"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

3

10 de octubre de 1976

Susan:

Debería haberte escrito mucho antes, pero no se me ocurrían las palabras adecuadas. Además, tengo la impresión de que he consumido la cuota de tonterías que puedo decirte este año. Así que he preferido esperar. Eso es todo. ¿El huracán que ha asolado México os ha afectado? La prensa dice que ha habido cerca de dos mil quinientos muertos y catorce mil heridos. México no está tan lejos de Honduras, y cualquier mala noticia de los países que están por allí me asusta. En verdad quisiera que olvidases la discusión que tuvimos. No tenía ningún derecho a decirte lo que te dije. No quería juzgarte, lo siento mucho. Sé que a veces te provoco. Es mi testarudez. Soy imbécil y pierdo el control. ¡Como si mis palabras pudiesen hacer que volvieses! ¡Como si lo que yo pensase o sintiese pudiese cambiar el curso de tu vida! Pero parece que algunas grandes historias de amor comienzan por un desencuentro. Escríbeme pronto. Dame noticias tuyas.

Cariños.

Philip

11 de noviembre

Philip:

He recibido tu carta, y… sí tenías derecho. Estabas equivocado, pero aun así tenías derecho. Sin embargo, aunque no fuese tu intención, tus palabras adquirieron la forma de un juicio. No las he olvidado. Al contrario, he reflexionado a menudo sobre ellas. De otro modo ¿de qué habría servido pronunciarlas? Lisa, el nombre del huracán que te inquietaba, no nos ha tocado. Las cosas ya son bastante difíciles sin necesidad de huracanes. Si hubiese llegado aquí, creo que ya habría abandonado. Sabes, este país es tan especial. La sangre de los muertos ya se ha secado. Sobre estos coágulos de miseria, los supervivientes han reconstruido sus casas, rehecho lo que quedaba de sus familias y de sus vidas. Vine aquí convencida de todas mis certezas, que me hacían creer que yo era la más inteligente, la más educada, la más segura en todo. Cada día que paso junto a ellos los veo más fuertes que yo, y a mí más débil que ellos.

¿Es su dignidad lo que les da tanta belleza? No es como llevar ayuda a una población destrozada por la guerra. Aquí el combate se libra contra el viento y la lluvia. No hay ni buenos ni malos, ni partido ni causa. Sólo hay una humanidad inmensa en una desolación increíble. Y únicamente su valor hace renacer la vida en medio de las cenizas de la esperanza imposible. Creo que es por eso que los amo, también sé que es por eso que los admiro.

Vine aquí creyéndoles víctimas, y me muestran a cada instante que son una cosa muy diferente y me aportan más de lo que yo les entrego. En Montclair mi vida no tendría sentido, no sabría qué hacer. La soledad vuelve impaciente, es la impaciencia la que mata al niño. No tomes a mal lo que te voy a decir, pero en aquella adolescencia que compartimos lo mejor que pudimos estuve siempre sola.

Es cierto, he sido muy impetuosa. Y todavía lo soy. Esta necesidad de quemar etapas me hace vivir a un ritmo que tú no puedes comprender, porque es un ritmo diferente del tuyo.

Me fui sin decirte algo tan esencial como todo lo anterior: te echo mucho de menos, Philip. A menudo hojeo las páginas de nuestro álbum de fotos. Todas esas imágenes de nosotros dos son preciosas. Esas señales del tiempo son nuestra infancia. Perdona que sea como soy, imposible para vivir para otro.

Susan

Times Square. En el tumulto de la muchedumbre que se aglomeraba en la plaza, como cada Nochevieja, Philip se encontró con un grupo de amigos; todos estudiantes, como él. Cuatro grandes números acaban de iluminar la fachada del edificio del New York Times. Es medianoche: el año 1977 acaba de nacer. Una lluvia de confeti se mezcla con los besos que se da la gente. Philip se siente solo en medio de la multitud. ¡Qué extraños son esos días en los que la alegría de vivir viene establecida en los calendarios! Una muchacha recorre una barrera, intentando abrirse camino en aquella marea humana. Ella le da un empujón, lo rebasa, se da la vuelta y le sonríe. El levanta el brazo y agita la mano; ella le responde con una señal de la cabeza, como disculpándose de no poder avanzar más deprisa. Tres personas los separan ya; ella parece avanzar arrastrada por la cresta de una ola, que la conduce hacia la costa. Él se cuela entre dos turistas despistados. Durante unos breves instantes su rostro desaparece para volver a la superficie al cabo de unos segundos, como para coger un poco de aire.

Él intenta no perderla de vista. La distancia se reduce. Ella casi le puede oír en medio de la muchedumbre ruidosa. Un último golpe de hombro, él está cerca de ella y la coge de la mano. Ella se da la vuelta, sorprendida, al tiempo que él sonríe y le grita más que le habla:

– ¡Feliz año nuevo, Mary! Si prometes no arañarme el brazo, te llevaré a tomar una copa. Esperaremos a que la marea baje.

Ella le sonríe y también chilla:

– ¡Para ser alguien que se creía tímido, has hecho grandes progresos!

– Eso fue hace más de un año, ¡ya he tenido tiempo!

– ¿Has practicado mucho?

– ¡Dos preguntas más en medio de este gentío y me quedo sin voz! ¿Te importaría que fuéramos a un lugar más tranquilo?

– Estaba con mis amigos, pero creo que los he perdido definitivamente. Debíamos encontrarnos en Downtown. ¿Por qué no vienes con nosotros?

Philip asiente con la cabeza, y los dos náufragos se dejan llevar hacia la parte baja de la ciudad. Al final de la Séptima Avenida llegan a Bleecker Street. Un último afluente les conduce a la calle Tercera. En el Blue Note, donde los amigos de Mary están esperando, un pianista arrastra a su público a ritmo de jazz, una música que ninguna epifanía hará que pase de moda.


En las horas glaciales del amanecer, sobre los adoquines desiertos del Soho, las botellas de alcohol que sobresalen de las papeleras testimonian los delirios de una noche ya consumida. Toda la ciudad duerme la resaca. Sólo los ruidos de unos cuantos coches rompen el silencio del barrio, todavía oculto tras un velo de ebriedad. Mary empuja la puerta del edificio de Philip. Un viento frío le da en el cuello, siente un escalofrío y se acurruca en su abrigo. Sube por la calle y levanta el brazo en el cruce. Un taxi amarillo se detiene junto a la acera. Se mete en él y el coche desaparece en Broadway. El 2 de enero de ese año, Errol Gardner bajó la tapa del teclado de su piano para siempre. Philip reanudó sus clases.


Principios de febrero. Susan acaba de recibir una carta de Washington. Tardías palabras de felicitación de sus superiores que la invitan a estudiar la posibilidad de establecer un nuevo campamento de refugiados, en las montañas. Deberá elaborar un presupuesto e ir a presentar la viabili-

dad del proyecto en cuanto le sea posible. Todavía no ha dejado de llover. Sentada bajo el tejadillo de su casa, contempla el agua que corre y abre riachuelos en el suelo.

No deja de pensar en las personas que en la montaña asisten impotentes, como cada invierno, a la violencia de una naturaleza que se burla del trabajo realizado a comienzos del verano. En algunas semanas recomenzarán todo sin quejarse, un poco más pobres aún que en las estaciones anteriores.

Juan está silencioso, enciende un cigarrillo. Ella lo coge con los dedos y se lo lleva a los labios. La incandescencia ilumina la parte inferior de su rostro. Echa una profunda bocanada.

– ¿Es un billete de primera clase en Air Ganja eso que fumas?

Juan sonríe de forma maliciosa.

– Sólo es una mezcla de tabaco rubio y negro. Es lo que le da ese sabor.

– Parece ámbar -dice ella.

– No sé qué es eso.

– Una cosa que me recuerda mi niñez, el olor de mi madre. Ella olía a ámbar.

– ¿Añoras tu infancia?

– Sólo algunas caras: mis padres, Philip…

– ¿Por qué no te quedaste con él?

– ¿Te ha pagado para que me hagas esa pregunta?

– No le conozco y tú no me has respondido.

– Porque no me da la gana.

– Eres extraña, Doña Blanca. ¿De qué huyes? ¿Por qué has venido a perderte aquí?

– Se trata de todo lo contrario, cipote [4], es aquí donde me he encontrado. Además, me molestan tus preguntas. ¿Crees que la tormenta durará?

Juan señaló con el dedo la luz tan particular que aparecía en el horizonte cuando el aguacero se alejaba. En poco más de una hora, como mucho, habría dejado de llover y un olor a tierra mojada y a pinos invadiría los más pequeños rincones de su modesta cabaña. Ella abriría el único armario para que su ropa se impregnase del aroma. Una oleada de sensualidad le recorría la piel cuando se ponía una blusa bañada en aquel perfume.

Susan tiró la colilla al otro lado de la balaustrada, se levantó de golpe y sonrió abiertamente a Juan.

– ¡Súbete al camión, nos vamos!

– ¿Adonde?

– Deja ya de hacer preguntas.

El Dodge tosió dos veces antes de arrancar. Los gruesos neumáticos patinaron en el barro antes de lograr agarrarse a algunas piedras. Las ruedas traseras tardaron en alinearse con la pista. Chorros de barro mancharon los laterales del camión. Susan continuaba acelerando mientras el viento le golpeaba el rostro. Estaba feliz y lanzó un largo grito al que se unió Juan. Subían hacia las montañas.

– ¿Adonde vamos?

– A ver a la pequeña. ¡La echo de menos!

– La carretera está inundada, no conseguiremos subir.

– ¿Sabes lo que decía nuestro presidente? Hay quienes ven las cosas como son y se preguntan por qué son así. Yo las veo como podrían ser y me pregunto a mí misma por qué no. Esta noche cenaremos con el señor Rolando Álvarez.

Si Kennedy hubiese conocido las carreteras hondureñas en invierno posiblemente habría esperado a que llegase la primavera para pronunciar su aforismo. Seis horas más tarde, cuando estaban a medio camino de la cima, los ejes se bloquearon y fueron incapaces de encontrar las fuerzas necesarias para propulsar el camión. El embrague patinaba y el olor acre que se desprendía obligó a Susan a rendirse a la evidencia. Inmovilizados en aquella carretera de montaña, no podrían recorrer los diez últimos zigzags que los separaba del pueblo donde vivía la niña que había ocupado un lugar tan importante en el corazón de Susan. Juan pasó a la trasera y sacó cuatro mantas de un saco de yute.

– Creo que tendremos que dormir aquí -dijo en tono lacónico.

– A veces soy tan testaruda que me resulta difícil soportarme a mí misma.

– No te inquietes, no eres la única que tiene un carácter difícil.

– No exagero. Aún no ha llegado el día de mi santo. Así que no me adules.

– ¿Por qué querías ver a la niña?

– ¿Qué hay para comer ahí atrás? Tengo hambre. ¿Tú no?

Juan miró en otro saco y sacó una gran lata de frijoles. Le hubiese gustado preparar un casamiento, ese plato típico hondureño, pero habría tenido que preparar un poco de arroz y llovía demasiado para encender un fuego. Susan mojó casi todo un paquete de galletas en una lata de leche condensada, y dejó que se le deshiciesen en la boca. El agua inundaba el parabrisas, así que cortó el baile de los limpiaparabrisas con el fin de ahorrar batería. Allí afuera no había nada que ver.

– Parece como si te interesases más en ella que en el resto de los niños del valle.

– No me gusta lo que dices. No tiene nada que ver con eso. No la veo todos los días, y por eso la echo de menos.

– ¿También echas de menos a Philip?

– ¡Me cansas con lo de Philip! ¿Qué te pasa?

– Nada, sólo trato de comprenderte un poco.

– Pero si no hay nada que comprender. Sí, echo de menos a Philip.

– ¿Por qué no estás con él?

– Porque he decidido estar aquí.

– ¡El lugar de una señora es estar junto al hombre al que ama!

– Tu frase es estúpida.

– No veo en qué. Un hombre también debe estar cerca de la mujer a la que ama.

– No siempre es tan fácil.

– ¿Por qué sois tan complicados los gringos?

– Porque hemos perdido el gusto por las cosas sencillas. Es lo que me gusta de vosotros. No sólo basta con amar, también hay que ser compatible.

– ¿Qué significa eso?

– Que hace falta amar la vida que uno va a llevar con el otro, compartir las aspiraciones, las esperanzas; tener los mismos objetivos, idénticos deseos.

– ¿Cómo se puede saber eso por adelantado? ¡Es imposible! No se puede conocer al otro de antemano. Para amar hay que tener paciencia.

– ¿Me has mentido sobre tu edad?

– Entre nosotros casarse con alguien al que amamos ya es una razón para ser feliz.

– Entre nosotros amar no siempre es suficiente, aunque pueda parecer absurdo. De acuerdo, a veces somo raros, yo soy el perfecto ejemplo de ello.

Un rayo blanco desgarró el cielo y una brutal explosión interrumpió su conversación. El huracán volvía hacia ellos. Había duplicado su potencia, intensificando las precipitaciones que se abatían sobre las frágiles laderas del monte Cabeceras de Naco. Muy pronto la tierra, anegada de agua, fue incapaz de absorber las lluvias torrenciales que descendían por las laderas, arrastrando consigo secciones enteras de la montaña. Juan ya no escuchaba a Susan y su cara acabó por traicionar una creciente inquietud.

Intentó abrir la ventana, pero tuvo que renunciar a ello debido a un violento golpe de viento. Entonces comenzó a hacer pequeños movimientos con la cabeza, como si estuviera al acecho de algo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.

– ¡Cállate!

Con la oreja derecha pegada a la ventanilla, parecía observar atentamente alguna cosa. Mientras tanto, la mirada de Susan no cesaba de interrogarlo. Con un dedo que llevó a sus labios, él le hizo comprender que debía guardar silencio. Ella no le hizo caso.

– ¿Qué haces, Juan?

– ¡Por amor de Dios, déjame escuchar!

– Pero ¿qué diablos sucede?

– No es en verdad el momento de decir groserías. Oigo que la tierra se mueve.

– ¿Qué?

– ¡Cállate!

Un crujido sordo rompió el silencio. Juan entreabrió la puerta con dificultad y un viento violento cargado de pesadas gotas se coló al instante en la cabina. Miró bajo las ruedas: una fractura justo en medio de la carretera dejaba prever lo peor. Dio a Susan la orden de encender los faros. Ella obedeció al instante. El rayo de luz rasgó la cortina de lluvia. Hasta allí donde llegaba la luz, la carretera estaba hendida por una grieta.

– Pasa a la parte de atrás. Tenemos que salir inmediatamente de aquí.

– Estás loco, ¿has visto lo que está cayendo?

– ¡Somos nosotros los que nos vamos a caer! ¡Date prisa! No salgas por tu lado. Haz lo que te digo.

Apenas hubo pronunciado estas palabras cuando el camión dio un bandazo, como un barco que empezara a hundirse por el lado de babor. Él la cogió por el brazo y la empujó hacia la plataforma de la parte trasera.

Buscando el equilibrio, ella se colocó sobre los sacos de víveres. Él se adelantó, retiró el toldo de la puerta, la cogió de la mano y la estiró bruscamente, acompañándola en la caída. En cuanto rodaron por el suelo, él la arrastró contra la roca y la obligó a agacharse. Con los ojos completamente abiertos, ella vio cómo el camión se deslizaba hacia atrás y caía por el barranco. La parte delantera se levantó en un último esfuerzo, las luces de los faros apuntaron hacia el cielo y el viejo Dodge desapareció por el precipicio. El ruido de la lluvia era ensordecedor. Paralizada, Susan no oía nada a su alrededor y Juan tuvo que llamarla tres veces antes de que reaccionase. Tenían que subir con la mayor rapidez posible, puesto que el terraplén que les servía de refugio daba señales de debilidad. Ella se apretó contra él y juntos escalaron unos metros. Como en las peores pesadillas, a pesar de que ordenaba a su cuerpo seguir hacia delante, le parecía que a cada paso que daba iba para atrás. No era una sensación: en efecto, la tierra se hundía bajo sus pies, arrastrándolos hacia el abismo. Él gritó para que aguantase, para que se agarrara a sus piernas, pero los dedos entumecidos de Susan no lograban retener la tela del pantalón de Juan, que se le escapaba de las manos.

Estaba pegada a la pared y los ríos de lodo comenzaban a cubrirla. Tenía que escupir con todas sus fuerzas y le faltaba el aire. La penumbra se iluminó con un vivo resplandor de estrellas en sus ojos y perdió el conocimiento. Juan se dejó deslizar sobre sus espaldas hasta ponerse a su lado y levantó la cabeza inerte de Susan, que descansó sobre su pecho. Sacó la tierra que se había metido en la boca de la joven, la colocó de lado y metió dos dedos hasta el fondo de la garganta. Al instante, sacudida por un espasmo violento, comenzó a vomitar. Juan la sujetó contra su cuerpo al tiempo que se aferraba con todas sus fuerzas a una raíz.

No sabía cuánto tiempo la podría sostener así, pero sabía que era exactamente el que les quedaba de vida.


10 de febrero de1977

Susan:

¿Dónde estás? Estoy inquieto. Las noticias que llegan de El Salvador informan que bandas armadas de guerrilleros se están agrupando a lo largo de las fronteras. El New York Times habla de incursiones en territorio hondureño y de combates esporádicos. Envíame aunque sólo sean unas letras para decirme que estás bien y que no corres peligro. Te ruego que te cuides y que me escribas pronto.

Philip

Resistían desde hacía dos horas. Un momento de calma les había permitido ganar unos cuantos centímetros, encontrando un punto de apoyo más estable. Susan había recuperado el conocimiento.

– Por poco me ahogo en una montaña. ¡Creo que jamás me creerá nadie!

– Conserva tus fuerzas.

– Eso de hacerme callar se va a convertir en una costumbre.

– Aún no estamos a salvo.

– Si tu Dios lo hubiese querido, ya todo habría acabado.

– No es de Dios de quien viene el peligro, sino de la montaña y del aguacero. Y tienen peor carácter que tú.

– Estoy cansada, Juan.

– Lo sé, yo también.

– Gracias, Juan, gracias por lo que acabas de hacer.

– Si toda la gente a la que tú has salvado tuviese que darte las gracias, desde hace varios meses no se oiría otra palabra en el valle.

– Creo que la lluvia está parando.

– Entonces habrá que rogar a Dios para que la cosa siga así.

– Vale más que lo hagas tú, creo que tengo algunas cuentas pendientes con él.

– Aún queda mucha noche por delante. Descansa.

Las horas silenciosas pasaron lentamente, animadas tan sólo por los caprichos de la tormenta, que todavía se negaba a retirarse. Hacia las cuatro de la mañana Juan se adormeció, soltó a su presa y Susan resbaló y dio un grito. Sobresaltado, el muchacho la apretó entre sus brazos y la izó de nuevo hacia él.

– ¡Perdóname, me he quedado dormido!

– Juan, tienes que guardar tus fuerzas para ti. No puedes ocuparte de los dos. Si me dejas, podrás salvarte.

– ¡Si es para decir tonterías, más vale que te calles!

– Estás verdaderamente obsesionado con eso de que cierre el pico.

Ella se contuvo algunos minutos y luego rompió el silencio impuesto por Juan para hablarle del miedo que había pasado. Él también pensó que su último momento había llegado. De nuevo se hizo el silencio, y ella le preguntó en qué pensaba. El muchacho había rezado a sus padres. Ella se calló. Se produjo otro instante de calma, en el que ella se puso a reír nerviosamente.

– ¿De qué te ríes?

– ¡Philip debe de estar delante de la tele!

– ¿Piensas en él?

– Olvida lo que te acabo de decir. ¿Qué te parece si pasamos de él y lo enterramos?

– ¿Es importante para ti?

– No lo sé -dudó unos instantes-, puede ser -reflexionó de nuevo-. No, definitivamente no lo creo. A falta de una buena boda, creo que me gustaría contar con un bonito entierro.

Aún tenían que subir unos cuantos metros. A pesar de que el diluvio había cesado, la tierra que los sostenía podía deshacerse en cualquier momento y arrastrarlos hacia el barranco. Él le suplicó que hiciese un último esfuerzo, y comenzó una peligrosa ascensión. Ella tuvo que gritar para que se detuviese, pues tenía la pierna atrapada. Juan, al mismo tiempo que la sostenía, se colocó a su lado y le liberó con cuidado el pie, que se había enganchado en algo que la penumbra no le dejaba identificar. Al término de una escalada agotadora llegaron a un saliente situado en la parte superior de la carretera. Lo atravesaron y ambos se pegaron contra la pared. La tormenta, imprevisible y majestuosa, cambió un poco más tarde de rumbo y se fue a morir a las alturas de monte Ignacio, que se hallaba a cien kilómetros de allí. El cortejo de lluvias torrenciales le seguía.

– Lo siento -dijo Juan.

– ¿Por qué?

– Porque te voy a privar de tu bonito entierro. ¡Nos hemos salvado!

– ¡Oh!, no es grave, no te inquietes. Tengo dos o tres amigas que cuando tengan treinta años aún no estarán casadas. De modo que nadie me considerará una solterona. Aún puedo esperar unos años a que me hagan los funerales.

Juan no apreciaba particularmente el humor de Susan y se incorporó para poner fin a la conversación. El día aún no había comenzado y habría que esperar para continuar la ascensión y alcanzar la carretera que conducía al pueblo.

En la oscuridad cada paso era muy peligroso. Ambos estaban empapados y ella se puso a tiritar, no sólo de frío, sino porque el hecho de haber escapado a la propia muerte le producía temblores legítimos. Él la friccionó con energía.

Sus miradas se cruzaron. Los dientes de Susan castañeteaban y su voz temblaba. Juan se acercó, pero ella apartó su rostro.

– Juan, eres un buen muchacho, pero eres un poco joven para tocarme las tetas.Tal vez tú no lo consideres así, lo puedo comprender. Pero desde mi punto de vista, aún tendrás que esperar unos cuantos años.

Él no soportó el tono del comentario. Ella se dio cuenta enseguida por la manera en que sus ojos se fruncieron. Si no hubiese conocido la legendaria serenidad de su compañero de ruta, habría tenido miedo de que le diese una bofetada. Juan no hizo nada y se limitó a alejarse de ella. Su silueta desapareció súbitamente y ella lo llamó en aquella noche que tocaba su fin.

– ¡Juan, no he querido ofenderte!

Algunos grillos, para secar sus cuerpos, habían reanudado su chirrido monótono.

El amanecer no tardaría en llegar. Susan se apoyó contra el tronco de un árbol, a la espera de la luz del día.

Estaba medio dormida. Cuando el hombre la sacudió por el hombro, en un primer momento creyó que era Juan. Sin embargo, el campesino que estaba agachado delante de ella no se parecía en nada al muchacho. El hombre sonrió. Su piel estaba surcada de arrugas; las lluvias habían marcado su vida. Atónita, Susan contempló el paisaje desolado. Hacia abajo pudo identificar, emergiendo de tierra, el tocón que la había sostenido y, un poco más allá, el borde del terraplén en el que se habían refugiado. En el fondo del precipicio descansaba semihundido el radiador del Dodge.

– ¿Ha visto a Juan? -preguntó con una voz débil.

– Todavía no hemos encontrado al muchacho, pero sólo somos dos los que hemos salido a buscarles.

Habían oído el camión. Rolando estaba seguro de haber visto cómo los faros se precipitaban en el barranco, pero la locura de la tormenta había impedido cualquier tentativa de ayuda. No había podido convencer a nadie para que le acompañase. En cuanto despejó, envió a dos campesinos a buscarlos con el carro que arrastraba el asno del pueblo, convencido de que en el mejor de los casos los traerían heridos. El más viejo le dijo a Doña Blanca que si había sobrevivido a semejante tempestad era porque contaba con la protección del ángel de la guarda.

– ¡Hay que buscar a Juan!

– ¡No hay nada que buscar, basta con abrir los ojos! La montaña está completamente pelada, no hay un alma con vida hasta el valle. Mire a la derecha, es la carrocería de su camión lo que sobresale del suelo. Si no ha subido por sus propios medios al pueblo, seguramente estará sepultado bajo el barro en alguna parte. Haremos una cruz y la colocaremos allí donde se salieron de la carretera.

– Es la carretera la que se salió, no nosotros. El más joven de los hombres hizo restallar una correa de cuero y el animal se puso en marcha. Mientras el asno trazaba dificultosamente las curvas del camino, Susan se inquietaba por la suerte que hubiera corrido su protegido, convertido, pensaba ella, en su protector.

Llegaron a la entrada de la aldea una hora más tarde. Susan saltó del carro y gritó el nombre de Juan. No obtuvo ninguna respuesta. Fue entonces cuando advirtió el extraño silencio que reinaba en la única calle del poblado.

No había nadie recostado en las fachadas de las casas fumando un cigarrillo. Tampoco ninguna mujer recorría el camino que llevaba a la fuente. Al instante pensó en los incidentes que a veces degeneraban en combates armados entre los habitantes de la montaña y los guerrilleros que huían de El Salvador. Sin embargo la frontera estaba lejos y todavía no se había informado de incursiones en aquella región del país. El pánico empezaba a apoderarse de ella. Gritó una vez más el nombre de su amigo, pero la única respuesta fue el eco de su propia voz.

Juan apareció bajo el porche de la última casa, en lo alto de la calle. Su rostro estaba manchado de barro seco y sus rasgos cansados traslucían tristeza. Se acercó a ella a paso lento. Susan estaba furiosa.

– Fue estúpido que me dejaras sola. He estado angustiada por ti. No lo vuelvas a hacer. ¡Que yo sepa, no tienes diez años!

Él la cogió por el brazo y la condujo por al camino.

– Sigúeme y calla.

Negándose a avanzar, ella lo miró con fijeza a los ojos.

– ¡Deja ya de decir que me calle!

– Te lo ruego, no hagas ruido. No tenemos tiempo que perder.

Él la condujo hacia la casa de la que había salido, y ambos penetraron en la única estancia de la construcción. Telas de color tapaban las ventanas para impedir que el sol entrase. Hicieron falta unos segundos para que los ojos de Susan se acostumbrasen a la penumbra. Reconoció entonces la espalda de Rolando Álvarez. El hombre estaba de rodillas, se levantó y se dio la vuelta hacia ella, con los ojos enrojecidos.

– Es un milagro que haya usted venido, Doña Blanca. No ha dejado de pronunciar su nombre.

– ¿Qué está pasando? ¿Por qué está desierto el pueblo?

El hombre la empujó hacia el fondo de la sala y apartó una cortina que ocultaba una cama pegada a la pared.

Susan descubrió a la niña por la que había emprendido el imprudente viaje. La pequeña estaba sobre la cama, inconsciente. Su cara pálida y empapada de sudor revelaba el origen de la fiebre que la consumía. Susan levantó bruscamente la sábana: el resto de pierna que le quedaba estaba amoratado, tumefacto a causa de la gangrena. Levantó la camisa de la niña y constató que había llegado a la ingle. La infección se había extendido por todo el cuerpo. A sus espaldas, la voz temblorosa de Rolando explicó que a causa de la tempestad que descargaba desde hacía tres días no había podido bajar a la niña. Tras rezar para que apareciese un camión, al llegar la noche creyó que su ruego había sido escuchado. Luego había visto cómo los faros iluminaban el abismo. Había que dar las gracias a Dios de que la Doña se hubiese salvado. Sin embargo, para su hija era demasiado tarde. Lo presentía desde hacía dos días. La niña ya no tenía fuerzas. Las mujeres del pueblo se habían turnado a la cabecera de la cama, pero desde la víspera la pequeña no había vuelto a abrir los ojos y ya no podía alimentarse. Él quería salvarla una vez más. Habría dado su propia pierna por ella, si hubiese sido posible. Susan se agachó junto al pequeño cuerpo inerte, cogió el trapo que había en una palangana de agua, lo escurrió y lo pasó suavemente por la frente perlada de sudor. Luego le dio un beso en los labios y le susurró al oído:

– Soy yo, he venido para curarte, todo irá bien ahora. Yo estaba abajo, en el valle, y tenía ganas de verte, y aquí estoy. Cuando estés mejor te contaré todo lo que nos ha pasado al venir aquí. -Se recostó junto a la niña, pasó los dedos por sus largos cabellos negros para desenredarlos y besó la mejilla ardiente-. Quería decirte que te quiero y que me haces falta. Mucho. Allá abajo pensaba en ti todo el tiempo. Me hubiera gustado venir antes, pero no pude a causa de la lluvia. Juan está aquí, también él tenía ganas de verte. He venido a buscarte para que pases unos días conmigo en el valle. Tengo muchas cosas que enseñarte. Te llevaré a la playa y aprenderás a nadar y saltaremos juntas las olas. Nunca las has visto. ¡Es tan bonito! Cuando el sol está sobre el agua, el océano es como un espejo. Y luego iremos a la selva que se extiende a los lejos. Allí hay animales maravillosos.

La apretó contra su pecho y fue así como sintió los últimos latidos del corazón de la niña, que se extinguían contra el suyo. Tomó la pesada cabeza de la pequeña, la colocó junto a su seno y se puso a tararear. La estuvo meciendo hasta que oscureció. Al llegar la noche, Juan se acercó y se arrodilló a su lado.

– Ahora hay que dejarla y recubrir su rostro para que pueda subir al cielo.

Susan ya no hablaba. Con los ojos vacíos, miraba con fijeza el techo. Juan tuvo que levantarla y sostenerla por los hombros. La llevó afuera. Al llegar a la puerta, ella se dio la vuelta: una mujer ya había tapado el cuerpo de la niña. Susan se dejó resbalar contra la pared. Juan se sentó a su lado, encendió un cigarrillo y lo colocó en los labios de Susan, que empezó a toser al dar la primera bocanada. Permanecieron así, mirando las estrellas del cielo.

– ¿Crees que ya estará arriba?

– Sí.

– Debería haber venido antes.

– ¿Crees que habría servido de algo? No comprendes la voluntad de Dios. En dos ocasiones él la llamó a su lado y por dos veces el ser humano desafió su voluntad: Alvarez la sacó del torrente de lodo y después tú la llevaste para que la operasen. Pero su mano siempre es más fuerte. Él la quería a su lado.

Grandes lágrimas corrían por las mejillas de Susan. La cólera y el dolor le oprimían el estómago. Rolando Alvarez salió de la casa, se dirigió hacia ellos y se sentó junto a Susan. Ella ocultó su rostro entre las rodillas y dio rienda suelta a su ira:

– ¿En qué iglesia habrá que rezar para que termine el sufrimiento de los niños? ¿Acaso no son ellos los únicos inocentes en este planeta de locos?

Álvarez se incorporó de un salto y miró de arriba abajo a aquella mujer. Con una voz feroz y despiadada le dijo que Dios no podía estar en todas partes, que no podía salvar a todo el mundo. A Susan le parecía que desde hacía tiempo ese Dios había dejado de preocuparse de Honduras.

– Levántese y deje de apiadarse de sí misma -añadió el hombre-. Hay centenares de cuerpos de niños enterrados en estos valles. No era más que una huérfana que había perdido la pierna. Está mejor con sus padres que aquí. Esta pena no es la suya y nuestras tierras están demasiado inundadas como para que usted añada sus lágrimas. ¡Si no puede soportarlo, vuélvase a su país!

El hombre, de estatura imponente, se dio media vuelta y desapareció en una esquina de la calle. Juan dejó a Susan con su silencio. Tomó el mismo camino que Álvarez y encontró al hombre junto a una pared de tierra. Estaba llorando.


Fue una primavera de luto, que transcurrió al ritmo de las cartas que se cruzaban en alguna parte del cielo de Centroamérica.

En marzo, Philip participó a Susan su inquietud. Los diarios neoyorquinos relataban en sus columnas las causas y las consecuencias del estado de sitio instaurado en Nicaragua, una frontera que para su gusto se encontraba demasiado cerca de ella. Susan le respondió que el valle de Sula estaba lejos de todo. Cada carta de Philip terminaba con una frase o una palabra que evocaba su ausencia y el dolor que la misma le causaba. Cada respuesta de Susan eludía el tema. Philip trabajaba para una agencia de publicidad que tenía su sede en Madison Avenue.

Cada mañana, tras cruzar el Soho a pie subía al autobús para, media hora más tarde, sentarse en su oficina. Todo su equipo se hallaba en un estado febril puesto que concursaba para hacerse con la campaña de prensa de Ralph Lauren. Si ganaban, la carrera de Philip arrancaría al instante. Era su primer ensayo en calidad de creativo y ya soñaba, sentado a su mesa de trabajo, con el día en que dirigiría el departamento. Como de costumbre, estaba agobiado por el trabajo y debía entregar sus dibujos casi antes de que hubiesen sido encargados.

Después de haber huido de su casa al alba del primer día del año, Mary le había llamado. Desde entonces se encontraban dos veces por semana en la esquina de Prince y Mercer Street para luego ir a cenar a Fanelli's, donde el menú era asequible. Con el pretexto de contarle un buen tema para un artículo, él a menudo le hablaba de Susan, exagerando las historias que ésta le relataba en sus cartas. La velada continuaba en la atmósfera ruidosa y llena de humo del lugar. Cuando en medio de una frase él veía que los párpados de ella comenzaban a cerrarse, pedía la cuenta y la acompañaba a pie hasta su casa.


Desde finales del mes de marzo, cuando llegaba el momento de despedirse ambos se sentían molestos. Sus caras se acercaban, pero en el instante confuso de la promesa de un beso Mary retrocedía sutilmente para desaparecer al instante, protegida por la entrada lúgubre de su edificio. Entonces Philip hundía sus manos en los bolsillos de su abrigo y regresaba a casa, interrogándose sobre la relación que se estaba creando entre la periodista becada y el creativo publicitario.


En las calles los vestidos de las mujeres anunciaban la llegada de la primavera. Su trabajo le exigía tanta dedicación que no pudo ver ni los primeros brotes de abril, ni tampoco las hojas de junio. El 14 de julio un rayo cayó sobre las dos centrales eléctricas de Nueva York, sumiendo a toda la ciudad en la oscuridad durante veinticuatro horas. El «gran apagón», que ocupó la portada de todos los diarios del mundo, alteró las estadísticas de la natalidad nueve meses más tarde. En cambio, Philip pasó esa noche a solas, en su casa, dibujando a la luz de tres velas puestas sobre su mesa de trabajo.


A mediados del mes de agosto Mary pasó una semana en casa de unos amigos en los Hamptons. Al día siguiente comenzaría a trabajar como periodista independiente en la redacción del Cosmopolitan.

El avión de Susan abandonaba su escala de Miami. En Newark, la terminal estaba en obras. Philip había acudido a esperarla a la escalerilla. Aunque sólo fuese por una vez. Ella dejó la bolsa en el suelo y se hundió en sus brazos. Permanecieron así abrazados largo rato. Él cogió su mano y la condujo a la cafetería.

– ¿Y si nuestra mesa está ocupada?

– ¡Eso ya está arreglado!

– Párate y deja que te mire. ¡Has envejecido!

– ¡Qué simpática! ¡Gracias!

– No. Te encuentro muy guapo.

Ella pasó los dedos por las mejillas de él, le sonrió con ternura y lo arrastró hacia aquel rincón que se había convertido en propio. A pesar del cansancio, Susan estaba radiante. Él la interrogó largo y tendido sobre el año que acababa de transcurrir, como para borrar así cualquier resto de los últimos minutos de su anterior encuentro. Ella no mencionó en ningún momento su invierno. Mientras ella le describía su jornada diaria habitual, Philip tomó el lápiz y dibujó su rostro en una hoja de su cuaderno de espiral.

– Y tu Juan, ¿cómo está?

– Me preguntaba cuánto tardarías en hablarme de él. Juan se ha ido. Sólo Dios sabe si volverá algún día.

– ¿Os habéis peleado?

– No. Es algo mucho más complejo que eso. Perdimos a una niña y desde entonces nada fue igual: algo entre nosotros se rompió y no supimos repararlo. Permanecíamos horas enteras mirándonos como estatuas, como si fuésemos culpables de algo.

– ¿Qué pasó esa noche?

– Llovía, la carretera se hundió. Por poco lo mato.


Ella no le contó nada más. Algunos relatos sólo pertenecen a las víctimas, y el pudor de quienes les socorrieron protege sus secretos. A principios del mes de mayo Juan había pasado a verla por su casa. Llevaba una gran bolsa verde sobre el hombro, y ella le preguntó si iba a alguna parte. Con la mirada fija y orgullosa, le anunció que se marchaba. Ella supo enseguida que lo echaría de menos, como a todos los que había amado de cerca o de lejos y de pronto desaparecían de su vida. Apoyada en la escalinata de su modesta vivienda, con los brazos en jarras como para manifestar mejor su cólera, ella le había tratado con dureza. Juan no reaccionó y ella se calmó. Luego lo abrazó y le sirvió la cena.

Cuando el último plato estuvo guardado en el armario, ella se secó las manos en el pantalón y se volvió hacia él. Juan estaba de pie en medio de la única estancia de la vivienda, con la bolsa a sus pies y un aire de timidez. Entonces ella le sonrió y para distender el momento le deseó buen viaje y mejor suerte. Olvidando por un instante su vergüenza, él se acercó. Ella cogió entonces su cara entre las manos y llevó sus labios hasta los de él. Al amanecer él tomó la carretera que le llevaría hacia una nueva etapa de su existencia. Durante las siguientes semanas Susan luchó contra la tristeza de una puerta que sólo se abría a su soledad.

– ¿Le echas de menos?

– Es Juan quien tiene razón. Sólo hay que depender de uno mismo.

Las gentes son libres y el apego es un absurdo, una invitación al dolor.

– ¡Así que no te quedas! O, más bien, ¿cuántas horas te quedarás esta vez?

– No comiences de nuevo, Philip.

– ¿Por qué no? Por tu aire adivino lo que todavía no has dicho: dentro de una hora te habrás ido y entonces yo pondré en mi vida tres pequeños puntos suspensivos hasta el año que viene. Sabía que no te quedarías. Dios mío, ¡cómo me había preparado para lo que me estás diciendo ahora! ¿Qué edad piensas tener para empezar a pensar en nosotros, en tu vida de mujer?

– Tengo veinticuatro años, ¡aún me queda tiempo!

– Lo que intento decirte es que te entregas a mucha gente, pero estás sola. No hay nadie en tu vida que se ocupe de ti, que te proteja o, al menos, que te haga el amor.

– Pero ¿y tú qué sabes? Es increíble. ¿Tengo pinta de ir necesitada o qué?

Susan había levantado la voz y Philip se quedó helado. Con los labios apretados, intentó retomar el hilo de la conversación.

– No me refería a eso y no vale la pena gritar, Susan.

– Chillo porque estás sordo. No puedo vivir para un solo hombre. Alimento a trescientos todos los días. No puedo tener crios. Sólo en mi valle trato de que sobrevivan ciento diez.

– ¡Ah! Porque ahora hay diez más. ¡La última vez sólo eran cien!

– No, tengo dieciocho niños más este año, menos los ocho que enterré. Eso suma ciento diez. ¡Pero ahora todo es ocho veces menos divertido! Vivo rodeada de huérfanos. ¡Mierda!

– Y porque tú también lo eres quieres seguir siendo como ellos. La idea de ser madre antes que huérfana, ¿no te tienta?

– ¿Recurres al psicoanálisis para decir semejantes tonterías? ¿Puedes comprender que la vida que llevo es demasiado peligrosa?

El camarero se aproximó para invitarles a que guardaran la calma. Dirigió un guiño a Philip y depositó una gran copa de helado delante de Susan. Expresándose en un perfecto castellano, le indicó que era un obsequio de la casa y que había muchas almendras sobre el chocolate líquido. Al alejarse de la mesa, hizo una señal de complicidad a Philip, que hizo como si no hubiese visto nada.

– ¿Qué pretende ése hablándome en español? -preguntó ella, pasmada.

– Nada, no quiere nada, y habla más bajo, por amor de Dios.

Para molestarle, Susan se puso a susurrar.

– No me arriesgaré a ser abandonada. En caso de que me pase algo no perjudicaré a nadie.

– Deja ya de confundir pretextos y excusas, no te engañes a ti misma. Si te ocurriera algo, como tú dices, yo siempre estaré ahí. Tienes miedo a depender sentimentalmente de alguien. Susan, amar no es renunciar a la libertad. Es darle un sentido.

Él no quería que la cita acabase como la vez anterior, pero no encontraba otro tema de conversación. Su mente se negaba a liberarse de las palabras que le molestaban y que no llegaba a pronunciar.

– Además, mi medalla te protege.

– Tienes una memoria muy selectiva cuando te conviene.

Ella aceptó sonreír y notó su mirada cuando se metió la mano bajo el jersey y sacó la medalla.

– ¿Tienes ganas de irte a cambiar a los lavabos? -preguntó ella con voz arrogante-. Hablame de tu vida de hombre.

Él enrojeció por haber sido sorprendido en el deseo. Le habló de su ascenso en la agencia y se enorgulleció de las responsabilidades que se le confiaban. Sin que fuese totalmente oficial, estaba ya al frente de un pequeño equipo que manejaba seis presupuestos. Si todo continuaba a ese ritmo, en dos años sería director creativo. Por lo demás, no tenía nada especial que contar. Ella no abandonó la partida tan fácilmente.

– Y la chica con la que vas al cine, ¿te araña fuera de la sala o sólo durante las películas de terror?

– ¡No era una película de terror!

– Razón de más. Ahora no disimules. ¿En qué punto están las relaciones?

– ¡En ninguno!

– Escucha, corazoncito, a menos que te hayas vuelto asexuado, en tu vida está pasando algo.

Él le devolvió el cumplido. Ella no tenía tiempo, dijo Susan. Había acabado en los brazos de un hombre algunas noches comenzadas en un bar, pero sólo para encontrar en ellos un poco de consuelo. Él invocó el mismo estado de ánimo para justificar su celibato. Susan volvió a la carga, ahora de manera más suave, y formuló su pregunta de nuevo. Él evocó los episodios cómplices vividos con Mary Gautier Thomson, periodista de la revista Cosmopolitan, a la que acompañaba tres veces por semana hasta el portal de su casa sin que nada ocurriese.

– Se debe de estar preguntando si no tendrás algún problema.

– ¡Ella tampoco intenta nada!

– Ésa es la mejor. ¿Ahora somos nosotras las que tenemos que dar el primer paso?

– ¿Estás empujándome a sus brazos?

– Tengo la impresión de que no habrá que empujarte mucho para que caigas.

– ¿Acaso te gustaría?

– Tu pregunta es extraña.

– Es la duda lo que te corroe, Susan. Resulta tan fácil cuando alguien decide por ti…

– Pero ¿decidir qué?

– No dejarnos esperanzas.

– Ése es otro tema, Philip. Para una historia hacen faltan las personas adecuadas en el momento adecuado.

– Es tan cómodo decirse que no es el momento adecuado, que el destino nos obliga a tomar determinadas decisiones…

– ¿Quieres saber si te echo de menos? La respuesta es sí. ¿A menudo? Casi siempre. En fin, cuando tengo tiempo. Y, aunque te parezca absurdo, también sé que no soy un cura.

Ella le cogió la mano y se la llevó a su mejilla. Él se dejó hacer. Ella cerró los ojos y a él le pareció que se iba a quedar dormida en la serenidad de aquel instante. Le habría gustado que durase más tiempo, pero la voz del altavoz ya anunciaba su separación. Ella dejó pasar unos segundos, como si no hubiese oído el aviso. Cuando él hizo un gesto, ella asintió para indicar que ya lo había oído. Permaneció así unos minutos, con los ojos cerrados, la cabeza descansando sobre el antebrazo de Philip. Con movimiento súbito, Susan se incorporó y abrió los ojos. Ambos se levantaron y él le pasó el brazo por el hombro, llevando la bolsa en su mano libre. En el pasillo que les conducía hacia el avión ella le besó en la mejilla.

– ¡Deberías ir a visitar a tu amiga, la gran reportera de moda femenina! En fin, si se lo merece. En cualquier caso, tú no mereces quedarte solo.

– Pero ¡si estoy muy bien solo!

– ¡Para! Te conozco demasiado bien. Tu horror a la soledad es proverbial, Philip. La idea de que me esperas resulta tranquilizadora, pero demasiado egoísta para que yo la asuma. En realidad no estoy segura de que algún día quiera vivir con alguien y, aunque no tuviese ninguna duda de que ese alguien fueras tú, esta apuesta sobre el futuro sería injusta. Terminarás detestándome.

– ¿Has acabado? ¡Se te va a escapar el avión!

Ambos echaron a correr hacia aquella puerta que estaba demasiado cerca.

– Y, al fin y al cabo, un pequeño ligue no puede hacerte daño.

– ¿Y quién te dice que sólo será un ligue?

Ella agitó su dedo meñique y adoptó una postura maliciosa, mirándose la uña: «¡Él!». Entonces le saltó al cuello, le besó en la nuca y se precipitó hacia la pasarela mientras se daba la vuelta una última vez para enviarle un beso. Cuando desapareció, él murmuró: «Tres pequeños puntos suspensivos hasta el año que viene».

Al volver a casa se negó a dejarse arrastrar por la tristeza que le embargaba durante los días siguientes a su marcha. Descolgó el teléfono y pidió a la telefonista de la revista que le pusiese con Mary Gautier Thomson.

Se encontraron al anochecer al pie del rascacielos. Las luces relumbrantes conferían extrañas tonalidades a los transeúntes en Times Square. En la sala de cine, sumida en la penumbra de Una mujer bajo influencia, él acarició su brazo. Dos horas más tarde subían a pie por la calle Cuarenta y dos. Al cruzar la Quinta Avenida, él tomó su mano y la arrastró antes de que el semáforo liberase la marea de coches. Un taxi amarillo les condujo al Soho. En Fanelli's compartieron una ensalada y una conversación sobre la película de Cassavetes. Al llegar a la puerta de su casa, él se le acercó y el roce de sus mejillas se deslizó hasta los labios y los latidos del corazón.