a punto y, como le pareció excesivamente ordenado, estudió la manera de redistribuir los objetos para dar un poco más de vida al lugar. Después de pulirse una bolsa entera de patatas fritas y lavarse la cara en el fregadero de la cocina, se estiró en el sofá. Tardó en conciliar el sueño y se despertó muchas veces. Al amanecer se vistió y salió a tomar el autobús que le llevaría al aeropuerto de Newark. Eran las nueve de la mañana y el avión procedente de Miami aterrizaría en un par de horas. Con la esperanza de que ella hubiese elegido el primer vuelo, reservó su mesa inclinando el respaldo de la silla y se instaló en el mostrador para luchar contra la impaciencia, tratando de entablar conversación con el camarero. No era de esos hombres de librea negra o blanca que en los grandes hoteles están acostumbrados a escuchar las confidencias de sus clientes, y sólo prestó una atención distraída a las palabras de Philip. Entre las diez y las once, tuvo cien veces la tentación de acercarse a la puerta, pero la cita que había concertado con ella era ahí, en esa mesa. Este detalle era un fiel reflejo de Susan, una ilustración perfecta de sus contradicciones. Ella detestaba las situaciones enfáticas, pero adoraba los símbolos. Cuando el Super Continental de la Eastern Airlines sobrevoló la pista, el corazón de Philip comenzó a latir más deprisa y su boca se secó. Pero en cuanto el avión se inmovilizó, supo que ella no venía en ese vuelo. Pegado al ventanal, vio cómo los pasajeros salían del aparato y seguían la línea amarilla pintada en el suelo que los guiaba a la terminal. Seguramente ella llegaría en el vuelo de la tarde, «era mucho más lógico». Entonces, para distraer la larga espera, se puso a dibujar. Pasó una hora. Después de esbozar en el papel rayado algunos apuntes de los siete clientes que habían entrado y salido de la cafetería, cerró el cuaderno de espiral, se acercó al mostrador y le dijo al camarero: – Quizá le pareceré extraño, pero espero a alguien que debía haber salido esta mañana de Miami. El próximo vuelo no llegará hasta las siete de la tarde y aún faltan seis horas. Tengo que matar el tiempo y me he quedado sin cartuchos. El hombre lo miró con aire de interrogación y continuó secando de forma incansable vasos y tazas, colocándolos zuidadosamente en las estanterías que había detrás de él. Philip retomó el hilo de su monólogo. – ¡A veces una hora puede ser muy larga! Hay días en los que el tiempo pasa tan deprisa que uno apenas puede hacerlo todo, y otros, como éste, en que uno no para de mirar el reloj continuamente y cree que el tiempo se ha detenido. Para pasar el tiempo, ¿le podría ayudar a secar los vasos o a hacer cualquier otra cosa, como coger los pedidos de los clientes? ¡Si no me voy a volver loco! El camarero acababa de colocar en su sitio el último vaso limpio. Lanzó una mirada circular a la sala desierta y con un tono indolente le preguntó qué deseaba tomar al tiempo que le pasaba un En el Boeing que despegaba de Miami rumbo a Newark, Susan, con los ojos cerrados, contaba de memoria las lámparas color naranja que había en la cafetería, recordaba el parqué de listones barnizados, la puerta con el ojo de buey, mucho más grande que aquella ventanilla contra la que ahora se adormilaba. Hacia las cuatro de la tarde, en un taburete de la cafetería, él secaba vasos mientras escuchaba cómo el camarero que había reemplazado al del turno de la mañana, le contaba algunos episodios de su vida tumultuosa. Philip, hechizado por su acento español, lo había interrogado varias veces sobre sus orígenes. El hombre le había repetido varias veces que era de México y que jamás había estado en Honduras. A las cinco el lugar volvió a llenarse y Philip regresó a su sitio. Todas las mesas estaban ocupadas cuando una anciana encorvada entró sin que nadie le prestase atención. Philip se puso el cuaderno delante de los ojos para no cruzarse con su mirada, unos instantes tan sólo, el tiempo suficiente para sentir una leve punzada de culpabilidad. Después de apartar sus cosas, fue a buscarla al mostrador, donde la mujer se mantenía de pie a duras penas. La anciana se lo agradeció sinceramente, le siguió y tomó asiento en la silla que él le ofrecía. Demasiado nervioso para dominarse, Philip, después de insistir en que permaneciese allí sentada, fue a buscar la consumición al mostrador. Durante el siguiente cuarto de hora la mujer intentó entablar una conversación cortés. Pero a la segunda tentativa él la invitó de modo amable, pero firme, a que se tomase la bebida. ¡Treinta interminables minutos pasaron antes de que la anciana al fin se levantase! Ella le saludó y él vio cómo emprendía la lenta marcha hacia la salida. El ruido sordo de los motores que pasaban por encima le arrancó de repente de sus pensamientos. Casi agachó la cabeza cuando el DC3 sobrevoló el tejado, rebasando el aeropuerto. El comandante de a bordo inclinó el aparato a la derecha, siguiendo la maniobra de aproximación, paralela a la pista. El lejano bimotor se inclinó de nuevo, esta vez para situarse perpendicularmente al terreno. Las pesadas ruedas aparecieron debajo de los motores y las luces de las alas comenzaron a parpadear. Unos minutos después, el gran morro redondeado del avión se echó hacia atrás: la pequeña rueda de la cola acababa de tocar el suelo. Poco a poco las palas de las hélices se hicieron visibles. A la altura de la terminal el DC3 dio la vuelta, avanzando hacia el área de estacionamiento, que estaba situada al pie de la cafetería. El avión de Susan acababa de detenerse. Philip hizo una señal al camarero para que acudiera a limpiar la nesa, les colocó el salero, el pimentero y el azucarero en su sitio, correctamente alineados. Cuando los primeros pasajeros descendieron por la escalerilla, tuvo miedo de que su instinto le hubiese jugado una mala pasada. Vestía una camisa masculina con los faldones flotando sobre unos vaqueros gastados. Había adelgazado, pero se le veía en forma. Sus mejillas prominentes parecieron sobresalir unos centímetros cuando ella lo divisó, al otro lado del ventanal. Él hizo un esfuerzo sobrehumano para respetar su voluntad y permanecer allí sentado a la mesa. En cuanto ella entró en la terminal, desapareciendo por un breve tiempo de su campo de visión, él se dio la vuelta y ordenó dos bolas de vainilla recubiertas de chocolate caliente y almendras laminadas, todo ello generosamente regado con caramelo líquido. Unos instantes después, ella pegó su rostro contra el ojo de buey y le hizo una mueca. En cuanto la vio en la puerta de la cafetería, él se levantó. Ella sonrió al constatar que él había elegido la misma mesa. En una vida en la que ya no quedaban puntos de referencia, este pequeño rincón íntimo en un aeropuerto anónimo había adquirido una especial importancia. Se lo había confesado a sí misma al desembarcar del pequeño avión que la había conducido de Puerto Cortés a Tegucigalpa. Cuando ella empujó el batiente de la puerta, él tuvo que contenerse para no correr hacia ella, que hubiese detestado ese gesto. De forma intencionada, ahora ella caminaba a paso lento. Al llegar a la tercera hilera de mesas, tosca, dejó caer la gran bolsa de viaje, se puso a correr y finalmente se hundió en sus brazos. Con la frente sobre su hombro, ella aspiró el perfume de su nuca. Él cogió su cabeza entre las manos y la miró a los ojos. Permanecieron en silencio. El camarero tosió detrás de ellos y preguntó en tono irónico: «Por casualidad, ¿no querrán que ponga un poco de nata por encima?». Al sentarse, Susan contempló la copa helada, hundió el dedo índice en la misma y chupó el caramelo que la recubría. – ¡Te he echado tanto de menos! -dijo él. – ¡Yo no! -respondió sarcástica ella-. ¿Cómo estás? – ¡Qué más da! Deja que te mire. Había cambiado, quizá de forma imperceptible a los ojos de los demás, pero no a los de Philip. Sus mejillas estaban hundidas y la sonrisa traicionaba una angustia que él no lograba desentrañar. Era como si cada tragedia de la que había sido testigo se hubiese clavado en su carne, dibujando los contornos de una herida que desbordaba humanidad y turbación. – ¿Por qué me miras así, Philip? – Porque me impresionas. La carcajada de Susan invadió toda la cafetería. Dos clientes de una mesa se dieron la vuelta. Ella se tapó la boca con la mano. – ¡Oh! ¡Lo siento! – Sobre todo, no te disculpes. Eres tan hermosa cuando ríes… ¿Esto te sucedía muy a menudo allí? – Sabes, lo más increíble es que allí, como dices tú, parece que una está en el fin del mundo y en realidad se está aquí al lado. Pero hablame de ti, de Nueva York. Estaba contento de vivir en Manhattan. Acababa de conseguir su primer trabajo para una agencia de publicidad, que le había encargado un – Uno no se da cuenta de cómo cambian las personas cuando las ve a diario. Y es así como uno acaba por perderlas. – Es lo que siempre te he dicho, amiguito. Es peligroso vivir en pareja -dijo ella-. ¿Te parece que he engordado? – No, al contrario, ¿por qué? – Por lo que acabas de decir. ¿Encuentras que he cambiado? – Tienes cara de cansada, Susan. Eso es todo. – ¡Así que he cambiado! – ¿Desde cuándo te preocupas por tu aspecto? – Cada vez que te veo. Ella seguía con la mirada las láminas de almendra que se adherían al chocolate y se iban depositando en el fondo de la copa helada. – ¡Tengo ganas de comer algo caliente! – ¿Qué te pasa, Susan? – ¡Esta mañana debí de olvidarme de tomar las pastillas para reír! Ella había logrado irritarle. Susan ya lamentaba su cambio de humor, pero había creído que su complicidad le permitía comportarse como le viniese en gana. – ¡Al menos podrías hacer un pequeño esfuerzo! – ¿De qué me hablas? – De hacerme creer que te alegras de verme. Ella pasó un dedo por la mejilla de él. – Pero, tonto, ¡claro que estoy contenta! ¡No tiene nada que ver contigo! – ¿Con qué entonces? – Me resulta difícil volver a mi país. Todo me parece realmente lejos de la vida que llevo. Aquí hay de todo, no falta nada. En cambio, allí no hay nada. – Mal de muchos, consuelo de tontos. Si no eres capaz de relativizar las cosas, intenta al menos ser un poco más egoísta. Eso te convertirá en una mejor persona. – ¡Dios mío, te estás convirtiendo en un filósofo! Philip se levantó bruscamente y recorrió el pasillo entre las mesas hasta la puerta. Salió de la sala y regresó de inmediato, a paso rápido. Se inclinó y besó a Susan en el cuello. – ¡Buenos días, me alegro mucho de verte! – ¿Se puede saber a qué estás jugando? – Precisamente, no estoy jugando. Te espero desde hace dos años. Me han salido callos en los dedos de tanto escribirte, puesto que era el único medio de compartir algo, aunque fuese lo mínimo, de tu vida, y descubro que nuestro encuentro comienza de una manera muy diferente a como me lo había imaginado. Así pues, prefiero comenzar todo desde el principio. Ella clavó su mirada en él durante unos instantes y estalló en una carcajada. – Sigues tan loco como de costumbre. ¡También yo te he echado de menos! – Bien, ¿me lo cuentas todo ahora? – No, tú primero. Háblame de tu vida aquí, en Nueva York. Quiero saberlo todo. – ¿Qué quieres de caliente? – ¿De qué me hablas? – Has dicho que querías algo caliente, ¿que quieres comer? – Eso era antes. El helado ha sido una idea muy buena. Ambos experimentaban una extraña sensación, sin atreverse a confesárselo. El tiempo levantaba hitos de intensidad diferente en cada una de sus vidas, a ritmos que no tenían nada en común. Sin embargo el sentimiento que los unía permanecía intacto. Sólo les faltaban las palabras. Quizá se debiera también a que la profundidad y la sinceridad del vínculo que existía entre ellos ya acusaba excesivas ausencias, una distancia que no sólo se expresaba en – Entonces come deprisa y vámonos, tengo una sorpresa para ti. Ella bajó los ojos y permaneció un momento en silencio, unos segundos, antes de levantar la cabeza para mirarlo. – No tendré tiempo… Quiero decir que no me quedo, he aceptado renovar el contrato. Sabes, allí me necesitan. Lo siento, Philip. Él sintió que la tierra se abría bajo sus pies, y experimentó el extraño vértigo que se instala e impide que uno esté atento en el momento en que es más necesario estarlo. – No pongas esa cara, te lo ruego. Ella colocó su mano sobre la de Philip y él apartó al instante la mirada para que no pudiese ver la tristeza y el desconcierto que acababan de adueñarse de sus ojos. Un sentimiento de soledad oprimía su corazón. Acarició con el pulgar la mano de Susan; su piel había perdido parte de su tersura. Le habían salido pequeñas arrugas, y él no quiso mirarlas. – Sé que es difícil -dijo ella-. Resulta imposible conservar las manos como las de una chica joven. Ya me has visto las uñas, y para qué quiero hablar de mis piernas. ¿Qué querías enseñarme? Él quería mostrarle su estudio en Manhattan, pero eso no era lo importante. Lo dejarían para la próxima ocasión. La observó atentamente y su mirada cambió. Ella consultó su reloj. – ¿Y cuánto tiempo te quedas? – Dos horas. – ¡Ah! – No te puedes imaginar todo lo que he tenido que hacer para escaparme y poder verte. -Sacó un paquete envuelto en papel de embalar y lo colocó sobre la mesa-. Es absolutamente necesario que entregues este paquete en esta dirección. Son nuestras oficinas en Nueva York. Es parte de la excusa que me he inventado para verte. Él no miró el paquete. – Pensaba que trabajabas en una organización humanitaria. No sabía que estuvieses en un batallón de castigo. – ¡Pues ahora lo sabes! – ¡Cuéntame! En dos años había trazado su camino. Es a ella a quien habían llamado a Washington para que justificase los créditos solicitados. También era ella quien debía regresar lo más rápidamente posible con cajas de medicinas, diversos materiales y alimentos no perecederos. – ¿Y no puedes esperar aquí mientras ellos hacen los paquetes? – He venido a prepararlos personalmente. Ése es también el objetivo de mi viaje. Debo llevar las cosas que realmente necesitamos, y no las toneladas de tonterías que amenazan con enviarnos. – ¿Y qué es precisamente lo que necesitáis? Susan hizo como si sacase una lista del bolsillo y la leyese: – Tú tomas el pasillo de la izquierda. Yo iré hacia las estanterías refrigeradas del fondo del almacén y nos encontraremos en las cajas. ¿Te acordarás de todo? Nos hace falta material escolar, trescientos cuadernos, novecientos lápices, seis pizarras, cien cajas de tiza, manuales de español y todo lo que encuentres en esa sección, platos y cubiertos de plástico, alrededor de seiscientos platos, dos mil cuchillos, el mismo número de tenedores y el doble de cucharas, novecientas mantas, mil pañales, mil toallas, un centenar de trapos para el dispensario… – Yo es a ti a quien necesito, Susan. – … seis mil compresas, trescientos metros de hilo para sutura, equipos de esterilización, útiles dentales, agujas, cánulas estériles, separadores, quirófanos, pinzas quirúrgi- cas, penicilina, aspirinas, antibióticos de amplio espectro, anestésicos… Perdóname, no soy muy divertida. – ¡No está mal! ¿Puedo al menos ir contigo a Wash- ngton? – En el sitio al que voy no te dejarían entrar. No me da- rán ni la vigésima parte de lo que necesitamos. – Ya empleas el «nosotros» cuando hablas de allí. – No me había dado cuenta. – ¿Cuándo volverás? – No tengo la menor idea. Probablemente dentro de un año. – ¿Te quedarás la próxima vez? – Philip, no hagas un drama. Si uno de nosotros hubiese ido a una universidad del otro extremo del país, sería lo mismo, ¿no? – No. Las vacaciones no durarían sólo dos horas. Bien, estoy hundido, estoy triste y no logro ocultártelo. Susan, ¿vas a encontrar todas las excusas imaginables del mundo para que jamás llegue el momento? – ¿Para que no llegue el momento de qué? – De arriesgarte a perderte a ti misma uniéndote a otra persona. ¡Deja ya de mirar el reloj! – Hay que cambiar de tema, Philip. – Te vas a detener, ¿cuándo? Ella retiró su mano, sus ojos se fruncieron. – ¿Y tú? -retomó ella. – ¿Qué quieres que yo detenga? – Tu gran carrera, tus dibujos mediocres, tu pequeña vida. – ¡Eres muy dura! – No, simplemente soy más directa que tú. Es una mera cuestión de vocabulario. – Me haces falta, Susan, eso es todo. Tengo la debilidad de decírtelo. No tienes idea de cómo me enfado a veces. – Quizá soy yo la que debería salir de la cafetería y volver a entrar. Lo siento de verdad, te juro que no pensaba lo que decía. – Pero lo pensabas, quizá de otra manera. Eso viene a ser lo mismo. – No quiero dejarlo, no ahora, Philip. Lo que yo vivo es duro, a veces muy duro, pero tengo la impresión de que ahora sirvo para algo. – Es eso lo que me hace sentir celoso. Es eso lo que encuentro tan absurdo. – ¿Celoso de qué? – De que yo no logro provocar en ti ese mismo sentimiento. De decirme que sólo la miseria te atrae, la de los demás. Como si todo ello te ayudase a huir de tu propia desolación en lugar de enfrentarte a ella. – ¡Me estás incomodando, Philip! De repente, él levantó el tono. Ella se sorprendió y, cosa rara, no fue capaz de interrumpirle a pesar de que lo que le decía le disgustaba profundamente. Él rechazaba su discurso humanitario. En su opinión, Susan se ocultaba en una vida que ya no era la suya desde aquel triste verano de sus catorce años. Intentaba salvar la vida de sus padres a través de las vidas de la gente a la que socorría, porque se sentía culpable de no haber tenido aquel día una gripe de campeonato que habría impedido que sus padres la dejasen sola en casa. – No intentes cortarme -prosiguió él con voz autoritaria-. Conozco todos tus estados de ánimo y cada una de tus exhibiciones, y puedo descifrar cada una de tus expresiones. La verdad es que tienes miedo a vivir. Y es para superar ese miedo por lo que te has marchado a ayudar a los demás. Pero no te enfrentas con nada, Susan. No es tu vida la que defiendes, sino la de ellos. ¡Qué extraño destino hacer caso omiso de los que te aman y entregar tu amor a gentes a las que jamás conocerás! ¡Sé que eso te hace sentirte bien, pero esa no es la solución! – A veces me olvido de que me amas tanto, y me siento culpable de no saber amarte de la misma manera. Las agujas del reloj avanzaban a una velocidad anormal, Philip se resignó, tenía tantas cosas que decirle… Se las escribiría. Había estado esperándola dos años y ahora sólo disponían de unos breves momentos. Susan acusaba un cierto cansancio. Encontraba que el rostro de Philip había cambiado, parecía más hombre, más «tío». Él tomó esta reflexión como un cumplido. Por su parte, él la encontraba aún más hermosa. Ambos sabían que este corto instante no sería suficiente. Cuando la voz metálica del altavoz anuncio el embarque de su vuelo, él prefirió quedarse sentado a la mesa. Ella lo observó. – Sólo te acompañaré hasta la puerta cuando te quedes más de cuatro horas. Ya lo sabes para la próxima vez. -Se esforzó en dibujar una sonrisa. – ¡Tus labios, Philip! ¡Parecen los de Charlie Brown! – Me encanta. ¡Es mi cómic preferido! – Me hago la mala, pero tú sabes que… Ella se había levantado. Él le cogió la mano y la apretó entre las suyas. – ¡Lo sé! ¡Cuídate! Besó la palma de su mano y ella se inclinó para darle un beso en la comisura de los labios. Al retroceder, ella le acarició la mejilla. – Veo que has envejecido, ¡picas! – Al cabo de diez horas de haberme afeitado, siempre pico. ¡Vete ya, que vas a perder el avión! Ella giró sobre sus talones y apretó el paso. Cuando estuvo casi al final del pasillo, él le gritó que se cuidase. Susan no se volvió, levantó el brazo en el aire y sacudió la mano. La puerta de madera oscura se volvió a cerrar lentamente, engullendo su silueta. Philip permaneció sentado a la mesa durante una hora, hasta mucho después de que el avión de Susan hubiese desaparecido en el cielo. Cogió un autobús para regresar a Manhattan. Ya era de noche y prefirió caminar por las calles del Soho. Al llegar ante el escaparate de Fanelli's dudó entre si entrar o no. Los grandes globos que colgaban del techo difundían una luz amarilla sobre los muros recubiertos de una pátina. Las imágenes de Joe Frazier, Luis Rodríguez, Sugar Ray Robinson, Rocky Marciano y Muhammad Alí, en marcos de madera, dominaban la sala, donde había hombres que reían y engullían hamburguesas, y mujeres que picaban patatas fritas con la punta de los dedos. Se arrepintió de haber entrado, no tenía hambre, y se dirigió a su casa. En Washington, Susan entraba en la habitación del hotel. En ese mismo momento, en la suya, Philip contemplaba la cama. Rozó con la mano la almohada de la derecha y regresó a la desierta sala de estar. No quitó la mesa, que miró largo rato en silencio. Después se echó a dormir en el sofá. A la mañana siguiente entregaría el paquete. |
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