"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

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El Boeing 727 de la Eastern Airlines abandonó el aeropuerto de Tegucigalpa a las diez de la mañana, con dos horas de retraso sobre el horario previsto a causa de una climatología adversa. En la terminal, Susan, inquieta, miraba el cielo negro que avanzaba hacia ellos. Cuando la azafata abrió la puerta de vidrio que daba acceso a la pista, ella siguió bajo la lluvia a los pasajeros que se dirigían hacia la escalerilla. Listo para el despegue, el comandante del aparato puso los motores a toda potencia a fin de contrarrestar el viento de través que cruzaba la pista. Las ruedas abandonaron el suelo y el avión dio un salto, intentando elevarse para atravesar lo más rápidamente posible la capa de nubes. Sentada y con el cinturón abrochado, Susan era sacudida por las violentas turbulencias; ni siquiera cuando se lanzaba en su 4 X 4 a toda velocidad por la pista se movía tanto. Sobrevolaron las montañas del nordeste y la tempestad redobló su fuerza. Un rayo alcanzó el fuselaje y a las diez y veintitrés minutos la caja negra grabó la voz del copiloto, comunicando a la torre de control que el motor número dos se había parado y que perdían altura. Además del vértigo, Susan sintió una náusea indescriptible. Se colocó ambas manos en el bajo vientre. El avión continuaba descendiendo. La tripulación necesitó tres minutos para poner en marcha el reactor y recuperar altura. El resto del viaje transcurrió en el silencio que con frecuencia se instala después de un momento de miedo.

En la escala de Miami tuvo que correr para no perder su conexión. La carrera por los pasillos era agotadora, su bolsa le pesaba y un nuevo vértigo la detuvo brutalmente. Recuperó el aliento y reanudó su marcha hacia la puerta de embarque, pero era demasiado tarde. Tuvo que conformarse con ver cómo despegaba su avión.

Philip miraba por la ventanilla del autobús que lo condujo al aeropuerto de Newark. Había colocado sobre sus rodillas el cuaderno de espiral. La muchacha que se sentaba a su lado observaba cómo esbozaba con un lápiz negro el rostro de una mujer.


Ella tomó el siguiente vuelo dos horas más tarde. Sólo subsistía el mareo por encima de las nubes. Empujó la bandeja e intentó dormir.


La sala estaba desierta como casi siempre al final de la mañana, salvo cuando había un congreso o era el comienzo de las vacaciones. Se instaló en su mesa. Después del almuerzo, el lugar quedó de nuevo vacío y el camarero de la tarde sustituyó al de la mañana. El hombre lo reconoció enseguida y le saludó. Philip se levantó, se sentó delante de él y al mismo tiempo que escuchaba lo que decía trazó un nuevo esbozo del lugar: el sexto que figuraba en su cuaderno, sin contar el que había pegado en la pared de su taller de Manhattan, sobre la mesa de trabajo. Cuando el dibujo estuvo terminado, se lo mostró al camarero, que se quitó la chaqueta blanca y se la entregó. Philip se la puso con aire de complicidad. Intercambiaron los sitios y el camarero se sentó en el taburete, fumando con placer un cigarrillo mientras Philip le contaba el año que había pasado.

Durante todas esas horas, dos sillas invertidas prohibían el acceso a una mesa, la que estaba junto al ventanal. Susan llegó en el avión de las nueve de la noche.

– ¿Cómo te las arreglas para ocupar siempre la misma mesa?

– Primeramente, me lo pediste el día de tu primer viaje y, en segundo lugar, ¡tengo talento! Te esperaba en el vuelo anterior. Dicho esto, por muy extraño que parezca, jamás la he encontrado ocupada.

– La gente sabe que es nuestra.

– ¿Comenzamos por la revisión física o por la moral?

– ¿He cambiado tanto en este año?

– No, tienes la cara de alguien que acaba de viajar. Eso es todo.

El camarero puso la copa de rigor sobre la mesa. Susan sonrió y la apartó con gesto discreto.

– Tú tienes buen aspecto, habláme de ti.

– ¿No te lo comes?

– Tengo el estómago revuelto. El vuelo ha sido infernal y he pasado algo de miedo. Uno de los motores se paró.

– ¿Y qué sucedió? -preguntó él, inquieto.

– Ya ves, estoy aquí. Al final se puso otra vez en marcha.

– ¿Quieres otra cosa?

– No, nada. No tengo apetito. No me has escrito mucho este año.

– Tú tampoco.

– Pero yo tengo excusas.

– ¿Cuáles?

– No lo sé. Eres tú quien siempre ha dicho que las cultivaba. Está bien que de tanto en tanto me sirva de ellas.

– ¡Pretextos! La palabra que utilicé fue «pretextos». ¿Qué es lo que pasa? ¿Acaso ahora tengo que medir mis palabras?

– Nada, todo va bien. ¿Y tu trabajo?

– Al ritmo que van las cosas, seré director asociado en un año como mucho. Este año hemos hecho campañas muy interesantes y es posible que me den un premio. En este momento tres de mis creaciones aparecen en la prensa femenina. Incluso he recibido una oferta de una casa francesa de modas. Sólo quieren hablar conmigo, y eso hace que en la agencia me tengan en mayor consideración.

– Bien, muy bien. Estoy orgullosa de ti. En cualquier caso tienes aspecto de felicidad.

– Tú tienes pinta de estar muy cansada, Susan. ¿Estás enferma?

– No, te lo juro, Philip. Ni siquiera una diminuta ameba. A propósito, ¿no tendrás tú una «amiga»?

– ¡No comiences de nuevo! Sí. La tengo. Se llama Mary.

– ¡Ah! Sí, había olvidado su nombre.

– No pongas esa cara de desprecio. Estoy bien con ella. Tenemos los mismos gustos en materia de libros, comida, películas. Comenzamos a tener amigos comunes.

Susan asintió con una sonrisa socarrona.

– Parece práctico y suena a una auténtica relación, socialmente consolidada. ¡Qué excitante!

Ella levantó las cejas y acercó su rostro al de él, como para prestar una mayor atención a sus palabras, no sin cierta carga de ironía.

– Sé en lo que estás pensando, Susan. Quizá tiene poco que ver con la pasión, pero al menos no hace daño. No tengo el corazón agobiado todo el día por el peso de la ausencia, porque sé que al llegar la noche la veré de nuevo. No me quedo mirando el teléfono toda la tarde, preguntándome cuál de los dos fue el último en llamar. No tengo miedo de equivocarme al elegir el restaurante o de cómo me visto o de decir algo por lo que luego seré juzgado. No vivo esperando, sino en el presente. Ella me quiere tal como soy. Quizá lo que nos une aún no sea un amor apasionado, pero es una relación humana. Mary comparte conmigo su vida diaria y nuestra relación va adquiriendo forma. Existe.

– ¡Y zas! ¡Encaja ésta!

– No era mi intención ofenderte.

– Avísame el día que digas algo que me ofenda, porque sin intentarlo lo has hecho muy bien. No me puedo imaginar lo que llegarías a decir si quisieras ofenderme. Hablas maravillosamente bien de ella. ¿Cuál es el siguiente paso?

Como él había bajado los ojos, no vio la mirada de Susan cuando le anunció que pensaba casarse con Mary. Ella borró su tristeza con un revés de la mano.

– Me alegro por ti. Me duele un poco tener que compartirte, pero de veras me alegro.

– ¿Y tú? ¿Qué hay de nuevo en tu vida?

– Nada, nada de nuevo. La misma rutina. Es un poco paradójico. Desde aquí todo parece extraordinario, pero allí todo forma parte de la vida cotidiana. Entre un nacimiento y una muerte, hay gente a la que hay que alimentar. Eso es todo. Tengo que sobreponerme. Sabes, no pude coger el vuelo que quería y el que sale dentro de media hora es el último. He facturado mi maleta.

– No me mientas. Cuando viajas sólo llevas esa bolsa. ¿No quieres pasar la noche aquí?

– No. Tengo una cita mañana por la mañana a las siete.

Él pagó la consumición. Al levantarse, contempló el helado que se había derretido en la copa. Los colores se habían mezclado y las almendras yacían en el fondo. Pasó su brazo por encima de los hombros de Susan y se aproximaron juntos a la puerta de embarque.

En el momento de decirse adiós, él la miró directamente a los ojos.

– ¿Estás segura de que todo te va bien, Susan?

– Claro que sí, estoy agotada, eso es todo. Y déjalo, si no me pasaré dos horas ante el espejo comprobando qué es lo que no funciona.

– ¿No me habías escrito que querías hablarme de algo muy importante?

– No que yo recuerde, Philip. O, en cualquier caso, no debía de ser tan importante, porque ya lo he olvidado.

Entregó el billete a la azafata, se dio la vuelta y se hundió en los brazos de Philip. Él puso sus labios sobre los de ella. Sin decir una palabra, ella se dirigió hacia la escalerilla. Philip la siguió con la mirada y gritó:

– Last call!

Ella se detuvo y se dio la vuelta muy despacio mientras una sonrisa arrogante iluminaba su rostro. Volviendo sobre sus pasos, caminó lentamente hacia él y a pocos metros le increpó:

– ¿Qué quieres decir con ese last call?

– Lo sabes muy bien.

Hizo un signo autoritario a la azafata, que había hecho un movimiento para impedirle franquear en sentido inverso el mostrador que los separaba. Se acercó hasta casi pegar su cara contra la de Philip y, con un tono de abierta irritación le dijo en voz baja:

– ¡Ya sabes lo que puedes hacer con tu last call, amiguito! ¡Eres tú quien se arriesga, no yo! Cásate y hazle un hijo, si eso te hace feliz. Pero si yo cambiase de vida, si decidiese un día venir a buscarte, te encontraría hasta en las cloacas, y serías tú el que se tendría que divorciar, no yo.

Ella lo cogió de la nuca con fuerza y le estampó un beso en la boca, jugando descaradamente con su lengua. Luego lo rechazó con la misma violencia y se dirigió hacia el avión sin decir una sola palabra. Al final del pasillo gritó: Last call!


El país se veía agitado por los coletazos de la violencia que sacudía a la vecina Nicaragua. En el interior, los rumores hacían temer que la revuelta de los grupos armados cruzase la frontera. El país más pobre de Centroamérica no podría soportar un nuevo cataclismo. La presencia del Peace Corps tranquilizaba a la población. Si algo grave llegaba a suceder, Washington repatriaría a sus miembros. Los comienzos del invierno hondureño se anunciaron, con su lote de destrucción. Lo que no había sido reparado o consolidado desaparecía, destruido por las tormentas y los vientos huracanados. Susan luchaba contra el cansancio físico que se adueñaba de ella día a día. Su estado de salud era más que normal y su moral, acorde con el tiempo.


A mediados de noviembre, Philip llevó a Mary a pasar un fin de semana a la isla de Martha's Vineyard. Una larga caminata a la luz del crespúsculo los condujo a orillas del mar a la misma hora en que las ballenas pasan por delante de la costa. Se sentaron sobre la arena y se abrazaron para contemplar el espectáculo. Al caer la noche las nubes que se acumulaban por encima de sus cabezas les decidieron a volver al albergue lo antes posible.


Bajo los rayos y los truenos que desgarraban el cielo por encima de su casa, Susan no besaba a nadie y buscaba en la cama un sueño que no lograba conciliar.

Tres semanas más tarde, a principios de diciembre, el estado de sitio fue levantado en la vecina Nicaragua y todo el país respiró de nuevo.


En diciembre Philip y Mary fueron de vacaciones a Brasil. Cuando estaban a 10.000 metros de altura, él pegó su cara a la ventanilla, intentando imaginar una cierta costa que se dibujaba bajo un velo de nubes. En algún lugar, allí abajo, había un pequeño techo de chapa ondulada que abrigaba a Susan, que pasó en cama la fiesta de Nochevieja y los siguientes veinte días.


El sol volvió con los primeros días de febrero, y el cielo de sus estados de ánimo se despejó al mismo tiempo.

Susan estaba de pie desde hacía ocho días y su cuerpo se recuperaba; el color volvía a sus mejillas. Su «enfermedad del cansancio», como se decía en el pueblo, había tenido un feliz desenlace. Los campesinos se habían hecho cargo del almacén y unas mujeres se ocuparon del funcionamiento de la escuela y la enfermería. Los jóvenes se habían encargado de la distribución de alimentos, de la que Susan era la responsable. Todos habían unido esfuerzos en estos últimos tiempos y sus relaciones se habían estrechado. Susan caminaba por la calle principal y pasaba por delante de la guardería cuando el cartero se cruzó con ella y se le acercó. La carta procedía de Manhattan y estaba fechada el 30 de enero; había tardado casi dos semanas en llegar.


29 de enero de 1979

Susan:

Acabo de regresar de Río y he pasado dos veces por encima de tu país. Imaginé que volábamos sobre tu casa y que te vería delante de la puerta. ¿Cómo es que jamás fui a visitarte? Quizá simplemente porque no era necesario, porque tú no querías, porque jamás tuve el valor de hacerlo. Tan lejos de mí y a la vez tan cerca. Y, por muy raro que pueda parecer, eres la primera persona (casi he añadido «de mi familia») a la que comunico la noticia: me voy a casar, Susan. Esta Nochevieja se lo pedí a Mary.

La ceremonia será en Montclair el 2 de julio. Ven, te lo ruego. Es dentro de seis meses y tienes tiempo de sobra para arreglarlo todo y asistir. Esta vez no tienes excusas ni pretextos. Necesito que estés a mi lado. Eres lo más valioso que tengo. Cuento contigo. Te beso y te amo.

Philip

Dobló cuidadosamente la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo de su blusa. Levantó la cara hacia el cielo y sus labios se pusieron blancos de la fuerza con que los apretaba. Siguió caminando por la calle y entró en la guardería.


Una vez más Susan revolvía su único armario para elegir las blusas y faldas que se llevaría a Montclair. Al menos era el vigésimo modelo de pajarita que el vendedor mostraba a Philip.

Ella cerraba tras de sí la puerta de su casa. Detrás de él se cerraba la del sastre: en la gran caja de cartón que llevaba en sus brazos iba su traje de boda.

Un campesino la conducía al aeropuerto en el que subiría al pequeño avión con destino a Tegucigalpa, y no importaba que sus alas fuesen rojas y blancas; bajo los puentes de Honduras había corrido mucha agua. Quien lo llevaba al peluquero era Jonathan, su compañero de trabajo, promovido a la categoría de asistente de ceremonia.

Por la ventanilla del avión ella veía cómo el río brillaba a lo lejos. Por la ventanilla del Buick, él veía a los viandantes que deambulaban por las calles de Montclair.

Él recorría las naves de la iglesia con un paso nervioso, a la espera de que alguien acudiera a confirmarle que todo estaba en orden para el día siguiente. Ella paseaba arriba y abajo por la terminal del aeropuerto de Tegucigalpa, a la espera de embarcar en un Boeing que despegaría hacia Florida con cuatro horas de retraso.

Según la tradición, no pasó la noche anterior a la boda en compañía de Mary. Jonathan lo dejó en el gran hotel donde sus padres habían reservado una suite para él. Ella había ocupado su asiento en el avión y el aparato atravesaba ya la capa de nubes.

En el avión, ella comía la cena que le dieron. Él quería acostarse pronto y cenaba frugalmente, sentado sobre la cama.

Ella llegaba a Miami y se estiraba sobre los bancos de la terminal de la Eastern Airlines, con la mano enrollada en la correa de su gran bolsa color caqui. Él apagaba la luz e intentaba conciliar el sueño. La última conexión ya había salido y ella se dormía.

Al amanecer, ella entró en los lavabos del aeropuerto y se colocó delante del gran espejo. Se mojó la cara con agua e intentó arreglarse un poco.

Él se cepilló los dientes delante del espejo, se lavó la cara y puso sus cabellos en orden, frotándose la cabeza.

Ella lanzó una última ojeada a su figura y abandonó el lugar haciendo un gesto dubitativo. Él salió de su habitación y se dirigió a los ascensores.

Ella se dirigió a la cafetería y pidió una café. Él se encontró con sus amigos en el bufé del hotel.

Ella eligió un bollo. Él colocó uno en su plato.

A media mañana él subió a su habitación para comenzar a prepararse. Susan entregó su carta de embarque a la azafata.

– ¿No hay peluquería a bordo?

– Discúlpeme, ¿decía?

– Míreme: ¡En cuanto baje del avión tengo que asistir a una boda y me harán entrar por la puerta de servicio!

– Tendría que continuar, señorita. Está obstruyendo el paso de los demás pasajeros.

Ella se encogió de hombros y subió por la escalerilla. Él cogió la percha del armario y quitó la bolsa de plástico que protegía el esmoquin; de una caja de cartón blanco sacó la camisa y la desdobló. Ella se adormiló en su asiento, con el rostro pegado a la ventanilla.

Cuando todas las piezas que componían su traje estuvieron dispuestas en orden sobre el edredón, entró en el cuarto de baño. Ella se levantó y se dirigió a la parte posterior del aparato.

Él buscó su maquinilla de afeitar, extendió un poco de espuma sobre su barbilla, dibujando con el índice el contorno de la boca, y sacó la lengua a su reflejo en el espejo. En los lavabos, ella se pasó el dedo por los párpados, abrió la bolsa de aseo y se maquilló. El auxiliar de vuelo anunció por el altavoz que el descenso a Newark había comenzado y ella miró su reloj: llegaba tarde. Escoltado por los testigos, él subió a la limusina negra que le esperaba delante del hotel.

La cinta de los equipajes le devolvió su gran bolsa, cuya correa colgó del hombro. Ella caminaba en dirección a la salida. Él acababa de llegar a la entrada de la iglesia, y saludaba y daba la mano al mismo tiempo que subía los escalones.

Ella pasó por delante de la cafetería, se dio la vuelta y, con los ojos húmedos, miró fijamente la pequeña mesa situada junto al ventanal. Él franqueó el umbral de las grandes puertas y, bajo la bóveda de piedra, contempló la nave.

Él comenzó a caminar a paso lento y miró a los lados por entre los invitados que se iban levantando, pero no la vio. Ella lanzó la bolsa sobre el asiento trasero de un taxi que acababa de estacionar junto a la acera; en un cuarto de hora estaría en Montclair.

Todos los invitados se dieron la vuelta al escuchar las primeras notas del órgano. Mary apareció cogida del brazo de su padre bajo la luz diáfana de la entrada. Avanzaba hacia el coro, sin que los rasgos de su rostro traicionasen la emoción. Ambos se contemplaron con fijeza, como si entre ambas miradas hubiese un hilo tendido. Las pesadas puertas se cerraron. Cuando Mary llegó a su lado, él echó una ojeada a los asistentes en busca de un rostro que seguía sin encontrar.

El taxi se detuvo delante de la entrada desierta. ¿Existe una suerte de magia que hace que las aceras queden vacías en torno a los lugares de culto durante los entierros y las bodas? El cansancio del viaje la había vuelto torpe y tenía la sensación de que los escalones se hundían bajo sus pies. Ella empujó suavemente una puerta lateral, entró en la iglesia y dejó resbalar su bolsa al pie de una imagen.

Sorprendida ante la visión de los dos seres que estaban de pie frente al altar, avanzó lentamente por la nave de la derecha, deteniéndose en cada pilar. Cuando llegó a la mitad de la nave los cánticos se interrumpieron para dar paso a un silencio recogido. Estupefacta, ella observaba. El sacerdote reanudó la liturgia y ella su camino. Avanzó hasta la última columna, desde donde veía a Philip de perfil. De Mary sólo podía ver la curva de la espalda y la sedosa cola del vestido de novia. Cuando el oficiante los unió, los ojos de Susan se inundaron de lágrimas. Retrocedió con paso silencioso, guiándose en su retirada con la mano izquierda, que rozaba torpemente los respaldos de los bancos. Recogió la bolsa que había dejado a los pies del arcángel san Gabriel y salió de la iglesia, bajó los escalones y se metió apresuradamente en el taxi. Abrió la ventanilla y contempló las puertas de la iglesia. Entre sollozos contenidos, murmuró en voz baja al mismo tiempo que el sacerdote: «Si alguno de los presentes tiene una razón para oponerse a esta unión, que hable ahora o calle para siempre…».

El taxi arrancó.


Inclinada sobre la bandeja del avión que la conducía de vuelta a Honduras, escribió una carta.


2 julio de 1979

Querido Philip:

Sé lo mucho que debes de sentir el que no pudiera estar a tu lado el día de tu boda. Esta vez no había ni excusa ni pretexto, te lo juro. Hice todo lo posible para asistir, pero en el último momento una lamentable tormenta me impidió viajar. Con el pensamiento he estado contigo durante toda la ceremonia. Debías de estar guapísimo con tu esmoquin, y estoy segura de que tu mujer también estaba preciosa. ¿Quién no lo habría estado en semejantes circunstancias? He seguido mentalmente cada momento de esos instantes mágicos. Sé que ahora eres feliz y parte de esa felicidad hace que yo también lo sea.

He decidido aceptar el puesto que me proponían. Salgo el viernes para instalarme en las montañas y organizar un nuevo centro. Me gustaría escribirte en el curso de los próximos meses, pero estaré a dos días de pista de lo que apenas se parece a nuestra civilización, y enviar y recibir cartas será algo imposible. Sabes, estoy contenta con este nuevo desafío. Me llevaré conmigo la nostalgia de las gentes de este pueblo, de esta casa que Juan me construyó y de los recuerdos que ya contenía. Habrá que comenzar prácticamente de cero, pero la confianza que me han demostrado es prueba del reconocimiento de mis colegas.

Buena suerte, Philip. Más allá de todas mis ausencias y de todas mis faltas. Te amo fielmente desde siempre y para siempre.

Susan

P. D.: De todos modos, no olvides lo que te dije en el aeropuerto…