"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

6

La lluvia resbalaba sobre la cubierta de madera. Instalado bajo la armadura del techo, iluminándose con la luz de una única lámpara, corregía sus últimos esbozos. Al igual que cada fin de semana, Philip recuperaba el retraso acumulado durante cinco días. Había decorado su despacho inspirándose en el estilo Adirondacks. En la pared de la derecha se hallaba la biblioteca. En el lado izquierdo, dos grandes sillones de cuero usado, separados por un pequeño velador y una lámpara de hierro forjado, daban al conjunto un aire hogareño. Colocada en el centro justo de la pieza, su blanca mesa de trabajo tenía la forma de un gran cubo de madera; seis personas podían sentarse cómodamente a su alrededor. De vez en cuando levantaba la cabeza y posaba su mirada en los cristales de la ventana, que temblaban bajo la fuerza del viento.

Antes de volver a sus dibujos lanzó una mirada a la foto de Susan, que en un marco de vidrio descansaba sobre una de las estanterías. Había pasado mucho tiempo desde el día de su boda. En medio de la mesa destacaba la antigua caja que contenía todas sus cartas. Estaba cerrada con un candado, pero la llave siempre se encontraba sobre la tapa.

¿Cuántos años hacía que no se escribían? ¿Siete, ocho, nueve quizá? En un rincón de la habitación se hallaba la escalera que conducía al piso inferior, donde los dormitorios ya se borraban en la penumbra de aquel día sin luz que estaba a punto de terminar. La escalera de madera blanca que estaba delante de la puerta de entrada dividía la planta baja en dos ambientes. Mary había permanecido toda la tarde sentada a la gran mesa de la cocina americana y pasaba lentamente las páginas de una revista, dejando volar sus pensamientos. Desde allí veía a Thomas, su hijo de cinco años, que estaba al otro lado de la puerta de corredera absorto en un juego. Luego dirigió la vista al reloj de pared que estaba colocado encima de la cocina de gas: eran las seis de la tarde. Cerró la revista, se levantó y comenzó a preparar la cena. Philip bajó de su despacho una media hora después, como cada tarde, y le ayudó a terminar de poner la mesa. Después de besarla, sus dos «hombres» se instalaron en el lugar acostumbrado. Thomas fue el más hablador, y comentó su última partida contra los extraterrestres que intentaban invadir la pantalla del televisor.

Al final de la cena, una vez más Philip quiso enseñar a su hijo a jugar al ajedrez. Sin embargo el pequeño encontraba tonto que el alfil sólo pudiese moverse en diagonal y, además, ¿no sería mejor hacer avanzar todos los peones al mismo tiempo para atacar las torres del castillo? La tentativa concluyó en una partida de siete y medio. Luego, esa misma noche, cuando el niño estuviera arropado y le hubiese contado un cuento, Philip bajaría a decirle buenas noches a su mujer y volvería a su despacho. «Prefiero trabajar ahora un rato y mañana tener tiempo para estar con vosotros», argumentaría con una sonrisa a Mary. Estaría a su lado «más tarde», en el sueño y la ternura de sus brazos.

Dejó de llover tan sólo al amanecer. Las aceras mojadas brillaban bajo la pálida luz de la mañana. Thomas ya se había levantado y se dirigía al salón. Mary había oído el ruido de los escalones de la entrada y se puso la bata, que había dejado al pie de la cama. El niño ya estaba al pie de la escalera cuando sonó el timbre y puso la mano sobre el pomo de la puerta para abrirla.

– Tom, ¡te he dicho mil veces que no toques la puerta!

El niño se volvió y miró con fijeza a su madre. Ella bajó y llegó a su lado, apartó a su hijo, que se colocó detrás, y abrió la puerta. Una mujer vestida con un traje chaqueta azul marino, cuya seriedad contrastaba con la atmósfera de aquel domingo de otoño, estaba en el descansillo, tan derecha como un palo.

Mary levantó la ceja izquierda. Cultivaba cuidadosamente esta expresión que desencadenaba las risas de su hijo y la sonrisa de su marido; esta mímica se había vuelto un gesto habitual con el que expresar su asombro.

– ¿Vive aquí el señor Nolton? -preguntó la desconocida.

– ¡Y también la señora Nolton!

– Tendría que ver a su marido, me llamo…

– ¡En domingo y antes de que pase el lechero! ¡Qué oportuno!

La mujer no intentó terminar la frase ni tampoco disculparse por la temprana intrusión. Ella insistió, tenía que ver a Philip lo antes posible. Mary quiso saber qué era lo que justificaba que tuviese que despertar a su marido en el único día de la semana que éste podía descansar. Puesto que el «tengo que verle» no le pareció un motivo suficiente, la invitó a que volviese a una hora más propia.

La mujer lanzó una mirada furtiva al coche que se hallaba estacionado delante de la casa y reiteró su petición.

– Sé que es muy temprano, pero hemos viajado toda la noche y nuestro avión sale dentro de pocas horas. No podemos esperar.

Entonces Mary prestó atención al vehículo que estaba allí aparcado. Un hombre corpulento iba al volante. Había otra mujer en la parte de delante, con la cabeza pegada a la ventanilla. Estaba muy lejos para que Mary lograra distinguir sus rasgos, incluso frunciendo los ojos. Sin embargo, le pareció que sus miradas se cruzaban. Habían bastado unos segundos de distracción para que la intrusa intentase entrar en su casa; había levantado la voz y llamaba a Philip a gritos. Mary le dio con la puerta en las narices.

– ¿Qué sucede?

Philip apareció en lo alto de la escalera. Mary se dio la vuelta, sobresaltada.

– No lo sé. Una loca que quiere hablar contigo -respondió irritada-, y que no quiere confesarme que es una de tus ex. ¡A menos que no sea su compañera, la que espera en el coche que está enfrente de nuestra casa!

– No entiendo nada de lo que dices. ¿Dónde está Thomas? -preguntó medio dormido al bajar por las escaleras.

– En el Senado. ¡Da una conferencia esta mañana!

Pasó por delante de Mary bostezando, la besó en la frente y abrió la puerta. La mujer no se había movido ni un milímetro.

– Perdón por haberle despertado así, pero tengo absoluta necesidad de hablar con usted.

– La escucho -contestó él con un ademán seco.

– ¡En privado! -añadió.

– Puede hablar con libertad delante de mi esposa.

– Tengo instrucciones muy precisas.

– ¿Sobre qué tema?

– Lo de «en privado» forma parte de ellas.

Philip lanzó una mirada interrogadora a Mary. Ella le contestó con uno de sus singulares movimientos de ceja, llamó a su hijo para que fuese de inmediato a desayunar y se dirigió a la cocina. Él hizo entrar en el salón a la dama vestida de azul, que cerró tras de sí las puertas de corredera, desabotonó su traje chaqueta y se sentó en el sofá.


Philip y la mujer todavía no habían terminado. Mary retiraba la mesa del desayuno mientras vigilaba con un ojo el reloj que desgranaba largos minutos; colocó el bol en el fregadero y se dirigió hacia la sala de estar, dispuesta a interrumpir la entrevista que ya se alargaba demasiado. Cuando pasó por delante de la escalera, las puertas del salón se abrieron. Philip fue el primero en salir. Mary quiso adelantarse, pero el gesto que él hizo con la mano hizo que se detuviese. La mujer le saludó con una inclinación de cabeza y se fue a esperar al porche. Él subió los escalones para volverlos a bajar unos momentos después, vestido con un pantalón y un jersey grueso. Pasó por delante de su asombrada mujer sin ni siquiera dirigirle una mirada. Apenas hubo salido, se volvió y le dijo que le esperase dentro. Jamás lo había visto comportarse de forma tan autoritaria.

Desde la ventana que estaba junto a la puerta de entrada, Mary vio cómo él seguía a la mujer que iba a desestabilizar mucho más que un día de domingo.

La mujer que había estado esperando a la derecha del conductor salió del coche. Philip se detuvo y la miró fijamente durante un rato. Ella rehuyó su mirada, abrió la puerta trasera y se sentó. Él dio la vuelta al vehículo y se acomodó a su lado.

Comenzó a caer una lluvia fina. Mary no podía distinguir lo que sucedía en el interior del coche, ni desembarazarse de la ansiedad que la consumía.

– Pero ¿qué están haciendo, por Dios?

– ¿Quién? -preguntó Thomas sin apartar los ojos de la pantalla del televisor.

– Tu padre -murmuró ella.

El niño, absorto en su juego, apenas prestaba atención a su madre. A juzgar por los movimientos de sus brazos, Philip estaba muy agitado. La misteriosa conversación no acababa, y Mary ya pensaba en vestirse y salir, cuando lo vio reaparecer. Semioculto por el coche, le hizo una señal con la mano que parecía decir adiós. Incrédula, Mary pataleó de impaciencia al ver que su marido volvía a subir al Chrysler.

– ¡Tom, tráeme los prismáticos, enseguida!

Al observar la vehemencia de su madre, Thomas comprendió que no era el momento de discutir. Apoyó el botón pause del juego y subió corriendo la escalera. Removió y buscó en una caja de juguetes para coger el objeto, así como también otros accesorios indispensables en los que su madre ni siquiera había pensado. Unos minutos más tarde, pertrechado con el casco, la ropa de combate y el camuflaje verde, y llevando además las cartucheras en bandolera, su cinturón de supervivencia con un cuchillo de goma, el revólver, la cantimplora y el walkie-talkie, se presentó ante Mary, haciendo un saludo militar con el brazo izquierdo.

– Estoy listo -dijo al tiempo que se ponía firme.

Ella no prestó atención alguna al uniforme de su hijo y le arrancó de las manos los prismáticos.

La limitada potencia del artilugio y los múltiples arañazos de los cristales no mejoraron mucho su visión; apenas distinguía a su marido, tapado por la otra pasajera. Él estaba inclinado hacia delante, como si fuese a poner la cabeza sobre sus rodillas. Su ansiedad pudo más que su paciencia y salió al descansillo, con los brazos en jarras. El motor acababa de ponerse en marcha y Mary sintió cómo los latidos de su corazón se aceleraban. La puerta del coche se abrió y Philip reapareció bajo la lluvia. Ella sólo distinguía su cabeza, su cuerpo todavía estaba oculto por el vehículo. De nuevo él hizo un gesto tímido con la mano derecha, retrocediendo un paso, y el coche se alejó lentamente. Mary observaba a Philip, que permanecía inmóvil en medio de la calle desierta, abandonado al único ruido de las gotas al chocar contra el asfalto.

Ella no comprendía lo que estaba viendo.

El brazo tendido de Philip se prolongaba en una mano ligera que se aferraba a la suya. La bolsa de viaje que ella sostenía firmemente con la otra no debía de pesar mucho.

Es así como Mary la vio por primera vez, agarrada a su globo rojo bajo esa luz pálida en la que el tiempo se paraliza. Sus cabellos negros desordenados caían sobre sus hombros, la lluvia resbalaba por su piel mestiza. Parecía sentirse incómoda en sus ropas, que le venían estrechas.

Bajo la tormenta, que empezó a rugir, se dirigieron a la casa a paso lento. Cuando ambos llegaron al porche, Mary quiso saber de inmediato qué era lo que pasaba. Pero él ya había bajado la cabeza, para mejor ocultar su tristeza.

– Te presento a Lisa, la hija de Susan.

Ante la puerta de su casa, una niñita de nueve años miraba de hito en hito a Mary.

– Mamá ha muerto.