"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

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La lluvia caía sin cesar desde hacía varios días. Cada tarde el viento anunciaba las tormentas que estallarían en el valle al llegar la noche. Las calles de tierra se llenaban de riachuelos, el agua alcanzaba las entradas de las casas, laminando sus precarias bases. Persistentes, los chaparrones se colaban por los tejados e inundaban las buhardillas. Los gritos y las risas de los niños que llamaban «maestra» a Susan acompañaban sus mañanas, que transcurrían en la granja que hacía las veces de escuela. Por la tarde casi siempre cogía el Jeep Wagoneer, más dócil y manejable que su viejo Dodge, al que sin embargo añoraba, y se dirigía al valle cargada de medicinas, alimentos y, en ocasiones, documentos administrativos que ayudaba a rellenar. Tras las jornadas agotadoras venían los días de fiesta. Entonces se dirigía a los bares donde los hombres acudían a beber cerveza y la bebida local favorita, el guajo. Para hacer frente a la soledad del invierno hondureño, que llegaba antes de lo previsto, trayendo consigo su cortejo de tristeza y lucha contra una naturaleza rebelde, a veces Susan pasaba las noches en brazos de un hombre, no siempre el mismo.


10 de noviembre de 1977

Susan:

Eres la persona con la que quiero compartir esta noticia: mi primera gran campaña publicitaria acaba de ser aceptada. En unas pocas semanas uno de mis proyectos se convertirá en un inmenso cartel que se distribuirá por toda la ciudad. Se trataba de promover el Museo de Arte Moderno. Cuando estén impresos, te enviaré uno. Así pensarás en mí de vez en cuando. También te haré llegar el artículo que aparecerá en una revista profesional. Acabo de salir de la entrevista. Echo de menos tus cartas. Sé que tienes mucho trabajo, pero también sé que ésa no es la única razón de tu silencio. Te echo de menos, en serio. Probablemente no debería decírtelo, pero no voy a jugar contigo al estúpido juego del disimulo.

Pensaba en ir a visitarte en la primavera. Me siento culpable por no habértelo propuesto antes. Como todo el mundo, soy egoísta. Quiero ir a descubrir ese mundo tuyo y comprender qué es lo que te retiene tan lejos de nuestra vida y de todas las confidencias de nuestra infancia. Paradoja de la omnipresencia de tu ausencia, salgo a menudo con esa amiga de la que ya te he hablado. Siento que cada vez que te hablo de ella, de algún modo huyo. ¿Por qué te cuento esto? Porque todavía tengo la sensación absurda de traicionar una esperanza no confesada. Tengo que desembarazarme de este sentimiento. Quizás escribirte sea una manera de despertarme.

Tal vez regreses algún día, y entonces ¡cómo desearé no haberte esperado, no escuchar todas las palabras que me dirás o simplemente hacer caso omiso de ellas como contrapartida a tu ausencia!

No iré a verte en primavera, era una mala idea, a pesar de que me muero de ganas de hacerlo. Creo que tengo que tomar cierta distancia con respecto a ti, y por lo poco que me escribes, adivino que tú piensas lo mismo.

Te abrazo.

Philip

P. D.: Siete de la mañana. Tomando el desayuno vuelvo a leer lo que te escribí ayer. Esta vez te dejaré leer lo que habitualmente tiro a la papelera.


Al igual que tantas cosas a su alrededor, Susan también cambiaba. La aldea abrigaba doscientas familias y los ritmos de todas esas existencias apenas cicatrizadas poco a poco se confundían con los de un pueblo. Aquel invierno las cartas de Philip se hicieron más esporádicas, las repuestas más difíciles de escribir. Susan festejó la Nochevieja con su equipo al completo en un restaurante de Puerto Cortés. Hacía un tiempo extraordinario y la noche acabó en el malecón, frente al mar. Al amanecer del nuevo año todo el país parecía haber recuperado la actividad. El puerto había recobrado la agitación y desde hacía varias semanas el baile de las grúas que giraban sobre los portacontenedores era incesante. Desde la madrugada hasta la puesta del sol el cielo era recorrido por los aviones que garantizaban las comunicaciones entre los diferentes aeropuertos. No se habían reconstruido todos los puentes, pero las huellas del huracán eran casi inapreciables, ¿o acaso es que la gente se había acostumbrado a ellos?

Las noches estrelladas prometían un año hermoso y el retorno de las cosechas generosas. La sirena de un carguero anunciaba la medianoche y la salida de un cargamento de plátanos rumbo a Europa.


Philip pasó a buscar a Mary por su casa. Tenían que ir a la fiesta de Nochevieja que organizaba su revista en la planta treinta tres de un rascacielos cercano al del New York Times. Bajo el abrigo ella llevaba puesto un largo y ceñido vestido negro; se había colocado una estola de seda sobre los hombros. Ambos estaban de buen humor. Aunque de vez en cuando se daban la vuelta para llamar a un taxi, sabían que esa noche de fiesta tendrían que ir a pie hasta Times Square. La noche era estrellada y apacible. Mary, silenciosa, sonreía y Philip, animado por su diatriba, le describía los males de la publicidad. Un semáforo los retuvo en el cruce de la calle Quince.

– Hablo demasiado, ¿no?

– ¿Tengo cara de aburrirme? -respondió ella.

– Eres demasiado educada para demostrarlo. Lo siento, pero se me escapan las palabras que no he podido pronunciar en toda la semana. He trabajado tanto que casi no he hablado.

Se abrieron camino entre las trescientas personas congregadas en las oficinas donde se celebraba la fiesta, que estaba en su apogeo. El bufé había sido tomado al asalto. Una brigada de camareros se esforzaba en servir comida. En la mayoría de los casos estos soldados vestidos de blanco debían dar la media vuelta, puesto que las bandejas que portaban eran saqueadas antes de llegar a su destino. Hablar, escuchar e incluso bailar era algo imposible debido a la cantidad de gente. Dos horas más tarde Mary hizo una señal con la mano a Philip, que hablaba animadamente a pocos metros de ella.

El ruido le impedía entender la más mínima palabra, pero su índice señalaba la dirección que le interesaba, que era la de la puerta de salida. Con un movimiento de la cabeza, él le indicó que había entendido el mensaje y se dispuso a dejar la sala. Quince minutos más tarde se encontraron delante del guardarropa. Una vez cerrada la puerta, el silencio que había en el rellano de los ascensores resultaba impresionante. Mientras Philip apretaba el botón, manteniéndose delante de las puertas de cobre, Mary se alejó para dirigirse lentamente hacia los ventanales desde los que se dominaba la ciudad:

– ¿Qué te hace pensar que es ése el que llegará antes y no el de la derecha o el de la izquierda?

– Nada, sólo la costumbre. Pero si me coloco en el centro estaré más cerca de cualquiera de las puertas.

Apenas hubo terminado la frase, la luz verde que estaba encima de su cabeza se iluminó al tiempo que sonaba una campanilla.

– ¿Lo ves?, ¡he acertado!

Mary no reaccionó. Había pegado su frente contra la ventana. Philip dejó que el ascensor continuase a otra planta, se acercó y se colocó junto a ella. Mientras miraba la calle, deslizó su mano hasta coger la de la chica.

– ¡Feliz año nuevo! -dijo ella.

– ¡Hace media hora que nos lo hemos deseado!

– No hablo de ése. Quiero decir que es casi la misma hora que cuando me encontraste aquella Nochevieja. Sólo que en lugar de estar aquí, avanzábamos entre la muchedumbre. Ésa es casi la única diferencia. En fin, no me puedo quejar. ¡Hemos subido treinta y tres pisos desde entonces!

– ¿Qué intentas decir?

– Philip, desde hace un año cenamos juntos tres veces por semana. Un año desde que me cuentas tus cosas y yo las mías. Cuatro estaciones desde que recorremos las calles del Soho, del Village, del Noho. Un domingo incluso fuimos a Tribeca. Hemos debido de sentarnos en todos los bancos de Washington Square, probado todos los brunch del centro de la ciudad y bebido en todos los bares. Después, cada noche, me has acompañado y dejado en casa. Luego desaparecías, con una sonrisa tristona. Y cada vez que tu silueta se esfumaba en la esquina se me hacía un nudo en el estómago. Creo que me conozco bien el camino y que ya puedo regresar sola.

– ¿Prefieres que no volvamos a vernos?

– Philip, siento algo por ti. Resulta patético que lo ignores. ¿Cuándo vas a dejar de pensar sólo en ti? En cualquier caso, te corresponde a ti poner fin a nuestra relación, si es que había alguna. ¡No puedes estar tan ciego!

– ¿Te he hecho daño?

Mary llenó los pulmones, levantó la cabeza hacia el techo y suspiró suavemente.

– No, es ahora cuando me lo estás haciendo. ¡Llama a ese maldito ascensor, por favor!

Desconcertado, lo hizo y las puertas se abrieron al instante.

– ¡Gracias, Señor! -suspiró ella-. Me faltaba el oxígeno.

Se metió en la cabina y Philip bloqueó las puertas, sin saber qué decir.

– Deja que me marche, Philip. Te adoro cuando te pones tonto, pero tu estupidez ahora resulta cruel.

Ella se echó hacia atrás y las puertas se cerraron.

Él se dirigió hacia la ventana para intentar verla salir del edificio. Se sentó en el reborde y contempló el hormiguero que se agitaba a sus pies.


Desde hacía dos semanas Susan mantenía una relación con el responsable de un dispensario construido detrás del puerto. Sólo lo veía una vez cada tres días, a causa de la distancia que había que recorrer, pero aquellas noches bastaban para que reapareciesen en su cara los hoyuelos que se dibujaban junto a su boca cuando se sentía feliz. Ir a la ciudad la oxigenaba: el ruido de los camiones, el polvo, las bocinas que se mezclaban con los gritos de la gente, el ruido de las cajas que se lanzaban al suelo, todos esos excesos de la vida la emborrachaban y la hacían salir del sopor de una larga pesadilla. A principios de febrero abandonó a su especialista en logística por las cenas en compañía de un piloto de las Líneas Aéreas Hondureñas que viajaba varias veces al día a Tegucigalpa a bordo de un bimotor. Por la noche, cuando él regresaba a San Pedro, pasaba sobre su pueblo en vuelo rasante. Ella entonces saltaba a su Jeep y se lanzaba en persecución del avión, aceptando el desafío perdido de antemano de llegar antes que él.

Él la esperaba en las rejas del pequeño aeropuerto situado a veinte kilómetros de la ciudad. Con su barba y su chupa de cuero parecía un icono de los años cincuenta, algo que a ella no le disgustaba del todo. A veces le resultaba bueno dejarse llevar y vivir como en las películas.

Por la mañana, cuando él reanudaba su servicio, ella circulaba a toda velocidad por la pista que la conducía de vuelta al pueblo. Con las ventanillas abiertas, le gustaba aspirar el olor de la tierra húmeda al mezclarse con el perfume de los pinos.

El sol salía a sus espaldas y, cuando se daba la vuelta para contemplar durante un instante el polvo que levantaban las ruedas, se sentía viva. Cuando las alas rojas y blancas pasaban por vigésima vez por encima de su techo y el aparato no era más que una pequeña mancha en el horizonte, daba una media vuelta en la pista y regresaba a su casa. La película había terminado.


Philip, con un ramo de flores en la mano, apretó el botón del interfono y esperó unos segundos; la cerradura dio un zumbido. Sorprendido, subió a pie los tres pisos de la maltrecha escalera. El suelo resonaba bajo sus pies. En cuanto llamó, la puerta se abrió.

– ¿Esperabas a alguien?

– No, ¿por qué?

– Ni siquiera has preguntado quién era cuando he llamado abajo.

– ¡En Nueva York nadie llama con tan poca insistencia como tú!

– ¡Tenías razón!

– ¿De qué me hablas?

– De lo que dijiste el otro día, que soy un imbécil. Eres una mujer generosa, brillante, divertida, bonita, me haces feliz y yo estoy ciego y sordo.

– ¡De nada me sirven tus cumplidos, Philip!

– ¡Lo que quiero decir es que no hablar contigo me ha vuelto loco, no cenar contigo me ha quitado el apetito y desde hace quince días no hago más que mirar el teléfono como un idiota!

– ¡Porque eres imbécil!

Ella le interrumpió en el momento en que él se disponía a responder. Puso la boca sobre la de él y metió su lengua entre sus labios. Él dejó las rosas sobre el rellano para abrazarla y fue arrastrado al interior del pequeño apartamento.

Esa noche, mucho más tarde, la mano de Mary se escurrió por la puerta entreabierta y cogió el ramo de flores que descansaba sobre el felpudo.


Cada día dedicaba más horas a la escuela. Ahora su clase tenía una media diaria de sesenta y tres alumnos. Todo dependía de la voluntad del encargado de llevar a los escolares y de la asistencia más o menos regular de los niños. Tenían entre seis y trece años, y ella debía impartir un programa de lo más variado para que se animasen a volver al día siguiente.

A primera hora de la tarde comía una tortilla de maíz en compañía de Sandra, una colaboradora que había llegado hacía unos días. Había ido a buscarla a San Pedro, rogando que no descendiese de un avión de alas rojas y blancas. Inmersa en la duda, había esperado a la nueva recluta en el interior de una barraca que hacía las veces de terminal: el temido comandante sólo apagaba una de sus hélices y jamás abandonaba la cabina.

Sandra era joven y hermosa. Como no tenía dónde alojarse, se instaló en casa de Susan, sólo por unos días, una o dos semanas quizá… Una mañana, mientras compartían el primer café de la mañana, Susan la observó de arriba abajo con cierta insistencia.

– Por tu propio bien te recomiendo que guardes ciertas normas de higiene personal. Con el calor y la humedad pronto tendrás la piel cubierta de granos.

– ¡Pero si yo no sudo!

– ¡Oh, sí, querida! Sudas como todo el mundo, puedes fiarte de mí. A propósito, tienes que ayudarme a cargar el 4 x 4. Esta tarde tenemos que distribuir quince sacos de harina.

Sandra se secó las manos en el pantalón y se dirigió hacia el almacén. Susan la siguió. Cuando vio que las grandes puertas estaban abiertas, aceleró el paso y se adelantó corriendo. Entró en el edificio y contempló las estanterías llena de ira.

– ¡Mierda, mierda y mierda!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Sandra.

– Nos han robado los sacos.

– ¿Muchos?

– No lo sé, veinte, treinta. Habrá que contarlos.

– ¿Para qué? Eso no hará que vuelvan.

– Servirá porque lo digo yo y porque la responsable de este lugar también soy yo. Deberé hacer un informe. ¡Sólo me faltaba esto!

– Cálmate, de nada servirá que te alteres.

– ¡Cállate, Sandra! Soy yo quien manda aquí. Hasta nueva orden, guárdate tus comentarios.

Sandra la cogió por el brazo y acercó su rostro al de ella. Una vena azulada le sobresalía en la frente.

– No me gusta la manera en que me estás hablando. No me gusta cómo eres. Pensaba que esto era una organización humanitaria y no un campamento militar. Si crees que soy un soldadito, cuenta los sacos tú sólita.

Se dio la vuelta y Susan le ordenó a gritos que volviese al instante, sin éxito.

A unos cuantos lugareños que se habían acercado les indicó con las manos que se alejasen. Los hombres se dispersaron encogiéndose de hombros y las mujeres le lanzaron miradas de disgusto. Ella cogió los dos sacos que habían quedado tirados sobre el suelo y los colocó en una estantería. Luego estuvo ocupada hasta que llegó la noche, controlando su ira y sus lágrimas. Cuando estuvo más tranquila se sentó en el exterior del edificio. Con la espalda apoyada contra la pared, sintió cómo el calor que la pared había recogido durante el día se dispersaba por sus venas. La sensación fue agradable. Con la punta del pie trazó letras en el suelo, una gran «P» que contempló antes de borrarla con la suela, luego una gran «J» y murmuró: «¿Por qué te fuiste, Juan?». Al regresar a casa encontró que Sandra ya se había marchado.


12 de febrero de 1978

Susan:

Es el comienzo de una batalla como jamás habrás visto: una batalla de bolas de nieve. Sé que te burlas de nuestras tempestades, pero la que cayó sobre nuestras cabezas hace tres días fue increíble, y ahora estoy bloqueado en mi casa. Toda la ciudad está paralizada bajo una gruesa capa blanca que llega al techo de los coches. Esta mañana, con los primeros rayos del sol, los pequeños, los mayores y los ancianos han invadido la acera. Ése es el motivo de mi primera frase. Creo que voy a arriesgarme y bajaré a comprar comida. Hace un frío que pela. ¡La ciudad está bellísima, toda nevada! Echo de menos tus cartas. ¿Cuándo vendrás? Quizás esta vez puedas quedarte dos o tres días. El año se anuncia más bien bueno y lleno de promesas.

Los jefes están contentos con mi trabajo. No me reconocerías: salgo casi todas las noches cuando no trabajo hasta la madrugada, lo cual sucede a menudo. Me suena raro hablarte de mi trabajo, como si de golpe hubiésemos ingresado en el mundo de los adultos sin siquiera darnos cuenta de ello. Un día hablaremos de nuestros hijos y de repente nos daremos cuenta de que nos hemos convertido en adultos. Cuando digo «nuestros hijos» es tan sólo una expresión, no me refiero a los tuyos o los míos; es sólo una imagen, también podría haber escrito «nuestros nietos». Pero tú inmediatamente habrías pensado que no llegarás a vieja y a abuela. ¡Tú y tus certidumbres pesimistas! Sea como fuere, aquí el tiempo corre a una velocidad vertiginosa y ya veo la primavera que anunciará, con mucho optimismo esta vez, que no está lejos tu llegada. Te lo prometo, este año no habrá polémica. No haré más que escuchar lo que tengas que decirme y compartiremos de verdad ese momento precioso que espero siempre como una Navidad en pleno verano. A la espera de ese momento, te envío una lluvia de besos.

Philip

El día de San Valentín Philip llevó a Mary a la estación de autobuses. Tomaron el autobús 33, que hacía el trayecto entre Manhattan y Montclair en una hora. Se bajaron en el cruce de Grove Street y Alexander Avenue y atravesaron la ciudad a pie; él le iba descubriendo los lugares de su adolescencia. Cuando pasaron delante de su antigua casa ella le preguntó si echaba de menos a sus padres, que ahora vivían en California. Philip no respondió. Sobre la fachada vecina, advirtió que en la ventana que en otros tiempos fuera la de Susan había una luz encendida.

Quizás ahora otra muchacha estaría revisando sus apuntes escolares.

– ¿Era su casa? -pregunto Mary.

– Sí, ¿cómo lo has adivinado?

– Bastaba con seguir tu mirada. Estabas muy lejos de aquí.

– Sucedió hace mucho tiempo.

– Tal vez no tanto, Philip.

– Estamos en el presente…

– Vuestro pasado es tan denso que a veces me resulta difícil concebir un futuro para nosotros dos. No sueño con un amor perfecto, pero no me gustaría vivir en el condicional, y menos aún en el imperfecto.

Para poner fin a la conversación, él le preguntó si le gustaría vivir allí un día. Ella le respondió con una gran risotada, añadiendo que a cambio de dos niños como mínimo aceptaría vivir en cualquier parte. Desde lo alto de las colinas, replicó Philip, se veía Manhattan, que sólo estaba a media hora en coche. Para Mary ver la ciudad y vivir en ella eran dos cosas muy diferentes. No había estudiado periodismo para instalarse en un pequeño pueblo del interior de Estados Unidos, por muy cerca que estuviese de la Gran Manzana. De todos modos, ninguno de los dos había llegado a la edad de la jubilación.

– Pero aquí, por el mismo alquiler, uno puede vivir en una casa con jardín. Se respira aire puro y se puede trabajar en Nueva York. Se tienen todas las ventajas.

– ¿De qué me hablas exactamente, Philip? ¿Ahora haces proyectos, tú, el que sólo piensa en el día de hoy?

– Deja de burlarte de mí.

– No tienes sentido del humor. Me sorprendes, eso es todo. Nunca puedes decirme si cenaremos juntos o no y ahora me preguntas si me gustaría venir a vivir contigo lejos de la ciudad. ¡Discúlpame, pero lo tuyo es un salto en el vacío!

– ¡Sólo los imbéciles nunca cambian de opinión!

Volvieron al centro de la ciudad, donde él la llevó a cenar. Cuando estuvo sentada delante de él, le tomó la mano.

– ¿Así que puedes cambiar de opinión?

– Hoy es un día un poco especial. Se supone que es festivo. ¿No podríamos cambiar de tema?

– Tienes razón, Philip. Es un día muy especial y por esa razón me llevas a ver la ventana que enmarca la obsesión de tu vida.

– ¿Qué piensas?

– ¡No, Philip! ¡Qué piensas tú!

– Ahora estoy contigo y no con ella.

– Pero yo pienso en el día de mañana.


A los quince días y a varios miles de kilómetros de allí, otro hombre, otra mujer, compartían otra cena. El robo del almacén todavía no se había resuelto. Ahora las puertas del mismo permanecían cerradas con una cadena y un candado, cuya llave sólo tenía Susan. Esto había causado cierto malestar en el equipo. Sandra cada vez le resultaba más hostil y desafiaba su autoridad, hasta el punto de que Susan había tenido que amenazarla con enviar un informe a Washington y hacerla repatriar. Melanie, una doctora que trabajaba en Puerto Cortés, había logrado calmar los ánimos de unos y otros, y la vida de la unidad hondureña del Peace Corps había recuperado su curso normal. Excepto para Susan. Thomas, el responsable del dispensario, con el que había mantenido una corta relación, le había pedido que fuera a verle, aduciendo motivos profesionales.

Ella se había desplazado a la ciudad al final del día y lo esperaba en el exterior del edificio.

Él al fin salió y se quitó la bata blanca, que arrojó en la parte trasera del 4x4. Había reservado sitio en una terraza de un pequeño restaurante del puerto. Se sentaron a la mesa y, antes de consultar la carta, pidieron unas cervezas.

– ¿Cómo va por aquí? -preguntó ella.

– Como de costumbre: falta de materiales, falta de medios humanos, demasiado trabajo, el equipo está agotado, la rutina. ¿Y por allí?

– Por allí tenemos el inconveniente adicional de que somos pocos.

– ¿Quieres que te envíe a alguien?

– Eso es algo poco compatible con lo que me acabas de contar.

– Tienes derecho a estar harta, Susan. Tienes derecho a estar cansada y también a dejarlo todo.

– ¿Me has invitado a cenar sólo para soltarme esa tontería?

– En primer lugar, no te he dicho que te invitara… La gente cree que desde hace algunas semanas no te encuentras del todo bien. Te muestras agresiva y lo que llega a mis oídos no dice mucho en tu favor. No estamos aquí para hacernos impopulares. Debes aprender a controlarte.

El camarero trajo dos platos de tamales. Ella retiró la hoja de plátano y cortó la masa que contenía carne de cerdo. Al mismo tiempo que se echaba salsa picante sobre el plato, Thomas pidió dos botellas más de Salva Vida, una cerveza del país.

Hacía dos horas que el sol se había puesto y la luz que reflejaba la luna era increíble. Ella se dio la vuelta para contemplar los reflejos ondulantes de las grandes grúas sobre las aguas.

– Con vosotros, los tíos, una nunca tiene derecho a equivocarse.

– ¡No más que los médicos, sean hombres o mujeres! Aunque seas la que manda, eres un eslabón más de la cadena. ¡Si te rompes, toda la maquinaria se detiene!

– Hubo un robo y eso me sacó de mis casillas. No podemos admitir que estemos aquí para ayudarles y que se roben la comida entre ellos.

– Susan, no me gusta tu manera de decir «ellos». En nuestros hospitales también se roba. ¿Acaso crees que no sucede lo mismo en mi dispensario?

Tomó su servilleta para limpiarse los dedos. Ella le cogió el índice, se lo llevó a la boca y lo apretó delicadamente entre sus dientes al tiempo que le dirigía una mirada maliciosa. Cuando el dedo de Thomas estuvo limpio, ella lo soltó.

– ¡Acaba ya con tu lección de moral! -dijo ella sonriendo.

– Estás cambiando, Susan.

– Déjame dormir esta noche en tu casa. No me gusta volver cuando ya ha oscurecido.

Él pagó la cuenta y la invitó a levantarse. Mientras caminaban por el muelle, pasó su brazo en torno a la cintura de él y apoyó la cabeza sobre su hombro.

– Estoy a punto de dejarme vencer por la soledad y, por primera vez en mi vida, tengo la impresión de no poder superarlo.

– Vuelve a casa.

– ¿No quieres que me quede?

– No hablo de esta noche, sino de tu vida. Deberías regresar a Estados Unidos.

– No me rendiré.

– Volver a casa no siempre es una rendición. Es una manera de conservar lo que se ha vivido, si uno sabe retirarse antes de que sea demasiado tarde. Déjame el volante, conduciré yo.

El motor se puso en marcha y arrojó una nube de humo negro. Thomas encendió los faros, que barrieron los muros con un haz de luz blanca.

– Deberías cambiar el aceite. Se te va a despedazar entre las manos.

– No te preocupes. Tengo la costumbre de que las cosas se me despedacen entre las manos.

Susan se repantigó en el asiento y, sacando las piernas por la ventanilla, apoyó los pies en el espejo retrovisor externo. Aparte de los ruidos mecánicos, el interior del coche permanecía en silencio. Cuando Thomas estacionó el coche delante de su casa, Susan permaneció inmóvil.

– ¿Te acuerdas de los sueños que tenías cuando eras niño? -preguntó ella.

– Me basta con recordar los que tuve anoche -respondió Thomas.

– No. Me refiero a lo que soñabas con llegar a ser cuando fueses mayor.

– Sí, me acuerdo. Quería ser médico, y me he convertido en administrador de un dispensario. ¡Di en el blanco, pero no en la diana!

– Yo quería ser pintora, para pintar el mundo de colores. Y Philip quería ser bombero para salvar a la gente. Ahora él es creativo en una agencia de publicidad y yo trabajo en el ámbito de la ayuda humanitaria. En algún punto ambos nos equivocamos.

– No es el único terreno en el que ambos os habéis equivocado.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Hablas mucho de él. Y cada vez que pronuncias su nombre, tu voz tiene un tono nostálgico, y eso deja poco espacio a la duda.

– ¿A qué duda?

– ¡A las tuyas! Creo que amas a ese hombre y que esa realidad te da un miedo terrible.

– Vamos, entremos en casa. Empiezo a tener frío.

– ¿Cómo te las arreglas para tener tanto valor respecto a los demás y tan poco para ti?

Por la mañana, ella abandonó la cama sin hacer ruido y desapareció de puntillas.


El mes de marzo pasó a la velocidad de un relámpago. Todas las tardes, cuando salía del trabajo, Philip se veía con Mary. Puesto que dormía en casa de ella, ahorraba diez preciosos minutos cada mañana. Al llegar el fin de semana cambiaban de cama y pasaban los dos días en el apartamento del Soho, al que habían bautizado con el nombre de «casa de campo». Los primeros días del mes de abril temblaban bajo los vientos del norte, que soplaban sin cesar sobre la ciudad. Los brotes de los árboles aún no habían salido y sólo el calendario anunciaba el inicio de la primavera.

Pronto Mary obtuvo el cargo de periodista en la revista en la que trabajaba y consideró que para ellos ya había llegado el momento de encontrar un nuevo lugar donde instalar sus respectivos muebles y su vida.

Comenzó a estudiar los anuncios en busca de un apartamento en Midtown. Ahí, los alquileres serían menos caros. También sería más práctico para ir al trabajo.


Susan pasaba la mayor parte de su tiempo detrás del volante del Jeep. De pueblo en pueblo, garantizaba la distribución de semillas y alimentos de primera necesidad. La carretera a veces la llevaba demasiado lejos para regresar a casa cuando se hacía de noche y adquirió la costumbre de emprender viajes de varios días, recorriendo las pistas hasta los enclaves más profundos del valle. En dos ocasiones se cruzó con las tropas sandinistas que se escondían en las montañas. Jamás los había visto adentrarse tanto en el país. Su cuerpo traicionaba la fatiga que le producía ese tipo de vida. La ausencia de sueño la empujaba a salir todas las noches, y cada mañana le resultaba más difícil ponerse en pie. Un día, después de cargar el 4 X 4 con diez sacos de harina de maíz tomó la carretera cuando el sol se hallaba en el cénit y se dirigió hacia donde vivía Álvarez. Llegó a media tarde. Después de haber descargado el coche, cenaron juntos en su casa. Él la encontró desmejorada y le propuso que se quedara a descansar unos días en las montañas. Ella le prometió pensárselo, y cogió el camino de regreso después de cenar, declinando la invitación de pasar la noche en el pueblo. Incapaz de irse a dormir, pasó por delante de su casa y se dirigió a la taberna, que todavía estaba abierta a esas horas.

Al entrar en el bar, sacudió enérgicamente sus pantalones y el jersey para quitarse la capa de polvo y de tierra seca que los cubría. Pidió un vaso doble de alcohol de caña.

El hombre que estaba detrás del mostrador cogió la botella y la colocó delante de ella, la miró de hito en hito y le ofreció un vaso de estaño.

– Sírvete tú misma. Por suerte todavía tienes pechos y el cabello largo, si no creería que te habías vuelto hombre.

– ¿Qué quieres decir con esa observación tan profunda?

Él se inclinó hacia ella para hablarle en voz baja, como para contarle un secreto.

– Con demasiada frecuencia estás en compañía de hombres y con demasiada poca con el mismo. La gente empieza a hablar de ti.

– ¿Y qué dice la gente?

– ¡No me hables con ese tono, Señora Blanca! ¡Es por tu bien por lo que digo en voz alta lo que otros cuentan en voz baja!

– Claro, porque cuando vosotros os paseáis mostrando el paquete sois unos ligones y cuando nosotras enseñamos una teta somos unas putas. Sabes, para que un hombre se acueste con una mujer hace falta precisamente que haya una mujer.

– ¡No hieras a las de este pueblo, es todo lo que te digo!

– Si el corazón de muchas todavía late es, en parte, gracias a mí. Por eso las molesto.

– Ninguno de nosotros te ha pedido limosna, nadie te ha llamado para que vinieses a ayudarnos. Si no te gusta esto, vuelve a tu casa. Mírate, cuando te veo y pienso que eres la maestra de nuestros niños, no puedo dejar de preguntarme qué pueden aprender de ti.

El anciano que estaba acodado sobre el mostrador de plomo hizo una señal con la mano para que el hombre se callase.

Los ojos de Susan indicaban que aquello había ido demasiado lejos. El camarero recogió la botella con un gesto enérgico para devolverla a la estantería. Una vez que estuvo de espaldas dijo que la copa era un obsequio de la casa. El viejo esbozó una sonrisa, descubriendo sus dientes carcomidos, pero ella ya se había dado media vuelta y salía del local. Cuando estuvo fuera se apoyó en la balaustrada y vomitó todo lo que tenía en el estómago. Se puso de cuclillas para recuperar el aliento. Más tarde, en el camino que la conducía a casa, levantó la mirada hacia el cielo, como si quisiera contar las estrellas, pero la cabeza le daba vueltas y tuvo que detenerse. Agotada, siguió a sus propios pies hasta la escalinata de la casa.


10 de mayo

Philip:

Este invierno no nos hemos escrito mucho. Hay períodos más difíciles que otros. Quisiera tener noticias tuyas, saber cómo va tu vida, si eres feliz. He colocado tu cartel sobre mi cama. He reconocido la vista de Manhattan que íbamos a contemplar desde la cima de las colinas de Montclair. A veces miro atentamente e imagino que una de las pequeñas luces que veo es la ventana de tu habitación. Tú estás trabajando en un dibujo. Pasas la mano por tus pelos desgreñados, como sueles hacerlo, y muerdes el lápiz. Nunca cambias. Me emociona ver una imagen de nuestra infancia. Realmente soy bastante rara. Te echo de menos y me cuesta mucho admitirlo. ¿Crees que amar puede dar tanto miedo como para hacer que una salga huyendo? Tengo la impresión de haber envejecido.

Los ruidos de mi casa me despiertan por la noche y me impiden dormir, tengo frío, tengo calor y me levanto cada mañana angustiada por lo que no he hecho la víspera.

La estación es agradable. Podría describirte todos los paisajes que me rodean, contarte cada minuto de mis días, lo necesario para continuar hablándote de mí. Este año iré a verte antes. Estaré allí a mediados de junio, impaciente por estar a tu lado. Tendré que decirte algo realmente muy importante, que me gustaría compartir contigo hoy y mañana. A la espera de verte, te envío besos. Cuídate mucho.

Susan

2 de junio

Susan:

Lo que yo echo de menos es tu voz. ¿Todavía cantas a menudo? La música de tu carta estaba compuesta de notas un poco tristes. El verano ya está aquí y las terrazas se llenan de gente. Pronto me mudaré. Me he trasladado a la parte alta de la ciudad. Cada vez el tráfico está peor y así estaré más cerca de la oficina. Aquí una media hora vale lo que una piedra preciosa. Todo el mundo tiene tanta prisa que resulta casi imposible detenerse en una acera sin correr el riesgo de morir aplastado por la multitud. A menudo me pregunto hacia dónde va esa gente a la que nada parece poder detener y si no serás tú la que tenga razón de vivir allí donde el aire todavía huele bien. Tu vida debe de ser hermosa, y me muero de ganas de saber algo de ti. Yo estoy desbordado por el trabajo, pero tengo buenas noticias que comunicarte. ¿Qué es esa cosa muy importante de la que me hablas? Te esperaré como de costumbre. Hasta pronto.

Besos.

Philip